"La guerra del fin del mundo" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)IICuando la sequía de 1877, en los meses de hambruna y epidemias que mataron a la mitad de hombres y animales de la región, el Consejero ya no peregrinaba solo sino acompañado, o mejor dicho seguido (él parecía apenas darse cuenta de la estela humana que prolongaba sus huellas) por hombres y mujeres que, algunos tocados en el alma por sus consejos, otros por curiosidad o simple inercia, abandonaban lo que tenían para ir tras él. Unos lo escoltaban un trecho de camino, algunos pocos parecían estar a su lado para siempre. Pese a la sequía, él seguía andando, aunque los campos estuvieran ahora sembrados de osamentas de res que picoteaban los buitres y lo recibieran poblados semivacíos. Que a lo largo de 1877 dejara de llover, se secaran los ríos y aparecieran en las caatingas innumerables caravanas de retirantes que, llevando en carromatos o sobre los hombros las miserables pertenencias, deambulaban en busca de agua y de sustento, no fue tal vez lo más terrible de ese año terrible. Si no, tal vez, los bandoleros y las cobras que erupcionaron los sertones del Norte. Siempre había habido gente que entraban a las haciendas a robar ganado, se tiroteaban con los capangas de los terratenientes y saqueaban aldeas apartadas y a las que periódicamente venían a perseguir las volantes de la policía. Pero con el hambre las cuadrillas de bandoleros se multiplicaron como los panes y pescados bíblicos. Caían, voraces y homicidas, en los pueblos ya diezmados por la catástrofe para apoderarse de los últimos comestibles, de enseres y vestimentas y reventar a tiros a los moradores que se atrevían a enfrentárseles. Pero al Consejero nunca lo ofendieron de palabra u obra. Se cruzaban con él, en las veredas del desierto, entre los cactos y las piedras, bajo un cielo de plomo, o en la intrincada caatinga donde se habían marchitado los matorrales y los troncos comenzaban a cuartearse. Los cangaceiros, diez, veinte hombres armados con todos los instrumentos capaces de cortar, punzar, perforar, arrancar, veían al hombre flaco de hábito morado, que paseaba por ellos un segundo, con su acostumbrada indiferencia, sus ojos helados y obsesivos, y proseguía haciendo las cosas que solía hacer: orar, meditar, andar, aconsejar. Los peregrinos palidecían al ver a los hombres del cangaco y se apiñaban alrededor del Consejero como pollos en torno a la gallina. Los bandoleros, comprobando su extrema pobreza, seguían de largo, pero, a veces, se detenían al reconocer al santo cuyas profecías habían llegado a sus oídos. No lo interrumpían si estaba orando; esperaban que se dignara verlos. Él les hablaba al fin, con esa voz cavernosa que sabía encontrar los atajos del corazón. Les decía cosas que podían entender, verdades en las que podían creer. Que esta calamidad era sin duda el primero de los anuncios de la llegada del Anticristo y de los daños que precederían la resurrección de los muertos y el Juicio Final. Que si querían salvar el alma debían prepararse para las contiendas que se librarían cuando los demonios del Anticristo —que sería el Perro mismo venido a la tierra a reclutar prosélitos — invadieran como mancha de fuego los sertones. Igual que los vaqueros, los peones, los libertos y los esclavos, los cangaceiros reflexionaban. Y algunos de ellos —el cortado Pajeú, el enorme Pedráo y hasta el más sanguinario de todos: Joáo Satán — se arrepentían de sus crímenes, se convertían al bien y lo seguían. Y, como los bandoleros, lo respetaron las serpientes de cascabel que asombrosamente y por millares brotaron en los campos a raíz de la sequía. Largas, resbaladizas, triangulares, contorsionantes, abandonaban sus guaridas y ellas también se retiraban, como los hombres, y en su fuga mataban niños, terneros, cabras y no vacilaban en ingresar a pleno día a los poblados en pos de sustento. Eran tan numerosas que no había acuanes bastantes para acabar con ellas y no fue raro ver, en esa época trastornada, serpientes que se comían a esa ave de rapiña en vez de, como antaño, ver al acuán levantando el vuelo con su presa en el pico. Los sertaneros debieron andar día y noche con palos y machetes y hubo retirantes que llegaron a matar cien crótalos en un solo día. Pero el Consejero no dejó de dormir en el suelo, donde lo sorprendiera la noche. Una tarde, que oyó a sus acompañantes hablando de serpientes, les explicó que no era la primera vez que sucedía. Cuando los hijos de Israel regresaban de Egipto a su país, y se quejaban de las penalidades del desierto, el Padre les envió en castigo una plaga de ofidios. Intercedió Moisés y el Padre le ordenó fabricar una serpiente de bronce a la que bastaba mirar para curarse de la mordedura. ¿Debían hacer ellos lo mismo? No, pues los milagros no se repetían. Pero seguramente el Padre vería con buenos ojos que llevaran, como detente, la cara de Su Hijo. Una mujer de Monte Santo, María Quadrado, cargó desde entonces en una urna un pedazo de tela con la imagen del Buen Jesús pintada por un muchacho de Pombal que por piadoso se había ganado el nombre de Beatito. El gesto debió complacer al Padre pues ninguno de los peregrinos fue mordido. Y también respetaron al Consejero las epidemias que, a consecuencia de la sequía y el hambre, se encarnizaron en los meses y años siguientes contra los que habían conseguido sobrevivir. Las mujeres abortaban a poco de ser embarazadas, los niños perdían los dientes y el pelo, y los adultos, de pronto, comenzaban a escupir y a defecar sangre, se hinchaban de tumores o llagaban con sarpullidos que los hacían revolcarse contra los cascajos como perros sarnosos. El hombre filiforme seguía peregrinando entre la pestilencia y mortandad, imperturbable, invulnerable, como un bajel de avezado piloto que navega hacia buen puerto sorteando tempestades. ¿A qué puerto se dirigía el Consejero tras ese peregrinar incesante? Nadie se lo preguntaba ni él lo decía ni probablemente lo sabía. Iba ahora rodeado por decenas de seguidores que lo habían abandonado todo para consagrarse al espíritu. Durante los meses de la sequía el Consejero y sus discípulos trabajaron sin tregua dando sepultura a los muertos de inanición, peste o angustia que encontraban a la vera de los caminos, cadáveres corruptos y comidos por las bestias y aun por humanos. Fabricaban cajones y cavaban fosas para esos hermanos y hermanas. Eran una variopinta colectividad donde se mezclaban razas, lugares, oficios. Había entre ellos encuerados que habían vivido arreando el ganado de los coroneles hacendados; caboclos de pieles rojizas cuyos tatarabuelos indios vivían semidesnudos, comiéndose los corazones de sus enemigos; mamelucos que fueron capataces, hojalateros, herreros, zapateros o carpinteros y mulatos y negros cimarrones huidos de los cañaverales del litoral y del potro, los cepos, los vergazos con salmuera y demás castigos inventados en los ingenios para los esclavos. Y había las mujeres, viejas y jóvenes, sanas o tullidas, que eran siempre las primeras en conmoverse cuando el Consejero, durante el alto nocturno, les hablaba del pecado, de las vilezas del Can o de la bondad de la Virgen. Eran ellas las que zurcían el hábito morado convirtiendo en agujas las espinas de los cardos y en hilo las fibras de las palmeras y las que se ingeniaban para hacerle uno nuevo cuando el viejo se desgarraba en los arbustos, y las que le renovaban las sandalias y se disputaban las viejas para conservar, corno reliquias, esas prendas que habían tocado su cuerpo. Eran ellas las que, cada tarde, cuando los hombres habían prendido las fogatas, preparaban el angú de harina de arroz o de maíz o de mandioca dulce con agua y las buchadas de zapallo que sustentaban a los peregrinos. Éstos nunca tuvieron que preocuparse por el alimento, pues eran frugales y recibían dádivas por donde pasaban. De los humildes, que corrían a llevarle al Consejero una gallina o una talega de maíz o quesos recién hechos, y también de los propietarios que, cuando la corte harapienta pernoctaba en las alquerías y, por iniciativa propia y sin cobrar un centavo, limpiaba y barría las capillas de las haciendas, les mandaban con sus sirvientes leche fresca, víveres y, a veces, una cabrita o un chivo. Había dado ya tantas vueltas, andado y desandado tantas veces por los sertones, subido y bajado tantas chapadas, que todo el mundo lo conocía. También los curas. No había muchos y los que había estaban como perdidos en la inmensidad del sertón y eran, en todo caso, insuficientes para mantener vivas a las abundantes iglesias que eran visitadas por pastores sólo el día del santo del pueblo. Los vicarios de algunos lugares, como Tucano y Cumbe, le permitían hablar a los fieles desde el pulpito y se llevaban bien con él; otros, como los de Entre Ríos e Itapicurú se lo prohibían y lo combatían. En los demás, para retribuirle lo que hacía por las iglesias y los cementerios, o porque su fuerza entre las almas sertaneras era tan grande que no querían indisponerse con sus parroquianos, los vicarios consentían a regañadientes a que, luego de la misa, rezara letanías y predicara en el atrio. ¿Cuándo se enteraron el Consejero y su corte de penitentes que, en 1888, allá lejos, en esas ciudades cuyos nombres incluso les sonaban extranjeros —Sao Paulo, Río de Janeiro, la propia Salvador, capital del Estado — la monarquía había abolido la esclavitud y que la medida provocaba agitación en los ingenios bahianos que, de pronto, se quedaron sin brazos? Sólo meses después de decretada subió a los sertones la noticia, como subían las noticias a esas extremidades del Imperio —demoradas, deformadas y a veces caducas — y las autoridades la hicieron pregonar en las plazas y clavar en la puerta de los municipios. Y es probable que, al año siguiente, el Consejero y su estela se enteraran con el mismo retraso que la nación a la que sin saberlo pertenecían había dejado de ser Imperio y era ahora República. Nunca llegaron a saber que este acontecimiento no despertó el menor entusiasmo en las viejas autoridades, ni en los ex–propietarios de esclavos (seguían siéndolo de cañaverales y rebaños) ni en los profesionales y funcionarios de Bahía que veían en esta mudanza algo así como el tiro de gracia a la ya extinta hegemonía de la ex–capital, centro de la vida política y económica del Brasil por doscientos años y ahora nostálgica pariente pobre, que veía desplazarse hacia el Sur todo lo que antes era suyo —la prosperidad, el poder, el dinero, los brazos, la historia—, y aunque lo hubieran sabido no lo hubieran entendido ni les hubiera importado, pues las preocupaciones del Consejero y los suyos eran otras. Por lo demás ¿qué había cambiado para ellos aparte de algunos nombres? ¿No era este paisaje de tierra reseca y cielo plúmbeo el de siempre? Y a pesar de haber pasado varios años de la sequía ¿no continuaba la región curando sus heridas, llorando a sus muertos, tratando de resucitar los bienes perdidos? ¿Qué había cambiado ahora que había Presidente en vez de Emperador en la atormentada tierra del Norte? ¿No seguía luchando contra la esterilidad del suelo y la avaricia del agua el labrador para hacer brotar el maíz, el fréjol, la papa y la mandioca y para mantener vivos a los cerdos, las gallinas y las cabras? ¿No seguían llenas de ociosos las aldeas y no eran todavía peligrosos los caminos por los bandidos? ¿No había por doquier ejércitos de pordioseros como reminiscencia de los estragos de 1877? ¿No eran los mismos los contadores de fábulas? ¿No seguían, pese a los esfuerzos del Consejero, cayéndose a pedazos las casas del Buen Jesús? Pero sí, algo cambió con la República. Para mal y confusión del mundo: la Iglesia fue separada del Estado, se estableció la libertad de cultos y se secularizaron los cementerios, de los que ya no se ocuparían las parroquias sino los municipios. En tanto que los vicarios, desconcertados, no sabían qué decir ante esas novedades que la jerarquía se resignaba a aceptar, el Consejero sí lo supo, al instante: eran impiedades inadmisibles para el creyente. Y cuando supo que se había entronizado el matrimonio civil —como si un sacramento creado por Dios no fuera bastante — él sí tuvo la entereza de decir en voz alta, a la hora de los consejos, lo que los párrocos murmuraban: que ese escándalo era obra de protestantes y masones. Como, sin duda, esas otras disposiciones extrañas, sospechosas, de las que se iban enterando por los pueblos: el mapa estadístico, el censo, el sistema métrico decimal. A los aturdidos sertaneros que acudían a preguntarle qué significaba todo eso, el Consejero se lo explicaba, despacio: querían saber el color de la gente para restablecer la esclavitud y devolver a los morenos a sus amos, y su religión para identificar a los católicos cuando comenzaran las persecuciones. Sin alzar la voz, los exhortaba a no responder a semejantes cuestionarios ni a aceptar que el metro y el centímetro sustituyeran a la vara y el palmo. Una mañana de 1893, al entrar en Natuba, el Consejero y los peregrinos oyeron un zumbido de avispas embravecidas que subía al cielo desde la Plaza Matriz, donde los hombres y mujeres se habían congregado para leer o escuchar leer unos edictos recién colados en las tablas. Les iban a cobrar impuestos, la República les quería cobrar impuestos. ¿Y qué eran los impuestos?, preguntaban muchos lugareños. Como los diezmos, les explicaban otros. Igual que, antes, si a un morador le nacían cincuenta gallinas debía dar cinco a la misión y una arroba de cada diez que cosechaba, los edictos establecían que se diera a la República una parte de todo lo que uno heredaba o producía. Los vecinos tenían que declarar en los municipios, ahora autónomos, lo que tenían y lo que ganaban para saber lo que les correspondería pagar. Los perceptores de impuestos incautarían para la República todo lo que hubiera sido ocultado o rebajado de valor. El instinto animal, el sentido común y siglos de experiencia hicieron comprender a los vecinos que aquello sería tal vez peor que la sequía, que los perceptores de impuestos resultarían más voraces que los buitres y los bandidos. Perplejos, asustados, encolerizados, se codeaban y se comunicaban unos a otros su aprensión y su ira, en voces que, mezcladas, integradas, provocaban esa música beligerante que subía al cielo de Natuba cuando el Consejero y sus desastrados ingresaron al pueblo por la ruta de Cipó. Las gentes rodearon al hombre de morado y le obstruyeron el camino a la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción (recompuesta y pintada por él mismo varias veces en las décadas anteriores) donde se dirigía con sus trancadas de siempre, para contarle las nuevas que él, serio y mirando a través de ellos, apenas pareció escuchar. Y, sin embargo, instantes después, al tiempo que una suerte de explosión interior ponía sus ojos ígneos, echó a andar, a correr, entre la muchedumbre que se abría a su paso, hacia las tablas con los edictos. Llegó hasta ellas y sin molestarse en leerlas las echó abajo, con la cara descompuesta por una indignación que parecía resumir la de todos. Luego pidió, con voz vibrante, que quemaran esas maldades escritas. Y cuando, ante los ojos sorprendidos de los concejales, el pueblo lo hizo y, además, empezó a celebrar, reventando cohetes como en día de feria, y el fuego disolvió en humo los edictos y el susto que provocaron, el Consejero, antes de ir a rezar a la Iglesia de la Concepción, dio a los seres de ese apartado rincón una grave primicia: el Anticristo estaba en el mundo y se llamaba República. —Pitos, sí, Señor Comisionado —repite, sorprendiéndose una vez más de lo que ha vivido y, sin duda, recordado y contado muchas veces el Teniente Pires Ferreira—. Sonaban muy fuertes en la noche. Mejor dicho, en el amanecer. El hospital de campaña es una barraca de tablas y techo de hojas de palma acondicionada de cualquier manera para albergar a los soldados heridos. Está en las afueras de Joazeiro, cuyas casas y calles paralelas al ancho río San Francisco — encaladas o pintadas de colores — se divisan entre los tabiques, bajo las copas polvorientas de esos árboles que han dado nombre a la ciudad. —Echamos doce días de aquí a Uauá, que está ya a las puertas de Canudos, todo un éxito–dice el Teniente Pires Ferreira—. Mis hombres se caían de fatiga, así que decidí acampar allí. Y, a las pocas horas, nos despertaron los pitos. Hay dieciséis heridos, tumbados en hamacas, en filas que se miran: toscos vendajes, cabezas, brazos y piernas manchados de sangre, cuerpos desnudos y semidesnudos, pantalones y guerreras en hilachas. Un médico de batín blanco, recién llegado, pasa revista a los heridos, seguido por un enfermero que carga un botiquín. La apariencia saludable, ciudadana, del médico contrasta con las caras derrotadas y los pelos apelmazados de sudor de los soldados. Al fondo de la barraca, una voz angustiada habla de confesión. —¿No puso usted centinelas? ¿No se le ocurrió que podían sorprenderlos, Teniente? —Había cuatro centinelas, Señor Comisionado —replica Pires Ferreira, mostrando cuatro dedos enérgicos—. No nos sorprendieron. Cuando escuchamos los pitos, la compañía entera se levantó y se preparó para el combate. —Baja la voz —: Pero no vimos llegar al enemigo sino a una procesión. Por una esquina de la barraca–hospital, a la orilla del río surcado por barcas cargadas de sandías, se distingue el pequeño campamento, donde se halla el resto de la tropa: soldados tumbados a la sombra de unos árboles, fusiles alineados en grupos de a cuatro, tiendas de campaña. Pasa, ruidosa, una bandada de loros. —¿Una procesión —Venían por el rumbo de Canudos —explica, dirigiéndose siempre al Comisionado—. Eran quinientos, seiscientos, quizá mil. El Comisionado alza las manos y su adjunto mueve la cabeza, también incrédulo. Son, salta a la vista, gente de la ciudad. Han llegado a Joázeiro esa misma mañana en el tren de Salvador y están aún aturdidos y magullados por el traqueteo, incómodos en sus sacones de anchas mangas, en los bolsudos pantalones y botas que ya se han ensuciado, acalorados, seguramente disgustados de estar allí, rodeados de carne herida, de pestilencia, y de tener que investigar una derrota. Mientras hablan con el Teniente Pires Ferreira van de hamaca en hamaca y el Comisionado, hombre adusto, se inclina a veces a dar una palmada a los heridos. Él sólo escucha lo que dice el Teniente, pero su adjunto toma notas, igual que el otro recién llegado, el de la vocecita resfriada, el que estornuda con frecuencia. —¿Quinientos, mil? —dijo el Comisionado con sarcasmo—. La denuncia del Barón de Cañabrava llegó a mi despacho y la conozco, Teniente. Los invasores de Canudos, incluidas las mujeres y criaturas, fueron doscientos. El Barón debe saberlo, es el dueño de la hacienda. —Eran mil, miles —murmura el herido de la hamaca más próxima, un mulato de piel clara y pelos crespos, con el hombro vendado—. Se lo juro, señor. El Teniente Pires Ferreira lo hace callar con un movimiento tan brusco que roza la pierna del herido que tiene a su espalda y el hombre ruge de dolor. El Teniente es joven, más bien bajo, de bigotitos recortados como los usan los petimetres que, allá, en Salvador, se reúnen en las confiterías de la rua de Chile a la hora del té. Pero la fatiga, la frustración, los nervios han rodeado ahora ese bigotito francés de ojeras violáceas, piel lívida y una mueca. Está sin afeitar, con los cabellos revueltos, el uniforme desgarrado y el brazo derecho en cabestrillo. Al fondo, la voz incoherente sigue hablando de confesión y santos óleos. Pires Ferreira se vuelve hacia el Comisionado: —De niño viví en una hacienda, aprendí a contar a los rebaños de un vistazo — murmura—. No estoy exagerando. Había más de quinientos, y, quizá, mil. —Traían una cruz de madera, enorme, y una bandera del Divino Espíritu Santo —agrega alguien, desde una hamaca. Y, antes que el Teniente pueda atajarlos, otros se atropellan, contando: traían también imágenes de santos, rosarios, todos soplaban esos pitos o cantaban Kyrie Eleisons y vitoreaban a San Juan Bautista, a la Virgen María, al Buen Jesús y al Consejero. Se han incorporado en las hamacas y se disputan la palabra hasta que el Teniente les ordena callar. —Y, de pronto, se nos echaron encima —prosigue, en medio del silencio—. Parecían tan pacíficos, parecían una procesión de Semana Santa, ¿cómo iba a atacarlos? Y, de repente, empezaron a dar mueras y a disparar a quemarropa. Eramos uno contra ocho, contra diez. —¿A dar mueras? —lo interrumpe la vocecita impertinente. —Mueras a la República —dice el Teniente Pires Ferreira—. Mueras al Anticristo. —Se dirige de nuevo al Comisionado —: No tengo nada que reprocharme. Los hombres pelearon como bravos. Resistimos más de cuatro horas, Señor. Sólo ordené la retirada cuando nos quedamos sin munición. Ya sabe usted los problemas que tuvimos con los Mánnlichers. Gracias a la disciplina de los soldados pudimos llegar hasta aquí en sólo diez días. —La venida fue más rápida que la ida —gruñe el Comisionado. —Vengan, vengan, vean esto —los llama el médico del batín blanco, desde una esquina. El grupo de civiles y el Teniente cruzan las hamacas para llegar hasta él. Bajo el batín, el médico lleva uniforme militar, color azul añil. Ha retirado el vendaje de un soldado aindiado, que se tuerce de dolor, y está mirando con interés el vientre del hombre. Se los señala como algo precioso: junto a la ingle, hay una boca purulenta del tamaño de un puño, con sangre coagulada en los bordes y carne que late. — ¡Una bala explosiva! —exclama el médico, con entusiasmo, espolvoreando la piel tumefacía con un polvillo blanco—. Al penetrar en el cuerpo, estalla como el —¿Lo ve, Señor Comisionado? —dice el Teniente Pires Ferreira, con aire triunfante—. Estaban armados hasta los dientes. Tenían fusiles, carabinas, espingardas, machetes, puñales, porras. En cambio, nuestros Mánnlichers se atoraban y… Pero el que delira sobre la confesión y los santos óleos ahora da gritos y habla de imágenes sagradas, de la bandera del Divino, de los pitos. No parece herido; está amarrado a una estaca, con el uniforme mejor conservado que el del Teniente. Cuando ve acercarse al médico y al grupo de civiles les implora, con ojos llorosos: — ¡Confesión, señores! ¡Se lo pido! ¡Se lo pido! —¿Es el médico de su compañía, el doctor Antonio Alves de Santos? —pregunta el médico del batín—. ¿Por qué lo tiene usted amarrado? —Ha intentado matarse, señor —balbucea Pires Ferreira—. Se disparó un tiro y de milagro alcancé a desviarle la mano. Está así desde el combate en Uauá, no sabía qué hacer con él. En vez de ser una ayuda, se convirtió en un problema más, sobre todo durante la retirada. —Apártense, señores —dice el médico del batín—. Déjenme solo con él, yo lo calmaré. Cuando el Teniente y los civiles le obedecen, vuelve a oírse la vocecita nasal, inquisitiva, perentoria, del hombre que ha interrumpido varias veces las explicaciones: —¿Cuántos muertos y heridos en Lola, Teniente? En su compañía y entre los bandidos. —Diez muertos y dieciséis heridos entre mis hombres —responde Pires Ferreira, con un gesto impaciente—. El enemigo tuvo un centenar de bajas, por lo menos. Todo eso está en el informe que les he entregado, señor. —No soy de la Comisión, sino del —He viajado seiscientos kilómetros sólo para hacerle estas preguntas, Teniente Pires Ferreira —dice. Y estornuda. Joáo Grande nació cerca del mar, en un ingenio del Reconcavo, cuyo dueño, el caballero Adalberto de Gumucio, era gran aficionado a los caballos. Se preciaba de tener los alazanes más briosos y las yeguas de tobillos más finos de Bahía y de haber logrado estos especímenes sin necesidad de sementales ingleses, mediante sabios apareamientos que él mismo vigilaba. Se preciaba menos (en público) de haber conseguido lo mismo con los esclavos de la senzala, para no remover las aguas turbias de las disputas que esto le había traído con la Iglesia y con el propio Barón de Cañabrava, pero lo cierto era que con los esclavos había procedido ni más ni menos que con los caballos. Su proceder era dictado por el ojo y la inspiración. Consistía en seleccionar a las negritas más ágiles y mejor formadas y en amancebarlas con los negros que por su armonía de rasgos y nitidez de color él llamaba más puros. Las mejores parejas recibían alimentación especial y privilegios de trabajo a fin de que estuvieran en condiciones de fecundar muchas veces. El capellán, los misioneros y la jerarquía de Salvador habían amonestado repetidas veces al caballero por barajar de este modo a los negros, «haciéndolos vivir en bestialidad», pero, en vez de poner fin a esas prácticas, las reprimendas sólo las hicieron más discretas. Joáo Grande fue el resultado de una de esas combinaciones que llevaba a cabo ese hacendado de gustos perfeccionistas. En su caso, sin duda, nació un magnífico producto. El niño tenía unos ojos muy vivos y unos dientes que, cuando reía, llenaban de luz su cara redonda, de color azulado parejo. Era rollizo, gracioso, juguetón, y su madre —una bella mujer que paría cada nueve meses — imaginó para él un futuro excepcional. No se equivocó. El caballero Gumucio se encariñó con él cuando aún gateaba y lo sacó de la senzala para llevarlo a la casagrande —construcción rectangular, de tejado de cuatro aguas, con columnas toscanas y barandales de madera desde los que se dominaban los cañaverales, la capilla neoclásica, la fábrica donde se molía la caña, el alambique y una avenida de palmeras imperiales — pensando que podía ser paje de sus hijas y, más tarde, mayordomo o conductor de carroza. No quería que se estropeara precozmente, como ocurría a menudo con los niños dedicados a la roza, el plante y la zafra. Pero quien se apropió de Joáo Grande fue la señorita Adelinha Isabel de Gumucio, hermana soltera del caballero, que vivía con él. Era delgadita, menuda, con una naricilla que parecía estar olisqueando los olores feos del mundo, y dedicaba el tiempo a tejer cofias, mantones, a bordar manteles, colchas y blusas o a preparar dulces, quehaceres para los que estaba dotada. Pero la mayoría de las veces, los bollos con crema, las tortas de almendra, los merengues con chocolate, los mazapanes esponjosos que hacían las delicias de sus sobrinos, de su cuñada y de su hermano ella ni los probaba. La señorita Adelinha quedó prendada de Joáo Grande desde el día que lo vio trepándose al depósito del agua. Asustada al ver a dos metros del suelo a un niño que apenas podía tenerse de pie, le ordenó que bajara, pero Joáo siguió subiendo la escalerilla. Cuando la señorita llamó a un criado, el niño ya había llegado al borde y caído al agua. Lo sacaron vomitando, con los ojos redondeados por el susto. Adelinha lo desnudó, lo arropó y lo tuvo en brazos hasta que se quedó dormido. Poco después, la hermana del caballero Gumucio instaló a Joáo en su cuarto, en una de las cunas que habían usado sus sobrinas, y lo hizo dormir a su lado, como otras damas a sus mucamas de confianza y a sus perritos falderos. Joáo fue desde entonces un privilegiado. Adelinha lo tenía siempre enfundado en unos mamelucos azul marino, rojo sangre o amarillo oro que le cosía ella misma. La acompañaba cada tarde al promontorio desde el cual se veían las islas y el sol del crepúsculo, incendiándolas, y cuando hacía visitas y recorridos de beneficencia por los caseríos. Los domingos, iba con ella a la iglesia, llevándole el reclinatorio. La señorita le enseñó a sujetar las madejas para que ella escarmenara la lana, a cambiar los carretes del telar, a combinar los tintes y enhebrar las agujas, así como a servirle de amanuense en la cocina. Medían juntos el tiempo de las cocciones rezando en voz alta los credos y padrenuestros que las recetas prescribían. Ella en persona lo preparó para la primera comunión, comulgó con él y le hizo un chocolate opíparo para festejar el acontecimiento. Pero, contrariamente a lo que hubiera debido ocurrir con un niño crecido entre paredes revestidas de papel pintado, mobiliario de Jacaranda forrado de damasco y sedas y armarios repletos de cristales, a la sombra de una mujer delicada y consagrado a actividades femeninas, Joáo Grande no se convirtió en un ser suave, doméstico, como les ocurría a los esclavos caseros. Fue desde niño descomunalmente fuerte, tanto que, pese a tener la edad de Joáo Meninho, el hijo de la cocinera, parecía llevarle varios años. Era brutal en sus juegos y la señorita solía decir, con pena: «No está hecho para la vida civilizada. Extraña el bosque». Porque el muchacho vivía al acecho de cualquier ocasión para salir al campo a trotar. Una vez que cruzaban los cañaverales, al verlo mirar con codicia a los negros que medio desnudos y con machetes trabajaban entre las hojas verdes, la señorita le comentó: «Parece que los envidiaras». Él repuso: «Sí, ama, los envidio». Tiempo después, el caballero Gumucio, le hizo poner un brazalete de luto y lo mandó a las cuadras del ingenio para asistir al entierro de su madre. Joáo no sintió mayor emoción, pues la había visto muy poco. Estuvo vagamente incómodo a lo largo de la ceremonia, bajo una enramada de paja, y en el desfile al cementerio, rodeado de negras y negros que lo miraban sin disimular su envidia o su desprecio por sus bombachas, su blusa a listas y sus zapatones, que contrastaban tanto con sus camisolas de brin y sus pies descalzos. Nunca se mostró afectuoso con su ama, lo que había hecho pensar a la familia Gumucio que era, tal vez, uno de esos rústicos sin sentimientos, capaces de escupir en la mano que les daba de comer. Pero ni siquiera este antecedente les podía haber hecho sospechar que Joáo Grande fuera capaz de hacer lo que hizo. Ocurrió durante el viaje de la señorita Adelinha al Convento de la Encarnación, donde hacía retiro todos los años. Joáo Meninho conducía el coche tirado por dos caballos y Joáo Grande iba junto a él en el pescante. El viaje tomaba unas ocho horas; salían de la hacienda al amanecer para llegar al Convento a media tarde. Pero dos días después las monjas enviaron un propio a preguntar por qué la señorita Adelinha no había llegado en la fecha prevista. El caballero Gumucio dirigió las búsquedas de policías bahianos y de siervos de la hacienda, que, durante un mes, cruzaron la región en todas direcciones, interrogando a medio mundo. La ruta entre el Convento y la hacienda fue explorada minuciosamente sin encontrar el menor rastro del coche, sus ocupantes o los caballos. Parecía que, como en las historias fantásticas de los troveros, se hubieran elevado y desaparecido por los aires. La verdad comenzó a saberse meses más tarde, cuando un Juez de Huérfanos de Salvador descubrió, en el coche de ocasión que había comprado a un mercader de la ciudad alta, disimulado con pintura, el anagrama de la familia Gumucio. El mercader confesó que había adquirido el coche en una aldea de cafusos, sabiendo que era robado, pero sin imaginar que los ladrones podían también ser asesinos. El propio Barón de Cañabrava ofreció un precio muy alto por las cabezas de Joáo Meninho y Joáo Grande y el caballero Gumucio imploró que fueran capturados vivos. Una partida de bandoleros, que operaba en los sertones, entregó a Joáo Meninho a la policía, a cambio de la recompensa. El hijo de la cocinera estaba irreconocible de sucio y greñudo cuando le dieron tormento para hacerlo hablar. Juró que no había sido algo planeado por él sino por el demonio posesionado de su compañero de infancia. Él conducía el coche, silbando entre dientes, pensando en los dulces del Convento de la Encarnación y, de pronto, Joáo Grande le ordenó frenar. Cuando la señorita Adelinha preguntaba por qué paraban, Joáo Meninho vio a su compañero golpearla en la cara con tanta fuerza que la desmayó, arrebatarle las riendas y espolear a los caballos hasta el promontorio donde el ama subía a ver las islas. Allí, con una decisión tal que Joáo Meninho, pasmado, no se había atrevido a enfrentársele, Joáo Grande sometió a la señorita Adelinha a mil maldades. La desnudó y se reía de ella, que, temblando, se cubría con una mano los pechos y con la otra el sexo, y la había hecho corretear de un lado a otro, tratando de esquivar sus pedradas, a la vez que la insultaba con los insultos más abominables que el Meninho había oído. Súbitamente, le clavó un puñal en el estómago y, ya muerta, se encarnizó con ella cortándole los pechos y la cabeza. Luego, acezando, empapado de sudor, se quedó dormido junto a la sangría. Joáo Meninho sentía tanto terror que las piernas no le dieron para huir. Cuando Joáo Grande despertó, rato después, estaba tranquilo. Miró con indiferencia la carnicería que los rodeaba. Luego ordenó al Meninho que lo ayudara a cavar una tumba, donde enterraron los pedazos de la señorita. Habían esperado que oscureciera para huir, y así se fueron alejando del lugar del crimen; escondían el coche de día en alguna cueva, ramaje o quebrada y cabalgaban de noche, con la única idea clara de que debían avanzar en dirección opuesta al mar. Cuando consiguieron vender el coche y los caballos, compraron provisiones con las que se metieron tierra adentro, con la esperanza de sumarse a esos grupos de cimarrones que, según las leyendas, pululaban entre las caatingas. Vivían a salto de mata, evitando los pueblos y comiendo de la mendicidad o de pequeños latrocinios. Sólo una vez intentó Joao Meninho hacer hablar a Joáo Grande de lo sucedido. Estaban tumbados bajo un árbol, fumando de un tabaco, y, en un arranque de audacia, le preguntó a boca de jarro: «¿Por qué mataste al ama?». «Porque tengo al Perro en el cuerpo», contestó en el acto Joáo Grande, «No me hables más de eso». El Meninho pensó que su compañero le había dicho la verdad. Su compañero de infancia le inspiraba un miedo creciente, pues, desde el asesinato del ama, lo desconocía cada vez más. Casi no dialogaba con él y, en cambio, continuamente lo sorprendía hablando solo, en voz baja, con los ojos inyectados en sangre. Una noche lo oyó llamar al Diablo «padre» y pedirle que viniera a ayudarlo. «¿Acaso no he hecho ya bastante, padre?», balbuceaba, retorciéndose, «¿Qué más quieres que haga?» Se convenció que Joáo había hecho pacto con el Maligno y temió que, para seguir haciendo méritos, lo sacrificara a él como había hecho con la señorita. Decidió adelantársele. Lo planeó todo, pero la noche en que se le acercó reptando, con el cuchillo listo para hundírselo, temblaba tanto que Joáo Grande abrió los ojos antes de que él hiciera nada. Lo vio inclinado sobre su cuerpo, con la hoja bailando, en actitud inequívoca. No se inmutó. «Mátame, Meninho», le oyó decir. Salió corriendo, sintiendo que lo perseguían los diablos. El Meninho fue ahorcado en la prisión de Salvador y los despojos de la señorita Adelinha fueron trasladados a la capilla neoclásica de la hacienda, pero su victimario no fue hallado, pese a que, periódicamente, la familia Gumucio elevaba el precio por su captura. Y, sin embargo, desde la fuga del Meninho, Joáo Grande no se ocultaba. Gigantesco, semidesnudo, miserable, comiendo lo que caía en sus trampas o sus manos cogían de los árboles, andaba por los caminos como un alma en pena. Cruzaba las aldeas a plena luz, pidiendo comida, y el sufrimiento de su cara impresionaba a las gentes que solían echarle algunas sobras. Un día encontró en una encrucijada de senderos, en las afueras de Pombal, a un puñado de gentes que escuchaban las palabras que les decía un hombre magro, envuelto en una túnica morada, cuyos cabellos le barrían los hombros y cuyos ojos parecían brasas. Hablaba del Diablo, precisamente, al que llamaba Lucifer, Perro, Can y Belcebú, de las catástrofes y crímenes que causaba en el mundo y de lo que debían hacer los hombres que querían salvarse. Su voz era persuasiva, llegaba al alma sin pasar por la cabeza, e incluso a un ser abrumado por la confusión, como él, le parecía un bálsamo que suturaba viejas y atroces heridas. Inmóvil, sin pestañear, Joáo Grande lo estuvo escuchando, conmovido hasta los huesos por lo que oía y por la música con que venía dicho lo que oía. La figura del santo se le velaba a ratos por las lágrimas que acudían a sus ojos. Cuando el hombre reanudó su camino, se puso a seguirlo a distancia, como un animal tímido. Un contrabandista y un médico fueron las personas que llegaron a conocer más a Galileo Gall en la ciudad de San Salvador de Bahía de Todos los Santos (llamada, simplemente, Bahía o Salvador), y las primeras en explicarle el país, aunque ninguna de ellas hubiera compartido las opiniones sobre el Brasil que el revolucionario vertía en sus cartas a La segunda carta, de dos meses más tarde, sobre «el contubernio del oscurantismo y la explotación», describía el desfile dominical de las familias pudientes, dirigiéndose a oír misa a la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de la Playa, con sirvientes que cargaban reclinatorios, velas, misales y sombrillas para que el sol no dañara las mejillas de las damas; «éstas», decía Gall, «como los funcionarios ingleses de las colonias, han hecho de la blancura un paradigma, la quintaesencia de la belleza». Pero el frenólogo explicó a sus camaradas de Lyon, en un artículo posterior, que, pese a los prejuicios, los descendientes de portugueses, indios y africanos se habían mezclado bastante en esta tierra y producido una abigarrada variedad de mestizos: mulatos, mamelucos, cafusos, caboclos, curibocas. Y añadía: «Vale decir, otros tantos desafíos para la ciencia». Estos tipos humanos y los europeos varados por una u otra razón en sus orillas, daban a Bahía una atmósfera cosmopolita y variopinta. Fue entre esos extranjeros que Galileo Gall —entonces apenas chapurreaba portugués — tuvo su primer conocido. Vivió al principio en el El holandés, hombre inculto pero curioso, escuchaba con deferencia las teorías de Galileo sobre la libertad y las formas del cráneo como síntoma de la conducta, aunque se permitía disentir cuando el escocés le aseguraba que el amor de la pareja era una tara y germen de infelicidad. La quinta carta de Gall a Entre los estantes de la Librería Catilina conoció Galileo Gall, un día, al Doctor José Bautista de Sá Oliveira, médico ya anciano, autor de un libro que le había interesado: |
|
|