"Santa Evita" - читать интересную книгу автора (Martínez Tomás Eloy)

2 SERÉ MILLONES

Cuando Evita salió por última vez a la intemperie pesaba treinta y siete kilos. Los dolores se le encendían cada dos o tres minutos, cortándole el aliento. No podía, sin embargo, darse el lujo de sufrir. A las tres de la tarde de aquel día su marido iba a jurar por segunda vez consecutiva como presidente de la república, y los descamisados afluían sobre Buenos Aires para verla a ella, no a él. Ella era el espectáculo. Había corrido por todas partes el rumor de que se estaba muriendo. En los ranchos de Santiago del Estero y del Chubut la gente desesperada interrumpía sus quehaceres para implorarle a Dios que la conservara viva. Cada casa humilde tenía un altar donde las fotos de Evita, arrancadas de las revistas, estaban iluminadas por velas y flores del campo. Por la noche, las fotos eran llevadas en procesión de un lado a otro para que tomaran el aire de la luna. Ningún recurso se descuidaba con tal de devolverle la salud. La enferma sabía esas cosas y no quería fallarle a la gente, que había pasado la noche al destemplado para ver el desfile y saludarla de lejos.

Dos veces trató de levantarse y los médicos no la dejaron. La tercera vez, enceguecida por un dolor que le taladró la nuca, se desplomó en la cama. Tomó entonces la determinación de salir como fuera, porque si ese día le tocaba morir quería hacerlo delante de todo el mundo. Llamó a la madre, a las enfermeras, al marido, y les pidió que la ayudaran a vestirse. «Inyéctenme calmantes para que pueda mantenerme de pie», decía. «Abríguenme, distráiganme, no me dejen sola». Nunca la habían oído suplicar y ahora la veían de rodillas en la cama, con las manos juntas.

El marido estaba desconcertado. Observaba desde la puerta del cuarto aquel arresto de rebeldía sin saber cuál era la respuesta más atinada. Llevaba uniforme de gala y una capa oscura de invierno. Debajo de la faja presidencial se había colgado un ramillete de condecoraciones. «¿Te has vuelto loca, Chinita?», le decía sacudiendo la cabeza. Eva lo atormentaba con su mirada sin consuelo. «No podes salir. No se ha derretido la escarcha. Te vas a caer redonda.» Ella porfiaba. «Sáquenme el dolor de la nuca y van a ver cómo puedo. Pónganme una anestesia en los talones. Yo puedo. Si me quedo aquí en esta soledad voy a morir. Prefiero que me mate el dolor y no la tristeza. ¿Nadie se quiere compadecer de mí?». El marido ordenó que la vistieran y se alejó del cuarto murmurando: «Siempre igual, Chinita. Siempre terminas haciendo lo que te da la gana».

Le pusieron dos inyecciones, una para que no sufriera y otra para que mantuviera la lucidez. Le disolvieron las ojeras con bases claras y líneas de polvo. Y, como se empecinaba en acompañar al presidente de pie en la inclemencia de un auto descubierto, le fabricaron a las apuradas un corsé de yeso y alambres para mantenerla erguida. Lo peor fue el tormento de las lencerías y las enaguas, porque hasta el roce de la seda le quemaba la piel. Pero después de aquel mal trago, que llevó media hora, aguantó a pie firme las asperezas del vestido, el casquito bordado con que le adornaron la cabeza para disimular su flacura, los zapatos cerrados de tacos altos y el abrigo de visón en el que cabían dos Evitas. Aunque bajó las escaleras en una silla de ruedas que cargaron los soldados, alcanzó con sus propios pies las puertas del palacio y sonrió al salir como si estuviera en la flor de la salud. Sentía el mareo de la debilidad y el contento del aire libre, del que llevaba apartada treinta y tres días. Aferrada al brazo de su marido, se dejó apretujar por la gente en las escalinatas del Congreso y, salvo un ligero desvanecimiento que la obligó a descansar en la enfermería de la Cámara de Diputados, toleró con donaire, como en los mejores tiempos, los protocolos del juramento presidencial y los besamanos de los ministros. Después, mientras desfilaba por las avenidas en el Cadillac de las grandes ceremonias, se puso en puntas de pie para que no se notara que su cuerpo estaba encogido como el de una viejita. Vio por última vez los balcones cariados de la pensión donde había dormido en la adolescencia, vio las minas del teatro donde representó un papel de sólo cuatro palabras: «La mesa está servida»; vio la confitería La Opera, donde había mendigado de todo: un café con leche, una frazada, un lugarcito en la cama, una foto en las revistas, un parlamento mísero en el radioteatro de la tarde. Vio el caserón cerca del obelisco donde se había lavado con agua helada en una pileta mugrienta dos veces al mes; se vio en un patio de glicinas de la calle Sarmiento curándose los sabañones con alcohol alcanforado y la plaga de piojos con baños de querosén; vio secarse al sol la pollera de algodón y la blusa de lino descolorido que habían sido durante un año las piezas únicas de su ajuar; vio las bombachas deshilachadas, los ligueros sin elásticos, las medias de muselina, y se preguntó cómo su cara se había alzado de la humillación y el polvo para pasear ahora en el trono de aquel Cadillac con los brazos en alto, leyendo en los ojos de la gente una veneración que jamás había conocido actriz alguna, Evita, Evita querida, madrecita de mi corazón. Se iba a morir mañana pero qué importaba. Cien muertes no alcanzaban para pagar una vida como ésa.


Al día siguiente estaba otra vez postrada por dolores más intolerables que los de santa Juana en la hoguera. Insultaba a la divina providencia por martirizarla y a los médicos por aconsejarle que se quedara tranquila. Quería morir, quería vivir, quería que le devolvieran el ser que había perdido. Pasó dos noches así, hasta que los calmantes la atontaron y la enfermedad, fatigada por el largo embate, se retiró a las oscuridades del cuerpo. La madre y las hermanas se turnaban a la cabecera de la cama para velarla, pero la tarde en que Evita recuperó el conocimiento sólo doña Juana estaba junto a ella. Tomaron una taza de té y estuvieron abrazadas un largo rato, en silencio, hasta que a Evita se le ocurrió preguntar qué día era, como siempre, y por qué razón no le habían entregado los diarios.

La madre llevaba unas vendas apretadas en las pantorrillas y cada tanto se quitaba los zapatos y ponla los pies en alto sobre la cama de la hija. Por las ventanas se filtraba un sol tibio y, aunque era invierno, afuera se oía el alboroto de las palomas.

– Ya es 6 de junio -respondió la madre-, y los médicos no saben qué hacer con vos, Cholita. Se agarran la cabeza, no entienden por qué no te querés curar.

– No les hagás caso. La enfermedad los tiene desorientados. Me echan la culpa a mí porque no se la pueden echar a ellos. Ellos saben cortar y coser. Lo mío no se corta ni se zurce, mamá. Es algo de más adentro. -Por un instante se le perdió la mirada. -Y los diarios, ¿qué han dicho?

– Qué van a decir, Cholita? Que estabas preciosa en el Congreso, que no parecés enferma. Les gustó el tapado de visón y el collar de esmeraldas. En Democracia publicaron la foto de una familia que viajó desde el Chaco para verte y, como no encontró lugar en el desfile, esperó frente a las vidrieras de Casa América hasta que apareciste por la televisión. Se largaron a llorar emocionados y en eso estaban cuando los agarró el fotógrafo. Lo peor es que la foto me ha hecho llorar también a mí. Y lo demás, no sé. ¿Crees que tiene importancia? Mirá estos recortes. En Egipto los militares siguen amenazando con pegarle una patada al rey. Que se la peguen, ¿no? Gordo asqueroso. Tiene un año menos que vos y parece un viejo.

– De mi dirán lo mismo, por la flacura.

– ¿Estás loca? Todos te ven liadísima. Un par de kilos más no te vendrían mal, para qué negarlo. Pero así como estás, no hay mujer más linda que vos. A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿de dónde me ha salido semejante hija? Mirá si nos quedábamos en Junín y te casabas con Mario, el de la tienda de regalos. Hubiera sido un desperdicio.

– Sabes que no me gusta acordarme de esos tiempos, mamá. Esa gente me hizo sufrir más que la enfermedad. De sólo acordarme se me seca la garganta. Eran una mierda, vieja. Ni te imaginás lo que decían de vos.

– Me imagino pero no me importa. Ahora se morirían por estar en mi lugar. Lo que es la vida, ¿no? Pensar que cuando te pusiste de novia con el director de esa revista, ¿cómo se llamaba?, creías estar tocando el cielo con las manos. La pobre Elisa me pedía desesperada que te convenciéramos de cortar el noviazgo porque a su marido lo volvían loco en el distrito militar con los chismes. Que a tu cuñada la fotografían en malla, la besan en los camarines, la tienen para un barrido y un fregado. Yo me planté, acordáte. Les aclaré: la Chola no es como ustedes. Es artista. Elisa seguía porfiando. Mamá, decía, ¿dónde tenés la cabeza? La Chola está viviendo con un hombre casado que para colmo es judío. Yo les dije: Ella está enamorada, déjenla en paz.

– No estaba enamorada, mamá. Nunca estuve, hasta que conocí a Perón. Me enamoré de Perón antes de verlo, por las cosas que hacía. No a todas las mujeres les pasa eso. No todas las mujeres se dan cuenta de que han encontrado a un hombre que está hecho para ellas, y que nunca habrá otro.

– Ya sé que Perón es distinto, pero el amor que vos le diste tampoco se parece a ningún amor.

– ¿Para qué hablamos de estas cosas, mamá? Tu vida no fue como la mía y a lo mejor terminamos por no entendernos. Si vos te hubieras enamorado de alguien que no fuera papá tal vez no serías la misma. A mí Perón me sacó de adentro lo mejor, y si soy Evita es por eso. Si me hubiera casado con Mario o con aquel periodista sería la Chola o Eva Duarte, pero no Evita, ¿te das cuenta? Perón me dejó ser todo lo que quise. Yo empujaba y decía: quiero esto, Juan, quiero aquello, y él nunca me lo negó. Pude ocupar todo el lugar que se me dio la gana. No ocupé más porque no tuve tiempo. Por apurarme tanto, me enfermé. ¿Qué hubieran dicho los otros hombres, eh? Andáte a la cocina, tejé un pulóver, Chola. No sabes cuántos pulóveres tejí en las antesalas de las revistas. Con Perón, no. Me comí los vientos, ¿entendés? Y cada vez que me has oído decir: quiero a Perón con toda mi alma, Perón es más que mi vida, también estaba diciendo: me quiero a mí, me quiero a mí.

– Vos no le debes nada, Chola. Lo que tenés adentro es tuyo y de nadie más. Vos sos mejor que él y que todos nosotros.

– ¿Me hacés un favor? -Desprendió del collar una llave dorada, ligera como uña, de muescas curvas: -Con esto abrís el cajón derecho del secreter. Arriba, muy a la vista, vas a encontrar dos cartas. Traélas. Quiero que veas algo.


Se quedó quieta en la cama, alisando las sábanas. había sido feliz, pero no como las demás personas. Nadie sabía qué era la felicidad exactamente. Se sabía todo sobre el odio, sobre la desgracia, sobre las pérdidas, pero no sobre la felicidad. Ella sí lo sabía. En cada instante de la vida Tenía conciencia de lo que podía haber sido y de lo que era. A cada paso que iba dando se repetía: esto es mío, esto es mío, soy feliz. Ahora había llegado el momento de la pena: una eternidad de pena para compensar seis años de plenitud. ¿Era eso la vida, era tan sólo eso? Creyó oír a lo lejos la música de una orquesta, como en la plaza de su pueblo. ¿O era tal vez la radio, en el cuarto de las enfermeras?

– Dos cartas -dijo la madre-: ¿éstas son?

– Leémelas.

– Dejáme ver… Los lentes. «Mi Chinita querida».

– No, primero la otra.

– «Querido Juan». ¿Ésta: «Querido Juan»? Estoy muy triste porque no puedo vivir lejos de vos…

– Se la escribí en Madrid, el primer día de mi viaje a Europa. O en el avión tal vez, cuando estaba llegando. Ya no me acuerdo. ¿Ves la letra, qué despareja, qué nerviosa? Yo no sabía qué hacer, quería volverme. No había empezado el viaje y ya quería estar de vuelta. Dale, seguí.

– … te quiero tanto que lo que siento por vos es una especie de idolatría. No sé cómo expresarte lo que siento pero te aseguro que he luchado muy duramente en la vida con la ambición de ser alguien y he sufrido muchísimo, pero entonces llegaste vos y me hiciste tan feliz que pensé que estaba soñando, y puesto que no tenía otra cosa que ofrecerte más que mi corazón y mi alma te la di del todo, pero en estos tres años de felicidad nunca dejé de adorarte ni una sola hora o de dar gracias al cielo por la bondad de Dios al concederme la recompensa de tu amor… No sigo, Chola. Estás llorando y vas a hacerme llorar a mí también.

– Un poquito más, dale. Soy una floja.

– Té soy tan fiel, cariño, que si Dios quisiera no tenerme en esta dicha y me llevara, te seguiría siendo fiel en la muerte y te adoraría desde el cielo. ¿Para qué escribías eso, Cholita? ¿Qué te pasaba por la cabeza?

– Tenía miedo, mamá. Pensaba que, cuando yo volviera desde tan lejos, él ya no estaría. Que no habría nada. Que me despertaría en el cuarto de la pensión, como cuando era chica. Estaba muerta de miedo. Todos creían que yo era audaz y había ido más lejos que ninguna mujer. Pero yo no sabía qué hacer, mamá. Lo único que me importaba era volver.

– ¿Te leo la otra carta?

– No, termina con esa. Lee la última frase.

– Todo lo que te han dicho sobre mí en Junín es una infamia, te lo juro. En la hora de mi muerte debés saberlo. Son mentiras. Salí de Junín cuando tenía trece años, y a esa edad, ¿qué puede hacer de horrible una pobre muchacha? Podés sentirte orgulloso de tu esposa, Juan, porque cuidé siempre tu buen nombre y te adoré…

– ¿Qué chismes le llevaron?

– Los de Magaldi, ya sabes. Pero no quiero hablar de eso.

– Me lo tendrías que haber contado, Cholita, y yo me habría presentado aquí para poner las cosas en claro. Nadie mejor que yo sabe que de Junín te fuiste pura. ¿Por qué te rebajaste a hablar así? Si un hombre desconfía, no hay Dios que le devuelva la confianza. Pero a vos, él…

– Lee la otra carta. Y no sigas hablando.

– Mi Chinita querida. Mira, la escribió a máquina. Las cartas de amor escritas a máquina valen menos que las otras. A lo mejor se la dictó a un secretario, a lo mejor no es de él.

– No digás eso. Lee.


– Yo también estoy muy triste por tenerte lejos y no veo las horas de que vuelvas. Pero si decidí que viajaras a Europa es porque ninguna persona me parecía más indicada que vos para difundir nuestras ideas y para expresar nuestra solidaridad a todos esos pueblos que acaban de pasar por el flagelo de la guerra. Estás haciendo un gran trabajo y aquí todos piensan que ningún embajador lo hubiera hecho tan bien. No te aflijas por las habladurías. Jamás les he llevado el apunte y no me hacen mella. Ya quisieron llenarme la cabeza de chismes cuando nos estábamos por casar, pero a nadie le permití que alzara la voz en tu contra. Cuando te elegí fue por lo que vos eras y nunca me importó tu pasado. No creas que no aprecio todo lo que has hecho por mí. Yo también he luchado mucho y te comprendo. He luchado para ser lo que soy y para que vos seas lo que sos. Estáte muy tranquila, entonces, cuida tu salud y no trasnoches. En cuanto a doña Juana, no te atormentes por ella. La vieja es muy corajuda y sabe defenderse sola, pero te prometo por lo más sagrado que voy a ocuparme de que nada le falte. Muchos besos y recuerdos, Juan.


– ¿Ahora entendés por qué lo quiero tanto, mamá?

– A mí me parece una carta común y corriente.

– Me la mandó a Toledo, al día siguiente de recibir la mía. Y si me contestó, no fue porque hiciera falta. ¿Para qué, si todas las noches hablábamos por teléfono? Fue por delicadeza, para que me sintiera bien.

– Te lo merecías. Ninguna otra mujer hubiera escrito lo que vos le escribiste.

– Él se lo merecía. Ahora sabés que fui feliz, mamá. Todo lo que he sufrido valió la pena. Si querés, quedáte con las cartas. Ya me has visto desnuda tantas veces que una vez más no importa.

– No. Nunca te he visto tan desnuda como ahora.

– Sos la única. Vos y Perón. No es esta desnudez del alma lo que me preocupa. Si es por eso, he vivido desnuda. Me preocupa la otra. Cuando vuelva a perder el conocimiento o me pase algo peor, no quiero que nadie me lave ni me desvista, ¿entendés? Ni médicos ni enfermeras ni nadie ajeno. Sólo vos. Tengo vergüenza de que me vean, mamá. ¡Estoy tan flaca, tan desmejorada! A veces sueño que estoy muerta y que me llevan desnuda a la Plaza de Mayo. Me ponen sobre un banco y todos hacen fila para tocarme. Por más que grito y grito, nadie me viene a rescatar. No vayas a dejar que eso me pase, vieja. No vayas a dejarme.


Doña Juana llevaba ya varias noches durmiendo mal, pero la del 20 de septiembre de 1955 fue la peor: no pudo pegar los ojos. Se levantó varias veces a tomar mate y a oír las noticias de la radio. Perón, su yerno, había presentado la renuncia, y el país estaba en manos de nadie. Las várices volvieron a molestarla. Sobre los tobillos, un edema azulado y volcánico parecía a punto de estallar.

En los informativos sólo se hablaba de los desplazamientos del ejército rebelde. A Evita puede pasarle cualquier cosa, le había dicho la madre al embalsamador. Cualquier cosa. «Van a llevársela para destrozarla, doctor. Lo que no le pudieron hacer cuando vivía se lo querrán cobrar a la muerta. Ella era diferente y en este país eso no se perdona. Desde chiquita quiso ser diferente. Ahora que está indefensa se lo van a hacer pagar»

«No se preocupe, señora», le había dicho el médico. «Tranquilice su corazón de madre. En momentos así, nadie se encarniza con los muertos.» Era un hombre aceitoso, zalamero. Cuanto más esfuerzos hacía para calmarla, más desconfiaba ella.


¿De quién no desconfiar en Buenos Aires? Desde que doña Juana se había trasladado allí, todo le daba miedo. Al principio, las facilidades de la vida y las adulaciones del poder la deslumbraban. Evita era todopoderosa, la madre también. Cada vez que apostaba a la ruleta en el casino de Mar del Plata, los croupiers añadían a sus ganancias algunas fichas de mil pesos, y cuando jugaba al blackjack con los ministros siempre le tocaba en suerte, como por milagro, un par de reinas. Vivía en una casa principesca del barrio de Belgrano, entre palmeras y laureles. Pero Buenos Aires había terminado por mutilarle la familia y enfermarla de asma. Le habían sembrado los cuartos de micrófonos. Para conversar con las hijas, escribía notitas en un cuaderno de colegio.

Después de la muerte de Eva ya ni siquiera se animaba a visitar al yerno, y el yerno tampoco la invitaba. El único lazo con el poder que le quedaba era Juancito, su hijo varón, pero una amante despechada lo acusó de raterías sin importancia y Juancito, abatido por la vergüenza, terminó suicidándose. En menos de nueve meses la familia se había deshecho en esta intemperie maldita. Las glándulas de Buenos Aires segregaban muerte. Todo era mezquindad y humos. Nadie sabía de dónde le brotaban tantos humos a la gente. Pobre Eva. Se había desangrado por amor y se lo estaban pagando con abandono. La pobrecita. Pero sus enemigos se joderían. En vida, siempre había estado echándole tierra a su fuego, para no hacerle sombra al marido. Muerta, se iba a convertir en un incendio.

Miró por la ventana. Entre los sopores del río aparecieron las primeras vetas del amanecer. Oyó súbitamente la lluvia y al mismo tiempo oyó la lluvia de las horas pasadas. En la radio anunciaron que la flota de mar, alzada contra el gobierno, acababa de destruir los depósitos de petróleo de Mar del Plata y que bombardearía el Dock Sur de un momento a otro. El almirante Rojas, que comandaba a los rebeldes, prometía no dejar piedra sobre piedra a menos que Perón renunciara sin condiciones. ¿Rojas?, se preguntó doña Juana. ¿No era aquel edecán que siempre se adelantaba a los caprichos de Eva? ¿El negrito, el petiso de anteojos oscuros? ¿También él le volvía la espalda? Si ardía el Dock Sur, su hija quedaría atrapada por las llamas. El edificio de la CGT estaba junto al puerto y sería alcanzado en una hora o dos.

Trató de levantarse de la cama pero un calambre la desmoronó. Eran las várices. Durante las últimas semanas habían empeorado con el desatino de unas caminatas que no terminaban en ninguna parte. Caminaba dos veces por día hasta las antesalas de los diputados para suplicar que le aumentaran la pensión por servicios a la patria. Los mismos ingratos que antes la cubrían de orquídeas y bombones ahora se le negaban y la hacían esperar. Recorría las tiendas del Once en busca de telas y de crespones para la cámara funeraria de la hija. Se internaba tarde por medio en los laberintos del cementerio donde estaba enterrado Juan, el suicida, para que no le faltaran flores frescas. No se animaba a subir a los taxis por miedo a que se la llevaran y la tiraran muerta en algún basural. Esas miserias eran ahora su vida.

Tomó uno de los calmantes que siempre tenía a mano en la mesa de luz y se frotó las piernas. Aunque el dolor la atormentaba, quería sobreponerse. Le había prometido a Evita lavar su cuerpo y enterrarlo, pero no la dejaron. Ahora debía salvarlo de las llamas. ¿Quién, si no? ¿El médico que lo cubría de ceras y parafinas seminales todas las mañanas? ¿Los guardias que sólo pensaban en salvar el pellejo?

Sofocada por los malos presentimientos, llamó a una de las hijas, que dormía en el cuarto de al lado, y le pidió que le vendara los tobillos. Luego salió en silencio de la casa y caminó hasta la parada del tranvía en la avenida Luis Maria Campos. Estaba decidida a que el embalsamador le devolviera a Evita. Le importaba un carajo lo que podía pasar después. Acostaría el cuerpo muerto en su propia cama y lo velaría sin descanso hasta que los desconciertos de la Argentina se apagaran y los tiempos volvieran a su buen cauce. Si no volvían, aún le quedaba el recurso del exilio. Pediría asilo. Cruzaría el mar. Cualquier tormento sería preferible a otra noche de incertidumbre.

Subió a un tranvía Lacroze que daba un largo rodeo por las cortadas de Palermo antes de enfilar hacia el Bajo. El boleto costaba diez centavos. Lo encajó con cuidado en el ojal del guante de cabritilla. Era una mañana odiosa, húmeda, desaseada. Buscó la polvera y cubrió las líneas de sudor que le asomaban en la frente. Se arrepintió de haber cedido dos días antes a los argumentos del doctor Ara. Una mujer no debe recibir a nadie cuando está sola, pensó. Debe cubrirse la cara con su propia debilidad y aguardar, encerrada, a que el vendaval pase. Por soledad y desamor había cometido todos los errores de la vida y éste, tal vez, era el peor: Ara había aparecido en su casa al difundirse las primeras noticias del golpe militar. Justo a tiempo. A Ella la ensordecía por dentro el desconsuelo mientras afuera estaba sonando el timbre. El tranvía dobló por Soler hacia el sur y allí lo vio, creyó verlo. El pequeño Napoleón español franqueó de dos zancadas el zaguán de su casa con la pretina del pantalón arriba de las costillas, el pelo escaso deshojándose de una estela de caspa, el sombrero Orión entre las uñas abrillantadas, el aura de colonia Gath amp; Chaves. Dios mío, pensó, este embalsamador se nos volvió marica. «Vine a tranquilizarla», dijo Ara. Y repitió la misma frase tres o cuatro veces durante la visita.

El tranvía se zarandeaba entre los plátanos de la calle Paraguay, vadeando el vacío de la infinita ciudad triste. Me llevaría a Evita lejos de aquí si pudiera, me la llevaría al campo, pero la soledad del campo volvería a matarla.

«Ayer», le contó el médico, «me presenté en la residencia presidencial para hablar con su yerno. En todos estos años nunca me llamó y tanto silencio me tenía extrañado. Llegué al anochecer. Me entretuvieron un rato largo en los pasillos y las antesalas hasta que vino un capitán a preguntarme: Qué se le ofrece. Le entregué mi tarjeta y respondí: Ver al general Perón. En estas circunstancias tan difíciles, necesito instrucciones sobre el destino que daremos al cuerpo de su esposa. El general está muy ocupado, usted comprenda, me dijo el capitán. Veré qué puedo hacer. Pasé horas esperando. Iban y venían soldados con valijas y paquetes de sábanas. Daba la impresión de que estuvieran levantando la casa. Por fin el capitán volvió con un recado: Nada puede disponer el general por ahora, dijo. Déjenos su teléfono y lo llamaremos. Pero todavía nadie me ha llamado. Y tengo el pálpito de que no me llamarán. Hay rumores de que Perón se marcha, doña Juana. Que está pidiendo salvoconductos para exilarse. Así que sólo usted y yo quedamos. Usted y yo debemos disponer qué se hará con el cuerpo.»

Ella miró por la ventana el jardín mojado, la enredadera en flor, ¿qué otra cosa podía hacer?, limpiándose a cada rato en la falda el sudor de las manos. «Yo por mí la traería, doctor Ara, y la pondría en la sala», dijo. Le daba vergüenza ahora haberlo dicho. ¿Qué haría Evita en la sala? «Pero vea mis várices. Están a la miseria. Ya ni las inyecciones de salicilato ni las medias elásticas me las calman.»

Fue en ese trance de la conversación que el médico aprovechó para pedirle un poder: «Creo que es lo mejor», le dijo. «Con un poder suyo, puedo disponer santamente del cuerpo».

«¿Un poder?», se alarmó la madre. «No, doctor. Los poderes me han perdido. Todo poder que he dado por escrito se ha vuelto contra mí. Lo que era de mi hija se lo ha llevado el yerno. Ni los recuerdos me ha dejado.» La voz se le quebró y tuvo que callarse un momento para que los pedazos volvieran a juntarse. «Ah, entre paréntesis», preguntó: «¿qué se ha hecho del broche de diamantes que pusimos en la mortaja de Evita? Una de las piedras, la rojiza, fue tasada en medio millón de pesos. Ya que la vamos a enterrar, no quisiera dejar sobre su cuerpo semejante joya. Sería una tentación para los ladrones. ¿Qué me aconseja hacer para recuperarla?»


El tranvía dobló despacio en la calle Corrientes, como si dudara. Los negocios estaban levantando ya las persianas de metal y los vendedores lavaban las veredas. En el lado sombreado de la calle habían estado los famosos burdeles de los judíos y en una pensión con macetas en los balcones había vivido su hija. «¿No hice bien en irme de Junín, mamá? ¿No te parece que soy otra?» Evita creía que aquello era la felicidad. Pero antes de morir tuvo que reconocerlo: era sólo la pena.

El tranvía se internó en una nebulosa de cafés y de cinematógrafos. No había visto ninguna de las películas anunciadas en las marquesinas: ni La fuente del deseo, donde los espectadores creían estar visitando Roma, por los efectos del cinemascope, ni El ángel desnudo, en la que por primera vez aparecía una actriz argentina con los pechos al aire, aunque dejándose ver sólo de refilón. Una marea de perfumes la adormeció y a las orillas del sopor se asomó de nuevo el médico: «Los bienes de la difunta siguen donde usted los vio, señora: la alianza de casada, el rosario que le regaló el Sumo Pontífice, también el broche. Pero creo que tiene usted toda la razón. Es un peligro dejarlos. Voy a pedir que se los entreguen esta misma tarde».

Tuvo que escribírselo. El poder: «Doctor D. Pedro Ara. En mi carácter de madre de Marta Eva Duarte de Perón, ruego que si su viudo no deja ninguna instrucción respecto al cadáver de mi hija, sea usted doctor quien tome las precauciones necesarias para ponerlo a salvo de cualquier eventualidad». «Perfecto», aprobó él. «Ponga la firma acá, y la fecha: 18 de septiembre de 1955».


Ni aquella tarde ni los días siguientes recibió doña Juana el broche de Evita. Siempre le pasaba lo mismo: los hombres la jodían, la daban vuelta, no sabía cómo pero la engatusaban. ¿Qué importaba eso ya? El tranvía sorteó airoso la encrucijada del obelisco y se desbarrancó en el mar tenebroso del Bajo, donde aún humeaban las barricadas de las tropas leales a su yerno. Vio los mármoles agujereados del palacio de Hacienda, las palmeras desflecadas por la metralla, los retratos de Evita flameando en la inclemencia, los bustos desnarizados, despeinados, en ruinas. El recuerdo de la hija estaba partido en dos y ahora sólo relucía la memoria de los que la odiaban. A mi también han de odiarme, pensó. Se bajó el velo del sombrero y se cubrió la cara. El pasado le oprimía el alma. Hasta el mejor pasado era una desgracia. Todo lo que una dejaba detrás dolía, pero la felicidad dolía mucho más.


Insulso y vulgar por fuera, el edificio de la CGT era por dentro una sucesión de pasillos que desembocaban en escaleras laberínticas. Doña Juana lo había recorrido más de una vez cuando llevaba flores para Evita, pero siempre por un misma camino: la entrada, el ascensor, la cámara funeraria. Sabía que el laboratorio del doctor Ara daba a las ventanas del oeste y que a esa hora de la mañana lo encontraría restaurando el cuerpo.

Vislumbró la calva del embalsamador tras los vidrios esmerilados y entró sin golpear. Iba preparada para todo menos para el espanto de sorprender a Evita en una tina de vapores, con las intimidades al descubierto. Del peinado con el rodete intacto se desprendía el único olor humano de todo el cuerpo, como si aún fuera un árbol lleno de pensamientos; pero del cuello para abajo Evita no era la misma: parecía que esa parte del cuerpo se preparase para un largo viaje del que no pensaba regresar.

El embalsamador estaba alisando los muslos del cadáver con una pasta de color miel cuando la entrada de doña Juana lo tomó de sorpresa. La vio apoderarse, fulmínea, de un delantal de cirujano que colgaba del perchero y tenderlo sobre el cuerpo desguarnecido mientras se quejaba: «Ya estoy aquí, Cholita, ¿qué te han hecho?…»

Alzó la calva y atinó a tomarla del brazo. Tenía que recuperar su dignidad médica cuanto antes.

– Váyase, doña Juana -dijo, tratando de ser persuasivo-. ¿No huele los químicos? Son terribles para los pulmones.

Intentó empujarla con delicadeza. La madre no se movió. No podía. Estaba llena de indignación y la indignación pesaba mucho.

– Acabe ya con sus cuentos, doctor Ara. Soy vieja pero no idiota. Si sus químicos no lo joden a usted, a mí tampoco.

– Hoy es mal día, señora -dijo. A doña Juana le sorprendió que no usara guantes de goma como los demás médicos. -Los militares van a aparecer de un momento a otro para llevarse a su hija. Todavía no sabemos qué quieren hacer con ella.

– Yo le di un poder para que me la proteja, doctor. ¿Qué ha hecho con él? Nada de lo que me dice es cierto. Prometió enviarme el broche y todavía lo estoy esperando.

– Hice lo que estaba en mis manos, señora. Al broche se lo han robado. ¿Quién? No se sabe. Los sargentos de la guardia dicen que fueron los comandos civiles de la revolución. Y los comandos con los que hablé me lo niegan. Dicen que fueron los sargentos. Yo creo que se lo llevó su yerno. Estoy muy confundido. Esto parece tierra de nadie.

– Me hubiera llamado por teléfono.

– ¿Cómo? Las líneas están cortadas. No puedo hablar ni con mi familia. Créame, estoy deseando acabar de una vez con esta pesadilla.

– Entonces he llegado justo a tiempo. -Doña Juana dejó el bastón sobre una silla. Se le esfumó el dolor de las várices. Tenía que salvar a su hija y alejarla del formol, de las resinas y de todas las otras maldades de la eternidad. Dijo: -Voy a llevármela. Envuélvamela bien en la mortaja mientras pido a las pompas fúnebres que manden una ambulancia. De peores apuros la he sacado en la vida. Evita no tiene por qué seguir quedándose aquí ni un día más.

El embalsamador meneó la cabeza. Repitió lo que, más o menos, le diría al Coronel dos meses más tarde:

– Todavía no está lista. Le falta un último baño de bálsamo. Si se la lleva así, se leva a deshacer en las manos.

– No me importa -replicó la madre-. Total, la muerte ya me la ha deshecho.

El médico bajó los brazos, como vencido.

– Me obliga a lo que no quiero -dijo.

Cerró con llave la puerta del laboratorio, se quitó el delantal y, guiándola a través de un pasillo corto, alumbrado por una luz grisácea, avanzó con doña Juana hacia el santuario. Aunque la oscuridad tenía en ese lugar una hondura sin fondo, la madre supo al instante dónde estaban. Más de una vez se había quedado rezando allí, ante el imponente prisma de cristal donde yacía la hija, y había besado sus labios carnosos, que siempre parecían a punto de volver a la vida. Las tinieblas olían a desolación y a sangre de nadie.

– ¿Para qué me trae aquí? -preguntó, con una voz huérfana-. Quiero volver adonde está Evita.

El médico la tomó del brazo y respondió:

– Vea esto.

Los reflectores alumbraron el prisma funerario, a la vez que se encendían tubos de neón en las molduras del techo. Abrumada por un fulgor que no le daba respiro, doña Juana desconfió de la realidad que iba dibujándose ante sus ojos. Lo primero que vio fue a una gemela de su propia hija yaciendo sobre la losa de cristal, tan idéntica que ni Ella misma hubiera sido capaz de parirla. Otra perfecta réplica de Evita estaba tendida sobre unos almohadones de terciopelo negro, a los pies de un sillón en el que una tercera Evita, vestida con el mismo sayal blanco de las demás, leía una tarjeta postal enviada siete años atrás desde el correo de Madrid. La madre tuvo la impresión de que esta última respiraba y le acercó a las fosas de la nariz las yemas temblorosas de los dedos.

– No la toque -dijo el médico-. Es más frágil que una hoja de otoño.

– ¿Cuál es Evita?

– Me alegro que no se dé cuenta de las diferencias. Su hija no está aquí. Acaba de verla en la tina del laboratorio.

– Deslizó los pulgares bajo los tirantes del pantalón y se balanceó sobre la punta de los pies, orgulloso de sí mismo.

– Cuando el gobierno de su yerno empezó a desbarrancarse, pedí que me hicieran estas copias, por precaución. Si Perón cae, me dije, Evita será el primer trofeo que van a buscar los vencedores. Trabajé día y noche con un escultor, descartando una figura tras otra. ¿Sabe qué materiales son éstos? -Doña Juana oía las palabras del embalsamador, pero no lograba enderezarlas hacia ningún sentido. Estaba espantada, ahogada: necesitaba otra vida para absorber tanto duelo. -Cera y vinil, más tintura indeleble para dibujar las venas. La Evita del sillón es una versión mejo-

rada: tiene fibra de vidrio. Una opus magna. Cuando los coroneles vengan a llevársela, su hija estará ya en lugar seguro y lo que les daré será una de estas copias. Como se ha dado cuenta, no la he traicionado.

– Lo que me preocupa -dijo la madre- es que tampoco yo voy a saber cuál es cuál.

– Hay que exponerlas a los rayos X. A la genuina se le notan las vísceras. En las demás sólo se ve la nada. ¿Qué hacen los físicos cuando quieren interrumpir la fluencia natural de las cosas? Algo muy simple: las multiplican. -El embalsamador, excitado, había subido una o dos octavas el timbre de la voz. -A un olvido hay que oponerle muchas memorias, a una historia real hay que cubrirla con historias falsas. Viva, su hija no tenía par, pero muerta ¿qué importa? Muerta, puede ser infinita.

– Un poco de agua -pidió la madre.

– Llévese ahora una de las copias -continuó el médico, sin oírla-. Y entiérrela solemnemente en la Recoleta. Yo mandaré una más al Vaticano. Y otra al viudo, en Olivos o donde quiera esté. A la verdadera la enterraremos usted y yo, a solas, y no le diremos nada a nadie más.


A doña Juana le pareció que el mundo se le iba, con la naturalidad de una marea. Ya no había mundo y la congoja ocupaba todos los espacios vacíos. Por dentro iban y venían los sollozos, sin fondo, sin perfil. Nunca podría contar con Ara ni con Perón ni con nadie salvo con Ella misma, y Ella era bien poca cosa. Se apoyó en las paredes de tinieblas y escupió en la cara del embalsamador la frase que desde hacía rato le daba vueltas en la cabeza:

– Váyase a la mierda.


En esta novela poblada por personajes reales, los únicos a los que no conocí fueron Evita y el Coronel. A Evita la vi sólo de lejos, en Tucumán, una mañana de fiesta patria; del coronel Moori Koenig encontré un par de fotos y unos pocos rastros. Los diarios de la época lo mencionan de modo escueto y, con frecuencia, despectivo. Tardé meses en dar con su viuda, que vivía en un departamento austero de la calle Arenales y que aceptó verme al cabo de una postergación tras otra.

Me recibió vestida de negro, entre muebles que parecían enfermos de gravedad. Las lámparas daban una luz tan tenue que las ventanas se desvanecían, como si sólo sirvieran para mirar hacia adentro. Buenos Aires vive así, entre penumbras y cenizas. Tendida a orillas de un ancho río solitario, la ciudad le ha vuelto las espaldas al agua y prefiere irse derramando sobre el aturdimiento de la pampa, donde el paisaje se copia así mismo, interminablemente.

En alguna parte de la casa quemaban hebras de sándalo. La viuda y su hija mayor, que también estaba vestida de negro, exhalaban un fuerte perfume de rosas. No tardé en sentirme mareado, embriagado, al filo de algún error que no tendría remedio. Les referí que estaba escribiendo una novela sobre el Coronel y Evita y que había iniciado algunas investigaciones. Les mostré la foja de servicios del Coronel, que había copiado de un archivo militar, y pregunté si esos datos eran correctos.

– Las fechas del nacimiento y de la muerte están bien -admitió la viuda-. De las otras no podríamos decir nada. Él era, como usted tal vez sepa, un fanático del secreto.

Les hablé de un cuento de Rodolfo Walsh, «Esa mujer», mientras ellas asentían. El cuento alude a una muerta que jamás se nombra, a un hombre que busca el cadáver -Walsh- y a un coronel que lo ha escondido. En algún momento entra en escena la esposa de ese coronel: alta, orgullosa, con un rictus de neurosis; ningún parecido con la resignada matrona que oía mis preguntas sin ocultar la desconfianza. Los personajes del cuento hablan en una sala de grandes ventanales, desde la que se ve caer la tarde sobre el río de la Plata. Entre los muebles ampulosos, hay platos de Cantón y un óleo que quizá sea de Pigari. ¿Vieron ustedes, alguna vez, una sala como ésa?, les pregunté. Un cierto brillo asomó a los ojos de la viuda, pero ningún signo que indicara si me ayudaría en la investigación.

El coronel de «Esa mujer», comenté, se parece al detective de «La muerte y la brújula». Ambos descifran un enigma que los destruye. La hija nunca había oído mencionar «La muerte y la brújula». Es de Borges, dije. Todos los relatos que Borges compuso en esa época reflejan la indefensión de un ciego ante las amenazas bárbaras del peronismo. Sin el terror a Perón, los laberintos y los espejos de Borges perderían una parte sustancial de su sentido. Sin Perón, la escritura de Borges no tendría estímulos, refinamientos de elusión, metáforas perversas. Les explico todo esto, dije, porque el coronel de Walsh también espera un castigo que va a llegar fatalmente, aunque no se sabe de dónde. Lo atormentan con maldiciones telefónicas. Voces anónimas le anuncian que su hija enfermará de polio, que a el van a castrarlo. Y todo por haberse apoderado de Evita.

– Lo de Walsh no es un cuento -me corrigió la viuda-. Sucedió. Yo estuve oyéndolos mientras hablaban. Mi marido registró la conversación en un grabador Geloso y me dejó los carretes. Es lo único que me ha dejado.

La hija mayor abrió un aparador y mostró las cintas: eran dos, y estaban dentro de sobres transparentes, de plástico.

De tanto en tanto se abría un silencio repentino, incómodo, que yo no sabía cómo romper. Tenía miedo de que las mujeres no pudieran seguir enfrentándose al pasado que les había hecho tanto daño y me obligaran a marcharme. Vi que la hija estaba llorando. Eran lágrimas sin ton ni son, que le brotaban como si vinieran de otra cara o pertenecieran a los sentimientos de otra persona. Al darse cuenta de que la miraba, dejó caer esta confidencia:

– ¡Si usted supiera cuánto he fracasado en la vida!

No supe qué contestarle. Se notaba que, cuanto más iba pasando el tiempo, más compasión sentía por sí misma.

– Nunca he podido hacer lo que quise -dijo-. En eso soy igual a papá. El también, cuando yo ya era grande, venía a sentarse en mi cama y me decía: Soy un fracasado, hija. Soy un fracasado. No fuimos nosotras las que lo hicimos sentirse así. Fue Evita.

Les repetí lo que sin duda sabían: el coronel del cuento dice que enterró a Evita en un jardín. Un jardín donde llueve día por medio y todo se pudre: los canteros de rosas, la madera del ataúd, el cinturón franciscano que le pusieron a la difunta. El cuerpo, se dice allí, fue enterrado de pie, como enterraron a Facundo Quiroga.

Me detuve. A Facundo, pensé, nadie lo enterró de pie. Sentí que me había quedado sin aliento.

– Esa historia es tal cual -susurró la viuda, que tenía la mala costumbre de aspirar fragmentos de palabras-. Cuando vivíamos en Bonn el cadáver estuvo más de un mes dentro de una ambulancia que había comprado mi marido. Se pasaba las noches vigilándolo por la ventana. Un día quiso entrarlo en la casa. Me opuse, como se imaginará. Fui terminante. O te llevás de aquí esa basura, le dije, o me voy yo con mis hijas. El se encerró a llorar. Por esa época, ya los desvelos y el alcohol lo habían ablandado. Aquella misma noche salió con la ambulancia. Cuando volvió, me dijo que había enterrado el cuerpo. ¿Dónde? Le pregunté. Quién sabe, contestó. En un bosque, donde llueve mucho. Y no quiso hablar más.

La hija trajo una fotografía del Coronel tomada en 1955. Los labios eran una tenue línea dibujada con lápiz, los pómulos estaban surcados por venitas oscuras, la calvicie hacía estragos en la frente vasta, sebosa, inclinada hacia atrás en un ángulo brusco.

– Diez años después de esa foto era un hombre en ruinas -dijo la viuda-. Dejaba pasar las horas sin hacer nada, sin hablar, con la mente a la deriva. A veces se perdía de vista durante semanas, yendo de un bar a otro hasta que caía desmayado. Tenía delirios. Sudaba a chorros. Era un sudor rancio, insoportable. Poco antes de morir lo vieron en un banco de la plaza Rodríguez Peña, llamando a gritos a la muerte.

– ¿Y ustedes? -quise saber-. ¿Dónde estaban ustedes?

– Lo abandonamos -contestó la hija-. Hubo un momento en que mamá ya no lo soportó más y le dijo que se fuera.

– La culpa la tuvo Evita -repitió la viuda-. Toda la gente que anduvo con el cadáver acabó mal.

– No creo en esas cosas -me oí decir.

La viuda se puso de pie y yo sentí que era hora de irme.

– ¿No cree? -Su tono había dejado de ser amistoso. -Que Dios lo ampare, entonces. Si va a contar esa historia, debería tener cuidado. Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación.