"Los robinsones del Cosmos" - читать интересную книгу автора (Carsac Francis)

III — LAS HIDRAS

Aparte de otros pasquines del mismo estilo, rápidamente destruidos, Honneger no volvió a manifestarse. No pudimos apresar con las manos en la masa a los que pegaban los carteles, pero el dueño del castillo debía muy pronto recordarnos su existencia de una manera trágica. ¿Os acordáis de Rosa Ferrier, la muchacha que salvamos el primer día de las ruinas de su casa? Aunque muy joven — tenía entonces dieciséis años—, era la más bonita del pueblo. El maestro nos había advertido que antes del cataclismo Carlos Honneger le hacía la corte a menudo. Una noche roja fuimos despertados por unos disparos. Miguel y yo saltamos de la cama, precedidos, a pesar de todo, por Luis. Al salir de la casa nos topamos con gentes excitadas, corriendo en la púrpura seminocturna. Pistola en mano, marchamos a toda prisa en la dirección de los disparos. El piquete de guardia ya estaba allí, y pudimos oír a los fusiles de caza, mezclados al chasquido del «Winchester» del viejo Boru, enrolado en la guardia como sargento. Se produjo un resplandor, que fue en aumento: una casa estaba ardiendo. La batalla parecía confusa. Cuando llegamos a la plaza del pozo, las balas silbaban a nuestro alrededor, seguidas por el tecleo de una arma automática: los asaltantes tenían ametralladoras. Trepando, nos juntamos a Boru.

— Pesqué a uno — nos dijo, satisfecho—. Al vuelo. Como en otro tiempo a las gamuzas.

—¿A quién? — inquirió Miguel.

— No lo sé. Uno de estos puercos que nos atacan.

Sonaron todavía algunos disparos, seguidos por un grito de mujer:

—¡A mí! ¡socorro!

— Rosa Ferrier — dijo Luis—. ¡Este canalla de Honneguer se la lleva!

Una ráfaga de fusil ametrallador nos obligó a esconder la cabeza. Los gritos decrecieron en la lejanía. Un coche se puso en marcha.

— Aguarda un poco, cochino — gritó Miguel.

Una mofa le respondió. Cerca del incendio vimos algunos muertos y a un herido que se arrastraba. Ante nuestra estupefacción, reconocimos al sastre. Había sido alcanzado en los muslos, y encontramos en su bolsillo un cargador de ametralladora. Se llevó a cabo un rápido interrogatorio. Pensando salvar la piel, descubrió los planes de Honneguer, o al menos, lo que él sabía. Al amparo de las armas automáticas y apoyado por una banda de unos cincuenta gángsters, tenía la intención de apoderarse del pueblo y dictar su ley a este mundo. Afortunadamente para nosotros, su hijo, que de hacía tiempo deseaba a Rosa, no había tenido la paciencia de aguardar y había venido a raptarla con un cortejo de doce bandidos. El sastre era su espía, y debía marchar con ellos. Ayudado por el dueño del Bar Principal, Julio Maudru, pegaba los carteles.

Fue colgado aquella misma noche, al igual que su cómplice, en la rama de un roble. Este asunto nos costó tres muertos y seis heridos. Tres muchachas, Rosa, Miguelina Audry y Paquita Presle, sobrina de María, habían desaparecido. En compensación, este ataque alineó detrás nuestro a todo el pueblo y a los campesinos. Los bandidos tuvieron dos muertos, además de los cómplices ajusticiados. En el lugar de la agresión recuperamos dos ametralladoras, una pistola y una buena cantidad de munición. Antes del alba azul, el Consejo, por unanimidad, decretó la proscripción fuera de la ley de Carlos y Joaquín Honneguer, sus cómplices, y la movilización de un pequeño ejército. Pero graves acontecimientos iban a retrasar el ataque al castillo.

Por la mañana, mientras el ejército se reunía, apareció, enloquecido, un hombre en moto. Tres días antes, el mismo campesino que habitaba con su mujer y sus dos hijos en una granja aislada, a unos cincuenta kilómetros del pueblo, nos había comunicado que una de sus vacas había muerto en circunstancias extrañas. Por la mañana estaba perfectamente y por la noche apareció muerta sobre el pastizal, vacía de sangre y casi de carne. Sobre su piel se apreciaban unos agujeros diseminados.

El hombre descendió de la moto con tanta precipitación que rodó por el polvo. Estaba lívido.

—¡Animales que matan! ¡Son pulpos volantes y matan de un golpe!

Después de haberle reconfortado con un vaso de aguardiente, pudimos obtener datos más precisos.

— Esta mañana, al alba, hice salir las vacas. Quería limpiar el establo. Mi hijo Pedro las llevó a pacer. ¡Diantre! yo había visto perfectamente una nube verde, muy alta, pero no le di importancia. Señor mío, en un mundo que tiene dos soles y tres lunas, bien pueden ser verdes las nubes, pensé. ¡Pero sí! ¡Qué asco! Pedro volvía, cuando de repente el nubarrón verde cayó sobre; nosotros. ¡Cayó! y vi como un centenar de pulpos verdes, con tentáculos que se agitaban. Se echaron sobre las vacas, y los pobres animales rodaron por los suelos, muertas. Yo grité en seguida a Pedro para que se escondiera. ¡Pero el desgraciado no tuvo tiempo! Uno de los pulpos nadó por el aire, y a tres metros de distancia lanzó una especie de lengua que alcanzó a mi hijo por la espalda y le mató. Entonces encerré con llave a mi mujer y al pequeño, les mandé no moverse y cogí la moto. Aquellos asquerosos me han perseguido, pero he podido escapar. ¡Por piedad, venid conmigo! ¡Tengo miedo de que puedan entrar en casa!

Por la descripción del agricultor reconocimos al instante al animal de la marisma. Lo que nos sorprendió fue que volase. De todas formas, era un peligro terrible. Con Miguel montamos un vehículo, llevándonos las dos ametralladoras, y Vandal se instaló de vigía en el asiento trasero. Beuvin formó un destacamento de la guardia con un camión cubierto, y partimos.

Dos kilómetros más allá, encontramos la primera hidra. Es el nombre con que las designó Miguel y que ha permanecido. Estaba sobrevolando una oveja. Un tiro de fusil la abatió. A pesar de las súplicas del labrador, que no quería detenerse, mandamos parar la caravana.

— Es necesario conocer a los enemigos antes de combatir — le explicó Vandal.

El animal alcanzaba los cuatro metros de longitud y tenía la forma de una bota al revés, con una cola potente y aplastada. En la parte anterior, seis brazos cóncavos llevaban en su extremo una abertura coronada de dientes afilados, que segregaban una baba viscosa. Tenía seis ojos en la base de los tentáculos, y en el centro una protuberancia cónica dotada de un largo filamento, rematada por un tubo en forma de cuerno, seccionado oblicuamente, como una aguja de inyección.

— Una cápsula de veneno — dijo Vandal—. Aconsejo combatir desde dentro del camión, cuyo toldo de gruesa tela seguramente nos protegerá. Es realmente el animal del otro día, pero mayor y aéreo. ¿Cómo son capaces de volar?

En la parte superior del cuerpo, la hidra poseía dos grandes sacos deshinchados, perforados por el plomo. Detrás de la corona de tentáculos, el grueso de la carga había producido un desgarro considerable en la carne verdosa.

Partimos de nuevo. Bajé un poco el cristal de mi lado, con el fin de dar paso al cañón de la ametralladora. Miguel conducía. Vandal había tomado la otra arma y vigilaba el lado izquierdo. El camión nos seguía. Tras una vuelta de la carretera descubrimos otra hidra. Flotaba en el aire, inmóvil, los tentáculos caídos y ondulando ligeramente. A causa de la sorpresa, mi primera ráfaga fue mal dirigida; la hidra, con un violento coletazo, se escapó en zigzag, tomando altura a gran velocidad: ¡al menos a sesenta por hora! No pudimos alcanzarla. A seiscientos metros de allí estaba la casa. Una espiral de humo salía apaciblemente de la chimenea.

La sobrepasamos, tomando un camino de arena. Sus profundos carriles nos hicieron resbalar. Detrás de los cristales de una ventana entrevimos el rostro asustado de la granjera y el de su hijo menor, un muchacho de once o doce años. Siguiendo campo a través llegamos a los pastos. Más de sesenta hidras atareadas entre los cadáveres de las vacas. Cada una de ellas hincaba uno o dos tentáculos en su carne.

— Había más, hace un momento — gritó el campesino—. ¡Cuidado!

Hasta la primera carga, las hidras ni tan sólo se ocuparon de nosotros. Algunas, de puro hartas, abandonaban los cadáveres para ir a beber; al menos así fue como interpretamos su comportamiento. Volaban hacia una balsa y hundían en el agua un tentáculo, mayor que los demás, a modo de trompa. Después de un instante, parecían hincharse, y su vuelo era ostensiblemente más ligero.

Cada uno escogió su objetivo. Yo visé, cuidadosamente, el grupo más próximo, compuesto por seis de aquellos animales «enfrascados» con la misma vaca.

—¡Fuego! — gritó Beuvin.

Se produjo una salva, con sonoridad de seda desgarrada. Las cápsulas vacías de mi ametralladora crepitaban contra el parabrisas. Una de ellas, enrojecida, se metió por el cuello abierto de la camisa de Miguel, quien se exclamó. Entre las hidras, cundió el pánico. Un buen número de ellas, tocadas de muerte, cayeron al suelo, deshinchadas. Mis ráfagas dieron en el blanco. Vandal, más afortunado aún, o más certero, mató a dos de ellas con un solo cargador. Las cargas de las escopetas las despedazaron.

Las que quedaron salvas, tomaron altura a una velocidad que nos admiró. Segundos después, solamente se divisaba en lo alto una mancha verde. Con las armas cargadas de nuevo, bajé a tierra con Miguel y Vadal. Los demás permanecieron en el camión, atentos a cubrirnos con su fuego. La piel de las vacas muertas aparecía perforada por múltiples aberturas casi circulares, producidas evidentemente por los dientes punzantes situados al extremo de los tentáculos. La carne se había transformado en una especie de barro negruzco.

— Digestión externa — explicó Vandal—, como en la larva de dítico. La hidra mata con su mecanismo venenoso, y luego inyecta en el cuerpo de su víctima, a través de los tentáculos, los jugos digestivos que transforman esta carne en un hervido nutritivo, después de lo cual lo sorbe.

Deseoso de examinar al monstruo de más cerca, Vandal, en cuclillas, se aproximó. Al rozar con la mano la carne verde, lanzó un grito de dolor: —¡Cuidado! No lo toquéis. Esto quema. Su mano izquierda se cubrió de pústulas blanquinosas.

—¡Como un celentéreo! Ya sabéis el poder urticante de las medusas. Es el mismo resultado, quizá con idéntico procedimiento. Si se toca, escuece. Su mano se hinchó rápidamente, con dolor sensible, pero el efecto no duró más que dos días.

Mientras tanto, la nube verde de las hidras permanecía inmóvil. Estábamos por allí, inquietos temiendo marcharnos, por si atacaban de nuevo, y también por si mientras Honneger no intentaba un golpe de fuerza sobre el pueblo.

Las propias hidras debían sacarnos de nuestra indecisión.

—¡En retirada! — gritó de pronto Miguel, que las observaba. Saltamos hacia el coche. Vandal penetró en él, después Miguel y finalmente yo mismo. Estaba cerrando la portezuela, cuando una hidra se precipitó sobre el coche, aplastándose contra el techo, que afortunadamente resistió el embate. Las demás, en una ronda infernal, rodeaban a toda marcha el camión, en un fantástico carrusel.

Apresuradamente, levanté el cristal, observando el espectáculo, dispuesto a intervenir. Se produjo un nutrido escopetazo. Ciertamente, los de la guardia no economizaban la pólvora. Las hidras heridas caían al suelo, mientras las demás continuaban el enloquecedor tiovivo. De repente, como obedeciendo a una señal, pasaron con el dardo tendido al ataque. Del camión salió un grito: una hidra debía haber pasado su aparato venenoso por una hendidura del toldo, picando a un hombre. El camión se puso en marcha. Abrimos fuego. En poco tiempo realizamos un buen trabajo. Era difícil, pegadas como iban al camión, alcanzarlas sin herir a nuestros camaradas, pero como ninguna de ellas se ocupaba de nosotros, les dábamos como en un ejercicio de tiro. Demolimos a más de treinta, que sumadas a las víctimas del primer asalto aumentaba el total de sus pérdidas alrededor de las setenta. Esta vez aceptaron la lección y se elevaron definitivamente.

Una de ellas, muerta pero no deshinchada, derivaba en el aire a unos dos metros. Hábilmente, uno de nuestros hombres la cazó con un lazo y la llevamos al pueblo, remolcada como un globo cautivo. Nos llevamos también al granjero, su mujer, su hijo menor y el cadáver medio digerido del mayor. Las doce vacas muertas quedaron allí, como también las hidras, excepto una de ellas, que Vandal mandó cargar con cuerdas para su disección. Contrariamente a nuestros temores nadie había sido picado, y el grito que había oído fue debido al miedo. Pero, en resumen, ahora conocíamos ya la gravedad de la amenaza que la fauna salvaje de Telus representaba para nosotros.

Regresamos al pueblo en plan de triunfadores. Los guardias cantaban. Obreros, en su mayoría, cantaban estribillos revolucionarios. Miguel y yo atronábamos el aire con las trompetas de Aída, de la manera más cursi posible. Pero las noticias que Luis nos comunicó, enfriaron un poco nuestro entusiasmo.