"Falsa identidad" - читать интересную книгу автора (Scottoline Lisa)5 – Por favor, atienda a mis llamadas -dijo Bennie, y salió disparada pasando por delante de la asombrada recepcionista con un aire que asustó incluso al resto de colaboradoras y secretarias. Avanzó por el pasillo de su despacho, dejando atrás las mesas de pino con sus ordenadores y el grabado de Thomas Eakins en el que se veía a un remero en el río Schuylkill. Bennie, que también era remera de élite, practicaba diariamente en el mismo río deslizándose bajo los arcos de piedra que tan fielmente reproducía el artista. Normalmente su mirada se fijaba en alguno de los grabados al pasar, pero no aquella tarde. ¿Una hermana gemela? ¿Era posible? Ni hablar. Bennie no había abierto el sobre en el coche. Lo había dejado en el asiento del acompañante, y le había parecido algo tan indiscreto como un autoestopista. «Te demostrará que todo lo que digo es cierto», le había dicho Connolly. Aquella voz era muy parecida a la de Bennie, y la risa casi un eco de la suya. Pero se trataba de un ardid, no podía ser otra cosa. Las cárceles estaban llenas de embaucadores, todos buscaban asistencia legal gratuita. Bennie recibía casi todos los días cartas de reclusos, y el correo aumentaba cada vez que aparecía en televisión. Connolly simplemente había elegido una aproximación más original. Bennie entró en su despacho, cerró la puerta, sacó el sobre de la cartera y abrió la arrugada solapa amarillenta. Contenía tres fotos, una de veinte por veinticinco y otras dos más pequeñas, del tamaño típico de instantánea. Le llamó la atención la grande. Era en blanco y negro y en ella se veía doce pilotos frente a un avión en el que se notaba mucho el grano de la foto. La sombra de la hélice se proyectaba en las remachadas planchas del aparato y los soldados de las fuerzas aéreas miraban a la cámara colocados en dos filas, como un jurado. En la fila posterior, una alineación de hombres vestidos con cazadoras de aviador, corbata grisácea y gorra con insignias. Delante, otra hilera de pilotos arrodillados con gorras forradas de basta lana. El piloto situado a la izquierda de la fila de abajo posaba apoyándose en una sola rodilla y tenía unos ojos claros, que Bennie identificó. Los suyos. Tragó saliva. Los ojos del soldado eran redondos y grandes como los suyos, pese a que forzaba la vista, ya que se encontraba cara al sol. Tenía la nariz más larga que la de Bennie y los labios algo más finos, pero el pelo era rubio rojizo como el suyo. Notó como una sacudida en las entrañas y dio la vuelta a la foto. «Foto oficial de la tripulación», vio escrito en el reverso con letra clara y aplicada. «Tripulación del teniente Boyd, Escuadrón de Bombardeo 235, Grupo de Bombardeo 106, Segunda División, 8.a Fuerza Aérea.» Habían escrito los nombres de los de la fila de atrás con la misma letra que las de todos los tenientes. La mirada de Bennie pasó rápidamente al final de la segunda línea. Una lista de sargentos que acababa con el nombre del último: William S. Winslow. Bill Winslow. Papá. ¿Papá? Bennie consultó el reloj. Aún tenía posibilidades de descubrirlo aquel día. Cogió la foto del grupo y dio una ojeada a las pequeñas. Pensaba mirarlas bien por el camino. Tenía que llegar antes de que se acabara el horario de visitas. Los últimos rayos de sol difundían una oscura luz dorada en las ventanas de estilo neoclásico, dibujando unos relucientes arcos en la alfombra oriental. La sala de estar era espaciosa y en ella se veían gastados sillones antiguos y sofás, agrupados alrededor de mesitas de caoba. En las paredes, óleos con paisajes y el retrato de un médico con semblante sombrío, con traje, chaleco y una cadena de reloj, iluminado por un aplique de latón. El lugar estaba decorado siguiendo el modelo de la elegancia de rancio abolengo. Nadie habría imaginado que se trataba de un hospital mental. Habían colocado la silla de ruedas de su madre contra una de las ventanas, al parecer para que tuviera vistas sobre el césped delantero recién cortado. La citada silla proyectaba una sombra distorsionada, con los brazos alargados y las ruedas elípticas. La cabeza de la madre conformaba una arrugada silueta que sobresalía del respaldo de plástico de la silla. Bennie notó una punzada de dolor al cruzar la sala vacía en dirección hacia la silla. Contaban con que la enfermedad de su madre seguiría estable con la medicación. Algo positivo y negativo al mismo tiempo. Bennie se sentó en una otomana en la que había bordadas en cañamazo escenas de la caza del zorro. – ¡Eh! ¡Qué bonito se ve! -Su madre no volvió la cabeza de la ventana-. Mamá, ¿cómo estás? La luz del sol daba de lleno en la cara de su madre pero ella ni siquiera parpadeaba. Era una mujer menuda, de barbilla y pómulos delicados y un espeso y rizado pelo gris. Una piel pálida y apergaminada recubría sus suaves mandíbulas, profundas arrugas surcaban su frente. Los ojos tenían un lánguido tono castaño y los párpados se veían algo hinchados por la edad. El único rasgo duro era la nariz, que a Bennie le había parecido hasta hacía muy poco un detalle amenazador. – ¿No vas saludarme, mamá? Nada, ni el más leve parpadeo. La mujer llevaba ya dos semanas así. Los médicos iban ajustando las dosis, pero no adelantaban nada. – ¿Te molesta el sol, mamá? ¿Quieres que aparte un poco la silla? De pronto la mujer se deslizó un poco hacia abajo en la silla. La manta de algodón azul resbaló en sus piernas, dejando al descubierto los angulosos tobillos bajo el dobladillo de la bata de felpa. Las mullidas zapatillas le iban un poco holgadas y se le le-vantaban en las puntas. Bajo la translúcida blancura de aquella piel se dibujaban unas venas oscuras, como delgados trazos esbozados en tinta china. – Mamá, deja que te ayude. Bennie apartó un poco la silla del sol, cogió a su madre por los delgados hombros y la levantó un poco. La anciana ni ofreció resistencia ni ayuda; su cuerpo era ligero como un farolillo de papel. Un profundo olor impregnaba aquel cuerpo, aunque no tenía nada que ver con el perfume Tea Rose que tanto le gustaba a ella; al contrario, era algo amargo y medicinal. Bennie le colocó bien la manta. – ¿Mejor así? La anciana no respondió, pero volvió a deslizarse hacia abajo, abriendo completamente las rodillas. De haber sentido algo, aquello le hubiera molestado, y la propia Bennie se estremeció al pensarlo mientras juntaba de nuevo sus piernas y las cubría con la manta. – Siéntate derecha, mamá. Tienes que permanecer sentada. ¿Puedes hacerlo? -Bennie volvió a acercarse a ella, la aupó de nuevo y la sujetó así un momento-. ¿No está mejor así? ¿Lo notas? Ahora voy a soltarte. Cuando lo haga, procura mantenerte en alto. ¿Preparada? Uno, dos, tres. -Bennie se apartó de ella pero la madre resbaló de nuevo en el profundo mar de algodón azul, la barbilla apenas por encima del agua. Bennie soltó un suspiro y volvió a colocar la manta sobre las piernas de su madre-. No has ido al comedor esta noche, mamá. ¿Has comido en tu habitación? La expresión de la madre siguió inalterable. – ¿Ha venido Hattie a verte? Me ha dicho que sí. Que habéis almorzado juntas. Tú has tomado sopa, ¿verdad? Pollo con fideos. -Bennie agarró los brazos tapizados en verde de la silla de ruedas y la acercó un poco hacia ella-. ¿No vas a hablar? ¿Qué, tengo que tomarte declaración? Pero ni siquiera con aquella treta consiguió una reacción. Los ojos de la anciana estaban fijos en Bennie sin verla. De no haberlo experimentado ella misma, Bennie no habría creído que aquello era físicamente posible. Hasta donde se remontaban sus recuerdos, Carmela Rosato había sido una mujer enferma, y su hija se había hecho mayor cuidando de ella, en lugar de hacer lo que hacen las otras chicas. Habían dado un paso importantísimo con la terapia de electrochoque, pero el corazón de la anciana se había ido debilitando. Bennie decidió que finalizara dicho tratamiento porque prefería que su madre estuviera deprimida que muerta. En momentos como aquél, sin embargo, dudaba sobre su decisión. – ¿Mamá? -dijo-. ¿Mamá? Su madre parpadeó, volvió a hacerlo, y Bennie se dio cuenta de que se estaba quedando dormida. Luego recordó. El sobre. Las fotos de la cartera. No sabía bien qué hacer. Por intenso que fuera su interés, le costaba sacar el tema. Su madre ya era muy frágil. ¿Y si las preguntas la sumergían en un estado catatónico más profundo? ¿Y si le daba un ataque al corazón? De todas formas, Bennie en su vida había formulado una pregunta a su madre y ahora lo único que necesitaba era una respuesta. Estaba convencida de que no tenía una hermana gemela y de que tenía derecho a que se lo confirmaran. Notó una profunda sensación de enojo pero la dejó a un lado, avergonzada. No era que su madre no quisiera ayudarla, no podía hacerlo. Bennie ni siquiera estiró el brazo para coger la cartera. Se quedó en la otomana, inmóvil como su madre en la silla de ruedas. La luz del sol fue perdiendo fuerza hasta adquirir el tono del latón deslustrado y la estancia se enfrió. Bennie observó cómo los ojos de su madre se iban cerrando y la cabeza se inclinaba lentamente hacia delante. La piel tenía un tono amarillento, céreo. La respiración era superficial. La anciana moriría dentro de poco. ¿Cómo? Aquello cogió por sorpresa a Bennie. No moriría dentro de poco, dormiría dentro de poco. Bennie no hizo caso del nudo que se le hacía en la garganta, cogió el sobre y lo colocó sobre sus rodillas. – Tengo que hablarte de algo, mamá. Es importante. Despierta. Despierta, mamá. -Dio unas palmaditas a la rodilla de su madre pero aquello no surtió efecto-. Lo siento, mamá, pero he de preguntarte algo. Aunque sea una locura, quiero oírte decirlo. ¿Mamá? Su madre se movió un poco y levantó la cabeza haciendo un esfuerzo que provocó en Bennie un sentimiento de culpabilidad. – Muy bien, mamá. Perfecto. ¿Me ves ahora? ¿Me ves? La madre tenía los ojos abiertos aunque la mirada perdida. Bennie decidió que no veía nada. – Hoy he conocido a una mujer que afirma ser mi hermana gemela, mamá. Dice que es mi hermana gemela. ¿Verdad que es una estupidez? Estoy segura de que lo es. Su madre parpadeó con tanta parsimonia que parecía casi un gesto a cámara lenta. – Ya sé que es una cosa rara. Desconcertante, más bien -Bennie sonrió porque su madre no parecía sorprendida. No mostraba expresión alguna-. No pongas esa cara de asustada -le dijo, con una risita que duró muy poco-. ¿Me has oído, mamá? Sé que me has oído. ¿Piensas responderme? Pero la madre no lo hizo. – Si no contestas, voy a echar mano de la artillería pesada. No me obligues a ir hasta ahí. Tengo fotos. De mi padre, según dice ella. ¿Quieres verlas? No hubo reacción. – ¿No quieres verlas? La anciana seguía sin reaccionar. – Puesto que así lo has querido… -dijo Bennie cogiendo la foto del grupo, aquella en la que se veía a los pilotos y el avión-, échale un vistazo. Bennie sostuvo la foto ante el rostro de su madre y reparó en unas sombras oscuras en las cuatro esquinas del reverso de la foto, como si hubiera estado en un álbum. Luego la apartó y examinó el rostro de su madre. Los ojos de la anciana no siguieron el movimiento, ni siquiera parecía que hubieran visto al piloto, por lo que Bennie la situó dentro de lo que decidió que sería el campo visual de su madre. Ésta siguió sin centrar la vista en la instantánea. – Me han dicho que ésta es la prueba número i. ¿Es ése mi padre? -Bennie señaló con el dedo el extremo de la foto-. Ése, el que tiene unos ojos parecidos a los míos… -Los párpados de la madre descendían de nuevo, y con ellos todas las esperanzas de Bennie-. ¿Mamá? ¿Es un gesto afirmativo o te estás durmiendo? La cabeza de su madre quedó casi pegada al pecho y el cuerpo fue deslizándose bajo la manta azul, que la sepultó como una corriente de resaca. El aliento de Bennie quedó atrapado en su garganta, luego soltó los dedos y la foto cayó sobre su regazo. ¿Tenía que despertar a su madre o enseñarle las otras fotos? Le pareció una tarea inútil. Metió otra vez la foto en el sobre y éste en la cartera, pero no hizo ningún movimiento para marcharse. Permaneció allí quieta, haciendo compañía a su madre, observando cómo el nacido pecho ascendía y descendía, la respiración tan superficial que era poco tranquilizadora. Pensaba que no había obtenido respuesta alguna y que apenas contaba con su madre. No obstante, se sentía bien cerca de ella, ante su presencia en carne y hueso. No se planteaba cuántos momentos como aquél le quedaban por vivir. De entrada, era como había sido siempre: ella y su madre, juntas, respirando aún contra todo pronóstico. ¿Y ahora había surgido otra? ¿Una tercera? Bennie no podía imaginárselo. Las Rosato no eran la familia nuclear ideal, pero aun así aquello era su familia, la estructura que ella había dado siempre por sentada, como las estrellas dispuestas en el firmamento. Las constelaciones no cambiaban; existía la Osa Mayor y la Osa Menor, y se acabó. ¿O es que podía haber otra Osa Menor? La mirada de Bennie pasó de la ventana en forma de arco al cielo, donde las primeras estrellas empezaban a puntear en la transparente bóveda celeste al anochecer. Recordó que las estrellas no eran eternas, aunque morían a causa de la inestabilidad interna, lanzando brillo, calor y color en el profundo espacio. Ella misma había visto las fotos en los periódicos: muertes de estrellas como girándulas, ojos de gato y espirales de luz. De su vistosa muerte nacía la vida y se formaban nuevas estrellas, aún por descubrir, por bautizar y catalogar. En realidad, existían ya antes de que Bennie tuviera noticia de su existencia. Tal vez Connolly era como ellas, una estrella sin nombre. Bennie reflexionó sobre el tema. Debía admitir que cuando menos era algo teóricamente posible. Su madre, la que se había adormilado en la silla de ruedas, podía haber dado a luz a unas gemelas. De joven era una mujer fuerte, que se rebelaba contra lo convencional, y sabía guardar un secreto como aquél. Quizás el secreto la había llevado a la enfermedad. Incluso podía haberla causado. Si podían formarse nuevas estrellas y morir las antiguas, ¿no se derivaba de ello la posibilidad de configurar de nuevo las constelaciones? ¿Una Osa Mayor y dos Osas Menores? La idea le produjo un estremecimiento en el que se mezcló la duda y el asombro, y así permaneció sentada junto a la ventana hasta que el brillo de la noche se hizo casi insoportable. En la otra punta de la ciudad, un policía blanco pasaba el tiempo en el bordillo de una acera salpicada de chicles. Tenía los faros encendidos y la radio carraspeaba dentro del coche vacío. Joe Citrone estaba en una cabina telefónica del cruce. La noche era oscura, se encontraba en un barrio peligroso de la ciudad, pero no tenía nada que temer. Se había criado a sólo una manzana de allí, en el edificio de la esquina. Allí había visto siempre un bar en el que servían comidas, Ray's and Johnny's y la tienda Angelo's, los ultramarinos del otro lado de la calle. Le gustaba Ray's, recordaba que el olor a pepitos se apoderaba de toda la esquina. Ahora, en cambio, la zona apestaba. – ¿Está él? -dijo Joe por teléfono. El auricular era negro y grasiento. Algo que él no soportaba. Aquellos drogatas lo ensuciaban todo. Pero él no podía utilizar el teléfono de casa. No quería que constara la llamada por si algún entrometido la pescaba. Joe no corría riesgos. Era su forma de actuar. No tenía que hacer nada del otro mundo, sólo evitar que Rosato se hiciera cargo del caso Connolly. Conocía a gente que podía conseguirlo. – ¿Eres tú? -dijo-. Atiende. |
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