"EL CORAZÓN HELADO" - читать интересную книгу автора (Grandes Almudena)Índice Primera parte: El corazón Segunda parte: El hielo Tercera parte: El corazón helado Al otro lado del hielo (Nota de la autora) A Luis. A Mauro, a Irene y a Elisa Os guardo yo Una de las dos Españas ha de helarte el corazón. Antonio Machado El corazónEstoy cansada de no saber dónde morirme. Ésa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos? […] ¿No comprendéis? Nosotros somos aquellos que miraron sus pensamientos uno por uno durante treinta años. Durante treinta años suspiramos por nuestro paraíso perdido, un paraíso nuestro, único, especial. Un paraíso de casas rotas y techos desplomados. Un paraíso de calles desiertas, de muertos sin enterrar. Un paraíso de muros derruidos, de torres caídas y campos devastados […] Podéis quedaros con todo lo que pusisteis encima. Nosotros somos los desterrados de España […] Dejadnos las ruinas. Debemos comenzar desde las ruinas. Llegaremos. María Teresa León, Memoria de la melancolía (Buenos Aires, 1970) Lo que diferencia al hombre del animal es que el hombre es un heredero y no un mero descendiente. José Ortega y Gasset Las mujeres no llevaban medias. Sus rodillas anchas, abultadas, pulposas, subrayadas por el elástico de los calcetines, asomaban de vez en cuando bajo el borde de sus vestidos, que no eran vestidos, sino una especie de fundas de tela liviana, sin forma y sin solapas, a las que yo no sabría cómo llamar. Por eso me fijé en ellas, plantadas como árboles chatos en la descuidada hierba del cementerio, sin medias, sin botas, sin más abrigo que una chaqueta de lana gruesa que mantenían sujeta sobre el pecho con sus brazos cruzados. Los hombres tampoco llevaban abrigo, pero se habían abrochado las chaquetas, también de punto y gruesas, más oscuras, para esconder las manos en los bolsillos de los pantalones. Se parecían entre sí tanto como las mujeres. Todos tenían la camisa abotonada hasta el cuello, la barba dura, recién afeitada, y el pelo muy corto. Algunos usaban boina, otros no, pero su postura era la misma, las piernas separadas, la cabeza muy tiesa, los pies firmes en el suelo, árboles como ellas, cortos y macizos, capaces de aguantar calamidades, muy viejos y muy fuertes a la vez. Mi padre también despreciaba el frío, y a los frioleros. Lo recordé en aquel momento, mientras el viento helado de la sierra, un poco de aire habría dicho él, me cortaba la cara con un cuchillo horizontal, afiladísimo. A principios de marzos el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera. Qué buen día hace, habría dicho mi padre, pero yo tenía frío, el viento helado me cortaba la cara y la humedad del suelo traspasaba la suela de mis botas, la lana de mis calcetines, la frágil barrera de la piel, para congelar los huesos de mis dedos, mis plantas, mis [15] tobillos. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, nos decía él cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo en mañanas como ésta, esos domingos de invierno en los que el cielo más bello del mundo elige amanecer en Madrid. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, lo recordé entonces, mientras contemplaba el desprecio del frío en la firmeza de aquellos hombres a los que él podría haberse parecido, tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, y la voz de mi madre, Julio, por favor, no le digas esas cosas a los niños… —¿Estás bien, Álvaro? Escuché primero la voz de mi mujer, luego sentí la presión de sus dedos, el tacto de una mano que buscaba la mía dentro del bolsillo del abrigo. Mai me miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa indecisa, la expresión de una persona inteligente que sabe que nunca encontrará la manera de consolar a nadie frente a la devastadora hazaña de la muerte. Tenía la punta de la nariz colorada, y su pelo castaño, de costumbre liso, apacible, batía sobre su cara como si el viento lo hubiera vuelto loco. —Sí —le confirmé enseguida—, estoy bien. Luego apreté sus dedos con los míos hasta que volvió a dejarme solo sin apartarse un centímetro de mi lado. No existe consuelo frente a la muerte, pero a él le habría gustado que le enterraran en una mañana como ésta, tan parecida a aquellas que escogía para montarnos a todos en el coche y llevarnos a Torrelodones a comer. Qué buen día hace, mirad ese cielo, qué limpia está la sierra, se ve hasta Navacerrada, qué mañana tan buena, este aire revive a un muerto, qué suerte hemos tenido… A mi madre, aunque de pequeña hubiera veraneado en aquel pueblo, aunque hubiera conocido a su marido allí, no le gustaban esas excursiones. A mí tampoco, pero a todos nos gustaba él, su fuerza, su entusiasmo, su alegría, y por eso sonreíamos y hasta cantábamos por el camino, ahora que vamos despacio vamos a contar mentiras, tralará, hasta que llegábamos a Torrelodones, ese pueblo tan raro que primero parecía una urbanización y luego una estación de tren rodeada por unas pocas casas. ¿A que no sabéis por qué se llama así? Claro que lo sabíamos, la torre de los lodones, esa miniatura de fortaleza, como un castillo de juguete, que se eleva sobre un cerro junto a la carretera, pero él nos lo explicaba en cada viaje, es una torre antiquísima, los lodones eran como los visigodos, para que os hagáis una idea… Mi padre siempre decía que no le gustaba su pueblo, pero le gustaba llevarnos allí, enseñarnos los montes, los cerros, los prados donde cuidaba las ovejas con su padre cuando era niño, y pasear [16] por las calles saludando a los paisanos para contarnos luego y siempre la misma historia, ése era Anselmo, su abuelo era primo hermano del mío, aquella señora se llama Amada, y la que va con ella es Encarnita, son íntimas amigas, desde pequeñas, ese hombre de ahí, Paco se llama, tenía un genio malísimo, pero mis amigos y yo íbamos a robar fruta a su huerta cada dos por tres… Paco, que al menor ruido salía de casa con una escopeta de perdigones que nunca disparó contra los pequeños ladrones que le esquilmaban las higueras, los cerezos, era mucho mayor que mi padre y debía de haber muerto antes que él, pero Anselmo había venido a su entierro, y Encarnita también. Los reconocí bajo la máscara seca que la vejez había adherido a sus rostros verdaderos, las caras más redondas, más amables, que habían sonreído a mis ojos de niño. Habían pasado muchos años, más de veinte, desde que el irresistible esplendor de un cielo de domingo nos llevó a comer a Torrelodones por última vez, y yo no había vuelto después. Por eso me impresionó tanto la imagen de aquellos ancianos, por los que el tiempo había pasado más deprisa y más despacio hasta desembarcarlos en una vejez diferente, tan distinta de la vejez de mi padre, que podría haber sido igual que ellos y al final de su vida se les parecía menos que nunca. Tal vez cualquier otro día, en otra situación, en otro entierro, ni siquiera habría distinguido sus caras en la masa oscura y uniforme de sus cuerpos agrupados, pero aquella mañana soleada y triste, azul y helada, los estudié uno por uno, una por una, la reciedumbre vegetal de sus troncos, sus piernas cortas y macizas, la tiesura espontánea, casi arrogante, de sus hombros viejos pero no decrépitos, y el color de su piel, marrón, opaca, curtida por el sol de la sierra, que estalla hacia dentro y quema sin dorar. Las arrugas verticales, profundas, largas como cicatrices, surcaban sus mejillas de arriba abajo, pero no elaboraban complejas telarañas de hilos finos al borde de los ojos. Allí también eran pocas, hondas, decididas, propias de un rostro tallado con un cuchillo, la herramienta del tiempo escultor que había escogido un buril más fino, quizás también más impío, para trabajar en la cabeza de mi padre. Julio Carrión González nació en una casa de Torrelodones, pero murió en un hospital de Madrid, con la piel muy blanca, una hija médico intensivista en la cabecera de su cama, y todos los cables, todos los monitores, todos los aparatos del mundo alrededor. En algún momento, mucho antes de engendrarme, su vida empezó a diverger de la de aquellos hombres, aquellas mujeres, entre los que había crecido y que le habían sobrevivido, esos vecinos del pueblo que habían venido a su entierro como si vinieran de otro tiempo, de otro mundo, de un país [17] antiguo que ya no existía, que yo había conocido y sin embargo no era capaz de recordar. Todo había cambiado también para ellos, yo lo sabía. Sabía que si llegaban a tiempo, si tenían a alguien cerca con un coche o un teléfono y la capacidad de pensar deprisa, ellos también morirían rodeados de cables, de monitores, de aparatos. Sabía que la costumbre de salir de casa sin abrigo, sin medias, sin bolso, en zapatillas, no tenía por qué estar relacionada con el saldo de sus cuentas corrientes, que engordaban desde hacía años gracias el éxodo sistemático de madrileños que eligen abandonar la ciudad, y pagan cualquier precio por un prado que antes apenas daba de sí para alimentar a una docena de ovejas. Lo sabía, y sin embargo vi en sus caras morenas, en sus cuerpos arbóreos, en la pana desgastada de sus pantalones y el pitillo que algunos sujetaban entre los labios como un desafío, una imagen antigua de pobreza profunda, una imagen cruel de España en las rodillas desnudas de esas mujeres que apenas se protegían del frío con una chaqueta de lana que sujetaban sobre el pecho con los brazos cruzados. Al otro lado estaba su familia, los elegantes frutos de su prosperidad, su viuda, sus hijos, sus nietos, algunos de sus socios y las viudas de otros, unos pocos amigos escogidos, habitantes de mi ciudad, de mi país, del mundo al que yo pertenecía. No éramos muchos. Mi madre nos había pedido por favor que no avisáramos a nadie. Al fin y al cabo, Torrelodones no es Madrid, nos dijo, a mucha gente no le vendrá bien desplazarse… Todos entendimos que prefería enfrentarse a los conocidos en el funeral, y todos habíamos respetado sus deseos, así que no éramos muchos, yo no había avisado a mis suegros ni a los hermanos de mi mujer, ni siquiera a Fernando Cisneros, que era mi mejor amigo desde que los dos empezamos la carrera juntos. No éramos muchos, pero no esperábamos a nadie más. A mí no me gustan los entierros, ellos lo saben. No me gusta el gesto indiferente de los sepultureros que adoptan una expresión de condolencia artificial y previsible, tan humana, cuando su mirada se tropieza con la de los deudos. No me gusta el ruido de las palas, ni la brutalidad del ataúd rozando las paredes de la fosa, ni la silenciosa docilidad de las sogas al deslizarse, ni la liturgia de los puñados de tierra y las rosas solitarias, ni esa sintaxis pomposa, fraudulenta, de los responsos. No me gusta el ritual macabro de esa ceremonia que siempre acaba siendo tan breve, tan trivial, tan inconcebiblemente soportable, todos lo saben. Por eso estaba solo, lejos, con Mai al lado, separado de los míos y de los otros, tan lejos de los abrigos de pieles como de las chaquetas de lana y casi a salvo del ronroneo del cura que mi familia se había traído de Madrid, el padre Aizpuru, del que mi madre decía que había [18] llevado a sus hijos por el buen camino, al que mis hermanos mayores seguían tratando con la misma reverencia ñoña e infantil que él mismo cultivaba cuando arbitraba los partidos de fútbol en el patio del colegio, y que a mí nunca me había caído bien, porque también había sido mi tutor en el último curso del bachillerato y me había obligado a hacer gimnasia en el patio, desnudo de cintura para arriba, en las mañanas más frías del invierno. ¿Qué sois, hombres o niñas? Otra imagen de España, él llevaba la sotana cerrada hasta el último botón y yo tiritaba como un cordero recién esquilado mientras caía una lluvia que parecía nieve, millones de gotas mínimas, ingrávidas, ignorantes de las recompensas de la virilidad humana, que desarrollaban una pauta peculiar al estrellarse contra mi cuerpo, y primero helaban, y luego me quemaban la piel enrojecida al ritmo de sus palmadas. ¿Qué sois, hombres o niñas? Yo nunca contestaba con entusiasmo a esa pregunta, ¡hombres!, porque en mi cabeza sólo cabía una idea, una frase, tres palabras, serás cabrón, Aizpuru, serás cabrón, y me vengaba como el tonto más ingenuo que jamás ha cumplido dieciséis años, quedándome callado en la misa de los viernes, sin rezar, sin cantar, sin arrodillarme, jódete, Aizpuru, que por tu culpa he perdido la fe. Hasta que él llamó a mi madre, la citó en el colegio después de clase, habló mucho tiempo con ella, le pidió que me vigilara. Alvarito no es como sus hermanos, le dijo, es más sensible, más conflictivo, más débil. Un buen chaval, estudioso, responsable, sí, inteligente, hasta demasiado inteligente para su edad, por eso me preocupa. Los chicos como él pueden torcerse, por eso creo que conviene que le vigilen, que le estimulen un poco. Y aquella noche, mamá se sentó en el borde de mi cama, me peinó con los dedos, y sin mirarme a los ojos, me dijo, Álvaro, hijo, a ti te gustan las chicas, ¿verdad? Sí, mamá, le contesté, me gustan mucho. Ella suspiró, me besó, salió de la habitación, nunca volvió a interrogarme sobre mis gustos y jamás le contó a mi padre una palabra de su conversación con mi tutor. Yo acabé el curso con buenas notas y una imperturbable sintonía en la cabeza, serás cabrón, Aizpuru, serás cabrón, sin sospechar que muchos años después comprendería que era él, y no yo, quien tenía razón. Álvaro, hijo, ya que no te ha dado la gana de ponerte un traje y una corbata, sé cariñoso por lo menos con el padre Aizpuru, te lo pido por favor… Eso era lo único que me había pedido mi madre aquella mañana, y yo me había adelantado a darle la mano antes que nadie para que la frialdad de mi bienvenida fuera compensada de inmediato por los aspavientos de mi hermano Rafa, de mi hermano Julio, hombres y no niñas que se abandonaron en los brazos de aquel anciano gordo [19] que les acariciaba la cabeza, y les besaba en las mejillas, y les arrugaba las solapas, babeando todos, llorando a la vez. Fraternidad marista, amor filial, yo tengo dos mamás, una en la tierra y otra en el cielo. Una mariconada, bien pensado. Intenté comentárselo a mi mujer y me pegó un pisotón. Mi madre de la tierra, que me dirigió la última mirada de alarma en el vestíbulo de su casa, debía de haber hablado con ella, y mi padre acababa de morir, íbamos a enterrarlo, todos teníamos bastante y su viuda más que ninguno, así que hice todo lo que se suponía que tenía que hacer, todo excepto acercarme a la fosa. El padre Aizpuru tenía razón, yo no era como mis hermanos, y sin embargo era un buen chico, siempre lo he sido, y he creado menos problemas, menos conflictos que cualquiera de ellos dos. En el mundo anumérico, acientífico, en el que me crié, mi capacidad para el cálculo abstracto, superior desde luego al de la media de la población, cimentó la leyenda de una inteligencia que tampoco creo poseer. Soy físico teórico, eso sí, y esta definición enarca las cejas y redondea de asombro los labios de quienes la escuchan por primera vez, hasta que se paran a pensar en su significado, mi sueldo de profesor en la universidad, mis posibilidades de llegar a ser lo que ellos consideran rico o importante. Entonces comprenden la verdad, que soy un hombre corriente, razonable, incluso vulgar, o al menos lo fui hasta aquella mañana, cuando mi única extravagancia, una aversión morbosa a los entierros, precipitó mi ánimo desde la tristeza honda y universal de los supervivientes a un misterioso estado de alerta sensorial, cuya responsable debió de ser en parte la pastilla que Angélica se empeñó en que me tomara con el desayuno. Tú no has llorado, Álvaro, me dijo, tómate esto, que te vendrá bien. Era verdad que no había llorado, yo lloro poco, muy poco, casi nunca. No le pregunté a mi hermana lo que era y tampoco estoy seguro de que no fuera mi propio dolor el que se interrumpió a sí mismo, cesando de repente a favor de lo que después sólo podría explicarme como un súbito exceso de conciencia, una mirada concentrada y distante al mismo tiempo que se dejó capturar por las rodillas anchas, abultadas y pulposas de las mujeres del pueblo de mi padre, antes de diseccionar con el mismo imprevisto bisturí los rostros y los cuerpos de mi propia familia. Estaban allí, y de repente podía mirarles como si no los conociera. El padre Aizpuru no se callaba nunca, y a su lado mi madre miraba al horizonte con sus ojos acuáticos, esa mirada azul de mujer extranjera que seguía siendo joven en un rostro de anciana, la piel transparente, tan fina que parecía a punto de romperse, cansada de arrugarse, de doblarse sobre sí misma en abanicos concéntricos de infinitesimales pliegues. [20] Las arrugas de mi madre no tenían carácter, sus ojos sí, porque parecían dulces pero sabían ser duros, y eran astutos con la ventaja de su color inocente, y al reír eran bellos, pero la cólera los iluminaba desde dentro con una luz más pura, aún más azul. Todavía era una mujer guapa, mi madre, lo había sido tanto, tan rubia, tan blanca, tan exótica, Angélica Otero Fernández, sueca imaginaria, toda una rareza. Tu familia debe de ser de Soria, le decía mi padre, de sangre íbera, los íberos eran rubios, de ojos claros… Mi padre era gallego, Julio, respondía ella siempre, de un pueblo de Lugo, y mi madre de Madrid, lo sabes de sobra. Bueno, pero yo digo antes, en origen, o si no, tu padre sería celta, insistía él, que no encontraba otra manera de explicarse la feroz supremacía de los genes de su mujer sobre los suyos, esa cosecha de niños de ojos claros, tan rubios, tan blancos, tan exóticos, que sólo se interrumpió una vez, en el instante de mi nacimiento. Gitano, gitanito, me llamaban mis hermanos, y él les mandaba callar, y luego venía hacia mí, y me abrazaba. No les hagas caso, Álvaro, tú eres como yo, ¿no lo ves? Con el tiempo, aquello había acabado siendo más cierto que nunca. El padre Aizpuru tenía razón, yo no soy como mis hermanos, ni siquiera me parezco a ellos. Rafa, el mayor, cuarenta y siete años, siete más que yo, seguía siendo rubio incluso después de quedarse calvo. Al lado de mi madre, serio, casi rígido, imbuido de la solemnidad de la ceremonia, era un hombre alto y avejentado, con los hombros estrechos en relación con su estatura y una barriga impropia de su delgadez. Julio, el tercero, tenía tres años menos y un aspecto casi idéntico, aunque los signos de la edad avanzaban mucho más despacio a través de su rostro, de su cuerpo. Entre ellos había nacido Angélica, la doctora Carrión, que tenía unos ojos distintos, casi verdes, y envidiaba mi pelo, el suyo fino, frágil, quebradizo. La misteriosa sangre de los Otero, de los Fernández, había dado mejores resultados en las mujeres que en los hombres. Mis hermanos no eran demasiado atractivos, pero mis hermanas eran muy guapas, Clara, la pequeña, muy rubia también aunque tuviera los ojos de color miel, hasta espectacular. Y luego estaba yo, tan corriente en la calle, en el parque, en el colegio, pero tan extraño en mi casa como si viniera de otro planeta, tan parecido a mi padre sin embargo. Cuatro años después de que naciera Julio, cinco años antes de que naciera Clara, aparecí yo, con el pelo negro, y los ojos negros, y la piel oscura, y los hombros anchos, y las piernas peludas, y las manos grandes, y el vientre liso, Carrión perdido, más bajo que mis hermanos, apenas tan alto como mis hermanas, diferente. El día del entierro de mi padre, en el cementerio de Torrelodones, aún no sabía hasta qué punto aquella diferencia llegaría a ser dolorosa. [21] Aizpuru no se callaba nunca, y no se callaba el viento, que estremecía todas las cosas excepto las nubes que a lo lejos seguían deshilachándose despacio, sin llegar a filtrar el brillo líquido de las últimas nieves. Tendrías que haber estado en Rusia, en Polonia, me habría dicho él, porque hacía frío, yo tenía frío, a pesar de la bufanda, de los guantes, de las botas, llevaba las manos en los bolsillos y todos los botones abrochados, aunque no fuera rubio, aunque no fuera pálido, aunque no me pareciera a mis hermanos. Ellos también tenían frío, pero disimulaban, los hombros erguidos en una posición casi marcial y las manos unidas, sujetándose entre sí por encima del abrigo. Mi padre habría adoptado la misma postura en el último entierro al que hubiera acudido, y su aspecto habría sido parecido, parecidos sus guantes, sus gestos, tan distintos de la paciente resignación que fortificaba la mirada de Anselmo, de Encarnita, unos ojos que no tenían prisa porque no esperaban ya que nada les sorprendiera, que se humillaban sólo frente al tiempo y extraían arrogancia de su inmenso cansancio para mirar sin ganas el mundo de los otros. Ésa era la condición que mi padre había perdido, pensé entonces, porque él había vivido otra vida, había tenido más suerte, y el dinero no compra la felicidad, pero sí la curiosidad, y la vida en las ciudades no es sana, pero tampoco es aburrida, y el poder envilece, pero también ejercita la sutileza, y él había tenido mucho dinero, mucho poder, y había muerto sin conocer la condición vegetal, mineral quizás, en la que la vida había precipitado a aquellos niños que jugaron con él y ahora, en el instante de su definitiva desaparición, habían venido a reconocerle como a uno de los suyos. No lo era. Ya no lo era. Por eso me impresionó tanto verlos allí, agrupados a un lado de la fosa, sin mezclarse con la otra mitad del duelo, estudiando a la viuda, a los hijos de Julito Carrión con la misma neutral sagacidad que yo invertía en sus rostros, en sus gestos. Si no me hubiera fijado en ellos, si no hubiera aceptado el desafío pacífico de sus rodillas desnudas y sus chaquetas de lana, quizás no habría llegado a ver nada después. Pero seguía mirándoles sin preguntarme por qué, mientras me preguntaba si ellos también se habrían dado cuenta de que yo no me parezco a mis hermanos, cuando el padre Aizpuru por fin dejó de hablar, y buscándome con los ojos, pronunció aquella frase temible, aproxímense los familiares. Hasta aquel instante no había sido consciente del silencio, pero distinguí el ruido de un motor desde muy lejos y celebré su estrépito, el ronquido que enmascaraba el eco sucio de esas palas que removían la tierra como si pretendieran insultarme con su aspereza, castigar mis oídos de hijo cobarde, de alumno rebelde del padre Aizpuru. Aproxímense [22] los familiares, había dicho, y yo no me moví, se lo había anunciado a mi madre, a mis hermanos, a mi mujer, no me gustan los entierros, todos lo sabían. Mai me miró, me apretó la mano, yo negué con la cabeza, y se fue con ellos. Sólo entonces fui consciente del silencio, y con él, de la naturaleza del único sonido, agudo, feo, metálico, que enturbiaba la limpieza de aquella mañana fría y sin pájaros. Luego vendrán las sogas, calculé, los resoplidos de los hombres esforzándose y la humillación brutal de la madera que golpea las paredes de la fosa, pero no escucharía ningún otro sonido, porque llegó aquel coche, distinguí el profano, reconfortante ruido de su motor desde muy lejos, lo oí crecer, acercarse, cesar de golpe un instante después de que las palas terminaran su trabajo. No éramos muchos pero no esperábamos a nadie más, y sin embargo, alguien llegaba ahora, a destiempo. —¿Tú que quieres, mamá? —Nada, hijo. —Mamá, tienes que comer… —Ahora no, Julio. —Pues yo creo que voy a pedir fabada, y de segundo… —¡Clara! —¿Qué pasa? Estoy embarazada. Tengo hambre. —Dejadla que coma lo que quiera. Hoy no es un día normal, cada uno tiene que hacer el duelo a su manera. —¿Sí? Pues yo quiero angulas. —¡Ni hablar! —¡Pero papá! La tía Angélica acaba de decir… —Me da igual lo que haya dicho la tía Angélica. Tú no pides angulas y se acabó. —Vale, pues bogavante. —¿Tú qué quieres, llevarte un bofetón? —Y yo lo mismo que Guille… —O sea, para Enrique otro bofetón. —Bueno, ¿habéis decidido o no? —Sí, chuletas de cordero para todos los niños —mis dos sobrinos bufaron a la vez, pero ninguno se atrevió a protestar—. De las entradas me encargo yo, y mamá que se tome una sopa, por lo menos. —Que no quiero, Rafa. —Pues un puré de verduras. [23] —Que no. —Angélica, díselo tú. —Es verdad, mamá, tienes que comer algo. —¡Una cosa, una cosa, una…! ¡Jo, que tengo la mano levantada! —Vamos a ver, Julia, ¿y a ti qué te pasa? —Pues que yo soy niña y prefiero pollo al ajillo. —A ver, los que quieran pollo que levanten la mano… Mi cuñada Isabel, brazo armado de su marido, que ejercitaba su condición de primogénito con inequívoca autoridad y ninguna consideración hacia la del camarero, empezó a contar y todos se callaron de repente, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa en la reproducción de una película mil veces repetida, las comidas familiares de los Carrión Otero en cualquier restaurante de la carretera de La Coruña, doce adultos, ya sólo once, y once niños, que pronto serían doce, hablando, gritando y moviéndose a la vez. —Oye, mamá, ¿quién era esa chica que ha llegado al final? El silencio duró más de lo que yo había calculado, porque todos me escucharon y ninguno supo contestarme. —¿Qué chica? —mi madre me devolvió la pregunta. —Álvaro, por cierto, ¿y tú qué quieres? No te tengo apuntado. —¿Yo…? Chuletas, como los niños. —Calla un momento, Isabel —la curiosidad devolvió por un instante el brillo a unos ojos azulísimos—. ¿Qué chica, Álvaro? —Pues una chica… De la edad de Clara, más o menos, tirando a alta, castaña, con el pelo largo, liso… Ha llegado en coche, al final. Yo la he visto entrar, se ha quedado cerca de la puerta. Llevaba pantalones, unas gafas de sol muy grandes y una gabardina forrada de piel. ¿No la habéis visto? Nadie la había visto. Había entrado en el cementerio andando despacio, pisando con cuidado para evitar que sus botas de tacones muy altos se hundieran en la tierra y despreocupándose al mismo tiempo de la suerte de sus tacones, porque no miraba al suelo, tampoco al cielo, miraba hacia delante, o mejor dicho, se dejaba mirar, caminaba sobre la hierba rala, desmochada, sembrada de piedras, como si avanzara por una alfombra roja bajo la luz nocturna de los focos. Parecía llegar de otro lugar y dirigirse a un sitio muy distinto, porque había algo en su actitud, en su forma de moverse, de acompañar sus pisadas con el compás blando de sus brazos, los hombros cómodos, relajados, que desmentía una norma universal, el encogimiento forzoso, inconsciente pero inevitable, hasta ligeramente teatral, que unifica a las personas que asisten a un entierro incluso cuando nunca llegaron [24] a conocer al difunto. No podía ver sus ojos, pero sí su boca, su barbilla, los labios entreabiertos, una expresión serena y casi sonriente, aunque en ningún momento llegó a sonreír. Tampoco se acercó mucho. Se quedó a mi altura, tan lejos de las chaquetas de lana como de los abrigos de pieles, como si no pretendiera tanto ver como dejarse mirar, consciente tal vez o quizás no, en absoluto, de que yo era su único testigo, el único que podía mirarla, que recordaría haberla visto después. —Se me ha ocurrido que a lo mejor trabaja con vosotros, ¿no? —miré a mi hermano Rafa, a mi hermano Julio—. Igual es una antigua secretaria de papá, o… No sé, puede ser una empleada de la inmobiliaria. —Pero entonces se habría acercado a saludarnos, creo yo —Rafa me miró, miró a Julio, él asintió, los dos me miraron a la vez—. Yo no he avisado a nadie de la oficina, desde luego. —Yo tampoco. —Bueno, pues… No sé. El caso es que yo la he visto… También puede ser que conociera más a papá que a nosotros, que por ejemplo fuera una enfermera del hospital, de las que le han estado cuidando, ¿no? Igual le ha dado corte acercarse a saludar… Pero todo eso lo imaginé después, mientras buscaba una explicación razonable para su repentina desaparición, tan brusca, tan inexplicable como su llegada. Al principio pensé algo mucho más tonto, que se había equivocado, que no creía venir a un entierro, que tenía cualquier otra cosa que hacer en aquel cementerio pequeño, apartado, en aquella mañana fría de un jueves de marzo con sol y sin pájaros. No era sólo su actitud, esa despreocupación de mujer que pasea por el puro placer de dejarse mirar, sin haberse propuesto llegar a sitio alguno. Su aspecto también dificultaba su presencia en el entierro de mi padre, en ese duelo partido en dos, la memoria de su infancia y la de su edad adulta encarnadas en dos realidades compactas, opuestas, antagónicas. Ella era joven, iba bien vestida, muy abrigada, llevaba el pelo suelto y ningún maquillaje, en contraste con la aparatosa sofisticación de sus botas de mosquetero. En aquel momento, en aquel lugar, podría pertenecer a mi familia, debería haber pertenecido a mi familia, y sin embargo, yo no la conocía. Si era pariente de Anselmo, de Encarnita, de cualquiera de los vecinos del pueblo que permanecían juntos, agrupados, sin mezclarse con los madrileños pero acompañándoles a distancia con ese gesto de sombría serenidad inscrito en el código tácito que ella prefirió ignorar, debería haberse acercado a saludarles, y no lo hizo. Al contrario, abrió el bolso, sacó un paquete de tabaco, un mechero, encendió un cigarrillo, se quitó las gafas y me miró. [25] —No sé qué decirte… —mi hermana Angélica necesitó más tiempo para reaccionar—. Yo trabajo en la UCI, conozco a todas las enfermeras de allí, y tu descripción no me encaja mucho con ninguna, la verdad. Antoñita es joven, pero no es alta, y las otras… Además, puede ser que le diera corte saludar a mamá, pero a mí no. A mí tendría que haberme dicho algo. —Pues no sé, pero el caso es que la he visto —insistí, mirando a mis hermanos uno por uno—. A lo mejor es vecina de alguno de vosotros, o compañera del colegio, o algo así. Podría haber estudiado contigo, Clara… —Será del pueblo —apuntó mi hermano mayor mientras la pequeña negaba con la cabeza. —Eso también lo he pensado, pero el caso es que no tenía pinta. —¡Pero bueno, Álvaro! —mi madre apoyó la hipótesis de Rafa—. La pinta no tiene nada que ver. Si fuera de mi edad, todavía, pero ahora todos los jóvenes vais vestidos igual, en los pueblos y en las ciudades. Ya no hay diferencias. Me miró como si ella sí me conociera, como si quisiera reconocerme, y entonces pensé que a lo mejor había venido para eso, que lo que buscaba no era dejarse ver, sino mirarnos, y sostuve la mirada de sus ojos, que eran grandes y de un color extraño, verdosos pero oscuros, mientras ella me miraba de frente, con paciencia, con firmeza, como si llevara mucho tiempo esperando la ocasión de volver a vernos, como si hubiera llegado hasta allí sólo para reconocernos, para reconocerme a mí, que me había equivocado antes al mirarla, al creer que era eso lo que deseaba. En los dos últimos días había fumado tanto que aquella mañana me levanté con la ilusión de no volver a hacerlo nunca más, pero llevaba un paquete en el bolsillo del abrigo, y el cigarrillo que ella consumía despacio, sin despegar sus ojos de los míos, me obligó a abandonar su mirada y mis propósitos. Cuando empecé a fumar, ella ya había terminado, cuando volví a mirarla, ella ya no me miraba, sus ojos enfocados hacia delante, hacia mi madre, que sollozaba mientras Rafa cogía un puñado de tierra y lo tiraba sobre el ataúd, hacia Clara, que dejaba caer unas flores en la fosa con un gesto desconsolado y último, hacia mis sobrinos mayores, tan jóvenes todavía, niños vestidos de hombre con traje y corbata, incómodos en sus papeles, en sus ropas, en la estricta vigilancia de los adultos. Ahora miraba hacia allí, hacia ellos, los estudiaba, los observaba con la misma paciente intensidad que antes había derramado sobre mí, como quien cumple una misión y no tiene prisa. Entonces estuve seguro de que aquella desconocida sabía muy bien dónde estaba, y sentí una inquietud [26] cercana al miedo, un temor poco profundo que no nacía del peligro sino de la presión de lo inexplicable, pero mi madre se dejó caer hacia atrás, mi hermano Julio la recogió, la sostuvo mientras se doblaba después hacia delante, los demás rompieron la formación, la rodearon enseguida, y comprendí que todo había terminado, las palas, los rezos, las sogas. Mi padre viajaba ya hacia el olvido cuando me acerqué por fin yo también, y ocupé mi lugar entre los míos. —Yo sí la he visto —mi sobrino Guille, el segundo de los hijos de Rafa y el más listo de todos, dejó de jugar con el móvil y me miró—. Llevaba una chaqueta de cuadritos y unos pantalones como de montar a caballo metidos en unas botas de esas que tapan las rodillas, ¿a que sí? —Sí, justo, ésa era. Menos mal que tú también la has visto… —le sonreí, y recibí a cambio una sonrisa de catorce años, borracha de protagonismo—. ¿Y la has visto salir? —No, eso no. Estaba al fondo, y yo creía que iba a venir luego, como los otros, pero ya no la he visto más. Me he fijado porque… Era guapa, ¿verdad? —Desde luego, es muy extraño… —mi hermano Rafa miró a su hijo, luego a mi madre, por fin a mí, pareció que iba a decir algo más y se quedó callado de repente. —¿Y no puede ser pariente nuestra, mamá? —insistí—. No sé, prima lejana o algo por el estilo… —No —la negativa de mi madre fue seca, tajante, y sin embargo tardó algún tiempo en justificarla—. Como comprenderás, hijo, yo todavía conozco a todos mis parientes. Aunque sea vieja, estoy muy bien de la cabeza. —Ya, pero el caso es que… —la miré a los ojos y no me atreví, pero también vi algo en ellos que no esperaba—. Nada. —Oye, Álvaro…, ¿tú estás tomando algo? —mi hermana Angélica intervino en el tono de suspicaz solicitud que se había hecho famoso a través de los partos, hospitalizaciones y convalecencias de toda la familia—. Porque para haber tomado sólo la pastilla que te he dado esta mañana, te estás metiendo en un bucle un poco raro, la verdad… Yo también esperaba verla de cerca, encontrarme de nuevo con sus ojos, descifrar su color, saber quién era, para qué había venido, por qué nos miraba así, con esa intensidad, esa paciencia de quien cumple una misión y no tiene prisa, pero estreché todos los abrigos de pieles, todas las chaquetas de lana, abracé a conocidos y a desconocidos, besé rostros tersos, otros arrugados, y no apareció. Mi madre, las mejillas súbitamente hundidas, una expresión de agotamiento tan intensa como [27] no habíamos visto ni en los peores momentos de la agonía de su marido, pidió ayuda para emprender el camino de vuelta. La abracé, repartiéndome la asombrosa levedad de su cuerpo con mi hermano Julio, y entre los dos la sacamos del cementerio casi en volandas. Cuarenta y nueve años, murmuraba, hemos vivido juntos cuarenta y nueve años, cuarenta y nueve años durmiendo en la misma cama, y ahora, ahora… Ahora tienes que conocer a la hija de Clara, mamá, y ver crecer al hijo de Álvaro, a mis hijos, Julio enhebraba otras cifras, números como anclas, como clavos, como botones capaces de abrocharla a la vida, tienes cinco hijos, mamá, y doce nietos, y todos te queremos, y te necesitamos, te necesitamos para seguir queriendo a papá, para que papá siga estando vivo, tú lo sabes… Yo le escuchaba como si hablara desde muy lejos y no descuidaba el cuerpo cuya responsabilidad compartíamos, pero estaba pendiente del rastro de aquella mujer que se había evaporado con la misma habilidad que había desplegado al llegar como si viniera de ninguna parte. Mi madre caminaba muy despacio, Julio la consolaba con palabras dulces, pausadas, y yo la besaba de vez en cuando, apretaba mis labios, mis mejillas, contra su cabeza, para disculparme ante mí mismo mientras buscaba a aquella desconocida en todas las direcciones, aunque ya hubiera adivinado que no estaba allí. Quería agotar todas las posibilidades para convencerme de que había comprendido su estrategia, llegar tarde, cuando los asistentes al entierro ya se hubieran distribuido de espaldas a la puerta y los familiares más cercanos estuvieran reunidos alrededor del sacerdote, ver la ceremonia a distancia, protegida por el anonadamiento último que blinda los sentidos de quienes han pagado ya los otros plazos del dolor, y marcharse deprisa, mientras los que no han sentido la muerte de cerca cumplen con el rito de afirmar lo contrario. Ella había previsto todo eso pero no había podido contar conmigo, con mi única extravagancia, esa morbosa aversión a los entierros que había desbaratado su plan, recortado su astucia. No quería que nadie la viera pero yo la había visto, sólo yo, y un niño de catorce años que la habría olvidado enseguida si no fuera porque, al salir del cementerio, ya estuve seguro de que su presencia no había sido un espejismo, ni un accidente, nada que pudiera merecer cualquiera de los nombres de la casualidad. Ella había estado allí y nos había mirado como si nos conociera, como si quisiera reconocernos, y al mirarla, yo había descubierto un rasgo familiar en su perfil, un destello borroso, huidizo, que no había sido capaz de atrapar al mirarla de frente, como no fui capaz de capturar del todo la naturaleza de la luz que iluminó con un color más puro, aún más azul, los ojos de mi madre al escuchar una pregunta inocente. [28] —¿Por qué no me lo has contado antes, Álvaro? —¿El qué? — Miguelito se resistió como una fiera a entrar en la silla anclada al asiento trasero del coche, pero cuando conseguí abrochar el último cierre, ya se había quedado dormido. —Lo de esa chica… —Mai arrancó y yo ocupé el lugar del copiloto, porque mi hermana Angélica, en la línea de su histerismo tradicional, había insistido en que no me convenía conducir y a mí tampoco me apetecía—. Podrías habérmelo contado antes, cuando hemos ido a recoger al niño, o al ir al restaurante. —Pues sí —admití, y no encontré gran cosa que añadir—. Pero no se me ha ocurrido. Mi mujer se paró ante un semáforo, sonrió, me acarició el pelo, se inclinó sobre mí, me besó, y esa secuencia de acciones cálidas, tranquilas, amables, me arrancó del frío y la inquietud de aquella mañana para devolverme a un lugar conocido, mi propia vida, un paisaje llano de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. —Qué raro todo, ¿no? —dijo ella al rato, cuando ya circulábamos por la autopista. —Sí. O no —la muerte es tan rara, pensé—. No lo sé. [29] La abuela Anita tenía los balcones repletos de geranios, de hortensias, de begonias, flores blancas y amarillas, rosas y rojas, malvas y anaranjadas, que desbordaban las paredes de barro de sus tiestos para trepar por los muros y descolgarse por las barandillas, ahítas de luz y de mimos. Como en París se me helaban casi todos los años, le explicaba a su nieta cuando salía a regarlas, una tarea difícil, trabajosa, porque las plantas buscaban el espacio que no tenían y se encaramaban unas sobre otras para crecer en el aire, confundiendo sus tallos, sus brotes, pero nunca a la abuela, que sabía exactamente dónde y cuándo, cómo y cuánto tenía que regar cada maceta. —A ver, ven aquí conmigo, al sol, que te voy a peinar. Para Raquel, ése era el prólogo del mejor momento de todos los sábados. Por eso corría a colocarse ante uno de esos balcones que parecían anuncios publicitarios de la alegría, miraba un geranio rojo que apuntaba a la puerta del cuartel del Conde–Duque, y se quedaba muy quieta mientras su abuela le cepillaba el pelo. —¿Y tú por qué te llamas así, abuela? Luego, el peine recorría su cabeza de punta a punta para trazar una línea recta que la separaba en dos mitades iguales, y Anita, absorta en la destreza de sus dedos, que dividían y subdividían los mechones con una precisión casi mecánica, tardaba algunos segundos en contestar. —Pues porque así me pusieron. —Pero te pondrían Ana, ¿no? —Sí, claro. Mi padre quería llamarme Placer, pero a mi madre no le gustaba. Decía que no era un nombre de mujer decente, trabajadora… —la niña no podía mirarla, pero sabía que su abuela estaba sonriendo, que siempre sonreía al contar esa especie de chiste al que ella nunca le había visto la gracia—. Y como era la pequeña de mi casa, y soy tan bajita, y tenía sólo quince años cuando nos marchamos… No sé, siempre me han llamado Anita. Terminaba con una trenza, empezaba con la segunda, y las dos le [30] salían igual de bien, de la misma longitud, el mismo grosor y ni un solo pelo suelto, firmes pero flexibles, apretadas y simétricas como espigas de trigo. —¿Y tú? —le preguntaba luego—. ¿Tú sabes por qué te llamas Raquel? —Claro que sí —tomaba aire y contestaba de carrerilla, como cuando la sacaban a la pizarra en el colegio y se sabía de memoria la lección—. A la abuela Rafaela no le gustaba su nombre, pero quería que mamá supiera decir bien la erre y por eso buscó uno más bonito que empezara igual que el suyo, y Raquel fue el que más le gustó, y a ella y a papá también les gusta, y por eso me lo pusieron aunque dicen que lo de la erre es una tontería. —Pero no tienen razón —la abuela Anita la cogía por los hombros, le daba la vuelta, la miraba con atención, buscando algún defecto que nunca encontraba, y la besaba muchas veces, en las mejillas, en la frente, en el pelo, en el cuello, en la punta de la nariz—. Ahora sí que estás guapa. ¿Quieres ir a despertar al abuelo? —¡Sí! Y salía corriendo por aquel pasillo de techo alto y suelo entarimado, largo y oscuro, tan distinto al de su piso, hasta que llegaba a la última puerta, el dormitorio de sus abuelos, donde volvía a reinar la luz. A ella le gustaba mucho aquella casa, le gustó desde que la vio por primera vez, vacía y recién pintada, con un cartel azul y amarillo, se vende, colgado en un balcón desolado, polvoriento, incapaz de prever el esplendor de su futuro. Mira, mamá, dijo cuando terminó de leer esas seis sílabas que aún se le resistían, porque ella había aprendido a hablar en español, pero le habían enseñado a leer en francés, y le pasaba algo que tenía un nombre muy raro pero que por lo visto en su familia era normal, porque ya le había pasado antes a sus padres, y a sus tíos, y a sus primos, y por eso a veces se hacía un lío al escribir en los dos idiomas. Se–ven–de, mamá, mira, pero su madre ya estaba apuntando el teléfono. Vamos, dijo luego, a lo mejor hay portero. Lo había, y tenía la llave, vengan por aquí, les dijo, nos acaban de poner ascensor, muy estrechito, ¿saben?, lo han traído de Alemania porque aquí no hay de ésos, y claro, estas casas antiguas no están preparadas para los inventos modernos… Subieron hasta el cuarto en el ascensor más extraño que Raquel había visto en sus siete años de vida, pero hasta eso le gustó. La cabina era tan pequeña que parecía de juguete y tuvieron que colocarse en fila india, el portero delante, ella en medio, detrás su madre, como si estuvieran jugando a algo. Ya verán, les dijo aquel hombre, el piso es precioso, lo acaban de arreglar, han tirado un montón de tabiques para [31] hacer las habitaciones más grandes y le han añadido el que estaba al lado, que era interior y no tenía ni treinta metros cuadrados, para hacer un pedazo de cocina y otro baño… En el mes y medio que llevaban buscando piso para los abuelos por medio Madrid, habían escuchado muchos discursos parecidos, pero aquél no era exagerado, ni fraudulento. Vieron primero un salón muy amplio, rectangular, con dos balcones grandes y una columna negra y redonda, de hierro fundido, plantada en el centro. A lo mejor estorba para poner los muebles, dijo su madre al verla, pero queda bien bonita, la verdad. Es que el edificio entero lo ha arreglado la hija de la dueña, que es arquitecta, ¿sabe?, fíjese, lo que son ahora las cosas, una mujer arquitecta, y no se puede imaginar lo listísima que es… Ya aquella tarde de octubre de 1976, a la luz de un sol cansado que se posaba como una gasa dorada y limpia sobre las cansadas hojas de los árboles, la habitación del fondo del pasillo fue la que más le gustó a Raquel, porque tenía otra columna, tan alta, tan redonda y reluciente como la del salón, con el mismo capitel de hojas y pámpanos, pero no estaba en el centro, sino a un lado, y delante, en la pared opuesta al lugar que ocuparía la cama, una galería de ventanas se abría a un mar de tejados y azoteas, olas rojizas, ocres, amarillentas, rompiendo en el horizonte más allá de lo que parecía el vacío y era en realidad un patio muy grande, casi un jardín, porque las copas de las acacias llegaban hasta el tercer piso. Desde allí, Raquel miró Madrid, el rojo de las tejas que bailaban entre la luz y la sombra, siempre iguales y siempre distintas, como escamas, como pétalos, como espejos traviesos que absorbían el sol y lo reflejaban a su antojo para componer una gama completa de colores calientes, desde el amarillo pálido de las terrazas hasta el naranja furioso de los aleros iluminados, que contaminaban los severos perfiles de pizarra de las iglesias con una ilusión de alegría ferviente. Las torres puntiagudas, aisladas, esbeltas, se elevaban sin arrogancia sobre el perfil irregular de la ciudad, que bailaba como un barco, como un dragón, como el corazón anciano y poderoso del cielo, más bonito que Raquel había visto jamás. Qué grande es el cielo aquí, pensó al contemplar la extensión infinita de un azul tan puro que despreciaba el oficio de los adjetivos, un azul mucho más azul que el azul cielo, tan intenso, tan concentrado, tan limpio que ni siquiera parecía un color, sino una cosa, la imagen desnuda y verdadera de todos los cielos. Unas pocas nubes altas, alargadas, tan frágiles que apenas oponían un velo transparente que filtraba la luz sin enturbiarla, parecían escogidas, dibujadas, colocadas a propósito para demostrar la profundidad de un azul ilimitado, el cielo total que la saludó aquel atardecer sin que se diera cuenta, igual [32] que había despedido a su abuelo Ignacio en el amanecer de un día muy antiguo ya, cuando él todavía no imaginaba que lo llevaría consigo adondequiera que fuera, durante tanto, tanto tiempo. Ella ya conocía la importancia que el sol, la luz, el azul, tenían para ellos, los españoles. Me voy a morir, Rafaela, le había dicho a su mujer su otro abuelo, Aurelio, el padre de su madre, al salir de la consulta del médico que le diagnosticó una cardiopatía grave, irreversible a medio plazo. Me voy a morir, ya lo has oído, y quiero morirme al sol. Rafaela no esperó a que Raquel naciera, pero tampoco quiso contarle la verdad a su única hija, que se había casado en Francia, antes que sus hermanos, y acababa de quedarse embarazada. Nos volvemos, le dijo solamente, vamos a vender la casa de aquí para comprarnos una en la playa, cerca de Málaga, en Torre del Mar o por allí cerca, donde le guste a tu padre… Nos volvemos, no nos volvemos, ellos se han vuelto, me parece que se vuelven, a mí me gustaría volver, mi padre no quiere, yo creo que los míos volverán antes o después. Nadie decía nunca adónde volvían, no hacía falta. Raquel, que nació en 1969 y se crió escuchando conversaciones fabricadas con todos los tiempos, modos y perífrasis posibles del verbo volver, nunca preguntó por qué. Las cosas eran así, simplemente. Los franceses se mudaban, se iban o se quedaban. Los españoles no. Los españoles volvían o no volvían, igual que hablaban un idioma distinto, y cantaban canciones distintas, y celebraban fiestas distintas, y comían uvas en Nochevieja, con lo que cuesta encontrarlas, se quejaba la abuela Anita, y lo carísimas que están, qué barbaridad… Sus abuelos maternos se habían vuelto, y por eso, desde que cumplió tres años, todos los veranos la mandaban con ellos a aquella casa blanca y cuadrada, luminosa y fresca, que tenía un patio grande con una parra donde se sentaba el abuelo Aurelio a ver el mar. Ella se encaramaba encima y se quedaba callada, besando a su abuelo, que estaba muy malito pero no lo parecía, y él le decía siempre lo mismo, qué bien se está aquí, ¿verdad?, y sonreía, qué bien se está aquí. Luego, en agosto, llegaban sus padres y los llevaban en el coche a Fuengirola, a comer en la playa, y a Mijas, a montar en burro, y a Ronda, a ver los toros, y los últimos días del verano todos se ponían muy tristes, tanto que Raquel sentía que ellos no volvían, sino que abandonaban, que se exiliaban de las buganvillas y de las adelfas, de los naranjos y de los olivos, del olor del mar y de los barcos del puerto, de las tapias encaladas y de las casas blancas, de las ventanas florecidas y la sombra de las parras, del oro del aceite, de la plata de las sardinas, de los sutiles misterios del azafrán y de la canela, de su propio idioma y del color, del [33] sol, de la luz, del azul, porque para ellos volver no era regresar a casa, porque sólo se podía volver a España, aunque nadie se atreviera nunca a decir esa palabra. Por eso, cuando llegaban a París, los padres de papá, los que no volvían, les invitaban a cenar, y la abuela Anita les hacía muchas preguntas, contádmelo todo, dónde habéis estado, qué habéis comido, cómo está el país, qué dice la gente, qué música escuchan, ¿hacía mucho calor?, ¿había muchos turistas?, ¿lo habéis pasado bien?, ¿y los precios, cómo están?, ¿me habéis traído lo que os encargué? Sí, se lo habían traído, una caja enorme llena de pimentón dulce y picante, de latas de atún y de anchoas, de ñoras y de guindillas, de ajos morados, de orzas de lomo, de queso manchego, y un jamón entero, y chorizos de Salamanca, y morcillas de Burgos, y judías blancas, y garbanzos, y tocino, y dos garrafas inmensas de aceite de oliva que siempre compraban a la vuelta, en un pueblo de Jaén. Qué bien, decía ella entonces, qué bien, y se le llenaban los ojos de lágrimas, y berenjenas, os habéis acordado, qué alegría, y qué hermosas son, aquí no se encuentran así, claro, como no saben hacerlas… Por supuesto que saben, Anita, la cortaba entonces el abuelo Ignacio, por supuesto que saben. Lo único que pasa es que no las hacen como a ti te gusta. Bueno, pues eso, aceptaba ella, y luego, con un poco de miedo porque le quería mucho, los dos le querían mucho, se quedaba mirando a mamá y le preguntaba, y tu padre, ¿qué tal está? Pues bien, contestaba ella, muy bien, la verdad, es increíble, parece que el cambio le ha sentado estupendamente, a lo mejor es el clima o… , bueno, ya sabes. La abuela asentía con la cabeza y concluía al final, claro está, para que su marido se volviera a mirarla como si acabara de pincharle con una aguja muy larga, un arma certera, dolorosa, afilada. Eso es una tontería, Anita, una tontería. Y no vuelvas a decirlo porque no tengo ganas de volver a escucharlo. Después, la abuela se encerraba en la cocina y se tiraba tres días guisando, preparando la fiesta de todos los segundos fines de semana de septiembre, cuando su marido y ella invitaban a cenar a todos sus amigos españoles y a algunos franceses que disfrutaban igual de la comida, menos su yerno, Hervé, el marido de la tía Olga, que era encantador, muy simpático, muy buena persona, muy progresista pero muy normando, tanto que decía que el aceite de oliva le sentaba fatal. La abuela se ofendía muchísimo, aunque siempre preparaba algo especial para él, una ensalada de endibias con nueces picadas y el aliño de queso azul que más le gustaba, menuda porquería, ya ves, decía entre dientes, o cualquier carne guisada con mantequilla, el menú alternativo que cada año pesaba más, porque cada año había más franceses y menos españoles [34] en la fiesta anual de los abuelos. El verbo volver aceleraba sus tiempos, se desplazaba deprisa desde el futuro hasta el presente, iba conquistando el pasado por un camino inverso pero constante que no les llevaba hacia atrás, sino adelante. Después de tantos años de inmovilidad, el perpetuo letargo de una siesta dormida en cueva ajena, todo había empezado a cambiar muy deprisa para ellos, los españoles. Raquel era pequeña, pero se daba cuenta. Se vuelven, se vuelven, se vuelven, se vuelven, ya se han vuelto. Nos volvemos, dijo también su padre, y aunque él había nacido en Toulouse, y su mujer en Nimes, no podría haber utilizado otro verbo, decirlo de otra manera. Nosotros también nos volvemos. Era septiembre del 75, habían pasado el mes de agosto en Torre del Mar, y su padre había encontrado trabajo en España, no en Málaga, la ciudad del abuelo Aurelio, sino en Madrid, la ciudad del abuelo Ignacio. Me voy la semana que viene, papá, yo solo. Los demás se quedan hasta Navidad, mientras encuentro un piso, y le busco un colegio a la niña y eso. Como Raquel se queda sola con los críos y el trabajo le pilla tan lejos, y mamá va todos los días a Aubervilliers a trabajar, en cambio, he pensado que, si no os importa, se podrían quedar con vosotros estos meses, y así tampoco tendríamos que esperar hasta el final para hacer la mudanza, porque a ti no te importa dejar a los niños en el cole y recogerlos luego, ¿verdad, mamá…? Su hermano Mateo era todavía tan pequeño que nunca tendría recuerdos de París, pero ella había cumplido ya seis años, y empezó a echarlo todo de menos antes de tiempo. —Pero, vamos a ver… , ¿por qué no te quieres ir? —la abuela Anita picaba las nueces para la ensalada del tío Hervé y vigilaba con gesto preocupado el silencio huraño de su nieta—. Ya verás lo bien que vais a estar en Madrid, y por el colegio no te preocupes. ¿No te acuerdas de cómo lloraste cuando te conté que ya no ibas a volver a mi guardería? ¿Y qué? Pues nada. Encontraste a Mademoiselle Frangoise, que era tan simpática, y enseguida hiciste un montón de amigos. Pues en España igual, o mejor, porque es tu país, nuestro país. Nosotros somos españoles, ya lo sabes. Yo no, estuvo a punto de responder ella, vosotros sí pero yo no, yo soy parisina, nací aquí y no me quiero ir, me da miedo irme, dejar a mis amigos, mi colegio, mi barrio, mi casa, el autobús, las calles, los programas de la televisión. Eso pensó, y si se conformó con una queja más modesta no fue porque sus seis años no le consintieran formular sus sentimientos con precisión, sino porque ya sabía, siempre había sabido, que en aquella casa estaba prohibido decir eso en voz alta. [35] —Si por lo menos fuéramos a Málaga. Allí están los abuelos, y lo conozco de ir en verano. —¿Y qué? Tu abuelo Ignacio es de Madrid. Pídele que te cuente, anda. Yo no he estado nunca allí y me la sé de memoria… —¿Y por qué no os venís con nosotros, abuela? —Pues porque unos llevan la fama y otros cardan la lana, por eso mismo —terminó de picar las nueces, las echó en un cuenco, lavó el cuchillo, lo secó, puso los brazos en jarras y se la quedó mirando—. Porque a tu abuelo no le da la gana, porque es el hombre más cabezón que hay en el mundo, y eso que yo soy aragonesa, ¿eh?, terca como una mula, eso es lo que dice, pero no, el terco es él, y que no, que no, que no, y que no. Cuando quisieron darle la nacionalidad francesa, no la quiso él, cuando pudimos empezar a ahorrar, se negó a comprarse un piso, y ya ves, tu abuelo Aurelio, el negocio que hizo, que con lo que le dieron por la casa de Villeneuve, con lo pequeñísima que era y todo lo que le faltaba por pagar, se compró la de Torre del Mar y le sobró dinero. Pero tu abuelo Ignacio no, él no, él, ¿de qué? Él tiene que ser siempre el que más… narices tenga. ¿Y para qué, digo yo, para qué? Pues para nada. ¿Dónde está tu abuelo Aurelio, el que tuvo la debilidad de echar raíces en Francia? En España. ¿Dónde está tu abuelo Ignacio, el que se niega a invertir un céntimo en un país donde está de paso? En Francia. Aquí estamos y aquí seguiremos. Nos volveremos los últimos, mira lo que te digo, los últimos. —Pero a ti te gustaría… —Claro que me gustaría —la abuela sonrió, se sentó en una silla, la cogió en brazos—. Si me hubiera casado con un francés, como Olga, pues no, pero… Me casé con tu abuelo, tuve esa suerte, porque hemos sido muy felices pero siempre en español, hablando en español, cantando en español, criando hijos españoles, con amigos españoles, comida española, costumbres españolas, comiendo tarde y cenando más tarde todavía, trasnochando y durmiendo la siesta… Aprendí a guisar igual que mi suegra, cocido los sábados, paella los domingos, lo he seguido haciendo todos estos años, y mira que la quería, ¿eh?, que la quise como si fuera mi madre, igual que a mi madre, porque eso fue para mí cuando nació tu padre y ni siquiera sabíamos dónde estaba Ignacio, si estaba vivo o muerto, y yo era soltera y todo eso. En aquella época lo pasamos muy mal, pero todo era lógico, tenía sentido, y sin embargo, ahora… Ahora ya no sé qué hacemos aquí, qué vamos a hacer aquí, sobre todo cuando os volváis vosotros. Si fuera por mí, ya estaríamos en Madrid. —¿Y tu pueblo? [36] —Mi pueblo ni me lo nombres, porque no quiero ni verlo, ni acercarme quiero, mira lo que te digo… Las cosas eran así. Así de raras, así de absurdas, así de incomprensibles. Porque nosotros somos españoles. Su padre había nacido en Toulouse, su madre había nacido en Nimes, su abuela Anita se había marchado a los quince años de un pueblo de la provincia de Teruel que su nieta nunca podría nombrar ni queriendo, porque ella no había querido volver a pronunciar su nombre. Por ahí, por la sierra de Albarracín, decía solamente, y que estaba viva de milagro porque los habían matado a todos, a su padre, a sus hermanos, a sus cuñados, a todos menos a ella, que un mal día, con quince años recién cumplidos y el coraje de una mujer de treinta, echó a andar por una carretera con una hermana enferma de tuberculosis y una madre que a los cincuenta parecía una anciana, hasta que, de campo en campo, llegó a Toulouse. Allí, cuando se quedó sola, vivió al amparo de un matrimonio de Madrid, Mateo Fernández y su mujer, María, que habían tenido dos hijos varones, uno fusilado en España, el otro prisionero en algún lugar de Francia, movilizado a la fuerza en un grupo de trabajo militarizado sólo por ser español, y que aún tenían dos hijas, la mayor viuda con poco más de veinte años, su marido fusilado también, ante las mismas tapias que su cuñado. Anita se casó con el único hombre joven de la familia Fernández que había logrado sobrevivir a dos guerras, la nuestra y la otra, decía ella, como si en España las guerras fueran más valiosas, mejores y distintas, y se había alegrado muchísimo de que su hijo mayor se hubiera emparejado con Raquel Perea, la hija de Aurelio, un malagueño que sólo tenía miedo de las tormentas y que estuvo a punto de cruzar la frontera después de escaparse del campo donde había conocido a Ignacio Fernández, alias el Abogado, pero que en el último momento, cuando ya estaba viendo el color del uniforme de los guardias civiles, se dio la vuelta porque somos de un país de hijos de puta, ésa es la verdad, qué le vamos a hacer. Ése era el mismo Aurelio que se había vuelto porque quería morirse al sol y cada año estaba más lejos de la muerte, viviendo a la sombra de una parra que llenaba de lágrimas los ojos de la mujer que ahora mecía a la nieta de ambos en la cocina de su casa de París, la abuela Anita, que en su vida había visto una parra andaluza ni había estado en Málaga, que no conocía más Mediterráneo que el de la Costa Azul, que había vivido en Francia más del doble del tiempo que pasó en aquel pueblo de Aragón cuyo nombre no quería decir jamás, que estaba viva de milagro y que seguramente había salvado la vida de su marido, el que no quería volver a España, cuando él, en algún momento del año 45, [37] le dijo que estaba pensando en cruzar la frontera porque allí dentro hacía falta gente, hombres con experiencia, capaces de organizar a los que habían seguido luchando por su cuenta. Por favor te lo pido, Ignacio, le había dicho ella, por lo que más quieras, no vuelvas, tú ya has hecho bastante, ya has dado bastante, y yo sólo te tengo a ti, ya no tengo familia, ni padre, ni madre, ni hermanos, ni casa, ni pueblo, ni país, ni nada, sólo te tengo a ti, a un hijo al que has conocido con dos años, y dentro de poco, a otro al que a lo peor no llegas ni a conocer, tú ya has hecho bastante, deja ahora a los demás. Los demás han hecho lo mismo que yo, dijo él. Pero los demás no pueden hacer nada por los que están aquí, y tú sí. Tú también haces falta aquí, Ignacio, tú has ayudado a mucha gente y hay mucha gente que te necesita todavía… Ese argumento extremo, urdido con tanto amor como desesperación, retuvo en Francia al hombre más cabezón del mundo, que había querido volver a España cuando su mujer no quería que volviera, y que no quería volver ahora, cuando ella lloraba de nostalgia por la sombra de una parra que no había visto jamás. Así de raras eran las cosas, y Raquel no las entendía, nadie podría entenderlas, pero aquel laberinto sentimental, donde las calles sin salida desembocaban en una casa blanca al borde del mar y la prosperidad se convertía en una cadena perpetua que sólo podía limar el fragilísimo acero de las paradojas, era el escenario de su vida, la que le había tocado vivir en lugar de cualquier otra. Estoy hasta los cojones de la guerra civil, decía su padre, y lo decía cantando, usando cualquier musiquilla de las que se entonan en las excursiones, y su madre se echaba a reír para añadir el segundo verso, y de la valentía de los rojos españoles, chimpún, estoy hasta los cojones del cerco de Madrid, seguía su padre, y de la batalla de Guadalajara, chimpún, replicaba su madre, y los dos se reían a la vez, estoy hasta los cojones del Quinto Regimiento, y de la foto de mi padre en aquel tanque alemán, chimpún, chimpún, chimpún… Así volvían a casa los domingos, después de la paella de la abuela Anita, muertos de risa, y sin embargo, él ya estaba en España, ella haciendo las maletas, y Raquel recibiendo la misma respuesta a todas sus preguntas, pues porque sí, porque nosotros somos españoles. Hasta que su abuelo Ignacio le contestó de una manera distinta. —Yo pude haber muerto muchas veces, ¿sabes? Primero en nuestra guerra. Luego, cuando me detuvieron en Madrid, cuando me escapé de la cárcel, cuando me metieron en Albatera, cuando me tiré de un tren en medio de la provincia de Cuenca, cuando fui de Barcelona a Gerona dentro de un camión, cuando crucé la frontera, en el campo de [38] Barcarés, donde murieron muchos, cuando me fugué de mi compañía, cuando Madame Larronde avisó a mi madre de que su cuñado estaba a punto de denunciarme, y después, cuando volví a mi compañía, cuando volví a escaparme, cuando luché contra los alemanes, a ver… —las había ido contando con los dedos—. Trece veces pude haber muerto y aquí estoy, ¿qué te parece? —¿Y cuando quisiste volver a España y la abuela no te dejó? —Ésa no cuenta. —¿Y por qué te escapabas tanto? —Pues porque me querían matar. —¿Quiénes? —Todos. Pero eso fue después de aquella mañana de noviembre imposible y tropical, cuando en la calle hacía mucho frío y dentro de casa demasiado calor, el que desprendía la voz de su madre gritándole al teléfono, mamá, mamá, ya lo sabemos, claro, lo han dicho por la radio y ha llamado mi marido hace un rato, ¿sí?, qué bien, pero no llores, mamá, dile a papá que se ponga, papá, papá, no chilles, cálmate, a ver si te vas a poner malo tú ahora, encima… Raquel aún no entendía los relojes, pero se dio cuenta de que era muy tarde porque las persianas filtraban un resplandor que pintaba el aire con ráfagas de luz, y era jueves, de eso estaba segura, había ido contando los días que faltaban para que la tía Olga la llevara al cine con los primos, se lo había prometido, y aún quedaban un día y una noche para que empezara el viernes. Entonces sonó el timbre de la puerta y era ella, la tía Olga, por la mañana, sola y chillando también. Raquel se asustó. Se quedó muy quieta, en la cama, intentando calcular qué habría pasado, hasta que escuchó llorar a su hermano Mateo y se levantó sin pensar, y salió corriendo. Estaban todos en la cocina, tan tristes, tan sombríos como nunca les había visto. La tía Olga se sonaba la nariz mientras ponía la cafetera en el fuego, mamá tenía los ojos hinchados, pero parecía más ocupada en calmar al niño que en tranquilizarse ella misma, y la abuela meneaba la cabeza entre suspiros tan hondos como si le costara trabajo respirar. Su marido, sentado ante la mesa vacía, los brazos inertes, colgando a los lados del cuerpo, fue el único que la vio llegar. —¿Qué pasa? —Raquel se acercó para sentarse sobre sus rodillas sin pedir permiso. —Que se ha muerto Franco —y él la abrazó apretando fuerte, como si se alegrara de haber encontrado algo que hacer con las manos. —¿Y no hay colegio? —Para ti no. Hoy es fiesta. [39] —Pues no estáis muy contentos, que se diga… Él parecía el más triste de todos, pero al escucharla se echó a reír, y su mujer, su hija, su nuera, le siguieron con muchas ganas. Entonces empezó la fiesta verdadera, un día larguísimo y extraordinario, quizás no el más raro de todos los días raros que Raquel viviría desde entonces hasta una tarde de mayo del año 77, porque aquéllos fueron los años raros, la primera época excepcional de su vida, pero sí el único en el que la dejaron hacer lo que le dio la gana desde por la mañana hasta por la noche. A la hora de comer seguía en camisón, no se había tomado la leche, había engullido a cambio un paquete entero de galletas de chocolate, había roto un cenicero, se había bebido dos cocacolas, se había puesto perdida de sombra de ojos y de lápiz de labios con las pinturas de su madre, y nadie parecía darse cuenta de eso, ni de nada, en una casa donde todos habían faltado al trabajo y sin embargo ninguno paraba de moverse ni un momento, porque no paraba el teléfono, ni el timbre de la puerta, conocidos y desconocidos que tampoco habían ido a trabajar, y llegaban y la besaban, y se marchaban o se quedaban, y comían o no comían, porque en la casa de los abuelos no se comió aquel día y sin embargo comieron muchas veces, tantas que no pararon de comer. La abuela Anita se encerró en la cocina, como hacía siempre que estaba nerviosa, y aparecía cada dos por tres en el salón con una bandeja, y luego llegó el tío Hervé con los primos, Annette, que se llamaba así por la abuela, y Jacques, que se llamaba así porque sí, y Raquel ya se divirtió más y comió menos, y se dedicó a maquillar a su prima, que tenía un año menos que ella y se dejaba hacer de todo, hasta que escuchó dos palmadas y luego la voz de su abuelo, ¡hala!, vámonos a la calle. Eran las cuatro y media de la tarde y ya no lloraba nadie. Mamá le limpió la cara con un algodón embadurnado en un líquido blanco que olía mal y una sonrisa de oreja a oreja, como si estuviera encantada de verla así, llena de manchas de todos los colores, y le puso un traje nuevo que acababa de comprarle, el abrigo de salir y un gorrito ridículo, a juego, que se llamaba capota y era odioso. Estuvo a punto de quitárselo en el último momento para dejarlo en la mesa del recibidor, pero le distrajo la oferta del tío Hervé, dispuesto a llevársela a su casa con sus hijos, como iba a hacer con Mateo, y aún más la respuesta del abuelo, no, ella no, ella que venga. Ya es mayor, y así se acordará siempre de este día. Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por los besos y los abrazos, la alegría y las lágrimas, el júbilo y el estrépito de los tapones [40] que saltaban de las botellas de champán al ritmo de los juramentos más feroces que escucharía en su vida, la fiesta española, un destello salvaje, sombrío, en los ojos oscuros dilatados a medias por el alcohol y la melancolía, que estallaba detrás de las puertas de algunas casas de París sin que París se diera cuenta, lugares especiales, familiares y extraños a la vez, donde recibían a los abuelos gritando sus nombres y les invitaban a probar una tortilla de patatas, otra más, que nunca sería la última, porque aquélla fue una noche larga de botellas de champán y tortillas de patatas, de besos repetidos y abrazos fuertes, de maldiciones y apellidos, de venganza pública y rencores privados, de brindis por los ausentes y preguntas en el aire. Porque somos españoles y los españoles nunca podemos ser felices del todo, una variedad domesticada y ebria de la desesperación se asomaba a las comisuras de los labios, a la humedad de los ojos, a las aristas de la cara de aquellos hombres secos, consumidos, agotados por el constante ejercicio de su dureza, que levantaban una copa en el aire para repetir, uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia, y que sin embargo tenían la rabia dentro, tan agarrada al corazón que, mientras se obligaban a parecer felices, ya sabían que iban a morir antes que ella. Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por la milagrosa transformación de su abuela, que parecía de repente una mujer muy joven, porque le brillaban los ojos, y los labios, y el pelo, mientras se movía deprisa, con una agilidad desconocida, caminando como si flotara, como si bailara, como si su sola sonrisa bastara para sostenerla por encima del suelo, ni por la forma en que la miraba su abuelo, pozos salvajes, sombríos, también sus ojos salvo cuando la seguían como si estuviera a punto de enamorarse de ella, treinta y tres años después de que ella le enamorara por primera vez. Los dos se besaron en la boca durante mucho tiempo cuando terminaron de bailar en una plaza donde otros españoles mucho más jóvenes y muy distintos, frutos amargos de la España de Franco, estudiantes y exiliados voluntarios de última hora mezclados con pseudoaventureros izquierdistas de buena familia y trabajadores a secas, habían improvisado una verbena con el acordeón de un argentino que sabía tocar pasodobles. Eran españoles y bebían champán. Eran españoles y por eso bailaban, y cantaban, y hacían ruido, e invitaban a beber, a bailar, a cantar, a cualquiera que se acercara a mirarlos, pero su alegría era distinta, mucho más pura, rotunda y luminosa, más trivial quizás que la que iluminaba las mejillas hundidas de quienes habían pagado un precio elevadísimo por sonreír aquella noche, pero también más entera, más cercana a la felicidad auténtica. Los vieron por casualidad, cuando iban a recoger [41] el coche para volver a casa, y se quedaron mirándoles por pura diversión, sólo porque eran tan jóvenes y hablaban tan alto y se reían tan fuerte y hacían tanto ruido y estaban tan contentos. —¿Sois españoles? —preguntó a la tía Olga el que se fijó en ellos, y Olga bebió de la botella antes de contestar. —Sí. —¿Emigrantes? —insistió, y Olga volvió a beber, negó con la cabeza, hizo una pausa para tomar aire y señaló al abuelo. —Ése es mi padre —dijo—. Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo y español —y en su voz tembló una emoción, un orgullo que Raquel no pudo interpretar. Había escuchado lo mismo tantas veces, ése era su abuelo, el padre de su padre, que cantaba estoy hasta los cojones de la guerra civil, y se reía, y su hermana, que coreaba sus cantos y sus carcajadas, estaba ahora muy seria, tanto que ni siquiera se molestó en limpiarse la lágrima que descendía despacio por su mejilla, pero eso no le sorprendió tanto como la reacción del desconocido, casi un muchacho, que se acercó a su abuelo, le tendió la mano, y se dirigió a él con un acento emocionado, el cuerpo muy derecho, la cabeza alta, un gesto de hombre adulto en la mandíbula. —Señor, para mí es un honor saludarle. Raquel, que se acordaría siempre de aquel día, contempló la escena como si estuviera sentada en un cine, viendo una película. El acordeón dejó de sonar, los que bailaban se quedaron quietos, los que cantaban callaron de pronto, y en la plaza pequeña hizo mucho frío mientras corría un murmullo entrecortado, respetuoso, casi litúrgico, capitán, república, exiliado, rojo, palabras venerables, pronunciadas en voz baja con mucho cuidado y los labios rozando el oído de su destinatario, para no herirlas, para no desgastarlas, para no restarles ni un ápice de su valor. Capitán, república, exiliado, rojo, palabras preciosas como joyas, como monedas, como un manantial de agua fresca que acabara de brotar en el centro de un desierto. Todas las miradas convergieron en aquel señor alto y bien vestido, que no se distinguía de los franceses porque era rubio, de piel clara, y en la mujer morena y bajita que se apretaba contra él y parecía demasiado sofisticada para ser española, porque llevaba el pelo corto, teñido de rojo oscuro, peinado como si estuviera despeinado, y un abrigo muy moderno que le llegaba hasta los pies y la envolvía como si fuera una capa. Aquellos chicos tan jóvenes, con gafas [42] redondas de montura fina y el pelo largo, las camisas asomando por debajo del jersey entre las trenkas desabrochadas, y aquellas chicas que llevaban el pelo suelto pero por lo demás iban vestidas casi como la abuela Rafaela, con faldas largas y toquillas de punto sobre los hombros, les miraban con una expresión grave y anhelante, respetuosa y conmovida, como si llevaran toda la vida esperando ese momento. Los abuelos, al principio, sólo sentían asombro, un estupor tan profundo que él no acertó a decir nada cuando estrechó la mano del primero. Yo también quiero saludarle, señor, dijo el segundo, el tercero le llamó camarada, y la cuarta, que era una chica, le dio las gracias, le debemos tanto a la gente como usted, dijo. Entonces la abuela, que había mantenido el llanto a raya durante todo el día, rompió a llorar muy despacio, mimando las lágrimas que se caían de sus ojos con una mansedumbre plácida y templada, estoy muy orgulloso de conocerle, señor, es un placer, un honor para mí, hasta que el último, un chico bajito y menudo con el pelo negro, muy rizado, se cuadró ante él como hacen los soldados, a sus órdenes, mi capitán, y el abuelo cerró los ojos, los abrió de nuevo y por fin sonrió. Será posible, murmuró, meneando la cabeza, y repitió esa frase tan suya, que no acababa de ser una interrogación ni era una exclamación del todo, será posible, lo que decía siempre que algo le parecía imposible para bien o para mal, prólogo invariable de sustos y sorpresas, de tristezas y alegrías inesperadas, será posible, eso dijo, y en lugar de darle la mano, le abrazó. En ese momento, la plaza entera pareció respirar, expandirse y contraerse en un movimiento armónico, espontáneo, los edificios y los cuerpos recuperando a un tiempo sonido y movimiento, y el acordeón volvió a sonar, la abuela cogió a su marido del brazo, sácame a bailar, Ignacio, y bailaron juntos, solos en el centro de la plaza, y luego se besaron en la boca durante mucho tiempo, como si por fin estuvieran contentos del todo, contentos de verdad, y Raquel les había visto besarse en la boca muchas veces, pero nunca así, y sin embargo tal vez tampoco eso habría bastado para que se acordara de aquel día toda su vida. Cuando acabaron de bailar, todos les aplaudieron, se agruparon alrededor de ellos, descorcharon más botellas, brindaron por aquel día y por aquella noche, muerto el perro, se acabó la rabia, decían ellos también, y ya se atrevieron a hacer preguntas y a contestar a las preguntas de los abuelos. Había un poco de todo, catalanes, gallegos, media docena de andaluces, un murciano, una pareja de Ciudad Real, una chica canaria, algunos vascos, dos asturianos, un aragonés de Zaragoza, y cuatro [43] o seis madrileños, porque dos de ellos, el que había saludado militarmente al abuelo y otro, más alto y muy gordo, advirtieron que ellos, ser, lo que se dice ser, eran del mismo Vallecas. Parecían un grupo compacto, pero la mayoría no se habían conocido hasta aquella misma mañana, cuando se tiraron a la calle solos, o formando grupos pequeños de dos o tres, compañeros de estudios o trabajo, y se fueron encontrando por los bares, que es donde se encuentran siempre los españoles. Llevaban todo el día en la calle, bebiendo y cantando, bailando y haciendo ruido, y por el camino habían ido reclutando a bastantes franceses, chicas sobre todo, a un par de chilenos y al argentino que tocaba el acordeón, pero Raquel no se enteró mucho de eso, porque se quedó dormida en un banco y tuvieron que despertarla para las fotos. En el coche se durmió otra vez y no se espabiló hasta que su madre se empeñó en desnudarla y ponerle un camisón a pesar de sus protestas. Entonces ya no pudo volver a dormirse. Escuchó ruidos de puertas, de grifos, el susurro de las despedidas, y un silencio incompleto, enturbiado por el eco sigiloso de alguien que también estaba despierto pero pretendía pasar inadvertido. Aquella noche, Raquel estaba sola en la habitación, Mateo se había quedado a dormir en casa de la tía Olga. Se levantó, salió al pasillo y vio la luz del salón encendida. Su abuelo no la regañó por estar levantada. Al contrario, sonrió, la cogió en brazos, y le contó que él había podido morir muchas veces. —¿Y por qué te querían matar todos? —Por republicano, por comunista, por rojo, por español. —¿Y tú eras todas esas cosas? —Sí, y las sigo siendo. Por eso pude morir tantas veces, pero salvé la vida, y ¿sabes para qué? —Raquel negó con la cabeza, su abuelo volvió a sonreír—. Para nada —hizo una pausa y lo repitió otra vez, como si le gustara escucharlo—. Para nada. Para bailar esta noche un pasodoble con tu abuela en una plaza del Barrio Latino, con un frío que pelaba y delante de una pandilla de inocentes. Muy simpáticos, eso sí, muy buenos chicos, generosos, divertidos, estupendos, pero unos inocentes que no saben de lo que hablan y no tienen ni idea de lo que dicen. Sólo para eso. —Eso no es nada. —No, tienes razón. Pero es sólo muy poco. Poquísimo. Casi nada. El abuelo la besó, la miró. No había dejado de sonreír y Raquel no había visto nunca, y nunca volvería a ver, una sonrisa tan triste. Eso fue lo que recordaría siempre de aquel día, de aquella noche del 20 de noviembre de 1975, la tristeza de su abuelo, una pena honda, negra y sonriente, el balance de aquel día de risas y de gritos, de champán y de [44] tortillas de patatas, de juramentos feroces y de honores imprevistos, una fiesta española, salvaje y sombría, feliz y luminosa, a sus órdenes, mi capitán, y aquel hombre cansado que sonreía a su último fracaso, una derrota pequeña, definitiva, cruel, cínica, ambigua, despiadada, insuperable, obra del tiempo y de la suerte, victoria de la muerte y no del hombre que la había esquivado tantas veces. Ignacio Fernández no había derramado una sola lágrima aquel día, aquella noche. Había visto llorar a su mujer, a su hija, a su nuera, a muchos de sus amigos, de sus camaradas, hombres que habían podido morir como él y que como él habían sobrevivido para ver pasar por su puerta el cadáver de su enemigo. Vamos a brindar, decían, porque somos de un país de hijos de puta, un país de cobardes, de miserables, de estómagos agradecidos, un país de mierda, él había escuchado todo eso y no había derramado ni una sola lágrima. Porque en cuarenta años no hemos sido capaces de matarlo, vamos a brindar, y él no había dicho nada, no había hecho nada excepto levantar su copa en silencio una y otra vez. Me quiero morir, Ignacio, le había dicho un hombre mayor con el que se había abrazado muy fuerte en algún lugar de los muchos por los que habían peregrinado aquella noche. No me jodas, Amadeo, había contestado él, hoy no es día para morirse, y entonces ya estaba sonriendo, pero su nieta aún no había entendido su sonrisa, no había desenmascarado la pena negra, honda, que ahora afloraba a los labios de su abuelo, curvados en una mueca que había perdido su eficacia mientras estaban solos, abrazados, en la casa dormida. —No hables así, abuelo —intentó decir Raquel, y sólo pudo decirlo a medias, porque las lágrimas ensuciaron su garganta, taponaron su nariz, alcanzaron sin dificultad la frontera de sus ojos. —Pero, bueno… —su abuelo la separó un poco, la miró despacio, frunció las cejas, volvió a abrazarla—. ¿Y a ti qué te pasa? —No lo sé —y no lo sabía—. Es que me pongo triste de oírte hablar así. —No te preocupes. Estoy contento, aunque no lo parezca. Ahora ya puedo volver yo también. A la mañana siguiente, Raquel no se acordaría de cómo se quedó dormida, pero nunca en su vida olvidaría esta conversación. El abuelo la había cogido en brazos, se había acostado a su lado, la había besado muchas veces y enseguida se había hecho de día, y mamá había entrado en la habitación metiendo prisa, levántate, Raquel, hija, vamos, a desayunar, y la había vestido, y la había peinado. Después, la abuela la había llevado al colegio como si fuera una mañana normal, y era una mañana normal, lo fue excepto porque ella estaba muerta de sueño [45] y se durmió en el recreo, y luego, por la tarde, cuando la tía Olga fue a recogerla para llevarla al cine con sus hijos, se durmió otra vez y no vio la película. Eso, al fin y al cabo, fue una suerte, porque cuando volvió a la casa de los abuelos estaba muy despierta, y reconoció sin vacilar a su padre en el hombre joven que se bajaba de un taxi, enfrente del portal, para desencadenar otra fiesta española, privada y familiar, agria, dulce, amarga, salada, húmeda y seca, pero definitiva. —Quería estar contigo, papá, contigo y con mamá. Su padre no dijo más que eso, no hacía falta más, repartir los regalos, una caja muy grande para Raquel, otra más pequeña para Mateo, perfume para su mujer, aceite para su madre, y una crónica distinta, paciente y minuciosa, de los acontecimientos de la víspera tal y como se habían vivido desde dentro, el relato que su padre siguió con atención y la cara seria, sin sonreír ni siquiera cuando su hijo mayor descendió de lo universal hasta lo particular, confesando que todavía le dolía la cabeza por la monumentalidad de la cogorza que se había cogido el día anterior, porque después de las copas de por la mañana, en la oficina, había seguido brindando con sidra, con vino blanco, con ron, con whisky. No fue culpa mía, resumió, tuvimos que mezclar porque a la hora de comer ya se había acabado el champán en Madrid. Entonces, la abuela empezó a hacer planes, a barajar fechas, a contar dormitorios, podemos irnos a vivir cerca de vosotros, ¿no?, ¿qué te parece, Ignacio? Su marido no contestó enseguida. Antes, se bebió de un trago el coñac que tenía en la copa, se levantó de la silla, se paseó por la habitación, apoyó los puños en la mesa, y sólo después, estalló. —¿De qué estás hablando, Anita? ¿Me quieres decir de qué estás hablando? —la abuela bajó la vista y no dijo nada, nadie se atrevió a despegar los labios, aunque el tío Hervé, que era francés y a aquellas alturas debía de estar muy saciado ya de pasiones españolas, insinuó un gesto de cansancio que su suegro no detectó—. ¿Tú sabes quién manda en España? ¿Es que no has visto llorar a ese hijo de puta? ¿Es que no sabes quién es? Llama a Aurelio, anda, llámale. Que te lo cuente él, o Rafaela, que en Málaga lo conocen mucho, todo el mundo lo conoce allí. —Pero el otro día, cuando viste a Ramón, tú me dijiste… —¡Ya sé lo que te dije! Que Ramón me había dicho que Fulano le había contado que Mengano había oído que Zutano se había enterado de que en una reunión secreta, que nadie sabe ni dónde ni cuándo ha sido ni quiénes se han reunido, alguien, que tampoco se sabe quién es, había dicho que no se iba a hacer nada sin nosotros. Eso te dije. ¿Y sabes lo que significa eso? Eso no significa una mierda, ni eso significa. [46] Será posible, Anita, será posible… Que yo, ahora mismo, ni siquiera soy español, joder, que yo no tengo pasaporte, ni español ni francés ni de ninguna parte, sólo papeles de refugiado político y un carné del Partido Comunista de España, que está también prohibido en Francia, por cierto. ¿Adónde quieres que vaya yo con eso? —Pues Aurelio… —Aurelio estaba enfermo y yo no. —Eso no tiene que ver. —¡Claro que tiene que ver! Aurelio está jubilado y yo no, yo tengo cincuenta y siete años y no puedo vivir del aire, Anita, no me puedo marchar así como así, y tú tampoco. Tú tendrás que hablar con tu socia, vamos, digo yo, tendrás que decidir qué vais a hacer, si te compra tu parte o si cerráis la guardería, y yo tengo que encontrar trabajo, yo no puedo… —Pero ya has hablado con Marcel, y él… —¡Él nada! Él hará lo que pueda, pero cuando pueda, y ahora no se puede, ahora hay que esperar, ver qué pasa, cómo evoluciona todo. Eso es lo que voy a hacer yo, por lo menos. Si tú quieres volverte antes, ya sabes. Habla con tu hijo, que estará encantado. —¡Qué cabezón eres, Ignacio! —la abuela movió la cabeza de un lado a otro, como si después de una larga carrera repetida muchas veces hubiera llegado una vez más al muro alto, liso, conocido, que nunca sería capaz de franquear. —No soy cabezón —él contestó sin levantar la voz, casi con dulzura—, soy realista. —Nada, de realista nada. Cabezón, cabezón, cabezón, eso es lo que eres, nunca he conocido a nadie tan cabezón como tú. Su marido renunció a defenderse de esa acusación. Volvió a sentarse en su silla, rellenó su copa, probó su contenido, jugó con ella un rato, y nadie se atrevió a hablar, aunque Raquel se dio cuenta de que su padre estaba sonriendo a su madre, que le devolvió la sonrisa a escondidas mientras el tío Hervé, definitivamente harto, escondía la cara entre los brazos, que había cruzado antes sobre la mesa. —Y por cierto… —al escuchar de nuevo la voz de su marido, la abuela se puso tiesa, pero él ya no se dirigía a ella, sino a su hijo—. ¿Por dónde dices que vives? —En una urbanización de cuatro edificios con un jardín común, cerca de Arturo Soria. —¿Y eso dónde está? —Pues no sé cómo explicártelo… Al final de la calle de Alcalá, pero al final del todo, más allá de la plaza de toros. [47] —¿En la Ciudad Lineal? —No, más lejos. En la carretera de Canillejas. —¿En Canillejas? —Ignacio Fernández miró a su hijo con una cara de susto casi infantil, las cejas muy levantadas, los ojos grandes, la boca abierta—. Pero si eso está lejísimos de Madrid… —Estaba, papá, estaba. Ahora ya no está, ahora es Madrid. La ciudad ha crecido mucho desde que tú te fuiste. —Pues yo, desde luego, no pienso vivir en Canillejas —dijo, y miró a su mujer, que le respondió con una sonrisa extraña, mientras movía la cabeza como si pretendiera darse la razón a sí misma. —¿Y qué quieres? —su hijo también sonrió—. No creo que encuentres nada en la mismísima glorieta de Bilbao. —Pues si no es allí, lo más cerca que pueda. ¿Cómo se llama esta plaza? Un año después, ésa fue la primera pregunta que Raquel le hizo al portero, mientras le ayudaba a quitar un cartel azul y amarillo del balcón de un piso que, al parecer, ya no estaba en venta. Plaza de los Guardias de Corps, contestó él. ¡Qué difícil!, calculó ella en voz alta, y aquel hombre, que le había dicho a mamá que ya sabía que el piso era un poco caro pero que en aquel barrio no iban a encontrar nada mejor, se lo apuntó en un papel. ¿Y a cuánto está de la glorieta de Bilbao?, preguntó luego. ¿Andando?, quiso saber él, y ella asintió, a diez minutos yendo despacio… Eso no es mucho, ¿verdad? No, qué va… Yo diría que es muy poco. Te va a encantar, abuelo, te va a encantar, le anunció luego, cuando volvieron a casa y se precipitó sobre el teléfono para ser la primera en darle la noticia, no te imaginas lo grande que es el cielo desde allí. [48] Mi madre colapsó el buzón de mi móvil en la hora y media que duró mi segunda clase de aquella mañana. Álvaro, hijo, soy mamá, que no se te olvide darle a Lisette el dinero para el jardinero; Álvaro, hijo, acuérdate de recoger el correo, a ver si te lo vas a dejar allí, que eres muy despistado; Álvaro, hijo, cuando recojas el correo, míralo bien y tira todo lo que sea propaganda, por favor, que ahora no tengo la cabeza para tonterías; Álvaro, hijo, en vez de comer algo deprisa y corriendo en el bar de la facultad, que a saber qué os darán, pídele a Lisette que te haga una comida rápida en casa, que ya sabes que es muy dispuesta para la cocina; Álvaro, hijo, llámame al salir de La Moraleja, no sea que haya bajado con tu hermana a comprar, o a dar un paseo, o algo… Borré todos los mensajes antes de marcharme de la facultad, mientras esperaba en la barra del bar a que me trajeran una cerveza y dos montaditos de lomo, la especialidad de la casa, famosa en toda la Autónoma por más que las malas lenguas digan que el secreto de su sabor consiste en que la cocinera jamás lava la plancha, y luego dejé un recado en el buzón de Mai, la única despistada de los dos, para recordarle que aquella tarde no podía ir al colegio a recoger a nuestro hijo, porque me había llegado el turno de hacer lo que mi madre llamaba «ir a darle una vuelta» a su casa. Había pasado poco menos de un mes desde la muerte de mi padre, y deduje sin dificultad que habría confiado antes la misma tarea a mis dos hermanos varones, en riguroso orden de edad y excluyendo a las mujeres, según su costumbre. No sabía qué habían sentido ellos al volver a una casa que inevitablemente conservaría aún las huellas de papá, su forma de disponer los objetos sobre la mesa de su despacho, el ángulo de su sillón favorito frente al televisor, su cepillo de dientes quizás en el vaso del cuarto de baño, porque todavía nos encontrábamos en esa fase autista y generosa de los duelos, en la que cada uno procura evitar a los demás la sobrecarga de su propio dolor, y espera que le ahorren la proporcional cuota de dolor ajeno. Íbamos casi todas [49] las tardes a estar un rato con mi madre, y por eso nos veíamos con una frecuencia muy superior a la que habíamos practicado en mucho tiempo, pero en virtud de un pacto tácito, riguroso, esquivábamos la memoria reciente y fragmentada de nuestros años adultos para instalarnos en los recuerdos comunes de una infancia compartida, más dulce y fácil de digerir para todos. En tiempos de paz, cuando ningún conflicto exterior perturbaba las conversaciones de conveniencia, el tiempo, el fútbol, los hijos, en la mínima y cómoda rutina de una comida semanal a la que casi siempre faltaba alguno, yo me llevaba bien con todos mis hermanos. Pero los últimos tiempos no habían sido pacíficos, y algunas comidas familiares, algunas fiestas de cumpleaños de los niños, y hasta la Nochebuena del año 2003, habían desembocado en unas broncas monumentales que rompieron el freno que siempre había representado la repugnancia de mi padre por las discusiones políticas para reproducir, a pequeña escala, las tensiones que sacudían al país entero. En el comedor de su casa, la correlación de fuerzas reproducía la composición del Parlamento. La derecha tenía la mayoría absoluta, pero la izquierda, mi mujer, mi cuñado Adolfo y yo, con el apoyo pasivo y casi siempre silencioso de mi hermana Angélica, era apasionada, peleona. El radicalismo de nuestras posiciones se había ido alimentando mutuamente hasta el punto de que yo, que me había afiliado muchos años antes a un sindicato sólo por apoyar a mi amigo Fernando y había ido adoptando posiciones políticas más por instinto que por necesidad, me encontré arengando a mis alumnos contra el gobierno antes de que se convocara la huelga general de 2002, y ni siquiera me asombré de mi elocuencia. Eran tiempos de guerra, y aunque el conflicto sólo fuera simbólico, ideológico, la necesidad afilaba los instintos. Los míos seguían reluciendo como cuchillos el primer día de marzo de 2005, cuando la muerte de nuestro padre cohesionó a todos sus hijos con el pegamento rápido de un solo sufrimiento dividido entre cinco, pero ya se empezaban a notar las junturas, las grietas antiguas y las nuevas, más sensibles todavía a la estructura coyuntural del adhesivo. Como sucede en casi todas las familias numerosas, la nuestra había estado dividida desde siempre en dos grupos clásicos, el de los mayores, Rafa, Angélica y Julio, y el de los pequeños, que integrábamos Clara y yo. El detalle de que Julio me sacara un año menos de los cinco que yo le llevo a Clara, nunca había contado, pero con el paso del tiempo empezaron a contar otros factores transversales, que completaron esta división vertical con otras horizontales, elaborando un diagrama más complejo para todos, excepto para mí. [50] Rafa y Julio trabajaban juntos. Ambos habían seguido los deseos de mi padre, que sugirió al primero que hiciera Empresariales, encarriló al segundo para que estudiara Derecho, y tenía pensado que yo fuera arquitecto para poder repartir las responsabilidades básicas de sus empresas entre sus tres hijos varones. Cuando le dije que no me apetecía estudiar Arquitectura y que pensaba hacer Físicas, me explicó con mucha insistencia las ventajas de su planteamiento, pero nunca llegó a reprocharme mi decisión, lo que no impidió que yo me sintiera culpable durante mucho tiempo por haberlo decepcionado. La vocación de Angélica, médico en una familia sin antecedentes sanitarios, le gustó mucho más, y la inconstancia de Clara, que empezó dos carreras y no terminó ninguna, le pilló demasiado mayor para enfadarse. Frente a la solidísima sociedad profesional que vinculaba casi desde la universidad a mis dos hermanos varones, mis hermanas fueron construyendo poco a poco una alianza basada exclusivamente en su género y capaz de superar con progresiva holgura los once años de edad que las separaban. Pero, además, Angélica y Julio compartían la experiencia de haberse divorciado y vuelto a casar, y los dos habían tenido hijos de ambos matrimonios. Rafa y Clara, por su parte, se habían casado sólo una vez, pero con parejas de un nivel social más alto que el nuestro, aunque en el caso de mi cuñada Isabel, aristócrata por parte de padre y madre, el volumen de la fortuna familiar desluciera bastante el brillo de los apellidos. En todos estos avatares, yo me había ido quedando al margen. No trabajaba en la empresa paterna, había sido el último en casarme, mi primera y única boda había sido civil, mi mujer era funcionaría de la Comunidad de Madrid, su familia de clase media pelada, y mi hijo, el único nieto de mis padres que iba a un colegio público. Era, además, el único Carrión que votaba a la izquierda, hasta que Angélica, la mujer perfecta, capaz de acoplarse con el sinuoso sigilo de una orquídea tropical al tronco del hombre que tuviera al lado, estrenó el tercer milenio abandonando por sorpresa a su primer marido, un urólogo bastante tonto que ya la había abandonado a ella un par de veces, para colgarse del que se convertiría en el segundo, un oncólogo mucho más listo que ella, atractivo, simpático, ateo militante y más radical que yo. Desde entonces, mi cuñado Adolfo me apoyaba en todas las discusiones y mi hermana seguía nuestro ritmo con dificultad, porque antes nunca le había interesado la política más allá de una inclinación instintiva, incluso patológica en mi opinión, hacia la causa de la ley y el orden, que consistía en echarle la culpa de todo a las víctimas. Cinco años después de su segunda boda, apenas lograba reprimirla, y supongo [51] que a su marido le emocionaban mucho sus esfuerzos. A mí no, pero le agradecí que hubiera incorporado a alguien interesante a las reuniones familiares. La solitaria equidistancia de mi posición me permitía mantener una relación parecida con todos mis hermanos, incluso con aquellos, como Rafa y Angélica, a los que quería pero no me caían bien. Julio, que de pequeño parecía eternamente condenado a admirar y emular al primogénito, se había ido desmarcando con soltura de aquel papel hasta convertirse en un hombre muy distinto del que prometía, un personaje sometido a luces y sombras igual de violentas. Era muy simpático, muy divertido, adoraba a sus hijos aunque sólo pensaba en tirarse a cualquier cosa que se moviera, y sabía disfrutar de los placeres de la vida que no cuestan dinero. Era, además, mucho más débil que Rafa, lo que para mí representaba más bien una virtud, y aunque nos separaban muchas cosas, y siempre que la política no anduviera por medio, lo más parecido a un amigo que tenía entre mis hermanos. Con Clara seguía manteniendo una intimidad especial, vestigio de todos los años durante los que habíamos sido una sola cosa, los pequeños, aunque no dejaba de darme cuenta de que a veces me miraba como a un marciano, como si no acabara de comprender adónde había ido a parar su hermano Álvaro. Nada de esto me había importado mucho hasta el día en que mi padre tuvo otro infarto, y la gravedad del pronóstico se prolongó en una noche larguísima, de la que los cuñados fueron desertando, uno por uno, para dejarnos a solas con mi madre en la sala de espera de la UCI. Entonces, quizás porque no tenía otro recurso para engañar a las horas que empujarían a mi padre hasta el amanecer, les observé y me observé entre ellos, y pensé en mi familia, en lo que éramos, en lo que habíamos sido, en los rasgos que nos unían y nos separaban, lo que había permanecido y lo que se había llevado el tiempo. Mi padre llegó vivo al día siguiente y viviría algunos más, casi dos semanas. Desde entonces, mi madre y mis hermanos me resultaban misteriosamente importantes, hasta necesarios, no sólo por lo que representaban en sí mismos, sino por la parte de mí que encerraba cada uno de ellos. Y sabía que no era más que un efecto secundario del dolor, una treta de mi memoria exhausta, sobrecargada por la urgencia de la cuenta atrás, la exigencia de fijar cada fecha, cada lugar, cada imagen de aquel hombre a quien ya nunca podríamos rescatar de la muerte, pero ni sabía, ni quería, ni podía eludir mis propias trampas. Recordar a mi padre era pensar en todos nosotros, recién lavados, peinados y vestidos para posar ante una cámara, en la foto de los sucesivos carnés [52] de familia numerosa que mamá guardaba en el mismo altillo donde estaban también las carpetas con las notas y el libro escolar de cada uno. Y en eso pensé mientras conducía sin ganas, casi con miedo, al encuentro de la ausencia de mi padre, los objetos en su mesa todavía, su sillón frente al televisor, su cepillo de dientes quizás, o su huella vacía y aún más temible en el vaso del cuarto de baño. Pero no contaba con Lisette. —¡Álvaro! —había abierto la verja del jardín con un mando a distancia, pero ella me estaba esperando delante de la puerta, como si hubiera escuchado el ruido del coche a tiempo—. ¡Pero qué gusto verte! La miré un momento, desde abajo, por el puro placer de mirarla. Luego, mientras salvaba la media docena de escalones que elevaban el porche sobre el nivel del suelo, me pregunté cómo me recibiría. Delante de mi madre, Lisette me trataba de usted y me llamaba «señoriíto Álvaro». Delante de mi mujer, me tuteaba pero no me besaba cuando me veía. Aquella tarde, como siempre que estábamos los dos solos, me besó en las dos mejillas y después me abrazó, balanceándose contra mí como una madre que consuela a su hijo pequeño. —¿Cómo estás, niño? —Bien —le contesté, pero mi sonrisa se deshizo al interpretar el sentido de su pregunta—. Bueno… —Ya… —ella dejó resbalar despacio las palmas de sus manos sobre mi cuello antes de desprenderse del todo de mí—. Me imagino. Me miró con una expresión tan compungida que me costó trabajo no volver a sonreír, y la seguí al interior de la casa. —Tu madre me llamó para avisar que venías —dijo, mientras me precedía hasta el salón—. Te he preparado unos sandwichitos, una ensalada… —Gracias, Lisette, pero he comido en la facultad, antes de salir. —¡Ah! —parecía decepcionada—. ¿Y no vas a probar un tocino de cielo, ni siquiera, con el trabajo que me ha costado aprender a hacerlos? —Bueno —sonreí por fin, pese a todo—. Eso sí. Lisette era pequeña y concentrada, azucarada y brillante, densa y dulce como el postre que me ofrecía. Tenía cara de muñeca exótica, los ojos rasgados, maquillados con sabiduría, los labios gruesos, rojizos, un cuerpo compacto, menudo y esbelto, con las curvas justas, muy acentuadas, y la piel lujosa, mullida, del color que tienen los caramelos de café con leche. ¿Has visto a la muchacha nueva de mamá, esa que se ha traído de Santo Domingo?, me había preguntado Julio en el cumpleaños de uno de sus hijos, y cuando le contesté que no, se sujetó la cabeza con las manos, ¡joder, no veas qué polvo tiene la tía!, y me pasó [53] un brazo por los hombros antes de concluir, ay, qué verano más malo vamos a pasar, Alvarito… En ese momento me eché a reír, pero no di demasiado crédito a su profecía, porque mi hermano era tan mujeriego que se tropezaba con un polvo de muerte, o dos, todos los días, aunque sólo saliera de casa a pasear al perro. Sin embargo, cuando vi a Lisette tuve que admitir que, por encima de los indiscriminados y facilones criterios que guiaban su afición, esta vez no había exagerado. Oye, le dije la siguiente vez que nos vimos, cuando mi padre todavía tenía ganas de llevarnos a todos a comer a un restaurante los domingos, que sí, ¿sí de qué?, me preguntó él, de eso que me dijiste del Caribe, le respondí, aunque estábamos solos con Rafa en la barra y ninguna de las mujeres podía oírnos, ¿a que sí?, parecía entusiasmado, yo asentí con la cabeza, la hostia, añadí, ya te lo advertí, replicó él, pero increíble, insistí, acojonante, remachó, ¿queréis dejar de decir gilipolleces?, terció Rafa, al que, según Julio, las mujeres siempre le habían interesado lo justo, o sea, poquísimo, parecéis un par de colegiales salidos, colegiales no, Julio se echó a reír, pero salidos… , y yo me reí con él. A mí me gustaban las mujeres mucho más que a Rafa, pero me preocupaban mucho menos que a Julio. No las buscaba, no corría detrás de ellas, no las invitaba en los bares ni las perseguía de semáforo en semáforo. Siempre me habían parecido una especie de don, un bien extraordinario que flotaba muy por encima de mi cabeza y de vez en cuando se derramaba sobre mí sin que yo hubiera hecho nada para merecerlo. Jamás he creído merecer la predilección que algunas de ellas han mostrado por mí, aunque sólo sea porque siempre me ha parecido también que, aparte de hermosas, divertidas, suaves, dulces y excitantes, las mujeres son muy raras. Nunca he perdido el tiempo en desentrañar el misterioso mecanismo de sus razonamientos, ni he dudado jamás de que son ellas las que eligen, así que me he limitado a verlas venir, sin lamentarme por las que no están a mi alcance ni considerar que su disposición es un valor en sí mismo, aceptando su existencia como un regalo, con gratitud y sin hacer preguntas. Además, a mí me gustaba mi mujer. Mai y yo llevábamos nueve años juntos y ninguno de los dos había dado todavía señales de desánimo. Ella seguía siendo alegre, tranquila y paciente, no se metía demasiado en los aspectos de mi vida que no la concernían, y preservaba la independencia de la suya. Yo agradecía su falta de exigencia y celebraba que no echara de menos la exasperación aguda y dolorosa de otros amores, como los que mantenían postradas a algunas de sus amigas antes de propulsarlas hasta el vértice [54] de una montaña rusa que desembocaba sin remedio en una sucesiva postración, su vida entera una tormenta a punto de estallar, el mismo rayo acertando de pleno en el mismo pararrayos para hacer temblar un edificio habituado a sacudirse una y otra vez desde sus cimientos, sin derrumbarse jamás. —Esto es el colmo, es que es una imbécil, no te vas a creer lo que ha hecho esta vez… —me advertía antes aún de colgar el teléfono, indignada por aquellos excesos que a mí sólo me divertían, porque me parecían increíbles, inverosímiles de puro exagerados. Luego se recostaba en el sofá del salón para que le acariciara el pelo mientras me ponía al día de cualquiera de aquellas pasiones interminables, celos, broncas, sospechas, súplicas, reconciliaciones, sexo salvaje, viajes de negocios, celos, broncas, sospechas otra vez, y yo dudaba de que ella no sintiera a veces una punzada de extrañeza profunda, más allá de la razonable incomprensión de los mecanismos que anulan la razón y la experiencia a favor de una felicidad incierta, mítica, escurridiza e incorpórea como el humo. O no. Quizás no. Yo no lo sabía porque nunca había tenido acceso a esa clase de dolor, o de alegría, y por eso, algunas noches, al escuchar a Mai, me preguntaba si ella no tendría las mismas dudas que yo, si nunca se habría interrogado por el balance de nuestra propia vida, qué nos estábamos perdiendo a cambio de ganar la imagen de pareja ideal, serena, estable, equilibrada, con la que los dos parecíamos igual de conformes. Pero jamás descubrí en mi mujer el menor indicio de insatisfacción, ni siquiera en el plano hipotético, teórico, imaginario, en el que se situaban mis tímidas conjeturas, esa estúpida debilidad mía que cesaba en el instante en que era consciente de ella. Bastaba sólo un instante para hacerme recordar que quería mucho a Mai, que me gustaba, y que éramos felices juntos. Eso siempre había sido suficiente en las situaciones de riesgo, y aunque en algunos momentos raros, aislados, había cedido a la tentación, sólo le había sido infiel lejos de casa y con mujeres casuales que no me gustaban demasiado, o al menos, no lo suficiente como para poner en duda el carácter deportivo y excepcional de una noche tonta. Cuando presentía que cualquier mujer podía llegar a gustarme más que eso, me armaba hasta las cejas. Por eso no sufrí el primer verano que Lisette pasó en casa de mis padres, y mantenía con ella desde entonces una relación peculiar, un coqueteo inocuo, intermitente y moderadamente placentero que no me inquietaba en absoluto. Era un experto en esa clase de juegos, y ellas, las mujeres que más me gustaban, Lisette, la secretaria del museo, alguna compañera del departamento, se daban cuenta. A veces, sobre todo [55] cuando eran muy jóvenes, mi falta de ambición las ofendía, pero en general nos divertíamos. —Muy bueno —reconocí al terminar el tocino de cielo—. Cada día te salen mejor. —Gracias —sonrió—. Y tu madre… , ¿cómo está? —Mal. Ella dice lo contrario, pero… De todas formas, le viene bien estar en casa de Clara. Se pasa la vida organizándoselo todo, la despensa, los armarios, el trastero —Lisette volvió a sonreír—. Mi hermana debe de estar desesperada, pero ella se entretiene. —Tú crees que va a volver, ¿verdad? —¡Pues claro que va a volver! —exageré el tono de mi respuesta porque había detectado cierta angustia en su voz, y me di cuenta de que temía por su puesto de trabajo—. Parece mentira, Lisette, ni que no la conocieras… Se lleva con Curro tan mal como siempre, y antes o después, se aburrirá de pasarse el día ordenando lo que ya ha ordenado el día anterior. Clara sale de cuentas el mes que viene y mamá esperará a que nazca la niña, desde luego, pero a mediados de junio, en cuanto empiece a hacer calor, se vendrá para acá, eso seguro. Ya sabes que le encanta traerse a los nietos en verano. —Yo podría ir con ella, para ayudarla y eso —frunció los labios en una mueca extrañada y dolida al mismo tiempo—. Se lo digo siempre, pero no quiere. —Claro que no. Porque va a volver. Y necesita que estés tú aquí pendiente de todo, de pagar al jardinero, a la asistenta… Por cierto, te he traído dinero —busqué en mi cartera media docena de sobres cerrados, que mi madre había reunido con una goma después de identificarlos con su caligrafía picuda y elegante, de trazos largos, antiguos—. ¿Y el correo? —Está en el despacho de tu padre —improvisó a destiempo un gesto de disculpa—. Siempre lo dejaba allí. Si quieres, te lo traigo… —No. Voy contigo. No sabía cómo se habían sentido mis hermanos pero sabía que yo iba a sentirme muy mal, y sin embargo no había previsto la clase de tristeza que respiraba en los objetos, que latía en los techos, en las paredes, que enrarecía el aire e impregnaba el espacio de aquella casa con una pátina invisible y anacrónica, como de antigua, imposible novedad. Cada paso que daba, cada puerta que abría, cada cosa que tocaba, eran pasos, puertas, cosas que existían en una realidad a la que mi padre ya no pertenecía, y que afirmaban su ausencia en la inevitable familiaridad de mi mirada, de mis manos, de mis pies, mientras recorría un camino que habría podido completar con los ojos vendados. [56] La materia no tiene espíritu y sin embargo, mi cuerpo sin alma se dolió de la implacable memoria de una habitación, un escritorio antiguo, de madera, un sillón de cuero color vino, una alfombra persa de colores pálidos, dos butacas y un sofá al fondo, ante una mesa baja, dando la espalda a una gran librería de madera con puertas de cristal. El despacho olía a mi padre, conservaba el tacto de sus dedos, el sonido de su voz, la costumbre de los ojos que lo habían recorrido sin sorpresa día tras día, año tras año, descuidados del momento en el que unos dedos temblorosos y amantes los esconderían para siempre bajo el consuelo estéril de los párpados. En esa habitación habían ocurrido también episodios importantes de mi vida. Allí me escondía cuando era un adolescente para hablar por teléfono con mis novias o para leer libros prohibidos, allí declaré mis intenciones de no estudiar Arquitectura y anuncié que me habían dado una beca para hacer otro doctorado en una universidad norteamericana, allí le conté a mi padre que me iba a casar con Mai y que iba a tener un hijo, pero nada de eso tenía valor ahora, mientras la brutalidad del brillo de los muebles, el suelo recién encerado, la matemática precisión de los ángulos que trazaban la mesa y el sillón, la grapadora y el abrecartas, la agenda y el estuche de las plumas, afirmaban la definitiva desaparición del hombre que nunca volvería a usarlos. Atrapado en la imagen imposible, cadavérica, de aquella habitación ordenada y reluciente como la sala de un museo, volví a sucumbir a la certeza de lo definitivo y me pregunté cuántas veces más sucedería, cuándo podría empezar a recordar a mi padre por mi propia voluntad, libre de la presión de los ritos y de los objetos, de la bienintencionada hostilidad de las palabras y las ceremonias, los paisajes y el calendario. Yo quería a mi padre. Lo admiraba, lo necesitaba, lo echaba de menos, y sabía que sería así toda la vida, pero aún no había aprendido a conjugar los verbos en pasado. No era fácil. La muerte iguala a los mortales, les da nombre y naturaleza, pero su mísera magnanimidad democrática se estrella contra la despojada conciencia de los supervivientes. Todos los muertos son iguales, decimos, pero no es verdad, no en la memoria de cada uno. Mi padre era un hombre mucho más extraordinario de lo que hemos llegado a ser sus hijos, y su fuerza, su energía, su entereza se reflejaban en nosotros para mantenernos enteros, unidos, con más eficacia que las amorosas estrategias de mi madre. Yo era el que mejor lo sabía, porque era también el que más se había alejado de él, el único que no se había esforzado en parecérsele. Por encima del abismo que separaba mis propias convicciones de las suyas, ahora lamentaba esa distancia, y la seguridad de que era insalvable [57] no me consolaba. Él siempre había sabido que le quería, que le admiraba, que le necesitaba, pero tampoco eso bastaba para desalojar la insistente sospecha de mi culpa, la de haber acabado siendo el hijo que él nunca habría querido tener. En eso tampoco me parecía a mis hermanos y eso era lo que me atormentaba más que a ellos. No era fácil ser hijo de un hombre como mi padre, una máquina de seducir, un conquistador innato, un mago, un hipnotizador, un genio de la lámpara de su propio encanto. Nunca había conocido a nadie a quien no le cayera bien, nadie que no le quisiera, que no se le rindiera, que no codiciara con ansia su presencia, su compañía. Nadie excepto, quizás, yo algunas veces, cuando me miraba en él como en un espejo y me sentía abrumado por la diferencia, disminuido por su superioridad, receloso de su suerte. Ni siquiera llegué a ser más alto que él, y los dos centímetros que no crecí para igualar su estatura se agigantaron en mi conciencia adolescente como una metáfora de mi incapacidad para estar a su altura. Algunas veces me he sentido orgulloso de mí mismo, pero nunca he logrado que mi padre se sintiera orgulloso de mí. Y sin embargo, y a pesar de que yo era el único de sus hijos que cuestionaba su modelo, el cúmulo de virtudes que representaba, él fue siempre más generoso conmigo de lo que yo era con él, como si hubiera adivinado que mis disidencias no eran un capricho, sino una necesidad que surgía de mi inferioridad, la opción tal vez cobarde, pero también sensata, que me llevó a intentar ser un hombre distinto, en lugar de seguir el ejemplo de Rafa, el ejemplo de Julio, para convertirme en la tercera réplica defectuosa de nuestro padre. No era fácil ser hijo de un hombre como él, no lo había sido para mí, al menos, y esa dificultad casi olvidada, enterrada en la arena de los días que se habían sucedido sin pausa y sin dolor desde los tiempos en los que era la persona más importante de mi vida, volvía a brotar en cada segundo que dedicaba a recordarle. La muerte es atroz, es salvaje e impía, insensible, cínica y mentirosa, también mentirosa. Pero saberlo no me servía de nada. —¿Esto es todo lo que hay? —Lisette me lo confirmó con la cabeza mientras recogía el mazo de cartas que descansaba en una esquina de la mesa, como un desafío de la actualidad, la realidad objetiva de los calendarios y los relojes, en aquella habitación donde el tiempo nunca volvería a pasar como antes—. Me lo llevo al salón. No quería sentarme en su sillón, no quería apoyar las manos en su mesa, tocar sus cosas, pero al salir no pude dejar de ver los huecos de la pared. —¿Y las fotos que había aquí? —preguntaba por tres retratos enmarcados, [58] uno de mi padre, con uniforme del ejército alemán, posando al lado de un avión, otro en el que mi madre y él se miraban de perfil, sonriéndose el uno al otro, ella casi una niña, él un hombre ya, el apellido y la dirección de un fotógrafo de la Gran Vía en el ángulo inferior derecho, y una instantánea quemada por los bordes en la que mi padre aparecía entre mis dos hermanos mayores, vestidos con el uniforme del equipo de fútbol del colegio. —Se las ha llevado Rafa —Lisette me dedicó una expresión cautelosa, que se convirtió en sonrisa cuando me vio sonreír—. Julio se ha llevado la foto de tu madre que estaba encima de la mesa, en un marco de plata, no sé si te acuerdas… Las niñas no han venido todavía. ¿Tú no te vas a llevar nada? Me tomé un par de segundos para meditar esa respuesta, calculé en qué temible grado habría incrementado la muerte el culto ñoño e incondicional que rendía mi hermano Rafa a la personalidad de mi padre, y negué con la cabeza. —Todavía no —respondí por fin—. Tengo que pensármelo. No tardé mucho tiempo en clasificar el correo, una treintena de cartas entre las que había menos publicidad que sobres cuadrados de papel caro, escritos a mano, en los que identifiqué otros tantos pésames tardíos. Había también algunos recibos, que Lisette se quedó para archivarlos con los demás, y cinco cartas de distintos bancos, cuatro en sobres corrientes, con ventanita, y otra en un sobre cerrado, que abrí para descartar que contuviera la oferta publicitaria de un crédito, una cubertería de plata o un ordenador portátil. Cuando comprobé que se trataba de una carta personal de un asesor de inversiones, la guardé con las demás. Me despedí de Lisette con dos besos distraídos, silenciosos, y me marché a Madrid. La carretera de Burgos estaba tan atascada que, a la altura de Alcobendas, tuve tiempo para comprobar que la fachada del museo interactivo con el que colaboraba desde hacía algunos años, ya estaba libre de las banderolas anaranjadas que habían anunciado durante un trimestre la exposición sobre Marte que nos había prestado un museo alemán. La próxima sería sobre agujeros negros, y la había montado yo solo. Estaba muy contento del resultado, pero eso no impidió que, mucho antes de llegar a Madrid, me encontrara pensando en la mujer del cementerio, como me sucedía, desde hacía casi un mes, en algún momento de todos los días. [59] Pensaba en ella y pensaba en mí, y apenas lograba reconstruir el misterioso estado en el que me hallaba cuando la vi, aquel súbito exceso de conciencia que la había presentido, y que la mantendría para siempre en mi memoria como un ingrediente póstumo, oscuro y oculto, de la figura de mi propio padre. No me atrevía a hablar de esto con nadie más, porque me daba cuenta de que mi insistencia tenía un aspecto enfermizo que tampoco lograba explicarme, pero me había llevado hasta el ayuntamiento de Torrelodones para confirmar que no se había celebrado ningún otro entierro el mismo día, ni el anterior. Al día siguiente, en cambio, se había enterrado a dos personas, un motorista de diecinueve años, muerto en accidente de tráfico, y una mujer muy mayor, nacida en el pueblo. La funcionaría que me atendió, y que aceptó sin hacer preguntas mis embarulladas explicaciones acerca de una confusión con la factura del coche fúnebre, me contó que ahora la población había crecido mucho, pero la mayoría de los recién llegados eran madrileños y sus familiares preferían devolverlos a Madrid cuando morían. Lo de tu padre es distinto, claro, porque él era de aquí, me dijo, y en ese momento me despedí deprisa y salí disparado, porque mi hermana Angélica era capaz de ingresarme en un sanatorio si algún conocido le comentaba que yo había vuelto al pueblo para hacer esa clase de preguntas. Mi insistencia tenía un aspecto enfermizo, yo lo sabía, pero aquella visita descartó para siempre el consuelo de la casualidad, porque los accidentes de tráfico no se adivinan y todos los descendientes de las personas que llegan a morirse de viejas se conocen de sobra en un pueblo como aquél. La presencia de una mujer desconocida en el entierro de mi padre no era un error, una equivocación, ni una confusión de ningún tipo. Debería haberlo lamentado, pero me sentí extrañamente reconfortado, hasta satisfecho por eso. No le conté nada a nadie, ni siquiera a Mai, y sin embargo, fue ella quien me guió sin querer en una dirección imprevista. —Oye, Álvaro —me dijo aquella misma noche, cuando Miguelito ya estaba acostado y los dos cenábamos a solas y en paz, en la cocina—. He estado pensando… ¿Cuántos años tenía tu padre cuando se casó con tu madre? —Pues, no sé. A ver, déjame… Él nació en el 22 y se casaron en el 56. Treinta y cuatro. —Ya… —asintió despacio, como si masticara el dato junto con la ensalada—. Eso había calculado yo. —¿Por qué? —No sé. Es que es alucinante, ¿no?, un hombre que ha vivido ochenta [60] y tres años, que no se casó hasta los treinta y cuatro, al que le pasaron tantas cosas, una guerra civil, una guerra mundial, todo eso. Y nos parece normal, claro, porque era él, y le conocíamos, y conocíamos su historia desde siempre. Pero en realidad, hay muchas cosas de su vida que no sabemos, que yo por lo menos no sé y que tú no me has contado. A lo mejor tuvo un montón de novias antes, ¿no?, en Rusia, por ejemplo, figúrate… No sé, ahora tengo la sensación de que tendríamos que haberle hecho muchas más preguntas, de que hemos perdido la oportunidad de recordarle mejor, es difícil de explicar. Igual es sólo que le echo de menos —me miró, cogió mi mano por encima de la mesa, la apretó—. Yo le quería mucho, Álvaro, ya lo sabes… —Él te quería mucho a ti —le respondí, apretando su mano a la vez. Mai había sido una de las grandes conquistas de mi padre. Cuando la conocí, unos meses después de volver de Boston, yo estaba aún convaleciente de un noviazgo irregular y complicadísimo con una norteamericana de origen asiático que se llamaba Loma y era encantadora e insoportable a partes iguales, a menudo en el mismo día, con frecuencia en la misma hora, a veces incluso en minutos sucesivos. Al principio pensé que eso era la célebre pasión, pero con el tiempo me convencí de que debía de padecer más bien un trastorno nervioso de algún tipo, la dejé, y ella se dedicó a destrozarme la vida. Nunca había pensado en quedarme a vivir en Estados Unidos, pero Loma fue el factor decisivo de mi regreso a España. Cuando volví a Madrid, lo último que me apetecía era empezar otra vez, y sin embargo, treinta años, soltero, funcionario, a mi alrededor todo el mundo conspiraba sin descanso para emparejarme. Mai no estaba incluida en ninguna de esas operaciones, y sin embargo se acostó conmigo la misma noche que la conocí. ¡Qué pena!, me dijo a la mañana siguiente, pero, en fin, así es la vida, ¿no? Me he tirado un montón de años esperando a que apareciera un tío interesante, y ahora que estoy medio ennoviada, de repente, vas y apareces tú… Nos despedimos con un beso lánguido y la inevitable melancolía de los hasta nunca, pero no habían pasado ni ocho meses cuando mi amigo Fernando, que estaba casado con una prima hermana suya, volvió a invitarme a una fiesta. —No me han contado nada pero me temo lo peor —me advirtió—. Ándate con ojo porque esto me huele a cacería y tengo la impresión de que te han adjudicado el papel de zorro… Me eché a reír y él se me quedó mirando con una sonrisa burlona. —¿Qué pasa, que te gusta la idea? —añadió entonces. —No lo sé —le contesté—, eso deberías decírmelo tú, que eres el experto en esa familia. [61] —Bueno, las hay peores —admitió, antes de mover la mano derecha en al aire para bendecirme hasta que a los dos nos dio la risa—, pero luego no digas que no te lo advertí… ¿Qué ha pasado con tu novio?, le pregunté a Mai cuando la vi, aunque ya lo había deducido de su aspecto, mucho más sofisticado, más elaborado que la primera vez. Nada, me contestó, ése es el problema, que no acaba de pasarme nada. Estaba muy guapa, con un vestido marrón escotado y corto, mechas anaranjadas en el pelo, los ojos relucientes de decisión, ese brillo salvaje que enciende los ojos de las mujeres cuando van de caza. Me alegro, le dije, me he acordado mucho de ti. Eso no habría sido verdad del todo diez minutos antes de la exhibición de clarividencia que el profesor Cisneros me había dedicado en su despacho de la facultad, pero lo fue entonces, mientras ella dejaba caer un poco la cabeza para sonreírme de lado, descarada, tentadora, perfecta. Y no lo dudé. Ni aquella noche, ni a la mañana siguiente, ni unos meses más tarde, cuando dejó caer que estaba pensando en venirse a vivir a mi casa porque ya no dormía nunca en la suya. El único momento de incertidumbre de todo el proceso tuvo lugar algún tiempo después, cuando ya había agotado todas las excusas imaginables para esquivar la curiosidad de mi familia. Era julio, hacía mucho calor, pero Mai no quiso ponerse un biquini debajo de la ropa, ni siquiera lo metió en el bolso, y mientras atravesábamos la verja, bastante imponente de por sí, de la imponente propiedad de mi padre en una de las zonas más caras de La Moraleja, parecía tan abrumada que, por un instante, hasta llegué a pensar que nuestra historia no sobreviviría a aquella paella. Dios mío, dijo cuando aparqué el coche en el hueco que me habían dejado los de mis hermanos, todos ellos sentados ya en el porche, formados alrededor de mis padres como los miembros de un tribunal. Cuando empezamos a subir los escalones, él se levantó, se adelantó unos pasos y nos dedicó una versión específicamente encantadora de su famosa sonrisa radiante. En ese momento pensé que mi novia, que era muy inteligente y mucho más desconfiada que yo, recelaría de la impecable calidad de su simpatía. Pero me equivoqué. Con el tiempo, Mai se convertiría en la nuera favorita de mi padre, la única que seguiría mereciendo hasta el final una atención constante y ambigua, el afecto en absoluto paternal, incluso infiltrado por ciertos gestos de seducción nostálgica de los que no sé hasta qué punto eran ambos conscientes, al que Julio Carrión había recurrido siempre para conquistar a las mujeres de sus hijos, frente a la complicidad viril, repleta de sobrentendidos entre machotes, que ofrecía a sus yernos [62] con el mismo éxito. A mí me divertían mucho los apartes de mi padre y mi mujer, y aún más los celos de mi madre, y hasta los de mis hermanos, que no podían soportar la azarosa ventaja que aquella chica corriente, que ni siquiera había sido nunca un buen partido, me daba a destiempo sobre ellos. En mi familia se competía por el favor, por el amor de mi padre, siempre había sido así, y a diferencia de mí, Mai no tenía oposición. La mujer de Rafa era más bien fea, bastante borde y, sobre todo, muy, muy lenta, incapaz de seguir los juegos de palabras, los retruécanos y las dobles intenciones de su suegro, que a veces perdía la paciencia y le decía en un tono de exageración jocosa que no terminaba de ocultar del todo su irritación, hay que ver, Isabel, ni que fueras tonta. La primera mujer de Julio, Asun, mona, discreta, mansa y muy sensible a su encanto, le gustaba más, pero la perdió antes de tiempo. En 1999, unas semanas antes de su décimo aniversario de boda, mi hermano la dejó por otra, que para mi padre nunca dejaría de ser precisamente eso, la otra. —Pero ¿tú la has visto bien? —me preguntó cuando me atreví a iniciar una tímida defensa, el coche de Julio circulando aún por el sendero que atravesaba el jardín. —Sí, papá —admití, y sucumbí a una risa tonta que ayudaba muy poco a mis bondadosas intenciones—. La conocí antes que nadie. Quiero pedirte un favor, Álvaro… Aquella mañana había detectado el nerviosismo de mi hermano en su voz como si lo tuviera delante y no al otro lado del teléfono, es muy importante para mí, no puedes decirme que no… Aquel prólogo, mucho más solemne que el habitual oye, Alvarito, que soy Julio, que tú en este momento estás comiendo conmigo, que tengo que informarte de la situación de la empresa y se nos va a hacer muy tarde, ¿vale?, me alertó de la excepcionalidad de la situación, pero no me preparó para lo que vendría después. Mai y tú tenéis que cenar conmigo un día de éstos, os quiero presentar a mi novia. ¿Qué novia?, le pregunté, bueno, es que…, verás, me contestó, yo me he divorciado… Todavía no, objeté, hacía sólo dos semanas que nos habíamos enterado de que se iba a separar, bueno, pues me estoy divorciando, eso da lo mismo, ¿o no? No se lo negué y él cogió carrerilla, es una chica estupenda, de verdad, maravillosa, me gusta muchísimo, creo que nunca he estado tan enamorado de nadie, y vosotros sois los progres de la familia, Álvaro, se supone que estáis de mi parte… Tampoco le llevé la contraria en eso, él tomó aliento y siguió, más tranquilo. Es que Verónica, porque se llama Verónica, pues…, no se fía de mí, no me extraña, pensé yo, pero no dije nada, y yo voy en serio, te juro que voy en serio, pero ella no está segura, porque le conté que me había [63] divorciado… , en fin, mucho antes, te lo puedes figurar, y está mosqueada, ¿sabes?, necesito presentarle a algún Carrión pero ya, y no puedo recurrir a nadie más, he pensado que a vosotros os da igual, ¿o no?, si ni siquiera estáis casados por la Iglesia, Álvaro, no me jodas, no me irás a decir ahora que creéis que el matrimonio es para toda la vida… A Mai no le sentó muy bien la urgencia de mi hermano, pero estuvo de acuerdo conmigo en que no podíamos negarnos, y al final, e incluso en contra de sus propios principios, se divirtió tanto como yo. Julio nos invitó a cenar en el restaurante más lujoso, famoso y selecto que se le ocurrió, un alarde que perjudicó desde el primer momento los intereses de su novia, una chica de veintiséis años y belleza indiscutible, por más que Mai se empeñara en discutirla. Verónica, que tenía un expediente académico bastante aceptable aunque nadie pudiera creerlo a simple vista, llevaba un maquillaje que le sacaba un par de décadas, acababa de salir de la peluquería, se había pintado lunares de purpurina en las uñas, e iba enfundada a presión en un conjunto de minifalda y chaqueta de una talla menos, o dos, de la que le habría aconsejado cualquier dependienta, pero cuyo tejido vaquero, lleno de parches de lentejuelas, espejos y bordados de colores, bastó para que Mai reconociera de lejos la firma de un modista italiano sofisticado y sobre todo, me dijo, carísimo. Así, y allí, se parecía demasiado a todas las demás veinteañeras, pocas, y treintañeras escasas, bastantes, que estaban cenando en el mismo lugar, a la misma hora, con hombres ricos, algunos de los cuales tenían edad de sobra para ser el padre de su novio, que todavía no había cumplido los cuarenta. Mi hermano Julio es así. Siempre se ha comportado como si considerara que la reflexión no es más que un trámite engorroso, y además superfluo. Su estrategia de aquella noche era una consecuencia de lo que él entendía por acción y de los resultados que solía cosechar, porque en un restaurante normal, y a pesar de los doce años que los separaban, la pareja que formaba con Verónica no habría llamado la atención más allá del escote, espléndido, es el sujetador, me susurró Mai, que desbordaba los límites de una especie de corsé de color negro y efectos quizás no suficientes para justificar la ruina de una familia, pero, desde luego, muy perturbadores. Claro que eso no se lo dije a mi mujer, y si me puse de parte de mi hermano no fue por el escote de su novia, sino porque ella era lista aunque no lo pareciera, porque miraba a Julio como si fuera Dios, y porque él la correspondía con miradas de dios pagano, humano, todopoderoso en su pequeñez de mortal atrapado en la formidable ingravidez de sus pechos. Un mes y medio después, cuando en contra de todas mis calculadas recomendaciones [64] de cautela y paciencia, apareció con ella sin avisar en la comida del cumpleaños de mi padre, él no se dejó engañar por la modestia de su camiseta, sin embargo. —¡Pero si es un putón, Álvaro, hijo, por Dios, no hay más que verla! —y se limitó a trasladar su escándalo desde el cuerpo de su futura nuera hasta mis ojos—. Hombre, de tu hermano no me extraña, porque Julio piensa con la polla, ya se sabe, pero tú eres más listo, vamos, creo yo… —Que no, papá, si yo te entiendo —le interrumpí con suavidad—, si es verdad que parece un putón, pero yo tengo la impresión de que no lo es. Yo creo que es una buena chica, en serio. —Buena, no te digo yo que no… Y para ponerle los cuernos a tu hermano, seguro. Dentro de un mes, ése no entra por las puertas. —Ya verás como no, papá —insistí—. Ya verás como es al revés. Tenía razón, y de eso también me enteré yo antes que nadie. Oye, Alvarito, que soy tu hermano Julio, que tú en este momento estás comiendo conmigo, que tengo que informarte de la situación de la empresa y se nos va a hacer muy tarde, ¿vale? No había pasado ni un año desde la boda, y sin embargo Julio y Verónica siguieron llevándose bien, siendo felices a su manera descompensada, elemental pero eficaz, y de vez en cuando, y aunque habían tenido dos hijos muy seguidos y aún eran tan pequeños que su madre los llevaba encima a todas partes, ella volvía a vestirse como antes y él a mirarla como un dios olímpico, cautivo en su inservible omnipotencia. Hasta que un día mi padre tuvo un infarto grave y lo hospitalizaron por primera vez, seis meses antes de la que sería definitiva, y Julio entró una tarde en el hospital llorando como un crío, porque Verónica le había pillado dos veces seguidas, y sin broncas, sin gritos, sin amenazas, había empezado a hacer las maletas. Mi hermano me lo contó entre sollozos, ahora ya tienes la casa para ti solo, le había dicho en la puerta, ya no hace falta que pidas más favores, que te acuerdes de borrar todos los mensajes del móvil antes de abrir la puerta, que escondas los recibos de las tarjetas de crédito. Yo me voy. Ya puedes follar aquí con quien quieras. Entonces me di cuenta de que era la primera vez que veía llorar a Julio desde que éramos pequeños, y le pregunté por qué no lloraba menos y dejaba de meterse en la cama con cualquiera. Él me miró como si no tuviera respuesta para eso, se encogió de hombros y siguió llorando. Verónica se fue de casa con los niños, estuvo fuera casi dos meses, y no se quejó, no llamó a nadie para poner a parir a su marido, no visitó abogados, no pidió dinero ni urdió venganzas. Yo estoy muy enamorada de él, pero no puedo más, dijo solamente, y ese repertorio de gestos dignos, sobrios, [65] sólidos, venció las últimas resistencias de mi madre y de mi hermano Rafa, pero tampoco convenció a mi padre. —Ya te dije yo que era un putón —me comentó en el tono que empleaba para decir las cosas que no tenían importancia, cuando Julio se había arrastrado lo suficiente como para que ella accediera a volver a casa con él—. ¿Te lo dije o no? —repitió, y me quedé tan helado que no encontré nada que contestar. El hielo de aquellas palabras se me quedó dentro como una astilla frágil pero resistente, uno de esos diminutos fragmentos de madera que se deslizan bajo la piel sin hacer daño, que no abren una herida ni convocan el color de la sangre, pero se van endureciendo con el tiempo hasta convertirse en un relieve calloso que forma parte indisoluble del dedo donde se han clavado, igual que el cuerpo blando de un camarón abandonado sobre una roca se hace piedra con ella. Así, aquellas palabras de mi padre se fosilizaron en mi espíritu, ese espacio ideal que identificamos con el corazón, y nunca he podido recordarlas sin un escalofrío. Quizás fue culpa mía, quizás debí preguntarle por qué las había dicho, a qué criterios obedecía un juicio tan inconcebible para mí. Quizás tuve yo la culpa, pero no me atreví a hacer ninguna pregunta, quizás porque me dio miedo escuchar alguna respuesta. Estás exagerando, Álvaro, Mai, como siempre, se puso de su parte, tu padre es un hombre muy mayor, va a cumplir ochenta y tres años, ¿qué quieres?, seguramente él no puede aceptar que una mujer deje a su marido en ninguna circunstancia, y menos si se trata de un hijo suyo, y si lo ve tan mal como hemos visto a tu hermano… Era verdad que Julio lo había pasado mal, tanto que llegué a encontrar cierta grandeza en la metódica insistencia de su humillación, una nobleza trágica de la que yo nunca había sospechado que llegara a ser capaz, como nunca había acertado a imaginar ni aproximadamente la intensidad de un amor que él mismo traicionaba una y otra vez. Entonces volví a pensar que yo no había experimentado jamás nada parecido, pero me sentí muy cerca de mi hermano, de sus ojos congestionados, de sus manos temblorosas, de la desesperación de su aspecto de preso en huelga de hambre, la piel apagada, las mejillas hundidas, los huesos cada día más relevantes bajo la ineficaz compasión de sus elegantes trajes arrugados. Entonces, también, comprendí a Verónica, a la que se había marchado de casa y a la que volvería sin duda algún día, al abrir la puerta para llevar a los niños a la guardería y encontrarse con que su marido había vuelto a dormir vestido, sentado en el suelo del descansillo de su piso de alquiler. Cuando eso sucedió, mi padre acababa de salir del hospital pero estaba muy débil. Le quedaban cuatro meses de vida y a pesar [66] de todo, y de que su voz era apenas un eco pálido de su voz, encontró fuerzas para pronunciar aquellas palabras, ya te dije que era un putón, y yo no fui capaz de superarlas. Volví a escucharlas cuando mi mujer recordó en voz alta todo lo que él habría podido contarnos y no habíamos querido saber, y las recuperé sin pretenderlo en el atasco de la carretera de Burgos, porque la extrañeza de Mai se había fundido con la figura de la desconocida para cultivar en mi imaginación una inquietud que no estaba seguro de sentir en realidad y que no había conocido hasta entonces. Mi insistencia tenía un aspecto enfermizo, y lo sabía, pero la hostilidad de mi padre hacia mi cuñada adquiría tintes distintos, más sombríos y secretos, casi culpables, cuando la relacionaba con la fugaz aparición del cementerio, y la indiferencia de los demás no me serenaba, porque la única respuesta a mis preguntas eran muchas más preguntas a las que ya nadie podría contestar por mí. Nunca se me había ocurrido plantearme qué clase de hombre, de hombres distintos tal vez, podría haber llegado a ser mi padre antes de convertirse en él mismo, qué clase de hombre podría haber seguido siendo mientras mi conciencia y mi memoria lo registraban como a un ser único, íntegro y sin fisuras. A lo mejor hasta tuvo una novia en Rusia, había dicho Mai, y yo me había entretenido tejiendo aquella historia y otras mucho más extrañas, pero ninguna había logrado rescatarme del frío de media docena de palabras pronunciadas en el tono de las cosas que no tienen importancia, ni ayudarme a entender la mirada de una mujer joven que parecía equivocada y no lo estaba, mientras me miraba como quien cumple una misión y no tiene prisa. Mi interés, casi mi obsesión, por recordar datos sueltos, imágenes, palabras, acordes discordantes en la melodiosa figura del hombre que yo había conocido, sometía mi memoria a una tensión extrema de resultados engañosos, desleales con la realidad, a base de forzar interpretaciones complejas de los hechos más simples. La muerte es atroz, cruel, insoportable. Tal vez sólo era eso, la suma de mi dolor y de mi culpa, una morbosa aversión a los entierros que no tenía otra justificación que la propia naturaleza de tales ceremonias. Más allá, sólo quedaba el tiempo, que iría limando los picos y rellenando los huecos, devolviendo seguramente cada cosa a su lugar y mi ánimo al horizonte sereno donde mi padre volvería a encajar en el perfil desmedido de la montaña más alta. Porque había sido un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser sus hijos. Metí el coche en el garaje y fui andando hasta la calle Argensola. Mi hermana Clara vivía allí, en un piso enorme, antiguo y muy bonito, en [67] el que habíamos vivido todos juntos cuando éramos pequeños. A mí me encantaba aquella casa, y la había recordado con nostalgia desde que mi padre decidió matar dos pájaros de un tiro, y edificó en una de sus parcelas de La Moraleja para gozar de una vivienda representativa de su estatus y escapar al mismo tiempo de la agitación que estaba empezando a sacudir lo que hasta entonces había sido uno de los barrios más tranquilos del centro de Madrid. Cuando nos mudamos a las afueras yo tenía quince años, y me pasé los diez siguientes viajando entre las dos casas, la antigua, que mi padre no había vendido por la clamorosa oposición de mis hermanos mayores, que le convencieron de que era mucho más insensato obligarles a coger el coche de madrugada y hartos de copas, que permitirles quedarse allí las noches de los viernes, de los sábados, y la nueva, a la que dejé de ir a dormir los fines de semana cuando conquisté al mismo tiempo la mayoría de edad y la llave de Argensola. Después, durante casi cinco años, en los que invertí buena parte de mi tiempo libre en calcular dónde podría poner otra estantería para los libros que desbordaban ya las posibilidades de mi minúsculo, agradable y desproporcionadamente caro apartamento de Boston, sentí una añoranza aún mayor por aquel piso de techos altos y habitaciones amplias, cuadradas, pero al regresar me encontré con que no tenía opción. Clara, la novia más precoz de todos mis hermanos, ya había fijado una fecha para la boda y estaba haciendo obras. Me conformé con lo más parecido que podía pagar en el mismo barrio, un piso grande y un tanto destartalado en la calle Hortaleza que quedó muy bien después de arreglarlo, aunque no me ahorró del todo la punzada de melancolía que me asaltaba cada vez que entraba en el portal de la casa de mi hermana. —Mira que eres, Álvaro —mi madre abrió la puerta, me dedicó una sonrisa apagada, me besó con fuerza en las mejillas—. Ya sabía yo que no me ibas a llamar antes de salir, y bien que te lo he dicho. —Pero, mamá, si ya sabías que iba a venir —Clara, los labios hinchados, los tobillos más hinchados aún, las piernas hinchadísimas, vino a mi encuentro caminando detrás de su inmensa tripa, y me saludó con la alegría de un soldado acorralado que ve venir de lejos a los refuerzos—. Y, además, Álvaro también sabía que tú ibas a llamar a Lisette para preguntarle a qué hora había salido, o sea que… —¿Y cómo iba a saberlo, a ver? —Porque te conozco, mamá —la besé otra vez y ella me cogió del brazo mientras mi hermana se reía—. Porque te conozco. —De todas formas, yo no sé qué trabajo te cuesta llamar a tu madre, hijo mío… [68] Clara supuso en voz alta que a todos nos apetecía tomar un café y nos dejó solos en el salón. Me senté con mi madre en un sofá y contemplé con ternura una escena que no había vuelto a ver desde que era pequeño, mientras ella revisaba la correspondencia con su elegante pericia de siempre, rasgando los sobres con un abrecartas que ya estaba preparado sobre la mesa y que producía un corte tan limpio como un bisturí. Al llegar, la había encontrado físicamente bien, mucho mejor de lo que pretendía estar. A pesar de la fragilidad de su aspecto, era una mujer fuerte, que nunca había padecido una enfermedad grave y siempre se había recuperado de las leves antes de tiempo. Todos estábamos seguros de que resistiría bien el golpe, y sin embargo no logró mantener los ojos secos más allá de la segunda tarjeta de pésame, y cuando leyó la última los cerró, se dejó caer sobre el sofá, hundió la cabeza en el respaldo y permaneció así, ausente, en silencio, durante un rato. Clara llegó con el café y la miró con un gesto equidistante entre la inquietud y la compasión. Ella volvió en sí muy despacio. —No sabéis las ganas que tengo de que se acabe todo esto. —Sí lo sabemos, mamá, no te preocupes —contesté al contemplar en ella el cansancio que yo mismo había sentido hacía muy poco, esa urgencia de empezar a recordar a mi padre por mi propia voluntad, libre de la presión de los ritos y de los objetos, la bienintencionada hostilidad de las palabras y las ceremonias. Mi madre me cogió la mano, asintió con la cabeza, suspiró, volvió a erguirse y luego, ignorando la taza que Clara le había puesto delante, miró todas las demás cartas por encima, deteniéndose sólo en el sobre cuya solapa yo había destrozado al atravesarla con un dedo. —¿Y esto qué es? —me preguntó, sosteniendo el papel con membrete de Caja Madrid que yo había leído antes. —Pues una carta que ha llegado por mensajero, de alguien de un banco que quiere hablar contigo de unos fondos que tenía contratados papá, creo… A ver, déjame mirarlo —volví a leer el texto por encima y le hice un resumen—. Sí, bueno, papá tenía invertido un dinero, aquí no pone cuánto, en unos fondos con desgravación fiscal. Y este señor quiere saber si te interesa recuperar el capital o reinvertirlos en otros que, naturalmente, según él, ahora son mucho más ventajosos, etcétera. Te lo puedes figurar. —¿Y cómo se llama? —¿Este señor? —mi madre asintió—. Pues R. Fernández Perea. No sé, Ramón, Ricardo, Rafael… —No lo conozco. —O Roberto —apuntó Clara. [69] —O Remigio —añadí yo, y mi hermana se echó a reír, pero la mirada de impaciencia de su madre la disuadió de seguir jugando. —No, no me suena nadie con ese nombre. ¿Y qué se supone que tengo que hacer, llamarle por teléfono? —Bueno… —volví a consultar la carta—. Él dice que está a tu disposición para celebrar una entrevista personal, pero puedes llamarle, por supuesto. Aquí está su teléfono. —Vete a verle, mamá —Clara la miró, me miró a mí después—. Tratándose de dinero, es mejor, ¿no? —Sí —le di la razón sin mucho interés—. Es posible. Entonces mi madre se tomó el café muy despacio, yo le pregunté a Clara qué tal estaba, ella me contestó que fatal, harta de tripa y deseando parir, y cuando parecía que el tema no daba más de sí, volvió sobre él por sorpresa. —Mira una cosa, Álvaro —me dijo—. Las cuentas, o como se llamen, de la carta esa, ¿estaban a nombre de papá o de alguna de las empresas? —Parece que de papá. Es el único nombre que aparece. —Entonces vas tú —sentenció—. Le llamas, quedas con él y te enteras de todo. —¿Yo? —intenté defenderme—. Pero ¿por qué? Si yo no sé nada de esto, mamá, que vaya Rafa, que es el que entiende de dinero. —Rafa entiende del dinero del grupo, pero tu padre nunca mezcló las cuentas. Nuestro dinero aquí, el de las empresas allí, decía siempre. Por eso es mejor que vayas tú. Además, tus hermanos están siempre muy ocupados. A ti no te cuesta nada acercarte un rato, cualquier mañana, al banco ese y… —Mamá, yo también trabajo, ¿sabes? —Sí, bueno, en fin… No compares. Si ni siquiera das clase todos los días, hijo. —Pero… —voy a inaugurar una exposición sobre agujeros negros dentro de dos semanas y tengo que ir al museo casi todos los días, iba a decir, pero me callé a tiempo—. Vale. Renuncié a agotarme en una batalla inútil, como todas las que ya había perdido mientras intentaba convencer a mis padres y a mis hermanos de que el Estado no me pagaba un sueldo todos los meses por estar de vacaciones, una causa que no había mejorado en absoluto con mi incorporación como asesor al equipo de un nuevo museo interactivo de las ciencias. Ahora ganaba más que mi hermana Angélica, la otra Carrión funcionaria, pero ese dato, lejos de incrementar mi prestigio, había terminado de convencer a mi familia de la disparatada inanidad de mi profesión. ¿Y dices que un banco os ha dado dinero para montar [70] esto?, me preguntó mi madre el día que vino al museo conmigo y con mi sobrino Guille, cuya opinión me interesaba mucho más porque entonces era el niño de diez años más listo que conocía. Millones y millones, mamá, le contesté, y ella arqueó las cejas, pues parece un salón de recreativos, hijo mío, concluyó. ¿Y qué quieres, que pongamos retratos de Newton en las paredes y vitrinas con maquetas de catapultas medievales?, le pregunté, y ella me contestó que así, por lo menos, parecería un museo. No volvimos a cruzar una palabra hasta que Guille regresó, es increíble, Álvaro, me dijo, pero acojonante, me encanta, en serio… Mi madre regañó a su nieto por hablar tan mal y luego, en el camino de vuelta, a mí, por malgastar mi legendaria inteligencia en tonterías. —Entonces vas tú a ver a ese señor del banco, ¿no? —repitió en la puerta, cuando yo ya no esperaba más que dos besos de despedida. —Sí, mamá, voy yo. Eso fue todo. Mi madre envió a aquella entrevista al hijo equivocado. Y ya nada volvió a ser como antes. [71] Aquella tarde, cuando fue a despertarlo, Raquel Fernández Perea se encontró a su abuelo Ignacio sentado en la cama, con las gafas puestas y mirando a lo lejos, hacia un punto suspendido más allá del color, el cielo de primavera que no es tan azul como el de invierno ni tan hermoso como el de otoño, pero suspende sobre la ciudad una promesa tierna y se emociona al sentir el crujido del aire que se estrena a sí mismo en cada segundo. —Son las cinco, abuelo —anunció la niña, e interpretando su sonrisa como una licencia, corrió hacia la cama y se tumbó a su lado, cuidando de colocar bien las trenzas para que la abuela no se enfadara con ella después—. ¿No te has dormido? —No —respondió, pero se corrigió enseguida, como si no quisiera levantar sospechas—. Bueno, sí, un poco. —¿Y adónde vamos a ir hoy? El abuelo Ignacio dormía la siesta como si fuera una noche pequeña en medio del día, porque se desnudaba, y se ponía el pijama, y bajaba todas las persianas y cerraba todas las puertas antes de irse a la cama. La abuela Anita prefería dormitar con la televisión encendida, sentada en una mecedora, con un cojín en los riñones, otro en la cabeza y algo para leer entre las manos, un libro o el periódico que se le iba cayendo de los dedos muy despacio, siguiendo el ritmo al que cedían sus gafas mientras resbalaban por su nariz hasta quedarse enganchadas en la punta. ¡Uy, creo que he dado una cabezadita!, decía al despertarse, y se negaba a aceptar la versión de su nieta, que la había visto dormir con la boca abierta desde antes de que raptaran a la mujer del granjero o a la hija del gobernador, hasta que llegaba el séptimo de caballería o los piratas salían victoriosos en la última batalla de la película que había emitido la primera cadena. Qué voy a roncar, qué voy a roncar, decía luego, si aquí el único que ronca es tu abuelo… Eso también era verdad, porque a veces Raquel le escuchaba desde el centro del pasillo, y la habitación del fondo parecía la guarida de una [72] familia de monstruos feroces con un solo pulmón, que se desvanecían sin resistencia alguna cuando ella abría la puerta, levantaba las persianas y decía en voz alta, ya son las cinco, abuelo, ¿adónde vamos a ir hoy? Así empezaba el mejor momento de todos los sábados, que eran los mejores días de la vida de Raquel desde que los abuelos volvieron a España. No había sido fácil, pero había merecido la pena. No había sido fácil porque les habían esperado mucho tiempo, más del que todos calculaban. Ignacio Fernández Muñoz se negó a poner un pie en Barajas hasta septiembre de 1976, y dejó muy claro que venía de vacaciones. Sólo de vacaciones, repitió, después de besar a sus nietos sin ninguna solemnidad en la voz, ningún indicio de emoción o incertidumbre, ni la pálida sombra de un temblor, como si de verdad creyera en las palabras que decía o se sintiera protegido por la uniforme impersonalidad que convierte todos los aeropuertos del mundo en territorio neutral. Cada uno de sus gestos, de sus movimientos, desde la elegante indiferencia de sus pasos hasta la curiosidad cortés de las miradas que dirigía a los viajeros, a sus equipajes, y a las bailaoras de plástico en miniatura que le devolvían la mirada desde todos los escaparates con los ojos muy pintados, moño de pelo negro y bata de cola, eran tan exactos y comedidos, tan indolentes como si los hubiera estado ensayando durante varios días delante de un espejo. Raquel se sintió decepcionada por su naturalidad, el aplomo con el que aparentaba estar llegando a Suiza, una actitud de simpatía distante y desinteresada que habría inducido a cualquier extraño a suponer que no era más que el acompañante de su mujer. Porque la abuela sí, la abuela besó el marco de la puerta por la que salió al vestíbulo del aeropuerto, Anita, por favor, murmuró él, y volvió a hacer lo mismo al atravesar la puerta que la separaba de la calle, Anita, deja de hacer tonterías, anda, por favor te lo pido, y lloró, y se rió, y se tapó la cara con las manos mientras decía cosas raras, frases hechas, palabras sueltas que no acababan de encajar bien entre sí, acordándose de su madre sin venir a cuento después de haberlos abrazado por turnos, estrechándolos muy fuerte. Y sin embargo, cuando llegaron hasta el coche, y acomodaron las maletas, y se apretaron dentro, él dirigió su propia ceremonia de bienvenida sin perder nunca el control, pero sin molestarse tampoco en ocultar que la había planificado de antemano. El conductor giró la llave de contacto, pisó el acelerador, y cuando iba a meter la marcha atrás, su padre le detuvo con una pregunta. —¿Adónde vamos? [73] El hijo se quedó mirándole con extrañeza. Eran las doce y media de la mañana de un día soleado, un calor benévolo que ya presentía la convalecencia amable del otoño. —Pues a casa, a dejar las cosas, ¿no? —Ni hablar —la voz del viajero era firme, pero sorprendentemente risueña a la vez—. Pues sí, era lo que me faltaba, volver a Madrid después de treinta y siete años para ir derecho a conocer Canillejas, ya te digo… —¿Y adónde quieres ir? —A las Vistillas. Su hijo, que había sonreído a la brusca y caprichosa determinación del recién llegado, volvió la cabeza y le dirigió una mirada precavida, donde el desconcierto no pesaba tanto como la intuición de un ridículo inminente. —Y eso, aparte de en las letras de los chotis… , ¿dónde está? —¡Pues dónde va a estar! Donde ha estado siempre, al final de la calle Bailén, vamos, digo yo… —Ya… —pero el coche no se movió, la cabeza del conductor tampoco—. ¿Y por dónde voy? —Pero, bueno, Ignacio, será posible… —el padre sonreía, moviendo la cabeza de pura satisfacción, como si la ignorancia de su hijo le devolviera algo que creía haber perdido muchos años atrás—. Vamos a ver. La Puerta del Sol, ¿te suena? —Claro, papá. —Bueno, pues llegas hasta allí, coges la calle Arenal, desembocas en Ópera, rodeas el teatro, sales a la plaza de Oriente y giras a la izquierda. —Y Arenal… , ¿cuál es? Porque hay dos, ¿no? —Yo te lo digo, hijo, yo te lo digo. Raquel, sentada a su lado, le escuchaba murmurar, esto ha cambiado mucho, no lo reconocería, porque eso…, no, no puede ser, ¿o sí?, no, no sé, estoy perdido, Anita, será posible, hasta que llegaron a una avenida muy grande, con árboles, y fuentes, y muchos coches en todas direcciones, y su voz se elevó más clara que antes, más grave y más seria, más triste y casi furiosa. —La Castellana —dijo, y la abuela, que estaba sentada junto a la otra ventana, con Mateo en brazos, le buscó la mano, se la llevó a la boca y la besó muchas veces—, joder… Joder. —La cojo, ¿no? —¡Pues claro, coño, cómo no la vas a coger! —la incertidumbre de su hijo le rescató de su propia emoción—. Ve hasta Cibeles, y luego coge [74] Alcalá hasta arriba… Pero, bueno, cómo está esto, si lo han destrozado… Mira, Raquel, cuando yo vivía aquí, este paseo estaba lleno de palacetes como ése, ¿ves?, algunos cayeron con los bombardeos, porque nos bombardeaban todos los días, ¿sabes?, pero yo no sé qué pasaría después, porque… ¿Y ves ese edificio tan grande de la izquierda? Es la Biblioteca Nacional, esto sí que está igual, y por esa calle, que se llama Génova, se va a mi casa, y esto es Recoletos, y el Café Gijón, qué barbaridad, ¡mira esa fuente! —Sí —y ella, que no podía comprender que su abuelo la estaba usando como escudo contra sí mismo, le interrumpió de pronto—. La Cibeles. La he visto muchas veces. Ahora vivimos aquí, abuelo. —Claro —aceptó él—, claro. Y sin embargo, la llevó a un lugar donde nunca había estado antes, y le enseñó que una ciudad puede ser algo más que un conjunto de calles con casas donde vive la gente. —¿Por qué querías venir aquí, abuelo? —le preguntó cuando ya se había cansado de estar de pie, a su lado, mientras él lo estudiaba todo sin pronunciar una palabra, como si pretendiera reconocer cada edificio, cada tejado, cada puente, cada cuesta, cada árbol, cada loma, cada uno de los picos de la sierra que se levantaba al fondo, recortándose contra el horizonte con tanta nitidez como si todo formara parte de un gigantesco decorado. —Bueno, las vistas son muy bonitas, ¿no? —Sí, pero… —Raquel no se atrevió a llevarle la contraria del todo—. No sé, hay muchos sitios más bonitos. El Retiro, por ejemplo. O la plaza Mayor. A mí me gustan más que esto. —Sí —su abuelo la miró, sonrió—. Pero éste fue el último sitio de Madrid donde estuve antes de marcharme. De aquí me fui y aquí quería volver… —entonces se volvió hacia su mujer, acercó la cabeza a la suya, bajó la voz—. Aquí fue donde… —Ya lo sé —Anita se apretó contra él, le besó en la cara—. No pienses en eso, vamos a tomar algo, anda. Raquel no entendió el sentido de esas palabras, pero adivinó que el repentino interés de su abuela por arrastrarles a la terraza más cercana no pretendía otra cosa que reemplazar aquellos puntos suspensivos con un punto y final. Eso no le sorprendió tanto, sin embargo, como el súbito adelgazamiento de la voz de su abuelo, que se fue apagando como una emisora de radio mal sintonizada mientras el camarero se inclinaba poco a poco sobre él sin llegar a descifrar lo que le estaba pidiendo. ¿Una caña?, ofreció, y el abuelo negó con la cabeza, carraspeó, tragó saliva y repitió la pregunta, para que su interlocutor asintiera por [75] fin con una sonrisa de alivio, ¡ah!, vermú, perdóneme, no le entendía, vermú de grifo, sí, claro que tenemos… Raquel no sabía lo que era eso, pero si salía de un grifo y lo servían en aquel bar, no podía ser nada muy raro, ni muy caro. En Madrid había miles de bares, eso le había llamado mucho la atención cuando llegó, y en cada bar había muchas botellas, muchísimas, centenares de botellas, paredes enteras recubiertas de ellas, y en el centro de cada barra, una especie de cacharro de metal, dorado o plateado, con unas ruedecitas y unas palancas que manejaba un camarero callado, con la cara seria, como si controlar esa máquina fuera una misión muy difícil o muy importante, tanto que nadie le hablaba ni se atrevía a molestarle mientras inclinaba un vaso con una mano y con la otra tiraba de la palanca. En ese instante, cualquiera pensaría que iba a pasar algo grandioso, pero por el grifo sólo salía cerveza, y luego una espuma blanca que él nivelaba con una espátula para tirar la mitad por el desagüe, volver a rellenar el vaso y hacerlo chocar por fin sobre la barra. Ahi tiene, solía decir entonces con una sonrisa, no ahí, como en Málaga, sino ahi, porque en Madrid nadie sabe pronunciar ese acento. El cliente le devolvía la sonrisa antes de darle las gracias como si el camarero hubiera hecho algo muy grande por él, y si conocía su nombre de pila, lo añadía al final para subrayar su gratitud, para hacerla más larga, más ancha, más intensa. Siempre era así. Raquel había contemplado esa ceremonia muchas veces, había visto cómo aprendían sus padres a darle las gracias a Andrés, que era como se llamaba el camarero del bar que había en la esquina de su casa, y hasta se había fijado en que la máquina del café, que solía estar al fondo, adosada a la pared, no le merecía a nadie ningún respeto. Los camareros hablaban entre ellos al manejarla porque lo hacían sin mirar, sin darse importancia, y los clientes ni siquiera les daban las gracias cuando les ponían delante una taza sin anunciarla. Ella no sabía que de los grifos de los bares saliera otra cosa que no fuera cerveza, pero aquella mañana al abuelo le pusieron delante una copa de vidrio corriente rellena de un líquido oscuro, casi marrón, un cubito de hielo y media rodaja de naranja, y él la levantó en el aire, la miró, la olió, y la hizo girar entre sus dedos como si fuera algo distinto, un nombre, un apellido, una pista preciosa, el mapa de un tesoro o un tesoro en sí mismo. Cerró los ojos antes de beber, y cuando los abrió eran más grandes, más claros y más limpios, tan raros que Raquel se asustó. Nunca había visto llorar a su abuelo. Tampoco lo vería aquella mañana, pero en la emoción que abrillantaba sus ojos secos, comprendió [76] que lo que estaba pasando era muy importante aunque ella no lo entendiera, aunque todo le pareciera vulgar, aunque lo fuera. Había tantos bares en Madrid, tantas barras, tantas palancas, tantos grifos, tantos camareros investidos del sumo sacerdocio de la espuma y tantas fuentecitas alargadas de loza blanca con dos minúsculos bocados dentro, que aquélla no podía ser especial. Parecía igual que todas las demás, y sin embargo el abuelo cogió una de las dos patatas fritas con un boquerón en vinagre encima que le habían puesto al lado de la copa, se la comió, y sonrió. Ésa fue la primera vez que Raquel Fernández Perea vio sonreír a su abuelo, la primera vez que contempló su sonrisa auténtica, dos labios curvándose de pura alegría en un rostro sin sombras, sin reservas, sin miedo y sin dolor. Su abuelo sonreía como un niño pequeño, como un adolescente feliz, como un estudiante fervoroso, un soldado valiente, un fugitivo con suerte, un abogado tranquilo, un luchador resignado y un madrileño lejos de Madrid, como todos los hombres que había sido, como todos los que volvió a ser en ese instante, apenas un segundo, el tiempo suficiente para pensar que tal vez hubiera llegado el momento de firmar la paz consigo mismo. Raquel no entendía nada, pero sabía que estaba pasando algo importante, estuvo segura de eso cuando el abuelo cogió la mano de su mujer, se la apretó, y ella se echó a reír. —Y si no llegan a tener vermú de grifo, ¿qué, eh? —la abuela estaba tan contenta como él—. Hay que ver, Ignacio, pero qué cabezón eres… Aquella mañana, Raquel aún no sabía que cuando Ignacio Fernández Muñoz era un muchacho y estudiaba Derecho en la calle de San Bernardo, en el caserón antiguo y venerable que albergaba la Universidad Central, todos los días, al salir de clase, alargaba el camino de vuelta a casa parando en todos los bares, donde pedía siempre un vermú de grifo y recibía una tapa de propina. Su nieta nunca le había oído contar eso. Durante muchos años, el abuelo Aurelio había echado de menos el mar, no la inmensidad de las olas, la arena de la playa, la sutil fugacidad del horizonte o la grandeza del azul en movimiento, sino un pedacito concreto de mar, un pañuelo de agua andaluz y pequeño, familiar y privado, que se pudiera divisar a la sombra de una parra, en el patio de una casa propia, blanca y luminosa, aislada en lo alto de un cerro y rodeada de huertos, tan lejos del pueblo como de la costa. Raquel lo sabía, y sabía que la abuela Rafaela había echado de menos dos cosas, las sardinas asadas y la música. Con lo que me ha gustado a mí siempre el cante, decía, hay que ver, con lo que me gusta a mí una juerga y allí que no había manera, oye, qué disparate, que cuando me puse a limpiar la consulta de un médico, camarada, muy buena persona, [77] en Nimes, después de nuestra guerra, y cantaba yo por mi cuenta mientras trabajaba, él siempre me decía, no cante usted así, Rafaela, por favor, que me asusto, que es que parece que le duele algo, no cante usted así, claro, si ellos no cantan, ni siquiera en las fiestas, si allí nadie saca nunca ni una triste guitarra… Raquel había escuchado esa historia muchas veces, y había visto a su abuela feliz, en su casa de Torre del Mar, con la radio a todo meter, copla va y rumba viene, bailando sola en la cocina. Su sonrisa era parecida a la que iluminaba la cara de la abuela Anita cuando abría el paquete que le traían de España todos los septiembres, y media docena de latas de anchoas y una ristra de ñoras se convertían en algo mucho más grande que media docena de latas de anchoas y una ristra de ñoras, como si un país entero, el aire, la tierra, los montes, los árboles, las sierras, los llanos, las ciudades, los pueblos, las palabras y las personas, se hubieran acomodado en los resquicios de una caja de cartón, reservando su esencia más pura y mejor para la piel morada de las berenjenas que la abuela acariciaba, año tras año, igual que a sus nietos, con una especie de conmovida reverencia en las puntas de los dedos y un júbilo manchado de nostalgia temblando en sus palabras, qué alegría, hijo mío, qué alegría, y hay que ver qué hermosas son, pero qué alegría… Ni siquiera su hermano Mateo se alegraba tanto al ver los regalos de Navidad como su abuela Anita al ver las berenjenas, Raquel lo sabía, pero nunca, hasta aquella mañana de septiembre, se le había ocurrido pensar que su abuelo Ignacio, que jamás dejaba pasar la ocasión de recordarle a su mujer que por supuesto que en Francia había berenjenas, y por supuesto que los franceses sabían hacerlas, echara algo de menos. —El cielo, sobre todo el cielo —le respondió aquella misma tarde, cuando se le ocurrió preguntárselo por fin y le escuchó enhebrar un argumento tras otro sin vacilar, como si hubiera dedicado cada día de los últimos treinta y siete años de su vida a memorizar en secreto aquella lección—. La luz de las mañanas de invierno, ese aire fino, tan seco, que te corta la cara y te despierta por dentro. El agua del grifo, que sabe mejor aquí que el agua mineral en cualquier otra parte. La primavera de febrero, aunque siempre sea tan corta, y tan tramposa, aunque no dure nada, diez días, como mucho quince, pero esa alegría de salir a la calle a tomar el sol, sin paraguas, sin abrigo, y las aceras de repente llenas de terrazas, como si el destino hubiera decidido perdonarnos el frío sin motivo… —la miró, sonrió, movió la cabeza como si ni siquiera él estuviera muy seguro de entender lo que iba a decir—. Me he acordado mucho de los febreros de Madrid, ¿sabes?, aunque parezca [78] mentira. Me he acordado todos los días de todos los meses de febrero que he vivido en Francia. Y luego los bares, la calle, salir de casa muy temprano por la mañana, cuando todos están durmiendo, comprar el periódico y desayunar en un bar, en una mesa al lado de una ventana, café con leche y una ración de porras, o dos, una detrás de otra, y leer las noticias mientras los parroquianos las comentan en voz alta… —¿Eso te gusta? —su nieta le interrumpió, muy extrañada. —Pues claro —él la miró un momento con atención y se echó a reír—. ¿Qué pasa, te parece raro? —Rarísimo. Lo bueno es desayunar en casa, ¿no? Con el pijama puesto, calentita… —Eso mismo dice siempre tu abuela, pero a mí nunca me ha gustado desayunar en casa. Claro que hay una cosa que todavía me gusta menos, y son los bares donde te meten prisa para que te vayas. Eso lo odio más que ninguna otra cosa en este mundo, y por eso echo tanto de menos los bares de aquí, en los que se puede empalmar tranquilamente el desayuno con el aperitivo… —y al fin hizo una pausa, como si por primera vez tuviera que pararse a pensar antes de continuar—. Es duro acostumbrarse a vivir sin aperitivo, ¿sabes? Una costumbre tan tonta, fíjate, una comida de más, tan pequeña, tan innecesaria, tan insana, decía mi madre, porque en lugar de abrir el apetito, te lo quita, y eso es verdad, un par de vermús con unas anchoítas, unas patatas fritas, un par de mejillones, y luego otro, y otro, y al llegar a casa ya has comido, pero estás tan borracho, tan bien, tan a gusto, que te vas derecho a la cama, una horita de siesta y como nuevo, y a las nueve de la noche, a empezar otra vez. Eso es ser rico, ¿sabes?, eso es vivir bien, vivir en los bares. Joder… Y mira que yo disfruté bien poco de esa vida, nada, tres años escasos, porque luego empezó la guerra, y empezó mal, los fascistas avanzaron muy deprisa, tomaron Toledo, siguieron avanzando, y una noche que estábamos todos cenando en casa, nos enteramos de que el gobierno estaba pensando en irse, en marcharse a Valencia, que estaba a punto de dejarnos solos, abandonados, porque daba la ciudad por perdida… A aquellas alturas, Raquel ya se había dado cuenta de que el abuelo no hablaba para ella, una niña de siete años que apenas sabía que una vez en España había habido una guerra, que su familia la había perdido, que por eso antes vivían en Francia y que menos mal, porque a los que se habían quedado, los habían matado. Sabía también que eso tenía que ver con las dos únicas manías de la abuela Anita, que jamás comía albaricoques ni había vuelto a decir el nombre de su pueblo en [79] voz alta, pero sus conocimientos no iban mucho más allá. Y sin embargo, siguió escuchando a su abuelo con tanta atención como si entendiera lo que decía, porque sus ojos brillaban otra vez como los de un hombre mucho más joven, y eran capaces de contagiarle calor sólo con mirarla. —Nunca en mi vida olvidaré esa noche, nunca. La noticia no era oficial, y en la calle había mucha gente que no le daba tanta importancia, pero nosotros estábamos muy politizados y vivimos la marcha del gobierno como una huida y, sobre todo, como una traición, la primera… Mi padre, que era un republicano acérrimo y llevaba ya dos semanas de mal humor, desde que se largó Azaña, porque ése, que era el presidente de la República, salió corriendo el primero, no te lo pierdas, estaba indignado. Mi hermano Mateo, que era el que se había enterado de que el gobierno se había reunido con los partidos políticos para informarles de que era imposible defender Madrid, estaba tan furioso que ni siquiera justificó a Largo, el presidente del Consejo, que era socialista, igual que él… Pero el que se puso peor, o mejor, en realidad, fue mi cuñado Carlos, el marido de mi hermana Paloma, la bella Paloma, la llamábamos, te acuerdas de ella, ¿no? —Sí… —Raquel se acordaba de ella, una mujer mayor, con el pelo blanco, que parecía la madre de la abuela Anita y casi del abuelo también. Vivía en casa de su hermana María, en las afueras de París, tenía cara de loca y no salía nunca a la calle—. Pero no me parece nada guapa. —Pues lo era. Guapísima. La mujer más guapa que he conocido en mi vida. —¿Más que la abuela? —le preguntó su nieta, extrañada, porque hasta aquel día, Anita Salgado Pérez había ostentado, sin ninguna competencia y con poco más de metro y medio de estatura, el título de belleza oficial de la familia Fernández Perea. —Bueno… Era distinto. La verdad es que la abuela me gustaba mucho. Era muy pequeñita pero muy guapa, una preciosidad, como una miniatura, perfecta, eso es verdad, pero mi hermana era más mujer, más alta, más… —se quedó un rato pensando, como si a él mismo le sorprendiera lo que estaba diciendo, y buscó una manera de explicarse mejor—. A lo mejor es sólo que los demás no éramos guapos, y por eso Paloma destacaba tanto. Mi hermano Mateo… En fin, tenía las orejas pegadas al cráneo, que ya es algo, y los ojos muy azules… También tenía cara de torta, el pobre, y era muy cabezón, pero supongo que no estaba mal. Sin embargo, María y yo salimos más bien feíllos. —Tú no eres feo, abuelo. [80] —¿No? —e improvisó una expresión de escándalo que desató la risa de su nieta—. ¿Con estas orejas de soplillo y este pedazo de nariz que tengo, y este cuello tan largo, que parezco una cigüeña? —No es para tanto… —protestó Raquel, cuando terminó de reírse—. Estás exagerando. Eres muy alto, tienes buen tipo… A mí me gustas. No me importaría ser tu novia. —Gracias —y la besó en la cabeza—. Lo tendré en cuenta. —¿Y el marido de Paloma? —Él tampoco era lo que se dice guapo, pero sí atractivo, muy moreno, muy inteligente… Tenía mucho carácter. Estaba enamoradísimo de su mujer, y se le notaba. Mi madre decía que parecían una pareja de artistas de cine, la verdad es que daba gusto verlos. —No, quiero decir que qué pasó con él. —Lo fusilaron después de la guerra. Paloma se quedó viuda con veinticuatro años. —¡No! Eso tampoco —Raquel se impacientó—. Eso ya lo sé, que lo fusilaron a él, y a tu hermano Mateo también, ¿no? Eso ya me lo habéis contado. Lo que yo quiero saber es qué pasó aquel día. —¡Ah…! —hizo una pausa y la miró—. ¿De verdad quieres que te lo cuente? —ella asintió con la cabeza y mucha vehemencia, tanta que su abuelo recordó por fin que estaba hablando con una niña de siete años—. No vas a entender nada. —Da igual. —¿Seguro? —él volvió a mirarla, sonrió—. En fin, allá tú… Pues lo que pasó fue que aquella noche estábamos todos en casa, y eso ya era muy raro, porque Carlos y Mateo llevaban tres meses combatiendo. Mi cuñado tenía dos días de permiso, o sea, como de vacaciones, para que lo entiendas. Aquellos días le dieron permiso a mucha gente, para tenerla contenta, me imagino, porque ya se veía venir la que se nos caía encima. Mi hermano había estado luchando en la sierra todo el verano, pero su regimiento había recibido la orden de volver para defender Madrid desde Madrid, porque teníamos a los fascistas ahí mismo, en la puerta, al final de la calle Princesa, para que te hagas una idea… A él también le habían dado permiso para ver a la familia, pero tenía que volverse a dormir al cuartel. Y, bueno, lo que pasó fue que Carlos, que también era socialista… —se detuvo para agarrarse la barbilla con la mano y mirar al techo, como buscando allí alguna clase de inspiración—. A ver cómo te lo explico. Carlos era uno de mis mejores amigos, y algo más, casi mi ídolo. Me había dado clase de Civil en la facultad, en primero. No era su especialidad, pero acababa de empezar y aceptaba cualquier cosa, porque era muy joven, siete años mayor que [81] yo, claro, pero muy joven para ser profesor, y muy brillante, y muy juerguista, y yo le admiraba mucho, mucho, así que me pegué a él, empezamos a salir juntos, le presenté a mi hermana, se hicieron novios, se casaron enseguida, y seguimos siendo muy amigos después, y aquella noche… Me impresionó mucho verle, oírle, porque él era un hombre muy tranquilo, ¿sabes?, con mucho sentido del humor, un profesor de Derecho Procesal, un intelectual, estaba escribiendo un libro que no llegaría a publicar nunca, pero aquella noche se puso hecho una fiera, en serio, yo he luchado en dos guerras y no he vuelto a ver a nadie tan rabioso, ni tan convencido, ni tan encabronado como él, ni siquiera a tu abuelo Aurelio, y eso que el pronto de tu abuelo se hizo famoso en todo el sur de Francia, sobre todo aquel día que capturamos el tanque alemán… Raquel se echó a reír. Eso sí que podía imaginarlo, porque lo había escuchado contar muchas veces, la furia con la que Aurelio había cogido por las solapas al guerrillero francés que quería destrozar su tanque, la fuerza con la que le había paseado en vilo por la habitación, y sus gritos, en una lengua que su interlocutor no conocía pero aquella noche entendió estupendamente, con ese tanque voy a cruzar yo la frontera, ¿me oyes, imbécil?, en ese tanque vuelvo yo a mi pueblo, así que mucho cuidado, y el tanque ni tocarlo… —Y Carlos, ¿con quién se peleó? —¡Uf! Con nadie. O con todos, con el mundo entero. Franco no va a entrar en Madrid, gritaba. Ésos no entran aquí ni por encima de mi cadáver, fijaos en lo que os digo, ni por encima de mi cadáver entran, porque si me matan, volveré del otro mundo para cargármelos, les meteré un tiro entre las cejas a todos, uno por uno, y cuando termine con ellos, empezaré con los héroes que se están yendo a Valencia, que ésos también se van a enterar de si se puede defender Madrid o no, esos que se vayan preparando, pero no, no van a tener tanta suerte, porque a mí no me van a matar, a mí me van a sobrar vida y cojones para ver cómo acabamos con ellos, porque vamos a acabar con ellos, fijaos en lo que os digo, que acabamos con ellos, que ésos no pasan, que no y que no, ya veréis como no… Me impresionó tanto lo que decía, y cómo lo decía, que al día siguiente fui, y me alisté voluntario. —¿Para ir a la guerra? —y aunque siempre lo había sabido, aunque había visto muchas fotos de sus dos abuelos armados y vestidos de uniforme, se asustó tanto al escucharle que él se echó a reír. —Pues claro, ¿para qué iba a ser…? Tenía dieciocho años, y cuando llegué a casa con el fusil, mi padre me echó una bronca terrible, no te [82] lo puedes ni imaginar… Pues sí, esto era lo que nos faltaba, me dijo, primero tu cuñado, luego tu hermano y ahora tú, Ignacio, ahora, encima, tú, que no vas a durar ni dos días, porque no eres más que un crío, y un irresponsable, y el niño mimado de tu mamá… Eso me dijo mi padre. Pero cuando el gobierno huyó y nos dejó solos, cuando teníamos a Varela en el puente de Toledo, como quien dice, yo ya era fusilero del Quinto Regimiento. Me dieron dos días de instrucción y ¡hala!, al frente, pero duré, ya lo creo que duré, y duró Madrid, y duró Mateo, y duró Carlos también, aunque él casi no lo cuenta, porque le estalló un obús y estuvo mucho tiempo en el hospital, pero había dicho que iba a vivir, y vivió. Se quedó cojo, eso sí, y con el brazo derecho entero pero inútil, que el pobre tuvo que aprender a hacerlo todo con la mano izquierda cuando tenía ya casi treinta años, no me importa, decía, se me da mejor que con la derecha… Ahora, que se acabaron para siempre los vermús. Para siempre. Hasta esta mañana, que se dice pronto, hasta esta misma mañana, será posible… —¿Sí? —y quizás, nada de lo que había escuchado aquella tarde sorprendió a Raquel tanto como eso—. ¿En París no hay? —Sí que hay, pero no es lo mismo… Cuando me fui de aquí, yo no sabía que me marchaba a un mundo sin tapas, sin vermú de grifo, sin esas medias borracheras que se pueden mantener dos o tres días y que nunca te tumban, pero nunca tampoco se te quitan del todo, mientras te ríes y te ríes y te vuelves a reír, y no haces otra cosa que reírte durante horas enteras. Eso he echado de menos, mucho, muchísimo, lo bueno y lo malo también, el ruido, los gritos, la suciedad de las aceras, aunque parezca mentira, hasta eso, a las mujeres malhabladas y a los camareros que limpian todas las mesas con el mismo trapo. Yo, que no soportaba el flamenco, que lo detestaba sobre todas las cosas de este mundo, porque cuando era niño no había ni un solo bar, ni un solo restaurante, ni un solo rincón de Madrid donde no se escuchara esa música cada día, cada noche, a cualquier hora, lo he buscado como un loco por todas las emisoras de todas las radios que he tenido en mi vida. Porque hasta el flamenco echaba de menos. Pero sobre todo el cielo. Cuando has nacido aquí y te marchas lejos, los otros cielos parecen tan pobres, tan falsos, como los que están pintados en los decorados de los teatros. A Raquel le asombró que su abuelo hubiera echado de menos tantas cosas y que nunca hubiera querido hablar de ellas en voz alta, pero no se atrevió a preguntarle por qué. Tenía miedo. Miedo de no pertenecer ya a la ciudad, al país al que seguía perteneciendo su memoria, miedo de no reconocerse en los espejos de su infancia, de su juventud, [83] miedo de haberse adentrado para siempre en el laberinto turbio y sin solución de los ciudadanos provisionales de ninguna parte. He perdido tantas cosas en mi vida que me daba miedo haberlo perdido todo y no haberme dado ni cuenta, eso le dijo al final, cuando ya le había encargado a su hijo que le buscara una casa para instalarse definitivamente en Navidad. La abuela enunciaba con timidez, muy de vez en cuando, las ventajas de vivir en la carretera de Canillejas, pues hay que ver lo bien que estáis aquí, sin ruido, sin coches, con sitio de sobra para aparcar, y el jardín, es estupendo, pero no se atrevió a ir más allá, y todos lo entendieron. Su marido amaba tanto su ciudad que habría sido más que cruel, imperdonable, arrancársela ahora, y para él, Canillejas nunca sería Madrid. Para su nieta tampoco. Durante aquellos días de septiembre, Raquel aprendió a mirar la ciudad con los ojos de su abuelo. Todas las tardes, Ignacio Fernández tomaba prestado el coche de su hijo y se llevaba a su nieta a cualquiera de los cinco o seis distritos escasos que para él eran, habían sido y siempre serían Madrid. A veces, si no tenían previsto andar mucho, la abuela Anita iba con ellos, pero el abuelo casi siempre pronosticaba largas caminatas porque si no, le decía a Raquel, tu abuela nos va a ir parando en todos los escaparates. Y la niña, que dejaba escapar una queja distinta en cada baldosa cuando sus padres la obligaban a ir andando a cualquier sitio, asentía con la cabeza, muy sonriente, y de la mano de su abuelo, subía y bajaba cuestas como si nada, o como si todo fuera andar con él por aquellas calles. Luego, los fines de semana se echaban a perder. Los dos se sentaban juntos en el sofá del salón, muy enfurruñados, porque habían hecho planes, ir al Rastro, o a la plaza Mayor, volver a las Vistillas a tomar un vermú o sentarse en una terraza, del Retiro, y los demás se empeñaban en llevarles de excursión, El Escorial, Toledo, Segovia, Ávila, Aranjuez, Chinchón, ¡ah, no!, decía el abuelo, de ninguna manera, Chinchón no, ¿para qué?, pero iban, y admiraban la plaza, las calles, las casonas, y comían cochinillo o cordero asado, a elegir, porque la abuela Anita nunca había estado en la zona centro, y quería verlo todo lo antes posible. —Todavía os queda un fin de semana —su padre conducía el coche durante estas expediciones, y se tomaba con calma el embotellamiento del domingo por la tarde—. Si quieres, mamá, podemos ir a tu pueblo. Lo he mirado en el mapa y no… —Ni hablar —y cortó a su hijo con la misma destreza con la que manejaba los cuchillos sobre la tabla de picar de la cocina—. Yo a mi pueblo no vuelvo. No quiero volver a pisarlo en mi vida, ni acercarme [84] quiero, mira lo que te digo. Y cuando yo digo una cosa, la cumplo, por cierto. No como tu padre. —Porque eres terca como una mula, Anita, por eso. —¡Pues anda que tú! —¿Yo qué? —Tú más —y cuando parecía que ahí iba a quedar todo, volvió la cabeza como si estuviera muy interesada en contemplar el paisaje, entornó los ojos e impulsó la voz hasta situarla en un tono distinto, agudo y zalamero, casi infantil—. Claro que a Teruel capital sí me gustaría ir, y a Zaragoza también, sobre todo a Zaragoza. Mi madre siempre me llevaba con ella cuando iba a ver a mis abuelos, que vivían allí, como era la pequeña me mimaba mucho, pobrecita, mi madre… —Bueno, pues muy bien —su hijo se apresuró a aceptar la sugerencia antes de que la abuela se echara a llorar, que era lo que sucedía casi invariablemente cada vez que se acordaba de su madre—. El fin de semana que viene te llevo a Zaragoza. —Nos hemos quedado sin Rastro, abuelo —le dijo Raquel aquella noche, cuando él fue a su cama a darle un beso. —No te preocupes —contestó él—, ya iremos. Cuando vuelva tendremos tiempo de sobra, todos los fines de semana para nosotros solos. Y así había sido. A las viejas costumbres que Ignacio Fernández recuperó en enero de 1977, se sumó una nueva. Todos los sábados, entre las nueve y las diez de la mañana, recogía a Raquel en su urbanización de la carretera de Canillejas y la llevaba a su propia casa, en la plaza de los Guardias de Corps, enfrente de lo que un día fuera el cuartel del Conde–Duque de Olivares. Las mañanas eran siempre parecidas. Dejaban el coche en el garaje, hacían la primera parada en el quiosco, la segunda en la churrería, y charlaban un momento con el portero, armados ya con el periódico y las porras, antes de subir a casa. La abuela Anita, que siempre se había negado a desayunar en los bares, les estaba esperando con café recién hecho, un tazón de leche con cacao y muchas ganas de ver a su nieta. Luego, las dos se iban juntas a hacer la compra, y a Raquel le encantaba empujar el carrito y contestar a las preguntas de su abuela, que le pedía consejos sobre la fruta o el pescado como si fuera una mujer mayor, antes de explicarle cómo iba a cocinar esto o aquello. De vez en cuando, un tendero se equivocaba y le decía, mira qué bien, qué suerte tiene tu madre contigo, y las dos se reían mucho. Las mañanas de los sábados eran siempre parecidas, y muy felices, porque la abuela las reservaba sólo para estar con ella. Con el dinero que su socia francesa le había pagado por su mitad de la guardería, Anita había montado un negocio con otras dos socias, [85] esta vez minoritarias, aunque todo quedaba en la familia, porque una era la madre de Raquel y la otra una de sus tías, la mujer del hermano mayor de su madre, que se llamaba Aurelio, igual que su padre. Las dos habían trabajado en lo mismo, cada una en un país distinto, y entre las dos convencieron a Anita sin demasiado esfuerzo para montar un taller de marcos donde, además de aceptar encargos, vendían láminas y pósters, portafotos, cuadros terminados y algunos objetos de regalo. La abuela nunca había hecho nada parecido, pero tenía muy buen gusto para combinar tamaños y colores, y le gustaba recibir a los clientes, aconsejarles, escoger con ellos los márgenes de los passepartout y el estilo de las molduras. Ella no se ocupaba de enmarcar porque decía que era demasiado mayor para aprender un oficio, pero disfrutaba mucho con su trabajo, aunque sus socias ya sabían que no podían contar con ella los sábados por la mañana. Las tardes de los sábados, en cambio, Anita abría la tienda a las cinco y media y dejaba a su marido solo con su nieta durante tres horas, que fueron las mejores horas de los mejores días de la vida de Raquel hasta aquella tarde de mayo en la que encontró a su abuelo despierto, con las gafas puestas y la mirada clavada en un punto suspendido más allá del cielo. —Que adónde vamos a ir hoy, abuelo… —Hoy vamos a ir de visita —dijo él, y le sonrió con su sonrisa de antes, la sonrisa de París, tan parecida a una máscara, una mentira piadosa con los demás pero implacable consigo mismo. —Vale, pero ¿adónde? —A casa de un amigo mío. —¿Sí? —Raquel frunció el ceño, porque las tardes de los sábados eran sólo para ellos, para ellos solos, nunca había intervenido nadie más hasta entonces—. ¿Y va a ser divertido? —Seguramente. Tiene muchos hijos, algunos de tu edad. Pero no iba a ser divertido, no lo fue. Fue un episodio extraño, misterioso, oscuro, divertido no. Raquel lo adivinó enseguida, antes de que la abuela abriera la puerta para besarles a toda prisa y anunciar que se iba corriendo porque llegaba tarde. Su marido le recordó que pasarían a recogerla hacia las ocho y media para ir luego los tres juntos a cenar por ahí, y eso también formaba parte del programa habitual, el plan de todos los sábados, que ella reconstruiría en voz alta con precisión y el orgullo de haber cenado en un restaurante, cuando sus padres fueran a comer con los abuelos al día siguiente, para llevarla con ellos de vuelta a casa después. Y sin embargo, nunca le contaría a su padre, ni a su madre, ni a su abuela Anita, lo que pasó aquel sábado que parecía como los demás y fue distinto desde el principio, desde que el [86] abuelo escogió ponerse un traje gris y una corbata en lugar de la camisa y el jersey con los que siempre había salido con ella de paseo, antes de sacar de un cajón de su escritorio que siempre estaba cerrado con llave una cartera de piel castaña, muy antigua, con las esquinas descoloridas por el paso del tiempo. —¿Qué es eso, abuelo? —Una cartera —y se la enseñó a una distancia cautelosa—. ¿No lo ves? —Sí, pero… ¿qué tiene dentro? —Papeles. —¿Qué papeles? El abuelo no sólo no contestó a su pregunta, sino que hizo como si nunca la hubiera oído, y eso fue otra novedad, porque él no se cansaba de su curiosidad, jamás le pedía que se callara, que lo dejara en paz, ni murmuraba entre dientes, hay que ver, hija mía, qué pesada te pones, como hacían sus padres. El abuelo Ignacio siempre había contestado a todas sus preguntas y, a diferencia de su mujer, nunca se había preocupado por el aspecto de su nieta. Sin embargo, aquella tarde, antes de salir de casa la estudió con atención, desde los zapatos hasta las cintas de raso, por supuesto entonadas con el vestido, por supuesto entonado con la chaqueta, que la abuela había colocado al extremo de sus dos trenzas perfectas. —¿Qué miras? —Nada —y la besó en la frente—. Lo guapa que eres. Luego, como si quisiera desmentir las contradictorias novedades de su indiferencia y su atención, se esforzó por comportarse como otras veces, cuando de verdad disfrutaba explicándole los nombres de las calles o evocando episodios de su propia infancia, anécdotas de personajes pintorescos que había conocido o de los que había oído hablar cuando era un niño, pero aquella tarde Raquel no le dio mucha importancia a sus palabras porque se dio cuenta de que para él tampoco eran importantes. —No vamos a salir del barrio, ¿sabes? Lo vamos a cruzar, más bien, de punta a punta. Mi amigo vive en la calle Argensola, que está al final de Fernando VI, alguna vez hemos ido por allí para salir a Recoletos, ya lo verás… Había oído palabras parecidas muchas veces, y sin embargo escuchó aquéllas como si fueran nuevas y distintas, porque habían perdido el acento alegre de la despreocupación a favor de una emoción más grave. Su abuelo guardaba una memoria asombrosa de la ciudad donde había nacido, recuerdos tan ricos, tan minuciosos y precisos de la situación de las calles, de las fachadas de los edificios, de las fuentes y las [87] estatuas, las tiendas y los cines, que la abuela estaba convencida de que la había ejercitado en secreto, año tras año. Él lo negó al principio, pero luego, cuando se cansó de burlarse de su mujer, que había tardado más de una hora en empezar a orientarse en Zaragoza, reconoció que todas las noches, al apagar la luz, pensaba en Madrid, en un lugar, en una iglesia, en una esquina concreta que tomaba como punto de partida para reconstruir de memoria la calle Viriato, la plaza de Santa Ana o la Carrera de San Jerónimo, hasta que se quedaba dormido, y si no lo lograba a la primera, al día siguiente le echaba un vistazo a un plano para intentarlo otra vez. Raquel había sido la espectadora privilegiada, y a menudo única, del entusiasmo con el que Ignacio Fernández celebraba la lealtad de su ciudad con su memoria, y por eso percibió enseguida la misteriosa indolencia de su voz mecánica, neutral, desprovista de la vida, de la energía de otros sábados. Aquella tarde, su abuelo hablaba por hablar, como si se hubiera dado cuerda a sí mismo sólo por estar ocupado en algo, y dejaba las frases a la mitad para saltar de un tema a otro sin terminar las historias que había empezado. Apretaba su mano con fuerza, con demasiada fuerza, mientras caminaba muy derecho, la cabeza alta, recta, casi rígida, sobre un cuello que había renunciado a la flexibilidad, su capacidad de moverse hacia los lados, y sus piernas avanzaban a una velocidad constante, recorriendo una distancia idéntica en cada paso. Raquel seguía su ritmo a duras penas, como si estuviera encadenada a una máquina, el autómata concienzudo que ocupó el cuerpo de su abuelo durante el último tramo, los últimos y silenciosos metros en los que su nieta empezó a sufrir por él, cuando ya estuvo segura de que aquello no iba a ser divertido y de que el hombre al que su abuelo iba a visitar no podía ser un amigo. —Ya hemos llegado. Ignacio Fernández se detuvo ante un portal grande y oscuro, y volvió a mirar a su nieta, no como antes, en casa, mientras estudiaba su ropa, su peinado, sus zapatos, sino mucho más adentro, al fondo de sus ojos, de su conciencia, el saldo de sus ocho años de niña feliz y muy lista, tanto que en aquel momento adivinó algunas cosas que eran ciertas aunque ella no pudiera entenderlas del todo, que su abuelo estaba muy nervioso, que estaba calculando si no sería mejor darse la vuelta para regresar a la rutina alegre y callejera de todas las demás tardes de sábado, y que en aquel momento su compañía era importante para él. Entonces, como no sabía qué hacer, hizo lo mismo que había visto hacer tantas veces a la abuela Anita cada vez que su marido se enfadaba, o se ponía triste, o lo pasaba mal. Cogió su mano derecha con las dos [88] manos, se la llevó a la boca y la besó muchas veces. Cuando terminó, su abuelo sonrió con esa sonrisa triste que Raquel ya conocía, la cogió en brazos y la abrazó con fuerza, con demasiada fuerza, mientras le devolvía los besos en la cara, en el pelo, en la cabeza. Después, colocó bien su vestido, volvió a encajarse la cartera de piel marrón debajo del brazo izquierdo, le dio la mano y entraron los dos juntos en aquella casa. En el tercer piso había dos puertas, muy grandes y muy altas, de madera oscura, brillante, recién barnizada. Sólo una tenía una placa dorada en el centro, pero Raquel se dio cuenta de que su abuelo la habría escogido aunque no tuviera ningún apellido escrito. También se dio cuenta de que, al abandonar la suya para tocar el timbre, su mano temblaba como una hoja de periódico en medio de una tormenta, y entonces fue ella quien la apretó con fuerza, con demasiada fuerza, cuando volvió a encontrarla entre sus dedos. —Buenas tardes. ¿Qué desea? El abuelo no contestó a la doncella uniformada que abrió la puerta, porque vio aparecer enseguida a una mujer que a Raquel le pareció una actriz de cine, muy elegante, muy rubia, con los ojos muy azules y la piel muy blanca, arreglada como para ir a una fiesta, con un vestido negro sin mangas, unos zapatos de tacón alto y muchas joyas, en los dedos, en las muñecas, media docena de sartas de perlas blancas y negras confundiéndose alrededor de su cuello. Usaba un perfume tan penetrante que conquistó el descansillo sin esfuerzo, y les dedicó una sonrisa cortés, trivial, que sería el único gesto relajado que Raquel llegaría a contemplar aquella tarde en su hermoso rostro. —Déjalo, María —le dijo a la doncella—. Yo me ocupo. —Tú debes de ser Angélica —supuso el abuelo en voz alta como todo saludo, y aquélla era su voz, clara, firme, serena, la voz de un hombre que había recuperado su propio cuerpo y el control absoluto de sus palabras, sus gestos, sus movimientos, una metamorfosis tan misteriosa como la precedente, que debería haber tranquilizado a su nieta y sin embargo terminó de alarmarla del todo. —Sí… —aquella mujer vaciló, miró al visitante con atención y se estiró, levantando al mismo tiempo la muralla del usted, la voz y la barbilla—. Perdone, pero creo que no nos conocemos. —Claro que nos conocemos —y hasta se permitió el alarde de sonreír—. Lo que pasa es que tú no puedes acordarte de mí porque la última vez que nos vimos tenías tres años, pero estoy seguro de que sabes quién soy —entonces hizo una pausa más larga, y tan calculada como si estuviera interpretando un papel dramático sobre un escenario, quizás [89] porque ella ya había juntado las manos y se frotaba una con la otra, como si estuviera poniéndose nerviosa—. Tu madre y yo éramos primos hermanos. Me llamo Ignacio Fernández. Vámonos, abuelo, vámonos, pensó Raquel entonces, mientras la actriz de cine se ponía blanca, mucho más blanca, blanca como una enferma, como una estatua, como una llama moribunda de su propia blancura, vámonos de aquí, abuelo, por favor… Ella dio un par de pasos hacia atrás, marchita y desmadejada de golpe como si nada la sostuviera, como si todos los huesos de su cuerpo se hubieran disuelto en un momento para abandonarla a la suerte de una muñeca de trapo, una pobre marioneta de movimientos torpes, inconexos, no sonrías así, abuelo, así no, no sonrías así… Raquel quería hablar pero no podía, sus labios se negaban a moverse, y aquella mujer que parecía herida, fulminada por un nombre, un apellido que le hubiera estallado por dentro como una bomba programada con mucho tiempo, mucha paciencia, mucha astucia, había dejado de brillar, ya no brillaban sus perlas, no brillaban sus joyas, no brillaban sus ojos, ni su pelo dorado, ni su perfume caro, vámonos de aquí, abuelo, vámonos, por favor, vámonos, pero él sonreía, tenía los labios curvados en el ángulo exacto de la tristeza, y estaba tranquilo, como si acabara de desprenderse de una carga muy pesada, la que ahora hundía los hombros de la mujer que cerraba los ojos y se sujetaba la frente con los dedos como si su cabeza fuera a desprenderse de su cuerpo de un momento a otro, vámonos, abuelo… —Vámonos —logró decir Raquel por fin, en voz muy baja, casi un susurro. —He venido a ver a Julio —pero la voz de su abuelo se impuso a la suya—. ¿No está en casa? —No… No, él… Ha ido… —ella le miró, miró a la niña, intentó ganar tiempo, cerró los ojos, volvió a abrirlos, miró el reloj—. Volverá enseguida. —Muy bien —Ignacio Fernández dio un paso adelante, aunque nadie le había invitado a pasar—. Si no te parece mal, preferiría esperarle. Después de tanto tiempo… —Claro, claro —la dueña de la casa reaccionó enseguida, como si temiera el final de la frase—. Pasa, por favor… ¿Y esta niña? —Es mi nieta Raquel. —¡Qué mona! —la actriz de cine intentó volver en la amplitud de su sonrisa y la caricia de sus dedos enjoyados, pero la angustia convirtió su rostro en una máscara, barnizó sus ojos con un brillo vidrioso, inspiró en la niña una lástima temible, más profunda que el miedo—. [90] ¿Quieres venir a jugar un rato con mis hijos? Iba a ponerles la merienda… Raquel apretó la mano de su abuelo con desesperación, porque no quería separarse de él ni un instante, pero al mirarle, supo que no tenía otra opción. —Claro, qué buena idea —el abuelo la besó en la cabeza—. Ve con ellos, anda. —María, por favor… —la doncella no había ido muy lejos—. Acompaña a este señor al despacho. Yo voy enseguida. La mujer rubia la cogió de la mano y la condujo por un pasillo largo, lleno de muebles de madera oscura y muchos cuadros, algunos grandes, antiguos, otros pequeñitos, colgados en grupo. Las alfombras ahogaban el sonido de sus pasos, tan firmes que Raquel tardó en identificar el origen de un ruido sordo, atropellado, urgente, que no era más que el sonido de su respiración. Aquella mujer jadeaba como si alguien la estuviera persiguiendo, como si corriera en lugar de caminar, como si se sintiera atrapada en un lugar ajeno, extraño, peligroso, mientras recorría el pasillo de su propia casa. Al doblar la esquina, el pasillo cambió, perdió los muebles, los cuadros, las alfombras, para ganar a cambio la luz de dos ventanas que se abrían a un patio interior. Al fondo, había una puerta doble de madera, con hojas batientes como las de los bares de las películas del oeste. Ella la empujó y desembarcó a Raquel en una cocina muy grande, con muebles blancos, y en el centro, una mesa preparada para la merienda. —Bueno —por fin la mujer rubia soltó su mano, le dedicó una sonrisa tan crispada que parecía una mueca, y señaló a los dos niños sentados a la mesa—. Estos son mis hijos pequeños, Álvaro y Clara. Niños, tenéis una invitada. Se llama Raquel, y es prima vuestra, muy lejana pero… O no. No, no, es más bien sobrina, creo, segunda, o tercera, no sé, siempre me hago un lío con lo de los parentescos. En fin… Siéntate aquí. ¿Quieres un chocolate? Fuensanta lo hace muy rico… Estaba tan nerviosa que al apartar la silla tiró una servilleta, y luego dio una vuelta completa alrededor de la mesa sin encontrar el cajón de los cubiertos. Una señora gorda y sonriente, de unos cincuenta años, vestida con un uniforme azul que apenas se distinguía bajo el delantal blanco, inmaculado, le tendió una cucharilla y dijo que ella se ocupaba de todo. —Gracias, Fuensanta… Voy un momento al baño… Tengo que… ¿Dónde habré dejado el tabaco, Dios mío? Raquel miró a aquellos niños que no parecían hermanos, él con el pelo muy negro, corto, fuerte, y los ojos grandes, oscuros como pozos [91] a los que no se les veía el fondo, ella muy rubia, más que su madre, con la piel sonrosada y los ojos dorados, más pequeños que los del niño, pero limpios y transparentes como dos gotas de miel. Le pareció muy guapa y más que eso. Tenía la clase de belleza de los niños que salen en televisión, en los anuncios de champús o de galletas, el encanto dulcísimo de quienes siempre hacen el papel más lucido en las obras de teatro del colegio, ese atractivo innato, magnético, que establece la jerarquía en los pupitres y los recreos. Raquel tampoco se habría resistido al deseo de admirarla, de ser amiga suya, de invitarla antes que a nadie a todos sus cumpleaños, si la hubiera conocido otro día, en un lugar donde no sintiera la necesidad de medir sus palabras, de temer por su abuelo, de defenderse de las señoras muy rubias y muy amables que la invitaban a merendar con sus propios hijos. El niño le llamó mucho menos la atención y sin embargo fue quien más se fijó en ella. —¿Tú eres mi sobrina? —ésa fue la primera de una larga serie de preguntas. —No lo sé —y era verdad, porque nadie le había hablado nunca de aquella familia. —¿Cuántos años tienes? —Ocho. —Yo tengo siete —dijo su hermana. —Y yo doce —él pensó un momento y luego negó con la cabeza—. No puedes ser nuestra sobrina. Somos todos demasiado pequeños. Serás nuestra prima, seguramente. —No lo sé —repitió Raquel—, pero mi abuelo le ha dicho a vuestra madre que era primo de su madre, o algo así… —Estaría bien que fueras prima nuestra, porque nosotros no tenemos —le explicó la niña. —¿No? —No —confirmó su hermano—. Papá y mamá eran hijos únicos. ¿Tú tienes? —Sí, yo tengo muchos… Miguel y Luis, que viven en Málaga, Aurelio, Santi y Mabel, que tienen una casa al lado de la de mis abuelos, en Torre del Mar, Pablo y Cristina, que viven aquí, y luego los de París, Annette y Jacques. —¿Tienes primos en París? —Sí. Antes vivíamos allí. Yo nací en París. —Entonces eres francesa. —No. Soy española. Mis padres son españoles, y mis abuelos también. —¡Qué raro! —el niño la miró como si no se creyera una palabra de lo que le acababa de contar—. Los que nacen en Francia son franceses. [92] —¿Y tienes hermanos? —preguntó la niña. —Sí, uno. Se llama Mateo, tiene cuatro años. Pero voy a tener otro en noviembre. —Nosotros somos cinco. Clara es la pequeña. —Y tú el segundo más pequeño, Álvaro, no presumas… Entonces Fuensanta sirvió el chocolate, que estaba muy rico, riquísimo de verdad, y puso en el centro de la mesa dos fuentes, una con suizos y ensaimadas, otra con picatostes recién hechos. No os lo comáis todo, les advirtió, que ahora llegarán vuestros hermanos muertos de hambre, después del partido… Cuando ya no podía más, Raquel se echó hacia atrás en la silla y para su sorpresa, casi en contra de sus deseos, experimentó un instante de auténtico bienestar, como si el sabor del chocolate, de los picatostes, hubiera borrado el presentimiento de la amargura y desterrado el miedo, la sensación de estar cercada en un territorio hostil, más peligroso que cualquier otro lugar donde hubiera estado antes. —Tengo un tren eléctrico —le dijo el niño—. Si quieres te lo enseño. Salieron al pasillo en fila india, él delante, Raquel en medio, su hermana detrás, en dirección a una habitación amplia y luminosa, con dos balcones a la calle, una puerta cerrada a cada lado y un montón de juguetes por el suelo. —¿Éste es tu cuarto? —No. Es el cuarto de jugar. Yo duermo ahí —y señaló la puerta de la izquierda—, con mis hermanos. Las niñas duermen enfrente. —¿Quieres ver mis muñecas? —ofreció Clara—. Tengo muchas. —No, no quiere ver tus muñecas —Álvaro la trataba con la superioridad despectiva de los hermanos mayores—. Ha venido a ver mi tren. Mira… El tren estaba montado sobre un tablero, entre los dos balcones, y era muy bonito porque tenía un puente, y un túnel, y una estación con muñequitos que parecían viajeros, de pie en el andén o sentados en los bancos, y hasta unas montañitas con un pueblo al fondo. Había dos locomotoras, una negra y antigua, que tiraba de tres vagonetas cargadas de carbón, y otra moderna, pintada de colores brillantes, enganchada a una larga hilera de vagones de viajeros. —El tren no es tuyo, Álvaro, es de los tres —la niña se acercó a Raquel con dos muñecas casi iguales, vestidas con la misma ropa en colores diferentes, y se las enseñó como si quisiera darle a escoger—. Mira, son mellizas. ¿A que son bonitas? Me las trajeron los Reyes, coge tú una… Las locomotoras ya habían empezado a moverse, a cruzarse en direcciones [93] opuestas, a subir por los puentes y perderse en el túnel, ganando velocidad en cada viaje, cuando un coro de voces masculinas que entonaban el cántico de la victoria, hemos ganao, hemos ganao, el equipo colorao, estalló en medio del pasillo. —¡Papá! Los dos gritaron a la vez un instante antes de que un hombre alto, moreno, corpulento, que no era joven pero conservaba el aire atlético de quienes sí lo son, entrara en la habitación precediendo a un muchacho rubio y larguirucho y a otro mayor pero muy parecido, y Raquel se dio cuenta de que Álvaro se parecía a él tanto como los demás a la mujer muy rubia. —¡Tres a cero! El padre de los niños gritó el resultado del partido marcándolo al mismo tiempo con los dedos de las manos, tres levantados en la izquierda, el índice y el pulgar de la derecha dibujando un círculo en el aire, antes de coger a cada uno de sus hijos pequeños con un brazo para empezar a hacerles cosquillas mientras las recibía de ellos al mismo tiempo, hasta que los tres se cayeron al suelo y rodaron por la moqueta, convertidos en un ovillo de cuerpos y risas que no se deshizo cuando se pararon a tomar aliento. —Y todavía no os he contado lo mejor, Julio ha metido dos, ha estado inmenso, ¿a que sí, Rafa? Anda… —y entonces, Álvaro colgado de su cuello, Clara presa entre sus piernas todavía, se quedó mirando a Raquel—. ¿Y tú quién eres? —Es una prima nuestra —le informó la niña—. Se llama Raquel. Él se echó a reír, besó a su hija, sonrió a esa sobrina postiza con la que no contaba, y ella comprendió que, a pesar del pelo rubio, a pesar de los ojos color de caramelo, a pesar del óvalo perfecto de su cara y la perfección sonrosada de su piel, si Clara era tan guapa, era porque sabía sonreír igual que su padre. —A ver, a ver… Mientras le veía acercarse andando a gatas, con los ojos tan negros, los dientes blanquísimos y una expresión juvenil, como de niño gamberro, en la cara, Raquel sintió una simpatía instintiva por aquel hombre y no se preguntó por qué, como nadie se lo había preguntado nunca, pero percibió calor, confianza, y una sensación aún mucho más extraña de cercanía, de intimidad, como si él fuera distinto de su mujer, de sus hijos, como si le conociera desde siempre y desde siempre hubiera sabido que podía fiarse de él. —Dime una cosa… —se arrodilló a su lado y le habló con suavidad, en un tono sereno, seductor, casi sedante, como si nadie más pudiera [94] escucharles o acabaran de quedarse solos en la habitación—. ¿A ti te gustan los chupa–chups? —Sí —y Raquel sonrió sin saber por qué. —¿Seguro? —entonces le enseñó una mano abierta, la cerró muy cerca de su cara e improvisó una mirada de asombro—. Pues sí que te deben gustar, porque tienes uno dentro de la oreja… Raquel le miraba con la boca abierta, como si estuviera hipnotizada, inmovilizada de puro placer, atrapada en su voz, en sus palabras, pero escuchó un palmoteo nervioso y un par de carcajadas de los espectadores de la escena antes de sentir el roce de unos dedos junto a la mandíbula. —Mira —y sus dedos sostenían un chupa–chups envuelto en un papel naranja—. Tómalo, es tuyo. Estaba en tu oreja. —Gracias —dijo ella, y se echó a reír. —Claro que, a lo mejor, te gustan más los de fresa. Déjame mirar en tu otra oreja… —repitió la operación con la otra mano y encontró un caramelo idéntico con un envoltorio de color rosa fuerte—. ¡Ahí va, qué suerte! Te crecen chupa–chups en las orejas. Entonces, sin pensar en lo que hacía, Raquel le echó los brazos al cuello y le besó en las mejillas, y él le devolvió los besos, los abrazos, y por un instante fue como si siempre hubieran vivido juntos, como si no fueran a separarse nunca, como si ella fuera una hija más de aquel padre que iba a animar a sus hijos a los partidos, y se dejaba hacer cosquillas, y rodaba con ellos por el suelo, y andaba a gatas, y encontraba chupa–chups en sus orejas. —Julio… —la voz de la mujer rubia, plantada en el umbral, los ojos muy abiertos, la piel muy pálida, frotándose las manos con tanta fuerza como si pretendiera desollarse una con otra, deshizo al mismo tiempo abrazo y hechizo—. Julio, tenemos visita. —Ya lo veo —él se echó a reír—. Acabo de conocer a mi sobrina. —Pues sí, claro, eso es… Esta niña es la nieta de Ignacio Fernández, el primo de mi madre, ya sabes. Te está esperando en el despacho. Él cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos para mirar a Raquel, para estudiar su cara con una expresión ambigua, que era una sonrisa pero no reflejaba placer ni simpatía, antes de desprenderla de sí con suavidad. Luego se levantó despacio, se arregló la ropa, arrugada por el forcejeo de las cosquillas, y salió de la habitación sin mirar hacia atrás. —¡Papá, papá, no te vayas! —Álvaro le reclamaba desde el suelo—. He enganchado las dos locomotoras, están funcionando a la vez, tienes que verlo… —Ahora, hijo, ahora. Vuelvo enseguida. [95] Pero Raquel no le volvió a ver. Fue otra vez la mujer rubia quien vino a buscarla cuando ya se había cansado de mirar los trenes y jugaba por fin con Clara y sus muñecas mellizas. Yo soy su madre y tú eres su tía, ¿vale?, le había dicho al enseñarle su imponente colección de accesorios, una cuna doble, como el cochecito, y la trona, y el armario, y una sola bañera para las dos. Ya las habían bañado dos veces, y las habían acostado, y levantado, y alimentado, las estaban durmiendo en brazos cuando la señora volvió, igual de pálida, de nerviosa que antes, pero Raquel ya no se dejó impresionar por eso, porque no había llegado a verla tranquila en ningún momento y pensó que siempre sería así, histérica, huidiza, incapaz de tener las manos quietas. —Tu abuelo te está esperando, Raquel, tienes que irte. —¡Ay, no, mamá, por favor! —Clara protestó—. Con lo bien que nos lo estamos pasando ahora… Entonces, aquella mujer tan rara abrazó a su hija, la mantuvo apretada contra sí, la besó, y pareció estar a punto de hablar un par de veces, pero no dijo nada. Luego, cogió la mano de Raquel y deshizo el camino que las dos habían recorrido antes, desde el pasillo desnudo y luminoso, por el alfombrado corredor lleno de cuadros, hasta el recibidor donde Ignacio Fernández, muy alto, muy tieso, muy solo, esperaba a su nieta junto a la puerta. Clara fue tras ellas todo el camino, lloriqueando, protestando, suplicando entre sollozos una prórroga que era imposible, Raquel se dio cuenta, porque la maltrecha actriz de cine caminaba cada vez más deprisa, y porque se volvió dos veces para pedirle a su hija que se callara, la última a gritos, justo antes de doblar la esquina que desembocaba en el recibidor. —Raquel… Su abuelo la llamó por su nombre y entonces se dio cuenta de que con el brazo izquierdo seguía abrazando a la melliza pelirroja vestida de verde, y se quedó parada sin saber qué hacer, la mano derecha tendida hacia su abuelo y la otra hacia Clara, que ya corría a recuperar su muñeca cuando su madre la inmovilizó en lo que pretendió que pareciera un abrazo. —Si te gusta, puedes quedártela. —¡No! —su hija intentó zafarse de sus brazos, pero ella la apretó con más fuerza, sus manos cruzadas sobre las de la niña. —Claro que sí —insistió, y se esforzó en sonreír, como si no pasara nada—. Te la regalamos. —¡Pero, mamá, si es una melliza! —la niña levantó la cabeza, buscó los ojos de su madre y empezó a llorar de verdad, con lágrimas auténticas—. ¿No lo entiendes? Si son dos, ¿cómo voy a regalarle una? [96] —Eso es verdad —Raquel pensó que Clara tenía razón y estiró el brazo aún más hacia ella—. Además, yo ya tengo muchas muñecas. —Nada, nada… —la mujer rubia se mostró inflexible en el arbitrario capricho de su generosidad—. Llévatela. Ya le compraré yo otra. —¡Mamá! De repente, Raquel se encontró en el descansillo. Su abuelo la había sacado de aquella casa y había cerrado la puerta sin despedirse. Eso también era raro, pero no le importó, porque la escena del recibidor había resucitado el grumo que se instaló en su pecho al llegar allí, cuando todo le daba miedo y le costaba tanto respirar como si la atmósfera del interior fuera más pobre, más pesada que el aire de la calle. Entonces recordó que aquello no iba a ser divertido, que ella lo había sabido siempre, desde el principio, y se preguntó cómo había podido llegar a olvidarlo, cómo había podido pasarlo tan bien con la merienda, y el tren eléctrico, y las muñecas, y los chupa–chups, y sin embargo alegrarse de que el abuelo hubiera decidido bajar por la escalera en lugar de coger el ascensor, porque en cada escalón respiraba mejor y las luces, las sombras, los muros, los objetos, iban recuperando la normalidad poco a poco, centímetro a centímetro, hasta que los dos, siempre de la mano, reconquistaron la amplitud de aquel portal oscuro donde hacía casi frío, y tras la puerta, la recompensa de una tarde de mayo soleada y limpia, una brisa ligera agitando las hojas de los árboles, el sol aún capaz de calentarles. —Qué casa tan grande tienen, ¿verdad? —sólo se atrevió a hablar cuando ya caminaban por la acera, al ritmo lento, calmoso, de otros sábados—. Y qué bonita. Deben de ser muy ricos, ¿no? Su abuelo no le contestó enseguida, no se detuvo, no sonrió, ni usó su comentario como punto de partida para enlazarlo con una historia cualquiera. Ni siquiera la miró. Siguió andando despacio, con la cabeza recta, los ojos fijos en el horizonte, su rostro muy pálido a la luz del sol y un temblor pequeño, pero constante, en la frontera de sus labios cerrados. —Lo que son es muy hijos de puta. Eso dijo, y tampoco entonces quiso mirarla. Habían llegado a una plaza escondida, rectangular, con un edificio muy grande al fondo, muchos árboles delante, un quiosco de periódicos y algunos bancos. Su abuelo escogió uno que estaba vacío, se sentó, y Raquel se dio cuenta de que había dejado de contar con ella, como si se le hubiera olvidado que era su nieta, que tenía ocho años y que estaba allí, como si todo le diera ya lo mismo. Escogió un banco, se sentó, dejó a un lado su cartera de piel castaña, muy antigua, con las esquinas descoloridas por [97] el paso del tiempo, y se tapó la cara con las manos. Durante un instante, no ocurrió nada más. Luego, su cabeza empezó a moverse arriba y abajo, despacio al principio, con más ritmo, más intensidad después, contagiando su agitación a los hombros, a los brazos, a las manos que permanecían firmes contra sus párpados, sus mejillas, como si la piel de sus palmas se hubiera fundido con la de su cara, como si no pudieran separarse más. La niña, de pie sobre la acera, frente a él, le miraba y no podía creerse lo que estaba viendo, no de su abuelo Ignacio, de él no, y sin embargo, los sonidos roncos, guturales, viscosos, que se escurrían por los resquicios de sus dedos entreabiertos, se hicieron más nítidos, aún más inverosímiles y precisos, más sollozos, hasta que ella ya no encontró ninguna puerta por donde escapar, ninguna solución para seguir dudando de la capacidad de sus oídos, de sus ojos abiertos e incrédulos. Aquélla fue la primera vez en su vida que Raquel Fernández Perea vio llorar a su abuelo, la primera y la última, la única, pero nunca se sintió privilegiada ni orgullosa por haber sido testigo de su llanto, como había sido tantas veces espectadora de su alegría, porque su abuelo lloraba como un niño pequeño, sin freno, sin pausa, sin consuelo, olvidado de su nieta y de sí mismo, del hombre que había sido y del que seguía siendo, un hombre que había podido morir muchas veces y había salvado la vida para celebrar la muerte de su enemigo bailando un pasodoble con su mujer en una plaza del Barrio Latino de París, muy poco, poquísimo, casi nada, con un frío que pelaba y delante de una pandilla de inocentes, Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo, español, y propietario de una pena negra, honda y sonriente que su nieta no olvidaría jamás, como no olvidaría la tarde en que le vio llorar, más solo, más angustiado, más derrotado que nunca, incapaz de seguir reteniendo por más tiempo todas las lágrimas que no había dejado ir mientras toreaba a la muerte por su cuenta, mientras se fugaba de las cárceles, de los campos, de los trenes, de los que le querían matar sólo porque era él, y que eran todos, mientras se acostumbraba al fracaso perpetuo de una vida próspera en un país ajeno, y al sueño imposible de la ciudad propia que volvía a perder cada mañana, porque somos de un país de hijos de puta, vamos a brindar, porque somos de un país de mierda, brindemos, él había levantado la copa, todas sus copas, pero había retenido también todas sus lágrimas para dejarlas ir ahora, sin freno, sin pausa, sin consuelo, para llorar el llanto de una vida entera, él, su abuelo Ignacio, el que sonreía al dolor, el que burlaba a la muerte, el que no lloraba nunca, el hombre que podía [98] haber muerto muchas veces y había vivido para volver a casa, para recuperar su lugar, para cobrar sus deudas, a sus órdenes, mi capitán, para nada, había dicho él, para nada. —No llores, abuelo, por favor… No llores. ¿Qué ha pasado?, le habría gustado preguntar, ¿qué te han hecho, abuelo, quién ha sido, por qué, cómo, cuándo, cuánto te duele?, pero no pudo decir nada, ni siquiera que le quería, que aquella tarde de mayo, tan cálida, tan limpia, tan cruel, había aprendido que le quería muchísimo, que no había nadie en el mundo a quien quisiera más que a él. Lo que a ti te hace daño, a mí me hace daño, eso era lo que sentía, lo que habría querido decirle, pero no pudo, porque estaba llorando, lloraba igual que él, como la niña pequeña que ella sí era, sin freno, sin pausa, sin consuelo, y no se tapaba la cara con las manos porque las necesitaba para aferrarse a su abuelo, para acariciarle, para explicarle la verdad, que le quería tanto que le dolían las palabras que no salían enteras de sus labios contraídos, los sonidos que se perdían en su garganta ahogada por los sollozos, y no conocía el origen, la razón de las lágrimas que mutilaban cada sílaba que intentaba pronunciar, pero sentía que esas lágrimas le dolían porque eran suyas, porque le pertenecían a él, porque ella había escogido llorar el llanto de su vida entera. No llores, logró repetir por fin, después de un rato, y se abrazó a sus mangas, escondió la cabeza en su cuello y se quedó muy quieta. Esta vez, él respondió enseguida. La apretó con fuerza, la besó en la cabeza y mantuvo sus labios firmes contra su pelo hasta que los dos se tranquilizaron. Luego, manteniéndola sujeta entre sus manos, la separó de sí, la miró, sonrió y volvió a besarla en las dos mejillas. Tenía los ojos enrojecidos, los párpados hinchados y la piel de los pómulos muy fina, tan frágil de repente como si fuera de papel. —Ésta es la plaza de las Salesas —dijo, y su voz, ensuciada por el llanto, adoptó sin embargo el acento y el ritmo de otras veces—. Se llama así porque antes había un convento, pero esa iglesia de ahí detrás se llama Santa Bárbara, porque la fundó Bárbara de Braganza, una reina de España que era hija del rey de Portugal —hizo una pausa, se frotó los ojos, volvió a sonreír—. Esa calle lleva su nombre. Aquí enfrente estaban los juzgados donde condenaron a mi cuñado Carlos, ¿te acuerdas? Y el edificio gris que está adosado a la iglesia por detrás, ¿lo ves?, es el Tribunal Supremo. Su fachada da a otra plaza que hay detrás, la plaza de la Villa de París. Raquel se quedó un instante callada, sin saber qué decir, cómo interpretar esas palabras frías y calientes a la vez, que tendían un puente o proponían un pacto cuyos términos no estaba muy segura de comprender. [99] Por eso se limpió los ojos, se sonó los mocos, y dijo lo mismo que habría dicho si aquella tarde no hubiera pasado nada. —Y las dos son cuadradas, porque si fueran redondas se llamarían glorietas. —Justo —las lágrimas volvieron a aflorar por un instante a los ojos de Ignacio Fernández Muñoz, pero las mantuvo a raya en honor a la inteligencia de su cómplice—. No le cuentes nada a la abuela, ¿de acuerdo? —Te lo prometo. Él sonrió a la solemnidad de su nieta, que había levantado en el aire la mano derecha con los dedos cruzados para reforzar su compromiso, y la abrazó otra vez. —Recoge la muñeca —dijo entonces, mirando al suelo—. Se te ha caído. —No la quiero —Raquel la recogió de entre sus pies, la acostó en el banco, y buscó luego en sus bolsillos hasta encontrar los chupa–chups, que dejó a su lado, el de naranja a la izquierda, el de fresa a la derecha, era tan bonita, pensó al despedirse de ella, con el pelo rojo y aquel vestido verde lleno de volantes y puntillas—. No la he querido nunca. —Parece una ofrenda —murmuró su abuelo cuando lo vio. —¿Y eso qué es? —Nada. Una tontería que se me acaba de ocurrir… Pero alguna niña se va a alegrar mucho al encontrársela. Vamos. Y entonces, como si de verdad no hubiera pasado nada aquella tarde, se levantó al fin, se encajó su vieja cartera debajo del brazo izquierdo, ofreció a su nieta la otra mano, y echó a andar hacia Recoletos con el paso regular, tranquilo y relajado, de otros sábados. —¿Quieres un helado? —propuso al llegar al paseo. —Bueno. De fresa, pero pequeño, porque he merendado… —mucho, iba a decir, pero se calló, porque no quería recordar nada bueno de aquella tarde. El abuelo escogió uno grande de vainilla, mantecado, decía él, y se lo comió despacio, sin hablar, disfrutando mucho de su sabor y del paseo, Recoletos lleno de niños con patines, de madres con bebés, de parejas de novios que se besaban en los bancos y grupos de amigos que juntaban las mesas de las terrazas en largas hileras repletas de cañas de cerveza. Se escuchaban sus voces, sus risas, y el eco de los juegos de los niños, pareados y canciones, interminables retahílas de frases sin más sentido que el de acompañar los movimientos de las palmas velocísimas, las manos que volaban en el aire, encontrándose y separándose, chocando entre sí para componer una pauta rítmica y constante que Raquel conocía muy bien. [100] —¿Qué ha pasado, abuelo? —se atrevió a preguntar al final, cuando ya no quedaba ni rastro del cucurucho entre sus dedos y la templada alegría del aire de mayo, la gente en la calle, caía como un bálsamo compasivo sobre su incertidumbre. —¡Uf! Es una historia muy larga. Muy larga y muy antigua. No la entenderías y además… Creo que tampoco te conviene saberla. —¿Por qué? Él volvió a mirarla muy despacio, muy adentro, hasta el fondo de sus ojos, de su conciencia de niña de ocho años, y Raquel intuyó que nunca contestaría a esa pregunta, pero se equivocó. —Bueno… —titubeó al principio—. Ya hemos vuelto, ¿no?, y lo lógico… Lo más normal es que tú ya vivas aquí siempre. Y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber. Incluso no entender… —hizo una pausa y sonrió a la expresión concentrada de su nieta, que intentaba descifrar sus palabras en vano—. Mañana por la mañana podemos ir al Rastro, si quieres. Hace muy bueno, y seguro que a la abuela le apetece venir con nosotros. Ya sabes tú que, a ella, todo lo que sea comprar… Ignacio Fernández había podido morir muchas veces, pero había vivido para estar seguro de lo que a su nieta Raquel le convenía y no le convenía saber. Pasarían muchos años, muchas cosas, antes de que ella comprendiera el sentido de aquel discurso oscuro, que era claro, luminoso y justo, como las verdades necesarias a las que se renuncia a tiempo y por amor. Entonces ya había dejado de pensar en sí misma, en sus padres, en su familia, como españoles. El color, el sol, la luz, el azul, no necesitaban apellidos en un país donde los suyos no requerían explicación, ni reflexión alguna. Pasaron muchos años, muchas cosas, y su hermano Ignacio, el tercer Ignacio Fernández consecutivo de la familia, nació en Madrid, igual que el primero, pero no se sintió nunca especial, ni diferente por eso, porque ya vivían aquí y era lo lógico, lo normal. Cuando ya parecía que nunca iba a ocurrir, una tarde de junio como cualquier otra, su abuelo Aurelio se quedó dormido mirando el mar pequeño y andaluz que había escogido para morir, y mientras viajaba a la casa blanca y luminosa de los veranos de su infancia, Raquel ni siquiera se dio cuenta de cómo había ido perdiendo la memoria de los años raros, y del tiempo anterior, que llegaría a parecerle muchísimo más extraño todavía cada vez que volviera a París, donde había nacido Mateo, donde había nacido ella, donde parecía mentira que hubieran nacido y vivido los dos, que un domingo cualquiera de los años ochenta se encontraron sobre la mesa de la abuela Anita con una ensalada de endibias aliñadas con queso azul y nueces picadas que no recordaban haber [101] visto jamás, y que estaba muy buena a pesar de su aspecto lacio y un poco asqueroso. Pasaron muchos años y muchas cosas en España, al principio muy deprisa, más despacio después, mientras los deseos y la realidad aprendían a encajar en sus moldes flamantes, nuevos pero estrechos, como fue encajando su vida en las etapas de una vida cualquiera, la trabajosa negociación de sus propios deseos con las estrecheces de la realidad disponible, y habría querido ser actriz de teatro, pero terminó haciendo Económicas, y le habría gustado trabajar en algo más interesante, pero encontró enseguida trabajo en un banco, y se casó, pero se divorció, y deseó tener un hijo, pero no encontró ni al padre ni el momento, y fue desgraciada a veces, pero a veces fue feliz. Pasaron muchos años, muchas cosas, pero Raquel Fernández Perea no dejó nunca de mirar al cielo. Y nunca olvidó cómo se llamaba el hombre que hizo llorar a su abuelo. [102] Amaneció un día feo, húmedo, nublado, pero a las nueve en punto, cuando dejé a mi hijo en el colegio, el cielo estaba limpio, el sol hacía ademán de calentar, y la primavera se insinuaba en el aire como el velo de una novia dispuesta a llegar a tiempo a la ceremonia de su boda. Marzo se acabaría al día siguiente, y con él, mi último plazo razonable para esquivar una larga secuencia de doloridos reproches telefónicos, Álvaro, hijo, cómo puedes ser así, qué trabajo te costará ir a ver a ese señor, hay que ver, para un favor que te pido, desde luego, parece mentira… Mi madre nunca comprendería que el nombre de aquella oficina me inspiraba una pereza limítrofe con el desaliento y una indignación íntima, difícil de explicar, la que siempre he sentido frente a los lenguajes para iniciados, todas esas expresiones deliberadamente incomprensibles que ocultan el sentido de lo que deberían explicar. Se podría llamar Departamento de Asesoría Financiera, incluso Asesoría Financiera a secas, pero no, claro, eso sería demasiado vulgar, eso se entendería. El asesor que se resistía a renunciar al dinero que la muerte ya le había arrebatado a mi padre pertenecía al Departamento Comercial de la Sociedad Gestora de Instituciones de Inversión Colectiva, Sociedad Anónima, y aquél no era destino para una mañana de primavera. Sin embargo, hacía tan bueno que cedí a un capricho de adolescente ocioso, volví al garaje, dejé allí el coche con mi cazadora dentro, y me fui andando hasta la plaza de las Descalzas Reales. Estaba seguro de que mi absoluta impericia en el tema y la certeza de que no sería yo quien tomara ninguna decisión definitiva, cooperarían para reducir al mínimo la duración de aquella entrevista, y si no fuera así, podría coger un taxi hasta Recoletos y luego un tren de cercanías hasta la facultad. Aunque me había juramentado conmigo mismo para que mi madre no llegara a saberlo jamás, aquella mañana no tenía clase, pero había quedado a las doce con los miembros de mi grupo de investigación. [103] Llegué al banco de buen humor y bastante más tarde de lo que esperaba, pero encontré sin contratiempos la sede del trabalenguas que andaba buscando, y me dirigí a la recepcionista como si tuviera alguna idea del significado, siquiera aproximado, del nombre del lugar donde trabajaba. —Buenos días. Vengo a ver al señor Fernández Perea. Ella, una mujer de cincuenta y muchos, muy pintada y bastante gorda, dejó el pitillo que se estaba fumando en un cenicero donde, a pesar de la hora y del símbolo que indicaba, justo encima de su cabeza, que estaba prohibido fumar, había ya tres colillas, y me dedicó una mirada hostil. —La señora —dijo. —¿Perdón? —pregunté, sin tener ni idea de lo que me estaba diciendo. —La señora Fernández Perea —me aclaró—. En este momento no está casada pero no le gusta que le llamen señorita. Yo estoy soltera y tampoco me gusta. —¡Ah! Lo siento —dije, como si hubiera hecho algo por lo que debiera disculparme, y me sentí tan mal conmigo mismo por pedir perdón, que saqué la carta del bolsillo y se la enseñé—. En esta carta no figura su nombre completo, y tampoco he podido deducir del texto que se tratara de una mujer. —Bueno —aceptó ella, resignándose a una tregua—. ¿Tiene usted cita? —No. En la carta no indica que debiera pedirla. —No me diga. ¿Y tampoco dice que es conveniente que se vista usted por las mañanas? Estuve a punto de darme la vuelta y largarme de allí, pero ella ya había pulsado el botón del interfono antes de terminar de insultarme. —Raquel… Tienes visita. No, no sé cómo se llama. No, no ha llamado antes. Sí, espera, la referencia es JCG 32… Sí, ahora mismo se lo digo —soltó el botón del interfono, me devolvió la carta y me miró—. Pase, le está esperando. Es el tercer despacho a la izquierda. Encima de la puerta hay una placa con el nombre —hizo una mueca parecida a una sonrisa, elevando apenas las comisuras de los labios—. Completo. Después, cuando ya sabía que se llamaba Mariví, que tenía úlcera de estómago, y que odiaba a los hombres en general porque uno en particular la había abandonado por un muchacho cuando tenía veintidós años, no fumaba y pesaba cincuenta kilos, pensé muchas veces en ella como en una frontera, una barrera, el testigo último de lo que éramos mi vida y yo, el mundo de los otros y mi mundo, antes de Raquel. Mariví, que era tan borde, no llegó a serlo tanto como para forzar [104] mi huida, y sus reflejos cortaron mi retirada antes de que pudiera plantearme sus consecuencias. Si hubiera sido sólo un poco más lenta, un poco más hostil, yo me habría ido, habría vuelto a mi casa, habría cogido el coche, me habría marchado a la facultad, y desde allí habría llamado a mi madre para informarle del resultado de la frustrada entrevista, yo no sirvo para esto, mamá, ya te lo dije, he perdido una mañana para nada y no estoy dispuesto a perder otra. Ella se habría escandalizado por mi reacción, desde luego, Álvaro, hay que ver cómo eres, pareces un crío, habría insistido un poco, y luego habría llamado a mi hermano Rafa, pensando que eso era lo que debería haber hecho desde el principio. Entonces habría pasado algo, sin duda, pero yo ni siquiera me habría enterado, porque Rafa habría asumido el tema en solitario, con el legendario arrojo y la hidalguía que presumía heredados de nuestro padre. Llevaba toda su vida esperando una ocasión así, anhelando la oportunidad de convertirse en el mártir soldado que soluciona los conflictos de los demás y carga con toda la responsabilidad, todos los costes, todas las culpas. Yo ni siquiera me habría enterado y habría seguido viviendo en mi propia vida, una apacible llanura de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. Por eso, pensé muchas veces en Mariví. Después, cuando a mi alrededor el mundo no era más que una infinita extensión de tierra quemada. Y sin embargo, aquella mañana, mientras dudaba entre llamar con los nudillos a la puerta o no, miré el reloj y comprobé con satisfacción que no eran más que las nueve y veinticinco. Estupendo, me dije, ahora me siento, escucho el rollo que me va a largar asintiendo con la cabeza y mucha educación, apunto cuatro números, y a las diez, como muy tarde, estoy en la calle otra vez. Al final, golpeé con suavidad en la madera, no obtuve respuesta, repetí la llamada con más energía y escuché un «adelante» decidido, cantarín, que me franqueó la entrada a un despacho bastante grande, cuadrado y luminoso, con dos ambientes, una mesa de pino de tamaño considerable y diseño sencillo, pero diseño, colocada al fondo, ante una pared acristalada que daba a la calle, y un par de sofás dispuestos en ele alrededor de una mesa baja en primer término. Llevaba tantos años trabajando en la universidad que reconocí sin dificultad la categoría laboral de mi anfitriona, que no era un pez gordo, maderas nobles, alfombras caras y más de tres metros de distancia entre la mesa de trabajo y la zona de recibir, pero tampoco una empleada cualquiera, despacho pequeño, mesa mediana, carro para el ordenador, un par de butacas para las visitas y gracias. Era un lugar agradable, con plantas maduras y grabados abstractos enmarcados con buen gusto, [105] todo eso vi, todo eso me dio tiempo a ver y a pensar en un par de segundos, antes de levantar la vista para encontrarme de frente con ella, Raquel Fernández Perea, la mujer que había asistido a destiempo y sin motivo al entierro de mi padre, la desconocida que acababa de dejar de serlo. Mi cuerpo la reconoció antes que yo y se contrajo por su cuenta en un espasmo que no pude controlar, como si fueran de otro los brazos que temblaban, y de otro los hombros que se encogían, y de otro también mis piernas, que se detuvieron al comprender que eran incapaces de levantar la tonelada que cada una de ellas pesaba de repente. Pero ella no pudo advertir mi debilidad, porque estaba absorta en su propio asombro y me miraba con la boca muy abierta, los brazos rígidos, los puños apretados contra el tablero de la mesa. Estuvimos así, quietos, callados, desorientados cada uno en su propia inmovilidad, en su propio silencio, durante un tiempo que me pareció muy largo y no debió de serlo. Luego, ella cerró los ojos un instante, se esforzó por sonreír, y se disculpó. —Perdone, pero es que… Esperaba a su madre. —Sí, ya… —¿Quién eres, por qué nos has llamado, por qué viniste a mirarnos al entierro de mi padre, quién eres, qué haces aquí, qué hago yo aquí?, y sin embargo dije algo distinto, sin reconocer del todo las palabras que iba pronunciando, ni mi voz ahogada, extraña, aguda, súbitamente frágil—. He venido yo en su lugar. Como esa recepcionista tan simpática que tienen ni siquiera me ha preguntado cómo me llamo… —Sí —sonrió de nuevo y esta vez le salió mejor, un gesto más parecido a una sonrisa auténtica—. Mariví es muy especial. Siéntese, por favor. ¿Quién eres, por qué nos has llamado, por qué viniste a mirarnos al entierro de mi padre, quién eres, qué haces aquí, qué hago yo aquí? Las mismas preguntas se encadenaban en el mismo orden dentro de mi cabeza, una y otra vez, mientras escogía un sofá, mientras me sentaba, mientras la miraba, mientras descubría que le temblaban las manos, mientras veía cómo las apretaba contra una carpeta de cartón verde con la vana pretensión de serenarlas, mientras se acercaba a mí con una sonrisa comercial, convencional, ausente, mientras ocupaba el otro sofá, mientras consultaba los papeles de la carpeta, hasta que levantó la vista, me miró, y comprendí que, fuera cual fuera la situación en la que nos encontrábamos, ella la controlaba y yo no. —Perdone, no le he ofrecido nada —me dijo—. ¿Quiere tomar un café? Me limité a asentir con la cabeza, ella descolgó el teléfono, pidió dos cafés con leche, ¿toma azúcar, verdad?, sí, gracias, y agua mineral para los dos, y empezó a hablar, ya sé que resulta muy duro prestar [106] atención a los aspectos materiales después de la desaparición de un ser querido, dijo, pero su padre era cliente de este banco y nuestro compromiso, nuestra obligación, es velar por sus intereses tanto ahora como antes, era guapa, mucho más guapa de lo que me había parecido cuando la vi en el cementerio, mi sobrino Guille se había dado cuenta, yo no, por eso nos hemos puesto en contacto con ustedes, para informarles en primer lugar de la situación de los fondos que su padre suscribió a través de nuestra entidad y cuyos intereses arrojan en la actualidad un saldo digno de que sus herederos lo tengan en cuenta, había que mirarla de cerca y mirarla dos veces antes de descubrirla, era mucho más guapa de lo que parecía, una belleza secreta, enigmática en su modestia, porque no había nada específicamente hermoso en su rostro salvo su propio rostro, la sorprendente armonía que integraba unos ojos dulces, pero corrientes, una nariz pequeña, pero corriente, una boca bien dibujada, pero corriente, una barbilla regular, pero corriente, y una piel sonrosada y tersa, aterciopelada como la de un melocotón poco común, en un conjunto admirable, tan bello que se escondía de las miradas accidentales, de los ojos que no lo merecían, supongo que ustedes, es decir, su madre, sus hermanos y usted mismo, son los herederos de su padre, y en ese caso, es a ustedes a quienes corresponde decidir el destino de los fondos, ahora bien, antes debo informarle de que la inversión a la que nos estamos refiriendo goza de un estatuto fiscal privilegiado, cuyas ventajas cesarían en el instante en que ustedes optaran por recuperar el capital, ella controlaba la situación, yo no, y su ventaja crecía por segundos a caballo de aquel discurso elaborado con sabiduría y perfeccionado ante muchos otros herederos que, a juzgar por la creciente confianza que transmitía su voz, habrían capitulado antes que yo, ella no sabía que yo era el hijo equivocado, el hermano que nunca tomaría la decisión definitiva, pero se comportaba como si tampoco quisiera tener en cuenta que era además su único testigo, el único que la había visto, que podría recordarla después, entonces llamaron a la puerta y entró un camarero con los cafés y el agua, dejó la bandeja sobre la mesa, se marchó, y me encontré haciendo un chiste en voz alta, menos mal que no los ha traído Mariví, ella sonrió, tenía los dientes de arriba separados en el centro, igual que mi madre, ya estaba muerto de miedo, añadí, y se echó a reír, y estaba aún más guapa cuando se reía, y me sentí satisfecho, casi orgulloso de haber provocado su risa, antes de preguntarme a qué estaba jugando, qué me estaba pasando, era todo tan raro, ¿quién eres?, recordé, ¿por qué me has llamado?, ¿por qué viniste al entierro de mi padre?, ¿qué hago yo aquí?, en fin, ella prosiguió en el tono dulce y preciso de una mujer [107] de negocios que está acostumbrada a que sus clientes intenten ligar con ella y a quitárselos de encima con eficacia, ésa es la razón de que me haya puesto en contacto con ustedes, comprendo por supuesto que es un asunto delicado y que en estos momentos quizás no se encuentren con el mejor ánimo para tomar una decisión de esta naturaleza, pero no se apuren, no corre tanta prisa, sólo les pediría, por su propio interés, que lo tengan en cuenta… En ese momento empezó a pisar el acelerador, a saltarse capítulos enteros del discurso que tenía preparado. Nunca he creído ser tan inteligente como los demás dicen que soy pero desde luego no soy tonto, y estoy acostumbrado a controlar los tiempos. En mi trabajo son muy importantes, en el suyo también, supuse, porque no hacía falta demasiada experiencia financiera para adivinar que su intención era que no nos lleváramos el dinero a otra parte, por eso había abandonado la mesa para sentarse conmigo en un territorio en apariencia más íntimo, más neutral, por eso me había invitado a un café que aún humeaba, para hacerme la pelota, para convencerme hasta donde fuera posible, para abrigarme con un manto de palabras bien estudiadas. Y sin embargo, en ese momento empezó a pisar el acelerador y yo se lo consentí, esperaba escuchar cifras, porcentajes, comparaciones asombrosas, esto es lo que les costaría llevarse el dinero ahora mismo, esto es lo que ganarán si no lo mueven en un año, en dos, en diez, estaba seguro de que ésa era la parte que venía a continuación, pero se la saltó y yo se lo consentí, no hice preguntas, no pedí datos, no exigí aclaraciones. Yo nunca había controlado la situación pero ella tampoco la controlaba ahora, ya no, y yo no sabía por qué, cuándo, dónde, cómo había perdido esa seguridad que nos sostenía a los dos, que le daba consistencia de realidad a una escena que ahora parecía soñada, inventada, imposible. Le he preparado un resumen, me dijo, estas cosas se ven mucho mejor sobre un papel. Se levantó y fue hacia la mesa, llevaba unos vaqueros negros y una camiseta del mismo color con dibujos blancos, tenía un cuerpo bonito a pesar de que sus caderas eran algo más anchas de lo que parecería proporcionado en relación con su cintura, o a lo mejor precisamente por eso, ya no lo sabía, estaba confundido, ella había perdido su aplomo, la seguridad del principio, y ahora parecía más débil, más vulnerable que yo. ¿Quién eres?, ¿por qué me has llamado?, ¿por qué viniste al entierro de mi padre?, ¿qué hago yo aquí? Aquí tiene, dijo, tendiéndome una carpeta que mantuvo abierta para que comprobara que allí estaban todos los datos, todas las comparativas y las cifras de impuestos e intereses que no había querido enunciar para mí, lléveselo a casa y se lo mira tranquilamente, ha sido un placer, su mano era suave, [108] sus ojos me miraron con un alivio infinito mientras la estrechaba, adiós, dijo, adiós, dije, y me fui. No sé cómo salí a la calle. En eso también he pensado luego, muchas veces. Tuve que recorrer el pasillo, pasar delante de la recepcionista, llegar hasta el ascensor, pulsar un botón, luego otro, y atravesar la planta baja, pero no sé cómo lo hice. Sólo recuerdo una luz irreal, el suelo de mármol de un vestíbulo gigantesco reflejando los neones encendidos como si fuera de noche, como si el ascensor me hubiera desembarcado en otro mundo, en un decorado, una trampa, un espejismo. Recuerdo la frialdad de aquella luz y mi incapacidad para comprenderla, hasta que mis pies resbalaron. Estuve a punto de caerme y entonces me fijé en las personas que entraban desde la calle, el pelo mojado, las ropas empapadas, una tristeza imprevista en los jerséis de algodón de colores pálidos, rosas, azules, amarillos, mustias manchas de humedad como un tributo de rencor hacia la primavera traidora que también me había engañado a mí, aquella mañana. Estaba diluviando. La gente se agolpaba a ambos lados de las puertas de cristal mientras el agua estallaba contra el empedrado como si pretendiera proclamar una cólera antigua y divina, el cielo se nos caía encima y el espectáculo era tan grandioso, tan aterrador al mismo tiempo, que nadie se atrevía a romper el silencio húmedo, compacto, que vinculaba entre sí a quienes no éramos más que una pequeña multitud de desconocidos. Cuando las gotas dejaron de hacer ruido, algunos valientes salieron corriendo en dirección al centro comercial más cercano, cruzándose con un par de vendedores ambulantes que se acercaron para ofrecernos paraguas a tres euros. Yo no les compré ninguno. Metí la carpeta en mi cartera y crucé la plaza hasta ganar el bar más próximo que había podido localizar. Cuando entré, yo también estaba empapado, pero no me importaba. Pedí un carajillo y me lo llevé a una mesa situada al lado de una ventana desde donde se veía la fachada del edificio que acababa de abandonar. El bar estaba bastante vacío, pero la máquina del café hacía ruido, y una tragaperras entonaba sin parar la canción de El golpe, tarariro tarán tarán, tararirorarí tarantán. El carajillo me sentó bien, pero me lo bebí de un trago y seguía tiritando por dentro. Hacía muchísimos años que no bebía alcohol por las mañanas y jamás tomaba cerveza antes de la hora del aperitivo, pero tampoco me había encontrado nunca en una situación parecida a aquélla. Por eso rescaté una vieja costumbre de mis tiempos de estudiante universitario y pedí un sol y sombra. Lo peor que podía pasarme era que me emborrachara, y eso era mucho mejor que la incertidumbre en la que me encontraba. [109] Me bebí la copa muy despacio y no me emborraché. A las once menos cuarto ya había escampado, diez minutos más tarde el sol iluminaba los charcos como si todo hubiera sido una broma, un cuarto de hora después sonó mi móvil. Leí en la pantallita el nombre de uno de mis becarios y rechacé la llamada. Un instante después volvió a sonar y lo apagué. Entonces ya se me había ocurrido que también podría no hacer nada, guardar la carpeta, cuyo inocente contenido había leído con atención un par de veces hasta asegurarme de que no se me escapaba ningún detalle extraño o sospechoso, coger el tren, ir a la facultad, participar en la reunión, volver a mi casa e ir de visita a la de Clara por la tarde, para dejar la documentación en manos de mi madre, no era un señor, ¿sabes, mamá?, sino una chica, muy simpática y bastante guapa, por cierto, y además me lo ha explicado todo muy bien pero ya lo tienes aquí resumido, tú verás lo que haces, yo no tengo opinión, lo que tú decidas me parecerá estupendo. Entonces ya se me había ocurrido que también podría no hacer nada, archivar el recuerdo de aquella mañana en la nómina de los sucesos inexplicables de una vida cualquiera, con los presentimientos irracionales y los recuerdos imposibles de episodios que nunca se han vivido, con las coincidencias asombrosas y los premios de la lotería, con los miedos de las pesadillas y los misterios cotidianos de esas luces que parece que se encienden solas hasta que nos damos cuenta de que nuestro hijo pequeño ya llega al interruptor. Tú no has visto nada, Álvaro, también me dije eso, el día del entierro estabas medio drogado, muerto de sueño y hecho polvo, como es natural, y ni siquiera sabes si es la misma mujer, sólo crees que te lo parece. Pero a las once y media me levanté, fui a la barra, pagué. ¿Y si lo fuera, qué? Y crucé la plaza, y entré en el banco, y subí en el ascensor hasta la tercera planta, y pasé por delante de la mesa de la recepcionista sin detenerme. —No se moleste. Ya conozco el camino. Gracias. —Oiga —chilló ella, a mis espaldas—. Pero usted no puede… No puede hacer eso, oiga… Abrí la puerta sin llamar. Raquel Fernández Perea estaba en su mesa, hablando por teléfono mientras apuntaba algo en un papel. Levantó la cabeza, me miró, y como antes, cerró los ojos, pero esta vez los mantuvo cerrados durante más de un instante, en un gesto preciso, consciente. No parpadeó, no apretó los párpados, se limitó a dejarlos caer, a protegerse tras ellos como si quisiera dejar de mirar, dejar de mirarme, dejar de ver el mundo, de existir en él. Cuando volvió a [110] abrirlos, yo estaba en el mismo sitio. Se despidió de su interlocutor, una mujer, informándole de que tenía una visita imprevista, le aseguró que volvería a llamarla tan pronto como pudiera, cruzó los brazos y me miró. —Perdone —dije, sin exhibir ningún indicio de arrepentimiento por haber irrumpido de aquella manera en su despacho—, pero necesito hacerle algunas preguntas. Hay algunas cosas que no comprendo. —Siéntese, por favor —ella señaló una de las butacas que estaban al otro lado de su mesa con un gesto magnánimo tras el que creí adivinar la angustia de una mujer indefensa, pero el tono de su voz, sumamente impregnado de cortesía profesional, desmintió esa impresión—. Dígame. —Verá, lo que no entiendo… Esto no funciona como una sucursal, ¿verdad? Quiero decir, esta oficina de nombre incomprensible donde usted trabaja no es un lugar al que pueda acudir un cliente para hacerse con un fondo igual que se abre una cuenta, ¿no? —En efecto. Me sonrió, mis palabras la habían tranquilizado, no sospechaba adónde la quería llevar, y su mirada incauta excitó un instinto que yo ni siquiera creía tener, y me inundó por dentro con el entusiasmo feroz del cazador que sorprende a su presa por la espalda y se relame despacio, disfrutando por anticipado del golpe que va a asestar. Eso fue lo que sentí mientras la miraba, tan guapa, tan serena, tan profesional, tan desprevenida, y ni siquiera me di cuenta de lo que me estaba pasando, no advertí la intensidad, la turbiedad del instinto que acababa de estrenar, no fui capaz de interpretarlo y se me olvidó armarme hasta las cejas. —Por lo tanto —proseguí—, mi padre no era directamente cliente suyo, ¿verdad? —No, nosotros no trabajamos así —se relajó aún más, recostándose en el sillón para recobrar el acento pedagógico en el que se había dirigido a mí antes—. Se lo voy a explicar. Ésta es la central de gestión de fondos del banco. Desde aquí gestionamos las inversiones financieras de los clientes de todas nuestras sucursales. Por supuesto, tenemos un interlocutor en cada oficina, que actúa a su vez como interlocutor del cliente. Supongo que, en este caso, su padre se pondría en contacto con el director de su sucursal para suscribir el fondo, y el director nos envió la información a nosotros. Nosotros formalizamos la operación, manejamos el dinero e informamos a cada oficina de los resultados de las operaciones de cada cliente, que a su vez recibe la información de la persona con la que trata habitualmente de sus cuentas. [111] —Así que los clientes nunca vienen por aquí —supuse yo a mi vez. —Eso depende. De la situación de los fondos, del volumen de negocio, de los intereses concretos de cada momento. Pero por lo general, es como usted dice, no solemos verle la cara a nuestros clientes. —¿Y usted se ocupa de los fondos de mi padre desde hace mucho tiempo? —sonreí y me permití el lujo de ser cortés yo también—. Es usted muy joven. —No crea… —ella acogió el cumplido con una risita azorada, tan profesional como todo lo demás—. Pero no, es cierto. A su padre lo llevaba…, bueno, aquí lo decimos así, mi actual supervisor. Cuando lo ascendieron, repartió su cartera entre unos cuantos afortunados. Yo fui uno de ellos y entonces, entre otros clientes, heredé, podríamos decir, a su padre. —Que nunca tuvo el placer de venir a verla a esta oficina. —No. Bueno… nos encontramos una vez, en el despacho de mi supervisor. En ese momento, empezó a preocuparse y dejó de sonreír. Chica lista, pensé, ya se ha dado cuenta, demasiada cortesía para un simple e inocente heredero empeñado en dar el coñazo. Ahora me miraba de otra manera, la espalda rígida contra la butaca, la cabeza recta, las manos quietas, su pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, moviéndose en cambio con tanta violencia que yo podía seguir su ritmo desde el otro lado de la mesa. Se acabó, me dije, y el cazador excitado que había en mí lo lamentó por un instante, y de eso sí que me di cuenta. —Y sin embargo, usted conocía a mi padre de algo más, porque fue a su entierro —hice una pausa, la miré, ella me devolvió una mirada inexpresiva pero no pudo desacelerar su respiración—. Yo la vi allí. No me contestó. Me sostuvo la mirada en silencio, durante un momento. Luego clavó los ojos en unos papeles que estaban sobre la mesa, a su derecha. El escorzo la favorecía. La luz del sol la iluminaba desde atrás, dibujando con precisión la línea de su mandíbula, su barbilla, la perfección vertical y tierna de su largo cuello. Yo había visto pocos perfiles semejantes, pero no iba a conformarme con eso. —Salvo que este banco tenga por costumbre enviar a alguien de incógnito a los entierros de sus clientes, claro —añadí, regodeándome en mi propia serenidad, el ritmo lento, calmoso, irritante, que imprimía a mis palabras y a mis pausas—. No es el caso, ¿verdad? —No —dijo por fin, casi en un murmullo. —Por eso, cuando me ha visto entrar, me ha dicho que esperaba a mi madre. Porque nos conoce, porque nos vio a todos en el cementerio. De otra forma, su suposición resultaría inexplicable. Yo me parezco [112] mucho a mi padre, como estoy seguro de que usted sabe muy bien, pero casi cualquiera se parece a mi madre más que yo. Usted, por ejemplo. Ella también tiene los dientes separados, no sé si se dio cuenta. —No —volvió a repetir. —¿No a qué? Levantó la cabeza para mirarme de una forma distinta, casi desafiante, y se revolvió en su sillón con un gesto furioso, como una niña que acaba de recibir un castigo que le parece injusto y se sabe incapaz de revocar. Cuando habló, su voz también había cambiado. Ahora era dura, seca, cortante, distinta de cualquier otro tono que yo hubiera escuchado antes. —No me había dado cuenta de que su madre tuviera los dientes separados —el teléfono empezó a sonar—. Y sí, fui al entierro de su padre. —¿Por qué? —Un momento, por favor —dijo, y descolgó el teléfono—. Sí, sí, tienes razón, no, no se me había olvidado, en serio, perdóname, es que se me ha hecho tarde, pero… Sí, espera sólo un segundo, un segundo, por favor, te lo prometo —tapó el auricular con la mano y volvió a mirarme—. Ahora no puedo atenderle. Tengo mucho trabajo. Mañana estaré todo el día metida en una reunión muy importante, pero el lunes, si quiere, podemos vernos. Salgo a las tres. Destapó al auricular, giró el sillón, y empezó a hablar por teléfono mientras apuntaba datos en un papel, como si yo no existiera. Ni siquiera se volvió a mirarme cuando le aseguré que volvería el lunes, a las tres, sin falta. El corazón se me estaba saliendo por la boca. Eso fue lo que sentí cuando la vi atravesar las puertas de cristal, que el corazón se me salía por la boca, que llevaba tantas horas seguidas fuera de su sitio que no lograría encontrar solo el camino de vuelta, recuperar su lugar, volver a latir despacio, siguiendo el ritmo antiguo y regular que había perdido en los tres últimos días. Estás exagerando, Álvaro. Eso es lo que me habría dicho Mai, y por eso no se lo conté, ni a ella ni a nadie. El aspecto enfermizo de mi insistencia, lejos de desvanecerse tras la identificación de la desconocida, se agudizaba cada minuto, mientras algo a lo que no sé muy bien cómo llamar pero que estaba dentro de mí, tal vez sólo un instinto, luchaba contra todo lo razonable para convencerme de que esto no era un final, sino un principio, el cabo de un hilo que se asoma a la entrada [113] de un laberinto. Ahora ya estaba seguro de que aquella mujer había tenido una relación concreta con mi padre, y sabía además que se trataba de una relación difícil, de las que no se pueden explicar en poco tiempo, con pocas palabras, una relación que debía de haber tenido en algún momento, al menos, cierto carácter sentimental, capaz de justificar la presencia de Raquel Fernández Perea en una ceremonia íntima, tan emotiva y tan poco estimulante a la vez como un entierro. La perspectiva de obtener en el plazo de tres días una respuesta para todas mis preguntas no me tranquilizaba, al contrario. El viernes por la tarde, cuando fui con Mai y con Miguelito a ver a mi madre, ya se me había disparado la cabeza, pero nadie se había dado cuenta todavía. No era un señor, ¿sabes, mamá?, dije, mientras ponía la carpeta verde en sus manos, sino una chica, muy simpática y bastante guapa, por cierto, y además me lo ha explicado todo muy bien, pero ya lo tienes aquí, resumido. Tú la debes conocer, sentí la tentación de añadir, seguro que ahora sí que te suena su nombre, pero no dije nada. Aquella noche no pude dormir. Me aburrí de dar vueltas en la cama intentando recordar, relacionar mis recuerdos, fabricar hipótesis razonables con los datos del problema, Raquel Fernández Perea, 35 años aprox., guapa, lista, con los dientes separados, empleada de Caja Madrid, Julio Carrión González, q.e.p.d., 83 años, hombre de negocios de éxito y fama irreprochable, propietario de un grupo inmobiliario, cliente de Caja Madrid entre otros bancos, intenté recordar, añadir más datos, combinar los que tenía de todas las maneras posibles, y fui audaz, y luego conservador, de nuevo audaz, y me dormí a las seis de la mañana. Mai me despertó cuatro horas más tarde, ¿te encuentras bien, Álvaro?, tienes muy mala cara. Es que he dormido fatal, contesté, pero estoy bien, no te preocupes. Ella siguió mi consejo pero, aquella noche, Fernando Cisneros me cogió del brazo, me sacó del salón de mi casa, donde su mujer, la mía y algunos amigos más tomaban copas mientras veían un partido de fútbol por la tele, y en medio del pasillo me preguntó qué me pasaba. —Nada —le contesté—, no te preocupes porque está todo arreglado. José Ignacio va a firmar, y María… —No, no es eso, Álvaro, es que estás muy raro… —me dedicó una mirada risueña y cautelosa a la vez, y volví a pensar que me conocía mejor que nadie, mejor que Mai. En la facultad nos llamaban «la extraña pareja», porque no nos parecíamos en nada pero siempre estábamos juntos en todo, y por eso me estaba dedicando a hacer campaña para la candidatura en la que [114] iba de número dos. Fernando ya había sido jefe de departamento, vicedecano, decano, estaba a punto de ser vicerrector y, con un poco de suerte, acabaría siendo rector en menos de diez años. La política le interesaba muchísimo más que la física, para eso ya estás tú, solía decirme, pero ni siquiera la tensión de unas elecciones inminentes había logrado despistarle. —A ti te pasa algo —insistió—. ¿Qué es, una tía? Estuve a punto de contarle la verdad. Lo habría hecho si no fuera porque la historia era demasiado larga para la excusa que él había fabricado, así que le contesté que no lo sabía. —¿No lo sabes? —se burló, y se echó a reír. —Otro día —le prometí—. Hay una tía por medio pero no es lo que tú te crees, es una historia muy larga y muy rara, de verdad, y tiene que ver con mi padre, porque… Bueno, mejor te lo cuento otro día. —Vale, como quieras —se resignó. Fuimos a la cocina a por hielo y volvimos al salón. Javier estaba empezando a liar un canuto. Le dije que llevaba una temporada durmiendo fatal, me lió otro para mí solo, me lo fumé cuando se marcharon y el domingo amanecí a la una y media. Tú debes de estar incubando algo, dijo Mai, es posible, contesté antes de mentir, no me encuentro nada bien, te lo dije, replicó ella, ayer te lo dije, y se fue sola con el niño a comer a casa de sus padres mientras yo me quedaba en la cama, perfeccionando las que ya eran mis dos hipótesis principales, una económica y desagradable en sí misma, otra genética y desoladora por muchas razones, incluida alguna que ni siquiera me consentí a mí mismo considerar. A partir de ahí, no había avanzado nada. El lunes por la mañana simulé una recuperación tan falsa y espectacular como mi enfermedad, y le dije a Mai que tenía que ir a una comida que daba el decano y luego pasarme por el museo, que no me esperara. Eran las ocho de la mañana y ya tenía el corazón en la boca. —Hola —ella me había visto cuando estaba todavía en la mitad del vestíbulo, yo me di cuenta, pero no aceleró el paso aunque eran ya las tres y diez—. Siento llegar tarde. —No pasa nada. Pero sí pasaba. Se había pintado los labios antes de salir en un tono casi invisible, muy parecido al de la piel que recubría, y había buscado el mismo efecto al pintarse los ojos. El rubor de sus mejillas podría parecer natural y contribuía con una calculada falta de estridencia al resplandor de un rostro que brillaba sin motivos aparentes. En el entierro de mi padre no había estado demasiado cerca de ella, pero el día de nuestra entrevista había ido a trabajar con la cara lavada. Se lo podía [115] permitir, podía permitirse cualquier cosa, y sin embargo, hoy se había pintado los labios antes de salir. Era una chica lista, recordé, y su maquillaje, además de una confirmación de su inteligencia, un dato grave, inquietante. —He reservado mesa en un restaurante que a todos los del banco nos gusta mucho —echó a andar en dirección a Arenal, señalándome el camino con el brazo—, muy pequeño, muy tranquilo, muy clásico, aquí al lado, en la calle Escalinata. La verdad es que me apetecía más un japonés, pero no sabía si tú eres partidario o no del pescado crudo… No dije nada, no acerté a encontrar nada que decir, y me quedé parado en medio de la acera. Ella se volvió a mirarme, e interpretó mi desconcierto a su manera. —No habrás comido ya, ¿verdad? Su acento, su mirada, su expresión, eran tan inocentes como los que animaban el rostro de mi hijo cuando me descubría al otro lado de la puerta del colegio a media tarde, pero me había quedado tan estupefacto que tampoco fui capaz de contestar a una pregunta tan simple como ésa. Sentía que todo, y ni siquiera sabía qué significaba esa palabra exactamente, se había desbordado ya antes de empezar, y ni siquiera sabía qué era lo que iba a empezar. —Tendría que habértelo consultado antes —dijo entonces—, pero no tengo tu teléfono. —No, no es eso… —logré articular por fin—. No he comido. Es que no sabía que hubiéramos quedado para comer. —Claro —ella reemprendió la marcha y yo la seguí como un perro amaestrado, sin ser muy consciente de mi docilidad—, por eso digo que tendría que haberte avisado. Aunque no es tan raro —sonrió—. En España, la gente come a estas horas. Yo, por lo menos, salgo del banco muerta de hambre. Pero si no has comido todavía, estupendo, ¿no? —Bueno… —dije, por decir algo. —No te preocupes —ella se echó a reír—, no estoy esperando que me invites, ¿eh? Pagamos a medias y andando. Al fin y al cabo, esto es una especie de comida de negocios. —De todas formas, sí que me gusta la comida japonesa —añadí, después de un rato. —Es bueno saberlo. Para la próxima vez —y me miró como si ya supiera que aquélla iba a ser sólo la primera—. ¿No te habrá molestado que te tutee, verdad? —Molestarme no. No me ha molestado. Pero sí me ha parecido raro. De hecho, no me he recuperado todavía. —Sí, me lo puedo imaginar. [116] Estábamos casi en Ópera, esperando a que se pusiera verde el semáforo para cruzar Arenal. Ella me dedicó una sonrisa enigmática, y no volvimos a hablar hasta que llegamos al restaurante. No fue un trayecto largo, apenas tres o cuatro minutos, pero bastó para hacerme comprender algunas cosas. La primera fue que la mujer con la que estaba andando por la calle no era la misma con la que me había entrevistado en su despacho el jueves anterior. Tenía la misma cara, el mismo pelo, el mismo cuerpo, cubierto esta vez por un vestido de algodón estampado que le sentaba mejor que los vaqueros, aunque no ocultaba que la anchura de sus caderas excedía ligeramente la proporción que parecía exigir la estrechez de su cintura, pero era distinta. Había tan poco en ella de la profesional bien adiestrada a la que yo había creído conocer en su despacho, como de la niña rabiosa que era incapaz de sostener la mirada del adulto que la estaba presionando. No conservaba el menor titubeo ni los gestos plastificados de entonces, pero tampoco estaba muy seguro de la condición de su repentina naturalidad, esa franqueza instantánea, teñida de ironía, que pretendía ser seductora y lo era, y era también demasiado redonda, demasiado elocuente, demasiado parecida a la actitud de quien está representando un papel bien ensayado y suelta sus frases de un tirón, sin el alivio de las pausas, de las frases hechas, de los puntos suspensivos. El segundo descubrimiento tenía que ver conmigo mismo, con el cazador excitado por el descuido de su presa que ella había despertado en mí, que nunca antes había sido yo, y que por eso también había desaparecido pero no por completo, porque aún podía recordarlo, aún podía sentir el hormigueo de las yemas de sus dedos en los míos, su saliva en mi boca, su ferocidad en el cuidado que estaba poniendo en ocultarla. Nadie que nos viera en aquel momento, mientras bajábamos por la escalinata que daba nombre a la calle que la contenía, habría podido creer que yo, el hombre de aspecto manso y desconfiado que caminaba vigilando sus pasos, hubiera tenido acorralada cuatro días antes, detrás de una mesa, a la mujer tanque que apisonaba el terreno por delante con una infinita seguridad en la potencia de sus orugas. Y sin embargo, la excitación de aquel hombre estaba en mí, y era sólo ella quien la despertaba. El tercero y más importante de los conocimientos que adquirí en aquel paseo era consecuencia de los dos anteriores, pero no se trataba de un hecho, sino de una intuición que nos afectaba a ambos por igual. Porque ninguno de los dos éramos en realidad lo que pretendíamos que el otro creyera de nosotros. —Ya hemos llegado. [117] Empujó una puerta de madera acristalada y me miró. Yo moví la mano en el aire para indicarle que pasara primero, ella inclinó la cabeza con un gesto gracioso y sonriente antes de entrar. El restaurante no estaba lleno, pero todas las mesas libres estaban reservadas. A Raquel no le gustó la que habían guardado para nosotros y le pidió al maitre que nos sentara en una esquina, al lado de la ventana. —Antes de nada, vamos a pedir, ¿te importa? —y siguió hablando mientras estudiaba la carta, sin esperar a saber si me importaba o no—. Esto ahora está medio vacío, pero a las tres y media, cuando les da tiempo a llegar a los de Alcalá, se pone de bote en bote, no te lo puedes figurar, y entonces, pues claro, tardan mucho más en servir —levantó la vista de la carta y me miró—. ¿Quieres que compartamos algo, para empezar? Era todo tan absurdo, aquellas palabras, aquel escenario, aquella comida, los dos sentados a la misma mesa, mirándonos el uno al otro como si nos conociéramos, como si hubiéramos comido juntos y solos muchas veces, como si nos uniera algo más que una sola pregunta y una sola respuesta, que su última frase, una oferta habitual, tan inocente pero tan vinculada al mismo tiempo a las prácticas de la intimidad, adquirió una relevancia grotesca, y me eché a reír. Estaba muy nervioso. Ella no. —De comer —me sonrió—, digo. —Ya, ya… Te había entendido —abrí la carta y miré por encima la lista de las entradas—. Bueno, sí, podemos compartir algo. —¿Qué te apetece? —me preguntó, en el mismo tono que antes había empleado para indagar si me importaba que pidiéramos antes de nada. —¿Qué te apetece a ti? —le pregunté a mi vez, más realista. —Las anchoas son estupendas, pero buenísimas, en serio… Y las flores de calabacín… ¿Las has comido alguna vez? —negué con la cabeza—. Ah, pues tienes que probarlas. Al final, ella misma pidió lo que le dio la gana, eligió el vino, lo probó y me ofreció su copa. —Para mí está bien —dijo—, pero a ti a lo mejor te parece demasiado frío. —No, está muy bueno —admití, porque era cierto, sin dejar de acusar esa nueva agresión, otra prueba de la eficacia bélica de una intimidad ficticia—. Pero, de momento, preferiría beber en mi copa, si no te importa. —Claro, claro —ella sonrió, recuperó su copa, llenó la mía, clavó los codos en la mesa y se me quedó mirando—. ¿Quieres que te diga por qué he decidido tutearte? [118] —Por favor. —Bueno, primero por tu padre —hizo una pausa para estudiar el efecto que producían sus palabras, pero yo ni siquiera pestañeé—. Yo tuteaba a tu padre, y tú eres su hijo, mucho más joven, así que no tiene mucho sentido que siga tratándote de usted. Pero, además… Cuando me di cuenta de que no me quedaba más remedio que comer contigo, porque yo no puedo hacer absolutamente nada al salir del trabajo, ni siquiera hablar, sin comer primero, me pareció… No sé. Siempre he pensado que comer es algo que sería más lógico hacer en privado, porque al comer con alguien, por muy discreto que seas, por muy bien educado que estés, le enseñas a la fuerza el interior de tu cuerpo, órganos viscosos, cavidades, mucosas, es decir, la lengua, los dientes, el paladar… —en ese momento, ya estuve seguro de que estábamos representando una escena que no había escrito yo, y me sentí más halagado por la pasión que ella ponía en su papel que inquieto por la naturaleza del mío—. ¿No lo has pensado nunca? En realidad es algo terrible. Quien come contigo te ve masticar, tragar, deglutir la comida, atragantarte quizás, con mala suerte, limpiarte la boca, en fin… Siempre me ha parecido muy raro comer con alguien a quien no puedo tutear, permitirme la intimidad de comer delante de él, o de ella, cuando ni siquiera puedo tratarle de tú. Lo tengo que hacer muchas veces, claro, por compromisos laborales, pero no me gusta —hizo otra pausa, más breve, me miró, joder, qué peligro tienes, guapa, estaba pensando yo, y ella sonrió como si pudiera leerlo en alguna parte—. La verdad es que yo no como con cualquiera. —Yo tampoco. Por eso no me acostumbro a estar aquí, comiendo contigo. Después de esta mutua declaración, nos instalamos en un silencio incómodo para mí pero confortable para ella, que encontró un montón de maneras de llenarlo. Cogió su bolso, lo abrió, estudió su contenido, sacó un paquete de tabaco, un mechero, un teléfono, una agenda electrónica, perdona un momento, dijo, estuvo jugueteando durante un buen rato en la pantalla con el lápiz de plástico, miró el móvil, pulsó un par de teclas, lo volvió a dejar encima de la mesa. —¿Qué? Parezco Barbie mujer de negocios con todos sus accesorios, ¿a que sí? —me preguntó, y se echó a reír pero yo no la seguí, ya está bien, pensé, ya estaba bien—. Lo sé, tengo una sobrina que me lo dice siempre, pero no me queda más remedio… —¿Por qué fuiste al entierro de mi padre, Raquel? —¡Oh, por Dios, Álvaro, qué ímpetu! —y me miró como si hubiera hecho algo raro, inesperado, más sorprendente que aquella pregunta [119] que ya había formulado otra vez—. No seas impaciente. Seguro que estás esperando alguna revelación truculenta, pero no, ya te advierto que en ese sentido te voy a decepcionar. Es una historia vulgar. Los seres humanos somos vulgares, muy sencillos, al fin y al cabo. Hay media docena de cosas que todos tenemos en común. —¿Como cuáles? —No te precipites, en serio… —chasqueó los labios, improvisó una expresión de cansancio y se inclinó hacia delante para hablarme en el tono de una madre que se ve obligada a repetir las recomendaciones más obvias ante su hijo pequeño una y otra vez—. Ya hemos pedido la comida, así que nos la van a traer y tendremos que comérnosla, ¿no? Este restaurante es bueno, pero no es barato, y sería una pena tirar el dinero. Tenemos una hora, tal vez una hora y media por delante, y lo que tengo que decirte no me llevará más de dos minutos. No quiero que te enfades conmigo antes de tiempo. Nos acabamos de conocer y me caes bien. Háblame de ti, mejor. Tú sabes muchas cosas de mí, pero yo no sé nada de ti. No me parece justo. En ese momento, dejé de estar nervioso, dejé de estar inquieto, dejé de vigilarla, de temerla, de estudiarla, porque empecé a sentirme como un imbécil, pero no como un imbécil cualquiera, sino como el más ingenuo, presuntuoso, incapaz, desvalido y soberbio de los imbéciles que hayan existido jamás. La conciencia de mi imbecilidad me paralizó, me dejó vacío, cansado, furioso conmigo mismo. Márchate, Álvaro, logré decirme al fin, con la última fibra de compasión que me quedaba, que la entretenga su puta madre, y sin embargo no me moví, sostuve su mirada y no me moví. Me había estafado, me había atraído a su lado con engaños, me había hecho una promesa que tal vez no cumpliera jamás, y todo para jugar conmigo, para tomarme el pelo, para sentirse poderosa, para dirigirme con la misma despótica naturalidad con la que había decidido dónde iba a comer yo aquel día, qué iba a comer, y con quién. Márchate, Álvaro, pensé, que pague ella sola todo lo que ha pedido, y sin embargo me quedé, porque se había pintado los labios antes de salir de trabajar, porque tenía la respuesta a todas mis preguntas, y porque no me cansaba de mirarla. —¿Qué quieres saber? Antes de contestarme con palabras, me respondió con una sonrisa radiante, como si estuviera al cabo de mi negociación interior y quisiera celebrar su triunfo. —Pues, no sé… —se paró a pensarlo, y estaba fingiendo, y yo me di cuenta—. Cuéntame cosas de la empresa de tu familia. ¿Qué cargo ocupas tú, exactamente? [120] —Ninguno —contesté, y me sentí mucho mejor. —¿Ninguno? —y sólo entonces debutó en las pausas, en las frases hechas, en los puntos suspensivos—. Pero tú… —Yo nada —y por primera vez, fui yo quien sonrió—. Soy el único de mis hermanos, de los varones, quiero decir, que no trabaja en las empresas de mi padre. Mis hermanas tampoco lo hacen. La mayor es médico intensivista. La pequeña, nada, o sea, supongo que ella dirá que ama de casa. —¡Ah! —procuró disimular deprisa su decepción—. Y… ¿a qué te dedicas? —Soy profesor —a pesar de todo, y de sus esfuerzos por esconderla, la expresión de su rostro me hizo reír—. No es tan malo, ¿sabes?, ni tan raro. Somos un montón de millones, en el mundo. —Ya, ya, lo que pasa es que, no sé… Bueno, claro, por eso llevas siempre esa cartera, que es como…, sí, pues de profesor. ¿Y dónde das clase, en un colegio? —No, en la universidad —eso ya le pareció mejor—. En la Autónoma. En la Facultad de Físicas. —De Físicas… De Física de la de las palancas, quieres decir, ¿no? —De Física. De la única que hay —ahora era yo quien se estaba divirtiendo, y me permití ser condescendiente—. De la de las palancas, sí. De la de las potencias, y las velocidades, y las densidades, y los pesos, y las inmutables leyes del universo. —¿Y eso te gusta? —Lo que más. —Yo la suspendía casi siempre, en el colegio… Y eso que solía sacar sobresaliente en matemáticas, no creas. —Tendrías malos profesores. En ese momento trajeron las entradas y ella se aplicó a servirlas con una extraordinaria diligencia. Está intentando reprogramarse, adiviné, encontrar otro camino, otro sistema, otro itinerario que la conduzca a la meta que le interesa, pero no lo tiene fácil. Y sin embargo, cuando estaba a punto de apiadarme de ella, su siguiente pregunta me reveló que no estaba dispuesta a dar nada por perdido. —¿Y qué enseñas exactamente? —cualquiera que la oyera habría pensado que le interesaba saberlo de verdad. —Pues, este año, una asignatura troncal de primero que se llama Principios de Física, dos cuatrimestrales de segundo ciclo y un curso de doctorado. —¿Hoy has dado clase? —afirmé con la cabeza—. ¿Y de qué has hablado? [121] —Del todo. Y de su compleja relación con las partes —cogí una de las tostadas que ella me había puesto en el plato y la mordí—. Pues sí que son buenas las anchoas… —No te entiendo —me dijo—. ¿Cómo va a ser compleja la relación entre el todo y las partes? Sólo hay una, y es evidente. El todo es la suma de las partes, eso lo sabe hasta un niño de primaria. Y no tiene nada que ver con la Física. —¡Ah! ¿No? —sonreí desde muy arriba y me gustó, porque aún no podía calcular el quebranto de mi futura caída—. ¿Estás segura? A aquellas alturas, estaba muy claro que a ella sólo le interesaba ganar tiempo, porque sus planes, cualesquiera que fueran, habían fracasado. Hasta hacía sólo un momento, su dominio de la situación era tal que no se había tomado la molestia de esconder sus cartas. Todas estaban ahora delante de mí, como si las hubiera desplegado encima de la mesa. Pretendía sacarme una información que yo no le podía dar, pero la maquinaria estaba en marcha, ella misma la había diseñado, le había dado cuerda, y apenas había dispuesto de tiempo para asimilar su traición, para tragarse el discurso que se había vuelto en su contra. Porque todo lo que había dicho era verdad. Ya habíamos pedido la comida, nos la iban a traer y tendríamos que comérnosla, nos quedaba una hora por delante, había que llenarla de palabras, de gestos, de acciones, y sólo yo podía hacerlo. Así que me propuse disfrutar de la situación, calculé que ella no podía sentirse ahora menos imbécil de lo que yo me había sentido sólo unos minutos antes, y decidí lucirme. —Por lo que se puede deducir de tus palabras, supongo que tú estudiarías esa especie de pseudociencia, rastrera en sentido literal y limitadísima en el plano teórico, que se llama Economía, ¿no? —ella se echó a reír y me dio la razón con la cabeza—. Claro. El problema de los economistas es que sois extraordinariamente arrogantes. Carecéis por completo de la humildad intelectual que se adquiere al trabajar con horizontes amplios. No te voy a discutir la brillantez de Marx, eso de que la economía mueve al mundo, pero deberías tener en cuenta que el mundo es una cosa, muy pequeña, por cierto, y el universo otra, muchísimo más grande, hasta el punto de que no sólo contiene al mundo, sino que éste representa apenas una insignificante brizna, y aún no sabemos cuánto, de su totalidad. Y fuera del reducidísimo ámbito de la economía, que se circunscribe al insignificante ámbito del mundo, el todo no tiene por qué equivaler a la suma de las partes. De hecho, podríamos decir que el todo sólo es el resultado de la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí. —¿Y sánscrito, no hablas? —sonreía, se estaba divirtiendo, yo también. [122] —No es tan difícil, te lo voy a explicar, verás… Te voy a poner un ejemplo clásico, facilito, relacionado con la vida cotidiana, que les he puesto a mis alumnos en clase, esta mañana. Eran de primero, así que, aunque seas economista, procura quedar bien. —Lo intentaré. —Supongamos que tenemos dos habitaciones comunicadas por una puerta. En la primera, hay un niño llorando. Lo llamaremos A. En la segunda, hay otro niño y también está llorando. Lo llamaremos B. Mientras la puerta está cerrada, la suma de A más B, a la que llamaremos X, equivale efectivamente al total del llanto que podemos escuchar —hice una pausa mientras el camarero servía los segundos platos, dorada a la espalda para ella, solomillo de ternera a la plancha para mí—. Veamos ahora qué ocurre si abrimos la puerta, es decir, si permitimos que las partes se interrelacionen entre sí. Aquí la situación se complica, se hace mucho más compleja de lo que parece, porque puede ser que A y B decidan seguir ignorándose, que se den la espalda y sigan llorando igual que antes. Pero también puede ser que A sienta una curiosidad repentina por el llanto de B, y deje de llorar para quedarse mirándole. Y puede ser que ocurra lo contrario, que sea B quien dejé de llorar al percibir el llanto de A. Con suerte, A, o B, cruzará la puerta para jugar con su compañero, y si logra convencerlo, entonces el llanto cesará por completo. Con mala suerte, A, o B, furioso como consecuencia del berrinche, atacará al contrario, los dos se enzarzarán en una pelea, se pegarán, se harán daño, y su llanto crecerá, se hará más violento, más desesperado y, en consecuencia, más sonoro. ¿Lo entiendes? —Sí. Eres un buen profesor. —Desde luego que lo soy —sonreí—. Y, por tanto, espero que ya hayas comprendido que X puede resultar igual, mayor o menor que la suma de A más B. Eso depende de la interrelación de las partes. Por eso, sólo podemos afirmar con certeza que el todo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí. —Vale. ¿Y eso para qué sirve? —Desde luego, no hay quien os aguante… —se echó a reír, estaba mucho más guapa cuando se reía—. ¿Que para qué sirve? Pues para comprender cómo suceden las cosas. ¿Te parece poco? Para intentar formular reglas que alivien la insoportable angustia de nuestra existencia en esta miserable brizna de la inabarcable inmensidad del universo que es el mundo. Y, descendiendo al plano primario, elemental y rastrero al que se limitan los intereses de los economistas, para definir las catástrofes naturales, por ejemplo. Una emergencia, sin ir más lejos, es lo que ocurre cuando el todo es mayor que la suma de las partes. [123] —Muy bonito —y me aplaudió juntando las manos con cuidado, para no hacer mucho ruido. —Sí que lo es. Mucho más bonito que el trabajo de cualquiera de mis hermanos. Pero muchísimo menos útil para ti, me temo. En ese momento, una campana simbólica anunció el principio del tercer y definitivo asalto. El primero lo había ganado ella. El segundo lo había ganado yo. El tercero sería mucho más largo de lo que cualquiera de los dos podíamos calcular en aquel momento, no tendría ningún ganador y cambiaría nuestras vidas para siempre. —Porque tú piensas que te he traído hasta aquí para averiguar cosas sobre la empresa de tu padre —avanzó por fin, con cautela—, cosas que tú no sabes y tus hermanos podrían haberme contado. —No lo pienso —contesté, celebrando que hubiera decidido afrontar mi curiosidad de una vez—. Lo sé. Tú me lo has dicho antes. —No exactamente —parecía tranquila. —Pero tu relación con mi padre tiene que ver con sus negocios. —¿Eso es lo que crees? —sonreía. —Es una de las dos posibilidades que barajo —su sonrisa me había desconcertado, pero ya no podía volverme atrás—. Que mi padre tuviera negocios sucios y tú hubieras intervenido de alguna manera en ellos. Como agente, como cómplice, o quizás, simplemente, como testigo. Valoró mis palabras durante unos segundos, sin dejar de mirarme, sin dejar tampoco de sonreír. —¿Quieres un postre? —negué con la cabeza—. ¿Un café? Espero que no te lo dejes entero, como el último al que te invité… —llamó a un camarero, le pidió dos cafés y me miró—. Tu padre tenía negocios sucios, Álvaro, todos los empresarios de su nivel los tienen. Yo conozco un par de ellos, y son sucísimos, te lo aseguro. Ni te imaginas cuánto. Pero mi relación con él no tiene que ver con sus negocios, ni con los sucios ni con los limpios. —Entonces… —pero no fui capaz de acabar la frase. —¿Entonces? —preguntó ella. —Entonces… Lo intenté por segunda vez, y por segunda vez renuncié antes de tiempo. Era verdad que manejaba otra hipótesis, pero estaba tan convencido de que la primera era la buena, que la segunda no había sido más que una especie de ejercicio de masoquismo intelectual, una pura especulación sin más fundamento que su compatibilidad con los datos del problema, y cuyas consecuencias, sin ser exactamente terribles ni escapar de los límites de lo posible, incluso de lo frecuente, sobre todo en este país, en aquella época, resultarían como mínimo amargas, y muy [124] difíciles de procesar para todos los miembros de mi familia. Y sin embargo, era verdad que manejaba otra hipótesis, la elaboración de una sospecha que había brotado por sí sola el día que la descubrí en el cementerio de Torrelodones, cuando todavía no la había visto de cerca, cuando aún no era capaz de memorizar su rostro y me pareció atrapar un rasgo familiar en su perfil, un destello borroso, huidizo, que se perdía al mirarla de frente. Ahora, mientras la tenía delante, al otro lado de la mesa, esa impresión se desvaneció en un momento, como una pompa de jabón, pero entonces me había impulsado a preguntarle a mi madre si aquella desconocida no podría ser una pariente lejana, y esa pregunta no le había gustado, y yo me había dado cuenta. Después me había fijado en que tenía los dientes separados, pero ese rasgo no la vinculaba con mi padre, sino con su viuda, y sin embargo aquella idea ya estaba instalada dentro de mí y no pude dejar de contar con ella. Es absurdo, imposible, me dije. No puede ser. Y sin embargo, seguía encajando con los datos del problema. —Entonces —dije por fin—, puede que seamos parientes. —¿Sí? —y sonrió de entrada, pero luego se puso seria—. ¿En qué grado? —No te ofendas, pero… Se me ha ocurrido… Sin ninguna razón, que conste —maticé—, sólo por especular, pero… —tomé aire y lo solté de un tirón—. ¿Puede ser que tú seas hija de mi padre? Estaba bebiendo agua, y su primera reacción, a medio camino entre la sorpresa y la carcajada, fue dejarla escapar en una especie de cascada frenética que lo puso todo perdido, los platos, las copas, el mantel, y a mí mismo. —Lo siento —se reía mientras se limpiaba la cara con la servilleta, y se me quedó mirando y volvió a reír, hasta que se le saltaron las lágrimas de la risa—. ¿Ves? Éstos son los riesgos que se corren al comer con alguien con quien no se tiene demasiada confianza, perdóname, lo siento mucho… —No eres hermana mía —concluí con alivio, mientras ella alargaba la mano para limpiarme la barbilla con una esquina seca de su servilleta, y en ese momento, y a pesar de la tensión que flotaba sobre el aparente buen humor de aquella escena, fui perfectamente consciente de que, dejando al margen los protocolarios apretones de manos del jueves anterior, aquélla era la primera vez que Raquel Fernández Perea me tocaba, aunque fuera a través de una tela. —No, desde luego que no. Y además, soy una chica bien educada. Lo siento mucho, en serio, lo que pasa… —volvió a reírse—. Es que me he acordado de mi padre, el pobre, y… Mi padre se llama Ignacio, es [125] ingeniero de telecomunicaciones y veinte años más joven que el tuyo. No se parecen en nada, de verdad, pero en nada de nada, son los dos hombres más diferentes que puedas imaginarte. Mi madre se llama Raquel, estudió Historia del Arte, tiene una tienda de marcos y, hasta donde yo sé, siempre ha sido una esposa ejemplar, pobrecita. No sé cómo se te ha podido ocurrir una cosa así… Yo no despegué los labios. Ella todavía se rió un rato, meneando la cabeza en un gesto que revelaba un asombro limítrofe con el escándalo, y su reacción me pareció excesiva, pero no me preparó para lo que se me venía encima. —La verdad es que, para trabajar con un horizonte científico tan amplio, eres muy novelero, Álvaro. Tienes mucha imaginación, para ser físico. —Los físicos tenemos mucha imaginación —protesté, a pesar de que era consciente de que había perdido hasta el último ápice de mi autoridad—. Sin ella, no habríamos podido avanzar. —De todas formas… En fin, no debería extrañarme, porque me estaba temiendo algo así desde el principio —levantó la mano y escribió en el aire para pedirle la cuenta al camarero—. Ya te he advertido que era una historia vulgar, que te iba a decepcionar. Los seres humanos somos sencillos, vulgares, hasta monótonos, ¿no? Todos tenemos los mismos intereses, que se repiten una y otra vez, siempre los mismos capítulos de las mismas historias, nuestras vidas son muy parecidas… Además, tú mismo lo has explicado y lo has hecho muy bien, yo no habría podido hacerlo mejor. El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí, eres muy buen profesor, ya te lo he dicho —hizo una pausa para mirarme—. Tú y yo, hasta este momento, hemos sido dos partes de un todo que se han ignorado mutuamente, nada más. El camarero trajo la cuenta, ella la miró, dejó dos billetes encima de la bandeja, devolvió a su bolso la agenda, el teléfono, el tabaco, el mechero, y sacó una llave grande, moderna, aparatosa, de esas que abren las puertas blindadas, enganchada en un llavero corriente, un aro de metal con una chapa de plástico azul que contenía una etiqueta pequeña, escrita a mano. —Tu padre y yo éramos amantes, Álvaro. Y por cierto —arrojó la llave sobre la mesa—, esto es vuestro. La dirección está escrita en el llavero. Luego me miró por última vez, se dio la vuelta y se marchó. [126] II |
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