"El Complejo De Di" - читать интересную книгу автора (Dai Sijie)PRIMERA PARTE Trayectoria del espíritu caballeresco1 Un discípulo de FreudUna cadena de hierro forrada de plástico traslúcido rosa se refleja, cual lustrosa serpiente, en la ventanilla de un coche de viajeros, tras la cual las luces de las señales van encogiendo hasta convertirse en puntos esmeralda y rubí y desaparecer en la neblina de una calurosa noche de julio. (Hace sólo unos minutos, en la destartalada cantina de una pequeña estación de las inmediaciones de la Montaña Amarilla, en el sur de China, esa misma cadena, atada a una de las patas de una mesa de falsa caoba, sujetaba una maleta Delsey azul claro con ruedas, provista de un asa desplegable de metal cromado, propiedad del señor Muo, aprendiz de psicoanalista de origen chino, recientemente llegado de Francia.) Para ser un hombre tan desprovisto de encanto y belleza, con su metro sesenta y tres, su delgadez mal conformada, sus ojos saltones y un tanto desorbitados (que las gafas de culo de vaso inmovilizan en una fijeza muy «muosiana»), y su pelo hirsuto y rebelde, el señor Muo se comporta con un aplomo sorprendente: se quita los zapatos de fabricación francesa, que dejan al descubierto unos calcetines rojos con sendos rotos por los que asoman dos dedos huesudos y blancos como la leche descremada; se sube al asiento (una especie de banco de madera sin relleno) para dejar la Delsey en el portaequipajes; le coloca cadena, pasa el asa de un pequeño candado por dos de los eslabones y se pone de puntillas para comprobar que el cierre está bien echado. Tras volver a ocupar su sitio en el banco, alinea los zapatos bajo el asiento, se pone unas chancletas blancas limpia los cristales de las gafas, enciende un cigarrillo, le quita el capuchón a la estilográfica y se pone a «trabajar», es decir, a anotar sueños en un cuaderno escolar comprado en Francia, tarea que se impone como deber de aprendiz de psicoanalista. A su alrededor, el desorden se apodera del vagón de asientos duros (el único para el que aún quedaban billetes): apenas suben, unas campesinas que llevan grandes cestos bajo el brazo o cuévanos de bambú a la espalda inician su menudo comercio, que interrumpirán para bajarse en la siguiente estación. Tambaleándose por el pasillo, venden huevos duros y buñuelos, fruta, cigarrillos, latas de Coca-Cola, botellas de agua mineral china y hasta de agua de Évian. Empleadas en uniforme de los ferrocarriles chinos se abren paso por el único pasillo del abarrotado vagón empujando carritos en fila india y ofreciendo muslos de pato picantes, costillas de cerdo asadas y condimentadas con especias, y periódicos y revistas sensacionalistas. Sentado en el suelo, un chaval de unos diez años y cara pícara embetuna con esmero los zapatos de tacón de aguja de una viajera de edad madura, que llama la atención por llevar unas gafas de sol azul marino, demasiado grandes para su cara, en el tren nocturno. Nadie se fija en el señor Muo ni en la maniática vigilancia de que hace objeto a su Delsey modelo 2000. (Días antes, tren diurno -e igualmente en un coche de asientos duros-, cuando se disponía a poner el broche de oro a sus notas cotidianas con una contundente cita de Lacan, al levantar los ojos del cuaderno escolar, había visto, como en una película muda pasada a cámara lenta, a viajeros que, intrigados por las medidas de seguridad de que rodeaba a su maleta, se habían subido al banco para olerla, palparla y golpearla con manos de negras y melladas uñas.) Aparentemente cuando está absorto en notas, nada puede quitarle la concentración. En el banco de tres lazas, su vecino de la derecha, un buen hombre de unos cincuenta años, espalda ancha y cara alargada y morena, lanza miradas curiosas sobre el cuaderno, disimuladamente al principio y luego con insistencia. – Señor… gafitas, ¿escribe usted en inglés? -le pregunta al fin con un respeto casi servil-. ¿Puedo pedirle consejo? Mi hijo, que va al instituto, es un ceporro, pero un auténtico ceporro, en inglés. – Faltaría más -le responde el señor Muo, muy serio, sin mostrar el menor enfado al oírse llamar «gafitas»-. Voy a contarle una historia relacionada con Voltaire, un filósofo francés del siglo dieciocho. Un día, Boswell le preguntó: «¿Habla usted inglés?» A lo que Voltaire respondió: «Para hablar inglés hay que morderse la punta de la lengua con los dientes. Yo ya soy muy mayor, y he perdido los míos.» ¿Lo ha comprendido? Se refería a la pronunciación de la Aunque inicialmente sorprendido por tan larga respuesta y superado por el discurso, el hombre, una vez recobrado el aplomo, clava en su vecino una mirada torva. Como todos los trabajadores de la época revolucionaria, odia a la gente que posee conocimientos de los que él carece y que, por su saber, simbolizan un enorme poder. Decidido a darle una lección de modestia, saca del bolso un juego de ajedrez chino y lo invita a jugar. – Lo siento -dice Muo en el mismo tono serio-. No juego, aunque conozco perfectamente el Origen de ese juego. Sé de dónde viene y de qué época data… – ¿De verdad escribe usted en francés? -le pregunta su vecino, totalmente desconcertado, antes de dormirse – Sí. – ¡Oh, en francés! -repite el hombre varias veces, y la palabra resuena en el coche nocturno como un débil eco, una sombra, una reminiscencia de la gloriosa palabra «inglés», mientras una mueca de decepción invade su rostro de buen padre de familia. Desde hace once años, en París, Muo pasa todas las noches en la buhardilla convertida en estudio de un edificio de siete pisos sin ascensor (una alfombra roja cubre la escalera hasta el sexto), un lugar húmedo con grandes grietas en el techo y en las paredes, anotando sueños; en primer lugar, los suyos, pero también los de otros. Redacta sus notas en francés, consultando un diccionario Larousse para comprobar cada palabra que intenta cerrarle el paso. ¡Ah, cuántos cuadernos no habrá emborronado!. Los guarda todos en cajas de zapatos sujetas con gomas elásticas, apiladas en lo alto de una estantería de estructura metálica; cajas cubiertas de polvo idénticas a las que los franceses utilizan y utilizarán siempre para guardar las facturas de la compañía eléctrica y de France Telecom, las nóminas salariales, las declaraciones de renta, los extractos de cuentas bancarias, las cuotas de los seguros las mensualidades de los créditos para pagar muebles, coches, reformas… En definitiva, las cajas del balance de una vida. Desde 1989, año de su llegada a París, y durante más de una década (en la actualidad, acaba de cruzar el umbral de los cuarenta, la edad de la lucidez según el antiguo sabio Confucio), esas notas redactadas en un francés arrancado palabra a palabra al Larousse lo han ido transformando, del mismo modo que sus gafas de cristales redondos -enmarcados en una montura tan fina como las del último emperador en la película de Bertolucci- han ido estropeándose con el tiempo, y ahora están renegridas de sudor y salpicadas de manchas de grasa amarilla, y tienen las patillas tan torcidas que ya no caben en ningún estuche. «¿Tanto ha cambiado la forma de mi cráneo?», escribió Muo en su cuaderno tras la fiesta del año nuevo chino de 2000. Ese día se había colocado un delantal, se había remangado la camisa y había decidido poner orden en el estudio. Pero, cuando estaba acabando de fregar los cacharros, amontonados desde hacía tiempo (fea costumbre de soltero) en un oscuro revoltijo que emergía del agua de la pila como un iceberg, las gafas le resbalaron nariz abajo y, ¡plof!, se arrojaron en caprichosa zambullida al baño de burbujas, en cuya superficie flotaban hojas de té y restos de comida, para hundirse entre islotes de cuencos y arrecifes de platos. Con la vista repentinamente nublada, Muo no tuvo más remedio que buscar a tientas bajo la espuma y sacar del fregadero chorreantes trozos de pan, roñosas cacerolas con restos de arroz pegado en el fondo, tazas de té, un cenicero de cristal, peladuras de melón y sandía, cuencos pringosos, platos desportillados, cucharas y algunos tenedores tan grasientos que se le escaparon de las manos y cayeron tintineando al suelo. Pero acabó pescando las gafas. Las limpió y las secó con mimo, y se quedó contemplándolas: los cristales tenían nuevas rayas, finas como cicatrices, y las patillas, ya de por sí torcidas, habían adquirido una curvatura aún más estrambótica. Ahora, en el tren chino que avanza inexorablemente en la noche, ni la dureza del asiento ni la proximidad de otros viajeros consiguen perturbarlo. No se deja distraer ni siquiera por la atractiva señora de las gafas de sol (¿una estrella del mundo del espectáculo que viaja de incógnito?), la cual, sentada junto a la ventanilla, al lado de una pareja joven y frente a tres mujeres de edad avanzada vuelve graciosamente la cabeza hacia él, con un codo apoyado en la mesita plegable. No. Nuestro señor Muo no está en un coche de tren, sino en la mitad de una línea escrita en la lengua de otro país y, sobre todo, en medio de sus sueños, que con tanto pundonor, tanto celo profesional o, más bien, tanto amor, anota y analiza. Por momentos, el placer que le produce su actividad se refleja en su rostro, sobre todo cuando recuerda, recita o aplica a sus sueños alguna frase o un párrafo entero de Freud o Lacan, dos maestros a los que profesa una adoración ilimitada. En esos breves instantes, sonríe y mueve los labios con un gozo infantil, como si acabara de reconocer a un viejo amigo. Sus facciones, tan duras hace sólo un momento, se ablandan como la tierra seca bajo la lluvia; su rostro pierde el contorno minuto a minuto y sus ojos se vuelven húmedos y diáfanos. Liberada de una caligrafía trabajosa, su letra se convierte en un gozoso garabateo de trazos cada vez más amplios, de bucles que tan pronto son vertiginosos como suaves ondulantes, armoniosos. Es la señal de que ha entrado en otro mundo, siempre palpitante, siempre apasionante, siempre nuevo. A veces, un cambio en la velocidad del tren interrumpe el curso de su redacción; el señor Muo levanta la cabeza (que es la de un auténtico chino, siempre en guardia) y, con una mirada desconfiada, comprueba que su maleta sigue encadenada al portaequipajes. En el mismo movimiento reflejo y en idéntico estado de alerta, se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta, provisto de una cremallera, para asegurarse de que su pasaporte chino, su permiso de residencia francés y su tarjeta de crédito siguen allí. A continuación, más discretamente, desliza la mano hacia su trasero y, con la punta de los dedos, palpa el bulto que forma el bolsillo secreto disimulado en su calzoncillo, en el que guarda a buen recaudo y al calor de su cuerpo la nada despreciable suma de diez mil dólares en metálico. En torno a la medianoche se apagan los fluorescentes. En el coche, lleno a rebosar, todo el mundo duerme, excepto tres o cuatro jugadores de cartas insomnes que, sentados en el suelo cerca de la puerta del váter, se entregan al juego y hacen febriles apuestas -los billetes no paran de cambiar de manos-, bajo la bombilla desnuda de la iluminación nocturna, cuya azulada luz arroja sombras violetas sobre sus rostros y los naipes extendidos en abanico contra sus pechos, pero también sobre una lata de cerveza vacía que rueda de aquí para allá sin ir a ninguna parte. Muo le pone el capuchón a la estilográfica, deja el cuaderno en la mesita plegable y mira a la atractiva señora madura, que, sentada en la penumbra, se ha quitado al fin las gafas de sol panorámicas y se está aplicando una capa de crema azulada en la cara, tal vez una mascarilla hidratante o revitalizadora. «Qué coqueta… -se dice Muo-. ¡Cómo ha cambiado China!» A intervalos regulares, la mujer acerca la cara a la ventanilla, examina su reflejo, retira la capa de crema azulada y se aplica otra. La verdad es que la máscara le favorece. La vuelve más misteriosa, casi una mujer fatal, mientras escruta detenidamente su rostro en el cristal. De improviso, el cruce con otro tren proyecta una sucesión de resplandores sobre la ventanilla, y Muo descubre que la mujer está llorando en silencio. Las lágrimas le resbalan por la nariz, trazan surcos en la espesa capa azulada de la mascarilla y la llenan de admirables sinuosidades. Al cabo de unos minutos, las siluetas recortadas y compactas de las montañas y los túneles sin fin dan paso a una llanura inmensa salpicada de Oscuros arrozales y pueblos dormidos. De pronto, aparece una torre de ladrillo sin puerta ni ventanas (tal vez un hangar o un torreón en ruinas) en medio de una explanada iluminada por farolas. En su teatral soledad, la torre avanza majestuosamente hacia Muo con un anuncio publicitario dibujado sobre su muro ciego con unos cuantos ideogramas enormes y negros, que promete: «Cura garantizada de la tartamudez.» (¿Quién la garantiza? ¿Cómo curan al tartamudo? ¿Y dónde? ¿En la torre?) La originalidad del reclamo mural se ve reforzada por una línea vertical, una escalerilla de hierro roñoso que recorre la pared pasando por el centro de la inscripción y tachonando los ladrillos hasta lo alto de la torre. A medida que el tren se acerca, los ideogramas van aumentando de tamaño, hasta que uno de ellos llena la ventanilla del coche, como si quisiera meterse dentro, momento en que la nariz del señor Muo casi parece rozar la herrumbrosa escalerilla, que, para ser francos, independientemente de los peligros inherentes a su altura y a la ley de la gravedad, ejerce una oscura fascinación sexual inequívocamente freudiana. En ese instante, en el duro banco del coche, Muo es presa del mismo vértigo que sintió veinte años atrás (el 15 de febrero de 1980, para ser exactos) en una habitación de seis metros cuadrados con literas que compartían ocho estudiantes: una habitación húmeda, fría, en la que flotaba un olor a desperdicios, agua grasienta y fideos instantáneos que irritaba los ojos y que sigue flotando hoy en día en todos los dormitorios de las universidades chinas. Ese día, poco después de medianoche (las luces se apagaban a las once, siguiendo las estrictas consignas de la dirección), los dormitorios, o sea, tres edificios idénticos de nueve plantas para los chicos y dos para las chicas, estaban sumidos en disciplinada silenciosa oscuridad. El joven Muo, que por aquel entonces contaba veinte años y estudiaba literatura clásica china, tenía en las manos, por primera vez en su vida, un libro de Freud titulado Recuerda las literas y el enorme ideograma que escribió con tinta en la cal de la pared, al lado de su cama, al final de aquella noche de revelación: «Sueño.» Hoy se pregunta qué habrá sido de aquel grafiti de su juventud. No lo escribió en la forma simplificada del chino moderno, ni tampoco en la del clásico, mucho más complicada, sino en la escritura primitiva, de tres mil años de antigüedad, sobre caparazón de tortuga, en la que el ideograma «sueño» se compone de dos partes: a la izquierda, una cama representada en plano gráfico y, a la derecha, un trazo depurado -cuya armonía no tiene nada que envidiar a los de Cocteau, que simboliza el ojo de una persona dormida mediante tres ganchitos inclinados -las pestañas-, y una mano que los señala desde abajo con un dedo, como si dijera: «El ojo sigue viendo incluso dormido. ¡No te fíes!» A finales de los años ochenta, Muo llegó a París tras ganar en China un concurso inhumanamente difícil y obtener una beca del gobierno francés para realizar una tesis de doctorado sobre una de las numerosas lenguas alfabéticas de las civilizaciones de la Ruta de la Seda sepultadas bajo la arena del Takla-Makan el Desierto de la Muerte. La beca, bastante mezquina cuantitativamente (dos mil francos mensuales) tenía una duración de cuatro años, durante los cuales Muo acudió tres veces por semana (los lunes, martes y sábados por la mañana) a la consulta de Michel Nivat, un psicoanalista lacaniano, donde permanecía tumbado en un diván de caoba durante las largas sesiones de confesión con la mirada fija en una elegante escalera de hierro forjado que se alzaba en medio de la habitación y conducía al despacho y la vivienda de su mentor. El psicoanalista era tío de un estudiante al que Muo había conocido en un aula de la Sorbona. Ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco, Nivat había alcanzado tal nivel de asexualidad que, cuando se presentó ante él, Muo tardó un buen rato en conseguir adjudicarle un sexo. Contempló su abundante cabellera, que al contraluz adquiría reflejos de escarcha y destacaba sobre el fondo de un cuadro abstracto colgado de la pared, hecho de trazos y puntos casi monocromos. Su indumentaria atemporal tampoco dejaba traslucir su identidad sexual, y su voz, aunque una pizca demasiado ruda para ser de mujer, resultaba indefinible. El Mentor recorría la consulta con paso agitado y renqueante, y su cojera le recordaba a Muo la de otra persona perteneciente a una época y un país diferentes: su abuela. Durante cuatro años, y a título de favor personal (dada la exigüidad de la beca de Muo), Nivat lo recibió con la calma y la paciencia de un misionero cristiano que escucha benévolamente los miedos y secretos íntimos de un recién convertido tocado por la gracia de Dios. El nacimiento del primer psicoanalista chino se produjo con dolor, aunque no exento de ocasionales visos de comedia. Al principio, como no dominaba el francés, Muo hablaba en chino, lengua de la que su psicoanalista no sabía una palabra; y para colmo, se trataba de un dialecto, el de la provincia de Sichuan, de la que Muo es originario. A veces, en mitad de un largo monologo, dejándose llevar por su superego, Muo se sumergía en sus recuerdos de la Revolución Cultural, y reía y reía hasta que las lágrimas le resbalaban por las mejillas y tenía que quitarse las gafas para limpiarlas, ante la mirada de su Mentor, que no lo interrumpía, a pesar de que en su fuero interno sospechaba que se burlaba de él. En el exterior, la lluvia, que no ha cesado desde la salida del tren, sigue cayendo. Muo se ha dormido, y en sus sueños se mezclan los recuerdos de su pasado parisino, el débil ruido de una tosecilla, la sintonía de una telenovela canturreada por uno de los jugadores de cartas y la preciosa presencia de su maleta, sujeta con la cadena de hierro, en lo alto del portaequipajes… Con un hilillo de saliva en la comisura de los labios, la cabeza de su vecino, el padre del mal estudiante de inglés, se indina, se yergue, vuelve a inclinarse y acaba aterrizando en el hombro de Muo en el preciso momento en que el tren pasa por un puente sobre un tenebroso río. Por un instante, Muo tiene la sensación de que una sucesión de luces lo besan y le escrutan el rostro una tras otra, hasta que una de ellas se posa en él y se queda quieta. Muo abre los ojos. Sin gafas, no ve gran cosa, pero cree distinguir vagamente una vara o un bastón que se balancea ante su cara, primero de delante atrás y luego de izquierda a derecha, en incesante vaivén. Al fin, consigue salir de su modorra y comprende que el bastón es una escoba manejada por una muchacha, de la que no distingue más que la silueta, imprecisa, oscilante e inclinada junto a él, que barre bajo su asiento con amplios y rítmicos movimientos de los brazos. El tren reanuda la marcha y vuelve a detenerse a los pocos metros. La sacudida hace caer de la mesita plegable un objeto que golpea a la joven limpiadora. Son las gafas de Muo, con las patillas torcidas y deformadas. La chica intenta recogerlas, pero Muo se agacha al mismo tiempo y, en su precipitación, se golpea la sien con el palo de la escoba. En el fugaz contacto de sus cuerpos, mientras la joven recoge las gafas y vuelve a dejarlas en la mesa, Muo, sin verla claramente, percibe el olor familiar del jabón Águila, un jabón barato con aroma a bergamota que se desprende de su pelo. En su época, la madre y la abuela de Muo ya se lavaban el suyo con ese mismo jabón en el patio de la casa de vecinos. Él, el pequeño Muo, cogía agua fría del grifo comunitario y la mezclaba con la caliente de un termo para verter sobre la sedosa y abundante cabellera de ébano de su madre (y en ocasiones sobre los plateados cabellos de su abuela) cascadas de vaporosos chorros de agua con una taza esmaltada en la que figuraba un retrato de Mao aureolado de rayos rojos. Acuclillada sobre una palangana colocada en el suelo (y esmaltada con grandes peonías rojas que representaban la grande, grandísima primavera revolucionaria), su madre se restregaba la cabeza con un trozo de jabón Águila de agradable olor a bergamota -un olor de pobreza digna-, cuyas transparentes e irisadas burbujas se deslizaban entre sus dedos cubiertos de espuma, se escapaban, flotaban y volaban por aire. – Dime, muchacha, ¿por qué barres el suelo a estas horas? ¿Es tu trabajo? La chica ríe por lo bajo y sigue barriendo. Lleva una blusa que, gracias a las gafas, Muo identifica como una camiseta de hombre. Una cosa está clara: no es una empleada de los ferrocarriles. Sus pantalones cortos, que le llegan hasta las rodillas y le quedan demasiado anchos, sus zapatos de caucho, baratos y salpicados de barro, y su bolso mugriento y remendado, que lleva en bandolera y cuya cinta subraya la lisura de su pecho, traslucen la miseria. Muo se fija en los finos pelos negros de sus axilas, cuyo agrio olor a sudor se mezcla con el aroma a bergamota de sus cabellos. – Señor -le dice la chica-, ¿puedo mover sus zapatos? – Por supuesto. La muchacha se inclina y, con la punta de los dedos, coge los zapatos de Muo con respeto y delicadeza. – ¡Oh! ¡Calzado occidental! Hasta las suelas son bonitas. Nunca había visto unas suelas así. – ¿Cómo sabes que son occidentales? Yo pensaba que mis pobres zapatos eran discretos, unos zapatos sencillos y corrientes, sin nada de particular. – Mi padre era limpiabotas -le responde la chica con una sonrisa. Luego, deja los zapatos debajo del banco, en un rincón, contra la pared del coche, y añade-: No se cansaba de decirnos que los zapatos occidentales duran mucho tiempo y nunca se deforman. – Acabas de lavarte el pelo, lo sé por el olor. Es de bergamota, un árbol sudamericano, probablemente brasileño, traído a China en el siglo diecisiete, casi al mismo tiempo que el tabaco. – Me he lavado el pelo porque vuelvo a casa. Hace un año que me marché y trabajo como una mula en Pingxíang, una porquería de ciudad, a dos estaciones de aquí. – ¿Y en qué trabajas? – Como vendedora de trapos. En unos almacenes que acaban de quebrar. Gracias a eso, puedo ir a celebrar el cumpleaños de mi padre. – ¿Qué regalo le llevas? Perdona, seguramente te parezco demasiado curioso. Pero, para serte franco, mi trabajo consiste principalmente en estudiar las relaciones que las hijas y los hijos mantienen con sus padres. Soy psicoanalista. – Y eso de psicoanalista ¿qué es? ¿Una profesión? – Desde luego. Se trata de analizar… ¿Cómo te lo explicaría? No trabajo en un hospital, pero pronto tendré una consulta privada. – ¿Es Usted médico? – No. Interpreto los sueños. La gente que sufre me cuenta sus sueños y yo intento ayudarlos a comprenderlos. – ¡Dios mío! Nadie diría que usted se dedica a decir la buenaventura… – ¿Cómo? – ¡Que dice usted la buenaventura! -repite ella. Y, antes de que Muo pueda rechazar esa definición popular del psicoanálisis, la muchacha, señalando con el dedo una caja de cartón que hay en el portaequipajes, le explica-: Es un regalo… Un televisor chino de doce pulgadas, un Arco Iris. Mi padre quería uno más grande, japonés, por las dichosas cataratas, pero es demasiado caro. Mientras Muo contempla, en respetuoso contrapicado, la caja del televisor, prueba de amor filial que se agita en el portaequipajes al ritmo de las sacudidas del tren, la chica suelta la escoba, saca del bolso una esterilla de bambú, la extiende debajo del banco, bosteza sin cumplidos, se quita los zapatos de caucho, los coloca al lado de los de Muo, se agacha y, con movimientos lentos, graciosos, felinos, se desliza bajo el asiento y desaparece. (Tiene que encogerse para que los pies no sobresalgan del banco. Y, a juzgar por el silencio que se apodera de la oscuridad al instante, ha debido de quedarse dormida nada más posar la cabeza en el bolso, que le sirve de almohada.) La ingeniosa litera deja a Muo boquiabierto. Sufre por la muchacha, la compadece, casi está enamorado de ella, cegado por un arranque de piedad que conoce de sobra y que, brotando de sus ojos miopes, deposita sobre los cristales de sus gafas una especie de bruma, a través de la cual ve los pies desnudos de la muchacha, que se estiran y asoman por debajo del banco. Qué hipnótico espectáculo el de esos pies que se cruzan y se frotan uno contra otro lánguidamente cada vez que un mosquito invisible se posa en ellos… La delgadez de los tobillos, constata Muo no deja de tener su encanto, lo mismo que los restos de esmalte coralino en las uñas de los dedos gordos, vestigios de su coquetería. Un instante después, debido a un movimiento de repliegue de las piernas, los pies sucios de la barrendera desaparecen de la vista de Muo, pero su huella queda impresa en su cerebro, donde gira y se demora hasta que el aprendiz de psicoanalista consigue completar las partes que faltan de la imagen de la muchacha tumbada en la oscuridad: las despellejadas rodillas, el arrugado pantalón, la camiseta de hombre empapada en sudor; el polvo, que se pega a la reluciente piel de su espalda, dibuja en su nuca un melancólico cuello de encaje, rodea su boca y aplica un toque de sombra de ojos bajo sus pestañas, pegadas por la transpiración. Muo se levanta y, tras excusarse ante sus dormidos compañeros de viaje y abrirse paso entre los viajeros sentados en el pasillo, se dirige al váter. Cuando regresa, su preciado sitio, minúsculo paraíso hecho de un tercio de asiento, ha sido tomado al asalto por su vecino, el padre del mal estudiante de inglés, cuya cabeza reposa sobre la mesita plegable, en una postura tan inamovible como si le hubieran pegado dos tiros a bocajarro. El resto del asiento está ocupado por otro usurpador que, con un hilillo de baba en la comisura de los labios, tiene la cabeza apoyada en el hombro del padre de familia. En el otro extremo, el del pasillo, está sentada una campesina. Con la camisa abierta, amamanta a una criatura apretándose con la mano el turgente pecho izquierdo. Malhumorado, Muo acepta su pérdida y se sienta gruñendo en el suelo, junto a ella. La bombilla que ilumina los torsos desnudos y a los jugadores de cartas arroja un débil rayo de luz sobre el gorrito rojo del bebé. «¿Por qué lleva eso en la cabeza, con este calor infernal? -se pregunta Muo-. ¿Estará enfermo? ¿No sabe su madre que un afamado psicoanalista dijo, refiriéndose a un hada de una leyenda europea, que “su gorro rojo no es otra cosa que el símbolo de sus menstruos”?» En ese instante, el gorrito rojo, o la palabra «menstruos», prende una llama que incendia inmediatamente su cerebro. «¿Será virgen la chica?» De pronto, un trueno brama y resuena en su cabeza. Su estilográfica se cae de la mesita plegable, rebota en el suelo y, como si fuera presa de una crisis nerviosa, continúa hacia el otro extremo del pasillo, donde Muo, sin capacidad de reacción, la ve rodar y rodar, en un movimiento tan impetuoso como el del tren. Su mirada sigue clavada en el gorrito rojo del bebé. En el interior de su cabeza, Muo se oye repetir esta frase: «Es verdad; si es virgen, eso lo cambia todo.» La criatura aprieta los párpados, abre de par en par la boca, manchada de leche, y rompe a llorar. A Muo le horrorizan los berrinches infantiles. Aparta los ojos. Contempla las sombras que se desplazan de rostro en rostro dentro del coche, las palpitantes luces que se suceden en el exterior, una gasolinera desierta, una calle flanqueada de tiendas con escaparates ciegos, edificios en construcción rodeados de andamios de bambú que se van estrechando conforme ascienden hacia el cielo. El bebé del gorrito rojo, que se ha cansado de llorar, se inclina hacia Muo y lo golpea en la cara con su caprichoso e inocente puño; la madre, agotada y somnolienta, lo deja hacer. Muo recibe los golpes sin intentar esquivarlos, mientras sigue con la mirada la lata de cerveza que hace un rato rodaba entre los jugadores de cartas y ahora atraviesa el vagón, cruza un charquito de agua, o de pipí de niño, rodea un enorme escupitajo y se detiene frente a él, tan cerca que a pesar de la escasa luz, Muo puede distinguir una rajita en la pared de hojalata. Un soplo de aire caliente le acaricia el cuello y vuelve la cabeza, soltándose de los brazos maternos, el bebé se le acerca, hunde la naricilla en su nuca y la olfatea como si buscara algún olor en ella. Luego, le lanza una mirada recelosa, casi hostil, arruga a la minúscula nariz y reanuda su inspección olfativa. ¡Qué horror! Estornuda y vuelve a llorar. Esta vez llora con ganas, a pleno pulmón, soltando gritos tremendos y desgarradores. De pronto, un escalofrío recorre la espina dorsal de Muo, que es presa de la angustia cuando su mirada se encuentra con la del bebé, severa, acusadora, como si la criatura comprendiera lo que se esconde en el fondo del cerebro de Muo, ese extraño provecto, o más bien ese extraño delirio de encontrar a una joven virgen para conseguir el fin al que se ha consagrado, un fin que un día podría provocar la estupefacción general. Con un movimiento brusco, Muo le vuelve la espalda para ahuyentar esas ideas, que amenazan con desorientarlo y quebrantar su determinación de médico de las Almas. Perseguido por el llanto del bebe, se desliza a cuatro paras bajo el duro asiento, sumido en una oscuridad impenetrable. Al instante, lo asalta la sensación de haberse quedado ciego. Envuelto en repugnantes efluvios, tiene que taparse la nariz por miedo a asfixiarse. Durante unos segundos recuerda olores de hace mucho tiempos de su infancia al comienzo de la Revolución Cultural, cuando bajaba al subterráneo en el que permanecían encerrados su abuelo, pastor cristiano (no es de extrañar que la sangre del Salvador corra por sus venas), y otros prisioneros: el hedor a orines, sudor agrio, suciedad, humedad, a cerrado y también a putrefacción de los cadáveres de las ratas que cubrían los estrechos peldaños de la escalera y con los que tropezaba constantemente. Ahora comprende por qué la ex vendedora de Pingxiang ha barrido bajo el banco tan cuidadosamente antes de meterse dentro, y no se atreve a imaginar la fetidez que habría reinado allí sin tan escrupulosa limpieza. Geográficamente hablando, el microcosmos underground no es tan pequeño como lo había imaginado. En compensación a la escasa altura, el espacio corresponde al de dos bancos: el de Muo y los dos usurpadores, y el de detrás, sujeto al primero mediante un respaldo común. La iluminación, a derecha e izquierda, es mortecina, vaga, cien veces más débil que fuera, insuficiente para ver con claridad; pero Muo siente instintivamente la presencia del cuerpo de la bella durmiente, extendido en el suelo como un montón de ropa o de hojas secas. No lamenta haber dejado las cerillas en la mesita plegable, ni el encendedor en la maleta encadenada al portaequipajes. Se las arreglará sin echar demasiado de menos la luz. La oscuridad que lo envuelve le parece misteriosa, acogedora, romántica, casi sensual. Tiene la divertida sensación de ser un aventurero que avanza a tientas por un pasadizo secreto, bajo una pirámide o en una vieja cloaca romana, en busca de algún tesoro. Por costumbre, antes de meterse del todo, comprueba cari un gesto mecánico que el dinero sigue en su calzoncillo, y el permiso de residencia francés en el bolsillo interior de su chaqueta. Centímetro a centímetro, avanza reptando en sentido oblicuo, con una ceguera temporal de la que cree poder sacar partido, un inconveniente que tal vez se convierta en ventaja. De pronto, con un ruido sordo, algo -sin duda, la huesuda rodilla de la chica- le golpea el rostro y le hunde las gafas en el hueso de la nariz. Un dolor espantoso le arranca un grito y hace que el oscuro mundo El grito del Salvador romántico no provoca ninguna reacción en la bella durmiente. – Escucha, muchacha. -Su voz, baja, sincera, de nieto de pastor, resuena en la oscuridad-. No tengas miedo. Soy el psicoanalista con el que has hablado hace un rato. Me interesas. Me gustaría que me contaras uno de tus sueños, si te acuerdas de alguno. Si no, dibújame un árbol… No importa cómo sea, grande o pequeño, con hojas o sin ellas… Yo interpretaré tu dibujo y te diré si has perdido o no la virginidad. A cuatro patas, Muo hace una pausa y espera la reacción de la chica rumiando lo que acaba de decir. Está bastante satisfecho del tono perentorio que ha utilizado para hablarle de su virginidad, y cree haber disimulado bastante bien su propia inexperiencia sexual. La muchacha sigue sin decir palabra. En la oscuridad, Muo siente que sus dedos entran en contacto con uno de los pies descalzos de la chica, y el corazón empieza a palpitarle con fuerza. Envuelve ese pie invisible en una mirada afectuosa. – Sé que me oyes -continúa Muo-, aunque no me hayas respondido. Supongo que mi proposición te ha desconcertado. Lo entiendo, y creo que se impone una explicación: la interpretación de un dibujo no es ni una patraña de charlatán ni un invento personal. Lo aprendí en Francia, en París, en una conferencia organizada por el Ministerio de Educación francés. Aún me acuerdo de los árboles que garabatearon un chico y dos chicas, más jóvenes que tú, víctimas de agresiones sexuales. Arboles negros, húmedos, enormes, de una violencia inaudita, como brazos amenazadores, peludos, erguidos en una especie de tierra de nadie. Mientras habla, siente que su peor enemigo -su propio subconsciente o su superego, dos conceptos inventados por Freud- surge violentamente, dispuesto a hacer estragos en su cabeza. Acaricia el pie invisible, frío pero sedoso. Explora el delicado relieve, palpa la huesuda arista, que parece temblar bajo el contacto de sus dedos… Por último, posa la mano en el tobillo, tan delgado, tan frágil, y, al sentir la delicada vibración de un pequeño hueso, su sexo se endurece. En la casi total oscuridad, ese pie, que no ve, adquiere otra dimensión. Cuanto más lo toca, más se transforma su sustancia, y, poco a poco, su esencia, su naturaleza se superpone a la de otro pie con el que Muo el Salvador topó veinte años atrás, como tantas veces confesó a su psicoanalista (que, sin embargo, cometió el error de minusvalorar esa pista, para privilegiar la de la infancia). Era un día de primavera, a comienzos de los años ochenta. Escenario: el oscuro y bullicioso comedor de una universidad china, abarrotado por miles de estudiantes, todos ellos con cuencos esmaltados y juegos de palillos en las manos. El altavoz aullaba poemas en loor de la nueva política del gobierno. Todos hacían cola. Ante cada una de las veinte cochambrosas ventanillas, una larga, interminable columna de negras cabezas flotaba en una bruma vaporosa y un ambiente de disciplinada formalidad. Tras una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, Muo dejó caer un vale de comida lleno de manchas de salsa de soja, grasa y gotas de sopa. En la confusión general, el vale salió volando y aterrizó, «casualmente», junto a los zapatos de una estudiante, contra los que el sol, que se colaba por los cristales rotos de una ventana enrejada, disparaba sus flechas. Los zapatos de terciopelo negro suelas finas como hojas de papel, desvelaban la arista del pie y unos calcetines cortos color blanco. Con el corazón palpitante como el de un ladrón, Muo se agachó ante aquellos pies medio ocultos tras los especiados vapores de la cocina y extendió la mano hacia el vale. Al cogerlo, rozó con las puntas de los dedos los zapatos de terciopelo y vibró al sentir un dulce calor a través de los calcetines blancos. Luego, levantó la cabeza y, en la neblina del comedor, vio que la estudiante le lanzaba una mirada en la que no había ni curiosidad ni sorpresa. Le sonreía, con una complacencia turbadora. Era ella, H. C., su compañera de clase, especializada como él en el estudio de los textos clásicos. (H. es su apellido, compuesto por un ideograma cuya parte izquierda significa «antiguo» o «viejo» y cuya parte derecha significa «luna», En cuanto a su nombre, C., también consta de dos partes; la izquierda quiere decir «fuego» y la derecha, «montaña» Jamás ha habido nombre tan cargado de soledad: «Volcán de la Vieja Luna.» Pero tampoco lo ha habido tan dotado de gráfica belleza magia sonora. Aún hoy, Muo se derrite apenas pronuncia esas dos palabras.) Por segunda vez, soltó el vale, que cayó al suelo en el mismo sitio que la anterior, Y, por segunda vez, al recogerlo, sintió en la punta de los dedos los largos y móviles dedos de la chica, ocultos bajo el terciopelo negro. En la oscuridad, los crujidos del suelo se suavizan y los chirridos de las ruedas del tren se atenúan, en el mismo instante en que en Muo se produce una reacción que le arranca un gemido, mitad de éxtasis, mitad de sufrimiento y vergüenza: un chorro ardiente brota de su entrepierna y le moja el calzoncillo y el pantalón, aunque por fortuna respeta el bolsillo en el que tan celosamente guarda su dinero. El tren se detiene. Desde el andén, haces de luz temblorosa iluminan el coche y penetran parcialmente bajo el banco. En ese momento, Muo se queda estupefacto al ver que el pie que no ha parado de acariciar, la causa de su vergüenza, no es otra cosa que el palo de la escoba, abandonada en la oscuridad. Con los ojos cerrados y la cara entre las manos, se tumba boca arriba y reza para que el tren se ponga en marcha enseguida y la oscuridad vuelva a cubrir las huellas de su humillación; pero tanto dentro como fuera reina un silencio asfixiante. El tren no se mueve. De pronto, bajo el banco resuena una voz masculina: – ¿Dónde estamos? Sobresaltado, Muo se vuelve y se tumba boca abajo para ocultar la mancha del pantalón. La brusquedad del movimiento hace que se le caigan las gafas. – ¿Quién es usted? ¿Dónde está la muchacha de Pingxiang, la vendedora de ropa? – Se ha ido. Me ha dejado el sitio por tres yuans. Muo comprende que, durante los breves instantes en que se ha ausentado para ir al lavabo, la situación debajo del banco ha cambio en su perjuicio. ¿Se habrá ido la chica en ese momento?. Deseoso de saber más, se acerca al hombre, que ha vuelto a dormirse, y comprueba que los zapatos de caucho de la muchacha han desaparecido. Pero tarda varios minutos en darse cuenta de que los suyos (occidentales, resistentes e indeformables) tampoco están. Con la ropa cubierta de polvo, el pantalón mojado y la cara tiznada, Muo saca la cabeza y, al alzar los ojos hacia el portaequipajes, es presa de un violento vértigo: de la cadena, cortada no se sabe cuándo ni por quién sólo queda un pequeño trozo que cuelga en el vacío, reluciendo a la luz de las farolas. Descompuesto, fuera de sí, se precipita hacia la puerta del coche. Baja. Fuera, la llovizna que flota en el aire envuelve la estación en una nube de vapor tan densa que por un instante Muo cree haber perdido la vista. Corre de un extremo a otro del andén gritando, pero su grito se pierde entre los relucientes raíles, los viajeros que suben y bajan y los ferroviarios, que charlan ante las puertas de los vagones, comen fideos instantáneos acuclillados en el andén o juegan al billar en el despacho del jefe de estación, convertido recientemente en karaoke iluminado con tubos del color del rayo, como un decorado teatral. Por descontado, nadie se ha fijado en la ladrona de la maleta azul claro con ruedas, marca Delsey. «Cuando volví de hablar con un policía, el tren ya se había alejado», anota Muo en un cuaderno nuevo de tapas gris perla, que ha comprado a la mañana siguiente. También ha adquirido una maleta cuadrada, negra, sin ruedas, una cadena de hierro más gruesa y de eslabones más fuertes que la otra, y un teléfono móvil. «Eché a correr detrás del tren, pero no pude alcanzarlo. Luego, durante un buen rato, caminé bajo la lluvia a lo largo de las vías, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, grité el nombre de H. C., Volcán de la Vieja Luna, encarnación de la belleza y la sabiduría, y le supliqué que me ayudara.» Tras redactar esas notas en la habitación de un pequeño hotel, hace un inventario de varias páginas en el que enumera, artículo por artículo, con la mención del precio en francos y en yuans, el contenido de la maleta desaparecida, sin olvidar los zapatos, los cuadernos, el termo de viaje, etc., con el propósito de dirigir una reclamación a la dirección de la compañía ferroviaria. Pero, al cabo de un rato, suelta una carcajada. «Cualquiera diría que ya no conoces tu gran patria…» Rompe la hoja, arroja los trozos de papel por la ventana de la habitación y se contenta con reír. |
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