"Los robinsones del Cosmos" - читать интересную книгу автора (Carsac Francis)

VI — EL CAMINO TRAZADO

¡Han transcurrido cincuenta años! Telus ha dado muchas vueltas. La presidencia de mi tío que duró siete años fue enteramente consagrada a la organización. Ampliamos nuestras vías férreas, más de cara al futuro que para el presente, pues nuestra población total no llegaba a las veinticinco mil almas. Por otra parte, creció rápidamente. Los recursos eran sobrados, las cosechas magníficas y las familias fueron numerosas. Yo tuve once hijos, que todos han vivido. Miguel tuvo ocho. El promedio de las familias fue de seis para la primera generación y de siete la segunda. Contrariamente a nuestros temores, no hubo nuevas epidemias. Comprobamos una sorprendente elevación de la talla humana. En nuestra vieja Tierra las estadísticas situaban el promedio humano en 1 m. 65 cm. Aproximadamente era el promedio francés. En cambio, hoy, en Nueva Francia éste alcanza 1 m. 78 cm. En Nueva América es de 1 m. 82 cm. Y en Noruega 1 m. 86 cm. Únicamente los argentinos y sus descendientes puros han quedado a la zaga con 1 m. 71 cm.

Bajo los presidentes siguientes, el americano Grawford y el noruego Jansen, intensificamos especialmente nuestro esfuerzo sobre la industria. Tuvimos una fábrica de aviación, no solamente capaz de construir los tipos corrientes, sino también de estudiar nuevos modelos. El ingeniero americano Stone realizó en Telus una idea que había tenido en la Tierra, y su avión, el «Comet», batió todos los «records» de altura.

Fuimos también exploradores. El resto de mi vida ha transcurrido confeccionando mapas geológicos o topográficos, solo o con mis dos colegas americanos, y muy pronto con la ayuda de los tres mayores de mis siete hijos varones, Bernardo, Jaime y Martín. He volado sobre todo el planeta, navegado por muchos océanos, explorado islas y continentes. ¡Los grandes descubrimientos! Pero con un material en el que jamás Colón o Vasco de Gama hubieran podido soñar. He soportado el calor en el Ecuador, a sesenta grados, y me helé en los polos; he combatido a los Sswis rojos, negros o amarillos, o concluido alianzas con ellos; he afrontado a los calamares y a las hidras, no sin pánico terrible. Y siempre Miguel me acompañó y Martina me esperó, en ocasiones durante meses. Pero no quiero atribuirme la gloria de todos estos descubrimientos. Hubieran sido imposibles sin el coraje y la inteligencia de los marinos y aviadores que vinieron conmigo. Miguel me resultó incomparablemente precioso, y sin la entrega de mi mujer no hubiera podido resistir la terrible fiebre de las marismas que me tuvo en cama, al retorno de mi tercera exploración. Martina me acompañó tres veces, compartiendo, como siempre, las molestias y los peligros, sin lamentarse por ello.

Y yo no me encontré solo. La pasión de los descubrimientos se había apoderado de todos nosotros. ¿Qué decir de la hazaña de Pablo Bringer y Nataniel Hawthorne, que partieron en coche hacia el Sur, que dieron la vuelta al viejo continente, perdiendo su coche a más de 7.000 kilómetros de Nueva Francia, y que regresaron a pie, en medio de goliats, de tigrosauros y de indígenas hostiles? ¿Y qué decir, igualmente, de la aventura del capitán Unset, suegro de Miguel, quien con su hijo Eric y trece hombres dio la vuelta al mundo a bordo de el Temerario, en siete meses y veinte días?

Veinte años después de nuestra primera visita, volví de nuevo con Miguel a la Isla Misterio. Nada había cambiado. Simplemente, la tierra había recubierto un poco la extraña inscripción. Entrando de nuevo en la cabina donde se conservaba la mano momificada, vimos el rastro de nuestros pasos que se habían mantenido al abrigo de la intemperie Al regreso, visitamos la ciudad de las catapultas. En esta ocasión llevábamos con nosotros al hijo de Vzlik, Ssiou, que pudo entrar en contacto con los Sswis rojos, que conocían el acero. El jefe nos enseñó los rudimentarios altos hornos donde lo fabricaban. Consintió en explicarnos la leyenda. Hacía más de trescientos años telurianos, tres extraños seres habían llegado en una barca «que marchaba sola» hasta una playa situada al Sur de la ciudad actual. Al ser atacados, se habían defendido «lanzando fuego». No, precisó el jefe, «flechas cortas que hacen bum» como nosotros, sino largas llamas azuladas. Días más tarde fueron sorprendidos mientras dormían y capturados. Por un motivo olvidado, hubo sobre esta cuestión una violenta disputa en la tribu y la mitad de los Sswis rojos habían partido hacia él Norte. De ellos descendían las tribus de Vzlik. Los extranjeros habían aprendido la lengua y enseñado a los Sswis la fundición del metal. Por dos veces habían salvado a la tribu, debilitada por el ataqué de los Sslwips, «lanzando fuego». Parecían aguardar alguna cosa proveniente del cielo. Después habían muerto; no antes de haber escrito un largo libro que se conservaba como un sagrado depósito en la gruta del templo, con los objetos que les habían pertenecido. Intenté que me describieran a los extranjeros. El jefe no pudo hacerlo, pero nos condujo al templo. Allí, un Sswis muy viejo nos mostró unas pinturas rupestres: unas siluetas pintadas en negro, bípedas, con una cabeza y un cuerpo análogo a los nuestros, pero con unos brazos tan largos que casi llegaban hasta el suelo, y un solo ojo muy bien dibujado, situado en la mitad de la frente. Comparándolos a los Sswis representados a su lado, calculé su talla en dos metros cincuenta. Solicitamos ver los objetos: guardaban tres libros de metal, parecidos al que habíamos encontrado en la Isla Misterio, algunos útiles más comprensibles y el resto de las armas que «lanzaban fuego». Se trataba de tres tubos de 70 cm. de largo, más anchos de un extremo, chapados en su interior de platino. Del otro extremo salía un filamento que debía conectar con una parte desaparecida. Probablemente aquellos seres no habían querido dejar en manos de aquellos salvajes un arma demasiado potente. Al fin, vimos el libro hecho de pergamino, de un espesor de unas quinientas hojas, cubierto de los mismos signos que los del libro en metal. Al lamentarme de que nadie sabría jamás lo que contenía, el viejo Sswis afirmó que estaba escrito en su lengua, y que él sabía leerlo. Después de muchas reticencias lo tomó, y cogiéndolo, probablemente al revés, comenzó a recitar:

—¡Tilir tilir! ¡Aquellos que vengan después, salud! Hemos aguardado hasta el fin. Ahora, dos han muerto ya. Nosotros jamás volveremos a ver a Tilir. Sed buenos para con los Sswis, que tan bien nos han tratado…

Se calló.

— Ya no sé leer más — añadió.

Conseguí hacerle confesar que aquellas líneas, aprendidas de memoria, se transmitían de sacerdote en sacerdote, y que «Tilir» debía servir de contraseña por si otros compatriotas de los extranjeros desembarcaban de nuevo en Telus. Reconoció también, que el libro era doble, una parte escrita en lenguaje Sswis y, a partir de la mitad, en el de los extranjeros. Sea lo que fuere, ello significaba una preciosa clave para su desciframiento y, cuidadosamente, tomé una copia.

Muchos veces he pensado en estas hojas ennegrecidas de curiosos caracteres. Muchas veces he retrasado mi trabajo habitual para comenzar a traducir con la ayuda de Vzlik. En definitiva no tuve jamás tiempo suficiente. Extrayendo el significado, con dificultad, de frases dispersas, he aumentado mi curiosidad sin satisfacerla. Se trata de Tilir, de monstruos, de catástrofes, de hielo y de terror… Hoy el libro está en Unión, donde mi nieto Enrique y Hol, el nieto de Vzlik, un Sswis «humanizado», intentan traducirlo. Parece ser que los seres que lo escribieron venían del primer planeta exterior que es el más próximo a nosotros, y al que llamamos Ares, homologándolo al antiguo Marte de nuestro antiguo sistema solar. Quizá viviré aún lo suficiente para conocer el enigma. Pero será menester que se den prisa.

Nosotros os hemos trazado el camino, pero sois vosotros quienes debéis seguirlo. No hemos resuelto todos los problemas, pero es igual. Los dos de ellos más importantes ni tan sólo han sido esbozados. El primero es el de la cohabitación en un mismo planeta de dos especies inteligentes. Para él no hay más que tres soluciones: nuestra exterminación, que evidentemente para nosotros es la peor, la exterminación de los Sswis — que no queremos a precio alguno— o su aceptación como iguales nuestros, lo cual implica su integración en los Estados Unidos de Telus, de lo que los americanos no quieren saber nada por el momento. Para mí, el problema ni tan sólo se plantea. Son iguales a nosotros, y quizá superiores si tomo, por ejemplo, la obra matemática de Hoi, que pocos entre nosotros comprenden.

El segundo problema es la coexistencia de otra especie inteligente, si vuelven de Ares los desconocidos de la Isla Misterio. ¡Si regresan a Telus antes de que hayamos conseguido dominar el espacio, estaremos más que satisfechos de tener a los Sswis por aliados!