"El Ángel Negro" - читать интересную книгу автора (Connolly John)5Cada uno de nosotros vive dos vidas: nuestra vida real y nuestra vida secreta. En nuestra vida real somos lo que aparentamos. Queremos a nuestro marido o a nuestra mujer. Cuidamos de nuestros hijos. Cada mañana cogemos una bolsa o un maletín y hacemos lo que debemos para engrasar las ruedas de nuestra existencia. Vendemos bonos, limpiamos habitaciones de hotel, servimos cerveza a la clase de hombres con quienes, si tuviésemos elección, ni siquiera compartiríamos el aire que respiramos. Comemos en un restaurante, o en el banco de un parque donde la gente pasea el perro y los niños juegan a la luz del sol. Nos asalta el sentimental impulso de sonreír al ver el júbilo que los animales obtienen del sencillo placer de un paseo por la hierba verde, o a los niños que chapotean en los charcos y corren entre los aspersores; aun así, volvemos a nuestros escritorios o a nuestras fregonas o a nuestras barras menos felices que antes, incapaces de sacudirnos la escalofriante sensación de que nos perdemos algo, de que en la vida tiene que haber algo más. Nuestra vida real -lastrada por esos dos pesos idénticos (y helos aquí otra vez), nuestros abrumados amigos el deber y la responsabilidad, de contornos consideradamente curvos para acomodarse mejor a nuestros hombros- nos permite pequeñas satisfacciones, por las que sentimos una gratitud desproporcionada. Venga, vamos a dar un paseo por el campo, a sentir la tierra esponjosa y cálida bajo los pies, pero no olvides el tictac del reloj que te reclama para que vuelvas al tráfago de la ciudad. Mira, tu marido te ha preparado la cena y encendido la vela que te regaló tu madre para Navidad, la que ahora hace que el salón huela a ponche y especias a pesar de que ya estamos a mediados de julio. Fíjate, tu mujer ha vuelto a leer el Y en la oscuridad la vida real y la vida secreta se superponen, los márgenes de la una se desdibujan y la otra irrumpe impetuosa con un gemido y la lengua movediza del deseo. Ya que en nuestra vida secreta somos realmente nosotros mismos. Miramos a la mujer guapa del departamento de márketing, la recién llegada, la del vestido que se abre cuando cruza las piernas, y deja a la vista una porción impoluta de piel clara en el muslo, y en nuestra vida secreta no vemos las venas a punto de reventar bajo su piel, ni el lunar parecido a un moretón antiguo que empaña la belleza de su blancura. No tiene tacha, a diferencia de la que hemos dejado atrás esa mañana, olvidado ya su nuevo truco de alcoba, pues con toda seguridad quedará arrinconado, al igual que la vela de Navidad, y durante largos meses ni los trucos ni la luz tendrán utilidad alguna. En lugar de eso, tomamos de la mano la nueva fantasía, no enturbiada por la realidad, y nos la llevamos, y ella nos ve como de verdad somos al permitirnos entrar en ella y, por un instante, vivimos y morimos dentro de ella, ya que ella no necesita una revista para enseñarnos sus conocimientos arcanos. En nuestra vida secreta, somos valientes y fuertes, y no conocemos la soledad, ya que otros u otras ocupan el lugar de nuestra pareja, en otro tiempo amada (y deseada). En nuestra vida secreta, tomamos el otro camino, el que se nos ofreció una vez pero rehuimos. Vivimos la existencia que deberíamos haber seguido, la que nos negaron maridos y esposas, las exigencias de los hijos, las imposiciones de los pequeños tiranos de la oficina. Nos convertimos en todo lo que deberíamos haber sido. En nuestra vida secreta soñamos con devolver el golpe. Apuntamos con una pistola y apretamos el gatillo, y no nos cuesta nada. No nos arrepentimos de la herida causada, ni lamentamos ver desplomarse el otro cuerpo, desmadejándose ya mientras exhala el espíritu. (Y tal vez haya otro que aguarda ese momento, aquel que nos tentó, aquel que nos prometió que es así como debían ser las cosas, que éste era nuestro destino, y ese otro sólo nos pide este insignificante capricho: que le permitamos posar los labios en los del moribundo, en los de la mujer que se desvanece, y saborear la dulzura de lo que escapa de ellos para que aletee brevemente en su boca como una mariposa antes de que él lo engulla y lo atrape en lo más hondo de sí mismo. Tan sólo eso nos pide, ¿y quiénes somos nosotros para negárselo?) En nuestra vida secreta, nuestros puños golpean como mazos, y la cara desdibujada por la sangre es la cara de todos aquellos que nos han contrariado, todos los individuos que nos han impedido ser lo que podríamos haber sido. Y él, ese otro, permanece a nuestro lado mientras castigamos la carne y disculpamos su fealdad a cambio del gran don que nos ha concedido, la libertad que nos ha ofrecido. Es tan convincente este hombre maldito de papada dilatada, vientre enorme y caído, piernas demasiado cortas y brazos demasiado largos, facciones suaves casi difuminadas bajo la piel pálida y arrugada, tan convincente que mirarlo de lejos es como contemplar una luna llena y clara cuando se es niño y creer que casi se ve el rostro del hombre que mora dentro. Es Brightwell, y con palabras almibaradas nos ha dado a conocer la historia de nuestro pasado, de sus andanzas durante largo tiempo en busca de quienes se perdieron. Al principio no lo creíamos, pero es persuasivo, no cabe duda. Las palabras se disuelven dentro de nosotros, su esencia se difunde por nuestro organismo, sus elementos constituyentes pasan a su vez a formar parte de nosotros. Empezamos a recordar. Ahondamos en esos ojos verdes, y al final se nos revela la verdad. En nuestra vida secreta, fuimos ángeles. Adoramos y fuimos adorados. Y cuando caímos, el último gran castigo fue marcarnos para siempre con todo lo que habíamos perdido, y atormentarnos con el recuerdo de todo lo que una vez fue nuestro. Ya que no somos como los demás. Todo nos ha sido revelado, y en esa revelación reside la libertad. Ahora vivimos nuestra vida secreta. Al despertar, descubrí que me hallaba solo en la cama. La cuna de Sam estaba vacía y en silencio, y noté el colchón frío al tacto, como si ningún niño hubiese dormido jamás allí. Me acerqué a la puerta y oí ruidos abajo, en la cocina. Me puse un pantalón de chándal y bajé. Dentro de la cocina se deslizaban sombras, visibles a través de la puerta entornada, y oí abrirse y cerrarse armarios. Habló una mujer. Rachel, pensé: «Ha bajado a Sam para darle de comer, y habla con ella como siempre habla con ella, compartiendo con la pequeña sus pensamientos y esperanzas mientras hace lo que tiene que hacer». Vi cómo mi mano se movía y empujaba la puerta, y la cocina apareció ante mí. Había una niña sentada a un extremo de la mesa. Tenía la cabeza un poco gacha, y su pelo largo y rubio rozaba la madera y el plato vacío que tenía delante, la cenefa azul ahora mellada. Permanecía inmóvil. Algo goteaba de su cara y caía en el plato, formando en él una mancha roja en expansión. La voz no salió de la niña. Parecía llegarme de un lugar lejano y tenebroso, y también de cerca, un frío susurro junto a mi oído. Han vuelto. Quiero que se vayan. Quiero que me dejen en paz. A vosotras no. Os quise, y siempre os querré, pero ya os habéis ido. Por favor, necesito dejaros atrás de una vez. Todo se viene abajo. Estáis destrozándome la vida. La quiero. La quiero como antes os quise a vosotras. En la pared, a mi derecha, apareció una grieta, y en el suelo se abrió una fisura. La ventana se hizo añicos y los fragmentos de cristal estallaron hacia dentro, reflejándose en cada esquirla los árboles, las estrellas y la luna, como si el mundo entero se desintegrase en torno a mí. Oí a mi hija arriba, eché a correr y subí de dos en dos los peldaños de la escalera. Abrí la puerta del dormitorio y Rachel estaba al lado de la cuna con Sam en brazos. – ¿Dónde estaba? -pregunté-. Me he despertado y no te he visto. Me miró. Se la notaba cansada y tenía manchado el camisón. – Había que cambiarla. La he llevado al cuarto de baño para no despertarte. Rachel dejó a Sam en la cuna. Tras asegurarse de que nuestra hija estaba tranquila y a gusto, se preparó para volver a la cama. De pie junto a Sam, me agaché y la besé en la frente con delicadeza. Una gota de sangre cayó en su cara. Se la limpié con el pulgar y me acerqué al espejo del rincón. Tenía un pequeño corte debajo del ojo izquierdo. Al tocármelo, sentí una punzada de dolor. Abrí la herida con los dedos y me la exploré hasta localizar y extraer un diminuto fragmento de cristal. Una única lágrima de sangre resbaló por mi mejilla. – ¿Estás bien? -preguntó Rachel. – Me he cortado. – ¿Mucho? Al pasarme el brazo por la cara, me la embadurné de sangre. – No -mentí-. No es nada. Salí hacia Nueva York a la mañana siguiente temprano. Rachel estaba sentada a la mesa de la cocina, en la misma silla que la noche anterior ocupaba una niña con un plato delante sobre el que lentamente se formaba un charco de sangre. Sam se había despertado hacía dos horas, y en ese momento berreaba sin parar. Por lo general, despierta y con el estómago lleno, se conformaba con ver pasar la vida plácidamente. Sentía especial fascinación por La madre de Rachel no se había despertado aún. Aunque Frank había vuelto a trabajar esa mañana logrando eludirme antes de marcharse, Joan se había ofrecido a quedarse con Rachel mientras yo estaba fuera. Rachel había aceptado sin dudar, y yo le estaba agradecido por ello. La casa se hallaba bien protegida: inducido por los recientes acontecimientos, habíamos instalado un sistema de sensores de movimiento que nos alertaba de la presencia de cualquier cosa mayor que un zorro en nuestra propiedad, y unas cámaras vigilaban la verja de entrada y el jardín, así como la marisma que se extendía más allá, mandando imágenes a dos monitores idénticos en mi despacho. La inversión era considerable, pero merecía la pena por la tranquilidad que proporcionaba. Di un beso de despedida a Rachel. – Será sólo un par de días -dije. – Lo sé. Lo entiendo. – Te llamaré. – Bien. Rachel tenía a Sam apoyada en el hombro e intentaba calmarla, pero la niña no se dejaba consolar. Besé también a Sam y sentí el calor de Rachel, el contacto de su pecho en mi brazo. Recordé que no habíamos hecho el amor desde antes de nacer Sam, y a causa de eso la distancia entre nosotros parecía aún mayor. A continuación, las dejé, cogí el coche y fui al aeropuerto en silencio. El chulo de nombre G-Mack estaba sentado a oscuras en el piso de Coney Island Avenue que compartía con varias de sus mujeres. Tenía otro en el Bronx, más cerca del Point, pero últimamente, desde que se presentaron aquellos hombres buscando a sus dos putas, lo usaba cada vez menos. La llegada de la vieja negra lo había asustado más aún, así que se había retirado a su nido privado y se aventuraba a ir al Point sólo de noche y manteniéndose alejado de las calles principales en la medida de lo posible. G-Mack dudaba que fuera muy sensato vivir en Coney Island Avenue. Había sido una zona peligrosa ya en épocas pasadas, incluso en el siglo XIX, cuando los bandidos se cebaban en los turistas que volvían de las playas. En la década de 1980, busconas y camellos colonizaron los alrededores de Foster Avenue, y su presencia se ponía de manifiesto más aún gracias a la viva iluminación de la gasolinera cercana. En la actualidad todavía quedaban traficantes y fulanas, pero eran mucho menos conspicuos y se disputaban el espacio de acera con judíos, paquistaníes, rusos y gente de países que G-Mack ni siquiera conocía. Los paquistaníes habían pasado momentos difíciles en los meses posteriores al 11-S y, por lo que G-Mack había oído, muchos fueron detenidos por los federales, en tanto que otros se marcharon a Canadá o regresaron definitivamente a su país. Algunos incluso cambiaron de nombre, y a veces G-Mack tenía la impresión de que había entrado en su mundo una súbita afluencia de paquistaníes llamados Eddie y Steve, como el fontanero al que se había visto obligado a avisar cuando una de las zorras atascó la cañería tirando algo al váter, y G-Mack prefería no saber qué. Hasta entonces el fontanero se llamaba Amir, o eso constaba en su antigua tarjeta de visita, la que G-Mack guardaba prendida de la puerta de la nevera con un imán de Simbad; ahora, en su nueva tarjeta, se leía «Frank». Frank Shah, como si eso fuera a engañar a alguien. Incluso los tres números, el «786» que antes acompañaba su dirección y que, según le explicó Amir una vez, significaba «En nombre de Alá», habían desaparecido. A G-Mack todo eso le traía sin cuidado. Por lo que había visto, Amir era un buen fontanero, y él no tenía la menor intención de alimentar rencores contra un hombre que hacía bien su trabajo, y menos si pensaba que quizá podía volver a necesitar sus servicios en alguna otra ocasión. Sin embargo, no le gustaba el olor de las tiendas paquistaníes, ni la comida que servían en sus restaurantes, ni cómo vestían, a veces muy acicalados, a veces demasiado informales. Desconfiaba de su ambición y de su obsesiva insistencia en que sus hijos mejorasen en la vida. G-Mack sospechaba que los hijos del bueno de Frank, llamado en realidad Amir, se aburrían como ostras cuando su padre les soltaba un sermón sobre el sueño americano, señalando tal vez a personas como G-Mack para que no siguieran su ejemplo, por más que G-Mack fuese mejor hombre de negocios de lo que sería Amir en su vida y por más que no fuese el pueblo de G-Mack el que había estrellado dos aviones contra los edificios más altos de Nueva York. G-Mack no tenía nada personal contra los paquistaníes del vecindario, aparte de la comida y la indumentaria, pero cabronadas como las del 11-S eran cosa de todos, y a Frankie-Amir y su gente les convenía dejar claro de qué bando estaban. El piso de G-Mack estaba en la tercera planta, la más alta, de una casa de piedra rojiza con cornisas pintadas de un color vivo entre las avenidas R y S, cerca del Centro Islámico Thayba. El Thayba se hallaba separado del Keshet, el centro judío de atención diurna, por una ludoteca, cosa que a cierta gente podía parecerle señal de progreso pero que sacaba de quicio a G-Mack: ver tan cerca uno del otro a esos dos bandos opuestos; aunque más todavía lo irritaban los putos hasidim, instalados un poco más allá en la misma avenida, con sus raídos abrigos negros y aquellos niños pálidos con bucles que los amariconaban. No le extrañaba que fueran siempre en grupo, porque, sin ayuda, ni uno solo de esos judíos raros saldría airoso en una pelea. Escuchó a dos de sus putas de cháchara en el cuarto de baño. En esos momentos tenía a nueve en su cuadra, y tres de ellas dormían allí en camastros que les alquilaba como parte de su «acuerdo». De las otras, un par vivía aún con sus madres, porque tenían hijos y necesitaban que alguien se los cuidase mientras ellas hacían la calle, y había alquilado a las demás espacio de suelo en su piso cerca del Point. G-Mack lió un canuto y observó a la más joven de las tres mujeres, la blanca menuda que se hacía llamar Ellen, mientras se paseaba descalza por la cocina comiéndose una tostada con manteca de cacahuete untada de cualquier manera. Según ella, tenía diecinueve años, pero él no se lo creía. Tampoco le preocupaba. Muchos hombres las preferían jóvenes, y Ellen sacaba una buena pasta en las calles. G-Mack incluso había contemplado la posibilidad de instalarla en algún sitio privado, poner un anuncio en G-Mack, con veintitrés años, era más joven que la mayoría de sus mujeres. Había empezado vendiendo hierba a los niños en los colegios, pero era ambicioso y se imaginaba la expansión de su negocio hasta abarcar agentes de Bolsa, abogados y esos ávidos jóvenes blancos que frecuentaban los bares y clubes los fines de semana en busca de algo que les diera marcha para aguantar la larga noche que tenían por delante. G-Mack se veía a sí mismo con trapos elegantes, al volante de un coche trucado. Durante mucho tiempo soñó con tener un Cutlass Supreme del 71, tapizado en piel de color crema y con los rayos de las ruedas cromados, a pesar de que el Cutlass llevaba de serie unas llantas de mierda, de cuarenta y cinco centímetros, y G-Mack sabía que un paseo en él no era nada del otro mundo a menos que rodase con unas de cincuenta y cinco centímetros como mínimo, unas llantas de aleación Lexani o quizás incluso unas Jordan si quería restregárselo a otros hermanos por la cara. Pero un hombre que planeaba sentarse al volante de un Cutlass Supreme del 71 con llantas de cincuenta y cinco centímetros iba a tener que hacer algo más que trapichear con hierba entre quinceañeros llenos de granos. Así que G-Mack invirtió en un poco de éxtasis, junto con algo de coca, y poco a poco la pasta empezó a entrar como el agua. El problema de G-Mack era que no tenía madera para meterse en el juego a lo grande. G-Mack no quería volver a la cárcel. Había cumplido seis meses de condena en Otisville por agresión a los diecinueve recién cumplidos, y aún se despertaba por las noches gritando a causa del recuerdo. G-Mack era un negro bien parecido, y los primeros días se lo habían pasado en grande con él, hasta que se unió a la Nación de Islam, que incluía entre sus filas a algún que otro cabrón de buen tamaño y no veía con buenos ojos a quienes andaban acogotando a sus potenciales conversos. G-Mack se pasó el resto de los seis meses que le quedaban en prisión agarrado a la Nación como a una tabla después de un naufragio, pero al salir se apartó de esa mierda como si fuese mercancía estropeada. Fueron a buscarlo, para hacerle preguntas y agobiarlo, pero G-Mack había terminado con ellos. Recibió amenazas, claro, pero fuera de la cárcel era más valiente, y al final la Nación lo dejó ir al considerarlo un mal negocio. Aún ponía por todo lo alto a la Nación si surgía la necesidad y se encontraba en compañía de gente que no conocía la historia, pero en esencia sólo le atraía el hecho de que el ministro Farrakhan no toleraba gilipolleces a los blancos, y que éstos se cagaban de miedo ante la presencia de sus seguidores, con sus trajes impecables y sus gafas de sol. Pero si G-Mack quería reunir dinero para financiar la forma de vida que tanto anhelaba, debía apuntar más alto, y no le gustaba la idea de guardar material en gran cantidad. Si lo cogían en posesión de drogas, habría incurrido en un delito de la máxima gravedad, y eso implicaba entre quince años y cadena perpetua. Aun con suerte, y si el fiscal no tenía conflictos domésticos ni problemas de próstata y le permitía presentar el caso como delito de segundo grado, se pasaría entre rejas hasta los treinta años como mínimo, y a la mierda quienquiera que dijese que a esa edad todavía se es joven, porque él había envejecido más en seis meses de lo que deseaba creer, y no se veía con fuerzas para sobrevivir entre cinco y diez años allí dentro, por mucho que la prisión fuese de clase B, clase C, o de la puta clase Z. Se reafirmó por fin en la convicción de que la vida del camello no estaba hecha para él cuando un par de estupas, cabrones a más no poder, se plantaron ante su puerta con una orden de registro. Por lo visto habían pillado a alguien que le tenía aún más miedo a la cárcel que G-Mack, y el nombre de éste había salido en el transcurso de la conversación. Sin embargo, los polis no encontraron nada. G-Mack siempre se escabullía por el mismo atajo en la calle, a través de las ruinas calcinadas de otro edificio de tres plantas justo detrás del suyo, que a su vez daba a un solar. Allí había una vieja chimenea, y G-Mack ocultaba su alijo dentro, detrás de un ladrillo suelto. Los polis se lo llevaron a la comisaría, pero se quedaron con dos palmos de narices. G-Mack sabía que no tenían nada de que acusarlo, así que guardó silencio y esperó a que lo dejaran marchar. Tardó tres días en hacer acopio de valor para volver a su alijo, y se lo quitó de encima cinco minutos después por la mitad de su valor en la calle. Desde entonces se había mantenido alejado de las drogas, que sustituyó por otra posible fuente de ingresos, pues si G-Mack no sabía un carajo de trapicheo, sí entendía de titis. Había conocido a no pocas y nunca había pagado por ellas, al menos no a las claras y en dinero contante y sonante, pero sabía que muchos hombres sí pagaban. De hecho, hasta conocía ya a un par de zorras que se vendían, pero no tenían a nadie que cuidara de ellas, y esa clase de mujeres se hallaban en una situación vulnerable. Necesitaban a un hombre que velara por ellas, y G-Mack no tardó en convencerlas de que él era el hombre indicado. Sólo tenía que sacudirle a alguna de vez en cuando, y ni siquiera demasiado fuerte, y todas entraban en vereda. Al cabo de un tiempo murió Free Billy, un chulo viejo, y algunas de sus mujeres acudieron a G-Mack y ampliaron aún más su cuadra. Volviendo la vista atrás, no recordaba por qué había admitido entre sus putas a Alice, la yonqui. La mayoría de las otras chicas de Free Billy sólo consumían hierba, o acaso un poco de coca si un tío les ofrecía, o tenían la suerte de cara y conseguían esconderle algo a G-Mack, aunque él las registraba a fondo con regularidad para reducir al mínimo esa clase de hurtos. Las yonquis eran imprevisibles, y sólo por su aspecto podía ahuyentar a los puteros. Pero Alice tenía algo especial, eso no podía negarse. Estaba justo en el límite. Consumida parte de la grasa por la droga, le había quedado un cuerpo casi perfecto y una cara como la de esas zorras etíopes, las que tanto gustaban a las agencias de modelos porque sus facciones, con la nariz recta y la tez de color café, no parecían tan africanas. Además, era amiga de Sereta, la mexicana con una gota de sangre negra, y ésa era una mujer de muy buen ver. Sereta y Alice habían sido chicas de Free Billy, y le dejaron claro que eran inseparables, así que G-Mack tuvo que aceptar el apaño. Al menos Alice, o LaShan, como se hacía llamar en la calle, era lista y se daba cuenta de que a los tíos no les gustaban las marcas de las agujas. Estaba bien provista de cápsulas de vitamina E líquida y se aplicaba el contenido en el brazo después de cada chute para esconder la señal. G-Mack suponía que se inyectaba también en otras partes del cuerpo, partes secretas, pero eso era asunto suyo. A G-Mack sólo le preocupaba que las marcas no se vieran, y que ella se mantuviera serena mientras hacía la calle. Eso era lo bueno de las heroinómanas: el subidón les duraba quince o veinte minutos después de chutarse, pero al cabo de media hora estaban listas para ponerse en marcha otra vez. Y entonces casi parecían personas normales, hasta que empezaba a pasarse el efecto de la droga y volvían a ponerse fatal, con picores y ataques de ansiedad. En general, daba la impresión de que Alice tenía el hábito bajo relativo control, pero G-Mack, desde el momento mismo en que la reclutó, pensó que a esa yonqui no le quedaban más de dos meses. Se lo veía en los ojos, en la manera en que el ansia la corroía cada vez más profundamente, en cómo se le encanecía el pelo poco a poco; pero con su físico aún podía sacarle un buen dinero durante un tiempo. Y así fue durante un par de semanas, pero de pronto ella empezó a sisarle, y su cuerpo, al agravarse la adicción, empezó a marchitarse más deprisa de lo que G-Mack preveía. A veces la gente se olvidaba de que en Nueva York la mandanga era más fuerte que en cualquier otro sitio: incluso la heroína era pura en un diez por ciento, a diferencia de lugares como Chicago, donde lo era entre el tres y el cinco por ciento; y G-Mack había oído hablar de al menos un yonqui que llegó a la ciudad de algún rincón perdido, pilló material al cabo de una hora, y la palmó de sobredosis una hora después. Alice tenía aún una buena estructura ósea, pero a esas alturas, sin un buen cojín de carne encima, se le marcaba ya demasiado, y la piel, a medida que la droga le pasaba factura, se le veía cada vez más cetrina. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por su dosis, así que él la mandaba con los peores clientes, y ella se iba con ellos tan contenta, en la mayoría de los casos sin preguntar siquiera si se ponían la goma antes de una mamada. Se quedó sin vitamina E, ya que le costaba un dinero que necesitaba para la droga, así que empezó a inyectarse entre los dedos de las manos y los pies. G-Mack comprendió que pronto tendría que librarse de Alice, y ella acabaría viviendo en la calle, sin dientes y matándose por cualquier sobra junto al mercado de Hunts Point. Y un día apareció el viejo en su coche, con un chófer fondón que, reduciendo la marcha, llamaba a las mujeres. Había visto a Sereta, y ella le había ofrecido también a Alice, y luego las dos putas se habían subido al asiento de atrás con el viejo carcamal y se habían marchado, no antes de que G-Mack apuntara la matrícula. No tenía sentido correr riesgos. Además, él había hablado con el chófer, sólo para dejar claro el precio y evitar así que las putas lo engañaran. El chófer las devolvió tres horas más tarde, y G-Mack se embolsó su dinero. Registró los bolsos de las chicas y encontró otros cien en cada uno. Les permitió quedarse cincuenta y les dijo que él se ocuparía del resto. Por lo visto, al viejo le gustó el servicio prestado, porque al cabo de una semana regresó: las mismas chicas, el mismo arreglo. A Sereta y Alice les encantaba, porque las sacaba de la calle y el viejo las trataba bien. Las invitaba a copas y a bombones en su casa de Queens, las dejaba jugar en su enorme bañera, les daba una pequeña propina (que G-Mack muy de vez en cuando pasaba por alto; al fin y al cabo, no era un monstruo…). Todo iba como la seda hasta que desaparecieron las chicas. No volvieron de casa del viejo cuando estaba previsto. G-Mack no se preocupó por ellas hasta que llegó a su casa y, pasadas unas dos horas, recibió una llamada de Sereta. Lloraba, y a G-Mack no le fue fácil calmarla lo suficiente para entender qué había ocurrido, pero gradualmente ella consiguió explicarle que unos hombres habían ido a la casa y empezado a discutir con el viejo. Las chicas estaban en el baño del piso de arriba, arreglándose el pelo y el maquillaje antes de volver al Point. Los recién llegados empezaron a vociferar y pedirle al viejo una caja de plata. Dijeron que no pensaban marcharse sin ella, y entonces entró Luke, el chófer del viejo, y se oyeron más gritos, seguidos de lo que pareció el reventón de una bolsa, sólo que Alice y Sereta llevaban ya tiempo de sobra en la calle para distinguir un disparo cuando lo oían. Después de eso, los hombres se cebaron en el viejo para obligarlo a hablar y, cuando estaban en plena faena, murió. Empezaron a revolver la casa, primero el piso de abajo. Las mujeres oyeron abrirse cajones, romperse objetos de cerámica y cristal. Los hombres no tardarían en subir y entonces estarían perdidas. Pero de pronto oyeron detenerse un coche fuera. Sereta se arriesgó a echar un vistazo por la ventana y vio los destellos de unas luces de emergencia. – Un servicio de seguridad -susurró a Alice-. Debe de haberse disparado alguna alarma. Era un hombre, e iba solo. Iluminó con una linterna la fachada de la casa y luego llamó al timbre. Regresó a su vehículo y habló por la radio. En la casa sonó un teléfono. Era el único sonido dentro. Tras unos segundos, Alice y Sereta oyeron salir a los hombres por la puerta de atrás, la de la cocina. Cuando tuvieron la seguridad de que no había peligro, las mujeres los siguieron, pero no sin limpiar antes sus huellas en el baño y el dormitorio, así como rescatar de la basura los pañuelos de papel y los condones usados. Estaban asustadas. Temían que alguien fuera a por ellas, pero G-Mack intentó serenarlas. Ninguna de las dos había sido fichada por la policía, así que aunque encontraran huellas, no habría manera de relacionarlas con lo ocurrido a menos que se metiesen en un lío con la ley. Sólo tenían que mantener la calma. Les dijo que volvieran con él, pero Sereta se negó. G-Mack empezó a gritarle y la zorra le colgó. Ya no volvió a saber más de ella, pero supuso que, si tanto miedo tenía, se habría marchado al sur, de regreso con los suyos. En cualquier caso, ésa era siempre su amenaza: en cuanto ahorrase dinero suficiente se iría. Pero G-Mack imaginaba que era sólo una pose vana, los castillos en el aire en que se refugiaban la mayoría de las putas en un momento u otro. La muerte del viejo -llamado Winston- y el chófer fue noticia de primera plana. Aunque no tenía una gran fortuna, nada comparable con Trump o alguno de ésos, sí era un coleccionista y anticuario bastante conocido. Inicialmente la policía pensó que el móvil había sido el robo y que las cosas se habían complicado, hasta que encontraron cosméticos en el cuarto de baño, abandonados por las mujeres al huir aterrorizadas, y entonces anunciaron que buscaban a una mujer, quizá dos, para ayudarlos en sus pesquisas. La poli fue a rastrear el Point, tras averiguar que al viejo Winston le gustaba dar una vuelta por sus calles en busca de mujeres. En cuanto localizaron a G-Mack, le preguntaron qué sabía, pero él contestó que no sabía nada. Guando la poli dijo que alguien lo había visto hablar con el chófer de Winston y que tal vez eran sus mujeres quienes estaban con él esa noche, G-Mack respondió que hablaba con muchas personas, y a veces con sus chóferes, pero eso no significaba que tuviera tratos con ellas. Ni siquiera se molestó en negar que era un macarra. Mejor darles un poco de verdad para ocultar el sabor de la mentira. Ya había advertido a las otras putas que callaran lo que sabían, y ellas obedecieron, porque le tenían miedo a él y porque les preocupaban sus amigas, ya que G-Mack les había dejado claro que Alice y Sereta estarían a salvo siempre y cuando los asesinos no supiesen nada de ellas. Pero aquello no fue un robo frustrado, y los autores dieron con G-Mack del mismo modo que la policía antes que ellos, sólo que no estaban dispuestos a dejarse engañar por una inocencia fingida. A G-Mack no le gustaba ni acordarse de ellos: el hombre del cuello hinchado y su olor a tierra recién removida, y su amigo callado y aburrido del traje azul. No le gustaba recordar cómo lo habían empujado contra la pared, cómo el gordo le había metido los dedos en la boca y agarrado la lengua cuando pronunció la primera mentira. G-Mack casi había vomitado por el sabor de sus dedos, pero lo peor todavía estaba por venir: las voces que G-Mack oyó en su cabeza, la náusea que las acompañó, la sensación de que cuanto más tiempo permitiera que ese hombre lo tocara, más lo corrompería y lo contaminaría, hasta que sus entrañas empezaran a pudrirse a causa del contacto. Admitió que eran sus chicas, pero no había vuelto a saber de ellas desde esa noche. Se habían ido, dijo, pero no habían visto nada. Habían estado arriba todo el tiempo. No sabían nada que pudiera ser de utilidad a la policía. Y entonces salió todo, y G-Mack maldijo la hora en que había accedido a aceptar en su cuadra a Sereta y la zorra de su amiga yonqui. El gordo le dijo que a él lo que le preocupaba no era lo que sabían. Era lo que se habían llevado. Cuando los hombres le ofrecieron dinero a cambio de cualquier información que pudiera llevar al paradero de las putas, G-Mack apenas se lo pensó un momento antes de aceptar. Supuso que no le quedaba más remedio, ya que el gordo había dejado claro que, si intentaba jugársela, pagaría las consecuencias, y algún otro se quedaría con sus putas. Dio voces, pero nadie sabía nada de Sereta ni de Alice. Sereta era la lista, como él sabía. Si Alice se quedaba cerca de ella y hacía lo que se le decía, si trataba de reducir el consumo y desengancharse, podrían permanecer escondidas durante mucho tiempo. Y de pronto Alice volvió. Llamó a la puerta del piso de Coney Island y pidió que la dejaran subir. Era entrada la noche y sólo estaba allí Letitia, porque había pillado algún virus estomacal. Letitia era puertorriqueña, y nueva, pero ya estaba al corriente de lo que debía hacer si Sereta o Alice aparecían. Permitió subir a Alice, le dijo que se acostara en uno de los camastros y de inmediato llamó a G-Mack al móvil. G-Mack le ordenó que retuviese allí a Alice, que no la dejara marchar. Pero cuando Letitia regresó al dormitorio, Alice había desaparecido, y con ella el bolso de Letitia, con doscientos dólares en metálico. Cuando salió corriendo a la calle, no vio el menor rastro de la chica negra y delgada. G-Mack se puso hecho una furia cuando llegó. Pegó a Letitia, la llamó de todo y luego se metió en el coche y recorrió las calles de Brooklyn con la esperanza de ver a Alice. Supuso que necesitaría comprarse una dosis con el dinero de Letitia, así que visitó a los camellos, a algunos de los cuales conocía por su nombre. Estaba casi en Kings Highway cuando por fin la vio. Esposada, la introducían en la parte de atrás de un coche patrulla. Siguió el coche hasta la comisaría. Podía pagar la fianza él mismo, pero si alguien la relacionaba con lo que le había ocurrido a Winston, G-Mack se metería en un buen lío, y eso no le interesaba. Al final, optó por telefonear al número que le había dado el gordo y reveló el paradero de Alice al hombre que contestó. Éste respondió que ya se ocuparían ellos. Al día siguiente, el de azul regresó y entregó cierta cantidad de dinero a G-Mack: no tanto como le habían prometido, pero, unido a la amenaza implícita de algún tipo de daño si se quejaba, suficiente para disuadirlo de protestar y más que de sobra para la entrada del coche. Le dijeron que mantuviera la boca cerrada, y eso hizo. Les aseguró que ella no tenía a nadie, que nadie iría a preguntar por ella. Dijo que lo sabía con certeza, lo juró, añadió que la conocía desde hacía mucho tiempo, que su madre había muerto de sida y su padre era un crápula que murió en una pelea por otra mujer un par de años después de nacer su hija, una hija que nunca había querido ver; una de tantas, a decir verdad. Se lo había inventado todo -rozando accidentalmente la verdad al describir al padre-, pero daba igual. El dinero que recibió por darles información sobre ella se lo gastó en el Cutlass Supreme, que ahora tenía a buen recaudo en un garaje, con unas llantas Jordan cromadas, número 23. G-Mack se había abierto camino en la vida, y tenía que estar a la altura si quería ampliar su cuadra, aunque sólo había lucido el Cutlass un par de veces, pues prefería tenerlo guardado cautamente en el garaje y visitarlo de vez en cuando como a una mujer preferida. Cierto que quizá la policía fuese a preguntarle por Alice cuando les llegase aviso de que había incumplido las condiciones de la libertad bajo fianza, pero desde luego tenían otras cosas que hacer en esa ciudad tan grande y malévola como para andar preocupándose por una buscona yonqui en libertad bajo fianza que se había fugado para huir de la mala vida. Y entonces apareció la negra haciendo preguntas, y a G-Mack no le gustó ni pizca la expresión de su cara. Se había criado entre mujeres así, y si no les demostrabas que ibas en serio desde el primer momento, se te echaban encima como sabuesos. De modo que G-Mack la abofeteó, porque así era como había tratado siempre a las mujeres que tenía que meter en cintura. A lo mejor la vieja se iba, pensó él. A lo mejor olvidaba el asunto sin más. Eso esperaba, porque si empezaba a hacer preguntas, y convencía a otros de que preguntaran también, puede que los hombres que le habían pagado se enterasen, y G-Mack no dudó ni por un segundo que esos hombres, para protegerse, lo atarían, le pegarían un tiro y lo enterrarían en el maletero de su coche, a casi sesenta centímetros por encima del suelo. Louis y yo nos encontrábamos en una situación extraña. Yo no trabajaba para él, pero trabajaba con él. Por una vez, no era yo quien llevaba la voz cantante, y en esta ocasión se trataba de un asunto personal suyo, no mío. Para acallar un poco la conciencia -eso en el supuesto, como comentó Ángel, de que tuviera conciencia-, Louis corría con todos los gastos. Me alojó en el Parker Meridien, que era mucho más agradable que los hoteles en los que acostumbraba hospedarme. En los ascensores había pequeñas pantallas donde ponían dibujos animados antiguos, y el televisor de mi habitación era más grande que las camas de algunos hoteles de Nueva York que yo había conocido. La habitación era un tanto minimalista, pero eso no se lo mencioné a Louis. No quería quedar como un quejica. El hotel tenía un gimnasio magnífico, y había un buen restaurante tailandés a un par de puertas. Disponía asimismo de piscina en la azotea, con una vertiginosa vista de Central Park. Quedé con Walter Cole en una cafetería de la Segunda Avenida. Por delante de nuestra ventana iban y venían cadetes de policía, con sus mochilas negras a cuestas y más aspecto de soldados que de policías. Intenté recordar la época en que yo era como ellos y me fue imposible. Al parecer, ciertas partes de mi pasado me eran inasequibles, en tanto que otras seguían filtrándose en el presente, como residuos tóxicos que emponzoñan lo que en otro tiempo fue tierra fértil. La ciudad había cambiado mucho desde los atentados, y los cadetes, con su apariencia militar, parecían ahora más aptos para las calles de Nueva York que yo. A los neoyorquinos se les había recordado su propia mortalidad, su vulnerabilidad frente al daño causado por fuerzas externas, a consecuencia de lo cual ellos, y las calles que amaban, se habían visto alterados de manera irreversible. Me acordé de mujeres que había conocido por mi trabajo, mujeres cuyos maridos las habían vapuleado una vez y volverían a vapulearlas. Parecían siempre preparadas para un golpe más, aun albergando la esperanza de que no llegase, de que algo se hubiese alterado en el comportamiento del que les había hecho daño antes. Mi padre le pegó una vez a mi madre. Yo era muy niño, no tenía más de siete u ocho años, y ella había provocado un pequeño incendio en la cocina mientras freía unas chuletas de cerdo para la cena de él. Sonó el teléfono, y ella salió de la cocina para cogerlo. El hijo de una amiga había conseguido una beca para una universidad importante, hecho especialmente digno de celebración en su caso porque su marido había muerto de repente hacía unos años y, a partir de ese momento, ella había luchado por criar a sus tres hijos. Mi madre apenas se entretuvo al teléfono. El aceite de la sartén empezó a crepitar y despedir humo, y las llamas del quemador de gas se elevaron. Un paño empezó a arder y de pronto salió humo de la cocina. Mi padre llegó justo a tiempo de impedir que se prendieran las cortinas y con un trapo húmedo sofocó el fuego de la sartén, quemándose un poco la mano al hacerlo. Para entonces, mi madre ya había colgado el teléfono, y yo la seguí a la cocina, donde mi padre tenía la mano bajo el chorro de agua fría del grifo. – ¡Oh, no! -exclamó ella-. Sólo he… Y mi padre la pegó. Estaba asustado y furioso. No la pegó fuerte. Fue una bofetada, con la palma abierta, e intentó refrenar el golpe al tomar conciencia de lo que hacía, pero ya era demasiado tarde. Le golpeó en la mejilla y ella se tambaleó ligeramente. A continuación, mi madre se llevó la mano a la cara y se rozó la piel, como para confirmar que le habían pegado. Miré a mi padre, y vi que perdía el color del rostro. Parecieron flaquearle las piernas, y pensé que iba a desmayarse. – Dios mío, lo siento -dijo. Hizo ademán de acercarse a mi madre, pero ella lo apartó de un empujón. No podía mirarlo a la cara. En todos los años que llevaban juntos, no le había puesto la mano encima movido por la ira ni una sola vez. Ni siquiera, salvo en contadas ocasiones, le levantaba la voz. De pronto, el hombre a quien conocía como su marido desapareció y un desconocido ocupó su lugar. En ese momento, el mundo ya no era el lugar que ella creía. Era un entorno ajeno y peligroso, y su propia vulnerabilidad se había puesto en evidencia. Volviendo la vista atrás, ignoro si llegó a perdonarlo. No lo creo, pero dudo que una sola mujer perdone realmente a un hombre que le levanta la mano, y menos a uno al que ama y en quien confía. El amor se resiente un poco, pero la confianza se resiente mucho más, y en algún sitio, muy dentro de ella, temerá siempre otro golpe. La próxima vez, se dice, lo dejaré. No permitiré que vuelva a pegarme. En su mayoría, sin embargo, se quedan. En el caso de mi padre, nunca habría una segunda vez, pero eso mi madre no lo sabía, y en los años posteriores nada la convencería de lo contrario, hiciera él lo que hiciera. Y mientras alrededor transitaban personas desconocidas, menguadas por la inmensidad de los edificios, pensé: «¿Qué le han hecho a esta ciudad?». Walter tamborileó en la mesa con un dedo. – ¿Sigues en este mundo? -preguntó. – Rememoraba los viejos tiempos. – ¿Te estás poniendo nostálgico? – Sólo hasta que llegue nuestro pedido. Cuando nos sirvan, se habrá disparado la inflación. A lo lejos veía a nuestra camarera, que hacía girar una moneda ociosamente en la barra. – Deberíamos haberle exigido que se comprometiera- a mantener el precio antes de irse -comentó Walter-. ¡Atención, ahí vienen! Dos hombres zigzaguearon entre las mesas en dirección a nosotros. Los dos vestían chaquetas informales, uno con corbata, el otro sin. El más alto se acercaba probablemente al metro ochenta y cinco y el más bajo era más o menos de mi estatura. A menos que hubiesen llevado luces azules sujetas a la cabeza y zapatos en forma de coche patrulla, no podía estar más claro que eran policías. Aunque eso allí tampoco tenía mayor importancia: hacía unos años, dos puertorriqueños recién desembarcados -literalmente, ya que no llevaban en la ciudad más de uno o dos días- intentaron atracar el restaurante, frecuentado por policías desde tiempos inmemoriales, a eso de las doce de la noche, armados con un martillo y un cuchillo de trinchar. No habían pasado de «Esto es un…» cuando ya los encañonaban alrededor de treinta armas de las más diversas marcas y modelos. Un marco con la primera plana del Walter se levantó para estrechar la mano a los dos inspectores, y yo hice lo mismo cuando me presentó. El alto se llamaba Mackey; el bajo, Dunne. Cualquiera que albergase la esperanza de utilizarlos como prueba de que los irlandeses dominaban aún el Departamento de Policía de Nueva York comprobaría con desconcierto que Dunne era negro y Mackey parecía asiático, aunque sí ponían de manifiesto que los celtas cautivaban casi a cualquier raza. – ¿Qué tal? -me dijo Dunne al sentarse. Noté que me evaluaba. No lo conocía pero, como la mayoría de los suyos con no pocos años de veteranía, estaba al corriente de mi historia. Probablemente había oído también los rumores. Me traía sin cuidado si les daba crédito o no, siempre y cuando eso no fuera un obstáculo para lo que me proponía. Mackey parecía más interesado en la camarera que en mí. Le deseé suerte. Si esa mujer trataba a los pretendientes como a la clientela, Mackey sería un hombre muy mayor y muy frustrado cuando llegase a alguna parte con ella. – Un buen par de remos -comentó con admiración-. ¿Qué tal está por delante? – No me acuerdo -respondió Walter-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que le vimos la cara. Mackey y Dunne pertenecían a la Brigada Antivicio del Departamento de Policía de Nueva York desde hacía cinco años. El ayuntamiento gastaba veintitrés millones de dólares anuales en el control de la prostitución, pero «control» era el término oficial. La prostitución no iba a desaparecer por más dinero que se destinara al problema, y se trataba, pues, de establecer prioridades. Mackey y Dunne estaban en la Brigada contra la Explotación Sexual de Menores, que intervenía en los cinco municipios, haciendo frente a la pornografía, la prostitución y las redes de sexo infantiles. Tenían mucho trabajo por delante: trescientos veinticinco mil niños eran víctimas de explotación sexual cada año, de los cuales más de la mitad se habían fugado o eran niños expulsados de sus casas por sus padres o tutores. Nueva York los atraía como un imán. Más de cinco mil menores se prostituían en la ciudad en cualquier momento, y no faltaban hombres dispuestos a pagar por ellos. La brigada empleaba a mujeres policía de aspecto muy juvenil, algunas, asombrosamente, capaces de pasar por niñas de trece o catorce años, para atraer a las «aves de rapiña», como gustaban de llamarse los pedófilos. Si los cogían con las manos en la masa, y no tenían antecedentes penales, se libraban de la cárcel en su mayoría, pero al menos se los ficharía como delincuentes sexuales y quedarían bajo control durante el resto de sus vidas. Atrapar a los chulos resultaba más difícil, y sus métodos eran cada vez más refinados. Algunos estaban vinculados a bandas, y por consiguiente eran más peligrosos tanto para las chicas como para la policía. Los había que participaban activamente en el tráfico de mujeres jóvenes entre estados. En enero de 2000, una chica de dieciséis años natural de Vermont llamada Christal Jones apareció asfixiada en un apartamento de Zerega Avenue, en Hunts Point, una de las muchas chicas de Vermont introducidas en Nueva York por una red de comercio sexual, en apariencia muy bien organizada, entre Burlington y el Bronx. Con muertes como la de Christal, uno tenía la sensación de que veintitrés millones de dólares se quedaban muy cortos. Mackey y Dunne habían acudido al East Side para dar una charla a los cadetes sobre su trabajo, pero al parecer eso no había contribuido a aumentar su fe en el futuro del cuerpo de policía. – Lo único que quieren hacer estos chicos es atrapar terroristas -comentó Dunne-. Si por ellos fuera, esta ciudad podría comprarse y venderse diez veces mientras ellos interrogaban a los musulmanes sobre su dieta. Nuestra camarera regresó de algún sitio con café y bollos. – Lo siento, chicos -se disculpó-. Me he despistado. Mackey vio un resquicio y se apresuró a sacarle partido. – ¿Qué te ha pasado, monada, te has visto en el espejo? La camarera, que se llamaba Mylene, por raro que suene el nombre, le dedicó la misma mirada que podría haberle dirigido a un mosquito que tuviese la temeridad de aterrizar sobre ella en el máximo apogeo del pánico por el virus del Nilo occidental. – No, te he visto a ti y he tenido que esperar a que se me calmaran las palpitaciones -repuso-. He pensado que me moría de lo guapo que eres. Los menús están en la mesa. Ahora traigo café. – No cuentes con ello -previno Walter cuando Mylene desapareció. – Me ha parecido percibir en ella cierto sarcasmo -comentó Dunne a su compañero. – Sí, y escuece. Aun así, es una mujer de bandera. Walter y yo cruzamos una mirada. Si aquello era una mujer de bandera, debía de estar a media asta. Acabadas las cortesías, Walter entró en materia. – ¿Tenéis algo para nosotros? -preguntó. – G-Mack: nombre verdadero Tyrone Baylee -contestó Dunne. Prácticamente expectoró el nombre-. Ese individuo nació para ser chulo, no sé si me explico. Entendí a qué se refería. Los hombres que chulean a las mujeres tienden a ser más listos que el delincuente común. Sus aptitudes sociales son relativamente buenas, lo que les permite manejar a las prostitutas a su cargo. Por lo general, rehúyen la violencia extrema, aunque la mayoría considera su deber y su derecho mantener a las mujeres a raya con un bofetón bien dado cuando las circunstancias así lo exigen. En pocas palabras, son unos cobardes, pero cobardes dotados de cierta astucia, un don para la manipulación emocional y psicológica, y a veces la convicción ilusoria de que el suyo es un delito sin víctima, ya que se limitan a proporcionar un servicio tanto a las putas como a sus clientes. – Tiene antecedentes por agresión. Lo condenaron sólo a seis meses, pero los cumplió en Otisville, y no fue una época feliz para él. Su nombre salió a la luz durante una investigación por narcóticos hace un par de años, pero ocupaba un eslabón muy bajo en la cadena alimentaria, y al registrar su casa no se encontró nada. Por lo visto, esa experiencia lo animó a buscar una salida alternativa a su talento. Se agenció una pequeña cuadra de mujeres, pero ha intentado aumentarla en los últimos dos meses. Un chulo llamado Free Billy murió hace unas semanas… El apodo de Free, «gratis», le venía de que, según él, sus tarifas eran tan bajas que prácticamente regalaba a sus putas…; y sus chicas se repartieron entre los demás tiburones del Point. G-Mack tuvo que esperar su turno y, por lo que cuentan, no le quedó gran cosa después de que los otros hicieran su tría. – La chica que os interesa, Alice Temple, nombre de calle LaShan, era una de las de Free Billy -dijo Mackey tomando la batuta-. Según la policía del Point, en su día fue una mujer guapa, pero se drogaba, y mucho. Daba la impresión de que le quedaba poco tiempo, incluso en el Point. G-Mack andaba diciendo por ahí que la dejó irse porque no tenía ningún valor para él. Comentaba que nadie iba a pagar bien por una mujer que parecía a punto de morirse del sida. Por lo visto, era amiga de una puta llamada Sereta. Una negra mexicana. Eran como uña y carne. Se ve que desapareció del mapa más o menos al mismo tiempo que vuestra chica, pero, a diferencia de su amiga, no se volvió a saber nada de ella. Me incliné. – ¿Qué quieres decir con eso? – La tal Alice fue detenida cerca de Kings Highway hace alrededor de una semana en posesión de una sustancia prohibida. Según parece, acababa de adquirirla. Unos agentes de ronda la encontraron con la aguja en el brazo. Ni siquiera tuvo tiempo de inyectarse. – ¿La retuvieron en comisaría? – Era una noche tranquila; se estableció la fianza antes de salir el sol. Estaba fuera en menos de una hora. – ¿Quién la pagó? – Un fiador llamado Eddie Tager. Se fijó la fecha de la vista para el diecinueve, así que aún le quedan un par de días. – ¿Es Eddie Tager el fiador de G-Mack? Dunne se encogió de hombros. – Es de bajo nivel, así que podría ser, pero la mayoría de los chulos tienden a pagar ellos mismos la fianza por sus putas. Por lo común, es una cantidad pequeña, y les permite tener a la chica más a su merced. En Manhattan, la primera vez que las detienen las obligan a asistir a cursos de educación sanitaria y de sexo seguro, pero los tribunales de los demás municipios no cuentan con programas para satisfacer las necesidades de las prostitutas, así que las chicas lo tienen peor. Según los policías que hablaron con G-Mack, éste lo negó prácticamente todo excepto su fecha de nacimiento. – ¿Por qué se interesaron en él? – Por el asesinato de un anticuario llamado Winston Alien. Alien tenía debilidad por las putas del Point, y corría el rumor de que quizá dos de las chicas de G-Mack se contaban entre sus preferidas. G-Mack les aseguró que estaban mal informados, pero la fecha coincidía con la desaparición de Alice y su amiga. Aunque eso no lo sabíamos cuando fue detenida, y las huellas no coincidían con las parciales que obtuvimos en la casa de Alien. – ¿Habló alguien con Tager? – Resulta difícil de encontrar, y nadie dispone del tiempo que se requiere para buscarlo debajo de las piedras. Os seré franco: si Walter y tú no hubieseis venido a preguntar, Alice Temple habría caído en el olvido, incluso con la muerte de Winston Alien. En el Point desaparecen mujeres. Sencillamente es así. Entre Dunne y Mackey se produjo algún tipo de intercambio. Sin embargo, ninguno de los dos iba a expresarlo con palabras. No sin cierta presión. – ¿Desaparecen ahora más que de costumbre? Fue un palo de ciego, pero dio en la diana. – Tal vez. Sólo son rumores y comentarios de quienes participan en programas de prevención contra la explotación sexual de menores, pero no hay una pauta, cosa que representa un problema, y en general las desaparecidas son mujeres sin hogar o sin nadie que denuncie el hecho, y no sólo ocurre con mujeres. En esencia, lo que se ha detectado es un pico en las cifras del Bronx en los últimos seis meses. Podría ser irrelevante o no, pero a menos que empecemos a encontrar cadáveres, quedará en nada. No nos sirvió de mucho, pero era un dato a tener en cuenta. – Así que, volviendo a lo que nos ocupa -dijo Mackey-, hemos pensado que, si os facilitábamos esta información, nos ayudaríais a suavizar la presión y, tal vez, de paso averiguaríais algo que podamos emplear contra G-Mack. – ¿Como por ejemplo? – Hay una chica que trabaja para él. La ata muy corto, pero se llama Ellen. Hemos intentado hablar con ella, pero no hemos encontrado nada que justifique su detención, y G-Mack tiene a sus mujeres muy bien aleccionadas sobre las trampas de la policía. Los de delincuencia juvenil tampoco han tenido suerte con Ellen. Si os enteráis de algo sobre ella, podríais informarnos. – Sabemos que G-Mack dijo que vuestra chica era, además de yonqui, un feto, un feto de mierda -añadió Mackey-. Pensé que os gustaría saberlo, por si intentabais hablar con él. – Lo tendré en cuenta -respondí-. ¿Cuál es su territorio? – Sus chicas suelen trabajar al final de Lafayette. Le gusta tenerlas vigiladas, así que suele aparcar en la calle cerca de allí. Me han dicho que últimamente se pasea en un Cutlass Supreme con unas llantas de puta madre, del año setenta y uno o setenta y dos, como si fuera un rapero millonario. – ¿Cuánto tiempo hace que se pasea en el Cutlass? – No mucho. – Deben de irle bien las cosas si puede permitirse un coche así. – Supongo. No hemos visto su declaración de renta, así que no puedo asegurarlo, pero, según parece, acaba de embolsarse un buen dinero. Mackey mantuvo la mirada fija en mí cuando hablé. Asentí una vez, dándole a entender que captaba la insinuación: alguien le había pagado para guardar silencio sobre las mujeres. – ¿Dónde vive? – En Quimby. Con varias de sus mujeres. Parece que también tiene un piso en Brooklyn, en Coney Island Avenue. Va del uno al otro. – ¿Armas? – Ninguno de estos tíos es tan tonto como para ir armado. Puede que los más asentados tengan un par de nudilleras a las que recurrir en caso de apuro, pero G-Mack todavía no pertenece a esa liga. La camarera volvió. Se la veía mucho menos feliz que la primera vez que se acercó, y ya entonces no estaba lo que se dice eufórica. Dunne y Mackey pidieron un bocadillo de pan de centeno con atún y otro de pavo. Mackey pidió «una sonrisa radiante de acompañamiento» con su bocadillo. Su perseverancia era de admirar. – Ensalada o patatas fritas -contestó la camarera-. La sonrisa radiante es un extra, y tendrás que buscarlo en otra parte. – ¿Y qué me dices de unas patatas y de una sonrisa aunque no sea tan radiante? -preguntó Mackey. – ¿Quieres que sonría? Pues ten un accidente. Se marchó. El mundo respiró más tranquilo. – Tienes derecho a un deseo antes de morir -dijo Dunne. – Podría morir en sus brazos -respondió Mackey. – Ahora mismo te estás muriendo de asco y ni siquiera estás cerca de sus brazos. Mackey dejó escapar un suspiro y se sirvió tal cantidad de azúcar en el café que la cucharilla casi se sostenía recta en la taza. – ¿Crees, pues, que G-Mack sabe dónde está la mujer? -preguntó. Me encogí de hombros. – Vamos a preguntárselo. – ¿Crees que te lo dirá? Pensé en Louis, y en qué le haría a G-Mack por pegar a Martha. -A su debido tiempo -respondí. |
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