"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)Metamorfosis: Oligoceno Cuando era joven, veía esas cosas flotar frente a mis ojos, pero sabía que en realidad estaban dentro de ellos y que se movían de la misma forma que esos falsos copos de nieve en las bolas de agua que emulan escenas invernales. Nunca conseguí averiguar qué demonios eran (una vez, se las describí al doctor como carreteras en un mapa (yo sé lo que quise decir, aunque sería más apropiado describirlas como diminutos tubos de cristal con pedacitos de materia oscura atascados en ellos), pero como nunca me habían causado problemas, no les presté atención. Al cabo de varios años, descubrí que eran algo normal; simplemente, células muertas del ojo que flotaban deslizándose en el líquido. Creo que una vez llegué a preocuparme por si formaban sedimento, pero supuse que existiría alguna reacción biológica dentro del ojo que impediría que aquello ocurriese. Qué lástima; con una imaginación como la mía, seguro que hubiera sido un gran hipocondríaco. Alguien me habló una vez del cieno; me dijo que se sumergía, que habían absorbido tanta agua de los pozos artesianos, y tanto aceite y gas, que las pequeñas partículas de cieno se sumergían en el agua. Estaba muy preocupado por el asunto. Por supuesto que hay solución; introducir agua de mar con una bomba. Es más caro que aspirar los sedimentos, pero todo tiene un precio (aunque, evidentemente, hay márgenes y márgenes). Somos piedra, parte de la máquina (¿Qué máquina? Esta máquina; mirémosla, sostengámosla, agitémosla, veamos cómo se forman los patrones; contemplemos cómo nieva, o llueve, o sopla, o brilla), y vivimos la vida de las piedras; primero somos ígneos cuando somos niños, metamórficos en la flor de la vida, y sedimentarios en la sedentaria senilidad (¿regreso a la subducción?). De hecho, la realidad literal es aún más fantástica: que todos somos estrellas; que todos nuestros sistemas y el único sistema son el cieno sedimentado de antiguas explosiones, estrellas que mueren desde ese primer nacimiento; detonan entre el silencio y envían sus gases ametrallados en espiral, en tropel, en agrupaciones y formaciones (a ver quién supera esto). Así, todos somos cieno, somos precipitados, excedentes (la nata y la espuma); nada más. Uno es lo que sucedió antes, solo otra recogida, un punto en una línea (recta), simplemente el frente de onda. Traqueteo y zarandeo. Una máquina dentro de una máquina dentro de una máquina dentro de una máquina dentro de… ¿puedo parar ya? Zarandeo, traqueteo. Sueños de algo lejano en el pasado, algo alojado en algún lugar del cerebro que por fin emerge a la superficie (otra metralla, más esquirlas). Zarandeo traqueteo zarandeo traqueteo. Medio dormido, medio despierto. Ciudades y Reinos y Puentes y Torres; estoy seguro de que los veré todos. Después de todo, en algún momento llegaré a algún sitio, supongo. ¿Dónde diablos estaba aquel puente oscuro? Sigo buscando. En el silencio del tren, veo el puente pasar. A la velocidad a la que avanzamos, la arquitectura secundaria casi desaparece a la vista; lo único visible es el propio puente, la estructura original, un rojo resplandeciente en zigzag bajo sus propias luces o bajo los rayos del sol. Más allá, el río oscuro que brilla bajo el nuevo día. Las vigas sesgadas pasan junto a mí como eternas cuchillas cortantes, atenuando las vistas, seccionándolas, dividiéndolas. Bajo la nueva luz, en la neblina del día, me parece vislumbrar otro puente río arriba; un eco gris, una sombra fantasma de mi puente, asomando entre la niebla que cae sobre las aguas. Fantasma. Un puente fantasma; un lugar que conocí hace tiempo, pero ya no. Un lugar de… Al otro lado, río abajo, a través de las líneas cortantes de la gran estructura, veo los dirigibles flotando en el aire bajo el sol, como submarinos obesos, muertos y rellenos de un gas corrupto. Entonces llegan los aviones, volando a mi misma altura, junto a mí, en la misma dirección que el tren, y lo adelantan lentamente. Los rodean nubes negras, oscuras ráfagas de humo que detonan en el cielo que los sigue. Sus propias señales rítmicas se mezclan con las manchas negras que forman las defensas antiaéreas reactivadas del puente y complican todavía más el mensaje ya ilegible que se arrastra tras los aparatos. Invulnerables e indiferentes, los aviones plateados atraviesan en perfecta formación la metralla furiosa de los cartuchos que estallan, trazan una escritura en el cielo más impecable que nunca y sus lustrosos cuerpos bulbosos lanzan destellos al sol. Los tres, del primero al último, aparecen intactos; sus líneas remachadas no se rompen ni con las manchas de aceite y hollín. Entonces, cuando están demasiado lejos como para verlos claramente a través del ángulo de la estructura creciente, cuando ya he decidido que deben de ser realmente invulnerables, o que tal vez las armas del puente disparan cargas de fogueo y no metralla, uno de los aviones recibe un impacto. En la cola. Es el avión del centro. Inmediatamente, empieza a aminorar la velocidad, se queda atrás respecto a los otros dos, vomita humo negro por la parte posterior, pero sin interrumpir las ráfagas de su mensaje, que se van debilitando a medida que el aparato pierde distancia con los otros, hasta volar a la misma velocidad que el tren. No se desmarca ni emprende ninguna otra acción evasiva; mantiene un ritmo regular, pero más lento. La cola desaparece, consumida por el humo. El avión sigue volando en línea recta y manteniendo una velocidad constante. Gradualmente, el fuselaje va desapareciendo. El aparato mantiene el mismo ritmo que el tren y no se desvía de su ruta, aunque las ráfagas antiaéreas no cesan contra él, con daños o sin ellos. La mitad del fuselaje se ha esfumado, ya no tiene cola. El humo gris empieza a comerse las alas y la parte posterior de la cabina. Es imposible pilotar el avión; debería haber perdido el control en el momento en que perdió la superficie de la cola, pero continúa volando, siguiendo la marcha del tren y su velocidad. La nube espesa de humo gris se come el fuselaje, la cabina y las alas, y va perdiendo grosor a medida que todo desaparece; solo queda la carcasa del motor y la línea, prácticamente invisible, de los propulsores. Un motor volando; sin piloto, sin combustible, sin superficies de control, sin forma de volar. La carcasa se desvanece en combustión por combustión. Solo unas bocanadas de humo se molestan en continuar. El motor se ha esfumado, los propulsores desaparecen en un estallido repentino de humo gris, y lo que queda no deja más que una fina línea gris que se va marchitando hasta eclipsarse del todo. Ya no queda nada. Solo el rielo azul y los globos más allá de los sesgos y las verticales arremolinadas del puente emborronado por la velocidad. El tren traquetea y me zarandea. Estoy medio despierto. Vuelvo a dormirme. Durante el viaje tuve extraños sueños recurrentes sobre una vida en tierra firme; veía siempre a un hombre, primero era un niño, después un adolescente y finalmente un joven, aunque nunca lo vi claramente en ninguna de dichas etapas. Era como si todo estuviese envuelto por una neblina, en blanco y negro, y abarrotado de cosas que eran más que meras imágenes visuales, menos que algo tangible y real; como si estuviera contemplando una vida en una pantalla distorsionada, pero al mismo tiempo pudiese ver dentro de la cabeza de aquel hombre, ver sus pensamientos, las asociaciones y conexiones, las conjeturas y las imaginaciones que emergían de él y estallaban contra la pantalla que yo estaba contemplando. Todo parecía gris e irreal, y en ocasiones hallé similitudes entre lo que sucedía en el extraño sueño recurrente y lo que ocurría en mi vida en el puente. Tal vez aquello era la realidad, mis recuerdos deteriorados recuperados lo bastante como para formar una especie de espectáculo desordenado e intentar entretenerme o informarme lo mejor posible. Recuerdo haber visto algo parecido al puente en un punto de mi sueño, pero solo desde la distancia, desde una costa, creo, pero tan lejano como pequeño. Más tarde pensé que podía haberme encontrado debajo, pero de nuevo era demasiado pequeño, y demasiado oscuro; un eco menor, nada más. El tren vacío en el que me había escondido viajó durante varios días sobre el puente; a veces aminoraba la velocidad, pero nunca se detuvo. Podría haber saltado del vagón un par de veces, pero me habría matado y estaba decidido a llegar al final de la gran estructura. Tan solo podía recorrer tres vagones vacíos, dos de pasajeros -con asientos, mesas pequeñas y compartimentos para dormir- y el del comedor. Pero no había cocina, y las puertas de los extremos de los tres vagones estaban cerradas con llave. La mayor parte del tiempo la pasé escondido, encogido en uno de los asientos reclinables para no ser visto desde fuera, o tumbado sobre la litera superior del coche cama, mirando con cautela a través de las cortinas el puente en el exterior. Bebía agua del lavabo y soñaba, despierto o dormido, con comida. Los vagones no se iluminaban por las noches, embrujados por los centelleantes rayos de la luz amarilla anaranjada del exterior, cuya calidez se incrementaba día tras día. La luz del sol brillaba cada vez más. La forma global del puente no parecía cambiar, pero las personas que veía ocasionalmente junto a las vías sí eran distintas; sus pieles eran de diferente color, más oscuras a medida que aumentaba la luz del sol. No obstante, al cabo de unos días, todo pareció ensombrecerse de nuevo, mientras yo seguía tumbado, debilitado por el hambre, y traqueteaba sobre un asiento reclinable como un peso muerto. Empecé a creer que la luz no había cambiado en absoluto, y que había algo en mi cabeza que me hacía ver a las personas como si fueran sombras. Sin embargo, me dolían los ojos. Entonces, una noche me desperté tras soñar con la última vez que cené con Abberlaine Arrol, y vi que reinaba la oscuridad, tanto dentro como fuera del vagón. Del puente no salía ni un ápice de luz, no se distinguía ni un reflejo sobre los cromados del vagón, ni siquiera veía mi propia mano frente a mi rostro. Cerré los ojos bien fuerte, para ver la falsa luz nerviosa que crea el ojo como reacción ante la presión física. Me dirigí a tientas hasta la puerta más cercana que daba al exterior, abrí la ventanilla y saqué la cabeza. Un olor extraño, fuerte y denso, entró en la cálida atmósfera del vagón. Al principio me alarmó; no era ni sal, ni pintura, ni aceite ni humo. Entonces vi un minúsculo filo de luz sobre mí, moviéndose lentamente. El tren seguía avanzando a gran velocidad -la estela que vertía rugía a través de la ventana y tiraba de mi ropa-, pero fuera lo que fuera lo que estaba viendo, la luz se movía despacio sobre ello; debía de estar muy lejos. Pensé que podía tratarse de un banco de nubes iluminado por las estrellas, pero me di cuenta de que el perfil de luz era continuo, sin rayos o vigas que fragmentasen la visión en parpadeos. ¿Acaso una parte de la estructura del puente se encontraba bajo el nivel de las vías? Empecé a sentirme débil otra vez. Entonces, el tren aminoró progresivamente la marcha y, antes de que acelerase de nuevo, oí, a través del ruido menguante de su avance, los sonidos lejanos de un bosque silvestre y oscuro. También vi que la luz que había tomado erróneamente por un banco de nubes era en realidad una valla irregular de madera que se encontraba a unos tres kilómetros de mí. Reí con alegría y me senté junto a la ventanilla hasta que el amanecer bañó el bosque verde con el rocío de la aurora. Aquel día el tren redujo la velocidad y penetró en las afueras de una extensa población. Se adentró sinuosamente en una estación ferroviaria de maniobras, para detenerse en un largo andén situado más abajo. Me escondí en un armario. Oí voces, ronroneos de máquinas no identificables dentro de los vagones, y luego el silencio. Intenté salir de mi armario, pero lo habían cerrado por fuera. Mientras me preguntaba qué haría a continuación, escuché unas voces al otro lado de la puerta metálica tras la que me ocultaba, e imaginé que el tren se estaba llenando de gente. Al cabo de unas horas, el tren arrancó de nuevo. Aquella noche dormí en el armario y fui descubierto por un camarero a la mañana siguiente. El tren estaba lleno de personas; hombres y mujeres bien vestidos, con todo el aspecto de proceder del puente. Lucían atuendos veraniegos, y tomaban cócteles con hielo en las mesitas de los vagones de pasajeros. Se mostraron levemente contrariados cuando vieron cómo un policía ferroviario me arrastraba por el tren; yo iba con mi ropa arrugada y sucia, y él forzaba uno de mis brazos contra mi espalda. Fuera, el paisaje era montañoso, lleno de túneles y torrentes rocosos enmarcados por viaductos enormes. Me interrogó un auxiliar de los bomberos, un joven con un uniforme blanco radiante que parecía inadecuadamente impecable dado su rango. Me preguntó cómo había llegado a bordo y le conté la verdad, que subí al tren y me quedé encerrado en uno de los vagones de equipajes. Me dieron una buena comida, a base de las sobras de la cocina. Me quitaron la ropa, la lavaron y me la devolvieron. El pañuelo que Abberlaine Arrol me había bordado, y sobre el que había impreso la mancha roja de sus labios, volvió completamente limpio. El tren viajó durante varios días a través de unos montes y de una llanura alta revestida de hierba, donde distintas manadas de animales huyeron al verlo aparecer junto a un viento incesante. Después del prado verde, el convoy empezó a ascender por una cadena de montañas. Avanzaba entre ellas a través de largos viaductos y túneles, reduciendo la velocidad y deteniéndose siempre en pequeñas poblaciones a lo largo del camino, entre bosques verdes, lagos azules y peñascales escarpados. El vagón minúsculo donde me habían encerrado solo tenía una ventanilla de unos sesenta centímetros de largo y quince de alto, pero podía observar la escena con la claridad suficiente, mientras los aromas frescos y enrarecidos de las montañas y las mesetas se colaban por la gran puerta de equipajes situada en un extremo del vagón, y me envolvían con las fragancias que creía recordar, atormentado, de hacía mucho tiempo. Tuve otros sueños, además de aquel recurrente del hombre; una noche soñé que me despertaba y me acercaba a la minúscula ventana, y veía una explanada cubierta de rocas, y entre ellas, dos juegos de faros débiles que se acercaban el uno al otro en el páramo iluminado por la luna. Justo cuando se detuvieron, frente a frente, el tren se adentró en un túnel. En otra ocasión, creí que estaba mirando al exterior durante el día, mientras el tren avanzaba sobre la cumbre de un gran acantilado frente a un mar azul y brillante, encordado con nubes esponjosas que el tren atravesaba una y otra vez. A veces, en los espacios claros y a lo lejos, sobre la superficie del mar bruñido por el sol, me parecía ver dos barcos que navegaban uno junto al otro, y grandes bocanadas de humo gris y ráfagas de llamas entre ambos. Pero estaba soñando despierto. Finalmente, me dejaron aquí, tras las montañas y las colinas y los páramos y otra llanura fría. Aquí está la República, un lugar frío y concéntrico conocido tiempo atrás, dicen, como El Ojo de Dios. Una calzada elevada, que divide las aguas de un gran mar interior, permite el acceso desde la baldía llanura. El mar forma un círculo casi perfecto, y la gran isla que se encuentra en su centro también tiene la misma forma geométrica. Lo primero que vi fue el muro; el mar gris bordeado por una muralla coronada por torres bajas. Parecía desplegarse y curvarse hasta el infinito, mientras desaparecía en una bruma lejana de lluvia. El tren se adentró en un largo túnel, sobre un foso profundo, para encontrarse de nuevo con otra muralla. Al otro lado, se encontraban la isla y la República, con sus campos de trigo, su viento, sus colinas bajas y sus construcciones grises; tenía el aspecto de haber sido un lugar de gran actividad y lleno de energía tiempo atrás, y aquellos edificios grises daban paso, cada cierta distancia, a templos y palacios inmaculados de otras épocas, perfectamente restaurados, pero aparentemente inhabitados. Y también había un cementerio inmenso, plagado de millones de lápidas blancas idénticas emplazadas geométricamente sobre un verde mar de césped. Vivo en un dormitorio con otros cien hombres. Soy el encargado de barrer las hojas secas de los amplios caminos de un parque. Me rodean edificios altos y grises, formas cuadradas y voluminosas que se alzan hacia un cielo granulado y borroso. Encima de ellos, descansan torres estrechas sobre las que ondean banderas que no identifico. Barro las hojas incluso cuando no hay hojas que barrer; asilo ordena la ley. Cuando llegué, me dio la impresión de que esto era una prisión, pero en realidad no es así, al menos no en el sentido literal. Parecía que cualquier persona a la que conocía era un prisionero o un guarda, e incluso cuando me pesaron y me midieron y me examinaron y me entregaron mi uniforme y me condujeron en autobús a esta gran población, nada cambió realmente. Podía hablar con relativamente poca gente -lo cual no fue en absoluto una sorpresa-, pero las pocas personas con las que lo hacía parecían encantadas de que pudiera comunicarme con ellas en mi extraña lengua foránea, y a la vez cautelosas cuando en la conversación salían a colación sus propias circunstancias. Les pregunté si habían oído hablar del puente, y algunos respondieron que sí, pero cuando les decía que yo venía de allí pensaban que estaba bromeando o incluso que estaba loco. Entonces mis sueños cambiaron, fueron absorbidos, invadidos. Me desperté una noche en el dormitorio; el aire estaba impregnado de olor a muerte y saturado del sonido de personas gimiendo y llorando. Miré a través de una ventana rota y vi destellos de explosiones lejanas y luces de grandes hogueras, y oí detonaciones de bombas y proyectiles. Yo estaba solo en el dormitorio, los sonidos y los olores procedían de fuera. Me sentí débil y desesperadamente hambriento, tenía más hambre de la que había pasado en el tren que me alejó del puente. Descubrí que había perdido casi la mitad de mi peso durante la noche. Me pellizqué y me mordí la lengua, pero no me desperté. Eché un vistazo por el dormitorio vacío; las ventanas estaban selladas con cintas blancas y negras que formaban «X» sobre los cristales rectangulares. Fuera, todo estaba ardiendo. Encontré unos zapatos que no eran de mi número y un traje viejo en lugar de mi uniforme. Salí. El parque que se supone debía barrer se encontraba en el mismo sitio, pero plagado de tiendas de campaña y rodeado de edificios derrumbados. Sobre mi cabeza zumbaban aviones, o planeaban rugiendo en el cielo nocturno. Las explosiones inundaban el aire y el suelo, y las llamas se elevaban hacia el cielo. Por todas partes había escombros y olor a muerte. Vi el cadáver de un caballo escuálido, tirado en el suelo, con el carro que arrastraba tras él medio cubierto por fragmentos de un edificio caído. Un grupo de hombres y mujeres flacos y de ojos grandes estaban haciendo una carnicería con él. Las nubes eran islas anaranjadas en el cielo negro azabache; el fuego se reflejaba en el vapor suspendido y enviaba enormes columnas hacia arriba para reunirse con ellas. Los aviones revoloteaban como aves carroñeras sobre la ciudad en llamas. En ocasiones, un reflector los interceptaba y algunas bocanadas de humo negro oscurecían aún más el cielo que los envolvía, pero aparte de aquello, parecía que la población se encontraba totalmente indefensa. Algunas veces, los cartuchos estallaban encima de mí y dos explosiones cercanas me obligaron a refugiarme porque los escombros -ladrillos y fragmentos de piedras- llovían a mi alrededor. Deambulé durante varias horas. Cuando empezaba a amanecer, mientras regresaba al dormitorio a través de aquella pesadilla sin fin, me encontré caminando detrás de dos ancianos, un hombre y una mujer. Andaban por la calle, apoyados el uno en el otro, cuando de pronto el hombre tropezó y cayó, arrastrando con él a la mujer. Me dispuse a ayudarlos, pero él ya había muerto. Hacía varios minutos que no había explosiones ni disparos, y aunque me pareció escuchar el crepitar de armas de fuego en la distancia, ninguna de ellas se encontraba cerca de nosotros. La mujer, casi tan delgada y canosa como el anciano muerto, rompió a llorar con desesperación; sollozaba y se lamentaba contra el cuello del traje gastado del hombre, le movía la cabeza lentamente y repetía una y otra vez palabras que yo no entendía. Nunca pensé que una anciana tan marchita albergara tantas lágrimas. El dormitorio estaba lleno de soldados uniformados muertos cuando regresé. Había una cama vacía. Me tumbé sobre ella y desperté. Era el mismo lugar, intacto y pacífico, con los mismos árboles y caminos y edificios grises. Todo seguía en su sitio. Las construcciones que había visto en llamas o derruidas eran las que rodeaban el parque donde yo trabajaba. Cuando miré con mayor atención, observé que algunas piedras no habían sido restauradas, y formaban parte de los edificios originales. Algunos de aquellos bloques estaban desconchados y marcados por señales de balas y artillería evidentes, aunque muy antiguas. Durante semanas, seguí teniendo sueños similares; siempre parecidos, pero nunca iguales. De alguna forma, no me sorprendió descubrir que todo el mundo soñaba esas mismas cosas. En realidad, ellos fueron los sorprendidos de que yo nunca antes hubiera tenido aquella clase de sueños. «No puedo comprender», les dije, «por qué parecen asustarse de los sueños. Forman parte del pasado, ahora estamos en el presente, y el futuro que vendrá será mucho mejor». Ellos creen que se encuentran bajo alguna amenaza. Yo les digo que no. Hay personas que han empezado a evitarme. Les digo a los que todavía me escuchan que están en una prisión; una prisión que está dentro de sus cabezas. Anoche me reuní con mis compañeros de trabajo y bebí más de la cuenta. Les conté todo sobre el puente y les dije que no había visto ninguna amenaza potencial que pudiera cernirse sobre ellos en mi largo viaje hasta aquí. Muchos afirmaron que yo estaba loco y se fueron a dormir. Permanecí despierto hasta tarde y bebí demasiado. Ahora tengo resaca, la semana acaba de empezar. Saco la escoba del almacén y me dirijo a los espacios fríos del parque donde yacen las hojas, mojadas o heladas sobre el suelo, en función del lugar de la puesta de sol. Me están esperando en el parque; cuatro hombres y un gran coche negro. Dos de ellos me golpean mientras los otros dos hablan sobre las mujeres que se tiraron el fin de semana. La paliza es dolorosa, pero no entusiasta; los dos hombres que me golpean parecen casi aburridos. Uno de ellos se hace un corte en el nudillo con mis dientes y, por un momento, parece que se enfada; saca un puño de hierro, pero uno de los otros le dice algo; lo vuelve a guardar y se sienta, chupándose la herida. El coche aúlla y emprende la marcha por las amplias calles. El hombre delgado y canoso que se encuentra detrás del mostrador se disculpa; no había razón para pegarme, pero era el procedimiento habitual. Me dice que soy un hombre con mucha suerte. Mientras me doy pequeños toques con mi pañuelo bordado (que, milagrosamente, no me han robado) en la nariz y en los ojos, intento no discrepar con él. Niega con la cabeza y asegura que si fuera uno de ellos… Da golpecitos con una llave sobre la superficie de su gran mostrador gris metálico. Estoy en algún lugar bajo tierra. Me vendaron los ojos en el coche de camino a esta gran ciudad, cualquiera que sea. Sé que es una ciudad porque oí sus sonidos durante más de una hora, antes de que el coche se sumergiese en este espacio subterráneo donde los ruidos resuenan, descendiendo en espiral hacia lo más hondo de la tierra. Cuando se detuvo, me sacaron del vehículo y me condujeron, a través de innumerables pasillos curvados, hasta esta habitación, donde el hombre delgado y canoso esperaba; daba golpecitos en su mostrador gris con una llave y tomaba té. Le pregunto qué van a hacer conmigo. En lugar de responderme, me habla sobre la combinación entre prisión y cuartel de policía donde me encuentro ahora mismo. Su mayor parte se halla bajo tierra, como supone habré imaginado. Me explica, con legítimo entusiasmo, los principios sobre los que fue diseñada y construida, enardeciéndose más a cada minuto de conversación. La prisión-cuartel está formada por varios cilindros de gran altura; rascacielos circulares invertidos, inhumados en conjunto bajo la superficie de la gran ciudad. Se muestra deliberadamente ambiguo en lo referente a su número exacto, pero por sus palabras me da la impresión de que debe de haber entre tres y seis cilindros. Cada uno de los tambores inmensos contiene cientos de habitaciones; celdas, despachos, retretes, cantinas, dormitorios y demás, y puede rotar de forma individual, de forma que la orientación de los pasillos y las puertas que entran y salen de ellos cambia de manera casi continua. Una puerta que un día se abre ante un ascensor o un aparcamiento subterráneo o una estación de tren o un lugar determinado de uno de los demás cilindros, al día siguiente, puede conducir a un cilindro completamente distinto, o directamente a un muro de roca sólida. De un día para el otro, e incluso (bajo condiciones de seguridad extrema) de una hora a la siguiente, este motor colosal de tambores giratorios puede moverse, bien de forma aleatoria, bien siguiendo un complejo patrón codificado, y así frustrar cualquier posible tentativa de fuga. La información necesaria para descodificar transformaciones tan erráticas es proporcionada a la policía y al personal estrictamente indispensable de la prisión-cuartel, de manera que nadie conozca las nuevas configuraciones del complejo subterráneo; solo los altos cargos y los funcionarios de mayor confianza tienen acceso a las máquinas que programan las rotaciones, y la maquinaria y los elementos electrónicos que conforman su musculatura y su sistema nervioso están diseñados para que cualquier ingeniero o electricista no tenga una visión de conjunto al reparar un posible fallo del sistema. Los ojos del hombre brillan con fuerza mientras me describe todo eso. Me duele la cabeza, se me nublan los ojos y necesito ir al baño, pero coincido honestamente con él en que se trata de un gran trabajo de ingeniería. «¿Pero no lo ve?», me pregunta. «¿No ve la imagen de lo que es esto?» Lo cierto es que me zumban los oídos, y debo confesar que no; no lo veo. «¡Una cerradura!», dice con voz triunfal y la mirada centelleante. Es un poema, una canción de piedra y metal. Una imagen real y perfecta de su propósito; una cerradura, una caja fuerte, una serie de cilindros; un lugar seguro para guardar el mal. Comprendo lo que quiere decir. Siento un martilleo en la cabeza y me desvanezco. Cuando despierto, estoy en otro tren. Me he meado en los pantalones. |
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