"La guerra del fin del mundo" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)IEl tren entra pitando en la estación de Queimadas, engalanada con banderolas que dan la bienvenida al Coronel Moreira César. En el estrecho andén de tejas rojas se apiña una multitud, bajo una gran tela blanca que sobrevuela los rieles, ondeando: «Queimadas Saluda al Heroico Coronel Moreira César Y a Su Glorioso Regimiento. ¡Viva El Brasil!» Un grupo de niños descalzos agitan banderitas y hay media docena de señores endomingados, con las insignias del Concejo Municipal en el pecho y sombreros en las manos, rodeados por una masa de gente desarrapada y miserable, que mira con gran curiosidad y entre la cual se mueven mendigos pidiendo limosna y vendedores de rapadura y frituras. Gritos y aplausos reciben la aparición, en la escalinata del tren —las ventanillas están atestadas de soldados con fusiles — del Coronel Moreira César. Vestido con uniforme de paño azul, botones y espuelas doradas, galones y ribetes encarnados y espada al cinto, el Coronel salta al andén. Es pequeño, casi raquítico, muy ágil. El calor abochorna todas las caras pero él no está sudando. Su endeblez física contrasta con la fuerza que parece generar en torno, debido a la energía que bulle en sus ojos o a la seguridad de sus movimientos. Mira como alguien que es dueño de sí mismo, sabe lo que quiere y acostumbra mandar. Los aplausos y vítores corren por el andén y la calle, donde la gente se protege del sol con pedazos de cartón. Los niños arrojan al aire puñados de papel picado y los que llevan banderas las agitan. Las autoridades se adelantan, pero el Coronel Moreira César no se detiene a darles la mano. Ha sido rodeado por un grupo de oficiales. Les hace una venia cortés y luego grita, en dirección a la multitud: «¡Viva la República! ¡Viva el Mariscal Floriano!» Ante la sorpresa de los Concejales, quienes, no hay duda, esperaban decir discursos, conversar con él, acompañarlo, el Coronel ingresa a la estación, escoltado por sus oficiales. Tratan de seguirlo, pero los detienen los centinelas en la puerta que acaba de cerrarse. Se oye un relincho. Del tren están bajando un hermoso caballo blanco, entre el regocijo de la chiquillería. El animal despercude el cuerpo, agita las crines, relincha feliz de sentir la vecindad del campo. Ahora, por puertas y ventanas del tren descienden filas de soldados, descargan bultos, valijas, cajas de municiones, ametralladoras. Un rumor recibe la aparición de los cañones, que destellan. Los soldados están acercando yuntas de bueyes para arrastrar los pesados artefactos. Las autoridades, con un gesto resignado, van a sumarse a los curiosos que, agolpados ante puertas y ventanas, espían el interior de la estación, tratando de divisar a Moreira César entre el grupo movedizo de oficiales, adjuntos, ordenanzas. La estación es un solo recinto, grande, dividido por un tabique tras el cual está el telegrafista, trabajando. Del lado opuesto al andén da a una construcción de dos pisos, con un rótulo: Hotel Continental. Hay soldados por todas partes, en la desarbolada avenida Itapicurú, que sube hacia la Plaza Matriz. Detrás de las decenas de caras que se aplastan contra los cristales, observando el interior de la estación, prosigue el desembarco de la tropa, de manera febril. Al parecer la bandera del Regimiento, que un soldado hace flamear ante la multitud, se escucha una nueva salva de aplausos. En la explanada, entre el Hotel Continental y la estación, un soldado cepilla el caballo blanco de vistosa crin. En una esquina del recinto hay una larga mesa con jarras, botellas y fuentes de comida protegidas de las miríadas de moscas por retazos de tul, a la que nadie hace caso. Banderitas y guirnaldas cuelgan del techo, entre carteles del partido Republicano Progresista y del Partido Autonomista Bahiano con Vivas al Coronel Moreira César, a la República y al Séptimo Regimiento de Infantería del Brasil. En medio de una hormigueante animación, el Coronel Moreira César se cambia el uniforme de paño por el traje de campaña. Dos soldados han levantado una manta delante del tabique del telégrafo y, desde ese improvisado refugio, el Coronel lanza sus prendas que un ayudante recibe y guarda en un baúl. Mientras que se viste, Moreira César habla con tres oficiales que se hallan ante él en posición de firmes. —Parte de efectivos, Cunha Matos. El Mayor choca ligeramente los talones al empezar a hablar: —Ochenta y tres hombres atacados de viruela y de otras enfermedades —dice, consultando un papel—. Mil doscientos treinta y cinco combatientes. Los quince millones de cartuchos y los setenta tiros de artillería están intactos, Excelencia. —Que la vanguardia parta dentro de dos horas hacia Monte Santo, a más tardar. —La voz del Coronel es rectilínea, sin matices, impersonal—. Usted, Olimpio, discúlpeme con el Concejo Municipal. Los recibiré más tarde, un momento. Explíqueles que no podemos perder tiempo en ceremonias ni agasajos. —Sí, Excelencia. Cuando el Capitán Olimpio de Castro se retira, se adelanta el tercer oficial. Tiene galones de coronel y es un hombre envejecido, algo rechoncho y de mirada apacible: —Están aquí el Teniente Pires Ferreira y el Mayor Febronio de Brito. Tienen órdenes de incorporarse al Regimiento, como asesores. Moreira César queda un instante meditabundo. —Qué suerte para el Regimiento —murmura, de manera casi inaudible—. Tráigalos, Tamarindo. Un ordenanza, arrodillado, lo ayuda a calzarse unas botas de montar, sin espuelas. Un momento después, precedidos por el Coronel Tamarindo, Febronio de Brito y Pires Ferreira vienen a cuadrarse ante la manta. Hacen sonar los tacos, dicen sus nombres, sus grados y «A sus órdenes». La manta cae al suelo. Moreira César lleva pistola y espada al cinto, las mangas de la camisa remangadas y sus brazos son cortos, flacos y lampiños. Observa de pies a cabeza a los recién venidos, sin decir palabra, con mirada glacial. —Es un honor para nosotros poner nuestra experiencia de esta región al servicio del jefe más prestigioso del Brasil, Excelencia. El Coronel Moreira César mira a los ojos a Febronio de Brito, fijamente, hasta verlo desconcertarse. —Experiencia que no les sirvió ni para enfrentarse a un puñado de bandidos. —No ha subido la voz, pero, en el acto, el recinto parece electrizarse, paralizarse. Escudriñando al Mayor como a un insecto, Moreira César apunta a Pires Ferreira con un dedo —: Este oficial mandaba una Compañía. Pero usted tenía medio millar de hombres y se hizo derrotar como un novato. Han desprestigiado al Ejército y, por lo tanto, a la República. Su presencia es ingrata al Séptimo Regimiento. Quedan prohibidos de entrar en acción. Permanecerán en la retaguardia, encargados de los enfermos y del ganado. Pueden retirarse. Los dos oficiales están lívidos. Febronio de Brito suda copiosamente. Entreabre la boca, como si fuera a decir algo, pero opta por saludar e irse, tambaleándose. El Teniente sigue petrificado en su sitio, con los ojos enrojecidos de golpe. Moreira César pasa junto a él, sin mirarlo, y el enjambre de oficiales y ordenanzas reanudan sus quehaceres. Sobre una mesa hay dispuestos unos planos y un alto de papeles. —Que pasen los corresponsales, Cunha Matos —ordena el Coronel. El Mayor los hace entrar. Han venido en el mismo tren que el Séptimo Regimiento y se los nota fatigados por el traqueteo. Son cinco hombres, de distintas edades, vestidos con polainas, gorras, pantalones de montar, armados de lápices, cuadernos y, uno de ellos, de un aparato fotográfico con fuelle y trípode. El más notorio es el periodista jovencito y miope del —A muchos sorprendió que en Salvador no recibiera a los notables —dice, sin solemnidad y sin afecto, a manera de saludo—. No hay ningún misterio, señores. Es una cuestión de tiempo. Cada minuto es precioso para la misión que nos ha traído a Bahía. La vamos a cumplir. El Séptimo Regimiento va a castigar a los facciosos de Canudos, como lo hizo con los sublevados de la Fortaleza de Santa Cruz y la de Lange, y como castigó a los federalistas de Santa Catalina. No va a haber más levantamientos contra la República. Los racimos humanos de los cristales, enmudecidos, se esfuerzan por oír lo que dice, oficiales y ordenanzas están inmóviles, escuchando, y los cinco periodistas lo miran, con una mezcla de hechizo e incredulidad. Sí, es él, ahí está por fin, en carne y hueso, como lo pintan las caricaturas: menudo, endeble, vibrante, con unos ojitos que echan chispas o perforan al interlocutor y un movimiento de la mano, al hablar, que parece de esgrima. Lo esperaban dos días atrás, en Salvador, con la misma curiosidad que cientos de bahianos y dejó frustrado a todo el mundo, pues no aceptó los banquetes ni el baile que le habían preparado, ni las recepciones oficiales ni los homenajes, y, salvo una breve visita al Club Militar y al Gobernador Luis Viana, no habló con nadie, ya que dedicó todo su tiempo a vigilar personalmente el desembarco de sus soldados en el puerto y el acarreo del equipo y el parque a la Estación de la Calzada, para tomar al día siguiente este tren que los ha traído hasta el sertón. Había pasado por la ciudad de Salvador como escapando, como temiendo contaminarse, y sólo ahora daba una explicación a su conducta: el tiempo. Pero los cinco periodistas, que están pendientes de sus menores gestos, no piensan en lo que está diciendo en este instante, sino recordando lo que se ha dicho y escrito sobre él, confrontando a ese personaje de mito, odiado y endiosado, con la figura pequeñita, severa, que les habla como si no estuvieran allí. Tratan de ¡marginárselo, enrolándose de voluntario, cuando era niño, en la guerra contra el Paraguay, donde recibió tantas heridas como medallas, y en sus primeros años de oficial, en Río de Janeiro, cuando su republicanismo militante estuvo a punto de hacerlo expulsar del Ejército y de mandarlo a la cárcel, o en las conspiraciones contra la monarquía que acaudilló. Pese a la energía que transmiten sus ojos, sus ademanes, su voz, les cuesta imaginárselo matando de cinco tiros de revólver, en la rua do Ouvidor de la capital, a aquel oscuro periodista, pero no es difícil, en cambio, oírlo declarar en el juicio que estaba orgulloso de haberlo hecho y que lo haría de nuevo si alguien volvía a insultar al Ejército. Pero, sobre todo, rememoran su carrera pública, al volver del Mato Grosso, donde estuvo exiliado hasta la caída del Imperio. Lo recuerdan convertido en el brazo derecho del Presidente Floriano Peixoto, aplastando con mano de hierro todas las sublevaciones que hubo en los primeros años de la República y defendiendo en ese periódico incendiario, —No he venido a Bahía a intervenir en las luchas políticas locales —está diciendo, a la vez que señala, sin mirarlos, los carteles del Partido Republicano y del Partido Autonomista que cuelgan del techo—. El Ejército está por encima de las querellas de las facciones, al margen de la politiquería. El Séptimo Regimiento está aquí para debelar una conspiración monárquica. Por que detrás de los ladrones y locos fanáticos de Canudos hay una conjura contra la República. Esos pobres diablos son un instrumento de los aristócratas que no se resignan a la pérdida de sus privilegios, que no quieren que el Brasil sea un país moderno. De ciertos curas fanáticos que no se resignan a la separación de la Iglesia del Estado porque no quieren dar al César lo que corresponde al César. Y hasta de la propia Inglaterra, por lo visto, que quiere restaurar ese Imperio corrompido que le permitía apropiarse de todo el azúcar brasileño a precios irrisorios. Pero están engañados. Ni los aristócratas, ni los curas, ni Inglaterra, volverán a dictar la ley en el Brasil. El Ejército no lo permitirá. Ha ido subiendo la voz y dicho las últimas frases en un tono encendido, con la mano derecha apoyada en la pistola de su cartuchera. Al callar hay una expectación reverente en el recinto y se escucha el zumbido de los insectos que revolotean enloquecidos sobre las fuentes de comida. El más canoso de los periodistas, un hombre que, pese a la atmósfera ardiente, va abrigado con una chaqueta a cuadros, levanta tímidamente una mano, con la intención de comentar o preguntar algo. Pero el Coronel no le concede la palabra; ha hecho una seña y dos ordenanzas, aleccionados, levantan una caja del suelo, la colocan sobre la mesa, y la abren: son fusiles. Moreira César comienza a pasear, despacio, con las manos cogidas a la espalda, delante de los cinco periodistas. —Capturados en el sertón bahiano, señores —va diciendo, con ironía, como si se burlara de alguien—. Éstos, al menos, no llegaron a Canudos. ¿De dónde vienen? Ni se tomaron el trabajo de quitarles la marca de fábrica. ¡Liverpool, nada menos! Nunca se han visto fusiles así en el Brasil. Con un dispositivo especial para disparar balas explosivas, además. Así se explican esos orificios que sorprendieron a los cirujanos; orificios de diez, de doce centímetros de diámetro. No parecían de bala sino de granada. ¿Es posible que simples yagunzos, simples ladrones de ganado, conozcan esos refinamientos europeos, las balas explosivas? Y, de otra parte, qué significan esos personajes de procedencia misteriosa. El cadáver encontrado en Ipupiará. El sujeto que aparece en Capim Grosso con una bolsa repleta de libras esterlinas que confiesa haber guiado a una partida de jinetes que hablaban en inglés. Hasta en Belo Horizonte se descubren extranjeros que quieren llevar cargamentos de víveres y de pólvora a Canudos. Demasiadas coincidencias para no advertir, detrás, un conjura antirrepublicana. No se rinden. Pero es en vano. Fracasaron en Río, fracasaron en Río Grande do Sul y fracasarán también en Bahía, señores. Ha dado dos, tres vueltas, a tranco corto y rápido, nervioso, delante de los cinco periodistas. Ahora está en el mismo sitio del principio, junto a la mesa de los mapas. Su tono, al dirigirse otra vez a ellos, se vuelve autoritario, amenazador: —He consentido en que acompañen al Séptimo Regimiento, pero tendrán que someterse a ciertas disposiciones. Los despachos telegráficos que envían desde aquí, serán previamente aprobados por el Mayor Cunha Matos o por el Coronel Tamarindo. Lo mismo, las crónicas que envíen mediante mensajeros durante la campaña. Debo advertirles que si alguno intentara enviar un artículo sin el visto bueno de mis adjuntos, cometería una grave infracción. Espero que lo comprendan: cualquier desliz, error, imprudencia, puede servir al enemigo. Estamos en guerra, no lo olviden. Hago votos porque su estada con el Regimiento sea grata. Eso es todo, señores. Se vuelve hacia los oficiales de su Estado Mayor, que inmediatamente lo rodean, y al instante, como si se hubiese roto un encantamiento, se reanudan la actividad, el ruido, el movimiento, en la estación de Queimadas. Pero los cinco periodistas siguen allí, en el mismo sitio, mirándose, desconcertados, alelados, decepcionados, sin entender por qué el Coronel Moreira César los trata como si fueran sus enemigos potenciales, por qué no les ha permitido formularle pregunta alguna, por qué no les ha hecho la menor demostración de simpatía o al menos de urbanidad. El círculo que rodea al Coronel se desgrana a medida que, obedeciendo sus instrucciones, cada uno de los oficiales, luego de chocar los tacones, se aleja en direcciones distintas. Cuando se queda solo, el Coronel echa una mirada circular y, un segundo, los cinco periodistas creen que va a cercarse a ellos, pero se equivocan. Está mirando, como si acabara de descubrirlas, las caras famélicas, requemadas, miserables, que se aplastan contra las puertas y ventanas. Las observa con una expresión indefinible, la frente fruncida, el labio inferior adelantado. De pronto, resueltamente, se dirige a la puerta más cercana. La abre de par en par y hace un gesto de bienvenida al enjambre de hombres, mujeres, niños, viejos casi en harapos, muchos descalzos, que lo miran con respeto, miedo o admiración. Con ademanes imperiosos, los obliga a entrar, los jala, los arrastra, los anima, señalándoles la larga mesa donde, bajo aureolas de insectos codiciosos, languidecen las bebidas y las viandas que el Concejo Municipal de Queimadas ha preparado para homenajearlo. —Entren, entren —les dice, guiándolos, empujándolos, apartando él mismo los retazos de tules—. El Séptimo Regimiento los invita. Adelante, sin miedo. Es para ustedes. Les hace más falta que a nosotros. Beban, coman, que les aproveche. Ahora, ya no necesita azuzarlos, ya han caído, alborozados, ávidos, incrédulos, sobre los platos, vasos, fuentes, jarras, y se dan de codazos, se atropellan, se empujan, disputan la comida y las bebidas, ante la mirada entristecida del Coronel. Los periodistas siguen en el mismo sitio, boquiabiertos. Una viejecilla, con una presa mordisqueada en la mano, que ya se retira, se detiene junto a Moreira César, la cara llena de agradecimiento. —Que la Santa Señora lo proteja, Coronel —murmura, haciendo la señal de la cruz en el aire. —Ésta es la señora que me protege —oyen los periodistas que le responde Moreira César, tocándose la espada. En su mejor época, el Circo Gitano había tenido veinte personas, si podía llamarse personas a seres como la Mujer Barbuda, el Enano, el Hombre–araña, el Gigante Pedrín y Juliáo, tragador de sapos vivos. El Circo rodaba entonces en un carromato pintado de rojo, con figuras de trapecistas, tirado por los cuatro caballos en que los Hermanos Franceses hacían acrobacias. Tenía también un pequeño zoológico, gemelo de la colección de curiosidades humanas que el Gitano había ido recolectando en sus correrías: un carnero de cinco patas, un monito de dos cabezas, una cobra (ésta normal) a la que había que alimentar con pajaritos y un chivo con tres hileras de dientes, que Pedrín mostraba al público abriéndole la jeta con sus manazas. Nunca tuvieron una carpa. Las funciones se daban en las plazas, los días de feria o en la fiesta del santo. Había números de fuerza y de equilibrismo, de magia y adivinanza, el Negro Solimáo tragaba sables, el Hombre–araña subía sedosamente por el palo encebado y ofrecía un fabuloso conto–de–reis a quien pudiera imitarlo, el Gigante Pedrín rompía las cadenas, la Barbuda hacía bailar a la cobra y la besaba en la boca y todos, pintarrajeados de payasos con corcho quemado y polvos de arroz, doblaban en dos, en cuatro, en seis al Idiota, que no parecía tener huesos. Pero la estrella era el Enano, que contaba romances con delicadeza, vehemencia, romanticismo e imaginación: el de la Princesa Magalona, hija del Rey de Nápoles, raptada por el Caballero Pierre y cuyas joyas encuentra un marinero en el vientre de un pez; el de la Bella Silvaninha, con la que quiso casarse nadie menos que su propio padre; el de Carlomagno y los Doce Pares de Francia; el de la duquesa estéril fornicada por el Can y que parió a Roberto el Diablo; el de Oliveros y Fierabrás. Su número era el último porque estimulaba la largueza del público. El Gitano debía tener cuentas pendientes con la policía en el litoral, pues ni siquiera en épocas de sequía bajaba a la costa. Era hombre violento, al que, por cualquier pretexto, se le iban las manos y golpeaba sin misericordia a quien lo irritaba, hombre, mujer o animal. Pero, a pesar de sus maltratos, ninguno de los cirqueros hubiera soñado con abandonarlo. Era el alma del Circo, él lo había creado, recolectando por la tierra a esos seres que, en sus pueblos y familias, eran objetos de irrisión, anomalías a las que los otros miraban como castigos de Dios y equivocaciones de la especie. Todos ellos, el Enano, la Barbuda, el Gigante, el Hombre–araña, hasta el Idiota (que podía sentir estas cosas aunque no las entendiera) habían encontrado en el Circo trashumante un hogar más hospitalario que aquel del que venían. En la caravana que subía, bajaba y revoloteaba por los sertones candentes, dejaron de vivir avergonzados y asustados y compartían una anormalidad que los hacía sentirse normales. Por eso ninguno de ellos pudo entender al muchacho de largas crenchas enredadas, vivísimos ojos oscuros, casi sin piernas, que caminaba a cuatro patas, del pueblo de Natuba. Habían advertido, durante la función, que el Gitano lo observaba, interesado. Porque no había duda alguna que al Gitano los monstruos —hombres o animales — lo atraían por alguna razón más profunda que el provecho que podía sacarles. Tal vez se sentía más sano, más completo, más perfecto, en esa sociedad de residuos y rarezas. El hecho es que al terminar el espectáculo preguntó por su casa, la encontró, se presentó a los padres y los convenció que se lo dieran, para volverlo artista. Lo incomprensible es que, una semana más tarde, el muchacho que trotaba se escapó, cuando el Gitano había empezado a enseñarle un número de domador. La mala estrella comenzó con la gran sequía, por el empecinamiento del Gitano en no bajar hacia la costa, como le suplicaron los cirqueros. Encontraban pueblos desiertos y haciendas convertidas en osarios; comprendieron que podían morir de sed. Pero el Gitano no dio su brazo a torcer y una noche les dijo: «Les regalo la libertad. Váyanse. Pero si no se van, nunca más me diga nadie la ruta que ha de tomar el Circo». Ninguno se fue, sin duda porque temían más a los otros hombres que a la catástrofe. En Caatinga do Moura cayó enferma Dádiva, la mujer del Gitano, con fiebres delirantes, y hubo que enterrarla en Taquarandi. Tuvieron que empezar a comerse los animales. Al volver las lluvias, año y medio después, del zoológico sobrevivía la cobra, y, de los cirqueros, habían muerto Juliáo y su mujer Sabina, el Negro Solimáo, el Gigante Pedrín, el Hombre–araña y la Estrellita. Habían perdido el carruaje con figuras estampadas y ahora cargaban sus pertenencias en dos carretas que fueron tirando ellos mismos hasta que, con el retorno de la gente, del agua, de la vida, el Gitano pudo comprar dos acémilas. Volvieron a dar funciones y a ganar nuevamente lo suficiente para comer. Pero ya no fue como antes. El Gitano, enloquecido con la pérdida de sus hijos, se desinteresó del espectáculo. Había dejado a los tres hijos con una familia de Caldeiráo Grande, para que los cuidara, y cuando volvió a buscarlos, después de la sequía, nadie en el poblado pudo darle razón de la familia Campiñas ni de los niños. No se resignaba y años después seguía interrogando a los vecinos de las aldeas si los habían visto o tenido noticias. La desaparición de sus hijos —a quienes todos daban por muertos — hizo de él, que era la energía personificada, un ser apático y rencoroso, que se emborrachaba a menudo y se enfurecía de todo. Una tarde estaban actuando en el caserío de Santa Rosa y el Gitano hacía el número que había hecho antes el Gigante Pedrín: desafiar a cualquier espectador a que lo hiciera tocar el suelo con la espalda. Un hombre fuerte se presentó y lo tumbó al primer empujón. El Gitano se levantó, diciendo que se había resbalado y que el hombre debía probar otra vez. El forzudo volvió a enviarlo al suelo. Poniéndose de pie, el Gitano, con los ojos relampagueantes, le pregunto si repetiría la proeza con una faca en la mano. El otro se resistía a pelear, pero el Gitano, perdida la razón, lo provocó de tal modo que el forzudo no tuvo más remedio que aceptar el desafío. Con la misma facilidad con que lo había tumbado, dejó al Gitano en el suelo, con el pescuezo abierto y los ojos vidriosos. Después supieron que el jefe del Circo había tenido la temeridad de desafiar al bandido Pedráo. Pese a todo, sobreviviéndose a sí mismo por simple inercia, como demostración de que no muere nada que no deba morir (la frase era de la Barbuda) el Circo no llegó a desaparecer. Era ahora, eso sí, como un detritus espectral del viejo Circo, aglutinado en torno a un carromato con un toldo parchado, que jalaba un burro y en el que había una carpa plegada, con remiendos, bajo la cual dormían los últimos artistas: la Barbuda, el Enano, el Idiota y la cobra. Aún daba funciones y los romances de amor y de aventuras del Enano tenían el éxito de antaño. Para no cansar al burro, hacían sus andanzas a pie y la única que disfrutaba del carromato era la cobra, que vivía en una cesta de mimbre. En su deambular por el mundo, los últimos cirqueros habían encontrado santos, bandidos, peregrinos, retirantes, las caras y atuendos más imprevisibles. Pero nunca, hasta esa mañana, se habían topado con una cabellera masculina de color rojo, como la del hombre tirado en la tierra, que vieron al doblar un recodo de la trocha que va rumbo a Riacho da Onca. Estaba inmóvil, vestido con una ropa negra que el polvo blanqueaba a manchones. Unos metros más allá, había el cadáver descompuesto de una mula que se comían los urubús y una fogata apagada. Y, junto a las cenizas, una mujer joven los miraba venir con una expresión que no parecía triste. El burro, como si hubiera recibido una orden, se detuvo. La Barbuda, el Enano, el Idiota examinaron al hombre y pudieron ver, entre los pelos flamígeros, la herida cárdena del hombro y la sangre reseca en la barba, la oreja y la pechera. —¿Está muerto? —preguntó la Barbuda. —Todavía —respondió Jurema. «El fuego va a quemar este lugar», dijo el Consejero, al tiempo que se incorporaba en el camastro. Sólo habían descansado cuatro horas, pues la procesión de la víspera terminó pasada la medianoche, pero el León de Natuba, que tenía un oído finísimo, sintió en el sueño la voz inconfundible y saltó del suelo a coger la pluma y el papel y a anotar la frase que no debía perderse. El Consejero, con los ojos cerrados, sumido en la visión, añadió: «Habrá cuatro incendios. Los tres primeros los apagaré yo y el cuarto lo pondré en manos del Buen Jesús». Esta vez, sus palabras despertaron también a las beatas del cuarto contiguo, pues, mientras escribía, el León de Natuba sintió abrirse la puerta y vio entrar, arrebujada en su túnica azul, a María Quadrado, la única persona, con el Beatito y él, que ingresaba al Santuario de día o de noche sin pedir permiso. «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo», dijo la Superiora del Coro Sagrado, persignándose. «Alabado sea», repuso el Consejero, abriendo los ojos. Y, con una leve inflexión de tristeza, todavía soñó: «Van a matarme, pero no traicionaré al Señor». Mientras escribía, sin distraerse, consciente hasta la raíz de los cabellos de la trascendencia de la misión que el Beatito le había confiado y que le permitía compartir con el Consejero todos los instantes, el León de Natuba sentía, en el otro cuarto, a las beatas del Coro Sagrado, ansiosas, esperando el permiso de María Quadrado para entrar. Eran ocho y vestían, como ésta, túnicas azules con mangas y sin escote, sujetas con un cordón blanco. Iban descalzas y con la cabeza cubierta por un trapo también azul. Habían sido elegidas por la Madre de los Hombres por su espíritu de sacrificio y su devoción para que se dedicaran exclusivamente al Consejero y las ocho habían hecho promesas de vivir castas y de no retornar nunca a sus familias. Dormían en el suelo, al otro lado de la puerta, y acompañaban al Consejero, como una aureola, mientras vigilaba los trabajos del Templo del Buen Jesús, oraba en la Iglesia de San Antonio, presidía las procesiones, los rosarios, los entierros, o cuando visitaba las Casas de Salud. Debido a las costumbres frugales del santo, sus obligaciones eran pocas: lavar y zurcir la túnica morada, cuidar el carnerito blanco, limpiar el suelo y las paredes del Santuario y sacudir el camastro de varas. Estaban entrando; María Quadrado cerró tras ellas la puerta que les acababa de abrir. Alejandrinha Correa traía el carnerito. Las ocho hicieron la señal de la cruz a la vez que salmodiaban: «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea», contestó el Consejero, acariciando ligeramente el animal. El León de Natuba permanecía acuclillado, con la pluma en la mano y el papel en el banquito que le servía de escritorio, con los inteligentes ojos —brillantes entre la mugrienta melena que le circundaba la cara — fijos en la boca del Consejero. Éste se disponía a rezar. Se tumbó de bruces, en tanto que María Quadrado y las beatas se arrodillaban a su alrededor, para rezar con él. Pero el León de Natuba no se tumbó ni se arrodilló: su misión lo eximía incluso de los rezos. El Beatito le había indicado que permaneciera alerta por si alguna de las oraciones que decía el santo fuese «revelación». Pero esa mañana el Consejero oró en silencio, en el amanecer que por segundos crecía y filtraba en el Santuario, por los intersticios del techo, los tabiques y la puerta, unas hebras de oro acribilladas por partículas de polvo. Belo Monte iba despertando: se oía a los gallos, a los perros y voces humanas. Afuera, sin duda, ya habrían comenzado a formarse los racimos de romeros y de vecinos que querían ver al Consejero o pedirle una merced. Cuando el Consejero se incorporó, las beatas le ofrecieron una escudilla con leche de cabra, un atado de pan, un plato de harina de maíz cocida en agua y una canasta con mangabas. Pero él se contentó con unos sorbos de leche. Entonces, las beatas trajeron un cubo de agua para asearlo. Mientras ellas, silenciosas, diligentes, sin estorbarse unas a otras, como si hubieran ensayado sus movimientos, circulaban en torno al camastro y mojaban sus manos, le humedecían la cara y le restregaban los pies, el Consejero permaneció inmóvil, concentrado en sus pensamientos o rezos. Cuando le estaban poniendo las sandalias de pastor que se quitaba para dormir, entraron al Santuario el Beatito y Joáo Abade. Eran tan distintos que aquél parecía más frágil y absorbido y éste más corpulento cuando estaban juntos. «Alabado sea el Buen Jesús», dijo uno de ellos y el otro «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea.» El Consejero estiró la mano y, mientras se la besaba, le preguntó con ansiedad: —¿Hay noticias del Padre Joaquim? El Beatito dijo que no. Aunque menudo, enclenque y envejecido, en su cara se notaba esa indomable energía con que organizaba todas las actividades del culto, el recibimiento de los peregrinos, el recorrido de las procesiones, el cuidado de los altares y se daba tiempo para inventar himnos y letanías. Su túnica marrón estaba llena de escapularios y también de agujeros por los que se divisaba el cilicio, que, se decía, no se había quitado desde que de niño se lo ciñó el Consejero. Él se adelantó a hablar mientras Joáo Abade, a quien la gente había comenzado a llamar Jefe del Pueblo y Comandante de la Calle, retrocedía. —Joáo tiene una idea que es inspiración, padre —dijo el Beatito, con la voz tímida y reverente con que se dirigía siempre al Consejero—. Ha habido una guerra, aquí mismo, en Belo Monte. Y mientras todos peleaban tú estabas solo en la torre. Nadie te protegía. —Me protege el Padre, Beatito —murmuró el Consejero—. Como a ti y a todos los que creen. —Aunque nosotros muramos, tú debes vivir —insistió el Beatito—. Por caridad hacia los hombres, Consejero. —Queremos organizar una guardia que te cuide, padre —susurró Joáo Abade. Hablaba con los ojos bajos, buscando las palabras—. Vigilará para que nadie te haga daño. Los escogeremos como la Madre María Quadrado escogió al Coro Sagrado. Entrarán los más buenos y los más valientes, los de toda confianza. Se consagrarán a tu servicio. —Como los arcángeles del cielo al Buen Jesús —dijo el Beatito. Señaló la puerta, el creciente bullicio—. Cada día, cada hora, hay más gente. Ya están cientos ahí, esperando. No podemos conocer a todo el mundo. ¿Y si se meten los canes para hacerte daño? Ellos serán tu escudo. Y si hay guerra, no quedarás nunca solo. Las beatas permanecían acuclilladas, quietas y mudas. Sólo María Quadrado estaba de pie, junto a los recién llegados. El León de Natuba, mientras hablaban, se había ido arrastrando hasta el Consejero y, como lo habría hecho un perro preferido por su amo, apoyó la cara en la rodilla del santo. —No pienses en ti sino en los demás —dijo María Quadrado—. Es una idea inspirada, padre. Acéptala. —Será la Guardia Católica, la Compañía del Buen Jesús —dijo el Beatito—. Serán los cruzados, los soldados creyentes de la verdad. El Consejero hizo un movimiento casi imperceptible pero todos entendieron que había dado su asentimiento. —¿Quién la va a mandar? —preguntó. —Joáo Grande, si te parece a ti —repuso el ex cangaceiro—. El Beatito también cree que podría ser él. —Es un buen creyente. —El Consejero hizo una brevísima pausa y, cuando volvió a hablar, su voz se había despersonalizado y ya no parecía dirigirse a ninguno de ellos sino a un auditorio más vasto e imperecedero—. Ha sufrido del alma y del cuerpo. Y el sufrimiento del alma, sobre todo, es el que hace buenos a los buenos. Antes de que el Beatito lo mirara, el León de Natuba había apartado su cabeza de la rodilla donde reposaba y, con rapidez felina, había cogido la pluma y el papel y escrito lo que había oído. Cuando terminó y, siempre gateando, volvió a acercarse al Consejero y a colocar su enmarañada cabeza en sus rodillas, Joáo Abade había comenzado a referir lo ocurrido en las últimas horas. Unos yagunzos habían partido a hacer averiguaciones, otros vuelto con víveres y noticias y, otros, incendiado haciendas de gente que no quería ayudar al Buen Jesús. ¿Lo escuchaba el Consejero? Tenía los ojos cerrados y permanecía inmóvil y mudo, igual que las beatas, como si su alma hubiera partido a celebrar uno de esos coloquios celestiales —así los llamaba el Beatito — de los que traería revelaciones y verdades a los vecinos de Belo Monte. A pesar de que no había indicios de la venida de nuevos soldados, Joáo Abade había apostado gente en los caminos que salían de Canudos a Geremoabo, a Uauá, al Cambaio, a Rosario, a Chorrochó y a Curral dos Bois y estaba abriendo trincheras y levantando parapetos a orillas del Vassa Barris. El Consejero no le hizo preguntas. Tampoco las hizo cuando el Beatito dio cuenta de los combates que él libraba. Con la entonación de las letanías, explicó cuántos romeros habían llegado la víspera y este amanecer; procedían de Cabobó, de Jacobina, de Bom Conselho, de Pombal y estaban ahora en la Iglesia de San Antonio, esperando al Consejero. ¿Los vería en la mañana, antes de ir a visitar los trabajos del Templo del Buen Jesús, o en la tarde, durante los consejos? El Beatito continuó dándole cuenta de los trabajos. Se había acabado la madera para los arcos y no se podía empezar el techo. Dos carpinteros habían partido a Joazeiro a contratarla. Como, felizmente, no faltaban piedras, los albañiles seguían apuntalando los muros. —El Templo del Buen Jesús tiene que acabarse pronto —murmuró el Consejero, abriendo los ojos—. Eso es lo más importante. —Lo es, padre —dijo el Beatito—. Todos ayudan. No son brazos los que faltan, sino materiales. Todo se acaba. Pero conseguiremos la madera y, si hay que pagarla, la pagaremos. Todos están dispuestos a dar lo que tienen. —Hace muchos días que no viene el Padre Joaquim —dijo el Consejero, con cierta zozobra—. Hace muchos días que no hay misa en Belo Monte. —Debe ser por las mechas, padre —dijo Joáo Abade—. Ya casi no nos quedan y él ofreció comprarlas en las minas de Cacabu. Las habrá encargado y estará esperando que se las traigan. ¿Quieres que mande a buscarlo? —Vendrá, el Padre Joaquim no nos traicionará —repuso el Consejero. Y buscó con los ojos a Alejandrinha Correa, quien, desde que habían mencionado al párroco de Cumbre, estaba con la cabeza sumida entre los hombros, visiblemente confusa —: Ven aquí. No debes tener vergüenza, hija. Alejandrinha Correa —los años la habían adelgazado y arrugado, pero conservaba siempre la nariz respingada y un aire díscolo que contrastaba con sus maneras humildes — se arrastró hasta el Consejero sin atreverse a mirarlo. Éste le puso una mano sobre la cabeza mientras le hablaba: —De ese mal salió un bien, Alejandrinha. Era un mal pastor y, por haber pecado, sufrió, se arrepintió, arregló sus cuentas con el cielo y es ahora buen hijo del Padre. Le hiciste un bien, al final. Y a tus hermanos de Belo Monte, porque gracias a Don Joaquim todavía podemos oír misa de vez en cuando. Dijo esto último con tristeza y tal vez ni se dio cuenta que la ex rabdomante se inclinó a besarle la túnica antes de regresar a un rincón. En los primeros tiempos de Canudos varios párrocos venían a decir misa, a bautizar a los niños y a casar a las parejas. Pero desde aquella Santa Misión, con misioneros capuchinos de Salvador, que terminó tan mal, el Arzobispo de Bahía había prohibido a los párrocos prestar servicios espirituales a Canudos. Sólo el Padre Joaquim seguía viniendo. No sólo traía confort religioso; también, papel y tinta para el León de Natuba, cirios e incienso para el Beatito y encargos diversos a Joáo Abade y los hermanos Vilanova. ¿Qué lo impulsaba a desafiar a la Iglesia y, ahora, a la autoridad civil? Tal vez Alejandrinha Correa, la madre de sus hijos, con la que, en cada visita, mantenía una austera conversación en el Santuario o en la capilla de San Antonio. O, tal vez, el Consejero, ante quien se lo notaba siempre turbado y como removido interiormente. O, tal vez, la sospecha de que, viniendo, pagaba una vieja deuda contraída con el cielo y con los sertaneros. El Beatito se había puesto a hablar de nuevo, sobre el triduo de la Preciosa Sangre que se iba a iniciar esa tarde, cuando unos nudillos tocaron la puerta, entre una agitación del exterior. María Quadrado fue a abrir. Con el sol brillando a su espalda y una muchedumbre de cabezas que trataban de espiar, apareció en el umbral el párroco de Cumbe. —Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo —dijo el Consejero, poniéndose de pie tan de prisa que el León de Natuba tuvo que apartarse de un salto—. Nosotros pensando en usted y usted se aparece. Fue al encuentro del Padre Joaquim, cuyo hábito venía enterrado, así como su cara. Se inclinó ante él, le cogió la mano y se la besó. La humildad y el respeto con que lo recibía el Consejero incomodaban siempre al párroco, pero hoy estaba tan inquieto que no pareció notarlo. —Llegó un telegrama —dijo, mientras le besaban la mano el Beatito, Joáo Abade, la Madre de los Hombres y las beatas—. Viene un Regimiento del Ejército Federal, desde Río. Su jefe es un famoso militar, un héroe que ha ganado todas las guerras. —Todavía nadie ha ganado una guerra al Padre —dijo el Consejero, con voz gozosa. El León de Natuba, agazapado, escribía rápidamente. Al terminar su contrato con la gente del Ferrocarril de Jacobina, en Itiuba, Rufino guía a unos vaqueros por los vericuetos de la Sierra de Bendengó, aquella donde una vez cayó una piedra del cielo. Persiguen a unos ladrones de ganado que se han robado medio centenar de reses de la hacienda Pedra Vermelha, del coronel José Bernardo Murau, pero antes de encontrar a los animales se enteran de la derrota de la Expedición del Mayor Febronio de Brito, en el Cambaio, y deciden cesar la búsqueda para no toparse con los yagunzos o los soldados en retirada. Cuando acaba de separarse de los vaqueros. Rufino, en las estribaciones de la Sierra Grande, cae en manos de una patrulla de desertores, mandada por un sargento pernambucano. Le quitan su escopeta, su machete, sus provisiones y la talega con los reis que se ha ganado como pistero. Pero no le hacen daño e, incluso, le advierten que no pase por Monte Santo pues allí se están concentrando los soldados derrotados del Mayor Brito, que podrían enrolarlo. La región está removida con la guerra. La noche siguiente, cerca del río Cariacá, el rastreador escucha un tiroteo y al amanecer descubre que gente venida de Canudos ha quemado y saqueado la hacienda Santa Rosa, que él conoce muy bien. La casa, que era amplia y fresca, con balaustrada de madera y una ronda de palmeras, está chamuscada y en pedazos. Ve los establos vacíos, la senzala y los ranchos de los peones también quemados y un viejo del contorno le dice que todos se han marchado a Belo Monte, llevándose los animales y lo que se libró del fuego. Rufino da un rodeo, para evitar Monte Santo, y al día siguiente una familia de peregrinos que va rumbo a Canudos le avisa que tenga cuidado, pues hay grupos de la Guardia Rural recorriendo la tierra en busca de hombres jóvenes para el Ejército. Al mediodía llega a una capilla medio perdida entre las lomas amarillentas de la Sierra de Engorda, donde, tradicionalmente, hombres que tienen sangre en las manos vienen a arrepentirse de sus crímenes, y, otros, a hacer ofrendas. Es una construcción pequeña, solitaria, sin puertas, de muros blancos por los que corren lagartijas. Las paredes rebosan de ex votos: escudillas con comida petrificada, figurillas de madera, brazos, piernas, cabezas de cera, armas, ropas, toda clase de minúsculos objetos. Rufino examina cuchillos, machetes, escopetas y elige una faca filuda, dejada allí hace poco. Luego va a arrodillarse ante el altar, en el que sólo hay una cruz, y explica al Buen Jesús que se lleva esa faca prestada. Le cuenta que le han robado lo que tenía y que la necesita para poder llegar a su casa. Le asegura que no quiere quitarle lo que es suyo y le promete devolvérsela, junto con otra nueva, que será su obsequio. Le recuerda que él no es ladrón y que siempre ha cumplido sus promesas. Se persigna y dice: «Gracias, Buen Jesús». Continúa su camino, a un ritmo parejo, sin fatigarse, suba pendientes o baje barrancas, cruce caatingas o pedregales. Esa tarde caza un armadillo, que cocina en una fogata. La carne le alcanza para dos días. Al tercero, está por las vecindades de Nordestina. Se dirige al rancho de un morador, donde acostumbra pernoctar. La^ familia lo recibe con más cordialidad que otras veces y la mujer le prepara de comer. Él les cuenta cómo los desertores le robaron y conversan sobre lo que irá a ocurrir después de esa batalla en el Cambaio, en la que, al parecer, ha habido tantos muertos. Mientras hablan, Rufino nota que la pareja cambia miradas, como si tuvieran algo que decirle y no se atrevieran. Se calla y espera. El morador entonces, tosiendo, le pregunta cuánto tiempo está sin noticias de su familia. Cerca de un mes. ¿Ha muerto su madre? No. ¿Jurema, entonces? La pareja se queda mirándolo. Por fin, el hombre habla: se anda diciendo que ha habido un tiroteo y muertos en su casa y que su mujer se ha fugado con un forastero de pelos rojos. Rufino les agradece la hospitalidad y se despide de ellos inmediatamente. A la madrugada siguiente la silueta del rastreador se dibuja en una loma desde la cual se avista su cabaña. Atraviesa el bosquecillo de rocas y arbustos donde tuvo la primera entrevista con Galileo Gall y se acerca al promontorio donde está su vivienda a la velocidad con la que siempre viaja, un trotecillo entre la caminata y la carrera. En su cara hay huellas del largo viaje, de las contrariedades y de la mala noticia de la víspera: sus facciones se han aguzado, hundido, crispado. Su único equipaje es la faca que le ha prestado el Buen Jesús. A pocos metros de su cabaña, su mirada se vuelve recelosa. El corral tiene la tranquera abierta y está vacío. Pero no es el corral lo que Rufino mira con ojos graves, inquisitivos, extrañados, sino la explanada donde antes no había esas dos cruces que hay ahora, sujetas con piedrecillas. Al entrar descubre el mechero, las vasijas, el camastro, la hamaca, el baúl, la imagen de la Virgen de Lapa, las ollas y las escudillas y el alto de leña. Todo parece estar allí e, incluso, haber sido ordenado. Rufino mira de nuevo, despacio, como tratando de arrancar a esos objetos lo ocurrido en su ausencia. Siente el silencio: la falta de ladridos, del cacareo de las gallinas, del tintineo de los carneros, de la voz de su mujer. Finalmente, da unos pasos por la habitación y empieza a revisarlo todo, con cuidado. Cuando termina, tiene los ojos sanguinolentos. Sale, cerrando la puerta sin brusquedad. Se encamina hacia Oueimadas, que destella a lo lejos bajo un sol ahora vertical. La silueta de Rufino se pierde en un recodo del promontorio; reaparece, trotando, entre piedras plomizas, cactos, matorrales amarillentos, la valla filuda de un corral. Media hora después entra al pueblo por la avenida Itapicurú y sube por ella hacia la Plaza Matriz. El sol azoga las casitas encaladas, de puertas azules o verdes. Los soldados en retirada, después de la derrota del Cambaio, han comenzado a llegar pues se los ve, rotosos, forasteros, formando grupos en las esquinas, durmiendo bajo los árboles o bañándose en el río. El rastreador pasa ante ellos sin mirarlos, acaso sin verlos, pensando sólo en los vecinos: vaqueros de pieles curtidas, mujeres que dan de mamar a sus hijos, jinetes que parten, viejos que se asolean, niños que corren. Le dan los buenos días o lo llaman por su nombre y él sabe que, cuando ha pasado, se vuelven a mirarlo, lo señalan y comienzan a cuchichear. Contesta sus saludos con una inclinación de cabeza, mirando al frente, sin sonreír, para desanimar a cualquiera que intentase dirigirle la palabra. Cruza la Plaza Matriz, densa de sol, de perros, de trajín, haciendo venias, consciente de las murmuraciones, de las miradas, de los gestos, de los pensamientos que suscita. No se detiene hasta llegar, frente a la capillita de Nuestra Señora del Rosario, a una pequeña tienda de velas e imágenes religiosas, que cuelgan en la fachada. Se quita el sombrero, respira como quien va a zambullirse, y entra. Al verlo, la viejecita, que está alcanzando un paquete a un cliente, abre mucho los ojos y se le ilumina la cara. Pero espera, para hablarle, que el comprador se haya ido. El local es un cubo con agujeros por los que ingresan lenguas de sol. Cirios y velas penden de clavos y se alinean sobre el mostrador. Las paredes están cubiertas de ex votos, y de santos, cristos, vírgenes y estampas. Rufino se arrodilla para besar la mano de la anciana: «Buenos días, madre». Ella le hace la señal de la cruz en la frente con unos dedos nudosos, de uñas ennegrecidas. Es una anciana esquelética, fruncida, de mirada dura, abrigada con una manta pese a la atmósfera candente. Tiene un rosario de cuentas grandes en una mano. —Caifás quiere verte, quiere explicarte —dice, con dificultad, porque el tema la agobia o por la falta de dientes—. Va a venir a la feria del sábado. Ha venido todos los sábados, a ver si habías vuelto. Es un largo viaje, pero venía. Es tu amigo, quiere explicarte. —Explíqueme usted lo que sabe, mientras tanto, madre —susurra el rastreador. —No venían a matarte a ti —replica la viejecita, al instante—. Ni a ella. Iban a matar al forastero solamente. Pero él se defendió y mató a dos. ¿Viste las cruces, allá arriba, frente a tu casa? —Rufino asiente—. Nadie reclamó los cuerpos y los enterraron allí. — Se persigna—. — Que estén en tu santa gloria, Señor. ¿Encontraste tu casa limpia? He estado yendo, de tanto en tanto. Para que no la encontraras toda sucia. —No debió ir —dice Rufino. Está cabizbajo, con el sombrero en la mano—. Usted apenas puede andar. Y, además, esa casa está sucia para siempre. —Entonces, ya sabes —murmura la anciana, buscándole los ojos que él le oculta, mirando fijamente el suelo. La mujer suspira. Luego de una pausa, agrega —: He vendido tus carneros para que no se los robaran, como a las gallinas. Tu dinero está en ese cajón. —Hace otra pausa, tratando de demorar lo inevitable, el único asunto que le interesa, el único que interesa a Rufino—. La gente es mala. Decían que no ibas a volver. Que te habían metido al Ejército, tal vez, que habías muerto en la guerra, tal vez. ¿Has visto cuántos soldados en Queimadas? Murieron muchos allá, parece. El Mayor Febronio de Brito está aquí, también. Pero Rufino la interrumpe: —¿Usted sabe quién los mandó?^ A esos que venían a matarlo. —Caifás —dice la anciana—. Él los llevó. Va a explicarte. A mí me lo explicó. Es tu amigo. No te iban a matar a ti. Ni a ella. Sólo al de los pelos rojos, al forastero. Calla y Rufino también —Muchos los vieron —exclama, con voz trémula y los ojos de pronto relampagueantes—. Caifás los vio. Cuando me contó, pensé: he pecado, es castigo de Dios. Yo desgracié a mi hijo. Sí, Rufino: Jurema, Jurema. Ella lo salvó, ella le cogió las manos a Caifás. Se fue con él, abrazándolo, apoyado en él. —Estira una mano y señala la calle —: Todos saben. Ya no podemos vivir aquí, hijo. El rostro anguloso, lampiño, oscurecido por la penumbra del local no mueve un músculo, no pestañea. La viejecita agita un puño de dedos pequeñitos, sarmentosos, y escupe con desprecio hacia la calle: —Venían a compadecerme, a hablarme de ti. Cada palabra era un puñal en el corazón. ¡Son víboras, hijo! —Se pasa la manta negra por los ojos, como si hubiera llorado, pero los tiene secos—. ¿Limpiarás la mugre que te ha echado encima, no es cierto? Es peor que si te hubiera sacado los ojos, peor que si me hubiera matado a mí. Habla con Caifás. Él sabe la ofensa, él sabe las cosas del honor. Él te explicará. Vuelve a suspirar y ahora besa las cuentas de su rosario, con unción. Mira a Rufino, que no se ha movido ni alzado la cabeza. —Muchos se han ido a Canudos —dice, con voz más suave—. Han venido apóstoles. También me hubiera ido. Me quedé porque sabía que ibas a volver. Se va a acabar el mundo, hijo. Por eso vemos lo que vemos. Por eso ha pasado eso que ha pasado. Ahora puedo irme. ¿Me darán las piernas para ese viaje tan largo? El Padre decidirá. Él decide todo. Permanece callada y, luego de un momento, Rufino se inclina y le besa otra vez la mano: —Es un viaje muy largo y no se lo aconsejo, madre —dice—. Hay guerra, incendios, falta que comer. Pero si quiere ir, vaya. Lo que usted haga siempre estará bien hecho. Y olvídese de lo que Caifás le contó. No sufra ni tenga vergüenza por eso. Cuando el Barón de Cañabrava y su esposa desembarcaron en el Arsenal de la Marina de Salvador, después de varios meses de ausencia, pudieron darse cuenta por el recibimiento hasta qué punto había decaído la fuerza del otrora todopoderoso Partido Autonomista Bahiano y de su jefe y fundador. Antaño, cuando era Ministro del Imperio, o Plenipotenciario en Londres, e incluso en los primeros años de la República, los regresos del Barón a Bahía eran motivo de grandes festejos. Todos los hombres prominentes de la ciudad y muchos hacendados acudían al puerto acarreando sirvientes y allegados con carteles de bienvenida. Las autoridades comparecían siempre y había banda de música y niños de las escuelas pías con ramilletes para la Baronesa Estela. El banquete de recepción se celebraba en el Palacio de la Victoria, presidido por el Gobernador, y decenas de comensales aplaudían los brindis, discursos y el infaltable soneto que un vate local recitaba en honor de los recién llegados. Pero esta vez no se hallaban en el Arsenal de la Marina para aplaudir al Barón y a la Baronesa, cuando pisaron tierra, más de doscientas personas y, entre ellas, ninguna autoridad civil ni militar ni eclesiástica. Las caras con que el caballero Adalberto de Gumucio y los diputados Eduardo Glicério, Rocha Seabrá, Lelis Piedades y Joáo Siexas de Pondé —la Comisión designada por el Partido Autonomista para recepcionar a su jefe — se acercaron a estrechar la mano del Barón y a besar la de la Baronesa, eran de entierro. Ellos, sin embargo, no demostraron advertir la diferencia. Su conducta fue la de siempre. Mientras la Baronesa, sonriente, le mostraba los ramos de flores a su inseparable mucama Sebastiana, como maravillada de recibirlos, el Barón distribuía palmadas y abrazos entre sus correligionarios, parientes y amigos que hacían cola para llegar hasta él. Los saludaba por sus nombres, inquiría por sus esposas, les agradecía haberse molestado en venir a recibirlo. Y, cada cierto rato, como impelido por una íntima necesidad, repetía la dicha que era siempre volver a Bahía, reencontrar este sol, este aire limpio, estas gentes. Antes de subir al coche que los esperaba en el muelle, conducido por un cochero de librea que hizo muchas reverencias al verlos, el Barón saludó con los dos brazos en alto. Luego, tomó asiento frente a la Baronesa y Sebastiana, que tenían las faldas cubiertas de flores. Adalberto de Gumucio se sentó a su lado y el coche comenzó a subir la Ladeira de la Concepción de la Playa, que rebosaba de verdura. Pronto, los viajeros pudieron ver los veleros de la bahía, el fuerte de San Marcelo, el Mercado y a muchos negros y mulatos metidos en el agua pescando cangrejos. —Europa es siempre una emulsión de juventud —los felicitó Gumucio—. Están diez años más jóvenes de lo que se fueron. —Yo se lo debo al barco más que a Europa —dijo la Baronesa—. ¡Las tres semanas más descansadas de mi vida! —En cambio, tú está diez años más viejo. —El Barón miraba por la ventanilla el panorama majestuoso del mar y la isla que crecían a medida que el coche trepaba, ahora por la Ladeira de San Bento, hacia la ciudad alta—. ¿Es para tanto? La cara del Presidente de la Asamblea Legislativa bahiana se llenó de arrugas: —Peor de todo lo que te imaginas. —Señaló el puerto —: Queríamos hacer una demostración de fuerzas, un gran acto público. Todos prometieron traer gente, incluso del interior. Calculábamos millares de personas. Y ya has visto. El Barón hizo adiós a unos vendedores de pescado que, al ver pasar el coche frente al Seminario, se habían quitado los sombreros de paja. Recriminó a su amigo con aire burlón: —Es mala educación hablar de política ante las damas. ¿O ya no consideras a Estela una dama? La Baronesa se rió, con una risa grácil y despreocupada, que la rejuvenecía. Era de cabellos castaños y piel muy blanca, con unas manos de largos dedos que se movían como pájaros. Ella y su mucama, una mujer morena, de formas abundantes, miraban arrobadas el mar azul oscuro, el verde fosforescente de las riberas y los tejados sangrientos. —La ausencia del Gobernador es la única justificada —dijo Gumucio, como si no hubiera escuchado—. La decidimos nosotros. Quería venir, con el Consejo Municipal. Pero, tal como van las cosas, es preferible mantenerlo —Te ha traído un álbum de grabados hípicos —lo animó el Barón—. Supongo que las contrariedades políticas no te han quitado la afición a los caballos. Adalberto. Al entrar en la ciudad alta, rumbo al barrio de Nazareth, los recién llegados, luciendo sus mejores sonrisas, se dedicaron a devolver los adioses de los transeúntes. Varios coches y buen número de jinetes, algunos venidos desde el puerto y otros que lo esperaban en lo alto del acantilado, escoltaron al Barón por las adoquinadas callejuelas, entre curiosos que se apiñaban en las veredas o salían a los balcones o sacaban las cabezas de los tranvías tirados por asnos para verlos pasar. Los Cañabrava vivían en un palacio con azulejos traídos de Portugal, techo de tejas rojas, balcones de fierro forjado sostenidos por cariátides de pechos robustos y una fachada que remataba en cuatro figuras de cerámica amarilla brillante: dos leones melenudos y dos pinas. Los leones parecían vigilar a los barcos que llegaban a la bahía y las pinas anunciar a los navegantes la esplendidez de la ciudad. La huerta que rodeaba a la construcción hervía de flamboyanes, mangos, crotos y ficus donde rumoreaba el viento. El palacio había sido desinfectado con vinagre, perfumado con hierbas aromáticas y engalanado con jarrones de flores para recibir a los dueños. En la puerta, criados de mamelucos blancos y negritas con mandiles encarnados y pañuelos a la cabeza los aplaudieron. La Baronesa se puso a charlar con ellos mientras el Barón, empinándose en la entrada, se despedía de sus acompañantes. Sólo Gumucio y los Diputados Eduardo Glicério, Rocha Seabrá, Lelis Piedades y Joáo Seixas de Pondé, entraron a la casa con él. En tanto que la Baronesa subía a la planta alta, seguida por su mucama, los hombres cruzaron el vestíbulo, un recibo con muebles de madera, y el Barón abrió las puertas de una habitación con estantes de libros, desde la que se veía la huerta. Una veintena de hombres se callaron al verlo. Los que estaban sentados se levantaron y todos aplaudieron. El primero en abrazarlo fue el Gobernador Luis Viana: —No fue idea mía la de no ir al puerto —dijo—. En todo caso, ya ves. aquí están la Gobernación y el Concejo en pleno. A tus órdenes. Era un hombre enérgico, con una calvicie pronunciada y un vientre pugnaz, que no disimulaba su preocupación. Mientras el Barón saludaba a los presentes, Gumucio cerró la puerta. El humo enrarecía la atmósfera. Había jarras con refrescos de frutas en una mesa y, como no alcanzaban los asientos, unos se iban sentando en los brazos de los sillones y otros permanecían apoyados contra los estantes. El Barón demoró en terminar la ronda de saludos. Cuando se hubo sentado, reinó un silencio glacial. Los hombres lo miraban y en sus miradas, además de inquietud, había una muda súplica, una confianza angustiada. La expresión del Barón, hasta entonces jovial, se fue agravando mientras pasaba revista a las caras fúnebres. —Ya veo que las cosas no están para que les cuente si el Carnaval de Niza se parece al nuestro —dijo, muy serio, buscando a Luis Viana—. Empecemos por lo peor. ¿Qué es lo peor? —Un telegrama que llegó al mismo tiempo que tú —murmuró el Gobernador, desde un sillón en el que parecía aplastado—. Río acordó intervenir militarmente en Bahía, con el voto unánime del Congreso. Manda un Regimiento del Ejército Federal contra Canudos. —Es decir, el Gobierno y el Congreso oficializan la tesis de la conspiración —lo interrumpió Adalberto de Gumucio—. Es decir, los fanáticos Sebastianistas quieren restaurar el Imperio, con ayuda del Conde de Eu, de los monárquicos, de Inglaterra y, por supuesto, del Partido Autonomista de Bahía. Todas las patrañas estúpidas de la ralea jacobina convertidas en verdad oficial de la República. El Barón no demostró ninguna alarma. —La venida del Ejército Federal no me sorprende —dijo—. A estas alturas, era inevitable. Lo que me sorprende es lo de Canudos. ¡Dos expediciones derrotadas! —Hizo un gesto de estupor, mirando a Viana—. No lo entiendo, Luis. A esos locos había que dejarlos en paz o acabar con ellos a la primera. Pero no hacer algo tan mal hecho, no dejar que se convirtieran en un problema nacional, no hacer un regalo así a nuestros enemigos. —¿Quinientos soldados, dos cañones, dos ametralladoras, te parece poca cosa para enfrentar a una banda de pillos y de beatas? —repuso Luis Viana, vivamente—. Quién podía imaginar que con semejante fuerza Febronio de Brito se haría derrotar por unos pobres diablos. —La conspiración existe, pero no es nuestra —volvió a interrumpirlo Adalberto de Gumucio. Tenía el ceño fruncido y las manos crispadas y el Barón pensó que jamás lo había visto tan afectado por una crisis política—. El Mayor Febronio no es tan inepto como quiere hacernos creer. Su derrota ha sido deliberada, negociada, decidida de antemano con los jacobinos de Río de Janeiro, a través de Epaminondas Goncalves. Para tener ese escándalo nacional que buscan desde que Floriano Peixoto dejó el poder. ¿No han estado inventando conspiraciones monárquicas desde entonces para que el Ejército clausure el Congreso e instale la República Dictatorial? —Las conjeturas después, Adalberto —dijo el Barón—. Primero, quiero saber exactamente lo que ocurre, los hechos. —No hay hechos, sólo las fantasías y las intrigas más increíbles —intervino el Diputado Rocha Seabrá—. Nos acusan de —El II —sonrió el Barón, haciendo un gesto desdeñoso. —La diferencia es que, ahora, no es sólo el —Ahora sabemos para qué formó Epaminondas la Guardia Rural —decía el Diputado Eduardo Glicério—. Para que proporcionara las pruebas, en el momento oportuno. Fusiles de contrabando para los yagunzos y hasta espías extranjeros. —Ah, de eso no te has enterado —dijo Adalberto de Gumucio, al ver la expresión intrigada del Barón—. El summum de lo grotesco. ¡Un agente inglés en el sertón! Lo encontraron carbonizado, pero era inglés. ¿Cómo lo supieron? ¡Por sus pelos rojos! Los exhibieron en el Parlamento de Río, junto con fusiles supuestamente encontrados al lado de su cadáver, en Ipupiará. Nadie nos escucha, hasta nuestros mejores amigos, en Río, se tragan esos disparates. El país entero cree que la República está en peligro por Canudos. —Supongo que yo soy el genio tenebroso de la conspiración —murmuró el Barón. —Sobre usted se echa más lodo que nadie —dijo el Director del —Socio a partes iguales de la corona inglesa —murmuró el Barón—. Caramba, me sobreestiman. —¿Sabe a quién mandan a debelar el alzamiento restaurador? —dijo el Diputado Lelis Piedades, que estaba sentado en el brazo del asiento del Gobernador—. Al Coronel Moreira César y al Séptimo Regimiento. El Barón de Cañabrava adelantó un poco la cabeza y pestañeó. —¿El Coronel Moreira César? —Quedó pensativo un buen rato, moviendo a veces los labios como si hablara en silencio. Después, se dirigió a Gumucio —: Tal vez tengas razón, Adalberto. Ésta pudiera ser una operación audaz de los jacobinos. Desde la muerte del Mariscal Floriano, el Coronel Moreira César es su gran carta, el héroe con el que cuentan para recuperar el poder. Nuevamente oyó que se disputaban la palabra, pero esta vez no los contuvo. Mientras sus amigos opinaban y discutían, él, simulando escucharlos, se distrajo de ellos, algo que hacía con gran facilidad cuando un diálogo lo aburría o sus propios pensamientos le parecían más importantes que lo que oía. ¡El Coronel Moreira César! No era bueno que viniera. Era un fanático y, como todos los fanáticos, peligroso. Recordó la manera implacable como había reprimido la revolución federalista de Santa Catalina, hacía cuatro años, y cómo, cuando el Congreso Federal le pidió que viniera a dar cuenta de los fusilamientos que había ordenado, contestó con un telegrama que era un modelo de laconismo y de arrogancia: «No». Recordó que entre los fusilados por el Coronel, allá en el Sur, había un Mariscal, un Barón y un Almirante que él conocía y que, al instalarse la República, el Mariscal Floriano Peixoto le encargó depurar del Ejército a todos los oficiales conocidos por sus vinculaciones con la monarquía. ¡El Séptimo Regimiento de Infantería contra Canudos! «Adalberto tiene razón, pensó. Es el summum de lo grotesco.» Haciendo un esfuerzo, volvió a escuchar. —No viene a liquidar a los Sebastianistas del sertón sino a nosotros —decía Adalberto de Gumucio—. Viene a liquidarte a ti, a Luis Viana, al Partido Autonomista, y a entregarle Bahía a Epaminondas Goncalves, que es el hombre de los jacobinos aquí. —No hay razones para suicidarse, señores —lo interrumpió el Barón, alzando un poco la voz. No estaba risueño ya, sino muy serio, y hablaba con firmeza—. No hay razones para suicidarse —repitió. Pasó revista a la concurrencia, seguro de que su serenidad acabaría por contagiar a sus amigos—. Nadie nos va a arrebatar lo que es nuestro. ¿No están, en este cuarto, el poder político de Bahía, la administración de Bahía, la justicia de Bahía, el periodismo de Bahía? ¿No están aquí la mayoría de las tierras, de los bienes, de los rebaños de Bahía? Ni el Coronel Moreira César puede cambiar eso. Acabar con nosotros sería acabar con Bahía, señores. Epaminondas Goncalves y quienes lo siguen son una curiosidad extravagante en esta tierra. No tienen ni los medios, ni la gente, ni la experiencia para tomar las riendas de Bahía aunque se las pongan en las manos. El caballo los echaría al suelo en el acto. Hizo una pausa y alguien, solícitamente, le alcanzó un vaso de refresco. Bebió con fruición el líquido, en el que reconoció el gusto almibarado de la guayaba. —Nos alegra mucho tu optimismo, por supuesto —oyó que decía Luis Viana—. De todos modos, reconocerás que hemos sufrido unos reveses y que hay que actuar cuanto antes. —Sin ninguna duda —asintió el Barón—. Vamos a hacerlo. Por lo pronto, ahora mismo vamos a enviar un telegrama al Coronel Moreira César congratulándonos por su venida y ofreciéndole el apoyo de las autoridades de Bahía y del Partido Autonomista. ¿Acaso no estamos interesados en que venga a librarnos de los ladrones de tierras, de los fanáticos que saquean haciendas y no dejan trabajar en paz a los moradores? Y hoy mismo, también, iniciaremos una colecta que será entregada al Ejército Federal a fin de que se emplee en la lucha contra los bandidos. Esperó que se apaciguaran los murmullos, bebiendo otro trago de refresco. Hacía calor y se le había mojado la frente. —Te recuerdo que, desde hace años, toda nuestra política consiste en impedir que el gobierno central interfiera demasiado en los asuntos de Bahía —dijo Luis Viana. al fin. —Pues, ahora, la única política que podemos tener, a menos de elegir el suicidio, es demostrar a todo el país que no somos enemigos de la República ni de la soberanía del Brasil —dijo el Barón, secamente—. Hay que desmontar esa intriga de inmediato y no hay otra manera. Daremos a Moreira César y al Séptimo Regimiento un gran recibimiento. Nosotros, no el Partido Republicano. Se secó la frente con su pañuelo y volvió a esperar que el murmullo, más fuerte que antes, decreciera. —Es un cambio demasiado brusco —dijo Adalberto de Gumucio y el Barón vio que varias cabezas asentían, tras él. —En la Asamblea, en los diarios, toda nuestra actuación ha sido tratar de evitar la intervención federal —dijo el Diputado Rocha Seabrá. —Para defender los intereses de Bahía hay que seguir en el poder y para seguir en el poder hay que cambiar de política, al menos por el momento —replicó el Barón, con suavidad. Y, como si no tuvieran importancia las objeciones que le hacían, prosiguió dando directivas —: Los hacendados debemos colaborar con el Coronel. Alojar al Regimiento, facilitarle guías, provisiones. Somos nosotros, junto con Moreira César, quienes acabaremos con los conspiradores monárquicos financiados por la Reina Victoria. —Hizo un simulacro de sonrisa, a la vez que se pasaba de nuevo el pañuelo por la frente—. Es una mojiganga ridícula, pero no tenemos alternativa. Y cuando el Coronel acabe con los pobres cangaceiros y santones de Canudos celebraremos con grandes fiestas la derrota del Imperio Británico y de los Braganza. Nadie lo festejó, nadie se sonrió. Todos estaban callados e incómodos. Pero, observándolos, el Barón comprendió que, aunque a regañadientes, algunos admitían ya que no les quedaba otra cosa que hacer. —Viajaré a Calumbí —dijo el Barón—. No estaba en mis planes hacerlo todavía. Pero es necesario. Yo mismo pondré a disposición del Séptimo Regimiento lo que les haga falta. Todos los hacendados de la región deberían hacer lo mismo. Que Moreira César vea a quién pertenece esa tierra, quien manda allí. La atmósfera estaba muy tensa y todos querían hacer preguntas, responder. Pero el Barón pensó que no era conveniente discutir ahora. Luego de comer y de beber, a lo largo de la tarde y la noche, sería más fácil quitarles las dudas, los escrúpulos. —Vamos a almorzar y a reunimos con las damas —les propuso, levantándose—. Hablaremos después. No todo ha de ser política en la vida. Hay que hacer sitio, también, para las cosas agradables. Queimadas, convertido en campamento, es una hormigueante animación bajo la ventolera que lo cubre de polvo: se escuchan órdenes y se atropellan formaciones entre jinetes con sables que gritan y gesticulan. De pronto, cortan la madrugada unos toques de corneta y los curiosos corren por la orilla del Itapicurú a observar la caatinga reseca que se pierde en la dirección de Monte Santo: están partiendo los primeros cuerpos del Séptimo Regimiento y el aire se lleva el himno que los soldados cantan a voz en cuello. En el interior de la estación, el Coronel Moreira César desde el alba estudia cartas topográficas, da instrucciones, firma despachos y recibe los partes de servicio de los distintos batallones. Los corresponsales, soñolientos, alistan sus mulas, caballos y el coche de equipajes en la puerta de la estación, salvo el esmirriado periodista del —¿Puedo hacerle una pregunta, Coronel? —silabea su vocecita gangosa. —La conferencia con los corresponsales fue ayer —le responde el oficial, examinándolo como lo haría con un ser caído de otro planeta. Pero la estrafalaria apariencia o la audacia del personaje lo ablandan —: Hágala. ¿De qué se trata? —De los presos —susurran los dos ojos bizcos, posados sobre él—. Me ha llamado la atención que incorpore a ladrones y asesinos al Regimiento. Anoche fui a la cárcel, con los dos tenientes, y vi que enrolaron a siete. —Sí —dice Moreira César, escudriñándolo con curiosidad—. ¿Cuál es la pregunta? —La pregunta es: ¿por qué? ¿Cuál es la razón para que prometa la libertad a esos delincuentes? —Saben pelear —dice el Coronel Moreira César. Y, luego de una pausa —: El delincuente es un caso de energía humana excesiva que se vierte en la mala dirección. La guerra puede encauzarla en la buena. Ellos saben por qué pelean y eso los hace bravos, a veces heroicos. Lo he comprobado. Y lo comprobará usted, si llega a Canudos. Porque —lo vuelve a mirar de pies a cabeza — a simple vista se diría que no aguantará ni una jornada en el sertón. Trataré de aguantar, Coronel. —El periodista miope se retira y se adelantan el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos, que esperaban detrás de él. —La vanguardia acaba de ponerse en marcha —dice el Coronel Tamarindo. El Mayor explica que las patrullas del Capitán Ferreira Rocha han reconocido la ruta hasta Tanquinho y que no hay rastro de yagunzos, pero que está llena de desniveles y accidentes que van a dificultar el paso de la artillería. Los exploradores de Ferreira Rocha están viendo si hay manera de evitar esos obstáculos y, de todos modos, se ha adelantado una sección de zapadores a allanar el camino. —¿Repartió bien a los presos? —le pregunta Moreira César. —En compañías distintas y con prohibición expresa de verse o hablarse entre ellos — asiente el Mayor. —Ha partido también el convoy del ganado —dice el Coronel Tamarindo. Y, después de vacilar un momento —: Febronio de Brito estaba muy ofuscado. Tuvo una crisis de llanto. —Otro se hubiera suicidado —es todo el comentario de Moreira César. Se levanta y un ordenanza se apresura a recoger los papeles de la mesa que le ha servido de escritorio. El Coronel, seguido de sus oficiales, se dirige hacia la salida. Hay gente que corre, para verlo, pero él, antes de llegar a la puerta, recuerda algo, cambia de dirección y va hacia la banca donde esperan los Concejales de Queimadas. Éstos se ponen de pie. Son hombres rústicos, agricultores o modestos comerciantes, que han vestido sus mejores ropas y encerado sus zapatos en señal de respeto. Llevan los sombreros en las manos y se los nota cohibidos. —Gracias por la hospitalidad y la colaboración, señores. —El Coronel los confunde en una sola mirada convencional y casi ciega—. El Séptimo Regimiento no olvidará el afecto de Queimadas. Les recomiendo a la tropa que queda aquí. No tienen tiempo de responderle pues, en vez de despedirse de cada uno, hace un saludo general, llevándose la mano derecha al quepis, y da media vuelta hacia la salida. La aparición de Moreira César y de su comitiva, en la calle, donde está formado el Regimiento —las compañías se pierden a lo lejos, alineadas una detrás de otra, junto a los rieles del ferrocarril — provoca aplausos y vítores. Los centinelas atajan a los curiosos que quieren acercarse. El hermoso caballo blanco relincha, impaciente por partir. Suben a sus cabalgaduras Tamarindo, Cunha Matos, Olimpio de Castro y la escolta y los corresponsales, ya montados, rodean al Coronel. Éste relee el telegrama que ha dictado para el Supremo Gobierno: «El Séptimo Regimiento inicia hoy, 8 de febrero, su campaña en defensa de la soberanía brasileña. Ni un solo caso de indisciplina en la tropa. Nuestro único temor es que Antonio Consejero y los facciosos restauradores no nos esperen en Canudos. Viva la República». Le pone sus iniciales, para que el telegrafista lo despache de inmediato. Hace luego una señal al Capitán Olimpio de Castro, quien da una orden a los cornetas. Éstos ejecutan un toque penetrante y lúgubre que escarapela la madrugada. —Es el toque del Regimiento —dice Cunha Matos al corresponsal canoso, que está a su lado. —¿Tiene un nombre? —pregunta la vocecita fastidiosa del hombre del —Toque de Carga y Degüello —dice Moreira César—. El Regimiento lo toca desde la guerra del Paraguay, cuando, por falta de munición, tenía que atacar a sable, bayoneta y faca. Da la orden de partida con la mano derecha. Mulas, hombres, caballos, carromatos, armas, se ponen en movimiento entre bocanadas de polvo que un ventarrón manda a su encuentro. Al salir de Queimadas los distintos cuerpos de la Columna van muy unidos y sólo los diferencian los colores de los pendones que llevan sus escoltas. Pronto, los uniformes de oficiales y soldados son igualados por el terral que obliga a todos a bajar las viseras de gorros y quepis y, a muchos, a amarrarse pañuelos a la boca. Poco a poco, batallones, compañías y secciones se van distanciando y lo que, al dejar la estación, parecía un organismo compacto, una larga serpiente ondulando por la tierra agrietada, entre troncos de favela resecos, estalla en miembros independientes, serpientes hijas que también se alejan unas de otras, perdiéndose de vista por momentos y volviéndose a avistar, según las anfractuosidades del terreno. Hay constantes jinetes que suben y bajan, tendiendo un sistema circulatorio de informaciones, órdenes, averiguaciones, entre las partes de ese todo diseminado cuya cabeza, a las pocas horas de marcha, presiente ya, a lo lejos, la primera población del trayecto: Pau Seco. La vanguardia, comprueba el Coronel Moreira César a través de sus prismáticos, ha dejado allí, entre las cabañitas, huellas de su paso: un banderín y dos soldados que lo esperan sin duda con mensajes. Los escoltas se adelantan unos metros al Coronel y a su Estado Mayor; detrás de éstos, pegote exótico en esa sociedad uniformada, van los corresponsales que, al igual que muchos oficiales, han desmontado y caminan conversando. Exactamente al medio de la Columna se halla la batería de cañones. —El detalle maestro fue el arco triunfal en la estación de la Calzada llamándonos salvadores —recuerda Tamarindo—. Unos días antes se oponían frenéticamente a que el Ejército Federal interviniera en Bahía y después nos echan flores por las calles y el Barón de Cañabrava nos manda decir que viaja a Calumbí para poner su hacienda a disposición del Regimiento. Se ríe, de buena gana, pero su buen humor no contagia a Moreira César. —Eso significa que el Barón es más inteligente que sus amigos —dice—. No podía impedir que Río interviniera en un caso flagrante de insurrección. Entonces, opta por el patriotismo, para que los republicanos no lo desplacen. Distraer y confundir por ahora para intentar después otro zarpazo. El Barón tiene buena escuela: la escuela inglesa, señores. Encuentran a Pau Seco desierto de gente, de cosas, de animales. Dos soldados, junto al tronco sin ramas donde bailotea el banderín que dejó la vanguardia, saludan. Moreira César frena su caballo y pasa la vista por las viviendas de barro, cuyo interior se divisa por puertas abiertas o arrancadas. De una de ellas emerge una mujer sin dientes, descalza, con una túnica por entre cuyos agujeros se le ve el pellejo oscuro. Dos criaturas raquíticas, de ojos vidriosos, una de las cuales está desnuda y tiene el vientre hinchado, se prenden de su cuerpo. Miran con asombro a los soldados. Moreira César, desde lo alto del caballo, sigue observándolas: parecen la encarnación del desamparo. Su cara se contrae en una expresión en la que se mezclan la tristeza, la cólera, el rencor. Siempre mirándolas, ordena a uno de los escoltas: —Que les den de comer. —Y se vuelve a sus lugartenientes —: ¿Ven ustedes en qué estado tienen a la gente de su país? Hay una vibración en su voz y sus ojos relampaguean. En un gesto intempestivo saca la espada del cinto y se la lleva a la cara, como si fuera a besarla. Los corresponsales ven entonces, alargando las cabezas, que el jefe del Séptimo Regimiento, antes de reanudar la marcha, hace con su espada ese saludo que se hace en los desfiles a la bandera y a la máxima autoridad, a los tres miserables pobladores de Pau Seco. Las palabras incomprensibles habían estado brotando, por ráfagas, desde que lo encontraron junto a la mujer triste y el cadáver de la mula que picoteaban los urubús. Esporádicas, vehementes, tronantes, o apagadas, susurradas, secretas, brotaban de día y de noche asustando a veces al Idiota que se ponía a temblar. La Barbuda le dijo a Jurema después de olfatear al hombre de los pelos rojos: «Tiene fiebres delirantes, como las que mataron a Dádiva. Se morirá hoy, a más tardar». Pero no se había muerto, aunque a ratos blanqueaba los ojos y parecía venir el estertor final. Luego de permanecer inmóvil, volvía a retorcerse haciendo muecas y a pronunciar las palabras que para ellos eran sólo ruidos. A ratos, abría los ojos y los miraba con atolondramiento. El Enano se empeñó en que hablaba lengua de gitanos y la Barbuda en que se parecía al latín de las misas. Cuando Jurema preguntó si podía ir con ellos la Barbuda consintió, tal vez por compasión, tal vez por simple inercia. Entre los cuatro treparon al forastero al carromato, junto a la cesta de la cobra, y reanudaron la marcha. Los nuevos acompañantes les trajeron suerte pues, al atardecer, en la alquería de Quererá, les convidaron de comer. Una viejecita echó humo sobre Galileo Gall, le puso hierbas en las heridas, le dio un cocimiento y dijo que se curaría. Esa noche la Barbuda entretuvo a los vaqueros con la cobra, el Idiota hizo payaserías y el Enano les contó los cuentos de los caballeros. Continuaron viaje y, en efecto, el forastero empezó a tragar los bocados que le daban. La Barbuda le preguntó a Jurema si era su mujer. No, no lo era: él la había desgraciado, en ausencia de su marido, y después de eso qué le quedaba sino seguirlo. «Ahora entiendo por qué eres triste», comentó el Enano con simpatía. Fueron en dirección Norte, guiados por una buena estrella pues a diario encontraban que comer. Al tercer día, dieron función en la feria de un caserío. Lo que más le gustó a la gente fueron las barbas de la Barbuda: pagaban por comprobar que no eran postizas y tocarle de paso las tetas y verificar que era mujer. El Enano, mientras tanto, les contaba su vida desde que era una niñita normal, allá en el Ceará, y cómo se convirtió en vergüenza de su familia el día que comenzaron a salirle vellos en la espalda, los brazos, las piernas y la cara. Empezó a decirse que había pecado de por medio, que era hija de sacristán o del Can. La niña tragó vidrio picado de matar perros con rabia. Pero no murió y vivió como hazmerreír hasta que llegó el Rey del Circo, el Gitano, que la recogió y la hizo artista. Jurema creía que era una fantasía del Enano pero éste le aseguró que era la pura verdad. Se sentaban a conversar, a veces, y como el Enano era amable y le inspiraba confianza ella le habló de su infancia en la hacienda de Calumbí, al servicio de la esposa del Barón de Cañabrava, una mujer bellísima y buenísima. Había sido triste que Rufino, su marido, en vez de quedarse con el Barón, se fuera a Queimadas y se dedicara a pistero, odioso oficio que lo tenía viajando. Y, más triste, no haberle podido dar un hijo. ¿Por qué la habría castigado Dios, impidiéndole engendrar? «¿Quién sabe?», murmuró el Enano. Las decisiones de Dios eran, a veces, difíciles de comprender. Días después, acamparon en Ipupiará, encrucijada de trochas. Acababa de ocurrir una desgracia. Un morador, atacado de locura, había matado a sus hijos y. luego, se mató él también, con su machete. Como era el entierro de los niños–mártires, los cirqueros no dieron función, aunque pregonaron una para la noche siguiente. El pueblo era pequeño pero con un almacén donde venía a aprovisionarse toda la región. En la mañana llegaron los capangas. Venían montados y su cabalgata, apresurada y piafante, despertó a la Barbuda que gateó bajo la carpa para ver quiénes eran. En todas las viviendas de Ipupirá había curiosos, sorprendidos como ella por esa aparición. Vio a seis jinetes armados; eran capangas y no cangaceiros ni guardias rurales por la manera como iban vestidos y porque, en las ancas de sus animales, se veía muy clara la misma marca de una hacienda. El que iba al frente —un encuerado — desmontó y la Barbuda vio que se dirigía hacia ella. Jurema acababa de incorporarse de la manta. La sintió temblar y la vio desencajada, con la boca entreabierta. «¿Es tu marido?», le preguntó. «Es Caifás», dijo la muchacha. «¿Va a matarte?», insistió la Barbuda. Pero, en vez de contestarle, Jurema salió a cuatro manos de la carpa, se irguió y fue al encuentro del capanga. Éste se detuvo a esperarla. El corazón de la Barbuda se agitó, pensando que el encuerado —era un hombre huesudo y tostado, de mirada fría — la golpearía, la patearía y tal vez le clavaría la faca antes de venir a clavársela al hombre de los pelos rojos al que sentía removerse en el carromato. Pero no, no la golpeó. Más bien, se quitó el sombrero y le hizo el saludo que se hace a alguien que se respeta. Desde sus caballos, los cinco hombres miraban ese diálogo que para ellos, como para la Barbuda, sólo era un movimiento de los labios. ¿Qué se decían? El Enano y el idiota se habían despertado y también espiaban. Luego de un momento, Jurema se volvió y señaló el carromato donde dormía el forastero herido. El encuerado, seguido por la muchacha, fue hacia el carromato, metió la cabeza bajo el toldo y la Barbuda vio que inspeccionaba con indiferencia al hombre que, dormido o despierto, seguía hablando con los fantasmas. El jefe de los capangas tenía los ojos quietos de los que saben matar, los mismos que la Barbuda había visto en el bandido Pedráo aquella vez que venció y mató al Gitano. Jurema, muy pálida, esperaba que el capanga terminara la inspección. Por fin, éste se volvió hacia ella, le habló, Jurema asintió y el hombre entonces indicó a los jinetes que desmontaran. Jurema se acercó a la Barbuda y le pidió las tijeras. Mientras las buscaba, la Barbuda susurró: «¿No te va a matar?» Jurema dijo que no. Y, con las tijeras que habían sido de Dádiva en la mano, se encaramó en el carromato. Los capangas, llevando a sus caballos de las riendas, se dirigían al almacén de Ipupiará. La Barbuda se atrevió a acercarse a ver qué hacía Jurema, y tras ella vino el Enano y tras éste el Idiota. Arrodillada junto a él —ambos cabían apenas en el angosto espacio — la muchacha cortaba, a ras del cráneo, los pelos del forastero. Lo hacía sujetando con una mano las matas rojizas y enruladas y las tijeras chirriaban. Había manchas de sangre coagulada en la levita negra de Galileo Gall, desgarraduras, polvo y excremento de pájaros. Estaba de espaldas, entre trapos y cajas de colores, anillas, tiznes y sombreritos de cartón con medialunas y estrellas. Tenía los ojos cerrados, la barba crecida y también con sangre reseca y, como le habían quitado las botas, los dedos de sus pies asomaban por los agujeros de las medias, grandes, blanquísimos y con las uñas sucias. La herida de su cuello desaparecía bajo la venda y las hierbas de la curandera. El Idiota se echó a reír y, aunque la Barbuda lo codeó, siguió riéndose. Lampiño, escuálido, de ojos idos, con la boca abierta y un hilo de baba colgando de los labios, se retorcía con las carcajadas. Jurema no le prestó atención, pero, en cambio, el forastero abrió los ojos. Su cara se contrajo en una expresión de sorpresa, de dolor o terror por lo que le hacían, pero la debilidad no le permitió incorporarse, sólo moverse en el sitio y emitir uno de esos ruidos incomprensibles para los cirqueros. Terminar su tarea le tomó a Jurema bastante rato. Tanto que, cuando terminó, los capangas habían tenido tiempo de entrar al almacén, enterarse de la historia de los niños asesinados por el loco e ir al cementerio a cometer ese sacrilegio que dejaría estupefactos a los vecinos de Ipupiará: desenterrar el cadáver del filicida y subirlo con cajón y todo a uno de sus caballos para llevárselo. Ahora estaban ahí, a unos metros de los cirqueros, esperando. Cuando el cráneo de Gall quedó trasquilado, cubierto por una irisación desigual, tornasolada, estalló de nuevo la risa del Idiota. Jurema reunió en un haz las matas de pelos que había ido colocando sobre su falda, las ató con el cordón que sujetaba su propio pelo y la Barbuda la vio revisar los bolsillos del forastero y sacar una bolsita donde les había dicho que había dinero, por si querían usarlo. Con el penacho en una mano y en la otra la bolsita, bajó del carromato y pasó entre ellos. El jefe de los capangas vino a su encuentro. La Barbuda lo vio recibir de manos de Jurema los pelos del forastero y, casi sin mirarlos, guardarlos en su alforja. Sus pupilas inmóviles eran amenazadoras, pese a que se dirigía a Jurema de manera estudiadamente cortés, ceremoniosa, mientras se escarbaba los dientes con su dedo índice. Ahora sí, la Barbuda podía oírlos. —Tenía esto en su bolsillo —dijo Jurema, alcanzándole la bolsita. Pero Caifás no la cogió. —No debo —dijo, como repelido por algo invisible—. También eso es de Rufino. Jurema, sin hacer la menor objeción, escondió la bolsa entre sus ropas. La Barbuda creyó que se iba a alejar, pero la muchacha, mirando a Caifás a los ojos, le preguntó suavemente: —¿Y si Rufino se ha muerto? Caifás reflexionó un momento, sin cambiar de cara, sin pestañear. —Si se ha muerto, siempre habrá alguien que lave su honor —lo oyó decir la Barbuda y le pareció estar oyendo al Enano y sus cuentos de príncipes y caballeros—. Un familiar, un amigo. Yo mismo puedo hacerlo, si hace falta. —¿Y si le cuentan a tu patrón lo que has hecho? —le preguntó todavía Jurema. —Es sólo mi patrón —repuso Caifás, con seguridad—. Rufino, más que eso. Él quiere al forastero muerto y el forastero va a morir. Quizá de sus heridas, quizá de Rufino. Pronto la mentira se volverá verdad y éstos serán los pelos de un muerto. Dio la espalda a Jurema, para subir al caballo. Ella, ansiosa, puso una mano en la montura: —¿Me matará a mí también? La Barbuda advirtió que el encuerado la miraba sin compasión y acaso con algo de desprecio. —Si yo fuera Rufino te mataría, porque en ti también hay culpa y quizá peor que la de él —dijo Caifás, desde lo alto de su cabalgadura—. Pero como no soy Rufino, no sé. Él sabrá. Espoleó su caballo y los capangas partieron, con su extraño, pestilente botín, en la dirección por la que habían venido. Apenas terminó la misa oficiada por el Padre Joaquim en la capilla de San Antonio, Joáo Abade fue a recoger el cajón con los encargos, que había dejado en el Santuario. En su cabeza revoloteaba una pregunta: «¿Un regimiento cuántos soldados son?» Se echó el cajón al hombro y empezó a dar trancos sobre la tierra desnivelada de Belo Monte, esquivando a los vecinos que le salían al paso a preguntarle si era verdad que venía otro Ejército. Les respondía que sí, sin detenerse, saltando para no pisar a las gallinas, las cabras, los perros y los niños que se le metían entre los pies. Llegó a la antigua casa–hacienda convertida en almacén con el hombro doliéndole por el peso del cajón. La gente amontonada en la puerta le dio paso y, adentro, Antonio Vilanova interrumpió algo que decía a su mujer Antonia y a su cuñada Asunción para venir a su encuentro. Desde un columpio, un lorito repetía, frenético: «Felicidad, Felicidad». —Viene un Regimiento —dijo Joáo Abade, colocando su carga en el suelo—. ¿Cuántos hombres son? — ¡Trajo las mechas! —exclamó Antonio Vilanova. Acuclillado, revisaba afanoso el contenido del cajón. Su cara fue redondeándose, satisfecha, mientras descubría, además de los paquetes de mechas, obleas para la diarrea, desinfectantes, vendas, calomelano, aceite y alcohol. —No hay cómo pagar lo que hace por nosotros el Padre Joaquim —dijo, alzando el cajón sobre el mostrador. Los estantes desbordaban de latas y frascos, géneros y toda clase de ropa, desde sandalias hasta sombreros, y había sembradas por doquier bolsas y cajas entre las que se movían las Sardelinhas y otras personas. El mostrador, un tablón sobre barriles, tenía unos libros negros, semejantes a los de los cajeros de las haciendas. —El Padre también trajo noticias —dijo Joáo Abade—. ¿Un regimiento serán mil? —Sí, ya he oído, viene un Ejército —asintió Antonio Vilanova, disponiendo los encargos sobre el mostrador—. ¿Un Regimiento? Más de mil. Quizá dos mil. Joáo Abade se dio cuenta que no le interesaba cuántos eran los soldados que mandaba esta vez el Can contra Canudos. Ligeramente calvo, grueso, con la barba espesa, lo veía ordenar paquetes y frascos con su energía característica. No había la menor inquietud en su voz, ni siquiera interés. «Sus ocupaciones son demasiadas», pensó Joáo Abade, a la vez que explicaba al comerciante que era preciso mandar alguien a Monte Santo, ahora mismo. «Tiene razón, es mejor que él no se ocupe de la guerra.» Porque Antonio era tal vez la persona que, desde hacía años, dormía menos y trabajaba más en Canudos. Al principio, luego de la llegada del Consejero, había continuado sus quehaceres de comprador y vendedor de mercancías, pero, poco a poco, con el consentimiento tácito de todos, a su trabajo se había ido superponiendo, hasta desplazarlo, la organización de la sociedad que nacía. Sin él hubiera sido difícil comer, dormir, sobrevivir, cuando, de todos los confines, comenzaron a romper sobre Canudos las olas de romeros. Él había distribuido el terreno para que se levantaran sus casas y sembraran, indicando qué era bueno sembrar y qué animales criar y él canjeaba en los pueblos lo que Canudos producía con lo que necesitaba y cuando empezaron a llegar donativos, él separó lo que sería tesoro del Templo del Buen Jesús con lo que se emplearía en armas y provisiones. Una vez que el Beatito autorizaba su permanencia, los nuevos vecinos venían donde Antonio Vilanova a que los ayudara a instalarse. Idea suya eran las Casas de Salud, para los ancianos, enfermos y desvalidos y cuando los combates de Uauá y el Cambaio él se encargó de almacenar las armas capturadas y de distribuirlas, de acuerdo con Joáo Abade. Casi todos los días se reunía con el Consejero para darle cuentas y para escuchar sus deseos. No había vuelto a viajar y Joáo Abade había oído decir a Antonia Sardelinha que ésa era la señal más extraordinaria del cambio experimentado por su marido, ese hombre antes poseído por el demonio del tránsito. Ahora hacía las expediciones Honorio y nadie hubiera podido decir si esa voluntad de arraigo en el mayor de los Vilanova se debía a la magnitud de sus obligaciones en Belo Monte o a que ellas le permitían estar casi a diario, aunque fuera unos minutos, con el Consejero. Volvía de esas entrevistas con bríos renovados y una paz profunda en el corazón. —El Consejero ha aceptado la guardia para cuidarlo —dijo Joáo Abade—. Y también que Joáo Grande sea el jefe. Esta vez Antonio Vilanova se interesó y lo miró con alivio. El lorito gritó de nuevo: «Felicidad». —Que Joáo Grande venga a verme. Yo puedo ayudarlo a escoger a la gente. Yo los conozco a todos. En fin, si le parece. Antonia Sandelinha se había acercado: —Esta mañana Catarina vino a preguntar por ti —le dijo a Joáo Abade—. ¿Tienes tiempo de ir a verla ahora? Joáo negó con la cabeza: no, no tenía. A la noche, quizá. Se sintió avergonzado, aunque los Vilanova entendían que se pospusiera a la familia por Dios: ¿acaso ellos no lo hacían? Pero a él, en el fondo de su corazón, lo atormentaba que las circunstancias, o la voluntad del Buen Jesús, lo tuvieran cada vez más apartado de su mujer. —Iré a ver a Catarina y se lo diré —le sonrió Antonia Sardelinha. Joáo Abade salió del almacén pensando en lo raras que resultaban las cosas de su vida y, acaso, las de todas las vidas. «Como en las historias de los troveros», pensó. Él, que al encontrar al Consejero creyó que la sangre desaparecería de su camino, estaba ahora envuelto en una guerra peor que todas las que había conocido. ¿Para eso hizo el Padre que se arrepintiera de sus pecados? ¿Para seguir matando y viendo morir? Sí, sin duda para eso. Mandó a dos muchachos de la calle a decir a Pedráo y al viejo Joaquim Macambira que se reunieran con él a la salida a Geromoabo y, antes de ir donde Joáo Grande, fue a buscar a Pajeú que abría trincheras en el camino de Rosario. Lo encontró a unos centenares de metros de las últimas viviendas, disimulando con matas de espinos una zanja que cortaba la trocha. Un grupo de hombres, algunos con escopetas, acarreaban y plantaban ramas, en tanto que unas mujeres repartían platos de comida a otros hombres sentados en el suelo que parecían recién relevados de su turno de trabajo. Al verlo llegar, todos se acercaron. Se vio en el centro de un círculo de caras inquisitivas. Una mujer, sin decir palabra, le puso en las manos una escudilla con carne de chivo frita rociada de harina de maíz; otra, le alcanzó una jarra de agua. Estaba tan fatigado — había venido corriendo — que tuvo que respirar hondo y beber un largo trago antes de poder hablar. Lo hizo mientras comía, sin que se le pasara por la cabeza que la gente que lo escuchaba, pocos años atrás —cuando su banda y la de Pajeú se destrozaban una a otra — habrían dado cualquier cosa por tenerlo así, a su merced, para someterlo a las peores torturas antes de matarlo. Felizmente, aquellos tiempos de desorden habían quedado atrás. Pajeú no se inmutó al saber lo del nuevo Ejército anunciado por el Padre Joaquim. No hizo ninguna pregunta. ¿Sabía Pajeú cuántos hombres tenía un Regimiento? No, no sabía; y tampoco los otros. Joáo Abade le pidió entonces lo que había venido a pedirle: que partiese hacia el Sur, a espiar y hostilizar a esa tropa. Su cangaco había trajinado años en esa región, la conocía mejor que nadie: ¿no era él la persona más indicada para vigilar la ruta de los soldados, infiltrarles pisteros y cargadores y demorarlos con emboscadas para dar tiempo a Belo Monte a prepararse? Pajeú asintió, todavía sin abrir la boca. Viendo su palidez amarillo–ceniza, la gran cicatriz que hendía su cara y su figura maciza, Joáo Abade se preguntó qué edad tendría, si no era un hombre viejo al que no se le notaban los años. —Está bien —le oyó decir—. Te mandaré mensajes cada día. ¿A cuántos de éstos voy a llevarme? —A los que quieras —dijo Joáo—. Son tus hombres. —Eran —gruñó Pajeú, echando un vistazo, con sus ojitos hundidos y cazurros en los que brillaba una luz cálida, a los que lo rodeaban—. Ahora son del Buen Jesús. —Todos somos de Él —dijo Joáo Abade. Y, con súbita urgencia —: Antes de partir, que Antonio Vilanova te dé munición y explosivos. Ya tenemos mechas. ¿Puede quedarse aquí Táramela? El aludido dio un paso adelante: era un hombrecillo minúsculo, con unos ojos achinados, cicatrices, arrugas y anchas espaldas, que había sido lugarteniente de Pajeú. —Quiero ir contigo a Monte Santo —dijo, con voz ácida—. Siempre te he cuidado. Soy tu suerte. —Cuida ahora a Canudos, que vale más que yo —contestó Pajeú, con brusquedad. —Sí, sé nuestra suerte —dijo Joáo Abade—. Te mandaré más gente, para que no te sientas solo. Alabado sea el Buen Jesús. —Alabado sea —respondieron varios. Joáo Abade les había dado la espalda y corría de nuevo, a campo traviesa, cortando camino hacia la mole del Cambaio donde estaba Joáo Grande. Mientras corría, recordó a su mujer. No la veía desde que se decidió cavar escondrijos y trincheras en todas las trochas, lo que lo había tenido corriendo día y noche en una circunferencia de la que Canudos era también el centro, como lo era del mundo, Joáo Abade había conocido a Catarina cuando era uno de ese puñado de hombres y mujeres —que crecía y disminuía como el agua del río — que entraba a los pueblos con el Consejero y se tendía a su alrededor en las noches, después de fatigantes jornadas, para rezar con él y escuchar sus consejos. Había, entre ellos, una figura tan delgada que parecía espíritu, embutida en una túnica blanca como un sudario. El ex cangaceiro había encontrado muchas veces los ojos de la mujer, fijos en él, durante las marchas, los rezos, los descansos. Lo ponían incómodo y, por momentos, lo asustaban. Eran unos ojos devastados por el dolor, que parecían amenazarlo con castigos que no eran de este mundo. Una noche, cuando los peregrinos dormían ya en torno a una fogata, Joáo Abade se arrastró hacia la mujer cuyos ojos podía ver, al resplandor de las llamas, clavados en él. «Quiero saber por qué me mira siempre», susurró. Ella hizo un esfuerzo, como si su debilidad o su repugnancia fueran muy grandes. «Yo estaba en Custodia la noche que usted vino a vengarse», dijo, de manera casi inaudible. «El primer hombre que mató, el que dio el grito, era mi padre. Vi cómo le metió la faca en el estómago.» Joáo Abade permaneció callado, sintiendo el crujir de la hoguera, el bordoneo de los insectos, la respiración de la mujer, tratando de recordar los ojos aquellos en esa madrugada tan lejana. Al cabo de un rato, en voz también bajísima, preguntó: «¿No murieron todos en Custodia, esa vez?» No morimos tres —susurró la mujer—. Don Matías, que se escondió en la paja de su techo. La señora Rosa, que se curó de sus heridas, aunque quedó alunada. Y yo. También quisieron matarme, y también me curé.» Hablaba como si se tratara de otras personas, de otros sucesos, de una vida distinta y más pobre. «¿Cuántos años tenía usted?», preguntó el cangaceiro. «Diez o doce, por ahí», dijo ella. Joáo Abade la miró: debía ser muy joven, entonces, pero el hambre y el sufrimiento la habían envejecido. Siempre en voz muy baja, para no despertar a los peregrinos, el hombre y la muchacha evocaron gravemente los pormenores de aquella noche, que conservaban vivida en su memoria. Había sido violada por tres hombres y más tarde alguien la había hecho arrodillar delante de unos pantalones que olían a bosta, y unas manos callosas le habían incrustado un miembro duro que apenas cabía en su boca y que ella había tenido que sorber hasta recibir un escupitajo de semen que el hombre le ordenó tragar. Cuando uno de los bandidos le dio un tajo con su faca, Catarina sintió una gran serenidad. «¿Fui yo el que le dio el tajo?», susurró Joáo Abade. «No sé —susurró ella—. Ya entonces, aunque era de día, no distinguía las caras ni sabía dónde estaba.» Desde esa noche, el ex cangaceiro y la sobreviviente de Custodia solían rezar y andar juntos, contándose episodios de esas vidas que ahora les parecían incomprensibles. Ella se había unido al santo en un pueblo de Sergipe, donde vivía de la caridad. Era la más escuálida de los peregrinos, después del Consejero, y un buen día, durante una marcha, cayó exánime. Joáo Abade la tomó en sus brazos y prosiguió así la jornada, hasta el atardecer. Durante varios días la llevó cargada y se ocupó también de darle los pedacitos remojados de alimento que su estómago aceptaba. En las noches, después de oír al Consejero, también como hubiera hecho con un niño, le contaba las historias de los troveros de su infancia que ahora —tal vez porque su alma había recobrado la pureza de la niñez — volvían a su memoria con lujo de detalles. Ella lo escuchaba sin interrumpirlo y días después, con su voz casi perdida, le hacía preguntas sobre los sarracenos, Fierabrás y Roberto el Diablo, de modo que él descubría que esos fantasmas se habían incorporado a la vida de Catarina como antes a la de él. Ella se había repuesto y andaba por sus propios pies cuando, una noche, Joáo Abade, temblando de confusión, se acusó delante de todos los peregrinos de haber sentido muchas veces el deseo de poseerla. El Consejero llamó a Catarina y le preguntó si la ofendía lo que acababa de oír. Ella dijo que no con la cabeza. Ante la ronda silenciosa, el Consejero le preguntó si todavía sentía rencor por lo sucedido en Custodia. Ella volvió a decir que no: «Estás purificada», dijo el Consejero. Hizo que ambos se tomaran de las manos y pidió que todos rezaran al Padre por ellos. Una semana después los casó el párroco de Xique–Xique. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Cuatro o cinco años? Sintiendo que su corazón le reventaba, Joáo divisó por fin, en las faldas del Cambaio. las sombras de los yagunzos. Dejó de correr y continuó con ese tranco corto y rápido con el que había andado tanto por el mundo. Una hora después estaba junto a Joáo Grande, contándole las novedades, mientras bebía agua fresca y comía un plato de maíz. Estaban solos, porque, luego de anunciarles la venida de ese Regimiento —nadie supo decirle cuántos soldados eran—, pidió a los demás hombres que se apartaran. El ex esclavo andaba, como siempre, descalzo, con un pantalón descolorido, sujeto con una cuerda de la que pendían una faca y un machete, y una camisa sin botones que dejaba descubierto su pecho velludo. Tenía una carabina a la espalda y dos sartas de bala como collares. Cuando lo escuchó decir que se formaría una Guardia Católica para cuidar al Consejero y que él sería el jefe, movió la cabeza con fuerza. —¿Por qué no? —dio Joáo Abade. —No soy digno —masculló el negro. ^ —El Consejero dice que eres —respondió Joáo Abade—. Él sabe más. —No sé mandar —protestó el negro—. No quiero aprender a mandar, tampoco. Que otro sea el jefe. —Mandarás tú —dijo el Comandante de la Calle—. No hay tiempo para discutir, Joáo Grande. El negro estuvo observando, pensativo, a los grupos de hombres repartidos en los roquedales y pedruscos del cerro, bajo el cielo que se había vuelto plomizo. —Cuidar al Consejero es mucho para mí —masculló al fin. —Escoge a los mejores, a los que están más tiempo aquí, a los que viste pelear bien en Uauá y aquí, en Cambaio —dijo Joáo Abade—. Cuando llegue ese Ejército, la Guardia Católica debe estar formada y ser el escudo de Canudos. Joáo Grande permaneció en silencio, masticando, pese a que tenía la boca vacía. Miraba las cumbres del contorno como si estuviera viendo en ellas a los guerreros resplandecientes del Rey Don Sebastián: atemorizado y deslumbrado por la sorpresa. —Me has elegido tú, no el Beatito ni el Consejero —dijo, con voz sorda—. No me has hecho un favor. —No te lo he hecho —reconoció Joáo Abade—. No te he elegido para hacértelo, ni para hacerte un daño, sino porque eres el mejor. Anda a Belo Monte y comienza a trabajar. —Alabado sea el Buen Jesús Consejero —dijo el negro. Se levantó de la piedra en la que estaba sentado y se alejó por la llanura de cascajo. —Alabado sea —dijo Joáo Grande. Unos segundos después vio que el ex esclavo echaba a correr. —O sea que faltaste a tu deber dos veces —dice Rufino—. No lo mataste, como Epaminondas quería. Y le mentiste, haciéndole creer que estaba muerto. Dos veces. —Sólo la primera es grave —dice Caifás—. Le entregué sus pelos y un cadáver. Era de otro, pero ni él ni nadie podía notarlo. Y el forastero será cadáver pronto, si no lo es ya. Esa falta es leve. A la orilla rojiza del Itapicurú, en la margen opuesta a la de las curtiembres de Queimadas, este sábado, como todos los sábados, se extienden puestos y tenderetes donde los vendedores venidos de toda la comarca pregonan sus mercancías. Las discusiones entre mercaderes y clientes se elevan sobre el mar de cabezas descubiertas o ensombreradas que ennegrecen la feria y se mezclan con relinchos, ladridos, rebuznos, vocerío de chiquillos y brindis de borrachos. Los mendigos estimulan la generosidad de las gentes exagerando las contorsiones de sus miembros tullidos y hay cantores que tocan la guitarra, ante pequeños grupos, entonando historias de amor y las guerras entre los heréticos y los cruzados cristianos. Moviendo las polleras, aderezadas de brazaletes, gitanas jóvenes y viejas adivinan el porvenir. —En todo caso, te lo agradezco —dice Rufino—. Eres un hombre de honor, Caifás. Por eso siempre te he respetado. Por eso te respetan todos. —¿Cuál es el deber más grande? —dice Caifás—. ¿Con el patrón o con el amigo? Un ciego hubiera visto que mi obligación era hacer lo que hice. Caminan muy serios uno al lado del otro, indiferentes a la atmósfera abigarrada, promiscua, multicolor. Se abren paso sin pedir permiso apartando a la gente con la mirada o la presión de los hombros. A veces, alguien, desde un mostrador o un toldo, los saluda, y ambos responden de manera tan cortante que nadie se les acerca. Como previamente de acuerdo, se dirigen a un puesto de bebidas —bancas de madera, tablones y una enramada — donde hay menos gente que en los otros. —Si yo lo hubiera rematado, allá en Ipupiará, te hubiera ofendido a ti —dice Caifás, como expresando algo que ha pensado y repensado—. Impidiéndote lavar la mancha. —¿Por qué vinieron a matarlo aquí, la primera vez? —lo interrumpe Rufino—. ¿Por qué en mi casa? —Epaminondas quería que muriera ahí —dice Caifás—. No ibas a morir tú ni Jurema. Por no hacerle daño a ella, murieron mis hombres. —Escupe al aire, por un colmillo, y queda reflexionando—. Quizá fue mi culpa que murieran. No pensé que se iba a defender, que sabía pelear. No parecía. —No —dice Rufino—. No parecía. Se sientan y juntan las sillas para hablar sin ser oídos. La mujer que atiende les alcanza dos vasos y pregunta si quieren aguardiente. Sí, quieren. Trae una botella que está a medias, el rastreador sirve y beben, sin brindar. Ahora es Caifás quien llena los vasos. Es mayor que el rastreador y sus ojos, siempre inmóviles, están apagados. Viste de cuero, como de costumbre, y está enterrado de pies a cabeza. —¿Ella lo salvó? —dice Rufino, al fin, bajando los ojos—. ¿Ella te cogió el brazo? —Así me di cuenta que se había vuelto su mujer —asiente Caifás. En su cara aún hay rastros de la sorpresa de aquella mañana—. Cuando saltó y me desvió el brazo, cuando me atacó junto a él. —Encoge los hombros y escupe—. Era su mujer ya, ¿qué podía hacer sino defenderlo? —Sí —dice Rufino. —No entiendo por qué no me mataron —dice Caifás—. Se lo pregunté a Jurema, en Ipupiará, y no supo explicármelo. Ese forastero es raro. —Es —dice Rufino. Entre la gente de la feria, hay también soldados. Son los residuos de la Expedición del Mayor Brito, que siguen aquí, esperando, dicen, la llegada de un Ejército. Tienen los uniformes rotos, vagabundean como almas en pena, duermen en la Plaza Matriz, en la estación, en las barrancas del río. Están también entre los tenderetes, de a dos, de a cuatro, mirando con envidia a las mujeres, a la comida y al alcohol que los rodean. Los vecinos se empeñan en no hablarles, en no oírlos, en no verlos. —Las promesas atan las manos, ¿no es verdad? —dice Rufino, con timidez. Una arruga profunda parte su frente. —Las atan —asiente Caifás—. ¿Cómo podría desatarse una promesa hecha al Buen Jesús o a la Virgen? —¿Y una hecha al Barón? —dice Rufino, adelantando la cabeza. —Esa puede desatarla el Barón —dice Caifás. Llena de nuevo los vasos y beben. Entre el rumor de la feria, estalla una discusión violenta, lejana, que termina en risas. El cielo se ha encapotado, como si fuera a llover. —Sé lo que sientes —dice Caifás, de pronto—. Sé que no duermes y que todo en la vida ha muerto para ti. Que incluso cuando estás con los demás, como ahora conmigo, estás vengándote. Así es, Rufino, así es cuando se tiene honor. Una fila de hormigas recorre alineadamente la mesa, contorneando la botella que ha quedado vacía. Rufino las observa avanzar, desaparecer. Tiene su vaso en la mano y lo aprieta con fuerza. —Hay algo que debes tener presente —añade Caifás—. La muerte no basta, no lava la afrenta. La mano o el chicote en la cara, en cambio, sí. Porque la cara es tan sagrada como la madre o la mujer. Rufino se pone de pie. Acude la dueña del puesto y Caifás se lleva la mano al bolsillo, pero el rastreador lo ataja y paga. Esperan el vuelto en silencio, apartados por sus pensamientos. —¿Es cierto que tu madre se ha ido a Canudos? —pregunta Caifás. Y, como Rufino asiente —: Muchos se van. Epaminondas está contratando más hombres para la Guardia Rural. Viene un Ejército y quiere ayudarlo. También hay familia mía con el santo. Es difícil hacerle la guerra a la propia familia, ¿no Rufino? —Yo tengo otra guerra —murmura Rufino, guardando las monedas que le alcanza la mujer. —Espero que lo encuentres, que la enfermedad no lo haya matado —dice Caifás. Sus siluetas se desvanecen en el tumulto de la feria de Queimadas. —Hay algo que no entiendo, Barón —repitió el coronel José Bernardo Murau, desperezándose en la mecedora, en la que se balanceaba despacito, impulsándose con el pie—. El Coronel Moreira César nos odia y nosotros lo odiamos. Su venida es una gran victoria para Epaminondas y una derrota para lo que defendemos, que Río no se meta en nuestros asuntos. Y, sin embargo, el Partido Autonomista lo recibe en Salvador como un héroe y ahora competimos con Epaminondas a ver quién da más ayuda al Cortapescuezos. La estancia, fresca, encalada, vieja, con resquebrajaduras en la pared, lucía desarreglada; había un ramo de flores mustias en un jarrón de cobre y el suelo estaba desportillado. Por las ventanas se veían los cañaverales, encendidos por el sol, y, muy cerca de la casa, un grupo de servidores alistando unos caballos. —Los tiempos se han vuelto confusos, mi querido José Bernardo —sonrió el Barón de Cañabrava—. Ya ni las personas inteligentes se orientan en la selva en que vivimos. —Inteligente no lo fui nunca, ésa no es virtud de hacendados —refunfuñó el coronel Murau. Hizo un gesto vago hacia afuera—. Me he pasado medio siglo aquí sólo para llegar a la vejez y ver cómo todo se desmorona. Mi consuelo es que me moriré pronto y no veré la ruina total de esta tierra. Era, efectivamente, un hombre viejísimo, huesudo, con la piel bruñida y unas manos nudosas con las que se rascaba a menudo la cara mal afeitada. Vestía como un peón, un pantalón descolorido, una camisa abierta y, sobre ella, un chaleco de cuero crudo que había perdido los botones. —La mala racha pasará pronto —dijo Adalberto de Gumucio. —Para mí, no. —El hacendado hizo crujir los huesos de sus dedos—. ¿Saben cuántos se han marchado de estas tierras en los últimos años? Cientos de familias. La sequía del 77, el espejismo de los cafetales del Sur, del caucho del Amazonas, y, ahora, el maldito Canudos. ¿Saben la cantidad de gente que se va a Canudos? Abandonando casas, animales, trabajo, todo. A esperar allá el Apocalipsis y la llegada del Rey Don Sebastián. —Los miró, abrumado por la imbecilidad humana—. Les diré lo que va a ocurrir, sin ser inteligente. Moreira César impondrá a Epaminondas de Gobernador de Bahía y él y su gente nos» hostilizarán de tal modo que habrá que malvender las haciendas o regalarlas, e irse también. Frente al Barón y a Gumucio había una mesita con refrescos y una canasta de bizcochos, que nadie había probado. El Barón abrió una cajita de rapé, la ofreció a sus amigos, y aspiró con delectación. Quedó un momento con los ojos cerrados. —No les vamos a regalar el Brasil a los jacobinos, José Bernardo —dijo, abriéndolos—. Pese a que han preparado esta operación con mucha astucia, no les va a resultar. —Brasil ya es de ellos —lo interrumpió Murau—. La prueba es que Moreira César viene aquí, mandado por el gobierno. —Ha sido nombrado por presión del Club Militar de Río. un pequeño reducto jacobino, aprovechando la enfermedad del Presidente Moráis —dijo el Barón—. En realidad, ésta es una conjura contra Moráis. El plan es clarísimo. Canudos es el pretexto para que su hombre se infle de más gloria y prestigio. ¡Moreira César aplasta una conspiración monárquica! ¡Moreira César salva a la República! ¿No es ésa la mejor prueba de que sólo el Ejército puede garantizar la seguridad nacional? El Ejército al poder, entonces, la República Dictatorial. —Había estado sonriente, pero ahora se puso serio—. No lo vamos a permitir, José Bernardo. Porque no van a ser los jacobinos sino nosotros los que vamos a aplastar la conspiración monárquica. —Hizo una mueca de asco—. No se puede actuar como caballeros, querido. La política es un quehacer de rufianes. La frase tocó algún resorte íntimo del viejo Murau, porque su expresión se animó y lo vieron echarse a reír. —Está bien, me rindo, señores rufianes —exclamó—. Mandaré mulas, pisteros, provisiones y lo que haga falta al Cortapescuezos. ¿Debo alojar también, aquí, al Séptimo Regimiento? —Es seguro que no pasará por tu tierra —le agradeció el Barón—. Ni siquiera tendrás que verle la cara. —No podemos dejar que el Brasil nos crea alzados contra la República, y hasta complotando con Inglaterra para restaurar la monarquía —dijo Adalberto de Gumucio—. ¿No te das cuenta, José Bernardo? Hay que desmontar esa intriga, y muy pronto. Con el patriotismo no se juega. —Epaminondas ha jugado y ha jugado bien —masculló Murau. —Es cierto —admitió el Barón—. Yo, tú, Adalberto, Viana, todos creíamos que no había que darle importancia. Lo cierto es que Epaminondas ha demostrado ser un adversario peligroso. —Toda la intriga contra nosotros es barata, grotesca, de una vulgaridad total —dijo Gumucio. —Pero le ha dado buenos resultados, hasta ahora. —El Barón echó un vistazo hacia el exterior: sí, los caballos estaban listos. Anunció a sus amigos que mejor seguía viaje de una vez, ya que había logrado su objetivo: convencer al hacendado más terco de Bahía. Iría a ver si Estela y Sebastiana podían partir. José Bernardo Murau le recordó entonces que un hombre, venido de Queimadas, lo esperaba desde hacía dos horas. El Barón lo había olvidado por completo. «Es cierto, es cierto», murmuró. Y ordenó que lo hicieran pasar. Un instante después se recortó en la puerta la silueta de Rufino. Lo vieron quitarse el sombrero de paja, hacer una venia al dueño de casa y a Gumucio, ir hacia el Barón, inclinarse y besarle la mano. —Cuánto me alegro de verte, ahijado —le dijo éste, palmeándolo con afecto—. Qué bueno que vinieras a vernos. ¿Cómo está Jurema? ¿Por qué no la trajiste? A Estela le hubiera gustado verla. Advirtió que el guía permanecía cabizbajo, estrujando el sombrero y de pronto, lo notó terriblemente avergonzado. Sospechó entonces cuál podía ser el motivo de la visita de su antiguo peón. —¿Le ha pasado algo a tu mujer? —preguntó—. ¿Está enferma Jurema? ' —Dame permiso para romper la promesa, padrino —dijo Rufino, de un tirón. Gumucio y Murau, que habían estado distraídos, se interesaron en el diálogo. En el silencio, que se había vuelto enigmático y tenso, el Barón demoró en darse cuenta que podía decir eso que oía, en saber qué le pedían. —¿Jurema? —dijo, pestañeando, retrocediendo, escarbando en la memoria—. ¿Te ha hecho algo? ¿No te habrá abandonado, no, Rufino? ¿Quieres decir que lo ha hecho, que se ha ido con otro hombre? La mata de pelos lacios y sucios que tenía delante, asintió casi imperceptiblemente. Ahora comprendió el Barón por qué Rufino le ocultaba los ojos. y supo el esfuerzo que estaba haciendo y cuánto padecía. Sintió compasión por él. —¿Para qué, Rufino? —dijo, con un ademán apenado—. ¿Qué ganarías? Desgraciarte dos veces en lugar de una. Si se ha ido, en cierta forma se murió. se mató ella sola. Olvídate de Jurema. Olvídate un tiempo de Queimadas. también. Ya conseguirás otra mujer que te sea fiel. Ven con nosotros a Culumbí, donde tienes tantos amigos. Gumucio y José Bernardo Murau esperaban con curiosidad la respuesta de Rufino. El primero se había servido un vaso de refresco y lo tenía junto a los labios, sin beber. —Dame permiso para romper la promesa, padrino —dijo, al fin, el rastreador, sin levantar los ojos. Una sonrisa cordial, de aprobación, brotó en Adalberto de Gumucio, que seguía muy atento la conversación entre el Barón y su antiguo servidor. José Bernardo Murau, en cambio, se había puesto a bostezar. El Barón se dijo que cualquier razonamiento sería inútil, que tenía que aceptar lo inevitable y decir sí o no, pero no engañarse tratando de hacer cambiar de decisión a Rufino. Aun así, intentó ganar tiempo: —¿Quién se la ha robado? —murmuró—. ¿Con quién se ha ido? Rufino esperó un segundo antes de hablar. —Un extranjero que vino a Queimadas —dijo. Hizo otra pausa y, con sabia lentitud, añadió —: Lo mandaron donde mí. Quería ir a Canudos, a llevarles armas a los yagunzos. El vaso se desprendió de las manos de Adalberto de Gumucio y se hizo trizas a sus pies, pero ni el ruido ni las salpicaduras ni la lluvia de astillas distrajo^ a los tres hombres que, con los ojos muy abiertos, miraban asombrados al rastreador. Éste permanecía inmóvil, cabizbajo, callado, se hubiera dicho que ignorante del efecto que acababa de causar. El Barón fue el primero en reponerse. —¿Un extranjero quería llevar armas a Canudos? —El esfuerzo que hacía por parecer natural estropeaba más su voz. —Quería pero no fue —asintió la mata de pelos sucios. Rufino mantenía la postura respetuosa y miraba siempre al suelo—. El coronel Epaminondas lo mandó matar. Y lo cree muerto. Pero no lo está. Jurema lo salvó. Y ahora Jurema y él están juntos. Gumucio y el Barón se miraron, maravillados, y José Bernardo Murau hacía esfuerzos por incorporarse de la mecedora, gruñendo algo. El Barón se levantó antes que él. Estaba pálido y las manos le temblaban. Ni siquiera ahora parecía advertir el rastreador la agitación que provocaba en los tres hombres. —O sea que Galileo Gall está vivo —articuló, por fin, Gumucio, golpeándose una palma con el puño—. O sea que el cadáver quemado, la cabeza cortada y toda esa truculencia… —No se la cortaron, señor —lo interrumpió Rufino y otra vez reinó un silencio eléctrico en la salita desarreglada—. Le cortaron los pelos largos que tenía. El que mataron era un alunado que asesinó a sus hijos. El extranjero está vivo. Calló y aunque Adalberto de Gumucio y José Bernardo Murau le hicieron varias preguntas a la vez, y le pidieron detalles y le exigieron que hablara, Rufino guardó silencio. El Barón conocía bastante a la gente de su tierra para saber que el guía había dicho lo que tenía que decir y que nadie ni nada le sacaría una palabra más. —¿Hay alguna otra cosa que puedas contarnos, ahijado? —Le había puesto una mano en el hombro y no disimulaba lo conmovido que estaba. Rufino movió la cabeza. —Te agradezco que vinieras —dijo el Barón—. Me has hecho un gran servicio, hijo. A todos nosotros. Al país también, aunque tú no lo sepas. La voz de Rufino volvió a sonar, más insistente que antes: —Quiero romper la promesa que te hice, padrino. El Barón asintió, apesadumbrado. Pensó que iba a dictar una sentencia de muerte contra alguien que tal vez era inocente, o que tenía razones poderosas y respetables, y que iba a sentirse mal y repelido por lo que iba a decir, y, sin embargo, no podía hacer otra cosa. —Haz lo que tu conciencia te pida —murmuró—. Que Dios te acompañe y te perdone. Rufino alzó la cabeza, suspiró, y el Barón vio que sus ojitos estaban ensangrentados y húmedos y que su cara era la de un hombre que ha sobrevivido a una terrible prueba. Se arrodilló y el Barón le hizo la señal de la cruz en la frente y le dio otra vez a besar su mano. El rastreador se levantó y salió de la habitación sin siquiera mirar a las otras dos personas. El primero en hablar fue Adalberto de Gumucio: —Me inclino y rindo honores —dijo, escrutando los pedazos de vidrio diseminados a sus pies—. Epaminondas es un hombre de grandes recursos. Es verdad, estábamos equivocados con él. —Lástima que no sea de los nuestros —agregó el Barón. Pero, a pesar de lo extraordinario del descubrimiento que había hecho, no pensaba en Epaminondas Gonce, sino en Jurema, la muchacha que Rufino iba a matar, y en la pena que su mujer sentiría si lo llegaba a saber. |
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