"El Complejo De Di" - читать интересную книгу автора (Dai Sijie)

2 El drama prenupcial de una embalsamadora

– Dime, ¿cuándo supiste por primera vez que existían los homosexuales?

– Fue… Espera que cuento… Creo que tenía veinticinco años.

– ¿Estás segura? ¿Veinticinco años? ¿Tan tarde?

– No has cambiado nada, Muo. Sigues teniendo la dichosa manía de poner el dedo en la llaga ajena… Yo soy frágil, ¿sabes? Como todas las mujeres de cuarenta años.

– Al menos, creo poder calmar el dolor, si la llaga aún no ha cicatrizado. Ahora, si te parece, considera nuestra conversación telefónica, a casi mil kilómetros de distancia, como una sesión de psicoanálisis gratuita.

– Para el carro, Muo. Me llamas para felicitarme por mi cumpleaños. De acuerdo, estoy muy conmovida. Te lo agradezco. Pero no hagas el tonto. Ya no somos compañeros de colegio. Soy viuda y, por si fuera poco, embalsamadora de cadáveres.

¡Qué palabra tan magnífica! «Embalsamadora.» Aunque no sé nada sobre ese oficio, ya me encanta. Es como esas películas que te gustan incluso antes de verlas.

– ¿Y?

– ¿Por qué estás tan a la defensiva? Sabes que, de todas formas, me guardaré para mí todo lo que me digas. Un psicoanalista, como un sacerdote, nunca revela los secretos que le confiesan. Es cuestión de ética profesional. Confía en mí. Hablar sólo puede hacerte bien. Inténtalo.

– ¿La primera vez que supe que existían?

– Sí, los homosexuales. Cualquiera diría que te asusta la palabra…

– Antes de los veinticinco años, nunca la había oído pronunciar.

– ¿Te acuerdas exactamente de la primera vez?

– Sí… Fue unos dos años antes de que me casara, aunque Jian y yo ya éramos novios. Él trabajaba como profesor de inglés en un instituto. Fue un sábado; en esa época, los sábados eran laborables. Vino a buscarme al tanatorio, hacia las seis de la tarde. Subí a la parte de atrás de la bicicleta, al portaequipajes, como de costumbre. Él pedaleaba…

(Pedaleaba. Pédale [1]: Al otro lado de la línea, Muo piensa en la expresión francesa. En aquella época, veía a menudo a aquel chico alto y cargado de espaldas, con su alargado y pálido rostro de erudito, su larga melena impecablemente peinada y su irreprochable pulcritud, pedaleando en su bicicleta. Cuando llegaba al pie del edificio de hormigón gris en el que vivían la familia de la Embalsamadora y la de Muo, frenaba y se quedaba inmóvil en la bicicleta durante unos segundos, como un equilibrista, antes de poner los pies en el suelo con un movimiento lento, casi indolente. Siempre dejaba la bicicleta lejos, como si temiera que se confundiera con la masa oscura de las otras bicicletas aparcadas ante la entrada del edificio.)

– Como de costumbre, pasamos ante el conservatorio de música y luego ante la fábrica de caramelos y la de neumáticos.

– A propósito tengo una preguntilla indiscreta, pero muy importante para un psicoanalista freudiano como yo. La chimenea de la fábrica de neumáticos, ¿no ha salido nunca en alguno de tus sueños? Ya sabes, esa chimenea alta, muy alta, que alza hacia el cielo su enorme conducto en forma de sexo…

– No. Nunca. Odio esa chimenea, que día tras día escupe su humo negro al cielo y lanza hollín y porquería por todas partes: sobre las calles, sobre las casas, sobre los árboles… Y, sobre todo, siempre que va a llover, cuando el calor se hace insoportable, el espeso humo flota por encima de tu cabeza, o te da en plena cara y no te deja respirar. Un horror. A mí lo que me gusta es pasar por delante de la fábrica de caramelos. ¡Qué bien huele! ¿Lo recuerdas?

– Ya lo creo. Cuando éramos pequeños, en los años sesenta, despedía un olor a caramelos de leche y vainilla, unos caramelos que me encantaban y que no he vuelto a ver en ningún sitio. Bueno, Continúa… Ibais en bicicleta, envueltos en el humo negro de la fábrica de neumáticos.

– Bueno, si prefieres verlo así… Cuando llegamos a la puerta de la Ópera de Sichuan, empezaba a oscurecer, Jian tomó un atajo.

Ya sé a cuál te refieres: un camino estrecho de tierra, que bordea una alcantarilla a cielo abierto, siempre llena de barro maloliente. Un sendero salpicado de baches. Imagino que no irías muy cómoda, sentada en el portaequipajes…

– Lógicamente, debido a su mal estado, poca gente cogía ese sendero. No sé si recordarás que, a medio camino, había una especie de cobertizo…

– Te refieres a los aseos públicos para hombres.

– ¿Aseos? ¿Estás de broma? Urinarios, como mucho.

– Es verdad. Era una caseta de ladrillos, oscura y húmeda, medio derrumbada, con una cubierta de tejas llena de agujeros por los que entraba la luz. Siempre había un enjambre de moscas que no paraban de danzar. Y ni una sola bombilla. Charcos de agua por todas partes. El suelo no estaba seco nunca, ni cuando hacía buen tiempo, así que imagínate cuando llovía. No había quien entrara. Todo el mundo meaba desde la puerta. A veces, hacíamos competiciones, nuestros juegos olímpicos particulares, para ver quién meaba más lejos.

– Ese día, los aseos públicos, como tú los llamas, estaban rodeados de policías. Al principio, de lejos, sólo vi sombras alrededor del cobertizo. Eso me sorprendió. Luego, cuando estuvimos más cerca, distinguí cañones de fusiles, que brillaban a la luz de la farola. Policías de uniforme. Todo estaba en silencio. Eran muchos. Detuvieron a una docena de hombres, jóvenes y no tan jóvenes. No llegué a verles la cara; salían del cobertizo en fila india, con la cabeza gacha. El camino estaba cortado por los policías. Bajamos de la bicicleta y avanzamos a pie. Le pregunté a mi futuro marido quiénes eran aquellos desgraciados. «Homosexuales», me respondió. Era la primera vez en la vida, a mis veinticinco años, que oía esa palabra.

– ¿Qué hacían en los urinarios?

– Jian me explicó que era su lugar de encuentro. Pasaron ante nosotros con el cuerpo encorvado, escoltados por los policías, y se dirigieron hacia un furgón blindado con las ventanillas enrejadas. No sé, con su actitud avergonzada de criminales, parecían animales a los que les hubieran partido el espinazo. Hasta los policías los miraban de un modo extraño, con curiosidad. El silencio era impresionante. Se oía el zumbido de los cables del telégrafo resonando en el viento. Al lado, el agua de la alcantarilla borboteaba entre las piedras, y a mí, que tenía el estómago vacío, me gruñían las tripas. Jian iba con la cabeza baja y los ojos clavados en la rueda delantera de la bicicleta, cubierta de barro. Cuando volvimos a montar en ella, apoyé la mejilla en su espalda y, a través de la camisa, noté que estaba empapado en sudor frío. Le hablé. Pero no me respondió. Desde esa noche, no volvimos a coger ese camino.

– ¿Solía ir a buscarte al trabajo?

– Sí, me llevaba a casa en bicicleta casi todos los días.

– Era muy amable por su parte. Yo ni enamorado habría tenido tanto valor. Los muertos me asustan.

– A Jian no le asustaban.

– ¿No irás a decirme que la muerte lo fascinaba, que lo atraía? ¿Sí? Entonces, tenía una psicología muy parecida a la de los occidentales. Un hombre interesante… Siento no haber podido psicoanalizarlo.

– ¿Sabes dónde nos conocimos, Jian y yo? En el tanatorio, en la misma sala en la que sigo trabajando hoy en día.

– Te escucho.

– Fue a principios de los ochenta. Hace casi veinte años, ya ves. Ya ni siquiera recuerdo cómo iba vestido ese día.

– Piensa un poco, seguro que te acabas acordando.

– No, tengo sueño. Seguiremos mañana, ¿de acuerdo?

– Quiero saber cómo os Conocisteis Por favor…

– Mañana.

– Hasta mañana. Te llamaré.


* * *

– Serían las cinco de la tarde. Mi jefe y mis compañeros se habían ido a jugar un partido amistoso de baloncesto contra los bomberos. Al entrar en la sala de ceremonias, encontré a Jian ante el cuerpo de una mujer que yacía en una camilla con ruedas. Recuerdo su larga melena, cuidadosamente peinada, que le caía sobre los hombros. Recuerdo su rostro triste y tenso, su mirada afligida y, sobre todo, su perfume. No sé si te acordarás, pero en esa época, a comienzos de los ochenta, los perfumes eran algo rarísimo. Hasta para los ricos. Apenas entré en la sala, reconocí que aquel olor era de un auténtico perfume, con una pizca de rosa y mucho de geranio; un olor refinado, almizclado, exótico. Jian tenía en las manos un grueso collar de perlas que acentuaba grotescamente su feminidad y al que no paraba de dar vueltas entre los dedos, como un religioso que desgrana un rosario. Tenía los dedos cortos y bastos (mucho después supe que se debía a su reeducación en un pueblo de alta montaña, durante la Revolución Cultural) y dos cortes tremendos en la mano derecha.

– Y tú, ¿cómo ibas vestida ese día?

– Llevaba bata y guantes.

– ¿Una bata blanca?

– Sí. Como una enfermera. Siempre llevo una bata inmaculada que huele a lejía. No como mis compañeros. ¡Si vieras sus batas! No las lavan hasta que la suciedad forma una espesa capa de grasa negra, aceitosa y brillante.

– Comprendo. A Jian le gustaba la gente que vestía con pulcritud.

– Ni siquiera me miró. Tenía los ojos clavados en una de las orejas de su madre, junto a la que había una mancha azul. El primer signo de descomposición de un cadáver. Se sacó del bolsillo una pequeña nota redactada por el director del tanatorio, que había obtenido no sé cómo y que lo autorizaba excepcionalmente a asistir a embalsamamiento, siempre que se limitara a observar con discreción. Por aquel entonces, yo todavía no era embalsamadora. El demonio sabrá qué locura me entró, pero el caso es que no le dije que yo no era más que la peluquera y que había que esperar al jefe para el embalsamamiento propiamente dicho.

– ¿Es frecuente que haya esa clase de observadores?

– No, es muy raro.

– ¿Sabes?, escuchándote, empiezo a sentirme identificado con ese pobre muchacho. Apuesto a que el perfume que llevaba era el de su madre, y el collar de perlas, también.

– ¡Bravo por mi psicoanalista francés! Ya veo que no eres tonto del todo. Pero, dime: ¿por qué no te has casado todavía? ¿Sigues enamorado de aquella compañera de universidad que pasaba totalmente de ti? ¿Cómo se llamaba? ¿No era Volcán de no sé qué?

– Volcán de la Vieja Luna. Pero no te consiento que hables de ella en ese tono burlón. Vamos, déjate de bromas y sigue contando.

– ¿Por dónde íbamos?

– Tenías que embalsamar a su madre.

(De pronto, en su hotel barato, unos ruidos procedentes de la habitación contigua atraen la atención de nuestro psicoanalista. El agua borbotea en las tuberías, un hombre canta en la ducha, una cisterna ruge como una cascada que cayera desde un precipicio justo encima de su cabeza, con tal estrépito que, en el cielo raso, las viejas grietas tiemblan, se ensanchan y se transforman en heridas abiertas de las que llueven partículas de cal, que ponen una nota cómica en la sesión de psicoanálisis. Luego, se oye el chorreo constante, monótono, suave, de la cisterna al llenarse, mezclado con el ruido de una lavadora, lo que retrotrae a Muo a un lejano domingo de primavera de hace veinte años, un domingo cuyos sonidos regresan a su mente cómo una vieja canción. Vuelve a ver a la Embalsamadora y a su novio rodeados por todos los habitantes del patio de vecinos ante el grifo comunitario, al lado de una flamante lavadora, comprada poco antes de la boda. Era su primera inversión conyugal. Verla llenarse de agua bastaba para colmarlos de felicidad. Muo recuerda que en esa época todavía no había taxis en aquella ciudad de ocho millones de habitantes y que la pareja había vuelto a casa andando, él, sujetando el manillar de la bicicleta y ella detrás, empujando, radiante de felicidad. En el portaequipajes, traqueteaba una lavadora de la marca Viento del Este -un producto salido de una fábrica local del mismo nombre-, atada a la bicicleta con cuerdas de paja trenzada. Todo un acontecimiento digno de entrar en los anales de aquel patio de vecinos que compartían varios centenares de familias de médicos y enfermeras. ¡Qué ovación! Cuando llegaron, una muchedumbre de niños, adultos y médicos, entre los que había varios que habían sido eminentes, se arracimó alrededor del electrodoméstico. Unos lanzaban exclamaciones de asombro y otros acribillaban a los novios a preguntas sobre el precio o el funcionamiento. A petición popular, la pareja aceptó hacer una demostración pública. La Embalsamadora subió a buscar su ropa sucia, mientras Jian, su prometido, colocaba la maquina junto al grifo comunitario. Muo, que también estaba allí, tenía la sensación de asistir a la ceremonia de lanzamiento de un cohete espacial. Cuando Jian aplicó el Pulgar al botón de puesta en marcha, unas luces rojas y verdes empezaron a parpadear encima de la puerta de carga, tras la cual las prendas se empaparon y empezaron a girar en el flujo y reflujo del agua con un borboteo de río e infinidad de burbujas, que el sol de primavera irisaba de estrellas multicolores. Cogida del brazo de Jian, la Embalsamadora daba vueltas alrededor del aparato, lo inspeccionaba, lo tocaba y lanzaba exclamaciones, mientras el chasis blanco vibraba con creciente violencia, imitando de vez en cuando el ruido de un avión al despegar.

Tras unos minutos de sacudidas, la demostración concluyó con la apertura de la portezuela ante las expectantes miradas del vecindario. De rodillas ante la máquina, la pareja sacó con veneración las prendas recién lavadas. Estaban irreconocibles, totalmente desgarradas y reducidas a jirones por el despiadado Viento del Este.)

– Su madre no tenía un aspecto muy agradable, te lo aseguro. Cuando me acerqué, me llevé una fuerte impresión. Pero lo que me impresionó no fue la falta de color, pues a eso estaba acostumbrada, sino que tenía la cara tan deformada como si hubiera agonizado entre las convulsiones de un odio feroz. Los músculos del rostro estaban petrificados en un alarido de cólera, o de no sé qué. Era realmente extraño. Los ojos desorbitados, la boca torcida, las encías al descubierto, como un caballo alcanzado por la explosión de un obús, relinchando en un mundo gris, negro y blanco… La mujer era lingüista, según me explicó Jian con voz entrecortada por los sollozos, apenas audible. Había muerto en la frontera chinobirmana mientras realizaba una investigación sobre una lengua hablada por una tribu primitiva y matriarcal. Quería demostrar que la mayoría de las palabras de esa lengua procedían del antiguo chino de la época de los Reinos Combatientes, antes del primer emperador. En realidad, ni siquiera eran palabras, sino raíces de palabras, una sucesión de silabas extrañas e insólitas, de vocales aisladas, de consonantes explosivas…

– Dejando de lado las consideraciones lingüísticas, ¿qué decía el informe de la autopsia?

– Dudaba, con términos especializados, entre una extraña enfermedad tropical y una intoxicación alimentaria causada por una planta o una seta venenosa, porque el hígado se había deshecho en migajas entre los dedos del forense. Jian parecía totalmente perdido, superado por la desgracia, y también por los preparativos del funeral. El pobre estaba completamente solo.

– ¿Y su padre? Creo que también es lingüista…

– Trabaja en Pekín. El matrimonio se divorció a finales de los años sesenta. La madre crió al hijo sola. Jian quería a toda costa que estuviera guapa en la muerte, que tuviera un aspecto digno de una gran lingüista, y no aquella mueca demoníaca. Pero el cuerpo había sido repatriado en avión y, como te decía, ya había empezado a descomponerse. Al cerrarle los ojos -fue mi primer reflejo profesional-, vi que tenía manchas azuladas en las sienes y el cuello. Le dije a Jian que no podíamos perder un minuto. Como los empleados que se encargaban de trasladar los cadáveres se habían marchado con el jefe y los ascensores destinados a ese tipo de transporte estaban cerrados con cadena y candado, tuvimos que llevar a su madre al primer piso por nuestros propios medios y la instalamos en un lecho de hielo en la sala de embalsamamiento. Levantamos el cadáver envuelto en una manta. Estaba rígido. Yo lo cogí por los hombros, Jian, por los pies, y, dando tumbos, nos dirigimos hacia la escalera. Jian no decía nada. Tenía la expresión de quien ha dejado de pensar. Avanzaba con paso vacilante, como si tuviera piernas de madera. Sufría. Para agarrar mejor a su madre, se puso el collar de perlas al cuello, y vi que tenía la cara llena de lágrimas. La escalera no estaba lejos, pero a cada paso me parecía que el cadáver era más pesado y se deslizaba un poco más hacia el suelo. Tuvimos que hacer un par de altos en el camino para que yo pudiera recuperar el aliento. Me llegaba el perfume de Jian. En una de las pausas, me acuclillé contra la pared y, jadeando, me puse la cabeza de su madre entre las rodillas. Cerré los ojos y me quedé inmóvil. Jian estaba allí, muy cerca de mí, pero yo no lo veía, no oía ni su respiración ni su voz, solamente aspiraba su perfume a geranio, a geranio quemado, con un toque de rosa y almizcle menos pronunciado que al principio, o eso me pareció entonces. ¿Qué opinas? ¿Subjetivo? Puede ser. Aquel olor, que aspiraba con avidez, penetraba en mi cuerpo, me inundaba. Yo estaba allí, como en un sueño, con la cabeza de su madre en el regazo y los ojos cerrados. Me llenaba de aquel aroma a geranio hasta la asfixia, hasta tener la sensación de estar transformándome en su alargado y exquisito fruto. ¿Nunca has visto el fruto del geranio? ¿Cómo te lo describiría? Se parece al pico de la grulla blanca; tiene su misma elegancia.

– ¿Cómo subisteis la escalera? ¿Los dos a la vez?

– No, era una escalera de hormigón, empinada y, lo que es peor, estrecha. Al llegar al pie, Jian dijo que era mejor que subiera solo, que sería más fácil. Primero intentó llevar a su madre en brazos, como a veces se ve hacer en las películas. Ya sabes, cuando el marido, la noche de bodas, coge en brazos a su mujer, que se deja llevar encantada de la vida, y sube la escalera a grandes zancadas. Pero Jian no lo consiguió. Era evidente que algo lo turbaba. No llegó a levantarle los pies del suelo. Me pidió que le ayudara a colocarle el cuerpo de su madre a la espalda. Fue entonces cuando vi que el cadáver tenía las mejillas aún más hundidas y la piel más gris que antes. Comprendí que se había iniciado la relajación general de los músculos, que las mandíbulas no tardarían en abrirse y que luego me resultaría enormemente difícil confeccionar la máscara mortuoria. Intenté sujetarle las mandíbulas atándole una toalla alrededor de la cabeza. A la luz de la bombilla desnuda del hueco de la escalera, vi que se le habían vuelto a abrir los ojos; miraban al frente, pero habían cambiado de expresión. Ya no traslucían cólera ni odio, sino una tristeza tal, una desesperación tal, que la desazón me obligó a apartar la mirada. ¡Qué escalada! Tenía la sensación de que no podía haber nada más pesado que el cuerpo de la madre de Jian. Él subía peldaño a peldaño. Le temblaban las pantorrillas, y los huesos de los tobillos parecían a punto de romperle la piel… Pero seguía subiendo. De pronto, el collar de perlas que llevaba al cuello se rompió y, una tras otra, las cuentas cayeron sobre los estrechos escalones, resonaron secamente en el hormigón, rebotaron, volvieron a caer y rebotaron de nuevo con un ruido de una pureza cristalina. Como yo lo seguía unos peldaños por debajo, extendí las manos y atrapé un puñado de perlas en el aire. De pronto, sonó una fuerte carcajada, que me sobresaltó. Jian volvió los ojos hacia mí por encima de la cabeza de su madre y, sin parar de reír, me pidió disculpas por su inoportuna hilaridad. Luego, reanudó la penosa ascensión, mientras, a cada paso, las perlas que se le habían enredado en el pelo y en el jersey caían rodando escaleras abajo, saltaban a mi alrededor y me regalaban su extemporáneo espectáculo.

(Un murmullo de agua, menos cristalino que el sonido de unas perlas rebotando en un suelo de hormigón, resuena en la cabeza de Muo. El ruido del agua que gira en una lavadora, para la enorme alegría de la Embalsamadora, de su prometido Jian y de todo el patio de vecinos, el domingo siguiente al dramático incidente de la primera tentativa. La pareja había devuelto la lavadora Viento del Este, verdugo de la ropa sucia, a la fábrica Viento del Este. Siete días más tarde, regresaron con un aparato nuevo en el portaequipajes de la bicicleta, que él sujetaba por el manillar y ella empujaba. Aunque ya había oscurecido, su llegada provocó en el patio aún más algarabía y pasión si cabe que la vez anterior. Un médico que vivía en la planta baja, famoso por su avaricia y sus tics nerviosos -de cinco a seis mil al día, se decía-, sacó un alargador por la ventana y proporcionó gratuitamente la electricidad para alimentar una bombilla de quinientos vatios, que se colgó encima del grifo comunitario, junto al que esperaba la nueva Viento del Este. La demostración fue presenciada no sólo por la enfervorecida muchedumbre que se apelotonaba alrededor del aparato, sino también por los curiosos asomados a las ventanas de sus pisos como espectadores en los palcos de un teatro. Los chicos tiraban petardos a las chicas, que excepcionalmente habían salido de casa y, con un cuenco en la mano, acababan de cenar picoteando las unas en los cuencos de las otras. Por todas partes se oían risas, gritos, piropos, discusiones, en suma, un auténtico guirigay festivo. Como la Embalsamadora había sacrificado toda la ropa sucia en la primera prueba, no tuvo más remedio que llenar la lavadora con prendas limpias, lo que hizo a la vista de los presentes con risueña generosidad. A través de la ventanilla de la puerta de carga, los dos novios contemplaban con expresión amorosa el mar de espuma, en el que giraban chaquetas azules, camisas a flores, faldas estampadas de popelín, blusas, un pantalón vaquero, otro de pata de elefante que nadie le había visto puesto y varias camisetas publicitarias blancas, regalo del tanatorio.

Poco a poco, como una pieza musical que apura sus últimos acordes, el tiempo previsto para el lavado tocaba a su fin. Todo el mundo estaba nervioso todos recordaban como una pesadilla el diabólico estrépito de motor de avión que había precedido al fatal desenlace de la anterior demostración. Mecida por la brisa, la bombilla desnuda se balanceaba rítmicamente y, al capricho de sus oscilaciones, el juego de las sombras adornaba de visos amarillos, carmesíes o grises los rostros de los espectadores. Para evitar las miradas que convergían en ellos, los dos propietarios de la Viento del Este, preocupados pero armados de valor, mantenían los ojos clavados en la ventanilla cubierta de vaho y gotas de agua. Por el momento, todo era normal. El tambor seguía girando con un ruido regular, mecánico, de máquina bien engrasada y timbre profundo como el de un barítono. Un alivio general iba apoderándose de la multitud.

Pero, una vez más, la Viento del Este golpeó donde menos se esperaba. Finalizado el tiempo previsto para la colada, la máquina, tozuda como un asno, se negó a pararse. Pasaron diez minutos, veinte, algunos espectadores empezaron a marcharse, otros a manifestar su descontento… De pronto, alguien dijo en tono de broma que, en lugar de venderles una lavadora, la fábrica les había endilgado un robot para muertos vivientes, y todo el mundo soltó una carcajada. Muo vio que la chica intentaba reírse con los demás, sin conseguirlo, y se ponía roja. De todas las bocas brotaban guasas que, como una ola, inundaban los oídos de la Embalsamadora y su novio, cabizbajos bajo la fina lluvia que empezaba a danzar a la amarillenta luz de la bombilla.

Minutos después, el patio estaba desierto. Fiel a su fama de tacaño, el médico de la planta baja se llevó la bombilla lamentando haberla utilizado y exigió a la Embalsamadora el pago de la electricidad gastada con tics nerviosos que le torcían la boca y el ojo izquierdo.

Bajo la persistente lluvia que azotaba su chasis, la lavadora giraba cada vez más deprisa en la oscuridad, como deseosa de prolongar su odioso placer solitario. Bajo el alero del edificio de enfrente, Muo veía, a través de la niebla y el agua, el espectral espejeo, rubí y esmeralda, de los pilotos encendidos. Era un monstruo frío, duro, inexorable, que cantaba bajo la lluvia, desmandado; el barítono se había transformado en enérgico, viril, megalómano tenor.

Los retazos de conversaciones que escapaban por las ventanas no tardaron en convertirse en protestas, gritos airados y manifestaciones de envidia hacia la Embalsamadora y su novio, que, de pie junto al grifo comunitario, bajo un paraguas negro que sujetaba Jian, miraban la lluvia, la tozuda lavadora y el patio inundado.

¡Qué golpe tan cruel! Cuando abrieron la puerta de carga con un ¡clic! mecánico y sacaron las prendas a la débil y temblorosa luz de una linterna, las encontraron, de nuevo y sin excepción, reducidas a un revoltijo de jirones.)

– Como ya te he dicho, en aquella época todavía no era embalsamadora, sino peluquera de cadáveres. Hasta entonces, no puede decirse que realmente hubiera preparado ningún cuerpo ni realizado trabajos cosméticos. Aquel día, el hecho de haber ocultado mi verdadera ocupación me puso en un terrible aprieto, como puedes imaginar. Una vez colocamos a su madre en una mesa frigorífica, empecé a peinarla con cuidado, muy lentamente, con la esperanza de que mi jefe y mis compañeros no tardarían en volver del partido de baloncesto. A pesar de su edad, tenía un pelo magnifico, entrecano y no muy abundante, pero sedoso. Se lo lavé, se lo sequé, se lo alisé mechón a mechón y se lo recogí en un moño. Jian me había dicho que solía llevarlo así en fechas señaladas: su cumpleaños, fiestas, año nuevo… Le gustaba mirarse al espejo y contemplar su largo y elegante cuello, de piel lisa y joven. Terminé el moño, y he de confesar que le favorecía, le daba un aire de intelectual, e incluso de nobleza. Por supuesto, el peinado no podía cambiar la expresión de su rostro. ¿Cómo te lo explicaría? Daba mucha pena verla tumbada allí, deformada… Recuerdo que parecía estar sufriendo, soportando una tortura interminable. El jefe y los demás seguían sin aparecer, de modo que decidí interpretar la farsa hasta el final. Tenía que acabar lo que había empezado. No había elección.

– Supongo que ya te habías enamorado de él…

– No lo niego. ¿No quieres que lo dejemos por hoy?

– No. Cuéntame qué le hiciste a su madre. Rápidamente. Revélame ese pequeño secreto profesional.

– Nunca lo había hecho, pero conocía teóricamente el proceso que había que seguir. Tenía que inyectarle a la difunta una mezcla a base de formol. Es muy diferente de una transfusión sanguínea. Hay que hacer una incisión en la pierna para introducir un catéter por el cual, gracias a la acción de una bomba, el producto entra en el cuerpo y vuelve a salir. La incisión siempre la practicaba el jefe, nadie más. A veces, yo estaba a su lado para ayudarlo a adecentar el cadáver o pasarle el instrumental, pero no sé por qué siempre volvía la cabeza; era algo físico, superior a mis fuerzas. Algo me repugnaba. No eran los cadáveres; a eso ya me había acostumbrado. Era el jefe. Tenía las manos tan blancas, tan pálidas… ¡Aj! ¡Horrible! Si le hubieras visto las uñas, siempre tan largas, casi puntiagudas… Era como estar en una película de terror. Pero no era eso lo que me repugnaba. Era su olor. El aliento siempre le olía a alcohol. Y no es que yo odie especialmente el alcohol. De vez en cuando bebo un poco, con una buena comida durante las fiestas… Pero, ¿sabes?, el embalsamamiento de su cuerpo es la última buena cosa, el último buen momento que un ser humano conoce en este mundo. Y el olor del aliento del jefe, por leve que fuera, me revolvía el estómago. Pero en aquellos momentos, cuando era yo quien debía practicar mi primera incisión, lamenté no haberlo observado nunca como es debido. Temía cometer algún error, lo que habría sido muy grave. Pensaba en ello con profundo terror y temblaba preparando los instrumentos, el producto y la bomba, que estaba un poco oxidada pero aún funcionaba. Le remangué al cadáver la pernera izquierda hasta la rodilla. Tenía la pantorrilla delgada y helada, pero deformada, seguramente porque había permanecido tumbada demasiado tiempo. Tracé una cruz con dos pasadas de bisturí vacilantes y torpes, y vi brotar un líquido espeso, que parecía puré mezclado con sangre. Jian, que ya estaba pálido, cerró los ojos, como si se fuera a marear. De pronto, me pareció oír ruido de pasos en la planta baja. Pensé que eran los zapatos del jefe, mi salvador, que avanzaba por el pasillo en dirección a la escalera. Corrí a su encuentro. Sentía un enorme alivio. Tenía tanto miedo a cometer un error que prefería confesarle al jefe mi intrusión en su terreno, a riesgo de recibir una bronca o una sanción. Bajé la escalera y fui hasta la puerta de entrada. El pasillo estaba a oscuras, y la puerta, apenas iluminada, cerrada. No había nadie. No tardaría en hacerse de noche, y entonces la oscuridad sería aún mayor. Soplaba una brisa tan glacial como la pantorrilla de la madre de Jian. El ruido de mis pasos en los peldaños de la escalera y en el falso mármol del vestíbulo, las silenciosas sombras que acechaban en los rincones y hasta mi propio reflejo volvieron a hacerme temblar. Por unos instantes estuve a punto de abrir la puerta y desaparecer sin decir palabra, o ir llorando a buscar a mi alcohólico jefe a la cancha de baloncesto. Pero volví a subir la escalera, sin saber qué hacer. Cuando llegué a la sala de embalsamamiento, le dije a Jian que no había nadie y que íbamos a continuar, si no le importaba ayudarme a levantar el cuerpo para cambiarlo de posición y ponerle el catéter. Él me preguntó si le permitía recitar un poema en inglés para su madre, lengua que ella le había enseñado siendo un niño. En esa época, era estudiante de inglés y vivía mañana y tarde, día y noche, enfrascado en esa lengua, que representaba para él no sólo una ocupación, sino también una diversión y su única pasión. Me explicó todo eso con tanta timidez que no pude negarme. Empezó a recitar en voz alta, una voz que no tenía nada de extraordinario, pero era agradable, ligeramente afeminada. Ya sabes que yo no entiendo ni jota de inglés, pero era un poema bonito para escuchar. Bonito y triste. Ya no me temblaba la mano. Ahora me obedecía; el bisturí cortaba donde yo quería, y la operación se desarrolló sin dificultad, entre el flujo y el reflujo de palabras y frases extrañas y mágicas. Jian me explicó que era una vieja canción irlandesa que había leído en una novela de Joyce. Yo le pregunté qué significaba, él me la tradujo, y a mí me gustó tanto que la copié para conservarla. Si quieres, te la puedo recitar:


¡Din don, la campana de la ermita!

¡Adiós, madre querida!

Enterradme en el viejo camposanto,

donde yace el mayor de mis hermanos.

Que mi ataúd sea negro

y seis ángeles lo sigan,

dos que canten, dos que recen

y dos que mi alma se lleven.


Como por milagro, el rostro de la madre de Jian recuperó poco a poco el tono sonrosado, gracias al fluido que la roñosa bomba, accionada por él, hacía circular por sus venas. Olvidándose del poema de Joyce, Jian había ocupado mi lugar. Yo me puse a limpiarle los dientes a la muerta; recuerdo que tenía los dos incisivos superiores un poco separados exactamente como su hijo. En menos de una hora, la relajación de los músculos del mentón, y luego de las manos, desapareció. Ya no tenía aquella mueca de sufrimiento; estaba tranquila como el cielo después de una tormenta. Había recuperado su serenidad de lingüista, y la disfrutaba. El dialecto de la tribu chinobirmana había dejado de torturarla. Sus facciones volvían a ser agradables, y su hijo juzgó que nos invitaban a embellecerlas aún más. Yo dije que de acuerdo, y él se fue a buscar el estuche de maquillaje de su madre. Me quedé sola en compañía de aquella mujer. La contemplé largo rato y luego me quedé dormida. Cuando desperté, estaba lloviendo. No sé qué pasó mientras dormía, pero algo había cambiado en mí. Todo me parecía amable. Hasta el ruido de la lluvia se me antojaba musical. Me entraron ganas de entonar un canto de plañidera, un canto muy antiguo que brotó de mi memoria, me llenó la cabeza y me acudió a los labios. Cuando se tiene un trabajo como el mío, no falta ocasión de oír cantos fúnebres, ¿sabes? Conozco unos cuantos. Así que estuve cantando hasta que volvió Jian. Mi canto le pareció magnífico, sobre todo la cadencia, que calificó de luminosa y radiante. Me hizo cantar otros. Luego, abrió un estuche de cuero negro charolado, del que, sin dejar de cantar saqué un lápiz de ojos para resaltar los párpados de su madre con un ligero trazo, leve como una caricia, tras lo cual le apliqué un brillante rojo coral en los labios y le peiné las pestañas con un rímel francés. Por último, Jian le puso un collar de oro del que pendía un zafiro. Su madre estaba sonriente, y hermosa a su manera.

– Creo que ese día sintió un flechazo por ti.

– Yo también lo creí; pero, en definitiva, sabes tan bien como yo señor psicoanalista, que un homosexual no puede hacer el amor con una mujer. De lo contrario, no se habría arrojado por una ventana en nuestra noche de bodas y yo no estaría viuda, viuda y aún virgen.

– Puede ser.

– Y ése es el drama.