"Falsa identidad" - читать интересную книгу автора (Scottoline Lisa)1 Bennie Rosato tuvo un escalofrío al ver aquel lugar. El edificio ocupaba tres manzanas y tenía una altura de ocho plantas. No se veían en él las clásicas ventanas; en su lugar, punteaban la fachada de ladrillos una serie de rendijas con cristal a prueba de balas. En sus esquinas, unas enrejadas torres de vigilancia; rodeaba su perímetro una doble valla de tela metálica coronada por alambre de espino, que daba fe de la condición de alta seguridad del edificio. Se había desterrado el Correccional Central de Filadelfia al extrarradio industrial y en él convivían asesinos, delincuentes que presentaban diversas patologías sociales y violadores. Como mínimo, cuando no estaban en libertad condicional. Bennie se metió en el aparcamiento medio vacío destinado a las visitas, salió de su Ford Expedition y siguió por la acera, impregnada de la humedad del mes de junio, luchando contra su propia reticencia. Había dejado de ejercer como penalista, jurándose a sí misma no volver a pisar una cárcel, cuando recibió la llamada de una reclusa que se encontraba pendiente de juicio. Acusaban a la mujer de matar a tiros a su novio, un inspector del cuerpo de policía de Filadelfia, si bien ella alegaba que un grupo de policías de uniforme le había tendido una trampa para incriminarla. Bennie se había especializado en causas relacionadas con abusos policiales; por ello había metido un nuevo bloc de notas en la cartera y se había encaminado a entrevistar a la reclusa. LA OPORTUNIDAD DE CAMBIAR, rezaba la placa metálica situada sobre la puerta, y Bennie tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Habían proyectado aquella cárcel con el convencimiento de que la capacitación vocacional iba a convertir a los traficantes de heroína en operadores informáticos y, como quiera que a nadie se le había ocurrido nada mejor, seguía funcionando basándose en tal supuesto. Bennie abrió la pesada puerta gris, cuya parte central se había combado a causa de una abolladura, y pasó al interior. Notó en el acto una asfixiante atmósfera cargada de olor a sudor y a desinfectante, así como la algarabía de fuego graneado en el que se mezclaban el español, el inglés de la calle y otros idiomas que Bennie no acertaba a reconocer. Cada vez que entraba en una cárcel tenía la impresión de adentrarse en otro mundo y el panorama le traía a la memoria una ya conocida especie de consternación. La sala de espera, llena de familiares de los internos, tenía más el aspecto de una guardería que de una cárcel. Niños pequeños que agitaban manojos de llaves de plástico con los colores primarios en los brazos de sus madres, críos que pasaban de regazo en regazo, mientras uno que apenas había cumplido los dos años intentaba dar sus primeros pasos en el pasillo, agarrándose a una sandalia de plástico en busca de equilibrio. Bennie estaba al corriente de las estadísticas: en toda la nación, el 75 por ciento de las reclusas eran madres. El período medio de estancia en la cárcel de una mujer duraba toda la infancia de su hijo. Independientemente de que las circunstancias o la corrupción hubieran llevado a las dientas de Bennie a aquel lugar, nunca podía apartar de su mente la idea de que en definitiva las víctimas eran sus hijos, abandonados allí a su suerte. Por más que lo había intentado, no conseguía solventar aquello, y fue por esta razón que finalmente había decidido dejarlo. Bennie alejó esa idea de la cabeza y avanzó hacia el mostrador principal mientras la multitud seguía conversando. Dos mujeres mayores, una blanca y otra negra, intercambiaban recetas escritas en unas fichas. Un grupo de adolescentes en el que había hispanos y blancos se apiñaba formando un gran ramo de gorras de béisbol puestas del revés, risueños ante las fotos de un viaje a Hershey Park. Dos muchachos vietnamitas prestaban el suplemento deportivo del periódico a otro, blanco, sentado al otro lado del pasillo. A menos que hubieran cambiado las normas de la cárcel, aquellas familias pertenecían al grupo del lunes, el que acudía a visitar a los internos cuyos apellidos iban de la A a la F, el cual, con el tiempo, había confraternizado. A Bennie le había parecido siempre que aquella simpatía mutua correspondía a una forma de rechazo hasta que comprendió que se trataba de algo profundamente humano, al igual que el compañerismo que había vivido en las salas de espera de los hospitales en las peores circunstancias. Los guardianes del mostrador, una mujer y un hombre, atendían el teléfono. La prisión tenía guardianes de ambos sexos, pues albergaba reclusos y reclusas en alas separadas. Tras el mostrador se veía un panel de cristales ahumados con aspecto opaco que ocultaba el amplio y moderno centro de control de la cárcel. Los monitores de seguridad parpadeaban ligeramente a través del cristal y sus grisáceas pantallas iban cambiando constantemente. Ante una pantalla iluminada se movía un contorno que recordaba una nube de tormenta ante la Luna. Bennie esperó pacientemente a que le atendiera una funcionaría, por más que le molestara hacerlo. Normalmente ponía en cuestión la autoridad, pero había aprendido a no enfrentarse a los funcionarios de prisiones. Llevaban a cabo su trabajo en unas condiciones cuando menos tan intimidatorias como las de los policías, al tiempo que eran conscientes de que ganaban menos que ellos y no protagonizaban series televisivas. Ningún crío soñaba con ser guardián de prisiones. Mientras esperaba, un niño con cascabeles en los cordones de los zapatos se acercó a ella a rastras y la miró fijamente. Estaba acostumbrada a aquel tipo de reacción pese a no poseer la belleza típicamente convencional; medía más de metro ochenta, era fuerte y corpulenta. Las hombreras del traje de lino amarillo resaltaban el volumen de sus hombros y la ondulada cabellera color miel se deslizaba con soltura por su espalda. Tenía unos rasgos que evidenciaban más franqueza que hermosura, pero las rubias altas y robustas llamaban la atención, en un sentido u otro. Bennie sonrió al niño para demostrarle que no era una chalada cualquiera. – ¿Es usted letrada? -le preguntó la funcionaria, colgando el auricular. Era una mujer afroamericana con uniforme negro azabache y una placa dorada sobre el considerable pecho. Llevaba el pelo recogido en un minúsculo moño, del que salían disparados como de un molinete unos rígidos mechones, y se había remangado al estilo masculino. – En efecto, soy abogada -respondió Bennie-. Debería tener por aquí mi documento de identificación pero no consigo encontrarlo. – Yo se lo buscaré. Déjeme el carnet de conducir. Haga el favor de rellenar la solicitud. Firme en el libro de registro de visitas oficiales -dijo la funcionaria con el piloto automático, y le entregó una tarjeta identificativa. Bennie le mostró la licencia, rellenó la solicitud y firmó en el libro de registro. – He venido a ver a Alice Connolly. Módulo D, celda 53. – ¿Qué lleva en la cartera? – Documentación legal. – Deje el bolso en una taquilla. No se permiten los teléfonos móviles, las cámaras fotográficas ni las grabadoras. Siéntese. La llamaremos cuando la hayan acompañado a la sala de comunicaciones. – Gracias. Bennie buscó una silla y localizó una libre frente a la ventanilla cerrada que hacía las veces de cajero y distribuidor de ropa. Las familias habían dejado vacante aquel asiento pues recordaba la mesa situada junto a la puerta de un restaurante abarrotado; cuando se abriera, se acumularían allí las familias para dejar sus efectos personales, como los rosarios de plástico que tanto gustaba llevar a las internas junto con los turbantes de distintos colores necesarios para la identificación en las bandas. Por otro lado, a los internos siempre les venía bien algo de dinero; a Bennie, sin embargo, no le apetecía pensar en qué podían invertirlo. Consiguió meterse en el asiento junto a una fornida abuela, quien sonrió al detectar la cartera de Bennie. La sala de espera de una cárcel es el único lugar en el que es bien visto un abogado. – Su turno, Rosato -la llamó la funcionaría. Bennie se levantó y pasó por el detector de metales situado al otro lado del mostrador. Dejó la cartera sobre el mal pulido mosaico y levantó los brazos mientras una funcionaría hacía deslizar sus impertinentes y profesionales manos por su cuerpo, desde las axilas hasta los costados. – Dime que no hay otra en tu vida -dijo Bennie, y la funcionaría esbozó una sonrisa. – Arriba, jovencita. – Vale, pero la próxima vez también me invitas a cenar. Bennie recogió la cartera mientras un guardián abría otra puerta metálica gris de doble grosor. Los abogados firmaban una «declaración para caso de secuestro» a fin de conseguir una tarjeta de identificación; cualquier error en el nombre implicaría su exclusión en la negociación, si la tomaran como rehén. Una vez cruzado el umbral, Bennie se encontraría encerrada entre la población reclusa, que podía esconder cuchillos, afiladas cuchillas de afeitar, garrotes, mangos de herramienta, tenedores torcidos con punzantes púas y posiblemente algún soplete. Bennie tenía como únicas armas la cartera de lona y el bolígrafo Bic. Quien considere que una pluma es más poderosa que la espada no ha visitado nunca una cárcel de alta seguridad. Cruzó la puerta con un aire de despreocupación que no engañaba a nadie y siguió por un estrecho pasillo gris, tan asfixiante como la sala de espera aunque afortunadamente más silencioso. Allí sólo llegaban los ecos del griterío lejano y dominaba el sonido de sus pisadas. Pulsó un deteriorado botón y subió sola a la tercera planta. A la salida se encontró con una ventanilla de cristal ahumado que le impedía ver a la persona situada tras ella, la cual admitió la solicitud que le pasó a través de la ranura. – Cabina 34 -dijo la voz apagada, e inmediatamente se abrió la puerta mecánica situada a la derecha de Bennie. Una segunda puerta la llevó a un pasillo gris con una serie de cubículos a la izquierda. Las reclusas accedían a ellos por las puertas del pasillo de seguridad situado al otro lado, y todas ellas se cerraban automáticamente. Los cubículos, de metro veinte por metro ochenta, aproximadamente, contenían dos sillas colocadas frente a frente y un teléfono gris de pared para llamar a la funcionaría. Sólo una estrecha tabla de fórmica separaba a la delincuente del abogado. Algo que nunca había inquietado a Bennie, pero que sin embargo aquel día le parecía poco adecuado. Continuó hasta el fondo del pasillo, abrió la puerta que daba a la cabina 34 y quedó algo desconcertada al ver a la interna. – ¿Es usted Alice Connolly? -le preguntó. – Sí -respondió ella con una sonrisa altanera-. ¿Sorprendida? Bennie miró a la presa de arriba abajo, deteniendo el desconcertante recorrido en el rostro de Connolly. La reclusa parecía una copia, algo más atractiva y taimada, de su propia estampa, a pesar del pelo, de color cobrizo y mal escalado. Tenía los pronunciados pómulos de Bennie, también sus labios carnosos, aunque llevaba el maquillaje suficiente para hacer resaltar tales rasgos. Tendría la misma estatura de Bennie, pero estaba delgada como una modelo, de forma que el peto naranja que llevaba le quedaba muy holgado. Los ojos -redondos, azules y despiertos- eran idénticos a los de Bennie, lo que dejó por un momento estupefacta a la abogada. Connolly le tendió la mano por encima de la tabla. – Encantada de conocerte. Soy tu hermana gemela -dijo. |
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