"Historia de Mayta" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)

V

Para tomar el tren a Jauja hay que comprar el boleto la víspera y presentarse en la estación de Desamparados a las seis de la mañana. Me han dicho que el tren va siempre lleno y, en efecto, debo tomar el vagón por asalto. Pero tengo la suerte de conseguir un asiento, en tanto que la mayoría de pasajeros viajará de pie. Los vagones carecen de servicios higiénicos y algunos temerarios orinan desde el pescante, con el tren en marcha. Aunque he comido algo antes de dejar Lima, a las pocas horas siento hambre. Es imposible comprar nada en las estaciones en las que el tren deja o recoge pasajeros: Chosica, San Bartolomé, Matucana, San Mateo, Casapalca, La Oroya. Hace veinticinco años, los vendedores ambulantes asaltaban los vagones en cada parada ofreciendo frutas, gaseosas, sandwiches, dulces. Ahora, sólo pregonan chucherías o cocimientos de hierbas. Pero, con todas sus incomodidades y su lentitud, el viaje está lleno de sorpresas, la primera de las cuales son estos vagones trepando desde el nivel del mar hasta los cinco mil metros para cruzar los Andes en el Paso de Anticona, al pie del Monte Meiggs. Ante el soberbio espectáculo, me olvido de los soldados con fusiles apostados en cada vagón y de la ametralladora que hay en el techo de la locomotora, en previsión de ataques. ¿Cómo sigue funcionando este tren? La carretera a la sierra central es continuamente sepultada bajo lluvia de rocas que los terroristas arrancan de las laderas con explosivos, de modo que se ha vuelto casi inutilizable. ¿Por qué no ha sido aún volado este tren, obstruidos sus túneles, derruidos sus puentes? Tal vez, por algún misterioso designio estratégico, les conviene mantener la comunicación entre Lima y Junín. Me alegro, el viaje a Jauja es esencial para reconstruir la peripecia de Mayta.

Se suceden los cerros, separados a veces por abismos al fondo de los cuales roncan ríos torrentosos. El trencito cruza puentes y túneles. Imposible no pensar en la proeza del ingeniero Meiggs, al construir hace más de ochenta años estos rieles en semejante geografía de gargantas, ventisqueros y picachos sacudidos por las tormentas y bajo la amenaza de los aluviones. ¿Pensaba en la odisea de ese ingeniero el revolucionario Mayta, al tomar por primera vez este tren, una mañana de febrero o marzo, veinticinco años atrás? Pensaba en el sufrimiento que habían invertido, para que se tendieran estos rieles, se levantaran estos puentes y se abrieran estos túneles, los miles de cholos e indios que, por un salario simbólico, a veces apenas un puñado de mala comida y un poco de coca, sudaron doce horas diarias, picando piedras, volando rocas, cargando durmientes, nivelando el terreno, para que el ferrocarril más alto del mundo fuera realidad. ¿Cuántos perdieron dedos, manos, ojos, dinamitando la cordillera? ¿Cuántos cayeron en esos precipicios o fueron enterrados por los huaycos que desbarataban los campamentos donde dormían, unos sobre otros, temblando de frío, borrachos de fatiga, embrutecidos de coca, calentados sólo por sus ponchos y el aliento de sus compañeros? Comenzaba a sentir la altura: cierta dificultad al respirar, la presión de la sangre en las sienes, el corazón acelerado. Al mismo tiempo, apenas podía disimular su excitación. Tenía ganas de sonreír, de silbar, de estrechar las manos de todo el vagón. Moría de impaciencia por reencontrar a Vallejitos.

—Yo soy el Profesor Ubilluz —me dice, extendiéndome su mano, apenas paso la barrera de la Estación de Jauja, donde, luego de una cola interminable, dos policías de civil me registran y expulgan la bolsa donde llevo el pijama—. El Chato para mis amigos. Y, si me permite, usted y yo ya somos amigos.

Le he escrito, anunciándole mi viaje, y él ha venido a esperarme. En torno a la estación, hay un considerable despliegue militar: soldados con fusiles, caballetes y alambradas. Y, yendo y viniendo por la calle a paso de tortuga, una tanqueta. Echamos a andar. ¿Está muy mala la situación aquí?

—Estas últimas semanas algo más tranquila —me dice Ubilluz—. Tanto que han suspendido el toque de queda. Ya podemos salir a ver las estrellas. Nos estábamos olvidando de cómo eran.

Me cuenta que hace un mes hubo un ataque masivo de los insurrectos al cuartel de Jauja. La balacera duró toda la noche y dejó los alrededores sembrados de cadáveres. Apestaban de tal modo y eran tantos que debieron ser rociados con kerosene y quemados. Desde entonces, los rebeldes no han vuelto a realizar ninguna acción importante en la ciudad. Eso sí, los cerros del contorno amanecen cada mañana erizados de banderas rojas con la hoz y el martillo. Las patrullas militares las arrancan, cada tarde.

—Le he reservado un cuartito en el Albergue de Paca —añade—. Un sitio lindísimo, verá.

Es un anciano bajito y compuesto, embutido en un terno a rayas que lleva abotonado, una especie de paquete moviente. Tiene una corbata de nudo milimétrico, y unos zapatos que deben haber atravesado un lodazal. Hay en él ese atildamiento típico de la sierra y un español silabeado en el que, de rato en rato, brota un quechuismo. Encontramos un viejo taxi, cerca de la Plaza. La ciudad no ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. A simple vista al menos, no hay muchas huellas de la guerra. No se ven altos de basuras ni muchedumbres de mendigos. Las casitas lucen limpias e inmortales, con sus añosos portones y enrevesadas rejas. El Profesor Ubilluz pasó treinta años enseñando ciencias en el Colegio Nacional San José. Cuando se jubiló —por los días en que lo que habíamos creído una simple algarada de extremistas empezaba a tomar las proporciones de una guerra civil—, hubo una ceremonia en su honor a la que asistieron todos los ex–alumnos que habían sido sus discípulos. Al pronunciar su discurso, lloró.

—Hola, mi hermano —dijo Vallejos.

—Hola, hombre —dijo Mayta.

—Por fin viniste —dijo Vallejos.

—Sí —sonrió Mayta—. Por fin.

Se abrazaron. ¿Cómo es que el Albergue de Paca sigue abierto? ¿Acaso vienen aún turistas a Jauja? No, claro que no. ¿A qué vendrían? Todas las fiestas, incluidos los famosos Carnavales, se han extinguido. Pero el Albergue sigue abierto porque se alojan en él los funcionarios que vienen de Lima y, a veces, las misiones militares. Ahora no debe haber ninguna pues no hay vigilancia en el lugar. El Albergue no ha sido pintado desde hace siglos y da una impresión lastimosa. No hay servicio ni administrador, sólo un guardián que hace de todo. Después de dejar mi bolsa en el cuartito lleno de telarañas, voy a sentarme a la terraza que da a la laguna, donde me espera el Profesor Ubilluz. ¿Conocía la historia de Paca? Señala las aguas tersas, el cielo pintado, la delicada línea de los cerros que circundan a las aguas: esto, hace cientos de años, era un pueblo de gentes egoístas. El mendigo apareció una mañana de sol y aire purísimo. De casa en casa fue pidiendo limosna y, en todas, los vecinos lo largaban con malos modos, azuzando contra él a los perros. Pero en una de las últimas viviendas encontró a una viuda caritativa, que vivía con un niño pequeño. Le dio algo de comer y unas palabras de esperanza. Entonces, el mendigo, resplandeciendo, mostró a la mujer caritativa su verdadera cara —la de Jesús— y le ordenó: «Sal de Paca con tu hijo, ahora mismo, llevándote todo lo que puedas cargar. No mires más hacia aquí, oigas lo que oigas». La viuda obedeció y salió de Paca, pero cuando subía el monte oyó un ruido muy fuerte, como el de un tambor gigante, y la curiosidad la hizo volverse. Alcanzó a ver el espantoso huayco de piedras y lodo que sepultaba a Paca y a sus habitantes y a las aguas que convertían en una tranquila laguna de patos, truchas y gallaretas lo que había sido su pueblo. Ni ella ni su hijo vieron ni oyeron más porque las estatuas no pueden ver ni oír. Pero los jaujinos sí pueden verlos a ella y al niño, a lo lejos: dos formas pétreas, espiando la laguna, en un punto de los cerros hasta donde peregrinan las procesiones para dedicar un pensamiento a esos vecinos que Dios castigó por avaros e insensibles y que yacen allí abajo, en esas aguas donde croan las ranas, graznan los patos y remaban antaño los turistas.

—¿Qué te parece, camarada?

Mayta advirtió que Vallejos estaba tan contento y emocionado como él mismo. Fueron andando a la pensión en que vivía el Alférez, en la calle Tarapaca. ¿El viaje? Muy bueno, y, sobre todo, impresionante, no se le olvidaría nunca el paso del Infiernillo. Sin dejar de hablar, espiaba las casitas coloniales, la limpieza del aire, las chapas de las jaujinas. Ya estabas en Jauja, Mayta. Pero no se sentía muy bien:

—Estoy con soroche, creo. Una sensación rarísima. Como si fuera a desmayarme.

—Mal comienzo para la revolución —se rió Vallejos, arrebatándole el maletín: llevaba pantalón y camisa caqui, unos botines de enormes suelas y el pelo cortado al rape—. Un mate de coca, una siestecita y como nuevo. A las ocho nos reuniremos donde el Profe Ubilluz. Un tipo macanudo, verás.

Le había hecho armar un catre en su mismo cuarto, en la pensión —unos altos de habitaciones alineadas en torno a una galería con barandales— y se despidió de él, aconsejándole que durmiera un poco para curarse el mal de altura. Partió y Mayta vio una ducha en el baño. «Me ducharé al acostarme y al levantarme todos los días que esté en Jauja», pensó. Haría una provisión de duchas para Lima. Se acostó vestido, quitándose sólo los zapatos, y cerró los ojos. Pero no pudo dormir. No sabías gran cosa de Jauja, Mayta. ¿Qué, por ejemplo? Más leyendas que realidades, como la bíblica explicación del nacimiento de Paca. Había formado parte de la civilización huanca, una de las más pujantes que el Imperio de los Incas sojuzgó, y, por ello, los xauxas fueron aliados de Pizarro y los conquistadores y vengativos guerreros contra sus antiguos amos. Esta región debió ser inmensamente rica —¡quién lo diría, viendo la modestia del pueblo!— en los siglos coloniales, cuando el nombre de Jauja era sinónimo de abundancia. Sabía que este pueblecito fue la primera capital del Perú, designada como tal por Pizarro en su homérico trayecto de Cajamarca al Cusco, por uno de esos cuatro caminos del Incario que trepaban y bajaban los Andes como serpentearían ahora por ellos las columnas revolucionarias, y que, esos meses que ostentó su título de capital, fueron los más gloriosos de su historia. Pues, una vez que Lima le arrebató el cetro, Jauja, como todas las ciudades, gentes y culturas de los Andes, entró en un irremisible proceso de declinación y servidumbre a ese nuevo centro rector de la vida nacional, erigido en el más insalubre rincón de la costa, desde el cual, con una continuidad sin pausas, iría expropiando en su provecho todas las energías del país.

Su corazón latía muy fuerte, se sentía siempre mareado y el Profesor Ubilluz, con el telón de fondo de la laguna, sigue hablando. Yo me distraigo, acosado por las imágenes de pesadilla asociadas con el nombre de Jauja en mi infancia. ¡La ciudad de los tísicos! Porque aquí venían, desde el siglo pasado, aquellos peruanos víctimas de la entonces estremecedora enfermedad, mitificada por la literatura y el sadomasoquismo románticos, esa tuberculosis para la que el clima seco jaujino era considerado extraordinario bálsamo. Aquí venían, de los cuatro puntos cardinales del país, primero a lomo de muía y por caminos de herradura, luego por el escarpado ferrocarril del ingeniero Meiggs, todos los peruanos que comenzaban a escupir sangre y podían pagarse el viaje y tenían los medios suficientes para convalecer o agonizar en los pabellones del Sanatorio Olavegoya, el que, por efecto de esa invasión continua, fue creciendo desmesuradamente hasta —en algún momento— confundirse con la ciudad. El nombre que siglos atrás había despertado codicia, admiración, ensueño de doblones de oro y de montañas áureas, pasó a significar pulmones con agujeros, accesos de tos, esputos sanguinolentos, hemorragias, muerte por consunción. «Jauja, nombre voluble», pensó. Y, tocándose el pecho para contar los latidos, recordó que su madrina, en la casa de Surquillo, aquellos días que hacía su huelga de hambre, lo amonestaba con el dedo levantado y su bondadosa cara gorda: «¿Quieres que te mandemos a Jauja, zoncho?». Alicia y Zoilita lo enloquecían cada vez que lo oían carraspear: «Uy, uy, primo, ya comenzó la tosecita, ya te vemos yéndote a Jauja». ¿Qué dirían la tía Josefa, Zoilita, Alicia, cuando supieran lo que había venido a hacer a Jauja ahora? Más tarde, mientras Vallejos le presentaba al Chato Ubilluz, ceremonioso señor que le hizo una venia mientras le daba la mano, y a media docena de jovencitos que no le parecieron de los últimos años sino de la primaria del Colegio San José, Mayta, el cuerpo todavía erizado por la sensación de hielo en la ducha, se dijo, de pronto, que a aquellas imágenes se añadiría otra: Jauja, cuna de la revolución peruana. ¿Iría también a integrarse en los mitos del lugar? ¿Jauja–revolución, como Jauja–oro o Jauja–tubercu–losis? Ésta era la casa del Profe Ubilluz y Mayta veía, por una ventanita empañada, construcciones de adobe, techos de tejas y de calamina, un pedazo de calle con adoquines y las altas veredas para los torrentes que —se lo había explicado Vallejos mientras venían— formaban los aguaceros de enero y febrero. Pensó: «Jauja, cuna de la revolución socialista del Perú». Costaba creerlo, sonaba tan irreal como la ciudad del oro o de los tísicos. Le digo que, por lo menos a simple vista, en Jauja parece haber menos hambre y escasez que en Lima. ¿Estoy en lo cierto? En vez de responderme, poniendo una cara grave, el Profesor Ubilluz resucita de golpe, en esta orilla solitaria de la laguna, el asunto que me ha traído a su tierra:

—Usted habrá oído muchos cuentos sobre la historia de Vallejos, por supuesto. Y los seguirá oyendo estos días.

—Como sobre todas las historias —le replico—. Algo que se aprende, tratando de reconstruir un suceso a base de testimonios, es, justamente, que todas las historias son cuentos; que están hechas de verdades y mentiras.

Me propone que vayamos a su casa. Una carreta tirada por dos burros nos alcanza y el carretero acepta llevarnos a la ciudad. Nos deja, media hora después, frente a la casita de Ubilluz, en la novena cuadra del Jirón Alfonso Ugarte. Poco menos que mira a la cárcel. «Sí, me dice, antes de que se lo pregunte. Ésos eran los dominios del Alférez, ahí comenzó todo.» La cárcel ocupa toda la manzana de la vereda opuesta y pone término al Jirón. En ese muro gris, con alero de tejas, termina la ciudad. Después, comienza el campo: las sementeras, los eucaliptos, los cerros. Veo, más lejos, trincheras, alambradas, y, esparcidos, soldaditos que montan guardia. Uno de los rumores insistentes, el año pasado, fue que la guerrilla preparaba el asalto a Jauja, con la intención de declararla capital del Perú Liberado. ¿Pero no han corrido rumores semejantes sobre Arequipa, Puno, Cusco, Trujillo, Cajamarca y hasta Iquitos? La cárcel y la casa del Profesor Ubilluz se encuentran en un barrio de nombre religioso, con resonancias de martirio y expiación: Cruz de Espinas. Es una vivienda modesta, baja y oscura, con una gran foto enmarcada en la que tornasola un señor de otros tiempos — corbatín de lazo, sarita de paja, mostachos aluzados, cuello duro, chaleco, perilla mefistofélica— que debe ser el padre o el abuelo del Profesor, a juzgar por la semejanza de rasgos. Hay un largo sillón cubierto por un poncho de colores y muebles variopintos, tan usados que parecen a punto de desplomarse. En un estante con vidrios, altos de periódicos en desorden. Unas moscas zumbonas revolotean sobre nuestras cabezas y uno de los josefinos ayudaba a pasar el platito con rajas de queso fresco y unos panecillos crujientes que a Mayta le hicieron agua la boca. Estoy muerto de hambre y le pregunto al Profesor si no habría donde comprar algo que comer. «A estas horas, no, dice. Al anochecer tal vez consigamos unas papas cocidas en un sitiecito que conozco. Eso sí, le puedo convidar una copita de buen pisco.»

—Sobre mi amistad con Vallejos se han dicho las cosas más disparatadas —añade—. Que nos conocimos en Lima, cuando yo hacía el servicio militar. Que empezamos a conspirar entonces y que seguimos conspirando aquí, cuando vino como jefe de la cárcel. De eso, lo único cierto es que soy licenciado del Ejército. Pero, cuando yo serví, Vallejos debía ser un niño de teta…

—Se ríe, con una risita forzada, y exclama—: ¡Puras fantasías! Nos conocimos aquí, a los pocos días de llegar Vallejos a ocupar su puesto. A mucha honra puedo decirle que yo le enseñé todo lo que aprendió de marxismo. Porque, ha de saber —baja la voz, mira en torno con cierta alarma, me señala unos anaqueles vacíos— que yo tuve la biblioteca marxista más completa de Jauja.

Una larga digresión lo aparta de Vallejos. A pesar de que es un hombre anciano y enfermo —le han quitado un riñón, tiene presión alta y unas varices que lo hacen ver a Judas—, retirado de toda actividad política, las autoridades, hace un par de años, cuando las acciones terroristas cobraron auge en la provincia, quemaron todos sus libros y lo tuvieron preso una semana. Le pusieron electrodos en los testículos, para que confesara una supuesta complicidad con la guerrilla. ¿Qué complicidad podía tener él cuando era vox populi que los insurrectos lo tenían en su lista negra, por infames calumnias? Se levanta, abre un cajón, saca un papelito y me lo muestra: «Estás sentenciado a muerte por el pueblo, perro traidor». Se encoge de hombros: era viejo y no le importaba la vida. Que lo mataran, qué mierda. No se cuidaba: vivía solo y no tenía ni un palo para defenderse.

—Así que usted enseñó marxismo a Vallejos —aprovecho para interrumpirlo—. Yo creía que había sido Mayta, más bien.

—¿El trosco? —Se revuelve en el asiento, con gesto desdeñoso—. ¡Pobre Mayta! Andaba en Jauja medio sonámbulo por el soroche…

Era verdad. Nunca había sentido una opresión semejante en las sienes y ese atolondramiento del corazón, interrumpido de pronto por unas desconcertantes pausas en las que parecía dejar de latir. Mayta tenía la impresión de vaciarse, la desaparición súbita de sus huesos, músculos, venas, y un frío polar congelaba la gran oquedad bajo su piel. ¿Se iba a desmayar? ¿Iba a morir? Era un malestar sinuoso y traicionero: iba y venía, estaba a la orilla de un precipicio y la amenaza de caer al abismo nunca se cumplía. Le pareció que todos, en el atestado cuartito del Chato Ubilluz, se daban cuenta. Varios fumaban y una nube grisácea, con moscas, deformaba las caras de los muchachitos sentados en el suelo, que, de tanto en tanto, interrumpían con preguntas el monólogo de Ubilluz. Mayta había perdido el hilo: estaba junto a Vallejos, en un banquito, con la espalda apoyada en el estante de libros, y, aunque quería escuchar, atendía sólo a sus venas, a sus sienes, a su corazón. Al mal de altura se añadía una sensación de ridículo. «¿Tú eres el revolucionario que ha venido a tomar examen a estos camaradas?» Pensó: «Los tres mil quinientos metros te han convertido en un alfeñique con taquicardia». Vagamente, oía a Ubilluz explicar a los muchachos —¿trataba de impresionarlo a él con sus confusos conocimientos de marxismo?— que la manera de sacar adelante la revolución era interpretando correctamente las contradicciones sociales y las características que asumía en cada etapa la lucha de clases. Pensó: «La nariz de Cleopatra». Sí, ahí estaba: el imponderable que trastorna las leyes de la historia y troca la ciencia en poesía. Qué estúpido no prever lo más obvio, que un hombre que sube a los Andes puede sufrir soroche, no comprar algunas pastillas de coramina para contrarrestar la diferencia de presión atmosférica sobre su organismo. Vallejos le preguntó: «¿Te sientes bien?». «Sí, perfecto.» Pensó: «He venido a Jauja para que un profesorcito que mea fuera de la bacinica me dé una clase de marxismo». Ahora, el Chato Ubilluz lo señalaba, dándole la bienvenida: era el camarada de Lima del que les habló Vallejos, alguien con gran experiencia revolucionaria y sindical. Lo invitó a hablar y, a los muchachos, a que le hicieran preguntas. Mayta sonrió a la media docena de caras lampiñas que se habían vuelto a mirarlo, con curiosidad y cierta admiración. Abrió la boca:

—El gran culpable, si se trata de buscar culpables —repite el Profesor Ubilluz, con la cara avinagrada—. Nos engañó a su gusto. Se suponía que era el enlace con los revolucionarios de Lima, con los sindicatos, con el Partido, que representaba a cientos de camaradas. En realidad, no representaba a nadie y no era nadie. Un trosco, para colmo de males. Su sola presencia ya nos cerró la posibilidad de que el Partido Comunista nos apoyara. Éramos muy ingenuos, es verdad. Yo sabía marxismo, pero no sabía siquiera cuál era la fuerza del Partido, ni las divisiones en la izquierda. Y Vallejos, por supuesto, menos que yo. ¿Así que usted creía que el trosco Mayta adoctrinó al Alférez? Nada de eso. Apenas si se vieron, en una que otra escapadita de Vallejos a Lima. Fue en este cuartito donde el Alférez aprendió la dialéctica y el materialismo.

El Profesor Ubilluz pertenece a una vieja familia jaujina, en la que ha habido subprefectos, alcaldes y muchos abogados. (La abogacía es la profesión serrana por excelencia y Jauja tiene el cetro de número de abogados por habitante.) Debían ser gente acomodada, porque, me dice, muchos parientes suyos han conseguido irse al extranjero: México, Buenos Aires, Miami. Él no, él se quedará acá hasta el final, con amenazas o con lo que sea, y se hundirá con lo que se hunda. No sólo porque carece de medios para irse, sino por su espíritu de contradicción, esa rebeldía que, de joven, hizo que, a diferencia de sus primos, tíos y hermanos, de vidas ocupadas por las chacras, el comercio de abarrotes o el ejercicio de las leyes, se dedicara a la enseñanza y se convirtiera en el primer marxista de la ciudad. Lo ha pagado, añade: incontables prisiones, palizas, agravios. Y, todavía peor, la ingratitud de la propia izquierda que, ahora que ha crecido y está por tomar el poder, se olvida de los que abrieron el surco y echaron las simientes.

—Las verdaderas lecciones de filosofía y de historia, las que no podía dar en el San José, las di en este cuartito —exclama, con orgullo—. Mi casa fue una universidad del pueblo.

Calla, porque oímos un ruido herrumbroso y voces militares. Me asomo a espiar por los visillos: está pasando la tanqueta, la misma que vi en la estación. Junto a ella trota, a la voz de mando de un oficial, una sección de soldados. Desaparecen en la esquina de la cárcel.

—¿No fue Mayta quien planeó todo, entonces? —le pregunto, de manera abrupta—. ¿No fue él quien ideó todos los detalles de la insurrección?

La sorpresa que gana su cara medio amoratada, llena de puntitos blancos de barba, parece sincera. Como si hubiera oído mal o no supiera de qué hablo.

—¿El trosco Mayta autor intelectual de la insurrección? —silabea, con esa acuciosa dicción serrana que no deja escapar ni la aureola de las palabras—. ¡Qué ocurrencia! Cuando vino aquí, todo estaba cocinado por Vallejos y por mí. No tuvo vela en ese entierro hasta el final. Le voy a decir algo más. Se le comunicaron los detalles sólo al último minuto.

—¿Por desconfianza? —lo interrumpo.

—Por precaución —dice el Profesor Ubilluz—. Bueno, si le gusta la palabra, por desconfianza. No de que fuera a ir con el soplo, sino de que se echara atrás. Con Vallejos decidimos tenerlo en ayunas, cuando nos fuimos dando cuenta de que no tenía personería, que era él solito. ¿Qué de raro que, a la hora de la hora, el pobre se echara atrás? No era de aquí, no aguantaba siquiera la altura. Jamás había agarrado un arma. Vallejos le enseñó a disparar, en un arenal de Lima. ¡Vaya revolucionario el que se fue a conseguir! Hasta marica dicen que era.

Se ríe, con su risita forzada de costumbre, y estoy a punto de decirle que, sin embargo, a diferencia de él, que no estuvo donde debía estar —por una razón que ojalá me aclare—, Mayta, pese a su soroche y a no representar a nadie, sí estuvo junto a Vallejos cuando —la expresión es suya— «las papas empezaron a quemar». Estoy a punto de decirle que muchos otros me han dicho, de él, lo que él dice de Mayta: que fue el gran culpable, el desertor. Pero por supuesto que no le digo nada de eso. No estoy aquí para contradecir a nadie. Mi obligación es escuchar, observar, cotejar las versiones, amasarlo todo y fantasear. Vuelve a oírse, afuera, el ferruginoso paso de la tanqueta y el trote de los soldados.

Cuando uno de los muchachos dijo «es hora de irse», Mayta sintió alivio. Se sentía algo mejor, después de haber pasado momentos agónicos: respondía a las preguntas de Ubilluz, de Vallejos, de los josefinos, y, a la vez, estaba pendiente del malestar que le atenazaba la cabeza y el pecho y parecía alborotar su sangre. ¿Había respondido bien? Por lo menos, había mostrado una seguridad que estaba lejos de sentir, y, al absolver las dudas de los muchachos, había tratado de no mentir, pero, también, de no decir verdades que enfriaran su entusiasmo. No había sido fácil. ¿Los apoyaría la clase obrera de Lima una vez que estallara la acción revolucionaria? Sí, aunque no de inmediato. En un principio, se sentiría indecisa, confusa, por la desinformación de la prensa y de la radio, por las mentiras del poder y de los partidos de la burguesía, y quedaría paralizada por la brutalidad de la represión. Pero esa misma represión le iría abriendo los ojos, revelándole quiénes defendían sus intereses y quiénes, además de explotarla, la engañaban. Porque la acción revolucionaria potenciaría la lucha de clases a niveles de gran violencia. Los ojos muy abiertos de los muchachitos, su atenta inmovilidad, conmovieron a Mayta. «Te creen todo lo que les dices.» Ahora, mientras los josefinos se despedían de él dándole ceremoniosamente la mano, se preguntó cuál sería, en verdad, la actitud del proletariado limeño al estallar las acciones. ¿Indiferencia? ¿Hostilidad? ¿Desdén hacia esa vanguardia que se batía por él en la sierra? Lo cierto era que los sindicatos estaban controlados por el Apra, aliada del gobierno pradista, y enemiga de todo lo que oliera a socialismo. Tal vez seria diferente con los pocos sindicatos, como Construcción Civil, en los que tenía influencia el Partido Comunista. No, tampoco. Los acusarían de provocadores, de hacer el juego al gobierno, de servirle en bandeja el pretexto para poner fuera de la ley al Partido y deportar y encarcelar a los progresistas. Imaginó los titulares de Unidad, el texto de los volantes que repartirían, los artículos en la Voz Obrera del POR rival. Sí, todo aquello sería cierto en la primera etapa. Pero, estaba seguro, si la insurrección conseguía durar, desarrollarse, socavar aquí y allá al poder burgués, obligándolo a quitarse la máscara liberal y a mostrar su cara sangrienta, la clase obrera iría sacudiéndose de su letargo, de los engaños reformistas, de sus líderes corruptos, de la ilusión de que podía coexistir con la clase entreguista e incorporándose a la lucha.

—Bueno, ya se fueron los pichones. —El Chato Ubilluz desenterró del alto de libros, folletos, periódicos y telarañas de su estudio, una cantimplora y unos vasos—. Ahora, un traguito.

—¿Qué te parecen los muchachos? —le preguntó Vallejos.

—Muy entusiastas, pero, también muy mocositos —dijo Mayta—. Algunos deben andar por los quince ¿no? ¿Estás seguro que responderán?

—No tienes fe en la juventud —se rió Vallejos—. Claro que responderán.

—Acuérdate de González Prada —citó el Chato Ubilluz, moviéndose como un gnomo entre los estantes para volver a su asiento—. Los viejos a la tumba y los jóvenes a la obra.

—Además, cada cual a lo suyo —Vallejos se golpeó la palma de una mano con el puño y Mayta pensó: «Lo oigo y no puedo dudar, parece que todo se plegara a su voluntad, es un líder nato, un comité central él solito»—. A estos muchachos nadie les va a pedir que peguen tiros. Serán mensajeros.

—Los chasquis de la revolución —los bautizó el Chato Ubilluz—. Los conozco desde que gateaban, son la flor y nata de la juventud Josefina.

—Se encargarán de las comunicaciones—explicó Vallejos, accionando—. De asegurar el contacto entre la guerrilla y la ciudad, de traer y llevar consignas, víveres, medicinas, parque. Precisamente porque son tan jóvenes, pueden pasar desapercibidos. Se mueven como por su casa en los cerros de toda la provincia. Hemos hecho excursiones, los he entrenado en largas marchas. Son formidables.

Se lanzaban por los precipicios y caían de pie, sin magullarse, como si fueran de goma; cruzaban los torrentes como unos pececillos ágiles sin que los remolinos los devoraran o destrozaran contra las rocas; resistían las nieves sin sentir frío y en las alturas más extremas corrían y saltaban sin agitarse: había aumentado el golpeteo de su corazón y la presión de su sangre en las sienes era de nuevo intolerable. ¿Se lo decía? ¿Les pedía un mate de coca, una medicina, algo que lo librara de esta angustia?

—A los que cogerán el fusil y se meterán con nosotros a la candela, comenzarás a conocerlos mañana, en Ricrán —dijo Vallejos—. Prepárate a subir a la puna, a conocer las llamas y el ichu.

En medio de su malestar, Mayta notó el silencio. Venía de afuera, era tangible, aparecía cada vez que el Chato Ubilluz o Vallejitos callaban. Entre una pregunta y una réplica, en las pausas de un monólogo, esa ausencia de motores, de bocinas, de frenos, de escapes, de pasos y de voces parecía sonar. Ese silencio debía recubrir Jauja como una noche superpuesta a la noche, era una presencia espesa en la habitación y lo aturdía. Resultaba tan extraño ese vacío exterior, esa falta de vida animal, mecánica o humana, allá en la calle. No recordaba haber experimentado nunca en Lima, ni siquiera en las cárceles donde había pasado temporadas (el Sexto, el Panóptico, el Frontón), un silencio tan notorio. Vallejos y Ubilluz, al romperlo, parecían profanar algo. El malestar había aminorado pero su zozobra continuaba pues, lo sabía, en cualquier momento volverían el ahogo, la taquicardia, la opresión, el hielo. El Chato le hizo salud y él, esforzándose por sonreír, se llevó la copita a la boca: la ardiente bebida lo estremeció. «Qué absurdo, pensó. A menos de trescientos kilómetros de Lima y como si fueras un extranjero en un mundo desconocido. Qué país es éste que apenas se mueve uno de un sitio a otro se convierte en gringo, en marciano.» Sintió vergüenza de no conocer la sierra, de no saber nada del mundo campesino. Volvió a prestar atención a lo que Vallejos y Ubilluz decían. Hablaban de una comunidad, en la vertiente oriental, que se extendía por la selva: Uchubamba.

—¿Por dónde está?

—No muy lejos en kilómetros—dice el Profesor Ubilluz—. Cerca, si mira en el mapa. Pero tan lejos como la luna entonces, si usted quería ir hasta allá desde Jauja. Unos años después, cuando Belaúnde, abrieron una trocha que cubría la cuarta parte del camino. Antes, había que ir a patita, por la puna y por los despeñaderos y quebradas que bajan a la selva.

¿Hay alguna posibilidad de acercarse ahora hasta allá? Claro que no: eso es un campo de batalla desde hace un año, lo menos. Y, según rumores, un enorme cementerio. Dicen que ahí ha muerto más gente que en todo el resto del Perú. No podré, pues, visitar algunos lugares claves de la historia, la averiguación quedará trunca. Por lo demás, aunque consiguiera esquivar las líneas militares y los puestos guerrilleros, no me serviría de mucho. En Jauja todo el mundo asegura que tanto Chuñan como Ricrán han desaparecido. Sí, sí: el Profesor Ubilluz lo sabe de muy buena fuente. Chuñan hace seis meses, más o menos. Era un baluarte de los insurrectos, tenían ahí, parece, hasta un cañón antiaéreo. Por eso la aviación arrasó Chuñan con napalm y murieron hasta las hormigas. En Ricrán, hubo también una matanza, hace cosa de dos meses. Una historia que nunca se aclaró. Los del pueblo habían capturado a un destacamento guerrillero y, según unos, los lincharon ellos mismos porque se comían sus cosechas y sus animales, y, según otros, los entregaron al Ejército que los fusiló en la Plaza, contra la pared de la iglesia. Luego, llegó una expedición de escarmiento, y los terrucos quintearon a los de Ricrán. ¿Sabía yo cómo era el quinteo, no? Uno, dos, tres, cuatro, tú, ¡afuera! A todos los números cinco los hacharon, lapidaron o acuchillaron, ahí, también en la Plaza. Ahora, tampoco Ricrán existe. Los sobrevivientes están en Jauja, en esa barriada de inmigrantes que ha surgido al Norte, o vagando por la selva. No debo hacerme ilusiones. El Profesor se lleva su copita a los labios y retrocede hasta donde nos quedamos.

—Llegar hasta Uchubamba era para gente macha, que no se asustaba con la nieve ni los huacos —dice—, para gente sin las varices que tiene ahora este viejo. Yo era fuerte y resistente y llegué allá, una vez. Un espectáculo que no se imagina eso de ver a los Andes convertirse en selva, cargarse de vegetación, de animales, de vaho. Ruinas por todas partes. Uchubamba, ése es el nombre. ¿No lo recuerda? ¡Caracoles! Si los comuneros de Uchubamba dieron que hablar a todo el Perú.

No, el nombre no me dice nada. Pero recuerdo, muy bien, el fenómeno que ha evocado el Profesor Ubilluz, mientras caliento en mi mano la copita de pisco que, con grandes aspavientos, acaba de servirme (un pisco que se llama El Demonio de los Andes, muestra de las buenas épocas, dice, cuando se podía comprar cualquier cosa en las bodegas, antes de ese racionamiento que nos mata de hambre y de sed). Para sorpresa del Perú oficial, urbano, costeño, a mediados de los años cincuenta comenzaron a ocurrir, en distintos puntos de la sierra del sur y del centro, ocupaciones de tierras. Yo estaba en París y con un grupo de revolucionarios de café seguíamos con avidez esas remotas noticias que llegaban sucintamente hasta Le Monde, y, a partir de las cuales, nuestra imaginación reconstruía el emulsionante espectáculo: comunidades indígenas que, allá en los Andes, armadas de palos, hondas, piedras, con sus ancianos, mujeres, niños y animales al frente, se trasladaban, en un amanecer o en una medianoche, masivamente, a las tierras aledañas, de las que —seguramente con razón— se sentían desposeídas por el señor feudal, o por el padre, abuelo, tatarabuelo o chozno del señor feudal, y rompían los hitos y los recomponían, integrándolas a los dominios comunales y marcaban a las bestias con sus propias enseñas, levantaban sus casas y al día siguiente comenzaban a trabajar esas nuevas tierras como suyas. «¿Es éste el comienzo?, nos decíamos, boquiabiertos y eufóricos. ¿Se despierta por fin el volcán?» A lo mejor, sí, ése fue el comienzo. En los bistrots de París, bajo los castaños rumorosos, deducíamos, a partir de las cuatro líneas de Le Monde, que esas invasiones eran obra de revolucionarios, nuevos narodniks que se habían trasladado al campo para persuadir a los indios a hacer por su cuenta y riesgo la Reforma Agraria que desde hacía años todos los gobiernos prometían y ninguno hacía. Después supimos que esas tomas no eran obra de agitadores enviados por el Partido Comunista ni por los grupitos trotskistas, y, en su origen, ni siquiera de carácter político, sino un movimiento espontáneo, surgido enteramente de la masa campesina, que, espoleada por la inmemorial situación de abuso, hambre de tierra, y, en alguna medida, por la atmósfera caldeada de lemas y proclamas de justicia social que se creó en el Perú desde el resquebrajamiento de la dictadura de Odría, decidió un buen día pasar a la acción. ¿Uchubamba? Otros nombres de comunidades que se apoderaron de tierras y fueron desalojadas con muertos y heridos, o que consiguieron quedarse con ellas, revolotean en mi memoria: Algolán, en Cerro de Pasco, las del Valle de la Convención, en el Cusco. Pero ¿Uchubamba, en Junín?

—Sí, señor —dijo Vallejos, exaltándose, feliz de comprobar cómo lo sorprendía—. Indios de piel clara y ojos azules, más gringos que tú y yo.

—Primero los conquistaron los incas y los hicieron trabajar bajo la férula de los quipucamayocs cusqueños —peroró el Chato Ubilluz—. Después, los españoles les quitaron sus mejores tierras y los subieron a trabajar a las minas. Es decir, a morirse al poco tiempo con los pulmones agujereados. A los que se quedaron en Uchubamba los dieron en encomienda a una familia Peláez Rioja que los desangró durante tres siglos.

—Pero, ya ves, no pudieron acabar con ellos —remató Vallejos.

Habían dejado la casa de Ubilluz, para dar una vuelta, y estaban sentados en una banca de la Plaza de Armas. Tenían sobre sus cabezas una maravillosa quietud y miles de estrellas. Mayta se olvidó del frío y del soroche. Estaba exaltado. Trataba de recordar las grandes sublevaciones campesinas: Túpac Amaru, Juan Bustamante, Atusparia. Así que a lo largo de los siglos, mientras los explotaban y humillaban, los comuneros de Uchubamba habían seguido soñando con las tierras que les quitaron y rogando por ellas. Primero, a las serpientes y a los pájaros. Después, a la Purísima y a los santos. Y, luego, a todos los tribunales a su alcance, en juicios que siempre perdieron. Pero, ahora, hacía apenas meses, semanas, si era cierto lo que había oído, habían dado el paso decisivo y una buena noche rompieron los cercos de la Hacienda Aína y se metieron en esas tierras con sus chanchos, sus perros, sus burros, sus caballos, diciendo: «Queremos lo que es nuestro». Eso había pasado, y tú, Mayta, ¿ni siquiera lo sabías?

—Ni una palabra —murmuró Mayta, frotándose los brazos erizados del frío—. Ni siquiera de oídas, nada de eso se ha sabido en Lima.

Hablaba mirando al cielo, deslumbrado por los luceros de la bóveda retinta y chispeante y por las imágenes que suscitaba en su cabeza lo que iba sabiendo. Ubilluz le ofreció un cigarrillo y el Alférez se lo encendió.

—Tal como te lo digo —afirmó Vallejos—. Se apoderaron de la Hacienda Aína y el gobierno tuvo que mandar a la Guardia Civil a sacarlos. La compañía que salió de Huancayo tardó una semana en llegar a Uchubamba. Los sacó, al final, metiéndoles bala. Varios muertos y heridos, por supuesto. Pero la comunidad ha quedado revuelta y sin domar. Ahora sabe cuál es el camino.

Pasó una familia o grupo de indios que, en las sombras de la Plaza de Jauja, parecieron a Mayta fantasmas: silentes, furtivos, desaparecieron en la esquina de la iglesia con unas cargas sobre las cabezas que podían ser bateas.

—No es que los comuneros de Uchubamba estén dispuestos a ir a la pelea —dijo el Chato Ubilluz—. Ya están peleando, ya han comenzado la revolución. Lo que nosotros vamos a hacer es simplemente encauzarla.

El frío iba y volvía, como el mal de altura. Mayta dio una larga pitada:

—¿Son informaciones de buena fuente?

—Tan buenas como yo mismo—se rió Vallejos—. He estado allá. Lo he visto con mis propios ojos.

—Hemos estado —lo corrigió, con sus eses y erres presumidas, el Chato Ubilluz—. Hemos visto y hemos conversado. Y hemos dejado todo a punto.

Mayta no supo qué decir. Ahora estaba seguro: Vallejos no era el muchacho inexperimentado e impulsivo que creyó al principio, sino alguien mucho más serio, sólido y complejo, más previsor y con los pies bien plantados sobre la tierra. Había dado más pasos de los que le dejó entrever en Lima, contaba con más gente, su plan tenía más ramificaciones de lo que él jamás imaginó. Lástima que no hubiera venido Anatolio. Para cambiar ideas, reflexionar, poner orden entre los dos a esa turbamulta de fantasías y entusiasmos que lo comían. Qué lástima que no estuvieran aquí todos los camaradas del POR(T) para que vieran que no era una quimera sino una realidad quemante. Aunque no habían dado las diez de la noche, los tres parecían los únicos habitantes de Jauja.

—¿Te das cuenta que no exageraba cuando te decía que los Andes están maduros? — volvió a reírse Vallejos—. Tal como te lo he dicho y repetido, mi hermano: un volcán. Y lo haremos estallar, carajo.

—Porque, naturalmente, no fuimos a Uchubamba con las manos vacías.

—El Profesor Ubilluz vuelve a bajar la voz y mira en torno como si ese episodio pudiera aún comprometerlo—. Llevamos tres metralletas y unos cuantos Máuseres que el Alférez se había conseguido no sé dónde. También, medicinas de emergencia. Dejamos todo bien escondido, con lona impermeable.

Calla, para paladear la bebida, y murmura que por las cosas que me está contando nos podrían fusilar a los dos, en menos de lo que canta un gallo.

—Ya ve, no fue tan descabellado como creyó todo el mundo —añade una vez que el eco del paso metálico de la tanqueta se pierde en la noche: la hemos oído pasar frente a la casa toda la tarde, a intervalos fijos—. Fue algo planeado sin romanticismo, científicamente, y que hubiera podido resultar, si Vallejitos no comete la estupidez de adelantar la fecha. Hicimos un trabajo de hormigas, una verdadera filigrana. ¿No estaba bien elegida la zona? ¿No son ahora los guerrilleros dueños y señores de esa región? El Ejército ni se atreve a ir allí. Ríase de Vietnam o El Salvador. ¡Salud!

Allá, un hombre, un grupo de hombres, un destacamento, eran una aguja en un pajar. Y, bajo el manto de estrellas lucientes, Mayta la vio: selva espesa, frondosa, cerrada, jeroglífica, y se vio, junto a Vallejos y Ubilluz y un ejército de sombras, recorriéndola sinuosamente. No era la llanura amazónica sino un bosque ondulante, ceja de selva montañosa, declives, quebradas, gargantas, pasos angostos, desfiladeros, accidentes ideales para golpear y escapar, cortar las vías de comunicación del enemigo, marearlo, confundirlo, enloquecerlo, caerle donde y cuando menos lo esperaba, obligarlo a dispersarse, a diluirse, a atomizarse en el indescriptible laberinto. Le había crecido la barba, estaba flaco, en sus ojos había una resolución indómita y sus dedos se habían encallecido de apretar el gatillo, encender la mecha y arrojar la dinamita. El menor síntoma de abatimiento desaparecía ante la evidencia de que a diario se incorporaban nuevos militantes, el frente se extendía, y de que, allá en las ciudades, los obreros, sirvientes, estudiantes, empleados pobres, iban comprendiendo que la revolución era para ellos, de ellos. Sintió una angustiosa necesidad de tener cerca a Anatolio, poder hablar con él toda la noche. Pensó: «Con él se me quitaría este frío».

—¿Le importa que hablemos un poco más de Mayta, Profesor? Volviendo a ese viaje, en marzo del 58. Lo conoció a usted y a los josefinos, supo que tenían contacto con los comuneros de Uchubamba y que era allí donde Vallejos pensaba implantar la guerrilla. ¿Hizo algo más, supo algo más, en esa primera visita?

Me mira con sus ojitos desencantados mientras se lleva a los labios la copa de pisco. Chasquea la lengua, satisfecho. ¿Cómo hace para que le dure tanto? Debe sorber apenas una gota, cada vez. «Cuando se acabe esta botella ya sé que nunca volveré a tomar un trago, hasta mi muerte, murmura. Porque esto empeorará y empeorará.» Como no bebo hace tiempo, el pisco se me ha subido. Estoy descentrado y agitado, como debía estar Mayta con el mal de altura.

—El pobre se llevó la sorpresa de su vida —dice, al fin, con el tonito despectivo que emplea siempre que se refiere a él. ¿Es un rencor contra Mayta o algo más general y abstracto, un rencor serrano y provinciano que abarca a todo lo limeño, capitalino y costeño?—. Vino aquí, con su experiencia de revolucionario pasado por la cárcel, convencido de que iba a ser el mandamás. Y se encontró con que todo estaba hecho y muy bien hecho.

Suspira, con expresión de pesar, por el pisco que se acabará, por su juventud ida, por ese costeño al que él y el Alférez dieron una lección, por el hambre que se pasa y la incertidumbre en que se vive. En el poco tiempo que llevamos conversando he comprendido que es un hombre contradictorio, difícil de entender. A ratos se exalta y reivindica su pasado de revolucionario. A ratos, lanza exclamaciones de este género: «En cualquier momento los terrucos entrarán, me ajusticiarán y me pondrán el cartelito de «Perro traidor». O entrará un escuadrón de la libertad, le cortarán los huevos a mi cadáver y me los meterán en la boca. Es lo que hacen aquí ¿también en Lima?». A ratos se irrita conmigo: «¿Cómo puede estar escribiendo novelas en medio de esta pesadilla?». ¿Volverá a lo que me interesa? Sí, vuelve:

—Claro que puedo decirle todo lo que hizo, dijo, vio y oyó en ese primer viaje. Lo tuve prendido a mí como una lapa. Le organizamos un par de reuniones, primero con los josefinos y luego con camaradas más fogueados. Mineros de La Oroya, de Casapalca, de Morococha. Jaujinos que se habían ido a trabajar a las minas del gran pulpo imperialista de entonces, la Cerro de Pasco Cooper Corporation. Venían para las fiestas y algunos fines de semana.

—¿Estaban comprometidos ellos también en el proyecto?

Vallejos y Ubilluz decían que sí, pero Mayta no hubiera puesto sus manos al fuego por los mineros. Eran cinco, habían conversado a la mañana siguiente, también en casa del Chato, cerca de un par de horas. Encontró la reunión magnífica y una comunicación fácil con todos ellos —sobre todo con el Lorito, el más politizado y leído—, pero en ningún momento, ni éste ni los otros, habían dicho que abandonarían sus trabajos y sus hogares para coger el fusil. Al mismo tiempo, Mayta tampoco hubiera jurado que no lo harían. «Son sensatos», pensó. Eran obreros, sabían lo que arriesgaban. A él lo veían por primera vez. ¿No era lógico que se mostraran cautelosos? Parecían viejos amigos de Ubilluz. Por lo menos uno, el de la boca llena de dientes de oro, el Lorito, había tenido militancia aprista. Se proclamaba ahora socialista. Cuando hablaban de los gringos de la Cerro de Pasco, eran unos antiimperialistas decididos; cuando hablaban de los salarios, los accidentes, las enfermedades contraídas en los socavones, unos revolucionarios resueltos. Pero todas las veces que Mayta trató de precisar cómo participarían en la insurrección, sus respuestas fueron vagas. Cuando pasaban de lo general a lo concreto, su decisión parecía debilitarse.

—Fuimos también a Ricrán —añade el Profesor Ubilluz, soltando a poquito sus tesoros—. Lo llevé yo, en el camión de un sobrino, porque Vallejos tuvo que quedarse ese día en la cárcel. Ricrán, el desaparecido Ricrán. ¿Sabe cuántos pueblecitos como Ricrán han sido destruidos en esta guerra? Un Juez me contaba el otro día, que, según un coronel de Estado Mayor, la estadística secreta de las Fuerzas Armadas ha registrado ya medio millón de muertos desde que esto comenzó. Sí, lo llevé a Ricrán. Cuatro horas de traqueteo, trepando, hasta un abra a cuatro mil quinientos metros. ¡Pobre trosco! Empezó a sangrar de la nariz y empapó su pañuelo. No estaba hecho para la altura. Lo asustaban los precipicios. De dar vértigo, le juro.

Había creído morir, desbarrancarse, que la hemorragia nasal no pararía nunca. Y, sin embargo, ese viaje de veinticuatro horas al distrito de Ricrán, allá, en un recoveco de la cordillera, fue la más estimulante de todas las cosas que hizo en Jauja. Tierra de cóndores, nieve, cielo limpio, cumbres filudas y ocres. Había pensado: «Increíble que pudieran vivir en estas alturas, domesticar estas montañas, sembrar y cultivar en estas pendientes, construir una civilización en semejantes páramos». Los hombres que le presentó el Chato Ubilluz —una docena de chacareros minifundistas y artesanos— estaban formidablemente motivados. Había podido entenderse con ellos, pues todos hablaban español. Le hicieron muchas preguntas y, entusiasmado por su empeño, a ellos les dio aún más seguridades que a los josefinos sobre el apoyo de los sectores progresistas de Lima. Qué alentador ver la naturalidad con que estos hombres humildes, algunos con ojotas, se referían a la revolución. Como algo inminente, concreto, decidido, irreversible. No hubo el menor eufemismo en la charla: se habló de armas, de escondrijos, y de su participación en las acciones desde el primer día. Pero Mayta había pasado un momento difícil. ¿Qué ayuda les daría la URSS? No tuvo valor para hablarles de la revolución traicionada, de la burocratización estalinista, de Trotski. Sintió que confundirlos ahora con semejante asunto sería imprudente. La URSS y los países socialistas ayudarían, pero después, cuando la revolución peruana fuera un hecho. Antes, les darían sólo un apoyo moral, de la boca para afuera. Así ocurriría con algunos progresistas criollos. Pondrían el hombro sólo cuando todo los empujara a nacerlo. Pero los empujaría, porque, una vez iniciada, la revolución sería indetenible.

—O sea que, en resumidas cuentas, Ricrán te dejó turulato —dijo Vallejos—. Ya lo sabía, mi hermano.

Estaban frente a la Estación del Ferrocarril, en un pequeño restaurante de mesitas de hule azulado y cortinillas de percal: El Jalapato. Desde la mesa que ocupaban, Mayta podía ver que los cerros, al otro lado de la verja y de los rieles, se iban volviendo grises y negros después de haber sido ocres y dorados. Llevaban allí varias horas, desde el almuerzo. El dueño conoció a Ubilluz y Vallejos y se acercaba a ratos a charlar. Entonces, cambiaban de tema y Mayta preguntaba sobre Jauja. ¿Por qué se llamaba El Jalapato? Por una costumbre practicada en las fiestas del 20 de enero en el barrio de Yauyos: se bailaba «la pandilla» y se colgaba un pato vivo en la calle que los jinetes y danzantes trataban de decapitar a la carrera, a jalones.

—Dichosos tiempos en que había patos para decapitar, en la fiesta del Jalapato— gruñe el Profesor Ubilluz—. Creíamos que habíamos tocado fondo. Sin embargo, había patos al alcance de cualquier bolsillo y la gente en Jauja comía dos veces al día, algo que ahora los niños no pueden creer. —Suspira, de nuevo—. Era una linda fiesta, más alegre y regada incluso que los Carnavales.

—Lo único que pedimos es que, cuando actuemos, el Partido cumpla —dijo Vallejos—. Son revolucionarios ¿cierto? Me he leído al revés y al derecho los números de Voz Obrera que me diste. La revolución para arriba y para abajo en cada artículo. Bueno, sean consecuentes con lo que escriben.

A Mayta le dio cierto malestar: era la primera vez que Vallejos le hacía saber que albergaba dudas sobre el apoyo del POR(T). Él no le había dicho palabra sobre los debates internos en torno a su proyecto y a su persona.

—El Partido cumplirá. Pero necesita estar seguro de que ésta es una acción seria, bien pensada y con probabilidades de éxito.

—Bueno, en esos días el trosco vio que eso no tenía nada de apresurado ni de loco — vuelve al tema el Profesor Ubilluz—. No le cabía en la cabeza que hubiéramos preparado tan bien las cosas.

—Es cierto, es más serio de lo que creía —Mayta se volvió a Vallejos—. ¿Sabes que me engañaste muy bien? Tenías montada una red insurreccional, con campesinos, obreros y estudiantes. Me quito el sombrero, camarada.

Prendieron las luces de El Jalapato. Mayta vio que unos insectos rumorosos comenzaban a estrellarse contra el foco que se balanceaba colgado de un cordón larguísimo.

—Yo también tenía que tomar mis precauciones, como tú conmigo —dijo el Alférez, hablando de pronto con ese aplomo que, al aparecer en él, lo convertía en otro—. También tenía que asegurarme que podía confiar en ti.

—Aprendiste bien la lección —le sonrió Mayta. Hizo una pausa para tomar aire. Hoy, el soroche lo había atormentado menos; pudo dormir algunas horas luego del desvelo de dos días. ¿La sierra lo estaba aceptando?—. Otros dos camaradas, Anatolio y Jacinto, vendrán la próxima semana. Su informe será decisivo para que el Partido se meta a fondo. Estoy optimista. Cuando vean lo que he visto, comprenderán que no hay razones para echarse atrás.

Fue aquí, sin duda, en su primera venida a Jauja, que surgió en la cabeza de Mayta esa idea que le trajo tantos problemas. ¿La compartió con ellos en El Jalapato? ¿Se la expuso en voz baja, cuidando las palabras, para no desconcertarlos con la revelación de las divisiones de esa izquierda que ellos creían homogénea? El Profesor Ubilluz me asegura que no. «Aunque mi cuerpo esté maltratado por los años, mi memoria no lo está.» Mayta jamás le participó su intención de comprometer a otros grupos o partidos. ¿Compartió esa idea, entonces, sólo con Vallejos? En todo caso, es seguro que esa iniciativa ya la había decidido en Jauja, pues Mayta no era un impulsivo. Si, al regresar a Lima, fue a ver a Blacquer y, probablemente, a gente del otro POR, es porque en los días anteriores, en la sierra, le dio muchas vueltas al asunto. Fue en una de esas noches de desvelo con taquicardia, en la pensión de la calle Tarapacá, mientras oía en la tiniebla la respiración tranquila de su amigo y el sobresalto de su propio corazón. ¿No era demasiado importante lo que estaba en juego, para que sólo el pequeño POR(T) se hiciera cargo de la insurrección? Hacía frío y, bajo la frazada, se encogió. Con la mano en el pecho, auscultaba sus latidos. El razonamiento era clarísimo. Las divisiones en la izquierda se debían, en gran medida, a la falta de una acción real, a su quehacer estéril: eso la hacía escindirse y devorarse, más aún que las controversias ideológicas. La lucha guerrillera podía modificar la situación y unir a los genuinos revolucionarios, mostrándoles lo bizantinas que eran sus diferencias. Sí, la acción sería el remedio contra el sectarismo que resultaba de la impotencia política. La acción rompería el círculo vicioso, abriría los ojos de los camaradas adversarios. Había que ser audaz, ponerse a la altura de las circunstancias. «¿Qué importan el «pablismo» y el «antipablismo» cuando está en juego la revolución, camaradas?» Imaginó, en el frío de la noche jaujina, la bóveda tachonada de estrellas y pensó: «Este aire puro te ilumina, Mayta». Bajó la mano de su pecho hasta su sexo y, pensando en Anatolio, comenzó a acariciárselo.

—¿No les dijo que el plan era demasiado importante para que fuera monopolio de una fracción trotskista? —le insisto—. ¿Que intentaría conseguir la colaboración del otro POR e, incluso, del Partido Comunista?

—Por supuesto que no —responde, en el acto, el Profesor Ubilluz—. No nos dijo nada de eso y trató de ocultarnos que la izquierda estaba dividida y que el POR(T) era insignificante. Nos trampeó con toda deliberación y alevosía. Nos hablaba del Partido. El Partido para aquí y para allá. Yo oía, por supuesto, Partido Comunista, y creía que eso quería decir miles de obreros y estudiantes.

A lo lejos, se oye una salva de tiros. ¿O es un trueno? Vuelve a repetirse, a los pocos segundos, y quedamos mudos, escuchando. Se oye, más a lo lejos, otra salva y el Profesor murmura: «Son tracas de dinamita que los guerrilleros hacen estallar en los cerros. Para romperles los nervios a los soldados del cuartel. Guerra psicológica». No: eran patos. Una bandada sobrevolaba las matas de cañas, graznando. Habían salido a dar una vuelta y Mayta tenía ya su bolso en la mano. Dentro de una horita tomaría el tren de regreso a Lima.

—Hay sitio para todos, por supuesto —dijo Vallejos—. Cuantos más, mejor. Por supuesto. Habrá armas suficientes para los que quieran dispararlas. Lo único que te pido es que hagas tus gestiones rápido.

Caminaban a orillas de la ciudad y a lo lejos reverberaban unos techos de tejas rojizas. El viento cantaba en los eucaliptos y sauces.

—Tenemos el tiempo que haga falta —dijo Mayta—. No hay razón para precipitar las cosas.

—Sí, la hay —dijo Vallejos, secamente. Se volvió a mirarlo y había en sus ojos una resolución ciega. Mayta pensó: «Hay algo más, voy a saber algo más»—. Los dos principales dirigentes de Uchubamba, los que dirigieron la invasión de la Hacienda Aína, están aquí.

—¿En Jauja? —dijo Mayta—. ¿Y por qué no me los has presentado? Yo hubiera querido hablar con ellos.

—Están en la cárcel y no reciben visitas —sonrió Vallejos—. Presos, sí.

Habían sido traídos por la patrulla de la Guardia Civil que fue a reprimir las invasiones. Pero no era seguro que se quedaran aquí mucho tiempo. En cualquier momento podía venir una orden, transfiriéndolos a Huancayo o a Lima. Y todo el plan dependía, en gran parte, de ellos. Ellos los conducirían de Jauja a Uchubamba de manera rápida y segura y ellos garantizarían la colaboración de los comuneros. ¿Veía por qué había poco tiempo?

—Alejandro Condori y Zenón Gonzales —le digo, adelantándome a los nombres que va a pronunciar. Ubilluz queda con la boca entreabierta. La luz del foco ha decaído tanto que estamos casi a oscuras.

—Sí, así se llamaban —murmura—. Está usted bien enterado.

¿Estoy bien enterado? Creo que he leído todo lo que apareció en los diarios y revistas sobre esta historia y hablado con sinnúmero de participantes y testigos. Pero mientras más averiguo tengo la impresión de saber menos lo que de veras sucedió. Porque, con cada nuevo dato, surgen más contradicciones, conjeturas, misterios, incompatibilidades. ¿Cómo fue que esos dos dirigentes campesinos, de una remota comunidad de la zona selvática de Junín, vinieron a parar a la cárcel de Jauja?

—Una casualidad maravillosa —le explicó Vallejos—. Yo no intervine en esto para nada. Ésta era la cárcel que les tocaba, porque aquí debe abrirles instructiva el Juez. Mi hermana diría que Dios nos ayuda ¿ves?

—¿Estaban comprometidos con ustedes antes de caer presos?

—De una manera general —dice Ubilluz—. Hablamos con ellos durante el viaje que hicimos a Uchubamba y nos ayudaron a esconder las armas. Pero sólo se comprometieron del todo aquí, en el mes que estuvieron presos. Se hicieron uña y carne de su carcelero. Es decir, del Alférez. Entiendo que no les comunicó los detalles hasta estallar la cosa.

Esa parte de la historia, la final, lo pone incómodo al Profesor Ubilluz, pese al tiempo transcurrido; de esa parte habla de oídas, en esa parte su papel es controvertido y dudoso. Escuchamos otra salva, a lo lejos. «A lo mejor están fusilando a cómplices de los terroristas», gruñe. Ésta es la hora en que van a sacarlos de sus casas, en un jeep o una tanqueta, y se los llevan a las afueras. Los cadáveres aparecen al día siguiente en los caminos. Y, bruscamente, sin ninguna transición, me pregunta: «¿Tiene sentido escribir una novela estando el Perú como está, teniendo todos los peruanos la vida prestada?» ¿Tiene sentido? Le digo que sin duda debe tenerlo, ya que la estoy escribiendo. Hay algo deprimente en el Profesor Ubilluz: todo lo que dice me deja un sabor triste. Es un prejuicio, pero no puedo librarme de la sensación de que está siempre a la defensiva y de que todo lo que me cuenta no tiene otro fin que el de justificarse. ¿Pero, acaso no hacen todos lo mismo? ¿De qué nace mi desconfianza? ¿De que esté vivo? ¿De tantos chismes y murmuraciones que he escuchado contra él? ¿Pero acaso no sé que en el campo de las controversias políticas este país fue un gran basural antes de ser el cementerio que es ahora? ¿No conozco las infinitas vilezas que se pueden atribuir recíprocamente los adversarios sin el menor fundamento? No, no debe ser eso lo que me resulta tan lastimoso en él, sino, sencillamente, su decadencia, su amargura, la cuarentena en la que vive.

—O sea que, resumiendo, la intervención de Mayta en el plan de acción fue nula —le digo.

—Para ser justos, mínima—me corrige, encogiendo los hombros. Bosteza y la cara se le llena de arrugas—. Con él o sin él, hubiera sido igual. Lo admitimos creyéndolo un dirigente político y sindical de cierto peso. Necesitábamos apoyo obrero y revolucionario en el resto del país. Ésa debía ser la función de Mayta. Pero resultó que ni siquiera a su grupito del POR(T) representaba. Políticamente hablando, era un huérfano total.

«Un huérfano total.» La expresión me queda retintineando en el oído cuando me despido del Profesor Ubilluz y salgo a las desiertas calles de Jauja, rumbo al Albergue de Paca, bajo un cielo radiante de estrellas. El Profesor me ha dicho que si temo hacer el largo trayecto, puedo dormir en su salita. Pero prefiero irme: tengo urgencia de aire y de soledad. Necesito apaciguar la crepitación de mi cabeza y poner cierta distancia con una persona cuya presencia desalienta mi trabajo. Han cesado las salvas y es como si hubiera toque de queda porque no se ve a nadie en las calles. Camino por el centro de la calzada, pisando fuerte, esforzándome por hacerme visible para que, si aparece alguna patrulla, no crea que trato de ocultarme. Una luminosidad baja del cielo, insólita para alguien que vive en Lima, donde las estrellas no se ven casi nunca o se entrevén apagadas por la neblina. El frío corta los labios. Se me ha quitado el hambre que tenía en la tarde. Un huérfano total. Se volvió eso, militando en sectas cada vez más pequeñas y radicales, en busca de una pureza ideológica que nunca llegó a encontrar, y su orfandad suprema consistió en lanzarse a esta extraordinaria conspiración, para iniciar una guerra en las alturas de Junín, con un Subteniente carcelero de veintidós años y un profesor de colegio nacional, ambos totalmente desconectados de la izquierda peruana. Era fascinante, sí. Me seguía fascinando, un año después de andar haciendo averiguaciones, como me fascinó aquel día que supe en París lo que había ocurrido en Jauja… La rancia luz de los espaciados postes con faroles envuelve en misteriosa penumbra las antiguas fachadas de las casas, algunas con enormes portones y aldabas, rejas de fierro forjado y balcones con celosías, tras las que adivino zaguanes, patios con árboles y enredaderas, y una vida antaño ordenada y monótona y, ahora, sin duda, sobrecogida por el miedo. En esa primera visita a Jauja, sin embargo, el huérfano total debió sentirse exaltado y feliz como no lo había estado nunca. Iba a actuar, la insurrección había tomado forma tangible: caras, lugares, diálogos, hechos concretos. Como si, de pronto, toda su vida de militante, de conspirador, de perseguido y de preso político se encontrara justificada y catapultada a una realidad superior. Además, ello coincidía con la realización de lo que hasta hace una semana le parecía sueño delirante. ¿No había soñado? No, era cierto y concreto como la rebelión inminente: había tenido en sus brazos al muchacho al que deseaba en secreto tantos años. Lo había hecho gozar y había gozado con él, lo había sentido gimiendo bajo sus caricias. Sintió una comezón en los testículos, un anticipo de erección y pensó: «¿Te has vuelto loco? ¿Aquí? ¿En plena estación? ¿Aquí, delante de Vallejitos?». Pensó: «Es la felicidad. Nunca te has sentido así, camarada». No hay nada abierto y yo recuerdo, de algún viaje anterior, hace años, antes de todo esto, las inmemoriales tiendecitas jaujinas al anochecer, iluminadas con lámparas de kerosene: las sastrerías, las cererías, las peluquerías, las relojerías, las panaderías, las sombrererías. Y, también, que en los balcones se podía ver, a veces, filas de conejos secándose a la intemperie. Vuelve el hambre, de golpe, y la boca se me hace agua. Pienso en Mayta: excitado, feliz, se disponía a regresar a Lima, seguro de que sus camaradas del POR(T) aprobarían el plan de acción sin reparos. Pensó: «Veré a Anatolio, nos pasaremos la noche conversando, le contaré todo, nos reiremos, me ayudará a entusiasmarlos. Y después…». Reina un silencio apacible, azoriniano, alterado a veces por el graznido de un pájaro nocturno, invisible debajo de los aleros de tejas. Ya estoy saliendo del pueblo. Aquí fue, aquí lo hicieron, en estas callecitas tan tranquilas e intemporales entonces, en esa Plaza de hermosas proporciones que hace veinticinco años tenía un sauce llorón y una circunferencia de cipreses. Aquí, en este país donde les hubiera sido difícil imaginar que se podía estar peor, que la hambruna, la matanza y el peligro de desintegración llegarían a los extremos actuales. Aquí, antes de regresar a Lima, cuando se despedían en la estación, enseñó el huérfano total al impulsivo Subteniente que, para dar mayor ímpetu al inicio de la rebelión, convenía pensar en algunas acciones de propaganda armada.

—¿Y qué es eso? —dijo Vallejos.

El tren estaba en el andén y la gente subía atropellándose. Conversaban cerca de la escalerilla, aprovechando los últimos minutos.

—Traducido al lenguaje católico, predicar con el ejemplo —dijo Mayta—. Acciones que eduquen a las masas, se graben en su imaginación, les den ideas, les muestren su fuerza. Un acto de propaganda armada vale más que cientos de números de Voz Obrera.

Hablaban en voz baja, pero no había peligro de que, en el pandemonio del asalto a los vagones, los oyeran.

—¿Y quieres más propaganda armada que ocupar la cárcel de Jauja y apoderarse del armamento? ¿Más que tomar la Comisaría y el Puesto de la Guardia Civil?

—Sí, quiero más que eso —dijo Mayta.

Tomar esos locales era un acto militar, beligerante, se parecía un poco a un cuartelazo desde que lo encabezaba un Alférez. No era suficientemente explícito desde el punto de vista ideológico. Había que aprovechar al máximo esas primeras horas. Diarios y radios informarían incansablemente. Todo lo que hicieran en esas primeras horas repercutiría y quedaría grabado en la memoria del pueblo. Había que aprovecharlas bien, llevar a cabo actos que tuvieran una carga simbólica, cuyo mensaje, revolucionario y clasista, llegara a los militantes, a los estudiantes, a los intelectuales, a los obreros y campesinos.

—¿Sabes una cosa? —dijo Vallejos—. Creo que tienes razón.

—Lo importante es saber con cuánto tiempo contamos.

—Varias horas. Cortados el teléfono y el telégrafo e inutilizada la radio, la única manera es que alguien vaya a Huancayo a dar aviso. Mientras van y vienen y movilizan a la policía, unas cinco horas.

—De sobra, entonces, para algunas acciones didácticas —dijo Mayta—. Que enseñen a las masas que nuestro movimiento es contra el poder burgués, el imperialismo y el capitalismo.

—Estás haciendo un discurso —se rió Vallejos, abrazándolo—. Sube, sube. Y, ahora que vuelvas, no te olvides de la sorpresa que te regalé. Te va a hacer falta.

«El plan era perfecto», ha dicho varias veces, en el curso de nuestra charla, el Profesor Ubilluz. ¿Qué falló, entonces, Profesor? Qué fue cambiado, precipitado, puesto de cabeza. ¿Por quién fue cambiado y precipitado? «No sabría decirlo con precisión. Por Vallejos, naturalmente. Pero, acaso, por influencia del trosco. Me iré a la tumba con esa duda.» Una duda, dice, que le ha comido la vida, que aún se la come, más todavía que esas infames calumnias contra él, más aún que estar en la lista negra de los guerrilleros. He recorrido la mitad del trayecto hacia el Albergue sin encontrar una patrulla, tanqueta, hombre ni animal: sólo graznidos invisibles. Las estrellas y la luna dejan ver la quieta y azulada campiña, las sementeras, eucaliptos y cerros, las pequeñas viviendas a los costados de la ruta, cerradas a piedra y lodo como las de la ciudad. Las aguas de la laguna, en una noche así, deben ser dignas de verse. Cuando llegue al Albergue saldré a verlas. La caminata me ha devuelto el entusiasmo por mi libro. Me asomaré a la tenaza y al embarcadero, ninguna bala perdida o deliberada vendrá a interrumpirme. Y pensaré, recordaré y fantasearé hasta que, antes de que empiece el día, acabe de dar forma a este episodio de la historia de Mayta. Sonó un pito y el tren comenzó a moverse.