"La espada de San Jorge" - читать интересную книгу автора (Camus David)

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¡Muerte! ¡Oh muerte, eres demasiado malvada y ávida, demasiado codiciosa y envidiosa! ¡Eres insaciable! Chrétien de Troyes, Cligès

San Lázaro de Betania era un monasterio situado en la cima del monte Tabor, no lejos del castillo de la Fève, que pertenecía a los templarios. De hecho, estos se encontraban tan cerca que eran ellos, y no los hospitalarios (de los que, sin embargo, dependía el monasterio), quienes garantizaban su seguridad.

Los rastrillos del castillo de la Fève se izaban un breve instante, y a continuación un grupo de caballeros abandonaban sus muros, seguidos por algunos hombres armados. No eran numerosos, pero bastaban, porque eran fuertes y valerosos.

Por eso, cuando el Dragón Blanco apareció en el horizonte, en dirección a poniente, dos hermanos caballeros se pusieron al frente de una pequeña tropa y galoparon a su encuentro.

– ¿Quiénes son? -preguntó Morgennes al ver que se acercaban.

– Servidores de Dios-replicó Gargano.

– ¿Es decir?

– ¡Templarios!

Morgennes metió la mano bajo su camisa para buscar la cruz.

– Padre, me dijiste que fuera hacia la cruz… Veo venir a dos

caballeros con el pecho adornado por una gran cruz roja. ¿Debo ir hacia ellos? ¿Quieres que también yo sea como ellos, un caballero portador de la gran cruz roja? -preguntó.

Evidentemente nadie respondió.

– Mira -prosiguió Morgennes, señalándome a los caballeros-. Creo que mi padre hacía alusión a ellos al decirme que fuera hacia la cruz. Son caballeros de Dios.

– Los caballeros nunca sirven a nadie sino a sí mismos -dije yo.

– No aquí -dijo Gargano-. No siempre. No olvidéis que estamos en Tierra Santa, y que esta es una tierra en estado de excepción.

Los templarios se encontraban ya al alcance de la voz, y uno de ellos gritó:

– ¡En nombre de Dios, presentaos!

Thierry de Alsacia salió entonces del carro vestido con sus mejores galas. Su túnica, adornada con piedras preciosas, reflejaba los rayos del sol poniente y brillaba con mil fuegos. El conde levantó una mano enguantada de seda negra y dijo con voz firme:

– ¡Amigos! Nobles y buenos caballeros, ¿me habéis olvidado?

– ¡Tu nombre! -le espetó el templario que aún no había hablado.

– Thierry de Alsacia, conde de Flandes.

Los templarios bajaron sus lanzas y sus confalones barrieron el suelo.

– ¿Podemos saber adónde vais, con este extraño séquito?

– Junto a mi amada… -dijo el conde señalando el monasterio de Betania.

– ¡Por la Virgen! -exclamó el más joven de los templarios.

– ¡Cierra el pico! -le soltó el otro-. Venid, señor, os escoltaremos hasta las puertas del monasterio, donde os ofrecerán una buena acogida… y os darán una triste noticia.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó Thierry de Alsacia, inquieto.

El templario le miró tristemente, sacudió la cabeza y murmuró:

– No me corresponde a mí informaros…


– Sor Sibila ha sido llamada por Dios -nos anunció la madre superiora del convento de Betania.

– ¿Cuándo? ¿Cómo?

– La semana pasada, mientras dormía… No sufrió -dijo la religiosa al destrozado conde de Flandes.

Luego la cólera reemplazó al dolor, y Thierry de Alsacia estalló como un huracán.

– ¡Dios la ha matado! ¡Prefirió llamarla al Cielo antes que ver cómo la reconquistaba!

No me atreví a decirle que, aunque había escrito algunos poemas, posiblemente no habrían dado ningún resultado. En todo caso, no habían convencido a Filomena de que me amara…

Luego el conde cambió nuevamente de actitud. No había ya en él ni rastro de cólera; solo un gran agotamiento.

– Es culpa mía -dijo-. Nunca debería haberme lanzado a una aventura como esta…

Sus ojos estaban llenos de lágrimas y nuevas arrugas surcaban su frente.

– Perdonadme por haberos arrastrado conmigo, amigos míos -continuó, dirigiéndose a nosotros-. Perdón, perdón. ¡Y tú, Dios, perdóname también! ¡Y tú también, Sibila, a quien prefiero viva y encerrada antes que muerta… e igualmente encerrada!

Hubiera querido convertirse en mujer. «Si pudiera -se decía- transformarme en una de ellas y permanecer, para el resto de mi vida, en este lugar donde resonaron sus pasos… ¡De qué me sirve ser un hombre, si es para estar lejos de mi Sibila!»


Nuestro pequeño grupo se instaló fuera del recinto de Betania, donde los hombres podían entrar pero no alojarse -ni siquiera pasar la noche-. Las monjas nos habían dado pan y un caldero de lentejas guisadas con tocino, que degustamos en silencio. De pronto, el conde apartó a un lado su plato, que no había tocado, y declaró dirigiéndose a Morgennes:

– Si quieres acercarte a estos hombres, a estos templarios, tienes que ser caballero… Y yo tengo el poder de armarte.

Morgennes dejó de comer y miró al conde, que prosiguió, con un brillo especial en los ojos:

– Te convertiré en el mejor dotado de todos los caballeros del reino, si…

¿Qué iba a pedir ahora Thierry de Alsacia, que esa misma mañana no había dudado en increpar a Dios?

– … ¡si me devuelves a mi amada!

Comprendí entonces que el fuego que brillaba en los ojos del conde no se debía ni a la fiebre ni al dolor, sino a la demencia. Este hombre estaba loco de atar.

– ¿Queréis que penetremos en el interior del monasterio para robar el cuerpo de Sibila? -inquirió Morgennes.

– ¿De qué cuerpo estás hablando? ¡Es solo un montón de huesos y carne que no me importa en absoluto! ¡Yo te hablo de su alma! ¡Devuélvemela, encuentra el modo de entrar en el Paraíso y saca de allí a Sibila!

– Es imposible -dijo Gargano.

– Déjale -le murmuré al oído-. ¿No ves que sufre?

Bebí un trago de vino, me sequé la boca con el dorso de la manga y me acerqué a Thierry de Alsacia.

– Querido conde, os prometo, por mi honor y por mi alma, que si existe un medio de salvar a Sibila, lo encontraré…

Morgennes asintió.

– Gracias -dijo el conde.

– Ahora deberíais ir a acostaros. La noche es buena consejera…

– Tenéis razón.

El conde se retiró con paso titubeante y desapareció en el interior del carro. Después de que las cortinas se hubieran cerrado tras él, Nicéforo se volvió hacia mí.

– La muerte de Sibila era inevitable.

– ¿Por qué?

– Porque leí vuestros poemas, y son magníficos. Creo que habría cedido… Ninguna mujer puede resistirse a tanto talento.

– ¿Ninguna? ¿Realmente?

No me atrevía a mirar a Filomena, que comía frente a mí, al otro lado del fuego. Pero Nicéforo parecía seguro de sí mismo, y asintió con la cabeza.

– Conozco a una que no ha cedido -dije.

– ¿Puedo haceros una pregunta? -prosiguió Nicéforo.

– Desde luego.

– ¿Por qué habéis dejado de hacer juegos malabares desde que estáis con nosotros?

– Porque únicamente los hacía con los huevos de Cocotte…

– Y desde entonces no ha vuelto a poner -añadió Morgennes.

– ¿Y a qué creéis que se debe?

Tosí dos o tres veces, acaricié a mi gallina rojiza con mano distraída, y respondí:

– Creo que está afligida…

– ¿Afligida? ¿Una gallina?

– Cocotte es Cocotte. Tal vez tenga plumas como todas las gallinas; y es cierto que cacarea, picotea, come grano y pan duro, piedrecitas y gusanos; pero para mí es Cocotte, y no hay ninguna como ella…

– Os entiendo muy bien -dijo Gargano.

– Si es tan valiosa para vos y puesto que sois tan buen malabarista, ¿qué ocurrió en Arras? -preguntó Nicéforo.

No respondí inmediatamente, fascinado por el baile de las llamas, tan pronto rojas como azules, que ascendían de nuestro fuego.

Morgennes ya me había hecho antes esta pregunta, pero yo no le había respondido… Sin embargo, yo había visto algo. Pero prefería no hablar de ello.

– En todo caso -intervino Gargano-, no fue a causa de Cocotte.

– ¿Cómo lo sabéis? -pregunté.

– Me lo ha dicho.

– ¿Podéis hablar con los animales? -intervino Morgennes. -Sí.

– ¿Y de qué habéis hablado? -inquirió.

– Pues de esto y de lo otro. De banalidades principalmente. Pero también, desde luego, de lo que ocurrió en Arras, cuando dejasteis caer el huevo…

– ¿Y qué os dijo?

– Que estabais muy enfermo. En parte es por eso por lo que ya no quiere poner. Para preservaros.

– ¿Y qué más dijo?

– También dijo que ella no tiene nada que ver con todo ello. Que sus huevos siempre han sido unos buenos huevos, con su clara y su yema… Está preocupada.

Sonreí distraídamente. Cocotte estaba durmiendo sobre un suave nido de paja en el interior de la caravana. Cuánto camino recorrido desde Saint-Pierre de Beauvais y Arras… Me parecía que nuestra expedición tocaba a su fin, y mi intuición me decía que no volveríamos a Constantinopla. Al menos no enseguida… No antes de que Morgennes hubiera tenido tiempo de dirigirse a Jerusalén y de arreglar allí sus cuentas con Dios.