"La espada de San Jorge" - читать интересную книгу автора (Camus David)

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Le haré reencontrar el amor y los favores de su dama, si tengo el poder de hacerlo. Chrétien de Troyes, Ivain o El Caballero del León

La Compañía del Dragón Blanco había sido fundada en 1159 y recorría el mundo en busca de los mejores artistas para llevarlos a Constantinopla. Allí eran acogidos en el palacio de Blanquernas, donde disponían de todo el tiempo necesario para crear las obras que representarían ante el emperador de los griegos y su corte.

– Bizancio es todo lo que queda de la Roma y la Grecia antiguas -nos dijo el misterioso joven-. Con excepción de la Atlántida, de la que nadie sabe si existió realmente, nadie ha hecho más por la civilización. Manuel Comneno, el actual emperador de los griegos, está convencido de que las artes son a la vez el sostén y la expresión de la grandeza de un país. Y porque nos quiere siempre en lo más alto, ha financiado nuestra compañía. ¡Como el Arca que salvó en otro tiempo del diluvio a Noé y a los suyos, recogemos a los mejores artistas del mundo a bordo de este barco, del que soy a la vez el alma y el capitán!

– Pero ¿cuál es la tercera razón de que queríais hablarnos? -preguntó Morgennes-. La que queríais dar a Cocotte.

– Esta razón se encuentra un poco más lejos. ¡Venid!

Se hundió en las entrañas del Dragón Blanco, donde nos invitó a seguirle.

Los ruidos del exterior llegaban apagados y, sin los baches del camino, hubiéramos podido creer que nos encontrábamos en una construcción sólida. Aquí y allá, de los tabiques de la caravana colgaban grandes marionetas desarticuladas. Con la cabeza pintada inclinada sobre el busto, los muñecos ofrecían una triste imagen. Algunos estaban equipados con armaduras, con la espada o el venablo en una mano y un escudo en el costado; mientras que otros vestían trajes o figuraban niños. Allí había todo lo necesario para representar la vida, con sus placeres y sus desdichas.

– ¿Por qué estos muñecos? -pregunté.

– Porque hasta ahora no he encontrado comediantes con vuestro talento -respondió el misterioso joven-. ¡Solo a un maestro de los secretos que tiene un arte para dar vida a lo que está desprovisto de ella sencillamente pasmoso!

¡Un maestro de los secretos! Se decía que estaban reapareciendo, resucitados por el auge de los misterios que se vivía en diversos lugares, con explosiones, nubes de humo, metamorfosis, guirnaldas de colores, invocación de criaturas, desaparición de individuos o de denarios, entre otros sucesos. Estos hábiles manipuladores, responsables también de las poleas, trampas, engranajes, barquillas, columpios y otros trucos mecánicos, eran la sal de los espectáculos que se representaban en los atrios de las catedrales o en la corte de los grandes señores. En otro tiempo considerados como brujos, muchos habían acabado en la hoguera, donde sus secretos se habían desvanecido en el humo junto con ellos. Para evitar traicionarse, no pocos habían elegido cortarse las cuerdas vocales… Se decía que eran personajes de carácter malévolo, enemigos del género humano y enamorados de las máquinas.

Morgennes se estremeció. Mientras miraba una de las marionetas, una campesina de mejillas pintarrajeadas de rojo, se preguntó dónde estaba el que la manipulaba. ¿Ese demiurgo de la oscuridad se encontraría tal vez sobre él, escondido en el techo, dispuesto a tirar de los hilos de estas frágiles criaturas? Lanzó una mirada hacia lo alto, pero solo distinguió la tela de color gris oscuro del carro.

En cuanto a mí, no estaba muy seguro de si me gustaba aquel lugar; pero me picaba la curiosidad, y casi estaba dispuesto a aceptar la propuesta de nuestro anfitrión… ¿Quién sabía si no descubriría aquí historias fabulosas imposibles de encontrar en otra parte?

De pronto se produjo una violenta sacudida, y el carro se detuvo.

– Ah… -dijo el joven-. Creo que hacemos un alto… Supongo que ha caído la noche.

Se dirigió al fondo del carro y lo abrió para salir.


Efectivamente, la noche había llegado.

Con el carro y los bueyes a un lado, y nosotros al otro, nos acercamos a un fuego que el gigante que conducía el tiro había encendido cerca de un bosque.

La perspectiva de unirme a la Compañía del Dragón Blanco no me desagradaba. Sin embargo, sin ese proceso pendiendo sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles, creo que habría rechazado la propuesta. Para decidirme, necesitaba una tercera razón.

– Señores, buenas noches -se escuchó una voz a nuestra espalda.

Morgennes y yo nos volvimos. Un hombre avanzaba lentamente hacia nosotros, lo que nos dio tiempo para observarle. Tan flaco como pálido, con las sienes grises y una mirada taciturna, tenía todo el aspecto de un muerto viviente.

Sin embargo, Morgennes y yo nos levantamos al instante en cuanto el fuego le iluminó. ¡Era el conde de Flandes, Thierry de Alsacia! Le saludamos con una reverencia, que nos devolvió como si fuéramos sus superiores, y el adolescente dijo:

– Tercera y última razón…

– ¡Caballeros, a vuestros pies!

– Señor… -murmuré.

– No digáis nada. Lo he visto todo. Estaba allí.

– ¿En Arras? -preguntó Morgennes.

– Y lo he oído todo. ¡He quedado encantado con vuestra actuación! Os necesito.

– Estamos a vuestro servicio-dije.

– ¿Qué deseáis que hagamos? -preguntó Morgennes.

– Salvarme la vida.

Vista su palidez, pensé que estaba enfermo; de modo que le dije:

– Pero, señor, estáis equivocado… ¡No somos médicos!

– ¡Desde luego que sí! ¡E incluso los mejores! Solo vosotros podéis curarme.

– Pero ¿qué mal padecéis?

– El de ya no ser amado.

Acercando sus manos al círculo de luz, el conde nos contó lo que le atormentaba. Había ido a guerrear a Tierra Santa unos años atrás, acompañado por su esposa.

– Tal vez no luché lo suficiente. Dios sabe, sin embargo, cuánto sufrí para fortalecer su gloria en ese santo lugar… Una noche, al volver de una escaramuza en la que habíamos ensartado a más de un centenar de infieles, me enteré con dolor de que mi esposa, Sibila, había…

Su voz se quebró. Ya no tenía fuerzas para hablar. Pensando que ella debía de haber muerto, guardé silencio, pero Morgennes -que no tenía tantas prevenciones- preguntó:

– ¿Había qué?

– ¡Había partido! -Que Dios la tenga en su gloria -dije yo persignándome.

– Oh, sí, la tiene. Ese es el problema. Quiero que me la devolváis.

– ¿Qué? Pero ¿cómo…?

– Sibila ha pronunciado los votos. Se ha hecho monja en el monasterio de San Lázaro de Betania. Quiero que la saquéis de allí.

– ¿De modo que no ha muerto?

El gigante que conducía el tiro lanzó una brazada de leña al fuego, que crepitó alegremente.

– No, no del todo -continuó el conde-. Vive, junto a un rival al que no es posible dar muerte. Fui al Puy de Arras con intención de distraerme, pero fue inútil. Incluso la belleza de María de Champaña me dejó indiferente. Lo único que me emocionó un poco fue vuestro Cligès y el Tristán e Iseo de Béroul.

– ¿Por qué no pedisteis a este último que os ayudara?

– Porque Tristán es vuestro, lo sé. Mi mujer estaba en el Puy cuando ganasteis el segundo premio, hace cuatro años… Vuestras palabras la emocionaron tanto que casi me arruiné para adquirirlas a través del superior de vuestra abadía.

– ¿Conocéis al padre Poucet?

– Es uno de mis amigos… Si puedo llamar «amigo» a alguien que me ha recibido en confesión desde la infancia, aunque no me haya oído desde que abandoné Flandes… No os sorprendáis, pues, si os digo que os he hecho seguir desde Arras… No quería que dos personas de vuestro talento fueran encerradas bajo el pretexto de que determinado huevo no tenía yema…

– ¿Y mi Tristán?

– Por desgracia, ya no lo tengo. Sibila se lo llevó consigo al convento. Por eso os necesito. Componed para mí una obra lo bastante conmovedora como para arrebatársela a Dios y hacer que vuelva conmigo. ¡Os cubriré de oro! ¡Os daré todo lo que queráis!

Uniendo el gesto a la palabra, revolvió en su limosnera y sacó un frasco.

– Tomad este frasco de la Santa Sangre de Nuestro Salvador, pagada a precio de oro a ese ladrón de Masada. ¡Es vuestra!

Tendí la mano para cogerlo, pero Morgennes me bajó el brazo.

– Una pregunta más. ¿Por qué no hacéis que vuestros hombres la rapten? Sois rico, tenéis relaciones, amigos poderosos, ¿por qué no ordenáis a algunos espadachines que penetren en el lugar, una noche, y os devuelvan a la elegida de vuestro corazón, de grado o por la fuerza?

– ¿Creéis realmente que ese es el mejor medio para que ella me ame?

– ¿Qué queréis exactamente? ¿Que os prefiera a Dios? ¿Estáis celoso?

– De ningún modo. Mi dulce Sibila, que siempre me fue fiel en cuerpo y alma, ha sido presa de la locura. En el curso de nuestro anterior viaje, la pasión la dominó. ¡La pasión por Dios! ¿Cómo luchar contra eso? ¿Quién podría hacerlo? ¡Nadie! Además, forzarla a abandonar su retiro la mataría. No quiero que eso ocurra.

Había hablado de un tirón, sin respirar. Se interrumpió un momento, y después de recuperar el aliento, continuó:

– Todo lo que deseo es ayudarla a que me ame de nuevo, no forzarla. Se trata de abrirle los ojos, no de arrancarle los párpados.

– ¿Quién os dice que no los tiene abiertos ya? -prosiguió Morgennes.

El conde lanzó un suspiro.

– Sé que no ve. Se encuentra en la oscuridad. Llevadla a la luz, o hundidme a mí en la noche…

– ¿Si lo he comprendido bien -pregunté-, es preciso que compongamos (que yo componga) una obra lo suficientemente conmovedora para incitarla a abandonar a Dios?

– Sí, es justamente eso -dijo el conde con voz temblorosa-. Es difícil, lo sé. Pero ¿es irrealizable para alguien con tanto talento?

– Si tengo talento es gracias a Dios. ¿Por qué iba a servirme de él para perjudicarle?

– ¿Quién habla de perjudicarle? Lo único que deseo es que lo fascinéis a Él también, para que me deje recuperarla… ¿No podríais complacer a Dios? ¿Convencerle de que me devuelva a mi amada?

– No sé…

– Intentadlo. ¡Decid que sí!

Intercambié una mirada con Morgennes, que sonrió y me dijo:

– En lo que a mí respecta, quitarle una mujer a quien me quitó a mi padre, mi madre y mi hermana no es algo que me incomode…

Entonces, no sabiendo si cometía un sacrilegio o si, por el contrario, formaba parte de los designios de Dios invitarme a desafiarle para superarme a mí mismo, dije al conde:

– Acepto. Pero no olvidéis que incluso Orfeo fracasó.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando apareció mi Eurídice.