"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)Capítulo IX. Boca do InfernoCaía una noche desapacible sobre la costa portuguesa. Era como si Crowley no se hubiera limitado a elegir el escenario más adecuado para lo que se proponía, sino que además, de algún modo, hubiera convencido a la naturaleza para que lo secundara en sus propósitos y le ofreciera un espectáculo acorde a sus intenciones. A lo lejos, sobre el mar, se estaba gestando una tormenta y, a lo largo de la noche, el viento la llevaría a la costa. Holmes y Wiggins llevaban un buen rato junto a la Boca del Infierno. Se trataba de un curioso accidente en la escarpada costa atlántica, como si alguien le hubiera dado un bocado a las rocas y luego las hubiera obligado a cerrarse sobre sí mismas, creando de ese modo un pozo de paredes erizadas por el que el mar se colaba, rugiente y enfurecido. Parecía, realmente, la entrada al infierno. Luego supe que accidentes como ése no son muy infrecuentes en esa parte de la costa atlántica y que las – ¿Y si es una trampa? -preguntó de pronto Wiggins-. ¿Y si ella nos ha dado las pistas suficientes para que diéramos con este lugar sólo para mantenernos apartados del verdadero sitio? En la oscuridad creciente, la sonrisa de Sherlock Holmes resultaba casi siniestra. – Vendrán aquí, Wiggins -dijo. – ¿Cómo puede estar tan seguro? Holmes dudó unos instantes. – Si fueras Watson, te diría que tienes todos los elementos a tu alcance para llegar por ti mismo a la conclusión. Wiggins frunció el ceño, sacó una petaca de su abrigo y echó un largo trago. Luego, con gesto concentrado, estuvo varios minutos en silencio. – ¿Ella es uno de los nuestros? -dijo al fin. – Formidable, Wiggins. Confieso que tenía miedo de que tu fascinación por la señorita Jaeger te cegara, pero me alegra ver que no ha sido así. En efecto, antes de enviarme, Mycroft me confió que había conseguido colocar a alguien cerca de Crowley. También me dijo que esa persona no podría actuar abiertamente; como mucho, sería capaz de darnos algunas pistas, siempre sin comprometer su tapadera. Wiggins asintió. – Comprendo. Hacer ver que reconocía mi disfraz por lo que era fue su modo de identificarse a sí misma; ante los ojos de usted, al menos, ya que no a los míos. Sin embargo, mi pregunta sigue siendo válida, ¿estamos seguros de que no es una trampa? ¿Podemos fiarnos de que la señorita Jaeger sea leal? – Mycroft no suele cometer errores de ese calibre. Ni de ningún otro, ya que estamos. Sin embargo, la posibilidad existe, no te lo negaré. Es imposible tenerlo todo previsto, muchacho, ya deberías saberlo. – Cierto, pero… – Silencio. Alguien viene. Ocultos como estaban en una pequeña oquedad entre las rocas, totalmente inmóviles, los largos abrigos marrones que les cubrían casi todo el cuerpo, las manos enguantadas y los rostros tiznados con corcho quemado, Wiggins y Holmes pasaron completamente desapercibidos en la oscuridad de aquella noche desapacible. El grupo que se acercaba ahora a la Boca del Infierno no reparó en su presencia. Se movían por el terreno con familiaridad, como si ya lo hubieran visitado más veces. Desde su escondite, Holmes y Wiggins contaron al menos nueve personas, incluyendo a Crowley y la señorita Jaeger. No parecían preocupados por esconder su presencia: seguramente no contaban con que hubiera nadie por las cercanías en una noche como aquélla. Ascendieron por el tortuoso camino que serpenteaba entre las piedras y, cuando estaban al borde de la Boca del Infierno, encendieron varias linternas. En aquella parte, el suelo se volvía especialmente peligroso: no sólo por su naturaleza irregular y accidentada, sino porque la humedad del cercano y rabioso océano lo volvía resbaladizo. Así que ahora avanzaban con cuidado. Y con extremas precauciones tres de ellos fueron distribuyéndose alrededor de la Boca del Infierno. Holmes vio cómo Crowley ocupaba la posición más peligrosa de todas, la más cercana al mar abierto, y se situaba a espaldas de éste. Anni Jaeger, sin embargo, se quedó retrasada, junto al resto de los hombres. Mi amigo le hizo una señal a Wiggins y abandonó el escondite. Medio agachados, medio reptando, los dos se fueron acercando hasta quedar justo al borde del exiguo perímetro iluminado por las linternas. La tormenta, cada vez más cercana, era ya claramente audible y el mar golpeaba con auténtica furia contra el acantilado. Se introducía en la Boca por una hendidura en la pared de piedra y, al hacerlo, era como si alguna criatura poderosa y doliente lanzara un gemido de dolor. Luego abandonaba aquel extraño pozo creado por la naturaleza con un grito en el que casi se podían reconocer palabras. Las tres personas que se habían situado al borde de la Boca alzaron los brazos. Empezaron a recitar algo al unísono. Wiggins miró a Holmes, confuso. Éste meneó la cabeza. Porque había reconocido las palabras, si es que eran tales. Pese a no haberlas oído nunca antes, las había visto escritas más de una vez, a lo largo de los confusos e interminables expedientes que su hermano había ido recopilando sobre el – Me estremecí, como creo que se debió de estremecer el pobre Wiggins cuando las escuchó. Había algo… impío en aquellos sonidos, algo incorrecto en el hecho de que fueran articulados por una garganta humana. Holmes intentó tranquilizar a Wiggins, aunque él mismo distaba de sentirse tranquilo. Oír aquello en voz alta había despertado extraños ecos en su mente. Sin embargo, logró apartar la sensación inquietante que insistía en apoderarse de él. El razonador se impuso sobre todo lo demás: estaban allí con una misión, y el resto carecía de importancia. La tormenta estaba cada vez más cerca. Ahora, los truenos eran claramente audibles por encima del rugido del mar, y los rayos cruzaban el cielo como látigos enloquecidos. Holmes vio que Wiggins estaba temblando. Se acercó al muchacho y, pese al riesgo que existía de que los descubrieran ahora que estaban tan cerca, abrió el abrigo de su pupilo, extrajo la petaca con brandy y lo obligó a echar un largo trago. Los temblores cesaron a medida que el licor iba calentando su cuerpo y, avergonzado por su comportamiento, Wiggins moduló un silencioso «lo siento» que Holmes hizo a un lado con un gesto de la cabeza. Más allá de ellos, iluminados por la tormenta, Crowley y los otros dos continuaban con la ceremonia. Sonidos incomprensibles se escapaban de su boca y, pese al mar rugiente bajo ellos y la tormenta sobre sus cabezas, de algún modo cuanto decían llegaba a los oídos de los demás. Anni Jaeger y los otros formaban un corrillo a algunos metros de distancia, aguardando. Pero, ¿aguardando qué? Alzaron los brazos. Los extendieron. Realizaron signos que carecían de sentido. Aullaron. Rieron y lloraron. El mar parecía decidido a devorar el acantilado. La tormenta era como la rabia desatada de un dios moribundo. El mar se precipitó con un rugido en la Boca del Infierno. Un rayo cayó en ella, en medio de los tres hombres. – Fue como si el mundo se hubiera apagado, Watson. No soy muy dado a las descripciones coloristas o exageradas, pero le aseguro que fue como estoy diciendo. La luz nos cegó y el ruido nos ensordeció. Y durante un instante no existió nada, ni siquiera nosotros mismos. Luego, algo salió de la Boca del Infierno. Una columna de agua se alzó aullante hacia el cielo, un géiser imposiblemente alto decidido a desafiar la gravedad y que, por un instante, pareció congelarse para siempre en el tiempo, cristalizar en una forma precisa llena de aristas y espuma detenida a mitad de camino hacia el cielo. – La imposible columna de agua se colapso por fin con un último rugido y los tres hombres alrededor de la Boca del Infierno parecieron tropezar. Crowley estuvo a punto de resbalar hacia su muerte, se dobló en el último instante y cayó sobre sus rodillas. En su rostro había una expresión en la que luchaban dolor y éxtasis, y algo más que desafiaba toda descripción. Y no era el único. En medio del grupo de hombres, Anni Jaeger se tambaleó y habría caído si no la hubieran sujetado sus acompañantes. Y junto a Holmes, Wiggins se retorcía en el suelo y sus facciones se contraían en una mueca tan parecida a la de Crowley que podía haber sido su reflejo. En ese momento, mi amigo abandonó todo interés en la misión. Lo único que importaba era Wiggins a su lado, retorciéndose y aullando algo que no era del todo dolor hacia un cielo enloquecido. – ¡El dos! -gritó de pronto-. ¡El dos! ¡Quema como él dijo que quemaría! ¡Todo quema! Holmes, lanzándose sobre Wiggins, cargó su cuerpo tembloroso en brazos y empezó a alejarse de allí. Los acompañantes de Crowley se volvieron hacia ellos, confusos, sin saber muy bien lo que estaba pasando. Alrededor de la Boca del Infierno, Crowley consiguió incorporarse y miró a su alrededor. Los dos hombres que lo habían acompañado en el ceremonial lo contemplaban sin saber qué hacer, como si de pronto hubieran perdido el rumbo y no supieran adónde volverse. Lentamente, Crowley echó a andar hacia la seguridad del interior. De pronto, la tormenta cesó. El resto de los hombres parecían indecisos entre perseguir a Holmes y ayudar a su maestro. Eran conscientes de que algo había ocurrido y de que la ceremonia no había terminado tal como debía, pero no se atrevían a hacer nada sin instrucciones de su magus. Eso salvó a Holmes y Wiggins, quienes pudieron alejarse lo bastante para perderse en la oscuridad. El pobre muchacho seguía temblando en brazos de Holmes y no paraba de articular incoherencias sobre el dos y el modo en que todo quemaba. Por suerte, su voz se había reducido a un susurro agotado que resultaba casi inaudible. – Él lo dijo. Me lo dijo cuando me marcó. El dos. Cómo quema. Juzgando que, de momento, se había alejado lo suficiente, Holmes depositó a su pupilo en el suelo. No había mucho que pudiera hacer, salvo quizá dejar que el agotamiento venciera a Wiggins y pudiera sumirse en una inconsciencia reparadora. Era vagamente consciente del tumulto que se estaba formando a lo lejos, en la costa. Pronto pasaría la confusión y empezarían a seguirlos. Y Holmes no podía permitir que encontraran al pobre Wiggins en aquel estado. Tenían que irse de allí, y tenían que hacerlo ya. Por suerte, el cuerpo de Wiggins ya no temblaba. De hecho, apenas se movía. Holmes se inclinó sobre su aprendiz y, en ese momento, una mano se posó sobre su hombro. El detective se hizo a un lado con rapidez, mientras sacaba su revólver del abrigo y apuntaba frente a él. – Tiene que volver -dijo una voz tranquila y ligeramente divertida-. Tiene que volver o todo será peor. Frente a Holmes, perfectamente visible a pesar de la intensa oscuridad, había un hombre de cabello rubio y facciones angelicales. Sonreía con un lado de la boca, pero sus ojos parecían arder. – Tiene que volver. Aún estamos a tiempo. Holmes bajó el revólver. – De todas las personas que esperaba encontrar aquí, es usted la última -logró decir con voz cansada. El recién llegado acentuó su sonrisa. – ¿Por qué? -preguntó-. Después de todo, esto es la Boca del Infierno. |
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