"Atlántida" - читать интересную книгу автора (Negrete Javier)

Capítulo 7

California, Fresno .

Joey Carrasco, estudiante de noveno grado, intentaba escribir una redacción sobre la inmortalidad. Un asunto que lo obsesionaba, y del que no podía sospechar que acabaría sabiendo mucho más de lo que se puede aprender en un instituto.

Miró la hora en la pantalla del ordenador. Ya eran casi las once de la mañana, y llevaba desde las nueve con el trasero pegado a la silla, tecleando y buscando datos. Para un chaval de catorce años, una eternidad, y más en una mañana de sábado.

¿Y si en vez de consultar tanto en Internet visitaba la caravana que estaba a cuatro parcelas de su casa móvil y le preguntaba a Randall? Su amigo, pese a sus problemas de memoria, sabía todo tipo de cosas raras. De paso, seguro que le invitaba a una coca-cola.

Su madre no le dejaba beber más de una al día, porque decía que con la cafeína Joey se aceleraba más que Speedy González. Randall opinaba algo parecido, pero siempre le daba otra coca-cola -«Que tu madre no se entere»-. Si era por la mañana, él se abría otra. Si era por la tarde, acompañaba a Joey tomándose una cerveza, la única del día.

En el parque de caravanas South Fresno Paradise, un hombre que se conformaba con beber una cerveza al día era algo tan exótico como un esquimal con un abrigo de foca en el desierto de Mojave. Pero no era aquélla la única rareza de Randall.

Aunque los padres de Joey respetaban a Randall, no dejaba de extrañarles aquella amistad entre un adulto y un adolescente. En una ocasión, la madre de Joey le preguntó:

– ¿Alguna vez se ha acercado demasiado a ti? ¿Te ha enseñado fotos raras o te las ha querido hacer?

– ¡Mamá, por favor! Randall no es ningún pederasta, si es eso lo que quieres saber.

Pero los padres de Joey habían comprobado que Randall suponía una buena influencia para él. No le dejaba fumar ni beber alcohol, le enseñaba a ser respetuoso con los demás y con el medio ambiente y además le insistía en que estudiara. Joey era uno de los pocos chicos del SF Paradise que seguía yendo al instituto a su edad, lo cual le valía de vez en cuando insultos de los demás, que lo llamaban «empollón», «comelibros» y cosas peores.

Nadie sabía de dónde había venido Randall. Ni siquiera él mismo. Cuando llegó al parque de caravanas, cinco años atrás, no recordaba de dónde venía ni en qué otro sitio había vivido. Sin embargo, era capaz de hablar de muchos lugares y describirlos como si los hubiera visitado en persona.

Por no acordarse, no se acordaba del año en que había nacido, ni siquiera de la fecha de su cumpleaños. A Joey le resultaba difícil calcular la edad de Randall, pero su madre decía que aquel hombre debía tener menos de cuarenta.

– Si se afeitara la barba y se cortara un poco el pelo, seguro que se quitaba veinte años de encima.

Pero a Joey le gustaba la barba de Randall, una cascada espesa y patriarcal que le llegaba más abajo del pecho. Entre ella y el flequillo castaño no se le veía demasiado la cara; pero era cierto que en la parte del rostro que quedaba a la vista no se apreciaban arrugas.

Randall tampoco recordaba su país de origen ni quiénes eran sus padres. Guardaba una vaga idea de haber tenido hijos, pero cuando intentaba pensar en el asunto se le torcía el gesto, lo que hacía pensar a Joey que, si esos hijos existían, Randall no debía de llevarse bien con ellos.

Su aspecto físico no ayudaba a deducir su procedencia. Tenía los ojos oscuros y algo juntos, la nariz aguileña y la piel morena.

– Esperemos que no sea un terrorista árabe infiltrado -comentaba el padre de Joey, que le veía un aire semita.

El trabajo de Randall era muy humilde: barría la hojarasca del parque de caravanas, recogía la basura y rastrillaba las zonas de hierba. En ello empleaba bastantes horas, ya que los vecinos de las doscientas ocho viviendas del SF Paradise no eran la gente más limpia del mundo. A Cambio de eso, el propietario del parque, el señor Espinosa, le había cedido a Randall gratis una vieja caravana y le pagaba ciento cincuenta dólares a la semana. Una miseria, pero a él le sobraba, porque apenas tenía gastos.

Además, Randall tenía una ocupación extra. Resumido en pocas palabras, ayudaba a la gente. Su auxilio consistía en solucionar ciertos problemas de comportamiento, como una especie de psiquiatra aficionado. Ni él mismo sabía muy bien como lo hacía, o al menos a Joey no se lo quería explicar.

Por ejemplo, había curado a William Ramírez de su adicción al crack. Cuando William, que era muy violento, le intentó dar un navajazo, Randall extendió las manos, le dijo «Cálmate» y el muchacho soltó la navaja y se tranquilizó al instante. Después se sentó frente a él en el suelo, le puso las manos en las sienes, le miró a los ojos y se quedó así un rato. Cuando se levantó y dejó a William, éste ni siquiera se acordaba de qué era el crack, y no quiso volver a probarlo.

También había conseguido curar dolencias más raras, como la fobia de la señora Cowan, que hacía tres años que no se atrevía a salir de su casa ni para ir al supermercado. En cambio después de hablar con Randall se pasaba casi todo el día en la calle, sentada en su tumbona de lona y charlando con cualquiera que pasara por delante.

Y estaban los ridículos tics de Frank Sallares, que iba pisando todas las juntas de las baldosas de la acera, pegaba palmadas en las farolas diciendo «¡tong!» y pellizcaba el lóbulo de la oreja izquierda a la gente con la que hablaba. Eso le había acarreado muchas burlas y más de un puñetazo. Pero en cuanto Randall le impuso las manos y le miró a los ojos, Sallares se convirtió en el tipo más normal y aburrido del parque de caravanas.

Randall se negaba a que le pagaran por arreglar lo que él llamaba «achaques mentales». Lo que no podía evitar era que las personas beneficiadas le llevaran comida: galletas caseras, pozole, tartas, pizzas o enchiladas. Pero entre los ingredientes nunca podía haber carne, pues Randall era vegetariano.

Otra de sus peculiaridades era la excursión anual. Cada verano se iba varios días a las montañas.

– Cuando acabes el instituto te llevaré conmigo -le había prometido a Joey.

En su marcha anual, Randall llegaba hasta la caldera de Long Valley casi en la frontera con el estado de Nevada. A Joey le parecía asombroso, porque Long Valley se hallaba a ciento treinta kilómetros a vuelo de pájaro de Fresno, y además había que atravesar las grandes alturas de Sierra Nevada. Si Randall era capaz de hacer etapas de cuarenta o cincuenta kilómetros al día, no era extraño que estuviera tan fibroso. Debía tener los pies duros como cuero curtido, porque en sus marchas llevaba tan sólo unas sandalias sin Calcetines y sin embargo regresaba sin ampollas.

¿Siempre vas al mismo sitio? -le había preguntado Joey después de la última excursión. -¿Por qué?

– No sé… Hay más lugares en California. El curso pasado nos llevaron de excursión al Parque Nacional de las Secuoyas. ¿No has estado allí nunca? -Puede que sí. No me acuerdo. Dicen que las secuoyas son los seres vivos más viejos que existen. El General Sherman, por ejemplo, tiene dos mil quinientos años.

Randall había puesto cara de escepticismo.

– ¿No crees que tenga tantos años? -le preguntó Joey

– No creo que ese General Sherman sea el ser vivo más viejo del mundo. Sospecho que aún quedan supervivientes de épocas más remotas -contestó con aire enigmático.

Joey, siempre curioso, quiso saber por qué Randall se empeñaba en visitar Long Valley Su amigo le explicó que aquel lugar era una antigua caldera volcánica.

– ¿Una caldera?

– La clase de volcán más grande del mundo. Imagínatelo. Ese volcán llegó a medir treinta kilómetros de largo por casi veinte de ancho. Hace más de setecientos mil años entró en erupción. ¿Te imaginas cómo pudo ser aquello?

Joey comprendió que a Randall le entusiasmaban los volcanes.

– Claro. El curso pasado nos pusieron un vídeo en 3D de la erupción del St. Helens.

– Pues la de Long Valley fue quinientas veces mayor dijo Randall, abriendo las manos en el aire y acompañando sus palabras con un ruido de explosión-. Aquella erupción cubrió de cenizas más de la mitad de Estados Unidos.

Joey empezó a sentirse intranquilo. Había oído que Long Valley era un volcán, pero hasta ahora creía que estaba demasiado lejos de Fresno para ser peligroso.

– ¿Qué pasaría si volviera a entrar en erupción? ¿Llegaría hasta aquí la lava?

– No creo. Pero hay algo peor que la lava. Los flujos piroclásticos. Si viste el documental del St. Helens, recordarás que cuando su cumbre estalló brotaron del cráter una especie de nubes que caían por sus laderas.

– ¡Es verdad! Pero no parecían tan peligrosas. Eran como nubes de algodón.

– De lejos pueden parecer inofensivas, pero son mortíferas. Están a más de trescientos grados de temperatura, y todo lo que tocan a su paso lo abrasan. Las víctimas mueren con los pulmones cauterizados, los ojos reventados y la piel carbonizada y llena de grietas.

A Joey le sorprendía la cantidad de cosas que sabía Randall. Siempre que no tuvieran que ver con su propio pasado, claro.

– Menos mal que esas nubes van despacio -dijo, recordando el documental.

– A ti te pareció que iban despacio porque las imágenes estaban tomadas desde muy lejos y las nubes eran muy grandes. Pero los flujos piroclásticos del St. Helens se movían a más de quinientos kilómetros por hora. Ni en el coche más rápido habrías podido escapar de ellos.

Joey tragó saliva. De pronto se imaginó corriendo perseguido por una nube ardiente y sin poder avanzar, como en una pesadilla.

– Pero esos flujos piroclásticos no llegarían aquí, ¿verdad? Estamos a más de cien kilómetros.

– Quién sabe. Si a los volcanes como Long Valley y Yellowstone los llaman «supervolcanes» es por algo. Por eso me gusta ir todos los años y estudiar el panorama. -Randall se sacó la pipa de la boca y se tocó la punta de la nariz-. O más bien olerlo. El olfato puede decirte muchas más cosas de las que te imaginas.

– ¿Crees que ese supervolcán volverá a entrar en erupción pronto? -preguntó Joey, con una mezcla de miedo y fascinación morbosa.

– Antes te habría contestado que no. Sin embargo, lo que me dijo mi nariz la última vez no me gustó. Los científicos dicen que no hay riesgo de erupción. Pero me temo que en las tripas de la vieja Tierra se está cocinando algo y ellos se lo callan para que no cunda el pánico.

AI ver el gesto de alarma de Joey, Randall soltó una carcajada.

No te preocupes. En cuanto recele del peligro, os avisaré para que tengáis tiempo de huir.

¿Y cómo te enterarás? Randall meneó la cabeza, confuso.

La verdad es que no sé cómo. Lo que sí sé es que, cuando haya peligro, lo sabré.


Joey Carrasco. Noveno grado, grupo C Trabajo de Biología. LA INMORTALIDAD

No tendríamos que envejecer ni morir si no fuera por culpa de Adán y Eva. ¿Qué culpa tenemos los demás de que se comieran la dichosa manzana? No me parece justo que Dios nos haga pagar a todos sólo por culpa de dos personas.


Joey se quedó pensativo. Quizá no era buena idea criticar a Dios de esa manera. Pero la profesora de Biología no parecía una beaturrona de las que aceptan la Biblia como si fuera una verdad literal, y pese a las presiones de algunos padres se negaba a enseñar el creacionismo en clase.

Precisamente para redactar el trabajo, Joey había consultado los primeros capítulos del Génesis y se había encontrado con un pasaje muy curioso:


«Cuando la humanidad empezó a multiplicarse por la faz de la tierra y les nacieron mujeres, los hijos de Dios se fijaron en las hijas de los hombres y, al ver que eran hermosas, tomaron de entre ellas como esposas a las que más les gustaban. […] Por aquel entonces aún existían en la tierra los nefilim, cuando los hijos de Dios se unían con las hijas de los hombres y tenían descendientes de ellos».


– ¿Quiénes eran esos hijos de Dios? -le preguntó a su madre, porque su padre era ateo y no quería ver la Biblia ni en pintura-. ¿No se supone que todos somos hijos de Adán y Eva?

Pero su madre no se había fijado jamás en aquellos versículos, que estaban al principio del capítulo 6, justo antes del relato del Diluvio, así que no supo explicárselos. Joey le había preguntado a Randall, que volvió a rascarse la cabeza como si tratara de recordar algo.

– Esto tiene una explicación -dijo-. Pero ahora mismo no consigo acordarme de cuál es.

«Qué raro», pensó Joey con cierto sarcasmo. A veces se preguntaba si la extraña amnesia de Randall no sería una excusa para callarse algunas cosas y no reconocer que ignoraba otras.

– Si esos tipos eran hijos de Dios, quiere decir que no descendían de Adán y Eva, ¿verdad? -preguntó Joey.

– Supongo que no.

– Entonces, el pecado original no pudo afectarles. -Lógicamente.

– Así que, si Dios no los castigó, seguían siendo inmortales.

– Supongo que sí.

– Luego, si eran inmortales, esos nefilim o hijos de Dios deberían seguir vivos ahora mismo, entre nosotros.

– Creo que no deberías tomarte la Biblia de forma tan literal, Joey. Al fin y al cabo, es una gran enciclopedia llena de tradiciones muy variadas, y a veces se contradice a sí misma.

– Ya lo sé -respondió Joey-. Pero me gusta pensar que entre nosotros existe una raza de inmortales que llevan viviendo miles de años.

– ¿Por qué?

– Porque así podríamos estudiar su ADN y copiarlo dentro de nuestras células para ser inmortales también.

Otra de las cosas que diferenciaba a Joey de los chicos de su edad era que pensaba mucho en la muerte. Y no le hacía ni pizca de gracia.


No acabo de entender por qué los humanos envejecemos y acabamos muriendo.

Las casas también envejecen. Los grifos empiezan a gotear, él frigorífico se estropea, la madera se pudre, los tornillos se oxidan y las cortinas se llenan de grasa. Pero si uno arregla los grifos y los aparatos o los sustituye, si va cambiando también las planchas de madera, los ladrillos, las tuberías, etc., podría tener una casa inmortal.

¿Por qué entonces, si las células de nuestro cuerpo van cambiando y dicen que nos renovamos del todo cada siete anos, los humanos nos vamos arrugando y cada vez estamos más enfermos y estropeados? Es como si yo voy a la carpintería a comprar tablones para mi casa y le digo al encargado: «Póngame treinta tablones de madera podrida», o voy a la tienda de fontanería y pido: «¿Me da un grifo oxidado y con goteras, por favor?». Vamos, que hay que estar tonto.


La cuestión, por desgracia, no era tan fácil. Consultando en internet, Joey había averiguado que las células del corazón y del cerebro -qué maldita casualidad, precisamente los órganos más importantes- no se reproducían ni se renovaban. Además, con cada división los extremos de los cromosomas, los llamados telómeros, se iban arrugando y estropeando, de modo que cada copia salía peor que la anterior

Para colmo, las células de todo el cuerpo se llenaban de porquerías como los radicales libres y funcionaban cada vez peor. Y luego había no sé qué problema con las mitocondrias, que por los dibujos parecían una especie de frijoles que vivían dentro de las células y que tenían su propio ADN. Por lo visto, las mitocondrias también se deterioraban con la edad y lo llenaban todo de toxinas.

Pero Joey acababa de encontrar una web muy interesante. Pertenecía al Proyecto Gilgamesh, una fundación de investigaciones sobre el envejecimiento y la muerte. Debían tener bastante dinero, ya que su principal patrocinador y presidente de honor era Spyridon Kosmos, un anciano megamillonario muy excéntrico que vivía en una isla del Egeo. Eso le gustó a Joey, pues opinaba que no había problema más grave en el mundo que la muerte, y había que dedicar todos los fondos que hicieran falta para vencerla.

Una de las páginas del Proyecto Gilgamesh ofrecía un resumen de las líneas de estudio que estaban siguiendo sus científicos para solucionar todos y cada uno de los problemas del envejecimiento. Según contaba, las personas que habían nacido después del año 2000 podían contar con una esperanza de vida media de entre ciento veinte y ciento cincuenta años.

– O sea, que todavía me quedarían más de ciento treinta años -murmuró Joey, que enseguida se apuntó a la cifra más alta. Aquello no era la inmortalidad, pero al menos ofrecía la posibilidad de seguir tirando hasta que se descubriera la verdadera fórmula para vencer a la muerte de una vez por todas.

Joey ya estaba cansado de leer y escribir, y le apetecía más tomarse su coca-cola con Randall que seguir pensando en la muerte. Seleccionó la página entera, la pegó en el procesador de texto y salió al salón.

Su padre estaba pulsando en vano los botones del mando de la televisión, que sólo mostraba una pantalla azul.

– Este cacharro sigue descarajado -dijo en español. La víspera, poco después de las siete de la tarde, se había producido una subida de tensión o algo parecido que había afectado a casi todos los aparatos de la casa. En aquel momento, Joey estaba viendo unos viejos episodios de Star Trek en el ordenador. La lámpara de su mesa dio un fogonazo y la pantalla empezó a vibrar como si a la Enterprise la hubieran alcanzado con un proyectil termonuclear. Al mismo tiempo el teclado, el ratón y el control de voz dejaron de funcionar. Fue cuestión de unos segundos, pero después Joey había tenido que restablecer manualmente todas las conexiones inalámbricas y había tardado más de media hora en recuperar Internet.

– ¡Todo es culpa de Espinosa! -se quejó ahora su padre, apretando los botones del mando con tanta fuerza que los dedos se le ponían blancos, como si así fuese a conseguir algo-. Si sigue ahorrándose dinero en las instalaciones eléctricas, cualquier día vamos a tener un incendio.

Cuando sus inquilinos se quejaban del abandono del lugar, el señor Espinosa contestaba que qué querían por la miseria que les cobraba de alquiler por las parcelas.

¿Adónde vas, por cierto? -preguntó el señor Carrasco a su hijo.

A ver a Randall, papá. Pues antes ayúdame a arreglar la tele.

Joey suspiró y se dispuso a perder un rato restableciendo la configuración del televisor. Su padre y la tecnología no hacían buenas migas.

Cuando consiguió sintonizar de nuevo todos los canales, Joey buscó uno de noticias, pues su padre quería ver los resultados deportivos. Allí encontró una referencia a un incidente que los científicos denominaban una «anomalía magnética» y que había afectado a muchísimos aparatos electrónicos. En California se había producido poco después de las siete de la tarde del día anterior, justo cuando se estropearon los aparatos. Pero, al parecer, había ocurrido en todo el mundo de forma simultánea.

Así que fue eso no más -dijo el señor Carrasco-. Creo que por el momento mejor no le diré nada a Espinosa.

Al leer la noticia, Joey pensó que aquello era muy emocionante, como si lo que le había ocurrido a su ordenador y a la tele del salón formase parte de una vasta catástrofe global. Pero cuando salió de casa para visitar a Randall se olvidó del asunto.