"Aquamarine" - читать интересную книгу автора (Parkhutik Vera)

CAPÍTULO V

Los primeros rayos del amanecer eran grises, casi paralelos al suelo, y teñían cada pliegue de las sábanas y cada mota de polvo de la habitación de ese mismo color. Era muy temprano; Codi lo sabía por el color del aire, por la pesadez de sus párpados, por lo audible que resultaba el susurro de las cortinas al rozar el suelo. El periodista se sentó en la cama y miró alrededor, intentando comprender qué le había despertado. Una cadencia apenas audible se repetía en la lejanía, fina y rápida como los granos de arena escurriéndose de un puño o el eterno murmullo del riachuelo de un bosque. Brillante en la técnica de ejecución, pero carente de sentimientos. ¿Ejercicios de velocidad?

Cherny aún estaba tocando cuando Codi se durmió — había encontrado las habitaciones de invitados detrás de las puertas cerradas del rellano superior, y se había quedado dormido en cuanto su cabeza tocó la almohada—. Ahora, el orchestrista ya estaba ensayando otra vez.

Codi se levantó y descorrió las cortinas. El cielo estaba despejado de nuevo, el mar casi en calma. Por alguna razón, la música se oyó mejor cuando abrió la ventana. La melodía trepó hasta lo más alto y se quedó suspendida un instante antes de invertir la cadencia. Era interrumpida periódicamente por un clic-clac metálico. Codi se asomó hacia la sombría cuenca por donde descendían los pilares del edificio y vio a un jardinero mecánico recortando vegetación a lo largo de un camino.

Tardó un cuarto de hora en arreglarse, y para entonces la música había cesado. Bajando por las escaleras y asomándose con cuidado por cada puerta abierta que veía no tardó en encontrar a Cherny.

El orchestrista se encontraba en la biblioteca, sentado en el rincón más alejado de la entrada. Codi estaba seguro de no haber hecho ningún ruido, pero Cherny levantó la cabeza.

—¿Le he despertado? — preguntó plácidamente.

— Lo siento — dijo Codi—. No quería molestarle.

— Siento cuando alguien me está mirando. Pase.

Codi entró en la habitación. Vio más expositores parecidos al que había visto el día anterior, albergando objetos de formas tan rebuscadas que no pudo decidir si eran obras de arte abstracto o herramientas alguna vez usadas por la mano del hombre. Observó los objetos, sabiéndose a su vez observado por Cherny.

—¿Le he despertado? — volvió a preguntar el orchestrista.

— Sí… es decir, no. Cuando desperté, oí que estaba tocando.

— Abandonarle ayer no fue muy considerado por mi parte.

— Al contrario: me sentí honrado de oírle tocar.

La tarde anterior habían alcanzado cierto grado de consistencia en su trato. Codi había aprendido a evitar las preguntas personales y Cherny había dejado atrás su inicial desconfianza hacia él. Con la llegada de un nuevo día los logros del anterior parecían haberse borrado. Ambos cuidaban demasiado las palabras, y Codi se sentía de nuevo vagamente incómodo en compañía del orchestrista.

—¿Ha terminado ya de tocar? Quiero decir, ¿qué es lo que está haciendo ahora?

— Leyendo.

En la mesa se proyectaba algo que a Codi — dentro de los escasos conocimientos musicales que poseía— le parecieron partituras.

—¿Sabe cómo suenan con sólo mirarlas?

— Claro.

—¿Todos los orchestristas pueden hacer eso?

— No tengo ni idea. El tiempo ha mejorado — dijo Cherny vagamente. Miró hacia el exterior brevemente, frunciendo el ceño, como tratando de tomar una decisión importante a toda prisa. Luego apartó el sillón y se levantó—. Le llevaré a la costa, señor Weil.

Codi asintió. Era lo más adecuado: despedirse en términos amigables. Sabía que debía estar contento con los acontecimientos. A pesar de la reticencia inicial del orchestrista, habían hablado sobre temas que interesaban a Codi para el reportaje. Había adquirido ciertos conocimientos musicales y había escuchado al que quizá era el orchestrista más famoso del mundo tocar sólo para él. Y todavía podía pasar lo que quedaba del día dando un largo paseo por los alrededores de Montestelio.

No había llevado equipaje; nada que necesitara recoger. En cuanto hubo mostrado su acuerdo, Cherny le guió hacia la azotea y después hacia arriba, a la plataforma de aterrizaje. Codi observó la hélide con menos recelo que el día anterior, quizá porque tenía más confianza en Cherny que en el niño que lo había llevado hasta la isla.

Pensando en Rico, rodeó el aparato y se instaló en el asiento del copiloto.

—¿Nunca ha tenido problemas con los chicos? — preguntó. No recibió respuesta. Cherny también estaba rodeando al aparato—. ¿Nunca ha tenido problemas? — volvió a preguntar cuando se hubo sentado a su lado.

—¿Problemas?

— Supongo que a sus tutores no les hará mucha gracia que vuelen en esto.

— Ellos están en Montestelio, y yo estoy aquí. Aunque les moleste, no van a venir a contármelo.

Maniobró con los mandos sin que Codi prestara mucha atención. La hélide giró sobre sí misma. Hubo un susurro instantáneo y las estrechas alas del aparato se desplegaron. El aparato avanzó a velocidad creciente por la pequeña plataforma. El reportero miró por la ventanilla, firmemente decidido a no perderse el despegue en esta ocasión, pero para su horror, cuando la plataforma terminó, la hélide se precipitó bruscamente hacia abajo. La sensación de que sus entrañas estaban siendo aspiradas fue tan violenta como angustiante. Durante un instante, Codi sólo fue consciente del vacío que revolvía sus tripas y del horizonte elevándose en un ángulo extraño. Sus dedos se clavaron en el asiento y las piernas se tensaron automáticamente en anticipación de la caída. Por un instante, su cuerpo le pareció mucho más ligero de lo habitual, pero entonces la superficie del mar giró lentamente hasta colocarse en horizontal.

Codi esperó un largo segundo antes de relajar las manos. Oyó una exhalación a su izquierda y se giró hacia su anfitrión. El rostro de Cherny no revelaba mucho, pero sus labios estaban plegados en una minúscula pero inconfundible sonrisa de diversión. La maniobra había sido completamente voluntaria.

Lo siento — dijo, sin rastro de arrepentimiento en su voz—. Hay poco espacio para maniobrar.

El periodista eligió ignorar el comentario y se asomó por la ventanilla. Volaban a ras del agua. El sol se encontraba detrás, y la sombra del ala les precedía. Vista tan de cerca el agua era muy oscura, casi negra, hipnotizadora en su rápida sucesión de valles y crestas similares pero siempre distintos. Cherny tampoco siguió hablando, se limitaba a guiar la hélide con gestos suaves y precisos. Sus facciones, normalmente finas y duras, se habían suavizado hasta adquirir una expresión casi relajada. El parecido con Fally Ramis se hacía más evidente de esa manera.

No pasó mucho tiempo antes de que Cherny sacara la hélide del vuelo rasante y la elevara a una altura más segura. Cientos de islas diminutas salpicaban la planicie acuática como gotas solidificadas, escasas en la periferia donde se encontraban e innumerables en el corazón del archipiélago, que se perdía en la bruma matutina.

—¿No le resulta difícil encontrar la suya? — preguntó el periodista.

— La hélide carece de piloto automático, no de un sistema de navegación — dijo Cherny—. Y aunque no lo tuviera, nunca me perdería.

— Creció aquí, ¿verdad? En el Formatorio de la costa.

Codi había tomado buena nota de la casual observación de Cherny del día anterior, pero no había tenido ninguna intención de sacarlo a la luz. Estaba volviendo a casa, a la civilización, se sentía contento y después de su pequeña demostración de poder en el despegue intuía que Cherny también lo estaba. Ni él mismo sabía de dónde había salido aquel impulso de provocar al orchestrista precisamente ahora.

Esperó conteniendo la respiración la reacción de Cherny. Esperaba una explosión similar a las del día anterior, pero lo único que obtuvo fue una breve mirada en su dirección. Después, la atención de Cherny volvió a posarse sobre los mandos.

— En la costa, no — dijo con voz plana—. En una de las islas. ¿Sabe lo que eran?

— Se usaban como talleres. Rico me lo contó. ¿Una de ellas tenía un taller de música?

— Sí.

—¿Allí fue donde aprendió a tocar?

— Sí… — el orchestrista titubeó por un instante—, pero no. No exactamente…

—¿Por qué lo cerró? ¿Por qué los cerró todos?

La pregunta sonaba a crítica, e inmediatamente el aire en la cabina se volvió un poco más frío. Las manos de Cherny se tensaron y trazaron varias veces el perfil de los mandos en lo que Codi estaba seguro era una nueva variante de su tic.

— Porque me dio la gana.

— Es una razón tan válida como cualquier otra — respondió Codi afablemente.

— No me gustaba el sitio, ¿vale? Era un crío cuando vine aquí, y lo odié con todas mis fuerzas. Así que cuando me hice mayor, decidí que sería divertido volver a las Hayalas y borrarlas del mapa.

—¿Sabe que la gente de la ciudad está resentida con usted por ello? Y los niños…

— Los niños están mejor así.

— La razón de que exista un Formatorio es garantizarles una educación. Abrir talleres especializados para chicos con talento me parece una iniciativa muy loable.

— Loable… Para ser periodista tiene un vocabulario bastante limitado — dijo Cherny ácidamente.

Codi, un poco más sabio en su segundo día de trato con el orchestrista, se limitó a ignorar el sarcasmo. Cuando Cherny estaba realmente enfadado, hacía cosas más contundentes que lanzar comentarios irónicos.

—¿Por qué odiaba este lugar? — preguntó.

— A usted le gustaría vivir en una isla como la mía.

— Por supuesto.

— Tenga en cuenta que es una de las más grandes. Imagínese otra más pequeña. Imagínese con seis años y con… talento — la palabra cayó de su boca como una gota de veneno—. Se levanta a las siete, entra en clase a las ocho y hasta las diez de la noche no se dedica a otra cosa que ciencia, ciencia, ciencia. Literatura, literatura, literatura. Música, música, música. Viendo el agua a través de un cristal, sin poder salir fuera a tocarla. ¿Le gustaría mucho?

— Creía que…

—¿Venían aquí, pasaban un rato enriquecedor y volvían a la costa? No. Al menos, no los realmente buenos. Quien tiene talento, no tiene ningún derecho a desaprovecharlo.

— Yo…

— Me irrita — declaró Cherny de repente, privando a Codi de la oportunidad de contestar—. No sé si porque asume las cosas con demasiada facilidad, o porque esas cosas que asume son siempre buenas.

—¿Le parece inadecuado?

— Me parece antinatural.

Una vez más, Codi podía haber respondido de muchas maneras, pero eligió el silencio. El aparato se encontraba ahora muy alto, tanto que su sombra no era más que un punto corriendo por las olas. El número de islas creció. A lo lejos se perfiló una que, fácilmente, era la más grande de todas. Monolítica, ovalada, se parecía a la joroba de un gigantesco animal que descansara sobre las olas. Al acercarse, Codi notó que toda su superficie estaba surcada por grietas. La mayoría llegaban hasta el agua, lo cual significaba que ni siquiera aquello era una única isla sino un denso cúmulo de ellas, columnas firmes y sobrias que formaban un intrincado laberinto de roca, aire y agua.

El periodista estaba a punto de preguntar qué hacían allí — llevaba tiempo sospechándolo, pero ahora ya era evidente que su destino no era Montestelio—, cuando Cherny habló de nuevo.

— Esta vez estás avisado — dijo—. Agárrate bien y no te preocupes. He hecho esto muchísimas veces.

La hélide se abalanzó hacia abajo a velocidad creciente. La roca aumentó de tamaño, hasta que de repente estuvo demasiado cerca para ser razonable… Codi podía ver cada detalle del suelo, las manchas negruzcas de la escasa vegetación pasando a velocidad de vértigo debajo de él… Se prometió que, pasara lo que pasara, no cerraría los ojos.

Y de repente el suelo desapareció. Había un vacío sin fondo, una grieta enorme y negra bajo las alas del aparato. La hélide se precipitó en su profundidad con ansia. Codi se agarró a su asiento, sobrecogido por el continuo descenso hacia una oscuridad cada vez más insondable. Sabía que sólo habían pasado instantes, pero le parecía que llevaba horas bajando.

— La grieta es ancha, no rozaremos las paredes — la voz de Cherny era firme. Y el vuelo del aparato era igual, siguiendo el trazado de la grieta sin temblar, corrigiendo la trayectoria con giros precisos—. Mira abajo.

Codi miró. Primero no supo lo que era y después sorbió el aire, sobrecogido por la escena. Había luz bajo las alas del aparato. Luz que no venía del cielo, sino de las profundidades del agua. Hechizado, Codi se inclinó hacia delante. El color era increíble: un azul suave, ligeramente fosforescente, idealmente puro. Quería llenarse de aquella visión, retenerla por más tiempo, pero sólo pudo verla un instante y luego todo desapareció. La grieta se estrechaba y la hélide subía bruscamente, con una inclinación y una aceleración que Codi no sabía que pudiera alcanzar. Salieron despedidos a la superficie, al encuentro del aire libre. El horizonte se elevó de nuevo en un ángulo imposible y giró lentamente hasta su posición normal.

Cherny soltó los controles y se dejó caer hacia atrás en el asiento. Sus ojos negros parecían llevar dentro la última chispa del reflejo azul de la grieta.

—¿Lo ha visto? — preguntó.

— Ese color… ¿De dónde viene?

— No lo sé — dijo Cherny, la fácil admisión de que había algo en el mundo que ignoraba sonando extraña en sus labios—, ¿Qué importancia tiene? No verá nada igual en ningún otro lugar. Compuse sonatas pensando en eso.

Volvió a tocar los mandos y el aparato tocó tierra, virando algo bruscamente y parando del todo. Las puertas se abrieron. Cherny bajó del aparato, y Codi le siguió. Se habían posado cerca de una elevación, tras la cual Codi sospechaba que se escondía una nueva grieta. Caminaron en esa dirección, codo con codo, hasta subir a lo más alto. La visibilidad era increíble. La bruma de la mañana se había disipado, y el azul claro del cielo y el azul oscuro del agua estaban separados por la nitidísima curva del horizonte. El silencio hacía daño a los oídos de Codi. Le hacía cosquillas en los nervios porque le hacía esperar una interrupción, un ruido, un golpe. Sabía que ese estado de aire cristalino, de tiempo parado no podía durar. Pero allí estaba, inmaculado, segundo tras segundo tras segundo.

— Esto es el corazón de las Hayalas, el centro de un gran macizo que se partió — dijo Cherny suavemente.

— Ciertamente, estar aquí es una experiencia iluminadora — dijo Codi. La palabra «iluminadora» era demasiado académica para expresar lo que sentía, pero todas las demás se quedaban cortas.

— Iba a llevarle de vuelta a Montestelio, pero desde ayer me he estado acordando de cosas que tenía largamente olvidadas. Solía venir mucho aquí, hace tiempo. Adoraba el lugar. Hasta le puse un nombre.

—¿Cuál?

Cherny abrió la boca para contestar, pero finalmente sonrió con nostalgia y negó con la cabeza. Se sentó en el suelo, estirando las piernas, y Codi hizo lo mismo. Al comprobar que su acompañante no parecía dispuesto a seguir con la conversación fijó la mirada en el horizonte. El bullicio de la civilización estaba tan arraigado en él que le costaba abandonarse a su ausencia. Sus intentos de meditación eran interrumpidos continuamente por pensamientos parásitos, preocupaciones por los plazos de entrega de unos escritos para Harden y cosas por el estilo. Notó que el orchestrista había sacado la gema azul y jugaba con ella de manera abstraída, haciéndola danzar sobre la roca y recogiéndola antes de que parara.

—¿Te suena el nombre de Habrazaleen? — habló Cherny de repente. Tan pronto lo trataba de usted como lo tuteaba, sin darse cuenta, y eso resultaba en cierto modo halagador para Codi.

— No.

— Era bastante conocido hace unos treinta años. Llevó una vida desordenada y tuvo más hijos de los que pudo mantener. El directo no le gustaba mucho, así que puede considerarse como el antecesor de tu amigo Ramis: fue el primero en hacer una grabación del orchestrón.

— Ra… el señor Ramis no es amigo mío — dijo Codi—. Quiero decir, no tengo el placer de conocerle tan bien como para eso.

Cherny ignoró la observación.

— Habrazaleen tiene una composición que se llama El pasado olvidado — dijo—. Está inspirada en una antigua tragedia bastante… angustiante. Habla de la guerra y la muerte de una manera muy gráfica. Uno de sus personajes se llama Faelas. Se supone que el nombre significa «Piedad»; es la doncella cuyo nacimiento pone fin a la locura. Es la única otra Faelas que conozco. Fally es más fácil de recordar. Todos la han llamado siempre así, pero mi madre le puso Faelas, lo recuerdo. Yo tenía diez años. Volví a casa y la encontré todavía cubierta de sangre. Ayudé a limpiarla.

Se calló. Seguía sin mirar a Codi, aparentemente fascinado por la danza de su juguete. Con el pelo cayéndole sobre los ojos, su cara no revelaba mucho; sólo fijándose con atención Codi pudo detectar el exceso de fuerza con el que plegaba los labios.

— Mi madre me la puso en los brazos y me dijo que no la soltara… Fue absurdo, pero le di mi palabra… Estaba seguro de poder hacerlo.

Hizo una inspiración profunda.

— Gabriel… No tienes por qué contarme nada de eso.

A Codi le resultó extraño llamar al orchestrista por su nombre, pero cualquier otro apelativo sería inadecuado dadas las circunstancias. Igual que el día anterior, Cherny hacía un esfuerzo descomunal por mantener la compostura y casi lo conseguía —¿dónde habría aprendido a controlarse tan bien? — , pero aun así a Codi le resultaba claro lo doloroso que el recuerdo debía de ser para él.

— Supongo que no — dijo.

— Pero… quiero que sepas que puedes hacerlo, y que me gustaría que lo hicieras. Sé que he perturbado tu… tu…

— Has alterado todo mi mundo — dijo Cherny en voz baja—. A Faelas… La quise mucho una vez, y la sigo queriendo, pero desearía que ella no se acordara en absoluto de mí. Sería lo mejor para ella.

— Lo siento.

— No. Te agradezco lo que has hecho, aunque sé que tengo una forma perversa de mostrarlo. No suelo discutir con nadie. Sólo lo hago con la gente que respeto. Tú…

— Te irrito — sonrió Codi. La densa nube que se había instaurado alrededor de ellos necesitaba un soplo de aire fresco para disolverla.

— Me caes bien. Nunca hubiera imaginado que traería a nadie a este lugar.

Codi no supo qué decir. La inesperada declaración le obligó a ser consciente de algo que hasta entonces había ignorado: a él también le caía bien Gabriel Cherny. Le caía bien y, aunque sólo fuera en aquel momento, le parecía extremadamente vulnerable, como un niño que en sus arranques de maliciosa ironía o incluso en momentos de abierta maldad trata de encontrar un equilibrio que siempre se le escapa.

—¿Cómo os… separasteis? — preguntó inseguro de qué palabras usar. ¡Él, un periodista!

— Mi madre… Éramos sólo ella y yo, y no solíamos hablar. Ella nunca… casi nunca decía nada, pero aquel día me hizo prometer que no soltaría a Faelas. Y yo no iba a hacerlo, pero… pesaba mucho para mí. Fue poco a poco. A veces la dejaba en los asientos contiguos al mío, luego en el suelo. Y luego… Pero no, no fue así como empezó. Empezó… una tarde, mientras yo estaba fuera. Nació en casa, de una forma tan prosaica que cuando volví tardé en comprender que algo importante había pasado. No noté el cambio en la figura de mi madre. Creo que al ver a la niña me enfadé; con mi madre por no haberme avisado y conmigo mismo por no haber sabido predecirlo. Le dije que debíamos hablar sobre todos los cambios que sería necesario hacer. Ella no dijo nada. Iba de un lado a otro, cambiaba las cosas de sitio. El embarazo la había desmejorado mucho, siempre estaba pálida y nerviosa. Intenté darle tiempo para recomponerse y me mantuve lejos de su vista hasta que ella misma me llamó. Puso a Faelas en mis brazos e hizo que la abrazara muy fuerte. Yo estaba seguro de que no se debía coger así a un recién nacido, pero imaginé que ella lo sabría mejor.

«—Tengo que decirte algo — me dijo.

«Le dije que bien.

«—Escúchame atentamente.

«Le dije que la escuchaba.

«—Es muy importante.

«Tuve ganas de interrumpirla, porque en su estado de salud yo estaba mucho más capacitado para cuidar de Faelas que ella. Me irritaba que ella no pudiera verlo, que no me diera la razón. Pero me miró de una forma tan rara que, por una vez, no dije nada.

«—Irás con tu padre — anunció—. Los dos iréis con él.

«Hasta entonces, nunca había oído hablar de un padre, ni había pensado en él. Suponía que debía de tener uno y Faelas otro, pero en el fondo no estaba muy seguro de la existencia de ninguno de los dos.

«—¿Cuándo?

«—Ahora mismo.

«Luego empezó a hablar muy deprisa. No necesitaría pagar por la niña en los transportes. Debía mantenerla envuelta en su manta. No debía hablar con extraños ni entrar en callejones oscuros. Aquello fue raro porque vivíamos en un callejón oscuro y lleno de extraños, y nunca se había preocupado. Me dejó tan desconcertado que no pensé en preguntar nada, y mucho menos en protestar. Todo fue muy rápido, muy confuso. Quiero creer que nos despedimos, que ella se despidió de mí, pero no guardo memoria de ese momento. El viaje fue… extraño. Cambié de transporte muchas veces y no me perdí ni una sola, y Faelas se mantuvo dormida todo el tiempo, pero no fue eso lo extraño. Vivíamos en un macroedificio. Se llamaba Luz de Amanecer; tienen todos unos nombres tan irónicos… Mirara donde mirara, había una pared a menos de diez metros de distancia. Sabía lo que era el horizonte pero nunca lo había visto hasta aquel día, cuando el taxi salió del túnel y vi colinas y árboles. Recuerdo que la luz me hacía daño en los ojos y el viento me desconcertaba. Todo era nuevo: plantas que crecían directamente en la tierra, nubes recorriendo el cielo. Ponía una melodía a cada objeto que veía, aun antes de ponerle un nombre. Cuando llegué a la casa del hombre que, según mi madre aseguraba, era mi padre, supe que era muy rico. Y no simplemente rico: tenía compañías y terrenos. Su casa estaba en pleno campo y era muy antigua, muy bonita; el porche estaba adornado con macetas y grandes flores rojas. Sabía que era diminuta comparada con un macroedificio, pero empezó a parecerme gigantesca en cuanto comprendí que pertenecía a una sola persona. Deduje que mi madre se había equivocado o me había mentido. Si hubiera sabido cómo, me habría ido de allí, pero el dinero alcanzaba sólo para el trayecto de ida. Además, sabía que la niña pronto tendría hambre. Llamé a la puerta. Apareció un viejo, y le enseñé a Faelas. Le di nuestros nombres y empecé a explicarle qué hacíamos allí. Lo único que hizo fue mirar por encima y alrededor de mí. Comprendí que buscaba a alguna persona mayor: a sus ojos, yo no tenía entidad suficiente para emprender acciones de represalia. Desde dentro se oían voces y estallidos de risas.

«—No toques nada, ¿me oyes?

«Desapareció y no se dio ninguna prisa en volver. Cuando vino, nos hizo rodear la casa hasta la parte de atrás. Nos dejó en un pequeño patio con jardín, de nuevo a solas. Coloqué a la niña debajo de un árbol y la observé durante un rato, antes no había tenido tiempo de hacerlo. De todos los sentimientos que podía tener hacia ella, me llenaba el más extraño de todos: camaradería. Estábamos juntos en aquello, y ella cumplía bien su parte: estaba plácidamente dormida, envuelta en una manta que desprendía el mismo espeso y amargo olor que un armario cerrado. Durante un tiempo esperé, y después me dispuse a explorar los alrededores. Encontré la puerta trasera de la casa. Era de cristal, y a través de ella se veía el recibidor y una gran escalera. Muy al fondo estaba la puerta principal por la que no nos habían dejado entrar. No recuerdo qué me empujó a entrar en la casa. No veía a nadie, pero distinguía dos voces: una de hombre y otra de mujer. La puerta que los ocultaba estaba entrecerrada. Recuerdo que llegué a levantar la mano y a tocar el pomo, y que me quedé así durante largo tiempo. Luego oí un crujido — una butaca bajo el impulso de alguien que se levantaba—, di media vuelta y salí corriendo. Quería salir fuera, pero me equivoqué de dirección y me perdí dentro de la casa. Entré corriendo en una habitación y cerré la puerta a mis espaldas. No sabía dónde había ido a parar, ni me importaba. Casi vomité allí mismo por la urgencia que sentía de coger aire sin poder conseguirlo. Me senté en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta. Era una puerta enorme: fue lo primero que me sorprendió. Hizo que me fijara en el lugar donde estaba, que viera el orchestrón en el centro. Supongo que era bastante pequeño, pero me pareció enorme. En realidad, sólo era el segundo que veía. No sé qué me poseyó. Lo único que deseaba era esconderme, y de repente estaba subiendo los peldaños que llevaban hasta el trono. Lo cierto es que ya entonces sentía el ansia del instrumento. No había podido tocar aquel día y sentía la necesidad de hacerlo. No pensé en nada: ni en el peligro de que alguien me oyera ni en Faelas. Sólo en tocar. Me dejé caer lentamente en el trono. Cedió bajo mi peso de una manera perfectamente calculada. Cerré los ojos y me acomodé. Separé los dedos y sentí las agujas de los sensores clavándose en mi piel: apenas una décima de milímetro, lejos de causar dolor pero lo suficiente para recibir las señales de mi cuerpo. Todo mucho más fino, más perfecto que aquello que conocía de antes. En aquella casa, experimenté por primera vez la sensación que conocen bien todos los orchestristas: que mi cuerpo desaparecía y sólo quedaba la música. La cambié a mi antojo. Nadé en ella. Me hice uno con ella. Tenía en mis manos una estructura en frágil equilibrio, creciendo, tambaleándose pero jamás cayendo… La moldeé sin temor a ser interrumpido, olvidándome de todo, hasta tener la absoluta certeza de que era perfecta. Sólo entonces la dejé ir, y abrí los ojos. Ellos me miraban desde el umbral: los dos a los que había oído hablar y de los que había huido. Un hombre y una mujer. Tardaron mucho en decir algo. Primero me miraban a mí. Luego, se miraron el uno al otro. Me quedé donde estaba, paralizado. Deseaba bajar del trono, pero temía acercarme a ellos.

«—Eso ha estado bien, ¿verdad? — dijo la mujer por fin—. Ya sabes que entiendo poco de música.

«—No ha estado mal — dijo el hombre.

«De los dos, era el que más cuidadosamente me estudiaba. No me gustaba su manera de hacerlo: sentía cómo sus ojos me recorrían de pies a cabeza. Parecía fijarse en todo lo que yo no quería que notara: en mi ropa vieja, en mis manos sucias. Su mirada bastaba para llenarme de vergüenza: no sólo había tocado su instrumento, sino que lo había hecho con poco respeto.

«—No ha estado mal — repitió la mujer—. Entonces ¿por qué no quieres quedártelo? Si sabe hacer lo que acaba de hacer, podrá aprender buenos modales. Es cierto que no se te parece casi en nada, pero quizá sea una suerte. Córtale el pelo y quedará muy mono.

«Miré a la mujer, incapaz de creer lo que sus palabras implicaban. Miré al hombre: parecía tan sorprendido como yo. Aún me estudiaba. No con odio, creo… con aversión. Como si se resistiera a creer que alguien como él pudiera tener relación con alguien como yo. La mujer se reía, viéndonos.

«—¿Cómo te llamas, niño? — me preguntó.

«No tuve tiempo de contestar.

«—¡No quiero saberlo! — bramó él.

«La mujer volvió a reírse. Se acercó al instrumento: se notaba que no sabía cómo hacerlo, entre tantos sensores que tenía. Me hizo un gesto impaciente para que bajara.

«—Quiero que vengas aquí y me lo susurres al oído — dijo, y me guiñó un ojo—. Él se lo pierde.

«Hice lo que me pedía. Bajé y le dije mi nombre y el de mi hermana, y ella me dijo que saliera fuera a estar con ella. Obedecí, recogí a Faelas y volví a esperar. Ella tardó unos diez minutos en aparecer en el jardín. Se sentó sobre el escalón del porche y me indicó que hiciera lo mismo. Dejé a Faelas debajo del árbol de nuevo y fui a sentarme a su lado.

«—¿Así que eras tú el que estabas en la puerta hace un rato? — preguntó.

«—Sí.

«—¿Cómo dijiste que te llamabas?

«—Gabriel — repetí.

«—¿Y por qué estás aquí, Gabriel?

«—Mi madre me ha mandado.

«—¿Qué has hecho?

«Esa pregunta me alarmó. Había creído que el origen de todo aquello era la llegada Faelas, que según mis cálculos ni siquiera tenía que haber nacido. No me gustaba pensar que podía ser culpa mía. Ella se rió una vez más al ver la expresión de mi cara. Era muy guapa, tenía un pelo precioso — tan largo como el de mi madre pero muy bien cuidado— y una risa muy agradable.

«—Tranquilo. Estoy segura de que no ha sido culpa tuya — hablaba lentamente y me hacía sentir muy pequeño a su lado—. Es ella la que ha hecho algo malo. No se ha portado bien contigo, ¿no crees? ¿Qué culpa tienes tú de que tu madre no quisiera a la niña?

«Internamente le di la razón, pero me guardé de asentir: que yo pensara a veces mal de mi madre no daba derecho a otras personas a hacer lo mismo. Odiaba que la gente hablara mal de ella.

«—¿Te dijo que ibas a quedarte aquí?

«—Sí.

«—Te mintió.

«Ya me lo había imaginado, pero imaginarlo y saberlo eran dos cosas muy diferentes. La miré y cuando vi que tenía una expresión grave, automáticamente me levanté. Me cogió de la manga y me obligó a sentarme de nuevo.

«—Quieto ahí. Toma.

«Me pasó una fruta que había tenido en la mano durante todo ese tiempo. Era un koni. Es una de las cosas que mejor recuerdo de aquel día, estar sentado en el porche y mirar ese koni, queriendo cogerlo. Nunca antes había probado uno. Su sabor me decepcionó: era amargo y la pulpa se pegaba a los dientes. Pero me lo comí casi entero, a pequeños mordiscos. Masticaba en silencio pensando en las palabras de Alasta. Al final, viendo que tardaba mucho, ella me lo quitó y lo tiró bajo un árbol.

«—¿Me has oído? ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

«No dije nada: no sabía qué decir. Sólo me quedaban fuerzas para hacer lo que ya estaba haciendo: estar sentado en aquel peldaño preguntándome cómo alguien podía tirar un koni comido sólo a medias.

«—Dime una cosa, Gabriel. ¿Eres un buen chico? ¿Eres obediente? — no contesté porque cualquiera en mi situación diría que era un buen chico, y pensé que ésa era una pregunta estúpida—. Tengo un lugar… para los niños. Es un sitio estupendo, yo misma me encargo de que lo sea. Pero no acogemos a niños mayores. Dan muchos problemas.

«—Yo no los daré — me apresuré a decir.

«—No me dedico a la caridad y no sé nada de música, pero sé mucho de otras cosas y te diré que me ha gustado lo que has hecho allí dentro. Tienes que recordar, sin embargo, que sólo acojo a los niños obedientes. Lo contrario sería una falta de provecho.

«—Lo recordaré.

«—Eso lo veremos. Coge a tu hermana y ven conmigo.

«Se levantó sin esperar mi respuesta, y yo me moví como un relámpago para seguir a su lado. Volvimos a rodear la casa. Había un vehículo ante la entrada principal que antes no estaba allí. Me abrió la puerta y dijo que entrara. Trepé dentro y coloqué a Faelas sobre mis rodillas. Alasta no tardó mucho en subir.

«—Al puerto — dijo.

«Esperé volver a ver al hombre, pero no salió fuera. Golpeé con los nudillos la ventanilla del taxi en señal de despedida. Nos pusimos en marcha y poco después me dormí, y desperté sólo cuando Faelas empezó a llorar. Los bebés de un día no son tan guapos como los de un mes. Un bebé hambriento chillando a todo pulmón era insoportable. Siguió llorando el resto del camino. Yo no sabía cómo hacerla callar, y Alasta no hizo ningún gesto que revelara que era consciente de nuestra presencia a su lado. Bajamos del vehículo y anduve detrás de Alasta mientras Faelas seguía berreando. Los transeúntes se paraban a mirarme, y yo miraba mis pies y trataba de ignorar sus gestos de desaprobación. Por eso tardé en ver lo que tenía enfrente. Nos paramos delante de una caja de recogida de bebés. Le dije… creo que le dije que no lo haría, aunque no sé con cuánta convicción. Separarme de Faelas no era una decisión que dependiera de mí. Alasta me recordó mi reciente promesa de obediencia. Traté de… regatear, le prometí encargarme de cuidarla, y ella dijo que si lo hacía no tendría tiempo para tocar. Y no creas que no lo reconocí como lo que era: un soborno y una amenaza a medias. Simplemente llegó un momento en que me dio igual. Alasta era así: era buena convenciendo a la gente. A la larga me enseñó muchas cosas. A leer las emociones, a juzgar su intensidad, a saber de cuál tirar en un momento dado. Conocimientos muy provechosos cuando se trata de aplicarlos en otros, pero no en uno mismo. Lo más… cruel de todo fue que podía haber conseguido lo que quería de mí mucho más fácilmente. Podía haberme dejado en el taxi y haberse llevado al bebé. Pero no… Yo había llevado a la niña todo el tiempo, ella nunca la cogió. Ni siquiera al final. Ni siquiera me ayudó a abrir la caja, o a dejar a Faelas dentro. Me obligó a hacerlo todo a mí.


—¿Te he aburrido mucho?

—¿Aburrido? No — dijo Codi, sobresaltado.

La historia que Cherny había narrado con innegable emoción y cierto refinamiento le había fascinado. Desde los tugurios de Luz de Amanecer hasta las cajas— depósito para niños del Estado, no se parecía en nada a lo que Codi había imaginado sobre él. No dudaba de que fuera cierta. Estaba demasiado impregnada de detalles y sentimientos, parecía cruel como sólo podía serlo una historia real y tierna como correspondía al recuerdo de un niño.

—¿Qué pasó después? — preguntó el periodista.

—¿Después? Nada. Me llevó… allí — Cherny entrecerró los ojos, orientándose con la ayuda del sol, y señaló el horizonte—. Había instrumentos de todo tipo: también un orchestrón. Asistí a clases, aprendí términos complejos, teoría musical, solfeo… Hice lo posible por olvidar de dónde venía, y Alasta hizo lo posible por ayudarme. Recordaba mi vida anterior a veces, pero más como una pesadilla demasiado real que como algo que hubiera experimentado verdaderamente.

—¿Qué pasó con Fally?

El orchestrista se encogió de hombros.

— La caja fue recogida. Acabó en el Formatorio también, pero en la costa. Fue creciendo como todos los niños. No volví a saber de ella en mucho tiempo.

Codi aguardó unos segundos a que continuara, tras los cuales comprendió que el silencio de Cherny era deliberado. Sentía la tentación de preguntar más: los detalles del nacimiento de Fally le interesaban mucho, pero saber cómo acabó adoptada por Ramis — la última ironía— era lo que le despertaba más curiosidad. Con todo, si Gabriel no quería decir nada a ese respecto, lo sensato era honrar su decisión.

— Así que ya eras una promesa del orchestrón cuando viniste aquí — dijo cambiando de tema—. De hecho, viniste precisamente porque lo eras.

— Ajá.

—¿Quién te enseñó?

— Nadie.

— Pero ¿cómo empezaste? ¿Por qué decidiste hacerlo, cómo supiste que querías tocar?

— Desde que puedo recordar, siempre he oído música dentro de mi cabeza. Es placentera o es discordante, pero nunca se calla. Sacarla fuera fue lo natural — Gabriel apartó de los ojos unos mechones de pelo negro, pero en vez de bajar la mano la mantuvo en el aire, admirándola con su habitual expresión serena. Sus siguientes palabras sonaron tan tentativas como pisadas sobre un cristal—. Mi… madre… trabajaba en… una tienda de música. Tenían un pequeño orchestrón, de sólo diez registros. Cuando el dueño se iba, yo lo tocaba. Cuando tardaba en irse, leía partituras… La verdad es que fue una mala época. No me gusta recordarlo.

— Podemos dejarlo cuando quieras — dijo Codi.

Gabriel asintió.

— Es hora de que te lleve a la costa, como te prometí. Lamento no haberte sido de más ayuda en lo que te trajo hasta aquí.

Esta vez, Codi fue el primero en levantarse y el que caminó por delante. Oía las suaves pisadas de Gabriel a sus espaldas. Sólo por cómo sonaban, supo que Cherny luchaba por volver a ser dueño de sí mismo. Lo estaba consiguiendo: no habían intercambiado más palabras, pero para cuando habían vuelto a la hélide, el periodista era consciente de que la vulnerabilidad del orchestrista se había resquebrajado.

Una vez dentro del aparato, Gabriel no activó los mandos en seguida. Se volvió estudiando a Codi en silencio. El periodista creyó adivinar la razón.

— Sé guardar secretos — dijo—. Lo dije antes, y lo prometo ahora…

Se calló ante la vehemente negación del orchestrista.

— Es otra cosa completamente distinta. Si vuelves a entrevistarte con Stiven Ramis quiero que busques a Faelas y hables con ella.

Codi asintió. La intimidad que había existido entre ellos se había disuelto parcialmente, y en consecuencia la petición de Gabriel se parecía demasiado a una orden, pero al menos no había vuelto a la gélida fórmula de cortesía.

—¿Qué le digo? — preguntó el periodista.

Gabriel apartó la mirada hacia el paisaje fuera de la cabina. Su vacilación fue apenas perceptible, y cuando se volvió de nuevo hacia Codi la férrea determinación la había sustituido por completo. El periodista se estremeció: el parecido con la expresión de Fally al darle el recado era chocante.

— Dile que vi su mensaje… — dijo Cherny con voz completamente firme— y que no la reconocí.