"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)

Capítulo VI. La sombra sobre Lisboa

Tras Vigo, no hubo más retrasos y el barco pudo llegar a Lisboa sin problemas.

En los días que pasaron, a Holmes no se le escapó el cambio en la actitud de Wiggins. Mi amigo había conseguido sacarlo de la crisis nerviosa en la que lo había encontrado y, más o menos, se las había apañado para llevarlo a un razonable estado de normalidad. Pero en el proceso, me dijo Holmes, algo parecía haberse perdido: Wiggins seguía adelante, hacía lo que tenía que hacer y cumplía con su cometido, pero lo hacía sin poner el corazón en la tarea.

Ahora era distinto. Los ojos de Wiggins brillaban alertas, despiertos, anticipando la próxima confrontación con el enemigo.

A Holmes no se le escapó que aquel cambio había tenido lugar tras la conversación con la acompañante de Crowley.

– En cierta forma, era como si estuviera siguiendo de nuevo mis pasos, Watson -me dijo.

Asentí. Cómo olvidar a Irene Adler, «la mujer». -Claro que mi fascinación por ella siempre fue eminentemente intelectual, querido amigo. Y digamos que los intereses de Wiggins por la señorita Jaeger eran de índole algo más… confusa.

No dije nada, aunque estoy seguro de que Holmes supo con exactitud lo que pasaba por mi cabeza en aquel momento. Si los años me han enseñado algo, es que la excesiva insistencia en un tema nunca exculpa, sino que acusa. Shakespeare lo dijo mucho mejor (como casi todo) cuando afirmó aquello de «la señora protesta demasiado».

Cuando así lo deseaba, el rostro de mi amigo era una esfinge que no traicionaba uno solo de sus pensamientos, y su lenguaje corporal se convertía en algo tan medido que ni un solo gesto podía dar la menor pista de lo que pasaba por su cabeza. Claro que a menudo la ausencia de pistas es más reveladora que su presencia, algo que hasta yo he acabado por comprender.

Fue sólo un momento, y enseguida Holmes relajó sus facciones y continuó con su historia, como si nada hubiera pasado.

Los siguientes días, dijo, resultaron casi aburridos. Necesarios, sin duda, pero exentos de nada relevante. Tras el desembarco en Lisboa, Holmes y Wiggins se acomodaron en la casa franca que Mycroft había preparado para ellos y se dispusieron a esperar.

Una espera activa, podríamos decir.

Bajo uno u otro disfraz, el detective y su aprendiz se fueron relevando en seguir los movimientos de Crowley y su séquito. Unas veces uno; otras, el otro; ocasionalmente, ambos. Pero, aparte de entrevistarse con su corresponsal portugués, aquel extraño poeta, poco más de interés hizo Crowley.

Lo cual, como dijo Holmes, era en sí mismo muy interesante.

Porque un hombre como Crowley era incapaz de permanecer inactivo u ocioso. Vivía para tramar, para maquinar, para lanzar a sus peones aquí y allá y supervisar el estado del campo de batalla; para moverse sin ser visto, manipular esto o lo otro, mover un peón o sacrificar una pieza. Era algo que el propio Holmes comprendía muy bien; la inactividad era una tortura para el ocultista, al igual que lo era para el detective.

Y sin embargo, se limitaba a pasear de un lado a otro, recorrer Lisboa y sus alrededores, asistir a charlas intrascendentes con éstos o aquéllos, dejarse ver en público con su corte de adoradores…

– No hacía nada -dijo Holmes-, lo que significaba que estaba haciendo algo.

O esperando a que algo pasara, añadió después mi amigo.

No había mucho más que él o Wiggins pudieran hacer, sin embargo, aparte de controlar sus movimientos y tratar de estar alertas para cuando fuera el momento.

En aquellos días, la mejoría en el ánimo de Wiggins fue haciéndose cada vez más evidente. De nuevo volvía a ser vivaz, imparable, lleno de una curiosidad insaciable y totalmente impermeable al cansancio.

Y sin embargo, al mismo tiempo, había en el joven una veta de oscuridad, algo retorcido que su vivacidad no terminaba de ocultar del todo y que a Holmes no se le escapó.

Más de una vez estuvo a punto de preguntarle por ello, pero en el último momento siempre prefería callar y respetar la intimidad de su pupilo. Wiggins le hablaría de ello cuando fuese el momento, decidió, y no tenía sentido forzar las cosas.

– Un error, Watson -me dijo Holmes, mientras la mañana moría sin prisa y la hora de almorzar se acercaba-. No el único que he cometido en mi vida, usted lo sabe bien, pero sí uno de los mayores.

Clavó la vista en la chimenea.

– Aunque, si lo pienso lógicamente, no puedo menos que preguntarme si, pese a todo, habría podido hacer algo. Si la oscuridad en el alma de Wiggins ya era demasiado grande por aquel entonces. Quizá incluso obré de la única forma posible; o al menos de la más correcta. Si Wiggins estaba disfrutando de unos últimos momentos de luz antes de hundirse del todo en la noche, ¿por qué estropearlos entrometiéndome? Mejor hacer lo que hice y permitirle gozar de un poco de paz antes del final.

Sonrió y alzó la vista. Y, para mi sorpresa, terminó rehuyendo mi mirada.

– Pero, ¿soy yo quien dice eso, Watson, o es mi culpa? ¿Es la lógica quien me dicta mis palabras, o es la esperanza?

No tenía respuesta para aquello. Ni creo que Holmes la esperase.

– Ni siquiera yo puedo saberlo todo -siguió hablando-. No, ni siquiera la formidable máquina de razonar, el detective imbatible, el genio de la lógica deductiva es omnisciente. Nuestras vidas están llenas de caminos que no tomamos, y es imposible saber cómo habrían sido si hubiéramos transitado por ellos. Imposible y frustrante, ¿no cree, viejo amigo?

Me encogí de hombros.

– Ah, el bueno de Watson, práctico ante todo. Cierto, muy cierto. Especular sobre eso es ocioso. Así que dejémoslo a un lado y limitémonos a decir que Wiggins pasó quizá los mejores días de su vida en Lisboa, entregado a la caza y acecho de Crowley y sus seguidores. Estaba inconmensurable, Watson: parecía capaz de estar en todas partes a la vez y podía cambiar de aspecto con sólo una mirada esquiva, un encogimiento de hombros o un gesto torvo. Era como si hubiera nacido para disfrazarse, para fingirse otro, para meterse en la piel de hombres inventados y hacerlos parecer reales. Creo que nunca me sentí tan orgulloso de él como entonces.

Así, los días fueron pasando. Y, lentamente, Holmes fue llegando a algunas conclusiones. Era evidente que Crowley estaba esperando algo o a alguien, pero no lo resultaba menos que, mientras tanto, se estaba exhibiendo y Holmes no pudo menos que preguntarse ante quién.

Ante el resto del mundo, tal vez, como había estado haciendo desde que se convirtió en una figura pública. O quizá ante él y Wiggins, por qué no. Era razonable suponer que a aquellas alturas sospechase quiénes eran en realidad aquella excéntrica pareja que había compartido pasaje con él y los suyos hasta Lisboa y no habría sido nada impropio de Crowley el pavonearse frente a sus espías, en una especie de desafío burlón.

Pero Holmes sospechaba que se trataba de algo más. Había indicios, sutiles pero claros para quien los quisiera ver.

– Alguien lo persigue, señor Holmes -le dijo Wiggins una tarde, confirmando las propias sospechas del detective.

Sin embargo, en lugar de asentir con su pupilo, mi amigo preguntó:

– ¿Por qué dices eso, Wiggins?

– Bueno, es evidente. Creo que sabe que lo vigilamos y es muy posible que hasta sospeche quiénes somos. Al menos usted. Le resultamos… divertidos, lo cual no acaba de parecerme muy halagador, ya que estamos en ello. Pero, al mismo tiempo, tiene miedo. Es como si estuviera esperando a alguien y tuviera miedo de que otros llegaran a él antes que el que espera.

La noche estaba cayendo sobre Lisboa y la ciudad se iba poblando de sombras caprichosas que la iluminación pública no conseguía eliminar por completo. Abajo, a lo lejos, el Atlántico se removía inquieto.

– Señor Holmes, le he seguido hasta aquí sin preguntar -siguió diciendo Wiggins-, como he hecho siempre, porque sé que al final todo estará claro y aquello que ahora se me escapa me resultara evidente una vez que usted lo resuelva. Igual que siempre ha ocurrido. Sin embargo…

– ¿Sí?

– Sin embargo, me pregunto si ahora eso es cierto.

Se interrumpió de pronto, avergonzado, y apartó la vista del detective.

– Adelante, Wiggins. Si has tenido valor para llegar hasta aquí, debes seguir hasta el final.

– Tiene razón, señor Holmes, como siempre. -Sonrió, pero siguió sin atreverse a mirar a mi amigo a los ojos-. No puedo evitar preguntarme hasta qué punto tiene toda la madeja en su mano, si todos los hilos están en su poder.

– Una pregunta legítima, muchacho, totalmente legítima.

– No tiene ni idea de cuánto me ha costado hacerla.

Holmes sonrió, paternal.

– Al contrario, creo que me hago una idea bastante clara. -Apoyó una mano en el hombro de Wiggins-. Nunca temas preguntar algo. Y no temas tampoco las respuestas. Has hecho bien, muchacho.

Wiggins estuvo a punto de dejar escapar un suspiro de alivio. Su cuerpo se relajó y fue capaz de mirar a su maestro por primera vez.

– Sí, tienes razón. Hay mucho de este asunto que no sé. Sospecho algo y conjeturo bastante. Pero eso, como te he enseñado, no es suficiente. Buscamos hechos, no sospechas ni conjeturas.

Así que Holmes le puso al corriente de los pocos hechos con los que contaba.

– ¿De todos? -le pregunté.

– ¿Quiere decir si le hablé de la sabiduría de los muertos?

– Qué si no.

– Un poco. Lo suficiente para que se hiciera una idea de en qué circunstancias había tenido lugar mi primer encuentro con Crowley. No creí necesario que Wiggins supiera más sobre el asunto.

Sí que le puso al corriente, sin embargo, de las sospechas de Mycroft. Wiggins asistió a todas las explicaciones de su maestro con el semblante impasible y, cuando Holmes terminó, pasó un largo rato en silencio, rumiando lo que acababa de oír.

– Comprendo -dijo al fin.

Mi amigo asintió. Sí, Wiggins comprendía, no cabía duda alguna.