"El consuelo" - читать интересную книгу автора (Gavalda Anna)

PRIMERA PARTE

1

Principios del invierno. Un sábado por la mañana. Aeropuerto de París Charles de Gaulle, terminal 2E.

Sol lechoso, olor a keroseno, cansancio inmenso.

– ¿No tiene maleta? -me pregunta el taxista tocando su maletero.

– Sí.

– Pues sí que la esconde usted bien entonces.

Se ríe, y yo me doy la vuelta.

– Oh, no… se… La cinta… Se me ha olvidado…

– ¡Pues vaya, corra! ¡Lo espero!

– No. Tanto da. No tengo fuerzas… Yo… Tanto da…

Ha dejado de reírse.

– ¡Oiga! No irá a dejarla ahí, ¿verdad?

– Ya la recuperaré otro día… Si de todas maneras tengo que volver pasado mañana… Es como si viviera aquí… No… Vámonos… Me da igual. No quiero volver ahora.


¡Eh, tú (palmas), Dios mío, sí, tú, iré hasta ti a… caballo!

¡Oh, yeee, sí, a caballo!

¡Eh, tú (palmas), Dios mío, sí, tú, iré hasta ti en… bicicleta!

¡Oh, yeee, sí, en bicicleta!


Qué marchón hay en el Peugeot 407 de Claudy A'Bguahana n.° 3786. (Lleva la licencia pegada con celo al respaldo del asiento.)


»¡Eh, (palmas), Dios mío, sí, tú, iré hasta ti… en globo!

¡Oh, yeee, sí, en globo!

Se dirige a mí mirándome por el retrovisor:

– ¿Espero que no le molesten los cánticos sagrados?

Sonrío.

«¡Eh, tú (palmas), Dios mío, sí, tú, iré hasta ti en… un cohete a reacción!»


Con unos cánticos así, todos habríamos perdido la fe un poco más tarde, ¿no?

¡Oh, yeee!

Oh, sí…


– No, no, no se preocupe. Gracias. Me parece perfecto.

– ¿De dónde viene?

– De Rusia.

– ¡Vaya! Hace frío por allí, ¿no?

– Mucho.

Entre ovejas del mismo rebaño, habría deseado ardientemente mostrarme más amable, pero… Me arrepiento en el alma, sí, eso sí sé hacerlo, me arrepiento en el alma a reacción, pero no puedo.

Por mi culpa, por mi grandísima culpa.

Estoy demasiado al margen, demasiado agotado, demasiado sucio y demasiado reseco para entrar en comunión fraterna.


Una salida de autopista más lejos:

– Oiga, ¿Dios está en su vida?

Joder. La hostia. Justo a mí me tenía que pasar esto…

– No.

– ¿Sabe lo que le digo? Pues que me he dado cuenta a la primera, oiga. Un hombre que deja su maleta, así, sin más, me he dicho: Dios no está con él.

Me lo repite aporreando el volante.

– Dios no está con él.

– Pues no… -confieso.

– Pero ¡sí que lo está! ¡Sí que lo está! ¡Está en todas partes! Nos enseña el ca…

– No, no -le interrumpo-, de donde yo vengo, de donde yo vuelvo ahora, allí… No está. Se lo puedo asegurar.

– ¿Y eso por qué?

– Porque es un desastre todo, una desgracia…

– Pero ¡Dios está en la desgracia! Dios hace milagros, ¿sabe?

Echo un vistazo al indicador de velocidad, 90, imposible abrir la puerta ahora.

– Yo, por ejemplo… antes era… ¡No era nada! -El taxista se estaba poniendo nervioso-. ¡Bebía! ¡Jugaba! ¡Me acostaba con muchas mujeres! No era un hombre, ¿sabe usted…? ¡No era nada! Y el Señor me cogió. El Señor me cogió como a una florecilla y me dijo: «Claudy, tú…»

Nunca sabré qué milongas le contó el Viejo porque me quedé dormido.

Estábamos delante de la puerta de mi edificio cuando me apretó la rodilla.

En el reverso de la factura había escrito las coordenadas del paraíso: Iglesia de Aubervilliers, calle Saint-Denis 46-48, 10-13 h.

– Tiene que venir este mismo domingo, ¿eh? Tiene que decirse: si he subido a este taxi, no era pura casualidad, porque las casualidades…- (ojos como platos)- no existen.

La ventanilla del copiloto estaba bajada, y me incliné para despedirme de mi pastor:

– Pero entonces… esto… ¿ya no… ya no se acuesta… esto… con ninguna mujer?

Sonrisa de oreja a oreja.

– Sólo con las que me envía el Señor…

– ¿Y cómo las reconoce?

Sonrisa más de oreja a oreja si cabe.

– Son las más hermosas…


* * *

Nos lo enseñaron todo al revés, meditaba mientras empujaba la puerta cochera, recuerdo que el único momento en que era sincero era cuando repetía lo de «no soy digno de que entres en mi casa».

Eso sí, eso sí que lo creía de verdad.

Y (palmas mientras subía la escalera), sí, tú, los cuatro pisos, me di cuenta horrorizado que se me había pegado la dichosa cancioncilla, en taxi, en taxi.

Oh, yeee.


Estaba la cadena puesta, y esos diez centímetros tras los que mi propio hogar se me resistía me sacaron de mis casillas. Venía de demasiado lejos, había visto demasiadas cosas, el avión se había retrasado demasiado y Dios era demasiado delicado. Perdí los estribos.

– ¡Soy yo! ¡Abrid!

Gritaba golpeando la puerta.

– ¡Que abráis de una vez, maldita sea!

El hocico de Snoopy apareció en el espacio que dejaba la cadena.

– Que sí, vale… Tranquilo, ¿vale?… Tranquilo…

Mathilde descorrió la cadena, se apartó y ya me daba la espalda cuando franqueé el umbral.

– ¡Hola! -exclamé.

Se contentó con levantar el brazo, agitando sin ganas unos pocos dedos.

En la espalda de su camiseta ponía Enjoy. Qué guasa. Durante un segundo, pensé en agarrarla del pelo y romperle la nuca para obligarla a darse la vuelta y repetirle, mirándola a los ojos, esas dos silabitas tan pasadas de moda: Ho-la. Pero, bah… Pasé. De todas maneras, la puerta de su habitación ya se había cerrado con un buen portazo.

Llevaba fuera una semana, me volvía a ir dos días después y qué… qué importaba ya todo eso…

¿Eh? ¿Qué importaba? Si de todas formas yo sólo estaba ahí de paso, ¿verdad?

Entré en la habitación de Laurence que era también la mía, creo. La cama estaba impecablemente hecha, el edredón bien alisado, los almohadones ahuecados, inflados, altivos. Tristes. Deambulé por la habitación como si temiera molestar a alguien y me senté apenas sobre el borde del colchón para no arrugar nada.


Me miré los zapatos. Mucho rato. Miré por la ventana. Miré los tejados y el monasterio de Val-de-Grâce a lo lejos. Y su ropa sobre el respaldo de la silla…

Sus libros, su botella de agua, su libreta, sus gafas, sus pendientes… Todo eso tenía que significar algo, pero yo ya no acertaba a saber el qué. Ya… ya no entendía nada.

Jugueteé con uno de los tubos de pastillas que había sobre la mesilla de noche.

Nux Vómica 9CH, para alteraciones del sueño.

Sí, eso debía de ser este sitio ahora, dije entre dientes, poniéndome de pie.

Nux Vómica.

Era cada vez lo mismo y peor. Ya no estaba ahí. La orilla se alejaba cada vez más de mí, y yo…

Vamos, para, me flagelé. Estás cansado y no dices más que tonterías. Vale ya.


El agua estaba ardiendo. Con la boca abierta y los párpados cerrados, esperé a que me lavara de todas esas escamas malas. Del frío, de la nieve, de la falta de luz, de las horas de atasco, de mis interminables discusiones con el idiota de Pavlovich, de esas batallas perdidas de antemano y de todas esas miradas que todavía me acosaban.

De ese tipo que me había tirado el casco a la cara el día anterior. De esas palabras que no comprendía pero cuyo significado no me costaba adivinar. De esa obra que me superaba… En todos los sentidos…

Pero ¿quién me mandaba a mí meterme en ese berenjenal, quién me mandaba a mí? ¡Y ahora! ¡Ahora ni siquiera era capaz de encontrar la maquinilla de afeitar en medio de todos esos productos de belleza! Piel de naranja, dolores menstruales, cutis más brillante, vientre liso, seborrea grasa, cabello quebradizo.

Pero ¿qué sentido tenía toda esa historia? ¿Qué sentido tenía?

Y ¿a cambio de qué caricias?

Me corté al afeitarme y tiré todos esos trastos a la papelera.


– ¿Sabes?… me parece que te voy a hacer un café, ¿vale?

Mathilde, con los brazos cruzados, estaba apoyada sobre una cadera contra el quicio de la puerta de nuestro cuarto de baño.

– Buena idea.

Tenía la mirada clavada en el suelo.

– Sí… esto… Se me han caído tres o cuatro cosas, pero… no te preocupes… que ya las…

– No, no. Si no me preocupo. Nos haces lo mismo cada vez.

– ¿Ah, sí?

Mathilde asintió con la cabeza.

– ¿Has tenido una buena semana? -me preguntó.

– ¡Hala! Vamos por ese café.


Mathilde… Esa niñita a la que me había costado tanto ganarme… Me había costado tanto… Cuánto había crecido, Dios mío.

Menos mal que nos quedaba Snoopy…

– ¿Te encuentras mejor?

– Sí -dije, soplando para que se enfriara-, gracias. Tengo la sensación de que por fin, por fin he aterrizado… ¿No tienes clase?

– Nah…

– ¿Laurence trabaja hoy todo el día?

– Sí. Irá directamente a casa de la abuela… Oh, nooooooo… No me digas que se te ha olvidado… Pero si sabes que esta noche es su cumple…

Se me había olvidado. No que al día siguiente fuera el cumpleaños de Laurence, pero sí que teníamos por delante una simpática velada. Una auténtica reunión familiar, de las que a mí me gustaban. Lo que más falta me hacía en esos momentos, desde luego.

– No tengo regalo.

– Ya lo sé… Por eso no me he ido a dormir a casa de Lea. Sabía que me ibas a necesitar…

La adolescencia… Qué yoyó más agotador.

– ¿Sabes, Mathilde?, tienes una manera de dar una de cal y otra de arena que nunca dejará de sorprenderme…

Me había levantado para servirme otra taza.

– Al menos sorprendo a alguien…

– Hala, venga… -le contesté, pasándole la mano por la espalda-. ¿No dice aquí que enjoy? Pues vamos a aplicarnos el cuento.

Se había puesto rígida. Ligeramente.

Como su madre.


Habíamos decidido ir andando. Al cabo de unas cuantas calles silenciosas y visto que cada una de mis preguntas parecía abrumarla más que la anterior, toqueteó su iPod y se plantó los auriculares.

Bueno, bueno, bueno… Creo que debería comprarme un perro, ¿no? Alguien que me quiera y me haga fiesta cuando vuelva de viaje… Aunque sea disecado, ¿eh? Uno con unos grandes ojos dulces y un pequeño mecanismo que le haga mover el rabo cuando le toque la cabeza.

Oh… Ya le he tomado cariño…

– ¿Estás cabreado?


Por culpa del chisme que llevaba en las orejas, pronunció esas palabras más fuerte de lo necesario, y la señora que iba delante de nosotros en el paso de cebra se dio la vuelta.

Mathilde suspiró, cerró los ojos, volvió a suspirar, se quitó el auricular izquierdo y me lo encasquetó en el oído derecho.

– Anda, toma…Te voy a poner algo de tus tiempos, seguro que te sientes mejor…


Y entonces ahí, entre el ruido y los atascos, al otro extremo de un cable muy corto que me ligaba aún a una infancia muy alejada, unos acordes de guitarra.

Unas notas y la voz perfecta, ronca y un poco arrastrada de Leonard Cohen.


Suzanne takes you down to her place near the river

You can hear the boats go by

You can spend the night beside her

And you know that she's half crazy…


– ¿Estás mejor?

But that's why you want to be there.


Asentí con la cabeza, con un gesto de niño pequeño y caprichoso.

– Fantástico. Estaba contenta.


La primavera todavía estaba lejos, pero el sol procedía ya a una serie de calentamientos, estirándose perezosamente sobre la bóveda del Panteón. Mi-hija-que-no-era-mi-hija-pero-que-no-era-menos-tampoco me cogía del brazo para no perder el sonido de su mp3, y estábamos en París, la ciudad más hermosa del mundo, había terminado por reconocerlo a fuerza de abandonarla.

Deambulábamos por ese barrio que tanto me gustaba, dándoles la espalda a los Hombres Ilustres, nosotros, dos pequeños mortales que no asombrábamos a nadie, entre el gentío tranquilo de los fines de semana. Apaciguados, con la guardia baja, y al mismo ritmo for he's touched our perfect bodies with his mind.

– Es la pera -dije, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad-, ¿y todavía tiene éxito esta canción?

– Pues sí, ya ves…

– Pero si ésta debía de tararearla yo ya en esta misma calle hará treinta años… ¿Ves esa tienda de ahí?

Con un gesto de la barbilla le señalé el escaparate de Dubois, la tienda de bellas artes de la calle Soufflot.

– Si supieras la cantidad de horas que habré pasado yo cayéndoseme la baba delante de ese escaparate… Todo me maravillaba. Todo. Los papeles, las plumas, las acuarelas de la marca Rembrandt… Un día incluso vi salir de allí a Prouvé. ¡Jean Prouvé, ¿te das cuenta?! Pues bien, ese día ya debía yo de estar balanceándome murmurando que Jesus was a sailor y todo eso, seguro… Prouvé… cuando lo pienso…

– ¿Y ése quién es?

– Un genio. Bueno, ni siquiera. Un inventor… un artesano… Un tío increíble… Ya te enseñaré unos libros… Pero a ver… volviendo a nuestro amigo… Para mí mi preferida era Famous Blue Raincoat. ¿Ésa no la tienes?

– No.

– ¡Ah! Pero bueno, ¿qué os enseñan en el colegio? ¡A mí esa canción me volvía loco! ¡Loco! Creo incluso que me cargué la cinta a fuerza de rebobinar para oírla una y otra vez…

– ¿Por qué?

– Oh, ya no lo sé… Tendría que volver a escucharla, pero por lo que recuerdo era la historia de un tío que escribía a un amigo suyo… Un tío que en tiempos le había robado a la mujer, y le decía que creía que lo había perdonado… Había no sé qué historia de un mechón de pelo, recuerdo, y… oh… para mí que no conseguía ligarme a una sola tía, fíjate si sería torpe, sin gracia y patético de tan tenebroso como era, esa historia me parecía súper, súper sexy… En fin, escrita para mí, vaya…

Me reía.

– Y te diré más… Le di la tabarra a mi padre para que me regalara su viejo impermeable Burberry's, lo teñí de azul y fue un completo desastre. El color se quedó en un tono como de caca de pájaro. ¡Más feo!, es que ni te lo imaginas…

Mathilde se reía.

– ¿Y crees que eso me habría echado atrás? Qué va. Me la ponía con el cinturón bien apretado, el cuello levantado, la trabilla al viento, las manos en los bolsillos rotos, como en el poema de Rimbaud, y avanzaba…

Imité al hortera que era yo entonces. Peter Sellers en sus mejores días.

– …a grandes zancadas, entre la multitud, misterioso, impenetrable, esforzándome mucho por ignorar todas esas miradas que ni siquiera se dignaban mirarme. ¡Ah, se tenía que estar descojonando de mí el amigo Cohen desde su promontorio entre los grandes maestros del zen, seguro!

– ¿Y qué fue de él?

– Pues… Que yo sepa no ha muerto…

– No, hombre, me refiero al impermeable…

– ¡Huy! Desapareció… Con todo lo demás… Pero esta noche le preguntas a Claire a ver si se acuerda.

– Sí… Y me la bajaré…

Fruncí el ceño.

– ¡Bueno, vale ya! No nos vamos a pelear otra vez por eso… Anda que no habrá ganado pasta suficiente ya este tío…

– No es una cuestión de dinero, ya lo sabes… Es más grave que eso. Es…

– Calla. Ya lo sé. Me lo has dicho mil veces. Que el día en que ya no haya artistas, ese día nos moriremos todos, y blablablá.

– Exactamente. Estaremos aún vivos pero estaremos todos muertos. Anda, mira, qué casualidad…

Estábamos delante de la tienda de libros y discos Gibert.

– Entra. Te regalo mi bonito impermeable azul tirando a verde…

Fruncí el ceño en las cajas. Como por arte de magia habían aparecido tres discos más sobre el mostrador.

– ¡A ver, ¿qué quieres?! -soltó, con aire fatalista-, éstos también me los pensaba bajar…

Pagué, y me rozó la mejilla. Visto y no visto.

De nuevo entre el gentío del bulevar Saint-Michel, me atreví a sacar el tema.

– ¿Mathilde?

– Yes.

– ¿Puedo hacerte una pregunta delicada?

– No.

Y unos metros más adelante, mientras se cubría la cara.

– A ver, te escucho, dime.

– ¿Por qué la situación se ha vuelto así entre nosotros? Tan…

Silencio.

– ¿Tan qué? -preguntó su capucha.

– No sé… previsible… tan canjeable por dinero… Saco la tarjeta de crédito y tengo derecho a un gesto de cariño. Bueno, tanto como de cariño… Dejémoslo en un gesto… ¿Cuánto… cuánto cuesta un beso tuyo, a ver?

Abrí la cartera y comprobé el recibo.

– Cincuenta y cinco euros con sesenta céntimos. Bueno…

Silencio.

Lo tiré a la alcantarilla.

– Tampoco esto es una cuestión de dinero, me hace ilusión regalarte estos discos, pero… hubiera preferido con diferencia que me dijeras hola antes, al volver a casa, yo… O sea, lo hubiera preferido tanto…

– Pero si te he dicho hola.

La agarré de la mano para que me mirara y luego levanté el brazo e imité su gesto flojo, con los dedos como encogidos. La cobardía de su gesto, más bien.

Con un ademán brusco, se zafó de mí.

– Y de hecho no es sólo conmigo -proseguí-, sé que pasa lo mismo con tu madre… Cada vez que la llamo, cuando estoy tan lejos y lo que necesitaría es… No me habla más que de eso. De tu actitud. De vuestras broncas. De esta especie de chantaje permanente… Un poco de ternura a cambio de un poco de dinero… Todo el tiempo. Todo el tiempo. Y…

La inmovilicé volviendo a agarrarla de la mano.

– Respóndeme. ¿Por qué la situación se ha vuelto así entre nosotros? ¿Qué hemos hecho? ¿Qué te hemos hecho para merecer esto? Ya lo sé… Diremos que es la adolescencia, la edad ingrata, el túnel y todas esas chorradas, pero tú… Tú, Mathilde, creía que eras más inteligente que los demás… Creía que a ti no te afectaría. Que eras demasiado lista como para entrar en esas estadísticas…

– Pues te has equivocado.

– Ya lo veo…


«A la que tanto me había costado ganarme…» ¿Por qué ese estúpido pluscuamperfecto, antes, sobre mi taza de café? ¿Porque se había tomado la inmensa molestia de meter un cartuchito de café en la máquina y de pulsar el botón verde?

Vaya… Yo también soy un poco cerril…

Y sin embargo, no…

Tenía… ¿cuántos, siete, ocho años quizá?, y acababa de perder la final de un concurso… Todavía la veo tirar el gorro en la zanja, bajar la cabeza y echárseme encima sin avisar. Zaca. Como un ariete. Tuve incluso que apoyarme en un poste para no caerme.

Conmovido, noqueado, jadeante y sin saber qué hacer con las manos, terminé por envolverla en los picos de mi abrigo, mientras me llenaba la camisa de lágrimas, de mocos y de caca de caballo, apretándome con todas sus fuerzas.

¿Puede llamarse a ese gesto «abrazar a alguien»? Sí, decidí, sí. Y era la primera vez.

La primera vez… y cuando digo que tenía ocho años, seguramente me equivoco. Soy un desastre para las edades. Quizá fuera un poco mayor incluso… Dios mío, pues sí que había tardado años, ¿eh?


Pero ahí estaba ahora, entonces sí. Cabía entera bajo el forro de mi abrigo, y yo aproveché largo rato ese momento, con los pies helados y las piernas doloridas, que bien pronto se me quedaron pegadas al suelo en esa dichosa cantera normanda, me quedé ahí escondiéndola del mundo, sonriendo como un tonto.

Más tarde, en el coche, cuando estaba acurrucada en el asiento de atrás le dije:

– ¿Cómo se llamaba tu poni? ¿Pistacho?

No hubo respuesta.

– ¿Caramelo?

Silencio.

– ¡Ah, ya está, ya me acuerdo! ¡Buñuelo!

– ¿Eh? ¿Qué podías esperar de un poni feo y tonto, y encima llamado Buñuelo…?. ¿Eh? No, en serio… ¡Era la primera y última vez que el torporro de ese poni llegaba a una final, eso te lo puedo asegurar!

Lo estaba haciendo mal. Exageraba y ni siquiera estaba seguro del nombre del poni. Ahora que lo pienso, creo que era Cacahuete…

Bueno, de todas maneras se dio la vuelta.

Volví a poner el retrovisor en su sitio apretando los dientes.

Nos habíamos levantado al alba. Estaba agotado, tenía frío, un montón de curro urgente y esa misma noche tenía que volver al estudio a pasar otra noche en blanco más. Y siempre me habían dado miedo los caballos. Incluso los pequeños. Sobre todo los pequeños… Ay, ay, ay… todo eso me pesaba como una losa en los atascos. Como una losa… Y mientras estaba ahí, rumiando mi mal humor, nervioso, tenso, a punto de estallar, de repente estas palabras:

– A veces me gustaría que fueras tú mi padre…

No contesté nada por miedo a estropearlo todo. No soy tu padre, o soy como tu padre, o soy mejor que tu padre, o no, quiero decir, soy… Prff… Mi silencio, pensé, sabrá expresar todo eso mejor que yo.

Pero hoy… Hoy que la vida se había vuelto tan… tan ¿qué? Tan laboriosa, tan inflamable en nuestro piso de ciento diez metros cuadrados. Hoy que apenas hacíamos ya el amor, Laurence y yo, hoy que perdía una ilusión al día, y un año de vida por cada día que pasaba en la obra, que hablaba con Snoopy en el vacío y tenía que utilizar la tarjeta de crédito a cambio de un poco de amor, me arrepentía de no haber puesto el intermitente…

Lo tendría que haber puesto, estaba claro.

Me tendría que haber pegado al arcén como tan bien recomiendan, tendría que haber salido del coche, haber abierto la puerta, haberla sacado arrastrándola por los pies y haberla abrazado hasta ahogarla, como había hecho ella antes.

¿Qué me habría costado? Nada.

Nada, puesto que no habría tenido que pronunciar ni una sola palabra más… En fin… Así es como me imagino esa escena fallida: eficaz y muda. Porque las palabras, maldita sea, las palabras… Nunca he sabido apañarme con las palabras. Ése es un don que nunca he tenido…

Nunca.

Y ahora que me vuelvo hacia ella, ahí, delante de las verjas de la Escuela de Medicina, y que veo su rostro, duro, contraído, casi feo, por culpa de una única preguntita de nada, yo que nunca hago preguntas, me digo que más me hubiera valido cerrar la boca una vez más.

Caminaba delante de mí, a grandes zancadas, con la cabeza gacha.

– ¿Yvosotrosoaeisejor? -la oigo mascullar.

– ¿Cómo?

Se da la vuelta.

– ¿Y vosotros? ¿Crees que lo vuestro es mejor?

Estaba rabiosa.

– ¿Crees que vosotros lo hacéis mejor? ¿Eh? ¿Crees que lo hacéis mejor? ¿Acaso te piensas que vosotros no sois previsibles?

– ¿A quién te refieres?

– Cómo que a quién me refiero, cómo que a quién me refiero… ¡Pues a vosotros! ¡A vosotros! ¡A mamá y a ti! ¿Acaso me da a mí por preguntarte a qué estadística habéis ido a parar vosotros dos? A la de las parejas birriosas, que…

Silencio.

– ¿Que qué? -me aventuré como un idiota.

– Lo sabes muy bien… -murmuró.

Sí, claro que lo sabía. Y por esa misma razón nos quedamos callados el resto del camino.

Le envidiaba los auriculares, yo que sólo tenía mi propio tumulto que tragarme.

Mi ruido de fondo y mi impermeable cutre.

Una vez en la calle Sévres, delante de Le Bon Marché, ese gran almacén desdeñoso que nada más verlo ya me había dejado el ánimo por los suelos, me dirigí a un bar.

– ¿Te importa? Necesito un café antes de la batalla…

Me siguió con una mueca.

Me quemé los labios mientras ella seguía toqueteando su mp3.

– ¿Charles?

– Sí.

– ¿Te importa traducirme lo que dice…? Es que entiendo algunas cosas sueltas, pero no todo…

– No hay problema.

Y volvimos a compartir los auriculares. Para ella el dolby y para mí el estéreo. Una oreja cada uno.

Pero la máquina de café ahogó enseguida las primeras notas del piano.

– Espera…

Me arrastró al otro extremo del mostrador.

– ¿Estás listo?

Asentí con la cabeza.

Otra voz de hombre. Más cálida.

Y empecé mi traducción simultánea.

– Si fueras la carretera, iría… Espera… Porque puede ser la carretera o el camino, depende del contexto… ¿Quieres poesía o una traducción literal?

– Agghgghh… -gimió, quitando el sonido-, joder, siempre lo estropeas todo… ¡No quiero una clase de inglés, sólo quiero que me cuentes lo que dice!

– Bueno -me impacienté-, pues déjame que la escuche yo solo primero una vez y luego ya te diré.

Le cogí los cascos, me los planté y me tapé las orejas con las manos mientras Mathilde me miraba de reojo, ansiosa.


Estaba noqueado. Más de lo que me hubiera imaginado. Más de lo que hubiera deseado. Estaba… Estaba noqueado.

Vaya mierda las canciones de amor… Siempre tan insidiosas… Al final uno acaba hecho polvo en menos de cuatro minutos.

Vaya mierda las banderillas que nos clavan en nuestros corazones, carne de estadísticas.

Le devolví el casco con un gran suspiro.

– Está bien, ¿eh?

– ¿De quién es?

– De Neil Hannon. Un cantante irlandés… Bueno, qué, ¿empezamos?

– Empezamos.

– Pero no te pares, ¿eh?

– Dornt worry, sweetie, it's gonna be alright -solté, con acento de cow-boy.

Mathilde había vuelto a sonreír. Bien hecho, Charly, bien hecho…

Y reanudé el camino ahí donde lo había dejado, pues se trataba de un camino, y no de una carretera, no había duda.

– Si fueras el camino, te seguiría hasta el final… Si fueras la noche, dormiría todo el día… Si fueras el día, lloraría toda la noche… -Se pegaba a mí para no perderse una palabra-. Porque eres el camino, la verdad y la luz.

Si fueras un árbol, te podría rodear con los brazos… y… no… no podrías quejarte. Si fueras un árbol… podría grabar mis iniciales en tu costado y no podrías gemir porque los árboles no gimen… (ahí me estaba tomando ciertas libertades, «'Cos trees don't cry», bueno, Neil, con tu permiso, ¿eh?, tengo una adolescente agobiada al otro extremo del casco). Si fueras un hombre, te… te querría de todas maneras… Si fueras una bebida, te bebería hasta hartarme… Si te atacaran, mataría por ti… Si te llamaras Jack, yo me pondría Jill por ti… Si fueras un caballo, limpiaría la mierda de tu cuadra sin quejarme jamás… Si fueras un caballo, podría cabalgarte por los campos al alba y… durante todo el día hasta que el día se fuera (esto… no hay tiempo de hilar muy fino)… podría cantarte en mis canciones (esto también se podría mejorar)… (A Mathilde le traía sin cuidado y sentía su pelo contra mi mejilla.) (Y su perfume también, su valiosa loción antiacné de joven adolescente con las mangas rotas a la altura de los codos.) Si fueras mi niña pequeña, me costaría dejarte marchar… Si fueras mi hermana, me… esto… «find it doubly»… bueno, venga, a boleo, me sentiría doble. Si… si fueras mi perro, te alimentaría de restos directamente de sobre la mesa (sorry) aunque se enfadara mi mujer… Si fueras mi perro (y aquí empezaba a cantar en crescendo), estoy seguro de que lo preferirías y entonces serías mi leal amigo de cuatro patas y ya (casi gritaba) nunca necesitarías pensar, y… (ahora ya sí que gritaba pero con una voz muy triste) y estaríamos juntos hasta el final. (Hasta el finaaaaaaaaaaaaaaaaaal, decía, pero se notaba que él tampoco tenía las cosas fáciles… No tenía las cosas fáciles en absoluto…)


Le devolví su bien en silencio y me pedí otro café que no me apetecía nada pero para darle a ella un poco de tiempo. El tiempo de volver a poner los pies en la tierra y estirarse un poco.

– Me encanta esta canción… -suspiró.

– ¿Por qué?

– No sé. Porque… porque los árboles no gimen.

– ¿Estás enamorada? -pregunté, articulando con suma precaución.

Muequita por su parte.

– No -reconoció-, no. Cuando estás enamorado me imagino que no necesitas escuchar este tipo de letras…

Al cabo de unos minutos durante los cuales me dediqué a escarbar concienzudamente los restos de azúcar depositados en el fondo de mi taza, dije:

– Para volver a lo de antes…

Levantó la mirada hacia la pregunta que le había hecho un rato antes.

Yo no dije ni pío.

– El túnel y todo eso… Pues… Creo que… deberíamos dejarlo ahí… Me refiero a… no ser tan exigentes los unos con los otros, ¿lo pillas?

– Pues… no del todo, no…

– Pues… tú puedes contar conmigo para que te ayude a encontrarle un regalo a mamá, y yo puedo contar contigo para que me traduzcas las canciones que me gustan… y… y ya está.

– ¿Nada más? -me rebelé sin acritud-, ¿eso es todo cuanto tienes que proponerme?

Se había vuelto a poner la capucha.

– Sí. Por ahora, sí… pero, eh… es mucho en realidad. Es… sí… es mucho.

La miré fijamente.

– ¿Por qué sonríes como un idiota?

– Porque -contesté, sujetándole la puerta- porque si fueras mi perro, podría pasarte los restos y serías por fin mi leal friend.

– ¡Jajá! Muy gracioso.

Y mientras esperábamos a que dejaran de pasar coches, inmóviles en el bordillo de la acera, levantó la pierna e hizo como que se hacía pis en mis pantalones.

Había sido sincera conmigo, y en las escaleras mecánicas decidí serlo yo también con ella.

– ¿Sabes, Mathilde…?

– ¿Qué? – (con un tono de «¿Y ahora qué tripa se te ha roto?»).

– Todos somos canjeables por dinero…

– Ya lo sé -contestó enseguida.

La certeza con la que acababa de ponerme en mi sitio me dejó pensativo. Me parecía que éramos más generosos en los tiempos de Suzanne…

¿O menos listos tal vez?

Se alejó un escalón.

– Bueno, y ahora ya está bien de conversaciones trascendentales, ¿eh? ¿Vale?

– Vale.

– Bueno, ¿y qué le compramos entonces a mamá?

– Lo que tú quieras -contesté.

Pasó una sombra sobre su rostro.

– Yo ya tengo regalo para ella -dijo, apretando los dientes-, hemos venido a comprar el tuyo…

– Claro, claro -pugné por sonreír-, a ver, déjame que piense un momento…


¿Era eso entonces, tener catorce años hoy en día? Era ser lo bastante lúcido para saber que todo se canjeaba por dinero, todo se negociaba en este mundo ruin y a la vez lo bastante ingenua y tierna para seguir queriendo coger de la mano a dos adultos a la vez, y quedarse entre los dos, bien entre los dos, sin dar saltitos pero apretándolos fuerte, sujetándolos fuerte, para mantenerlos juntos pese a todo.


Era mucho, ¿no?

Incluso con canciones bonitas, la carga debía de ser muy pesada…

¿Cómo era yo a su edad? Completamente inmaduro, me imagino…

Tropecé al llegar al piso de arriba. Bah… No tenía importancia. No tenía interés. Ninguno.

De todas maneras ya no me acuerdo de nada.

Venga, bonita, ya estoy harto, me di cuenta, agarrándome a la barandilla. Vamos a buscar este regalo, lo encontramos, nos lo llevamos y nos largamos de aquí.

Un bolso… Otro más… Con éste debían de sumar quince ya, me imagino…

– Si no le conviniera este artículo, la señora siempre puede cambiarlo por otro -dijo muy obsequiosa la vendedora.

Sí, sí, ya lo sé, gracias. La señora cambia las cosas muy a menudo. Y por esa misma razón ya no me como mucho la cabeza, ¿sabe…?

Pero me callé y pagué. Pagué.

Nada más salir del almacén, Mathilde se volvió a evaporar y yo me quedé ahí como un idiota, delante de un kiosco, leyendo los titulares sin enterarme de lo que decían.

¿Tenía hambre acaso? No. ¿Tenía ganas de darme un paseo? No. ¿No sería mejor que me fuera a la cama? Sí. Pero no. Si me iba ya no me levantaría más.

¿No sería mejor…? Un tipo me empujó para coger una revista y el que se disculpó fui yo.

Solo y sin imaginación, plantado en medio del hormiguero, levanté el brazo para parar un taxi y al conductor le di la dirección del estudio.

Me fui a trabajar, ya que se había convertido en lo único que sabía hacer. Ver las tonterías que habían hecho aquí mientras me había ido a ver las que estaban haciendo allí… Era más o menos eso mi trabajo, desde hacía unos años… Grandes grietas, una espátula ridícula y mucho barniz.

Al ir cogiendo experiencia, el arquitecto prometedor se había convertido en un albañil de poca monta. Calculaba en inglés, ya no dibujaba, acumulaba puntos de avión a tutiplén y se dormía acunado por el dulce ronroneo de las guerras de la CNN en camas de hotel demasiado grandes para él…

El tiempo se había nublado, apoyé la frente contra el cristal frío y comparé el color del Sena con el del Moskova, sujetando sobre mis rodillas un regalo sin importancia.

¿Estaba Dios en mi vida?

Era difícil decirlo.