"El Dios De Las Pequeñas Cosas" - читать интересную книгу автора (Roy Arundhati)

7. CUADERNO DE EJERCICIOS

En el estudio de Pappachi la colección de mariposas diurnas y mariposas nocturnas se había desintegrado hasta convertirse en montoncitos de polvo iridiscente que cubría la parte de abajo de los expositores de cristal, y los alfileres que las atravesaban habían quedado desnudos. Algo cruel. Los hongos y el abandono habían invadido la habitación. Un viejo hula-hoop de color verde neón colgaba de un gancho de madera que había en la pared como un enorme halo de santo desechado. Una hilera de hormigas negras relucientes cruzaba el antepecho de la ventana con los traseros levantados como una fila de chicas de revista, todas acompasadas, en un musical de Busby Berkeley. Sus siluetas se recortaban contra el sol. Lustrosas y bellas.

Rahel (sobre un taburete puesto encima de la mesa) revolvía una estantería de libros con los cristales sucios y opacos. Las pisadas de sus pies descalzos se podían apreciar claramente sobre el polvo del suelo. Iban desde la puerta hasta la mesa (arrastrada hasta la librería) y hasta el taburete (arrastrado hasta la mesa y subido encima de ella). Buscaba algo. Ahora su vida tenía forma y tamaño. Bajo los ojos tenía ojeras en forma de media luna y había duendecillos en su horizonte.

En el estante más alto las tapas de cuero del conjunto de volúmenes de Pappachi La riqueza entomológica de la India se habían despegado y se habían ido abombando hasta parecer amianto ondulado. Los lepismas habían hecho madrigueras entre las páginas, habían perforado túneles de una especie a otra y habían convertido en encaje amarillento lo que antaño fue una información organizada.

Rahel fue tanteando detrás de la fila de libros y sacó varias cosas que estaban escondidas.

Una concha marina lisa y otra rugosa.

Un estuche de plástico para lentes de contacto y una pipeta naranja.

Un crucifijo de plata que colgaba en el extremo de una sarta de cuentas: el rosario de Bebé Kochamma.

Lo puso contra la luz. Cada una de las cuentas atrapó, avariciosa, una porción de sol.

En el rectángulo que el sol iluminaba sobre el suelo del estudio se reflejó una sombra. Rahel se volvió hacia la puerta con su sarta de cuentas de luz.

– Fíjate. Aún sigue aquí. Lo robé después de que fueras Devuelto.

La palabra le había salido sin esfuerzo. Devuelto. Como si para eso sirvieran los gemelos. Para que los prestasen y los devolviesen. Como los libros de una biblioteca.

Estha no levantó la mirada. Tenía la cabeza repleta de trenes. Su cuerpo hacía de pantalla a la luz que entraba por la puerta. Un agujero con forma de Estha en el universo.

Detrás de los libros los dedos asombrados de Rahel encontraron algo más. Otra urraca había tenido la misma ocurrencia. Lo sacó y le quitó el polvo con la manga de la camisa. Era un paquete plano envuelto en plástico transparente y cerrado con cinta adhesiva. Dentro, un trocito de papel blanco decía esthappen y rahel. Con la letra de Ammu.

El paquete contenía cuatro cuadernos destrozados. En las tapas ponía cuaderno de ejercicios y, más abajo, nombre, colegio/instituto, clase, materia. En dos de ellos estaba su nombre y en los otros dos, el de Estha.

En la parte interior de la tapa de detrás de uno de ellos alguien había escrito con caligrafía infantil. Por la forma laboriosa de cada letra y el espacio irregular entre las palabras se deducía el esfuerzo por controlar un lápiz errático y con voluntad propia. Por contraste, los sentimientos eran evidentes: Odio a la Señorita Mitten y Creo que tiene las bragas rotas.

En la tapa Estha había borrado su apellido frotando con saliva y se había llevado parte del papel. Encima había escrito a lápiz Desconocido. Esthappen Desconocido. (La decisión sobre qué apellido iban a usar estaba pospuesta hasta que Ammu decidiera entre el de su marido y el de su padre.) Junto a clase había puesto primero y junto a materia, Redacciones.

Rahel estaba sentada con las piernas cruzadas (en el taburete que estaba sobre la mesa).

– Esthappen Desconocido -dijo.

Abrió el cuaderno y leyó en voz alta.

«Cuando Ulises volvió a casa, su hijo juez le dijo padre creí que no ibas a volver, han venido muchos príncipes y todos se querían casar con Pene Lope, pero Pene Lope decía que me casaré con el hombre que pueda atravesar los doce anillos, y todos fallaron, y ulises fue al palacio vestido de pordiosero y preguntó que si podía probar y todos los hombres se rieron de él y le dijeron si nosotros no podemos, pues tú tampoco, y el hijo de ulises dijo que se callaran y le dejaran probar y él cogió el arco y disparó justo entre los doce anillos.»

Debajo había correcciones de alguna lección anterior.


Aprendido Ninguno Carruajes Puente Porteador Sujeto

Aprendido Ninguno Carruajes Puente Porteador Sujeto

Aprendido nenguno

Aprendido Niuno


Una sonrisa se enroscó en los bordes de la voz de Rahel.

– El orden ante todo -dijo.

Ammu había trazado una línea ondulante a lo largo de la página con un lápiz rojo y había escrito: ¿Y el margen? ¡Haz el favor de unir las letras!


«Cuando vamos por la calle en la ciudad tenemos que ir siempre por la acera. Si vamos por la acera no hay coches que causen acidentes, pero por la calle principal hay un trafico muy peligroso que te puede atropellar y puedes perder el conocimiento o qedarte cojo. Si te rompes la cabeza o la nuca es una desgracia muy grande, los policías dirigen el trafico para que no haya demasiados inválidos que tengan que ir al ospital. Para bajarse del autobús sólo podemos bajarnos después de decírselo al cobrador o nos podemos hacer heridas y dar mucho trabajo a los médicos. El trabajo de conductor es muy peligroso. Su familia está muy angustiada porque el conductor puede morirse.»


– ¡Qué chico más morboso! -le dijo Rahel a Estha. Y, al volver la página, algo le atenazó la garganta, le quitó la voz, se la sacudió y se la devolvió sin sonrisa en los bordes. La siguiente redacción de Estha se titulaba Pequeña Ammu.

Con las letras unidas. Con las mayúsculas más altas y con rabitos ensortijados. La sombra que se recortaba en el hueco de la puerta estaba muy quieta.


«El sábado fuimos a una librería de Kottayam a comprar un regalo a Ammu porque su cumpleaños es el 17 de noveimbre. Le compamos un Diario y lo escondimos en el amaño y luego empezó a ser de noche. Y entonces le dijimos que si quieres ver tu regalo y ella dijo sí que quiero verlo, y escribimos en el papel Para nuestra pequeña Ammu con el cariño de Estha y Rahel y se lo dimos a Ammu y ella dijo qué regalo tan bonito es justo lo que quería y luego estuvimos ablando un poco y hablamos del Diario y luego le dimos un beso y nos fuimos a la cama.

Rahel y yo estuvimos ablando y luego nos dormimos y tuvimos un sueño.

Y luego me levanté y tenía mucha sed y fui al cuarto de Ammu y le dije tengo sed. Y Ammu me dio agua y luego me iba a mi cama y Ammu me llamó y me dijo quédate a dormir conmigo y me acurruqué a su espalda y estuve hablando con ella y me dormí. Y luego me levanté y volvimos a oblar y luego tuvimos una fiesta a media noche, y tomamos naranja y cafe y plátano, y luego vino Rahel y nos comimos otros dos plátanos más y le dimos un beso a Ammu porque ya era su cumpleaños y luego le cantamos cumpleaños feliz. Y luego por la mañana Ammu nos dio vestidos nuevos de regalo, a Rahel de maharaníy a mi de Nehru.»


Ammu había corregido las faltas de ortografía y debajo de la redacción había escrito: Si estoy Hablando con alguien, sólo puedes interrumpirme si es algo muy urgente. Y si tienes que interrumpirme, has de decir «Perdón». Si no haces caso de estas instrucciones, te castigaré muy severamente. Corrige los errores, por favor.

Pequeña Ammu.

Que nunca corrigió sus errores.

Que tuvo que hacer las maletas y marcharse. Porque no tenía derecho a nada. Porque Chacko le dijo que ya había destruido demasiadas cosas.

Que regresó a Ayemenem con asma y un ruido en el pecho que parecía un hombre gritando desde lejos.

Estha nunca la vio así.

Desvariando. Enferma. Triste.

La última vez que Ammu volvió a Ayemenem, a Rahel la acababan de expulsar del Convento de Nazaret (por decorar cacas de vaca y tropezarse deliberadamente con sus compañeras mayores). Ammu se había quedado sin el último de una serie de empleos -recepcionista en un hotelucho de mala muerte- porque se había puesto enferma y había faltado demasiados días a trabajar. Le dijeron que el hotel no podía afrontar el gasto. Necesitaban una recepcionista que tuviera mejor salud.

En aquella última visita, Ammu se pasó la mañana con Rahel en su cuarto. Con las últimas monedas de su exiguo sueldo había comprado a su hija unos regalitos que había envuelto en papel marrón con corazones de papel pegados: un paquete de cigarrillos de chocolate, una cajita pequeña de lápices Phantom y un cómic. Eran regalos para una niña de siete años. Rahel tenía casi once. Era como si Ammu creyera que, si se negaba a aceptar el paso del tiempo, si deseaba que el tiempo se detuviese en las vidas de sus gemelos, el tiempo se detendría. Como si la mera fuerza de voluntad fuese suficiente para mantener en suspenso la niñez de sus hijos hasta que tuviera dinero para llevárselos a vivir con ella. Entonces podrían retomar todo donde lo dejaron. Comenzar de nuevo desde los siete años. Ammu le contó a Rahel que también le había comprado un cómic a Estha y que lo guardaría hasta que consiguiera otro trabajo y ganase lo suficiente para alquilar una habitación en la que estar los tres juntos. Entonces iría a Calcuta a buscar a Estha y se lo daría. Le dijo que ese día no estaba lejano, podía ser en cualquier momento, que pronto el asunto del alquiler no sería un problema porque había presentado una solicitud para trabajar en las Naciones Unidas y se irían todos a vivir a La Haya con una niñera holandesa que los cuidaría. O si no, decía Ammu, podía quedarse en la India y hacer lo que siempre había pensado, abrir una escuela. Decía que elegir entre dedicarse a la educación o hacer un trabajo para las Naciones Unidas no era fácil, pero lo importante era recordar que tener la posibilidad de elegir ya constituía un gran privilegio.

Por el momento, hasta que tomara una decisión, seguiría guardando el regalo de Estha.

Aquella mañana Ammu habló incesantemente. Le preguntaba muchas cosas a Rahel, pero no le dejaba contestar. Si Rahel intentaba decir algo, Ammu la interrumpía con una idea diferente o con otra pregunta. Parecía aterrorizada ante cualquier respuesta de persona adulta que pudiera darle su hija y descongelara el tiempo congelado. El miedo la había vuelto locuaz, y pretendía mantenerlo a raya con su parloteo.

Estaba hinchada por la cortisona, tenía la cara redonda, no era la madre esbelta que Rahel había conocido. La piel se le había puesto tirante sobre las mejillas mofletudas, con el brillo y la textura de las cicatrices típicas de las vacunaciones ya antiguas, y, cuando sonreía, parecía que los hoyuelos le doliesen. Su pelo rizado había perdido el brillo y colgaba a los lados de su rostro hinchado como una cortina raída. Para ayudarse a respirar llevaba un inhalador de cristal en su bolso gastado por el uso. Un inhalador Brown Brovon. Cada vez que inspiraba era como si le ganase una batalla al puño de acero que intentaba exprimirle el aire de los pulmones. Rahel miraba cómo respiraba su madre. Cada vez que inhalaba, los huecos que tenía junto a las clavículas se hacían más profundos y se llenaban de sombras.

Ammu escupió una flema en el pañuelo y se lo enseñó a Rahel.

– Siempre hay que comprobar cómo son -susurró con voz ronca, como si las flemas fueran la respuesta a un problema aritmético en una hoja de papel que hubiera que revisar antes de entregar-. Si son blancas, quiere decir que no están maduras. Si son amarillas y huelen a podrido, están maduras y listas para expectorar. Las flemas son como la fruta: o están maduras, o verdes. Hay que saber diferenciarlas.

Durante el almuerzo eructó como un camionero y pidió perdón en un tono de voz grave y poco natural. Rahel notó que en las cejas tenía unos pelos gruesos, nuevos, largos, como las antenas de un artrópodo. Ammu sonrió al silencio que la rodeaba en la mesa mientras separaba un trozo de emperador frito de la espina, y dijo que se sentía como una señal de carretera con cagadas de pájaro. Tenía un brillo extraño, febril, en la mirada.

Mammachi le preguntó que si bebía y le sugirió que fuese a visitar a Rahel lo menos posible.

Ammu se levantó de la mesa y, sin decir una sola palabra, se fue. Ni tan siquiera dijo adiós.

– Ve a despedirte -le dijo Chacko a Rahel.

Hizo oídos sordos. Siguió comiendo el pescado. Se acordó de lo de las flemas y casi la hizo vomitar. Entonces odió a su madre. La odió.

No volvió a verla.

Ammu murió en un lúgubre cuartucho de la Pensión Bharat de Alleppey, adonde había ido para una entrevista para un empleo de secretaria. Murió sola. Con un ruidoso ventilador de techo por compañía y sin Estha que hablara con ella, acurrucado a su espalda. Tenía treinta y un años. No era joven ni vieja, pero tenía una edad en que la muerte ya era un hecho posible.

Por la noche se despertó para escapar de un sueño que se había vuelto habitual, recurrente, en el que unos policías se le acercaban con unas tijeras para cortarle el pelo. Eso les hacían en Kottayam a las prostitutas cuando las cogían en el bazar. Las marcaban para que todo el mundo supiera lo que eran. Veshyas. Para que los policías nuevos no tuvieran problemas a la hora de identificar a quiénes había que perseguir. Ammu siempre se fijaba en ellas en el mercado, en aquellas mujeres con la mirada perdida y la cabeza afeitada, en un país en el que la melena larga y aceitada era privilegio de las mujeres decentes.

Aquella noche, en la pensión, Ammu se sentó en aquella cama extraña de aquella habitación extraña de aquella ciudad extraña. No sabía dónde estaba, no reconocía nada de lo que tenía alrededor. Solamente el miedo le resultaba familiar. El hombre que tenía dentro empezó a gritar desde lejos. Y en aquella ocasión el puño de acero no soltó su presa. Las sombras se amontonaron como murciélagos en los hoyuelos que tenía junto a las clavículas.


El encargado de la limpieza la encontró por la mañana. Apagó el ventilador.

Tenía una bolsa azul oscuro bajo un ojo, hinchada igual que una burbuja. Como si el ojo hubiera intentado llevar a cabo el trabajo que los pulmones no podían hacer. En algún momento, cerca de la medianoche, el hombre que vivía en su pecho había dejado de gritar desde lejos. Un pelotón de hormigas transportaba una cucaracha muerta tranquilamente por debajo de la puerta, como para demostrar qué es lo que hay que hacer con los cadáveres.

En la iglesia se negaron a enterrar a Ammu. Por varias razones. Así que Chacko alquiló una furgoneta para transportar el cuerpo al crematorio eléctrico, el de los pobres. A los ricos los incineraban en una pira de madera. La envolvieron en una sábana sucia y la colocaron sobre una camilla. Rahel pensó que parecía un senador romano. Et tu, Ammu!, se dijo mentalmente, y sonrió al recordar a Estha.

Era una cosa muy extraña ir conduciendo por calles luminosas y llenas de ajetreo con un senador romano muerto en el suelo de la furgoneta. Hacía que el azul del cielo fuera más azul. Más allá de las ventanillas la gente, que parecía muñecos de papel recortados, seguía con sus vidas de muñecos de papel recortados. La vida real estaba en la furgoneta. Donde estaba la muerte real. Con los baches de la carretera el cuerpo de Ammu saltaba y se iba deslizando fuera de la camilla. Su cabeza chocó con uno de los pernos del suelo, pero no hizo un gesto de dolor ni se despertó. En la cabeza de Rahel sonaba un zumbido, y durante el resto de aquel día Chacko tuvo que gritar para que le prestara atención.

El crematorio tenía el mismo aspecto sucio y desvencijado de las estaciones de tren, sólo que estaba desierto. No había trenes, no había multitudes. Allí sólo se incineraba a los mendigos, a los que no tenían familia y a los presos. La gente que moría sin nadie que se acurrucase a su espalda y le hablase. Cuando le llegó el turno a Ammu, Chacko cogió fuerte la mano de Rahel. Ella no quería que la cogieran de la mano, así que aprovechó que la tenía sudorosa por el calor del crematorio para soltarse. Nadie más de la familia estuvo presente.

La puerta de acero del horno se abrió y el mudo murmullo del fuego eterno se convirtió en un rugido rojo. El calor se abalanzó sobre ellos como una bestia salvaje muerta de hambre. Y entonces le dieron a Ammu, la Ammu de Rahel, para comer. Su pelo, su piel, su sonrisa. Su voz. El modo en que utilizaba a Kipling para amar a sus hijos antes de meterlos en la cama: Somos de la misma sangre, vosotros y yo. Su beso de buenas noches. El modo en que los mantenía con la cara quieta (apretándoles las mejillas y haciéndoles poner boquita de pez) con una mano mientras con la otra los peinaba y les hacía la raya. El modo en que le sostenía las bragas a Rahel para que se metiera en ellas. La pierna izquierda, la pierna derecha. Todo eso se lo dieron a la bestia para comer y quedó satisfecha.

Ella había sido su Ammu y su Baba y los había querido el Doble.

La puerta del horno resonó al cerrarse. No hubo lágrimas.

El encargado del crematorio había salido calle abajo a tomarse un té y tardó veinte minutos en volver. Eso fue lo que Chacko y Rahel tuvieron que esperar para que les dieran un recibo de color rosa a cambio del cual les entregarían los restos de Ammu. Sus cenizas. Los granitos de arena de sus huesos. Los dientes de su sonrisa. Todo lo que ella fue, comprimido en un pequeño recipiente de arcilla. El recibo número Q498673.

Rahel le preguntó a Chacko cómo se las arreglaban los del crematorio para saber de quién eran las diferentes cenizas. Le contestó que algún sistema tendrían.

Si Estha hubiera estado con ellos, habría guardado el recibo. Él era el guardián de los papeles. El custodio natural de billetes de autobús, recibos de banco, comprobantes de caja, matrices de talonarios de cheques. Pequeño Hombrecito era. A bordo de un barco iba. (Pim-pim.)

Pero Estha no estaba con ellos. Todos habían decidido que era mejor así. Le escribieron. Mammachi dijo que Rahel también debía escribirle. ¿Escribirle qué? Querido Estha: ¿Qué tal estás? Yo estoy bien. Ammu murió ayer.

Rahel no le escribió. Hay cosas que uno no puede hacer, como escribir una carta a una parte de sí mismo. A sus pies, o a su pelo. O a su corazón.

En el estudio de Pappachi, Rahel (ni vieja ni joven), con el polvo del suelo en los pies, levantó la vista del Cuaderno de Ejercicios y vio que Esthappen Desconocido se había marchado.

Se bajó (del taburete, de la mesa) y salió a la galería. Vio cómo la espalda de Estha desaparecía por la puerta del jardín.

Era media mañana y estaba a punto de llover otra vez. El verdor -en aquellos últimos instantes de luz extraña y resplandeciente, antes de que cayera el agua- era intensísimo.

Un gallo cacareó a lo lejos y su voz se partió en dos. Como una suela que se hubiera desprendido de un zapato viejo.

Rahel estaba allí con sus Cuadernos de ejercicios destrozados. En la galería delantera de una vieja casa, bajo una cabeza de bisonte con ojos como botones, donde años atrás, el día que llegó Sophie Mol, se representó el ¡Bienvenida a casa, querida Sophie Mol!

Las cosas pueden cambiar en un solo día.