"La espada de San Jorge" - читать интересную книгу автора (Camus David)

7

Grande era la alegría en la sala. Cada uno mostraba lo que sabía hacer: este saltaba, aquel hacía cabriolas, y el de más allá, trucos de magia; uno silbaba, otro cantaba, ese tocaba la flauta, ese otro el caramillo, otro la viola, y otro más la vihuela. Chrétien de Troyes, Erec y Enid

Ayudándonos de los codos en las inmediaciones de Arras, y luego de los pies y de las manos en sus atestadas calles, Morgennes y yo nos abrimos paso hacia una taberna donde se alojaban los concursantes.

– Ya verás -le dije antes de entrar en la sala llena de humo- como no hay compañía más agradable que la de los poetas. ¡Siempre tienen una ocurrencia a punto! Y nada, de violencia, solo de boquilla…

– Después de ti -me dijo Morgennes, invitándome a precederle.

La posada estaba -como correspondía- abarrotada. Del techo colgaban tantos faisanes que se habría dicho que llovían del cielo. Ocas y patos desfilaban orgullosamente en los platos que enarbolaban un ejército de marmitones. Todo el espacio estaba ocupado, cuando no por una mesa, por un taburete. No cabía ni un alfiler. No se veían bancos, sino diez pares de nalgas. ¡La gente se ahogaba! ¡Se cocía a fuego lento! Algunos invitados demasiado borrachos, llevados por sus amigos, se cruzaban al salir con deliciosos asados. Pequeños barriles de cerveza hacían las funciones de jarras, y las jarras, de vasos. Por todas partes se oían llamadas y gritos, se entrecruzaban estancias y se discutía a golpe de versos entreverados de rimas. «¿Me lanzas una octava? ¡Yo te replico con un dodecasílabo!»

– ¡Qué maravilla! -dije a Morgennes-. ¡Vaya ambiente!

– ¿Queréis que os la desplume? -preguntó una sirvienta arrancándome de las manos a Cocotte.

– ¡No es para comer! -exclamé escandalizado, volviendo a cogerla.

– ¡Pues entonces largaos! ¡Aquí se viene a cenar!

– ¡Dejadlos! El señor está conmigo, y su amigo también -dijo una voz que yo conocía bien.

– ¡Gautier de Arras!

Con todo, no me atreví a abrazarle. El vencedor del concurso anterior me dirigió una mirada extraña, y me espetó:

– ¡He terminado mi obra! ¿Y tú?

Me golpeé el pecho en el lugar donde había deslizado las primeras páginas de Cligès, mi manuscrito, y respondí:

– Aquí está.

– ¡Sentémonos y bebamos! Os invito -dijo mientras nos empujaba hacia un banco.

Y así acabamos encajados entre algunos poetas que yo ya conocía. Jaufré Rudel, cuyas insignificantes y lamentables canciones recordaban a las de las viejas aguadoras y que, de vuelta por fin de Tierra Santa, parecía una ostra secada al sol. Marcabrú, llegado de Gascuña, a quien en otro tiempo apodaban «el Torrija» y cuya voz recordaba a la de una rana encerrada en un tarro. Y sentado a su lado, su compadre Cercamón, así llamado porque supuestamente había dado la vuelta al mundo y sobre el que yo no tenía nada que decir, excepto que había que desembolsar medio óbolo para alquilar sus servicios y que cantaba como si tuviera dolor de muelas.

– Buenos días a todos -les dije, saludándolos con la mano.

– Mañana y noche deberíamos lavarnos, os lo aseguro, si fuéramos sensatos -dijo Marcabrú tapándose la nariz con los dedos.

– ¿Cómo decís? -preguntó Morgennes.

– No os preocupéis -explicó Rudel-. Repite su canción.

– ¿Y cómo se llama?

– La Cancióndel lavadero -respondió Cercamón.

– ¿Qué os parece? -me preguntó Marcabrú.

– No he oído bastante para formarme una opinión.

– Yo ya tengo una -dijo Morgennes.

– ¿Ah sí?

– Coincido con vos. Mañana y noche deberíamos lavarnos, si fuéramos sensatos… ¡No podría estar más de acuerdo!

Y también él se tapó la nariz.

– ¡Bebamos, amigos! -dijo Gautier, agitando el brazo para reclamar un cuerno de cerveza.

Nos trajeron una barrica, en la que hundimos nuestras copas. Un nuevo invitado se había unido a nosotros. ¡Béroul! Cuatro años atrás, no había escatimado elogios para mi Historia del rey Mark y la rubia Iseo; me abrumó con preguntas y me interrogó sobre mis fuentes. Le saludé calurosamente y le dije:

– Te vas a sentir decepcionado…, porque he cambiado de motivo. Aunque supongo que no habrás venido para escucharme, ¿verdad?

– No, ¡vengo para competir!

– ¿Y con qué obra maestra?

– Tristán e Iseo, ¡la mía!

Me dirigió una amplia sonrisa, y mi brazo se inmovilizó, a medio camino entre mi boca y el pequeño barril de cerveza.

– ¿Cómo la has escrito?

– Octosílabos con versos pareados.

– Como yo… ¿Cuáles son tus fuentes?

Me las citó.

– ¡Son las mías!

– ¡Las mías también! -replicó.

– ¡Vamos, señores! ¡Nada de peleas! -se interpuso Gautier de Arras.

– ¡Me ha plagiado!

– ¡De ninguna manera!

– ¡Te prohíbo que compitas!

– ¡No tienes derecho a hacerlo!

– ¡Un poco de contención, señores!

– ¡Ladrón!

Sin duda había algo de verdad en el insulto, porque Béroul me lanzó un puñetazo a la cara. Me quedé pasmado, preguntándome qué me ocurría. A pesar de todo, el asunto habría podido quedar ahí si Morgennes no hubiera saltado sobre Béroul para devolverle el golpe, primero en la cara y luego en diversas partes del cuerpo.

– ¡Señores! ¡Conteneos! -chilló Gautier de Arras.

– Dios quiere limpiar de toda mancha a los audaces y a los dulces -masculló Marcabrú, antes de lanzar su copa contra la cabeza de un poeta que atacaba a Morgennes por detrás.

Entonces fue Gautier quien se mezcló en la pelea, tratando de separarme de Béroul, a quien, en un instante de lucidez, acababa de arrebatar su manuscrito.

– ¡Chrétien -exclamó ciñéndome con sus brazos-, no es así como se vence!

– ¡Y tampoco así! -dijo alguien, abrazándolo a su vez-. ¡Fuera con los tramposos!

Nunca sabré a quién debí esta generosa intervención. Tal vez a un admirador. En cualquier caso, el manuscrito de Béroul se me escapó de las manos y voló entre los comensales, que lo despedazaron hasta convertirlo en una decena de pliegos. Algunos cayeron planeando en la chimenea, otros se mancharon de cerveza, y un puñado, que de ese modo abandonaron la posada, fueron a parar a algunas gorras. Como cada uno defendía a su vecino, y este atacaba a aquel y aquel al de más allá, rápidamente llegó un momento en el que todos se mezclaron en la pelea. La posadera, preocupada por sus muebles, repartió tortazos indiscriminadamente; esa fue la señal para que sus marmitones se decidieran a ponernos en la puerta. Entonces los poetas, que por un momento se habían dividido, cerraron filas y ofrecieron un frente común a los soldados de las cocinas. Insultos y puñetazos, puntapiés e injurias. Creo que un escabel me habría matado si la providencia no hubiera querido que esa fuera justamente la hora que el obispo Grosseteste reservaba a los poetas. El obispo, que había venido a visitarnos, irrumpió en la posada acompañado de sus gentes de armas, a quienes algunos de los presentes optaron por bautizar a golpes de barrica.

– ¿Qué estoy viendo? -bramó Grosseteste-. ¡Dos tonsurados! ¡Poetas, una riña! ¡Arrestadlos!

La guardia cargó, lo que dio a Morgennes la ocasión de ilustrarse. Mi compañero había cogido un espetón del hogar y lo utilizaba como una espada. Con los violentos molinetes que ejecutaba con el arma improvisada envió por los aires a todos los pollos ensartados en ella, invitando a los hombres armados a no aproximarse si no querían correr la misma suerte que las aves. Aprovechando esta tregua, varios poetas pusieron pies en polvorosa, mientras se preguntaban si no habría tal vez algún poema que componer sobre esta historia de gentes armadas y pollos asados…

Cuando todo terminó y Morgennes entregó las armas, Grosseteste quiso que le dieran una explicación:

– ¿Por qué esta pelea?

Nadie supo qué responder.

– ¡Así son los poetas -dijo el obispo-, tan dispuestos a lanzarse los unos contra los otros como a apartar al pueblo del Señor!

Al ver que Grosseteste se volvía hacia nosotros, los únicos clérigos de la reunión, dije levantando la mano:

– ¡Pax in nomine Domini!

– ¡Pax in nomine Domini! -respondió Grosseteste.

Y se fue.

– Realmente -dijo Morgennes-, no puede decirse que su visita haya durado demasiado. Apenas más que la que no nos hizo en Saint-Pierre de Beauvais, hace cuatro años…

– ¿Cuatro años ya? -dije, palpándome el sayal-. ¡Dios mío!

– Es verdad -dijo Morgennes-. ¡Es terrible lo rápido que pasa el tiempo!

– ¡No estaba hablando de eso!

– ¿De qué, entonces?

– ¡Cligès ha desaparecido!

Y dicho esto, perdí el conocimiento.