"Historia de Mayta" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)

VII

—¿Qué haces aquí, Mayta? —exclamó Adelaida—. ¿A qué has venido?

El castillo Rospigliosi está en el límite de Lince y Santa Beatriz, barrios ahora indiferenciables. Pero cuando Mayta se casó con Adelaida había entre ellos una lucha de clases. Lince fue siempre modesto, un barrio de clase media tirando para proletaria, de casitas estrechas e incoloras, conventillos y callejones, veredas con grietas y jardincillos montuosos. Santa Beatriz, en cambio, fue un barrio pretencioso, en el que unas familias acomodadas construyeron mansiones de estilo «colonial», «sevillano» o «neogótico», como este monumento a la extravagancia que es el castillo Rospigliosi, un castillo con almenas y ojivas de cemento armado. Los vecinos de Lince miraban con resentimiento y envidia a los de Santa Beatriz, porque éstos, a su vez, los miraban por sobre el hombro y los choleaban.

—Quisiera conversar un momento contigo —dijo Mayta—. Y, si no te importa, ver a mi hijo.

Ahora Santa Beatriz y Lince son la misma cosa; el primero decayó y el segundo mejoró hasta que se encontraron en un punto intermedio: barrio informe, de empleados, comerciantes y profesionales ni ricos ni paupérrimos pero con problemas para llegar a fin de mes. Esa medianía parece bien representada por el marido de Adelaida, Don Juan Zárate, funcionario de Correos y Telégrafos con muchos años de servicio. Su foto está junto a la ventana sin cortinas por la que puedo observar el castillo Rospigliosi: como allí funciona una dependencia del Ministerio de Aviación, lo rodean alambradas y sacos de arena, por sobre los que asoman cascos y fusiles de centinelas. Una de esas patrullas me detuvo al venir aquí y me registró de pies a cabeza antes de dejarme pasar. Los avioneros estaban muy nerviosos, los dedos en los gatillos. No es para menos, dados los acontecimientos. En la foto, Don Juan Zárate aparece de terno y corbata, serio, y Adelaida, prendida de su brazo, está también adusta.

—Es de cuando nos casamos, en Cañete. Fuimos a pasar tres días a casa de un hermano de Juan. Estaba de siete meses. ¿Apenas se me nota, no? En efecto, nadie diría que era una mujer con una gravidez tan avanzada.

La foto debe tener cerca de treinta años. Es extraordinario lo bien conservada que está la que fue, por corto tiempo, mujer de mi condiscípulo salesiano.

—Embarazada de Mayta —añade Adelaida.

La escucho con atención y la observo. No salgo de la sorpresa que me produjo verla, al entrar a la lóbrega casita. Sólo había hablado con ella por teléfono y nunca imaginé que esa voz áspera correspondiera a una mujer todavía atractiva, pese a sus años. Tiene unos cabellos grises ondulados que le llegan a los hombros y una cara de facciones suaves, en la que destacan unos labios carnosos y unos ojos profundos. Cruza las piernas: lisas, torneadas, largas, firmes. Cuando fue mujer de Mayta, debía ser una belleza.

—A buena hora te acuerdas de tu hijo —exclamó Adelaida.

—Siempre me acuerdo de él —repuso Mayta—. Una cosa es que no lo vea y otra que no piense en él. Hicimos un pacto y lo cumplo.

Pero hay en ella algo desolado, abatimiento, una expresión de derrota. Y una total indiferencia: no parece importarle que los insurrectos hayan tomado el Cusco y establecido allí un gobierno, ni los tiroteos indescifrables de anoche en las calles de Lima, ni si es falso o cierto que cientos de «marines» han desembarcado en las últimas horas en la base de La Joya, en Arequipa, para reforzar al Ejército que parece haberse desmoronado en todo el frente Sur. No menciona siquiera una vez los sucesos que tienen en vilo a toda Lima y que —pese al triunfo que es para mí estar conversando con ella— me distraen con imágenes recurrentes de banderas rojas, erupción de fusiles y gritos de victoria en las calles cusqueñas.

—No lo cumples cuando te atreves a presentarte en mi casa —dijo Adelaida, apartándose un fleco de cabellos de la frente—. ¿No sabes el lío que me puedes traer con mi marido?

Mientras la oigo contar que su matrimonio con Juan Zárate se adelantó para que el hijo de Mayta naciera con otro apellido y otro padre, en un hogar constituido, me repito que hago mal en distraerme: me queda poco tiempo. Es un premio a mi constancia estar aquí. Adelaida se negó muchas veces a recibirme, y, la tercera o cuarta vez, me colgó el teléfono. Ha sido preciso insistir, rogar, jurarle que ni su nombre ni el de Juan Zárate ni el de su hijo aparecerán jamás en lo que yo escriba, y, finalmente, proponerle que, como se trata de un trabajo —contarme su vida con Mayta y esa última entrevista, horas antes de que él partiera a Jauja—, fijara una retribución por el tiempo que le haré perder. Me ha concedido una hora de conversación por doscientos mil soles. Callará lo que le parezca «demasiado privado».

—Se trata de una circunstancia especial —insistió Mayta—. Me iré ahora mismo, te juro.

—Creí que necesitaba esconderse y no tenía adónde ir —dice Adelaida—. Lo de toda la vida. Porque, desde que lo conocí hasta que nos separamos, vivió sintiéndose perseguido. Con razón o sin ella. Y lleno de secretos, incluso para mí.

¿Llegó a quererlo? No pudo tener otra razón para estar con él. ¿Cómo lo había conocido? En una tómbola, en la Plaza Sucre. Ella apostó al 17 y el que estaba a su lado al 15. La rueda se paró justo en el 15. «Ay, qué suerte. Es el osito», exclamó Adelaida. Y su vecino: «Te lo puedo regalar. ¿Me permites que te lo regale? Presentémonos. Yo me llamo Mayta».

—Bueno, entra, prefiero que la chismosa del frente no me vea contigo aquí en la calle —le abrió por fin la puerta Adelaida—. Sólo cinco minutos, por favor. Si te descubre aquí, Juan se enojaría muchísimo. Ya me diste bastantes dolores de cabeza en la vida.

¿Por su agitación y nerviosismo, no sospechó que esa insólita visita se debía a que estaba en vísperas de hacer algo extraordinario? Ni remotamente. Porque, además, no lo notó nervioso ni excitado. Como siempre, nomás: tranquilo, mal vestido, un poco más flaco. Cuando tuvieron cierta confianza, Mayta le confesó que el encuentro en la tómbola de la Plaza Sucre no fue casual: la había visto, seguido, había rondado por los alrededores buscando meterle conversación.

—Me hizo creer que se había enamorado de mí a primera vista —añade Adelaida, con tono sarcástico. Cada vez que lo nombra algo en ella se amarga. A pesar de los años, hay, pues, una herida que supura—. Una gran farsa, en la que caí como cacasena. No estuvo nunca enamorado de mí. Y por su gran egoísmo ni siquiera llegó a darse cuenta del daño que me hizo.

Mayta echó una mirada en torno: un mar de banderas rojas, un mar de puños en alto, un bosque de fusiles y diez mil gargantas rajadas de tanto gritar. Le pareció incomprensible estar aquí, en la casa de Adelaida y que entre estos sillones con forro de plástico y estas paredes de pintura raída viviera un niño que, aunque llevara otro nombre, fuera hijo mío. Sentí profundo malestar. ¿Hice bien en venir? ¿No era otro gesto sentimental esta visita, sin sentido ni finalidad? ¿No maliciaría Adelaida algo raro? ¿Eso que cantaban era la Internacional en quechua?

—Me voy de viaje y no sé cuándo volveré al Perú —le explicó Mayta, sentándose en el brazo del sillón más próximo—. No quisiera irme sin conocerlo. ¿Te importaría que lo viera un momento?

—Claro que me importaría mucho —lo cortó Adelaida con brusquedad—. No lleva tu nombre, Juan es el único padre que conoce. ¿No sabes lo que me costó conseguirle un hogar normal y un padre de verdad? Eso no me lo vas a echar abajo ahora.

—No quiero echarlo abajo —dijo Mayta—. He respetado siempre nuestro acuerdo. Simplemente, quiero conocerlo. No le diré quién soy, y, si quieres, ni le hablaré.

No le dijo una palabra sobre sus actividades reales las primeras veces; sólo que se ganaba la vida como periodista. No se podía decir que fuera buen mozo, con esa manera de caminar pisando huevos y esos dientes separados, ni de buena situación a juzgar por su ropa. Pero, a pesar de todo, algo le gustó de él. ¿Qué, qué le gustó del revolucionario a la guapa empleada del Banco de Crédito de Lince? Los avioneros que cuidan el castillo Rospigliosi están muy nerviosos, sí: se precipitan sobre cada transeúnte y le piden papeles y lo registran con prolijidad maniática. ¿Ha ocurrido algo más? ¿Saben ellos algo que no se haya dicho aún por las radios? A una joven con canastas reacia a que la registren acaban de darle un culatazo.

—A su lado sentía que aprendía cosas —dice Adelaida—. No es que fuera un sabio. Era que me hablaba de asuntos que no tocaban mis otros pretendientes. Como yo no entendía nada de eso, me quedaba igual que el pajarito ante la víbora.

La impresionó también que fuera respetuoso, desenvuelto, dueño de sí mismo. Le decía cosas bonitas. ¿Por qué no la besaba? Un día, la llevó a visitar a una tía de Surquillo, la única pariente de Mayta que conocería. La señora Josefa les preparó un lonche, pastelitos, y trató a Adelaida con cariño. Estuvieron conversando y, de pronto. Doña Josefa tuvo que salir. Se quedaron en la salita, oyendo radio y Adelaida pensó: «Ahora». Mayta estaba a su lado, en el sillón, y ella esperando. Pero no intentó ni cogerle la mano y ella se dijo: «Debe estar muy enamorado de mí». La muchacha de las canastas ha tenido que resignarse a que la registren. Entonces, la dejan pasar. Cuando cruza frente a la ventana veo que mueve los labios, insultándolos.

—Te ruego que no insistas —dijo Adelaida—. Además, está en el colegio. ¿Para qué, con qué objeto? Si adivina algo, sería terrible.

—¿Al ver mi cara descubriría milagrosamente que soy su padre? —se burló Mayta.

—Me da miedo, me parece llamar la mala suerte —balbuceó Adelaida.

En efecto, su voz y su cara estaban comidas por la aprensión. Inútil insistir más. ¿No era un mal síntoma este arranque sentimental, querer ver a un hijo al que rara vez recordaba? Perdía minutos preciosos, era una imprudencia haber venido. Si lo encontraba Juan Zárate, tendría un incidente y cualquier escándalo, por pequeño que fuera, repercutiría negativamente en el plan. «Párate, despídete.» Pero estaba soldado al brazo del sillón.

—Juan era jefe de Correos aquí en Lince —dice Adelaida—. Venía a verme entrar a mi trabajo, a verme salir. Me seguía, me invitaba, me proponía matrimonio cada semana. Aguantaba mis desaires, sin darse por vencido.

—¿Él se ofreció a poner su nombre al niño?

—Fue la condición que le puse para casarnos. —Echo una mirada a la fotografía de Cañete y ahora entiendo que la bella empleada se casara con ese funcionario de Correos, feúcho y mayor. El hijo de Mayta debe andar por los treinta años. ¿Tuvo la vida normal que quería su madre? ¿Qué piensa de lo que ocurre? ¿Ha tomado partido por los rebeldes e internacionalistas o por el Ejército y los «marines»? ¿O, como su madre, cree que una y otra cosa son la misma basura?—. Y, sin haberme besado, a la quinta o sexta vez que salimos me dio la gran sorpresa.

—¿Qué me dirías si un día te propusiera casarnos?

—Esperemos ese día y lo sabrás —coqueteó ella.

—Te lo propongo —dijo Mayta—. ¿Quieres casarte conmigo, Adelaida?

—No me había dado un beso —repite, moviendo la cabeza—. Y me lo propuso, sin más ni más. Y, sin más ni más, lo acepté. Yo sólita me las busqué, no puedo echarle la culpa a nadie.

—Prueba de que estaba usted enamorada.

—No es que me muriera por casarme —afirma; a la vez, hace el ademán, que le he observado varias veces, de echarse atrás los cabellos—. Era joven, bastante agraciada, no me faltaban partidos. Juan Zárate no era el único. Y acepté al que no tenía dónde caerse muerto, al revolucionario, al que además era lo que era. ¿No es ser cacasena?

—Está bien, no lo veré —murmuró Mayta. Pero tampoco esta vez se levantó del sillón—. Cuéntame algo de él, por lo menos. Y de ti. ¿Te va bien en tu matrimonio?

—Me va mejor que contigo —dijo Adelaida, con resignación y hasta melancolía— Vivo tranquila, sin pensar en que los soplones vendrán en cualquier momento a dejarlo todo hecho un desbarajuste y a llevarse a mi marido. Con Juan sé que comeremos cada día y que no nos botarán por no pagar el alquiler.

—Por la manera de decirlo, no pareces tan feliz —murmuró Mayta. ¿No era absurdo, en este preciso momento, semejante conversación? ¿No debía estar comprando medicamentos, recogiendo el dinero de la France Presse, haciendo su maleta?

—No lo estoy —dijo Adelaida: desde que él había consentido en no ver al niño, se mostraba más hospitalaria—. Juan me hizo renunciar al Banco. Si siguiera trabajando, viviríamos mejor y vería gente, la calle. Aquí, me la paso barriendo, lavando y cocinando. No es para sentirse muy feliz.

—No, no lo es —dijo Mayta, echando una ojeada a la salita—. Y eso que, comparada con millones, vives muy bien, Adelaida.

—¿Me vas a hablar de política? —se encrespó ella—. Entonces, te vas. Por tu culpa he llegado a odiar la política por encima de todas las cosas.

Se casaron a las tres semanas, por lo civil, en la Municipalidad de Lince. Entonces empezó a conocer al verdadero Mayta: bajo el cielo purísimo y sobre los techos de tejas rojas del Cusco ondean cientos, miles, de banderas rojas, y las viejas fachadas de sus iglesias y palacios y las antiquísimas piedras de sus calles están enrojecidas con la sangre de los recientes combates. Al principio, no entendió bien eso del POR. Ella sabía que en el Perú había un partido, el Apra, al que el general Odría puso fuera de la ley y que, al subir Prado, volvió a ser permitido. Pero ¿un partido llamado POR? Manifestaciones rugientes, disparos al aire, discursos frenéticos proclaman el inicio de otra era, el advenimiento del hombre nuevo. ¿Han comenzado los fusilamientos de traidores, soplones, torturadores, colaboradores del viejo orden, en la hermosa Plaza de Armas donde las autoridades virreinales descuartizaron a Túpac Amaru? Mayta se lo explicó a medias: el Partido Obrero Revolucionario era todavía pequeño.

—No le di importancia, me pareció un juego —dice, apartándose el pelo de la cara—. Pero no había pasado ni un mes, y una noche, estando sola, tocaron la puerta. Abrí y eran dos investigadores. Con el cuento de hacer un registro se llevaron hasta una bolsa de arroz que tenía en la cocina. Así principió la pesadilla.

Apenas veía a su marido y nunca sabía si estaba en reuniones, en la imprenta o escondiéndose. La vida de Mayta no era la France Presse, iba allá sólo por horas y ganaba miserias, jamás les habría alcanzado si ella no hubiera seguido en el Banco. Muy pronto se dio cuenta que lo único importante para Mayta era la política. A veces venía a la casa con esos tipos y se quedaba discutiendo hasta las mil quinientas. ¿O sea que el POR es comunista?, le preguntó. «Somos los verdaderos comunistas», le dijo él. ¿Con quién te has casado?, empezó a preguntarse.

—Creí que Juan Zárate te quería y que se desvivía por hacerte feliz.

—Me quería antes de que aparecieras tú —murmuró ella—. Y debía quererme cuando aceptó darle su nombre a tu hijo. Pero una vez que lo hizo empezó a mostrarme rencor.

¿La trataba mal, entonces? No, la trataba bien, pero haciéndola sentir que él había sido el generoso. Con el chico, en cambio, era bueno, se preocupaba por su educación. ¿Qué haces aquí, Mayta? ¿Perder las últimas horas en Lima hablando de eso? Pero una inercia le impedía partir. Que, en esa última conversación, cuando Mayta estaba ya con un pie en Jauja, hablaran de problemas conyugales, me decepcionaba. Anhelaba, en esa última conversación, algo espectacular, dramático, que arrojara una luz conflictiva sobre lo que sentía y soñaba Mayta en vísperas del alzamiento. Pero, por lo que oigo, veo que hablaron sobre usted más que sobre él. Perdóneme la interrupción, sigamos. ¿O sea que las actividades políticas de él la hicieron sufrir mucho?

—Más me hizo sufrir que fuera maricón —responde. Se ruboriza y sigue—. Más, descubrir que se había casado conmigo para disimular que lo era.

Una revelación dramática, por fin. Y, sin embargo, mi atención sigue escindida entre Adelaida y las banderas, la sangre, los fusilamientos y la euforia de los insurrectos e internacionalistas en el Cusco. ¿Estará así Lima dentro de unas semanas? En el colectivo en que venía a Lince, el chófer aseguró que el Ejército, desde anoche, estaba fusilando públicamente a presuntos terroristas en Villa el Salvador, Comas, Ciudad del Niño y otros pueblos jóvenes. ¿Se reproducirán en Lima los linchamientos y matanzas de cuando entraron los chilenos en la guerra del Pacífico? Nítidamente vuelvo a escuchar la conferencia de un historiador, en Londres, relatando el testimonio del Cónsul inglés de la época: mientras los voluntarios peruanos se hacían despedazar resistiendo el ataque chileno en Chorrillos y Miraflores, el populacho de Lima asesinaba a los chinos de las bodegas, ahorcándolos, acuchillándolos y prendiéndoles fuego en la vía pública, acusándolos de ser cómplices del enemigo, y saqueaba luego las casas de la gente adinerada, señoras y señores que, aterrorizados, desde las legaciones diplomáticas donde se habían refugiado, clamaban por el ingreso pronto del invasor, a quien, en ese momento, descubrieron que temían menos que a esas masas desenfrenadas de indios, cholos, mulatos y negros que se habían adueñado de la ciudad. ¿Ocurriría algo así ahora? ¿Las muchedumbres de hambrientos entrarán a saco en las casas de San Isidro, Las Casuarinas, Miraflores, Chacarilla, mientras los últimos vestigios del Ejército se deshacen ante la ofensiva final de los rebeldes? ¿Habrá una estampida hacia las embajadas y consulados mientras generales, almirantes, funcionarios, ministros, trepan a aviones, barcos, con todas las joyas, dólares, títulos desenterrados de sus escondites, precipitadamente? ¿Llameará Lima como llamea en estos momentos la ciudad de los Cuatro Suyos?

—Por lo visto, no le ha perdonado usted tampoco eso —le digo.

—Me acuerdo y se me hiela la sangre —admite Adelaida.

¿Esa vez? Esa noche, o, más bien, amanecer. Sintió frenar el auto, un patinar de llantas frente a la quinta, y, como vivía con el temor de los policías, saltó de la cama a espiar. Por la ventana vio el auto: en la luz azulosa del amanecer bajaba la silueta sin cara de Mayta, y, por el otro lado, el chófer. Volvía a la cama cuando algo —algo extraño, insólito, difícil de explicar, de definir— la desasosegó. Retuvo la cara pegada al cristal. Porque el otro había hecho un movimiento para despedirse de Mayta que no le pareció normal, tratándose de su marido. Entre bromistas, juerguistas, borrachines, cabían esos disfuerzos. Pero Mayta no era juguetón ni confianzudo. ¿Y entonces? El tipo, como despidiéndose, le había cogido la bragueta. La bragueta. Se la tenía cogida todavía y Mayta, en vez de apartarle la mano—¡quita, borracho!, ¡suelta, borracho!—, se dejó ir contra él. Lo estaba abrazando. Se estaban besando. En la cara, en la boca. «Es una mujer», quiso, pensó, rogó que fuera, sintiendo que le temblaban manos y piernas. ¿Una con pantalones y casaca? El resplandor neblinoso no le permitía ver con nitidez con quién se besaba y frotaba su marido en esa callejuela desierta, pero no había duda —por su corpulencia, su hechura, su cabeza, sus pelos— que era un hombre. Sintió el impulso de salir, semidesnuda como estaba, a gritarles: «Maricones, maricones». Pero unos segundos después, cuando la pareja se desoldó y avanzó Mayta hacia la casa, se hizo la dormida. En la oscuridad, muerta de vergüenza, lo espió entrar. Rogaba que viniera en un estado tal que pudiera decirse: «no sabía lo que hacía ni con quién estaba». Pero, por supuesto, no había tomado ¿acaso tomaba nunca? Lo vio desvestirse en la sombra, quedarse con los calzoncillos que eran su pijama y deslizarse a su lado, con miramientos, para no despertarla. Entonces, a Adelaida le vino una arcada.

—No sé por cuánto tiempo —repuso Mayta, como si la pregunta lo hubiera tomado desprevenido—. Dependerá de cómo me vaya. Quiero cambiar de vida. Ni siquiera sé si volveré al Perú.

—¿Vas a dejar la política? —le preguntó Adelaida, sorprendida.

—En cierta forma —dijo él—. Me voy por algo que tú me machacabas tanto. He acabado por darte la razón.

—Lástima que tan tarde —dijo ella.

—Más vale tarde que nunca —sonrió Mayta: sentía sed, como si hubiera comido pescado. ¿Qué esperas para irte?

Adelaida había puesto esa expresión de disgusto que él recordaba y los aviones aparecieron tan inesperados en el cielo que la multitud no alcanzó siquiera a comprender hasta que —ruidosas, cataclísmicas— estallaron las primeras bombas. Empezaron a desplomarse, techos, muros, campanarios del Cusco, a saltar cascotes, piedras, tejas, ladrillos y a acribillar a la gente que corría y se pisoteaba, causándose tantas bajas como las ráfagas de metralleta de los aviones rasantes. En el crepitar de ayes, balas y rugidos, los que tenían fusiles disparaban al cielo sucio de humo.

—Usted fue la única persona de la que Mayta se despidió —le aseguró—. Ni de su tía Josefa lo hizo. ¿No le pareció rara esa visita, luego de años?

—Me dijo que se iba al extranjero, que quería saber algo de su hijo —responde Adelaida—. Pero, claro, lo entendí todo después, por los periódicos.

Afuera, hay una súbita agitación en la puerta del castillo Rospigliosi, como si, detrás de las alambradas y los sacos de arena, reforzaran la vigilancia. Allá, ni siquiera el horror del bombardeo ha podido cancelar los desmanes: las bandas enardecidas de prófugos de las Comisarías y de la cárcel saquean las tiendas del centro. Los comandantes rebeldes ordenan fusilar en el sitio a quien se sorprenda en pleno pillaje. Los gallinazos trazan círculos alrededor de los cadáveres de los fusilados, pronto indiferenciables de las víctimas del bombardeo. Huele a pólvora, carroña y chamusquina.

—Aprovecha, entonces, para que te curen —susurró Adelaida, tan bajito que apenas la oí. Pero sus palabras me hicieron el efecto de un chicotazo.

—No estoy enfermo —balbuceó Mayta—. Cuéntame del chico antes que me vaya.

—Sí, lo estás —insistió Adelaida, buscándole los ojos—. ¿Te has curado, acaso?

—No es una enfermedad, Adelaida—tartamudeé. Sentía las manos mojadas y más sed.

—En ti sí lo es —dijo ella y, pensó Mayta, algo le ha resucitado todo el rencor de entonces. Era tu culpa: qué hacías aquí, por qué no te ibas—. En otros es degeneración, pero tú no eres un vicioso. Yo lo sé, yo le consulté a ese médico. Dijo que se podía curar y tú no quisiste ponerte los electro–shocks. Te ofrecí conseguir un préstamo en el Banco para el tratamiento y tú no y no y no. Ahora que han pasado los años, dime la verdad. ¿Por qué no quisiste? ¿Por miedo?

—Los electroshocks no sirven para estas cosas —susurré—. No hablemos de eso. Convídame un vaso de agua, más bien.

¿No podía ser que el matrimonio con ella hubiera sido su «tratamiento», señora? ¿No se habría casado con ella pensando que la convivencia con una mujer joven y atractiva lo «curaría»?

—Es lo que quiso hacerme creer, cuando por fin hablamos —susurra Adelaida, manoteándose el fleco de cabellos—. Mentira, por supuesto. Si hubiera querido curarse, habría hecho el esfuerzo. Se casó para disimular. Sobre todo ante sus amigotes revolucionarios. Yo fui la pantalla para sus cochinadas.

—Si no quiere, no me conteste la pregunta —le digo—. ¿La vida sexual entre ustedes fue normal?

No parece incomodarse: como hay tantos muertos y no es posible enterrarlos, los comandantes rebeldes ordenan rociarlos de cualquier materia inflamable y prenderles fuego. Hay que evitar que los restos putrefactos desperdigados por la ciudad propaguen infecciones. El aire es tan espeso y viciado que apenas se puede respirar. Adelaida descruza las piernas, se acomoda, me escudriña; afuera, estalla una algarabía: una tanqueta ha venido a cuadrarse delante de las alambradas y los centinelas son más. Las cosas deben haber empeorado; se diría que se alistan para algo. Como si hubiera leído mi pensamiento, Adelaida susurra: «Si los atacan, nosotros somos los primeros que recibiremos las balas». La crepitación de las hogueras donde arden los cadáveres no acalla las voces irascibles, enloquecidas, de los parientes y amigos que tratan de impedir la quemazón, exigiendo sepultura cristiana para las víctimas. En medio del humo, la pestilencia, el pavor y la desolación, algunos tratan de arrebatar los cadáveres a los revolucionarios. De una cofradía, iglesia o convento sale una procesión. Avanza, fantasmal, salmodiando rezos y jaculatorias, entre la mortandad y la ruina que es el Cusco.

—Yo no sabía lo que eran relaciones normales ni anormales —murmura, apartándose el pelo con el gesto ritual—. No podía comparar. En ese tiempo, una no hablaba de eso con las amigas. Así que creí que eran normales.

Pero no lo eran. Vivían juntos y, de vez en cuando, hacían el amor. Lo que quería decir, ciertas noches, acariciarse, besarse, rápidamente terminar y dormirse. Algo superficial, rutinario, higiénico, algo que —se había dado cuenta después— era incompleto, por debajo de sus necesidades y deseos. No es que no le gustara que Mayta tuviera delicadezas, como apagar siempre la luz antes. Pero ella tenía la sensación de que estaba apresurado, inquieto, con el pensamiento en otra parte, mientras la acariciaba. ¿Estaba en otra parte?

Sí: preguntándose en qué instante este deseo que había despertado su sexo a fuerza de fantasías y recuerdos, comenzaría a ceder, a declinar, a hundirlo en ese pozo de zozobra del que trataba de salir balbuciendo explicaciones estúpidas que Adelaida, felizmente, parecía creer. Su pensamiento estaba en otras noches o madrugadas, en que su deseo no declinaba y más bien se embravecía si sus manos y su boca se afanaban, en vez de Adelaida, sobre uno de esos mariquitas que, con grandes vacilaciones, se atrevía a ir a buscar a veces al Porvenir o al Callao. En verdad, hacían el amor una de dos, una de tres veces, y Adelaida no sabía cómo pedirle que no acabara tan rápido. Después, cuando tuvo más confianza, se atrevió. A rogarle, a implorarle que no se apartara de ella, exhausto, justamente cuando ella empezaba a sentir un cosquilleo, un vértigo. La mayoría de las veces no ocurría siquiera eso, porque Mayta, de repente, parecía arrepentirse. Y ella era tan cacasena que hasta aquella noche se había atormentado preguntándose: ¿es mi culpa? ¿Soy fría? ¿No sé excitarlo?

—Convídame otro vaso de agua —dijo Mayta—. Y ahora sí me voy, Adelaida.

Ella se levantó y cuando regresó a la salita traía, también, un puñado de fotografías. Se las alcanzó sin decir palabra. El niño recién nacido; de pocos meses, envuelto en pañales, en brazos de Juan Zárate; en un cumpleaños junto a la torta con dos velitas; de pantalón corto y zapatos, mirando al fotógrafo en posición de firmes. Las examiné una y otra vez, examinándose a sí mismo a la vez que escudriñaba los rasgos, las posturas, los gestos, las ropas de ese hijo que no había visto nunca y que tampoco vería en el futuro: ¿recordaría estas imágenes mañana, en Jauja? ¿Las recordaría, me acompañarían, me darían ánimos en las marchas en la puna, en la selva, en los ataques, en las emboscadas? ¿Qué sentía al verlas? ¿Sentiría, cuando las recordara, que la lucha, los sacrificios, las muertes eran por él, para él? Ahora mismo ¿sentía cariño, remordimiento, angustia, amor? No: sólo curiosidad y gratitud hacia Adelaida por mostrarle las fotografías. ¿Habría sido ésa la razón que lo trajo a esta casa antes de partir a Jauja? ¿O habría sido, más que conocer al hijo, averiguar si Adelaida le seguía teniendo el mismo rencor por eso que era sin duda la espina de su vida?

—No lo sé —dice Adelaida—. Si vino por eso, se fue sabiendo que, a pesar de los años, yo no le había perdonado que me arruinara la existencia.

—Usted, pese a que lo supo, siguió un buen tiempo con él. Y hasta quedó encinta.

—Inercia —murmura ella—. Fue quedar encinta lo que me dio fuerzas para acabar con la farsa.

Lo sospechaba hacía semanas, porque jamás se le había atrasado tanto la regla. El día que le dieron el resultado del análisis se echó a llorar, emocionada. Inmediatamente la sobrecogió la idea de que algún día su hijo o su hija sabría lo que ella sabía. Las últimas semanas, precisamente, habían tenido varias discusiones por el tratamiento de electroshocks.

—No fue por miedo —dijo, bajito, mirándola—. Fue porque no quería curarme, Adelaida.

De manera que, en esa última entrevista, tocaron el tema intocable, señora. Sí, e incluso Mayta se había mostrado más franco que cuando vivían juntos. La procesión fue añadiendo gentes de las calles por donde pasaba, hombres y mujeres sonámbulos de espanto, niños y viejos aturdidos por los padres, hijos, hermanos, nietos, despedazados por las esquirlas o aplastados por los derrumbes y carbonizados en las hogueras profilácticas. La serpiente, llorosa y salmodiante, apretujada en las ruinosas callecitas del Cusco, pareció consolar, reconciliar a los sobrevivientes. De pronto, en las inmediaciones de lo que había sido la placita del Rey, se dio de bruces con una decidida manifestación de activistas y combatientes con fusiles y banderas rojas que trataban de levantar los ánimos al pueblo e impedir que cundiera la desmoralización. Llovieron gritos, piedras, balas y un empavorecido ulular.

—Si no va contra tus principios, te pediría que abortaras —dijo Mayta, como si hubiera tenido la frase preparada—. Las razones sobran. La vida que llevo, que llevamos. ¿Se puede criar un niño con este tipo de vida? Lo que hago exige dedicación total. Uno no puede atarse un fardo al cuello. En fin, siempre que no vaya contra tus principios. Si no, cargaremos con él.

No lloró ni tuvieron una discusión. «No sé, ya veré, voy a pensarlo.» Y en ese mismo momento supo lo que tenía que hacer, tan claro y tan rotundo.

—Entonces, me mentiste —sonrió Adelaida, con un airecillo de triunfo—. Cuando me decías que te daba vergüenza, que te hacía sentir una basura, que era la desgracia de tu vida. Me alegro que al fin me lo reconozcas.

—Me daba y me da vergüenza, me hace sentir a veces una basura —dijo Mayta. Las mejillas me ardían y sentía la lengua casposa, pero no lamentaba hablar de eso—. Sigue siendo una desgracia en mi vida.

—¿Y entonces por qué no querías curarte? —repitió Adelaida.

—Quiero ser el que soy —tartamudeé—. Soy revolucionario, tengo pies planos. Soy también maricón. No quiero dejar de serlo. Es difícil explicártelo. En esta sociedad hay unas reglas, unos prejuicios, y todo lo que no se ajusta a ellos parece anormal, un delito o una enfermedad. Pero es que la sociedad está podrida, llena de ideas estúpidas. Por eso hace falta una revolución ¿ves?

—Y, sin embargo, él mismo me había dicho que, en la URSS, lo hubieran metido en un manicomio y en China fusilado, que eso es lo que hicieron con los maricones —me dice Adelaida—. ¿Para eso quieres hacer la revolución?

La refriega, entre la polvareda de los derrumbes, el humo de las incineraciones, los rezos de los creyentes, los aullidos de los heridos, la desesperación de los indemnes, duró apenas unos segundos, porque, de pronto, a los otros ruidos se sobrepuso una vez más el de rugientes motores. Antes de que los que se apedreaban, trompeteaban y maldecían tuvieran tiempo de comprender, volvieron a caer más bombas y ráfagas de metralla sobre el Cusco.

—Para eso quiero hacer otra revolución —susurró Mayta, pasándose la lengua por los labios resecos: se moría de sed pero no se atrevía a pedir un tercer vaso de agua—. No una a medias, sino la verdadera, la integral. Una que suprima todas las injusticias y en la que nadie, por ninguna razón, sienta vergüenza de ser lo que es.

—¿Y esa revolución la vas a hacer tú con tus amigotes del POR? —se rió Adelaida.

—Voy a tener que hacerla yo solito —le sonrió Mayta—. Ya no estoy en el POR. Renuncié anoche.

Despertó a la mañana siguiente y la idea estaba en su cabeza, perfeccionada durante el sueño. La acarició, le dio vueltas, la revolvió mientras se vestía, esperaba el ómnibus y zangoloteaba hacia el Banco de Crédito de Lince, y mientras cuadraba un arqueo de caja en su liliputiense escritorio. A media mañana, pidió permiso para ir al Correo. Juan Zárate seguía allí, detrás de los cristales cuarteados. Se las arregló para que la viera y, cuando la saludó, respondió a su saludo con una sonrisa en tecnicolor. Juan Zárate, por supuesto, se quitó las gafas, se acomodó el corbatín y salió corriendo a estrecharle la mano. El desbarajuste es total: las calles en escombros tienen más muertos, se derrumban nuevas casas y las aún en pie son saqueadas. Pocos, entre los que gimen, lloran, roban, agonizan o buscan a sus muertos, parecen oír las órdenes que imparten por las esquinas las patrullas rebeldes: «La consigna es abandonar la ciudad, camaradas, abandonar la ciudad, abandonar la ciudad».

—Me asombra que me atreviera —dice Adelaida, observando la foto de su luna de miel.

O sea que, en esa última entrevista, en esta salita, Mayta habló a la que había sido su mujer, de cosas íntimas e ideales: la revolución verdadera, la integral, la que suprimiría todas las injusticias sin infligir otras nuevas. O sea que, a pesar de los reveses y contrariedades de última hora, se sentía, como me aseguró Blacquer, eufórico y hasta lírico:

—Ojalá la nuestra señale el camino a las otras. Sí, Adelaida. Ojalá nuestro Perú dé el ejemplo al mundo.

—Lo mejor es la franqueza y así le voy a hablar —Adelaida no podía creer que esa seguridad y esa audacia fueran de ella, que, al tiempo que decía estas cosas, fuera capaz de sonreír, hacer poses y sacudirse el pelo de manera que el administrador de Correos de Lince la miraba extasiado—. Usted estaba loco por casarse conmigo ¿cierto, Juan?

—Tú lo has dicho, Adelaidita —Juan Zárate se adelantó sobre la mesita del cafetín de Petit Thouars donde tomaban un refresco—. Loco por ti y mucho más que eso.

—Míreme bien, Juan, y contésteme con sinceridad. ¿Todavía le gusto como hace años?

—Me gustas más —tragó saliva el administrador de Correos de Lince—. Estás todavía más linda, Adelaidita.

—Entonces, si quiere, puede casarse conmigo. —No le había fallado la voz y tampoco le falló ahora—. No quiero engañarlo, Juan. No estoy enamorada de usted. Pero trataré de quererlo, de amoldarme a sus gustos, lo respetaré y haré lo posible por ser una buena esposa.

Juan Zárate la miraba pestañeando; en su mano, el vaso de refresco se puso a temblar.

—¿Estás hablando en serio, Adelaidita? —articuló, por fin.

—Estoy hablando en serio. —Y tampoco ahora vaciló—: Sólo le pido una cosa. Que le dé su nombre al hijo que estoy esperando.

—Dame otro vasito de agua —dijo Mayta—. No se me quita esta sed, no sé qué me pasa.

—Que has pronunciado un discurso—dijo ella, levantándose. Siguió, desde la cocina— : No has cambiado nada. Estás peor, más bien. Ahora ya no sólo quieres hacer una revolución para los pobres sino también para los maricones. Te juro que me das risa, Mayta.

«Una revolución también para los maricones», pensé. «Sí, también para los pobres maricones.» No sentía el menor enojo por la carcajada de Adelaida: entre el humo y la pestilencia, se insinuaban las hileras de gentes que huían de la ciudad destruida, tropezando en los escombros, tapándose bocas y narices. Entre las ruinas habían quedado los muertos, los malheridos, los muy ancianos y los muy niños. Y saqueadores que, desafiando la asfixia, el fuego, las bombas esporádicas, se metían a las casas todavía en pie en busca de dinero y comida.

—Y él aceptó —concluyo—. Tenía que quererla mucho don Juan Zárate, señora.

—Nos casamos por la iglesia, mientras salía mi divorcio de Mayta —suspira Adelaida, mirando la fotografía de Cañete—. El divorcio demoró dos años. Entonces, nos casamos también por lo civil.

¿Cómo había tomado Mayta esta historia? Sin sorpresa, seguramente con alivio. Había hecho el simulacro de decirle que le preocupaba muchísimo que se casara de ese modo, sin que interviniera el sentimiento.

—¿No fue eso lo que hiciste tú conmigo? Con una diferencia. Tú me engañaste y yo, en cambio, a Juan se lo dije todo.

—Pero te falló el cálculo —dijo Mayta. Acababa de beberse el vaso de agua y se sentía abotagado—. ¿Recuerdas que te lo advertí? Desde un comienzo te previne que…

—No vayas a pronunciar otro discurso —lo interrumpió Adelaida.

Permanece callada, tamborileando en el brazo del sillón, y puedo leer en su cara que calcula si ha pasado la hora. Pero consulto mi reloj y faltan quince minutos. En eso, se escuchan tres tiros: uno aislado, otros dos, una ráfaga. En un mismo movimiento, Adelaida y yo miramos por la ventanilla: los centinelas han desaparecido, están sin duda agazapados detrás de las alambradas y sacos de arena. Pero, a la izquierda, una patrulla de avioneros avanza hacia el castillo Rospigliosi sin demostrar inquietud. Es verdad que los tiros sonaron bastante lejos. ¿Fusilamientos en las barriadas? ¿Han comenzado los combates en las afueras de Lima?

—¿Realmente funcionó? —retomo la conversación. Ella aparta la vista de la ventana y me mira: a la expresión de alarma que tuvo al oír los tiros ha sucedido, una vez más, esa cara agria que parece ser habitualmente la suya—. Lo del niño.

—Funcionó hasta que se enteró que Juan no era su padre —dice. Permanece con los labios separados, temblando, y sus ojos, que me miran con fijeza, empiezan a brillar.

—Bueno, eso no incumbe a la historia, no hace falta que hablemos de su hijo —me disculpo—. Volvamos a Mayta, más bien.

—No voy a pronunciar ningún otro discurso —la tranquilizó. Bebió el último sorbito del vaso: ¿y si tanta sed indicara fiebre, Mayta?—. Te voy a ser franco, Adelaida. Antes de irme, quería saber de mi hijo, pero también de ti. No me ha hecho bien venir. Esperaba encontrarte contenta, tranquila. Y, en cambio, te veo llena de rencor contra mí y contra todo el mundo.

—Si eso te consuela, te tengo menos rencor que el que me tengo yo misma. Porque yo me busqué todo lo que me ha pasado en la vida.

A lo lejos, estallan nuevamente tiros. Desde las abras, laderas, picachos y altiplanicies circundantes, la visión del Cusco es una humareda con ayes.

—No fue Juan sino yo quien se lo dijo —susurra, de manera entrecortada—. Juan no me lo perdona. Él siempre quiso a Juancito como a un hijo.

Y me cuenta la vieja historia que debe roerle los días y las noches, una historia en la que se mezclan la religión, los celos y el despecho. Juancito prefirió desde niño al padre postizo que a su madre, fue más pegado a él que a ella, quizá porque, de manera oscura, olfateaba que por culpa de Adelaida había una gran mentira en su vida.

—¿Quieres decir que tu marido lo lleva a misa cada domingo? —reflexionó en voz alta Mayta. La memoria me devolvió, en un remolino, los rezos, cánticos, comuniones y confesiones de la infancia, la colección de estampas multicolores que guardaba como objetos preciosos en el cuaderno de tareas—. Bueno, en eso al menos, tiene algo en común conmigo. A su edad, yo era de misa diaria.

—Juan es muy católico —dijo Adelaida—. Católico, apostólico, romano y beato, bromea él. Pero es la pura verdad. Y quiere que Juancito sea así, por supuesto.

—Por supuesto —asintió Mayta. Pero estaba pensando, por asociación, en esos muchachos del San José de Jauja que habían escuchado tan atentos, alelados casi, todo lo que les dijo sobre el marxismo y la revolución. Los vio: imprimían, en mimeógrafos ocultos bajo crudos y cajones, los comunicados que les hacía llegar la jefatura, repartían volantes a las entradas de las fábricas, de los colegios, en los mercados, en los cines. Los vio multiplicándose como los panes del Evangelio, reclutando cada día a decenas de muchachos tan humildes y abnegados como ellos, yendo y viniendo por riesgosos atajos y helados ventisqueros de la cordillera, sorteando las barreras y las patrullas del Ejército, deslizándose en las noches como gatos a los tejados de los edificios públicos y a las cumbres de los cerros para plantar banderas rojas con la hoz y el martillo, y los vi llegando, sudorosos, risueños, formidables, a los remotos campamentos con las medicinas, las informaciones, la tropa y los víveres que la guerrilla requería. Su hijo era uno de ellos. Eran muy jóvenes, de catorce, quince, dieciséis años. Gracias a ellos la guerrilla podía estar segura del triunfo. «Al asalto del cielo», pensé. Bajaremos al cielo del cielo, lo plantaremos en la tierra y cielo y tierra se confundían en esta hora crepuscular; las nubes cenizas de lo alto se encontraban con las nubes cenizas que exhalaban los incendios. ¿Y esos puntitos negros, volanderos, innumerables, que acudían de los cuatro puntos cardinales hacia el Cusco? No eran cenizas sino aves carniceras, voraces, hambrientas, que, aguijoneadas por el hambre, desafiando el humo y las llamas, caían en picada hacia las presas codiciables. Desde las alturas, los sobrevivientes, los parientes, los heridos, los combatientes, los internacionalistas, podían, con un mínimo de fantasía, escuchar la trituración afanosa, el picoteo enfebrecido, el aletear abyecto, y sentir el espantoso hedor.

—¿O sea que…? —la animo a continuar. Ahora se escuchan tiros a cada momento, siempre lejanos, pero ni Adelaida ni yo nos volvemos a espiar la calle.

—O sea que el tema no se toca nunca delante de Juancito —continúa. La escucho y me esfuerzo por interesarme en su relato, pero sigo viendo y oliendo la carnicería.

Era un asunto tabú, ahí, en el fondo de su relación matrimonial, socavándola como un ácido lento. Juan Zárate quería mucho al muchacho, pero a ella no le había perdonado ese pacto, el precio que le hizo pagar por hacerla su esposa. La historia tomó rumbos inesperados el día que Juancito —había terminado el Colegio y entrado a Farmacia— descubrió que su padre tenía una amante. ¿Don Juan Zárate una amante? Sí, y con casa puesta. A Adelaida no le había producido celos sino hilaridad pensar que semejante vejete, arrastrando los pies, la vista en ruinas, pudiera tener una amante. La hacía morirse de risa. Una mujer tiene celos cuando quiere y ella a Juan Zárate nunca lo había querido, más bien soportado con estoicismo. Sólo la irritó que, con la mugre que ganaba, mantuviera dos casas…

—Pero, en cambio, a mi hijo lo voló, lo enloqueció —añade, en estado de hipnosis—. Empezó a amargarse, a consumirse. Que su padre tuviera una querida le pareció el fin del mundo. ¿Era por lo que había sido educado tan beato? En un niño yo hubiera entendido esa reacción. Pero, en un hombrecito de veinte años, que sabe ya las cosas de la vida ¿cómo se puede entender?

—Era por usted que el muchacho sufría —le digo.

—Era por la religión —insiste Adelaida—. Juan lo educó así, beato de golpes en el pecho. Se volvió loco. No aceptaba que su padre, habiéndole enseñado a ser un católico a carta cabal, fuera un hipócrita. Decía esas cosas y tenía ya veinte años.

Calla porque esta vez los tiros suenan más cerca. Observo la ventana: no debe ser nada alarmante cuando los centinelas se muestran tranquilos, en lo alto de las alambradas. Miran hacia el Sur, como si el tiroteo viniera de San Isidro o Miraflores.

—Tal vez lo heredó de Mayta —le digo—. De chico, era así: un creyente a machamartillo, convencido de que se debía actuar rectilíneamente en todo momento. No aceptaba compromisos. Nada lo irritaba tanto como que alguien creyera una cosa e hiciera otra. ¿No le contó lo de la huelga de hambre para parecerse a los pobres? La gente así no suele ser feliz en la vida, señora.

—Lo vi sufrir tanto que se me ocurrió que lo ayudaría diciéndole la verdad —murmura Adelaida, con la cara desencajada—. Yo también me volví loca ¿no?

—Sí, me voy, pero un último favor —dijo Mayta y, apenas estuvo de pie, lamentó no haber partido antes—. No digas a nadie que me has visto. Por ningún motivo.

A ella, esos secretos, precauciones, desconfianzas, temores, nunca habían acabado de convencerla, nunca había podido tomarlos en serio, pese a que, mientras estuvo con él, vio muchas veces llegar a la policía a su casa. Siempre le había hecho el efecto de un juego de viejos que se hacen los niños, un delirio de persecución que envenena la existencia. ¿Cómo se puede aprovechar la vida con el temor constante de una conjura universal contra uno de los soplones, el Ejército, el Apra, los capitalistas, los estalinistas, de los imperialistas, etcétera, etcétera? Las palabras de Mayta le recordaron la pesadilla que había sido oír cuidado, no lo repitas, no lo digas, no se debe saber, nadie puede…, varias veces al día. Pero no discutió: muy bien, no lo diría. Mayta asintió y, con media sonrisa, haciéndole adiós, se alejó apresurado, con esa caminadita suya de hombre que tiene ampollas en las plantas de los pies.

—No lloró, no hubo ningún drama —añade Adelaida, mirando el vacío—. Me hizo pocas preguntas, como por simple curiosidad. ¿Cómo era Mayta? ¿Por qué nos divorciamos? Y nada más. Pareció quedarse tranquilo, tanto que pensé: «No servirá de gran cosa habérselo contado».

Pero, al día siguiente, el muchacho desapareció. Han pasado diez años y Adelaida no lo ha vuelto a ver. Se le corta la voz y la veo estrujarse las manos como si quisiera despellejárselas.

—¿Es de católicos eso? —murmura—. Cortar para siempre con su madre por lo que, en el peor de los casos, sólo pudo ser un error. Todo lo que hice ¿no fue por él, acaso?

Lo habían buscado hasta con la policía, aunque el muchacho ya estaba rozando la mayoría de edad. Me apena ver lo atormentada que está y comprendo que ha cargado también este episodio en la cuenta de agravios de Mayta, pero, al mismo tiempo, me siento desasido de su dolor, cerca de Mayta, siguiéndolo por las calles de Lince hacia la Avenida Arequipa, en busca del colectivo. ¿Iba con el pecho encogido por la acidez de la visita a su ex–mujer y la frustración de no haber visto a ese hijo al que seguramente no vería ya nunca? ¿Estaba desmoralizado, dolido? Estaba eufórico, cargado de energía, impaciente, distribuyendo mentalmente las horas que le quedaban en Lima. Sabía sobreponerse a los reveses mediante un salto emotivo, sacar de ellos fuerzas para la tarea que tenía delante. Antes, esa ocupación simple, precisa, cotidiana, artesanal, que lo sacaba del abatimiento y la autocompasión era pintar paredes, la imprenta de Cocharcas, repartir volantes en la Avenida Argentina y la Plaza Dos de Mayo, corregir pruebas, traducir para Voz Obrera un artículo del francés. Ahora, era la revolución, en carne y hueso y con todas sus letras, la real, la verdadera, la que comenzaría de un momento a otro. Pensó: «La que tú vas a comenzar». ¿Iba a perder el tiempo torturándose por enredos domésticos? Revisó sus bolsillos, sacó la lista, releyó las cosas por comprar. ¿Tendría su liquidación lista en la France Presse?

—Los primeros días, pensé que se había matado —dice Adelaida, frotándose las manos con furia—. Que tendría que matarme yo también para pagar su muerte.

No supieron nada de él semanas, meses, hasta que un día Juan Zárate recibió una carta. Serena, medida, bien pensada. Le agradecía lo que había hecho por él, le decía que ojalá pudiera retribuirle su generosidad. Se disculpaba por haber partido de esa manera brusca, pero, era mejor evitar una explicación difícil para ambos. No debía inquietarse por él. ¿Está en lo alto de la serranía que empieza a borrar la noche? ¿Es uno de los hombres que salta, va, viene, vuelve, entre los sobrevivientes —la metralleta al hombro, el revólver en la cintura— tratando de poner orden en el caos?

—La carta venía de Pucallpa —dice Adelaida—. A mí no me nombraba siquiera.

Sí, ahí estaba su liquidación, en billetes y no en cheque: cuarenta y tres mil soles. Le creció el corazón. Había calculado treinta y cinco mil soles a lo más. Era la primera cosa buena que le pasaba en estos días: ocho mil soles extras. Agotaría la lista y aún le sobraría. Naturalmente que no se despidió de los redactores de France Presse. Cuando el director le preguntó si podía hacer un reemplazo el domingo, le respondió que se iba a Chiclayo. Salió animado, apresurado, hacia la Avenida Abancay. Nunca había tenido paciencia para ir de compras, pero esta vez recorrió varias tiendas en busca del mejor pantalón vaquero color caqui, resistente al clima duro, el terreno áspero y la acción enérgica. Compró dos, en comercios distintos, y, luego, a un ambulante de la vereda, un par de zapatillas. El vendedor le prestó su banquito, apoyado contra los muros de la Biblioteca Nacional, para probárselas. Entró a una farmacia del Jirón Lampa. Estuvo a punto de sacar la lista y entregársela al boticario, pero se contuvo, repitiéndose, como miles de veces en su vida: «las precauciones nunca bastan». Decidió comprar en varias farmacias las vendas, los desinfectantes, los coagulantes para heridas, las sulfas y el resto de artículos de primeros auxilios que le había dictado Vallejos.

—¿Y desde entonces no lo han visto?

—No lo he visto yo —dice Adelaida.

Juan Zárate sí. De vez en cuando venía a Lima, desde Pucallpa o Yurimaguas, donde estuvo trabajando en unos aserraderos, y almorzaban juntos. Pero desde que comenzó todo eso —los atentados, los secuestros, las bombas, la guerra— dejó de escribir y de venir: o había muerto o era uno de ellos. Ha caído la noche y los sobrevivientes se han tendido unos sobre otros, para resistir el frío en las tinieblas cusqueñas. La muchedumbre, en sueños, delira, escuchando aviones y bombas espectrales, que multiplican los del día. Pero el hijo de Mayta no duerme: en la pequeña gruta de la jefatura, discute, trata de que prevalezca su punto de vista. La gente debe volver al Cusco apenas se disipen los miasmas de los incendios y empezar la reconstrucción. Hay comandantes de otro parecer: allá serán blancos demasiado fáciles de nuevos bombardeos y matanzas como la de hoy desmovilizan a las masas. Es preferible que la gente permanezca en el campo, diseminada en distritos, anejos y campamentos menos vulnerables a los ataques por aire. El hijo de Mayta replica, argumenta, alza la voz y, en el resplandor de la pequeña fogata, su cara luce curtida, con cicatrices, grave. No se ha despojado de la metralleta del hombro ni del revólver de la cintura. El cigarrillo entre sus dedos se ha apagado y no lo sabe. Su voz es la de un hombre que ha vencido todas las penurias —el frío, el hambre, la fatiga, la fuga, el terror, el crimen— y está seguro de la victoria inevitable e inminente. Hasta ahora no se ha equivocado y todo le confirma que en el futuro tampoco se equivocará.

—Las raras veces que venía, buscaba a Juan y salían juntos —repite Adelaida—. A mí nunca me buscó, ni me llamó ni permitió que Juan le tocara siquiera la posibilidad de verme. ¿Usted puede entender un rencor así, un odio así? Al principio le escribí muchas cartas. Después, acabé por resignarme.

—Ya se ha pasado la hora —le recuerdo.

Recibió el paquete, entregó el recibo y salió. Con las sulfas y el mercuro–cromo de la última farmacia había agotado la lista. Los paquetes eran grandes, pesados, y al llegar a su cuartito del Jirón Zepita le dolían los brazos. Tenía la maleta lista: las chompas, las camisas y, en medio, cuidadosamente abrigada, la metralleta que le regaló Vallejos. Acomodó las medicinas y echó un vistazo a los libros alborotados. ¿Vendría Blacquer a llevárselos? Salió, escondió la llave entre las dos tablas sueltas del rellano. Si no venía, el dueño los remataría para pagarse el alquiler. ¿Qué podía importar todo eso, ahora? Tomó un taxi, hasta el Parque Universitario. ¿Qué podían importar su cuarto, sus libros, Adelaida, su hijo, sus ex–camaradas, ahora? ¿Qué podía importar Lima, ahora? Sentía su pecho agitado mientras el chófer colocaba la maleta en la parrilla. El colectivo partiría a Jauja dentro de unos minutos. Pensó: «Éste es un viaje sin regreso, Mayta».

Me levanto, le entrego el dinero, le agradezco y ella me acompaña hasta la puerta y la cierra apenas traspongo el umbral. Me resulta extraño ver, en la tarde que declina, la fachada impostora del castillo Rospigliosi. Una vez más debo someterme al registro de los avioneros. Me dejan pasar. Mientras avanzo, entre casas cerradas a piedra y lodo, adelante y atrás, a izquierda y derecha, los ruidos ya no son sólo tiros. También explosiones de granadas, cañonazos.