"El puente" - читать интересную книгу автора (Banks Iain)

Metamorfosis:

Uno

En la estación oscura, vacía y cerrada, resonó el distante silbato del tren que estaba iniciando la marcha. Bajo la luz grisácea del crepúsculo, el sonido era húmedo y frío, como si la nube de vapor que exhalaba hubiera transmitido su personalidad al silbato. Las montañas, cubiertas de una hilera de árboles tupida y oscura, absorbieron el ruido como un paño grueso que se traga la lluvia, para dejar volver al más débil de los ecos reflejado desde el lugar donde los peñascos y los barrancos rompían la homogeneidad del bosque.

Cuando el sonido del silbato murió completamente, me quedé allí de pie, durante un rato, observando la estación desértica, reticente a volverme hacia el callado carruaje que tenía detrás. Escuché con atención, intentando captar un último suspiro del sonido de la máquina mientras se adentraba en el profundo valle; quería oír su resuello rítmico, el estruendo de su corazón de pistones y el parloteo de sus válvulas. Pero, a pesar de la ausencia de cualquier otro sonido en la silenciosa atmósfera del valle, ya no podía escuchar al tren. Se había alejado. Arriba, los tejados inclinados de la estación y sus gruesas chimeneas se alzaban hacia un nublado cielo gris. Espirales de humo y vapor ascendían para disiparse lentamente en el aire frío y húmedo del valle, que envolvía las tejas de pizarra y las paredes oscurecidas por el hollín. Un intenso olor a carbón quemado y a vapor desgastado se adhirió a mi ropa.

Me volví a mirar el carruaje. Estaba cerrado por fuera y unas gruesas bandas de cuero reforzaban la puerta. Estaba pintado de negro. Delante, dos yeguas inquietas pateaban sobre el camino alfombrado de hojas secas que salía de la estación. Los enganches chirriaban y el carruaje se balanceaba tras ellas. De sus hocicos salían nubes de vapor, como una versión equina del tren que había partido.

Inspeccioné las ventanas y las puertas del carruaje. Cerradas. Solté la banda de cuero y tiré del picaporte metálico, para saltar sobre el asiento del conductor y tomar las riendas. Eché un vistazo a la profunda pista que llevaba al bosque. Indeciso, cogí la fusta, pero volví a dejarla. No quería perturbar la atmósfera silenciosa del valle. Agarré la palanca de freno. En una extraña inversión orgánica, tenía las manos húmedas y la boca seca. El carruaje dio una sacudida, tal vez por culpa de los movimientos inquietos de los caballos.

El cielo tenía un tono gris espeso. Por encima de las hileras de árboles, las cimas más altas quedaban emborronadas por una inmensa nube infinita. Las afiladas cumbres y las agudas cadenas parecían nivelarse gracias a la masa de niebla. La luz era tenue, pero uniforme. Eché un vistazo a mi reloj y me di cuenta de que, por bien que fuesen las cosas, mi viaje no terminaría de día. Palpé el bolsillo que contenía un pedernal y una yesca, así podría fabricar luz propia cuando la natural fallase. El carruaje dio otra sacudida, mientras los caballos pateaban y se removían, estirando el cuello, con los ojos fuera de las órbitas.

No podía esperar más. Solté el freno, tomé la fusta e insté a los animales a trotar. El carruaje empezó a tambalearse entre chirridos, abriéndose paso ruidosamente desde la estación oscura hacia el bosque, más oscuro todavía.


El camino discurría entre hileras de árboles y pequeños claros, y sobre puentes huecos de madera. En la oscuridad y el silencio del bosque, los torrentes que fluían bajo los puentes eran tramos veloces de luz blanca y ruido caótico.

A medida que ascendíamos, el aire fue volviéndose más frío. El aliento de las yeguas formaba una espiral a mi alrededor, que se mezclaba con el intenso olor a transpiración de animal. Mi propio sudor, en manos y frente, era helado. Busqué los guantes en el abrigo y mi mano topó con el revólver que guardaba en el bolsillo. Me enfundé los guantes, me abroché el abrigo y, mientras me apretaba el cinturón, sentí la necesidad de volver a comprobar los enganches y las correas que sujetaban el carruaje tras de mí. No obstante, en la penumbra, resultaba difícil distinguir si las tiras cumplían con su cometido.

El camino entre los árboles era empinado. Las yeguas se esforzaban con ahínco para avanzar por el angosto sendero hacia la planta baja del cielo nublado, emitiendo hélices de un vaho fantasmagórico que se fundía con la neblina. El valle aparecía como un foso hondo sin forma definida, sin una sola luz, sin un solo movimiento y sin un solo sonido procedente de las profundidades. Oí un leve quejido procedente del carruaje mientras me adentraba en las nubes envolventes. El vehículo se tambaleó cuando una de sus ruedas pasó por encima de una piedra del camino. Busqué a tientas el revólver de mi abrigo, aunque advertí que el gemido era simplemente el sonido de dos juntas de madera rozándose entre ellas. La nube se hizo más espesa. Los árboles que se veían a los lados del sendero parecían los centinelas enanos de alguna fortaleza fantasma.

Me detuve en medio de un desnivel en el camino. Cuando se estabilizaron sus llamas, las luces emitidas por el carruaje eran como dos conos luminosos que apenas alumbraban más allá de las cabezas tambaleantes de las yeguas, aunque el siseo de las lámparas reconfortaba un poco. Bajo esa luz, volví a examinar los enganches del carruaje. Algunas tiras se habían aflojado, sin duda a causa del balanceo que provocaba el camino escarpado. Tras la inspección, volví a dirigir la luz al frente, pero sus rayos difusos produjeron un efecto de espejo contra la niebla y acentuaron aún más la penumbra.


El carruaje ascendió a través de la niebla e iba dejándola atrás a medida que avanzaba por la superficie cada vez más escarpada del sendero, cuya pendiente se fue estabilizando hasta perfilar un barranco hondo donde la masa de nubes se desvanecía progresivamente. El siseo de las lámparas parecía menos intenso y los rayos de luz se tornaron más afilados. Nos acercamos al desfiladero desde donde se veía la meseta.

Las últimas briznas de niebla desaparecieron al pasar junto a los flancos lustrosos de los caballos y a los lados del carruaje, como dedos nebulosos que se resistían a dejarnos marchar. En el cielo, las estrellas brillaban.

Las cimas grisáceas se erguían a los lados en la oscuridad, afiladas y lejanas. La meseta seguía gris bajo el cielo estrellado, y unas sombras oscuras surgían desde las rocas que nos rodeaban cuando las luces las iluminaban. Las nubes que quedaron atrás formaban un océano difuso, que chocaba contra las islas de las lejanas montañas que nacían de él. Miré hacia atrás y vi las cumbres a lo lejos, al otro lado del valle. Cuando volví a dirigir la vista al frente, solo pude ver las luces del carruaje que venía directamente hacia mí.


Mi reacción inicial perturbó a las yeguas, que se detuvieron bruscamente. Volví a conducirlas hacia delante, intentando calmarme y reprochándome mi nerviosismo infundado. El otro carruaje, con dos luces como el mío, aún se encontraba a cierta distancia, al final del crisol formado por la cumbre del camino.

Puse el revólver en el bolsillo interior de mi abrigo y sujeté las riendas con firmeza, forzando a las exhaustas yeguas a un trote lento que les costó mantener a pesar de que el camino ya no era ascendente. Las luces que venían de frente eran como dos estrellas doradas que cada vez se encontraban más cerca.

Hacia el centro de la llanura, en medio de un pedregal, nuestros carruajes redujeron la marcha. La anchura del camino solo permitía el paso de un vehículo, a pesar de que las piedras de mayor tamaño habían sido apartadas para trazar el recorrido del sendero. Había una pequeña zona de paso ovalada, más ancha que el resto del camino, a igual distancia entre mi carruaje y el otro. En aquel momento ya podía distinguir a los dos caballos blancos que tiraban del vehículo y, a pesar de las luces, pude vislumbrar una silueta sentada en la cabina. Tiré de las riendas para reducir la marcha, de forma que los dos carruajes se cruzasen en el tramo ensanchado. Mi semejante pareció pensar lo mismo porque también aminoró la velocidad.

Justo en aquel instante, un miedo terrible se apoderó de mí. Un temblor repentino me invadió, como si una descarga eléctrica se hubiera adueñado de mi cuerpo, una especie de rayo invisible y silencioso que había caído del cielo gris. Los dos carruajes llegaron a los extremos de la zona de paso. Viré bruscamente a la derecha y el otro carruaje hizo lo mismo hacia su izquierda, con lo que nos bloqueamos el paso el uno al otro. Los vehículos se detuvieron antes de que el otro conductor y yo tirásemos de las riendas. Chasqueé la lengua para que los animales reculasen. El otro carruaje también retrocedió. Empecé a hacer señas a la sombría silueta del otro carruaje, intentando indicarle que mi intención era dirigirme hacia la izquierda, para permitirle rebasarme por mi derecha. Él se puso a hacer aspavientos al mismo tiempo que yo. Los carruajes volvieron a detenerse. No supe interpretar si aquellos gestos eran de aprobación. Dirigí a las yeguas hacia mi izquierda. Y, de nuevo, el otro carruaje se movió hacia su izquierda, bloqueándome otra vez el paso. Pero, en realidad, nos habíamos movido simultáneamente, igual que antes.

Vencido de nuevo, detuve a las yeguas, que se encontraban justo frente a sus pálidos semejantes, separados solamente por el espacio donde se mezclaban los vahos de sus respiraciones. Entonces decidí que, en lugar de volver a retroceder, mantendría la posición de mi carruaje y esperaría a que el otro se apartase y me dejase pasar.

El otro vehículo también se quedó quieto. Una inquietud creciente se adueñó de todo mi ser. Me levanté del asiento. Entorné los ojos para distinguir al conductor que tenía delante, a una distancia corta, pero infranqueable. Vi como él también se ponía de pie, como si fuera mi imagen reflejada en un espejo. Habría jurado que él también se llevaba la mano a los ojos para intentar evitar el deslumbramiento de las luces, lo mismo que yo.

Me quedé inmóvil. El corazón me latía a toda velocidad dentro del pecho. Sentí de nuevo aquella extraña sensación en las manos, aun con los guantes puestos. Me aclaré la garganta y grité al hombre del carruaje de enfrente:

– ¡Oiga! Si pudiera apartarse…

Callé. El otro hombre había hablado (y dejado de hablar) justo al mismo tiempo que yo. Empezó cuando empecé y calló cuando callé. Su voz no era un eco; no había pronunciado las mismas palabras que yo. Ni siquiera estoy seguro de que hablase mi mismo idioma, pero el tono era similar al mío. Una furia nerviosa se apoderó de mí. Moví rápidamente el brazo hacia la derecha y él hizo lo mismo, al mismo tiempo, hacia su izquierda. Di un grito y él también.

Permanecí quieto durante un momento, sin intenciones de convencerme a mí mismo de que el temblor que invadía todo mi cuerpo era una especie de reacción a la temperatura ambiente. Temblaba, no tiritaba. Con las piernas flaqueándome, me senté rápidamente, para intentar llevar a cabo lo que se me acababa de ocurrir. Sin mirar directamente a mi oponente (ya lo veía como un adversario, porque parecía claramente empeñado en impedirme el paso) agarré la fusta y azucé a las yeguas, dirigiéndolas hacia la izquierda. No escuché el sonido de otra fusta, pero los dos caballos blancos del otro carruaje se encabritaron como los míos y se movieron como los míos, precipitándose a toda velocidad contra ellos antes de erguirse sobre las patas traseras, tirar de los arreos, y casi colisionar. Volví a gritar, me levanté y volví a golpear a las yeguas con la fusta para incitarlas a recular. Había intentado pasar por un lado del carruaje, pero mis planes volvieron a verse frustrados. El otro parecía reflejar todas mis acciones.

Conseguí dominar a las nerviosas yeguas, que no dejaban de agitar la cabeza, lo mismo que los otros dos animales del otro lado del espacio ovalado. Mis manos temblaban y un sudor frío resbalaba por mi frente. Entorné de nuevo los ojos, en un intento desesperado de poder ver a mi extraño adversario, pero por encima del resplandor de las luces solo se distinguía una silueta imprecisa de rostro invisible.

No había ningún espejo, eso estaba claro (aunque, en aquellos momentos, tan absurda posibilidad parecía lo más aceptable) y, además, los otros caballos eran blancos, no oscuros como los de mi carruaje. Intenté decidir qué hacer a continuación. No había camino alternativo, ya que las rocas que se habían limpiado para dar forma al camino estaban apiladas y creaban una pared de más de un metro de altura a cada lado del sendero. Incluso aunque encontrase un orificio, el terreno contiguo sería tan abrupto que seguiría siendo infranqueable.

Dejé la fusta en su sitio y me apeé del carruaje. El otro hombre hizo exactamente lo mismo. Vacilé cuando lo vi. Aquella sensación de terror infundado pero intenso volvió a adueñarse de mí. Casi de forma involuntaria, me volví y miré hacia atrás, más allá del carruaje cerrado, siguiendo con la vista el camino que había recorrido. Volver de nuevo sobre mis pasos y recorrer todo el sendero era inviable. Incluso en otras circunstancias más corrientes, si hubiera sido un viajero en busca de una posada o una aldea al otro lado del camino, me hubiera negado a volver atrás. De hecho, no había visto ningún sendero alternativo desde que inicié mi ruta en la estación, ahora tan lejana en el valle. Estaba claro que mi única opción, dada la carga que llevaba y la urgencia de mi misión, era continuar por el camino que había elegido. Fingí ceñirme el abrigo y sujeté el revólver que ocultaba en él contra mi pecho. Me armé de valor e intenté aferrarme a cualquier posible reserva de racionalidad y coraje que me quedase, pero no pude sino reparar en que la silueta que se dibujaba entre las luces del otro carruaje imitaba mis movimientos y colocaba las solapas de su abrigo antes de dar un paso hacia delante.

El tipo llevaba una ropa similar a la mía. En realidad, cualquier otro atuendo en ambiente tan gélido hubiera significado un rápido desenlace. Tal vez su abrigo fuera algo más largo, y su cuerpo algo más grueso que el mío. Los dos avanzamos hasta las cabezas de los caballos. Mi corazón latía a una velocidad y con una fuerza desconocidas para mí hasta aquel momento. Una sensación extraña se apoderó de mí y me obligó a avanzar hacia aquella silueta aún invisible. Era como si una especie de repulsión magnética, la misma que antes había impedido que nuestros carruajes pudieran cruzarse, se hubiese invertido y me atrajese de forma inexorable hacia algo que, sin duda, me hacía sentir pánico -o me haría sentir pánico más tarde-, de la misma forma en que algunas personas se sienten atraídas hacia un abismo cuando se encuentran en su frontera.

Me detuve. Él se detuvo. Sentí una repentina sensación de alivio cuando vi que el hombre no tenía mi mismo rostro. Su cara era más cuadrada que la mía, tenía los ojos más juntos y saltones, y lucía un oscuro bigote. Me miró, de pie frente a las luces de mi carruaje, mientras yo me encontraba de pie frente a las del suyo. Estudió mi rostro con la misma intensidad y la misma expresión, supuse, con las que yo escrutaba el suyo. Empecé a hablar, pero no había pronunciado ni media palabra y ya me había detenido. El hombre había empezado a hablar al mismo tiempo que yo, aparentemente una palabra o una mínima frase dirigida a mí, exactamente igual que había hecho yo. Entonces tuve claro que hablaba una lengua extranjera que no supe identificar. Esperé a que volviese a hablar, pero no dijo nada.

Sacudimos la cabeza al mismo tiempo.

– Esto es un sueño- dije con voz pausada mientras él hablaba calmosamente en su idioma-. No puede estar sucediendo de verdad. Esto no es posible. Estoy soñando y todo está en mi cabeza. -Nos callamos al unísono.

Miré su carruaje mientras él miraba el mío. Parecían del mismo estilo, pero no podría decir si aquel estaba cerrado con el mismo celo por contener mercancías tan terribles e importantes como las de mi vehículo.

Di un paso rápido hacia un lado. Él hizo lo mismo en el mismo instante, como si quisiera cerrarme el paso. Ambos retrocedimos. Pude apreciar su olor, un extraño aroma a perfume almizclado combinado con notas rancias de alguna especia o planta foránea. Él arrugó ligeramente la expresión, como si estuviera oliendo mi propia fragancia, que pareció encontrar inquietante o desagradable. Movió una ceja de forma extraña, justo en el momento en que recordé mi pistola. Por un momento, visualicé de forma efímera una imagen de los dos sacando los revólveres y disparando dos proyectiles que impactaban en el aire, formando una perfecta esfera metálica. Mi doble imperfecto sonrió, lo mismo que yo. Sacudimos la cabeza. Al menos ese movimiento no necesitaba traducción, aunque supongo que con un ligero asentimiento hubiéramos resuelto airosamente la situación. Dimos un paso atrás y observamos el silencioso e inhóspito paisaje que ofrecía aquella cima, como si entre tal desolación fuésemos a encontrar algún elemento inspirador, para uno o para ambos.

No se me ocurrió nada.

Nos volvimos, caminamos hacia nuestros carruajes y ocupamos de nuevo nuestros asientos.

Como una silueta imprecisa tras la luz irregular del carruaje (lo mismo que él veía en mí, sin duda), se sentó, permaneció inmóvil durante un momento y tomó las riendas -igual que hice yo- con una especie de gesto de resignación, mientras arqueaba la espalda y soltaba una mano. Sus movimientos eran lentos, como los de un anciano. Yo lo imité, sintiendo aquella especie de amargura rancia, de pesadez y de fragilidad, que se adueñó de mí con más intensidad que la del frío de las montañas.

Tiró suavemente de las riendas de sus caballos. Yo di la misma orden a los míos, de la misma forma. Empezamos a hacer volver nuestros carruajes y a ocupar nuestra parte de la zona de paso, mientras maniobrábamos adelante y atrás y silbábamos a los animales al unísono.

Cuando estemos a la misma altura, decidí, como los barcos en guerra cuando se alinean, sacaré el revólver y dispararé. No hay vuelta atrás. Lo mismo da si me cierra el paso, lo mismo dan sus intenciones. Debo hacerlo. No tengo alternativa.

Maniobramos lentamente con nuestros pesados vehículos hasta situarlos en paralelo. Su carruaje, al igual que el mío, estaba cerrado y bien asegurado con las correas de cuero. Me miró y metió la mano en su abrigo, con una lentitud casi satisfecha, al tiempo que yo recorría el mío en busca del bolsillo interior para coger la pistola con sumo cuidado. ¿Se quitaría el guante? Los dos dudamos un segundo, y luego él se desabrochó el guante, lo mismo que yo. Lo dejó sobre el asiento contiguo, alzó el arma y me apuntó.

Quitó el seguro al mismo tiempo que yo. Se escucharon dos pequeños clics, nada más.

Los dos alineamos las cámaras. A la luz del carruaje, observé que el percutor había golpeado justo en la base del cartucho y había producido una minúscula abolladura en el metal de color cobre. La bala se había humedecido o era defectuosa. Estas cosas pasan, de vez en cuando.

Me miró de nuevo y nos dedicamos una triste sonrisa. Guardamos las armas en los abrigos, dimos la vuelta completa a los carruajes y, confirmando mis temores, y también los suyos, nos fuimos por donde habíamos llegado, de regreso hacia los valles y las nubes de niebla.


– … Entonces disparamos los dos al mismo tiempo. Bueno, al menos los dos apretamos el gatillo a la vez, pero no ocurre nada. Los cartuchos son inservibles. Nos sonreímos con cierta resignación, creo, y terminamos dando la vuelta a los carruajes y marchándonos por donde vinimos. -Dejo de hablar.

El doctor Joyce me mira por encima de sus gafas redondas.

– ¿Eso es todo? -pregunta.

Asiento.

– Entonces, me despierto.

– Así, ¿sin más? -El doctor Joyce parece preocupado-. ¿Nada más?

– Fin del sueño -respondo con un énfasis tajante.

No parece muy convencido (tampoco lo culpo porque todo es una sarta de mentiras) y agita la cabeza en un gesto que bien podría denotar exasperación.

Nos encontramos de pie, en el centro de una estancia con seis paredes negras, sin muebles. Es una pista de frontón doble y estamos llegando al final del partido. El doctor Joyce (cincuentón, con una aceptable forma física, pero algo fofo) es un gran aficionado a compartir las tribulaciones de sus pacientes en cualquier parte. Si los dos jugamos al frontón doble, en lugar de sentarnos en su consulta, venimos aquí a echar un partido. Entre punto y punto, le he ido contando mi sueño.

El doctor Joyce es todo él de color rosa y gris: tiene el pelo encrespado y gris, el rostro rosa y los brazos moteados de ambos colores, lo mismo que las piernas, que se descubren bajo sus pantalones cortos grises, del mismo color que su camiseta. Sin embargo, sus ojos, escondidos tras las gafas doradas con cadena dorada, son azules. De un azul intenso y penetrante, colocados en su rostro rosa como fragmentos de cristal emplastados en un plato de carne cruda. Su respiración es pesada (la mía no), transpira abundantemente (yo no suelto gota hasta el último punto) y tiene una expresión de recelo (como he dicho, con toda la razón).

– ¿Se despierta? -pregunta.

Intento parecer todo lo preocupado posible:

– Maldita sea, no puedo controlar lo que sueño. -(Una burda mentira).

El doctor emite un suspiro muy profesional y usa su raqueta para recoger la pelota que ha perdido al final del último punto. Mira con insistencia la pared de saque.

– Usted sirve, Orr -dice en un tono avinagrado.

El frontón doble es un deporte para dos jugadores. Cada uno tiene dos raquetas, una para lanzar y otra para parar. Se juega en una pista hexagonal pintada de negro, con dos pelotas de color rosa. Este último detalle, reflejo del claro alótropo de humor que desfila por el puente, ha llevado a que este deporte sea conocido popularmente como «el juego de los hombres». El doctor Joyce lo conoce más que yo, pero es más bajito, más gordo y coordina peor los movimientos. Hace solo seis meses que lo práctico (por recomendación del fisioterapeuta), pero gano los puntos y los partidos con relativa facilidad, y paro una pelota mientras el doctor se pelea con la otra. Se queda de pie, jadeando, mirándome con rabia, de color rosa.

– ¿Está seguro de que no hay nada más? -pregunta.

– Completamente -respondo.

El doctor Joyce es mi médico del sueño. Su especialidad es analizar los sueños y cree que, a través de los míos, podrá descubrir más sobre mí mismo de lo que yo soy capaz de contarle mediante un esfuerzo consciente (soy amnésico). Al utilizar todo el material que encuentra con este sistema, espera que, de alguna forma, mi mente delictiva vuelva al trabajo. ¡Hop! Un gran salto de mi imaginación me hará libre. Sinceramente, llevo más de medio año haciendo todo lo posible por cooperar con él en su noble propósito, pero mis sueños siempre han sido demasiado imprecisos como para recordarlos al detalle, o demasiado banales como para que su análisis merezca la pena. Total, que para no decepcionar al doctor, cuya frustración crece por momentos, he decidido inventarme un sueño. Esperaba que el sueño de los carruajes proporcionara un rato de reflexión al doctor Joyce, pero por su expresión, entre molesta y agresiva, me da la impresión de que no lo he conseguido. Me dice:

– Gracias por el partido.

– El placer ha sido mío -sonrío.


En las duchas, el doctor Joyce me lanza un golpe bajo.

– Y su… libido, Orr, ¿es normal? -Se enjabona la panza mientras yo dibujo círculos de espuma sobre mi pecho.

– Sí, doctor. ¿Y qué tal la suya? -El médico mira hacia otro lado.

– Era una pregunta profesional -aclara-. Habíamos pensado que tal vez tuviera algún problema, pero si no lo hay… -Su voz se aleja mientras se planta bajo el chorro de agua para aclararse el jabón.

¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Referencias?


Duchados y cambiados, tras tomar algo rápido en el bar, entramos en un ascensor que lleva a la planta donde el doctor Joyce tiene su consulta. Parece más cómodo con su traje gris y su corbata rosa, pero todavía está sudando. Yo estoy fresco y elegante con mis pantalones, mi camisa de seda, mi chaleco y mi levita (que ahora llevo sobre un brazo). El ascensor, moderno, con asientos de cuero y tiestos con plantas, emite un suave zumbido al subir. El doctor se sienta en un banco cercano al ascensorista, que lee el periódico. Saca un pañuelo para secarse el sudor de la frente.

– Entonces, ¿qué cree que significa su sueño, Orr?

Echo un vistazo al ascensorista del periódico. Estamos los tres solos en el ascensor, pero yo pensaba que cualquier presencia, incluso la de un botones, es suficiente como para reprimir una conversación presuntamente confidencial. Precisamente por eso nos dirigimos a la consulta del doctor. Empiezo a mirar distraídamente los paneles de madera del ascensor, los asientos de cuero y las poco originales láminas de paisajes marinos (y decido que me gustan más los ascensores con vistas al exterior).

– No tengo ni idea -respondo.

Creo recordar que una vez pensé que el significado de mis sueños era exactamente lo que el doctor debía aclararme, pero descarté la opción hace algún tiempo, mientras todavía luchaba por soñar cosas lo suficientemente reveladoras como para que el médico pudiese desempeñar su labor.

– Pero ahí no acaba todo -dice el doctor con aire cansino-. Posiblemente sí tiene alguna idea.

– ¿Y no quiero decírsela? -sugiero.

El doctor Joyce niega con la cabeza:

– No. Posiblemente, no puede.

– Entonces, ¿para qué pregunta?

El ascensor está a punto de detenerse. La consulta del doctor se encuentra aproximadamente a media altura del puente, equidistante entre el siempre nebuloso andén de la estación y la cumbre de la construcción colosal, también envuelta en nubes. El médico es un hombre influyente, dado que su consulta se encuentra en la parte exterior de la estructura principal, en una de las zonas codiciadas con vistas al mar. Esperamos a que se abra la puerta.

– Lo que debe preguntarse a usted mismo, Orr -afirma el doctor Joyce-, es qué significa este tipo de sueño con relación al puente.

– ¿El puente? -lo miro inquisitivamente.

– Sí -asiente.

– Ahora me he perdido -prosigo-. No veo ninguna conexión posible entre el puente y mi sueño.

Otro gesto cansino, al más puro estilo del doctor.

– Tal vez el sueño es un puente -musita mientras se cierran las puertas automáticas y enseña su pase al vigilante-. Tal vez el puente es un sueño.

(Vaya, menuda ayuda). Le enseño al vigilante el brazalete que me identifica como paciente de la clínica, y sigo al doctor a través de un amplio pasillo enmoquetado hasta su consulta.

El brazalete identificador que llevo en la muñeca derecha es una tira de plástico que contiene una especie de aparatito metálico que revela mi nombre y mi domicilio. También detalla la naturaleza de mi afección, el tratamiento al que me estoy sometiendo y la identidad de mi médico. Impreso en la propia tira está mi nombre: John Orr. En realidad no me llamo así: es como me bautizaron las autoridades de la clínica del puente cuando llegué. John, por ser un nombre común e inofensivo, y Orr, porque cuando me rescataron de las aguas que cubría el gran puente de granito, tenía un gran hematoma circular en el pecho, un círculo casi perfecto estampado en mi carne (y más adentro, tenía seis costillas rotas). Parecía una O. Y las enfermeras que me cuidaban decidieron añadirle un par de erres para hacerlo fácil de recordar. Normalmente, son ellas quienes se encargan de identificar a los pacientes, y como a mí me encontraron sin documentación, así decidieron llamarme.

Debo añadir que el pecho todavía me duele en ocasiones, como si aquella curiosa e inexplicable marca esférica siguiera en el mismo sitio, con todo su esplendor. Y también sufrí lesiones en la cabeza, que son las presuntas culpables de mi amnesia. El doctor Joyce se inclina a atribuir el dolor del pecho al mismo trauma que produjo mi pérdida de memoria. Cree que mi incapacidad para recordar mi vida anterior no viene provocada tanto por las lesiones de la cabeza como por algún otro trauma, pero de tipo psicológico, tal vez relacionado con el accidente. Y que la respuesta a la amnesia se esconde en mis sueños. Por eso ha decidido tratarme: soy un Caso Interesante. Un desafío. Descubrirá mi pasado y se tomará todo el tiempo que necesite.


En la antesala de la consulta del doctor se encuentra el terrible recepcionista. Es un joven despreocupado y feliz, siempre con un chiste o una broma a punto, ansioso por traer café o té y por ayudar a los pacientes a quitarse y ponerse los abrigos. Nunca está de mal humor, ni resulta maleducado o grosero. Y siempre se muestra interesado por lo que dicen los pacientes del doctor Joyce. Es de complexión delgada, viste de forma impecable, luce una perfecta manicura y lleva una colonia discreta, poco abundante pero eficaz, y su peinado es limpio y elegante, pero sin parecer artificial. ¿Cabe añadir que todos los pacientes del doctor Joyce con los que he hablado lo desprecian con toda su alma?

– ¡Doctor! -exclama-. Cómo me alegro de verlo. ¿Ha ido bien el partido?

– Oh, sí -responde el médico sin excesivo entusiasmo, echando un vistazo por la sala de espera.

Solo hay dos personas más en la estancia, un policía y un hombre delgado y casposo, de aspecto preocupado. Está sentado, con los ojos cerrados, en uno de los seis o siete asientos de la sala. El policía está sentado encima de él, tomando una taza de café. Al doctor no parece llamarle la atención semejante estampa.

– ¿Me ha llamado alguien? -pregunta al Terrible Recepcionista, que se encuentra de pie ligeramente inclinado, con las manos extendidas en perfecta simetría.

– Ninguna urgente, doctor. Le he dejado una lista cronológica sobre la mesa, con posibles prioridades de respuesta, en orden ascendente, en el margen izquierdo. ¿Quiere un café, doctor? ¿Tal vez un té?

– No, gracias. -El doctor saluda con la mano al Terrible Recepcionista y huye a su consulta.

Le entrego la chaqueta al TR mientras dice:

– ¡Buenos días, señor Orr! ¿Me permite su… ¡oh, gracias! ¿Ha disfrutado del partido, señor Orr?

– No.

El policía sigue sentado encima del delgado casposo. Su mirada es ausente, con una expresión entre el mal humor y la vergüenza.

– Dios mío -exclama el recepcionista con aire desconsolado-. Cuánto lo siento, señor Orr. ¿Quiere tomar algo para animarse?

– No, gracias. -Me apresuro hacia la consulta. El doctor Joyce está examinando la lista de prioridades de respuesta que está bajo el pisapapeles de su enorme escritorio.

– Doctor Joyce -pregunto-, ¿qué hace un policía sentado encima de un hombre en la sala de espera?

El médico dirige la mirada hacia la puerta que acabo de cerrar.

– Ah -dice volviendo a la lista mecanografiada-, es el señor Berkeley. Sufre un trastorno no específico. Piensa que es parte del mobiliario. -Frunce el ceño y pone un dedo sobre un elemento de la lista. Yo me siento en una butaca vacía.

– ¿En serio?

– Sí. El tipo de mueble en cuestión varía según el día. Pedimos a sus vigilantes que le sigan la corriente para que esté de buen humor, en la medida de lo posible.

– Ah, pensaba que tal vez formasen alguna especie de grupo radical de teatro minimalista. Veo que en este momento el señor Berkeley piensa que es una silla.

– No sea estúpido, Orr. -El doctor frunce el ceño de nuevo-. ¿Para qué poner una silla encima de otra? Debe de pensar que es un cojín.

– Ah, claro -asiento-. ¿Por qué necesita vigilancia?

– Bueno, puede ponerse algo difícil. De vez en cuando cree que es el bidé del baño de señoras. Normalmente no es violento, pero en ocasiones resulta algo… -El doctor Joyce mira distraídamente al techo de color rosa pastel de su consulta, en busca de la palabra adecuada. -… Persistente. -Vuelve a la lista.

La consulta del doctor Joyce tiene el suelo de teca en el que se ven varias alfombras de tonos suaves y diseños abstractos banales. A juego con el imponente escritorio hay un archivador y una estantería repleta de tomos. Junto a ellos, está la mesa baja y la cómoda butaca sobre la que estoy sentado. La mitad de una pared de la consulta está ocupada por una gran ventana, pero la vista queda oculta por unos estores traslúcidos, que dejan pasar la brillante luz del día.

El doctor arruga el folio escrito a máquina y lo lanza a la papelera. Arrastra su butaca hasta situarla frente a la mía, coge su libreta, la pone sobre su regazo y saca un portaminas plateado del bolsillo frontal de su americana.

– Bien, Orr, ¿por dónde íbamos?

– Creo que la última cosa supuestamente constructiva que dijo es que el puente podría ser un sueño.

El doctor Joyce emite una mueca de disconformidad.

– ¿Cómo saber que no es así?

– ¿Cómo saber que sí es así?

El doctor me mira con aire inquisitivo.

– ¿Cómo sabe usted que no es un sueño, doctor? -pregunto con una sonrisa.

– Esa pregunta no tendría sentido -responde, encogiendo los hombros-. Porque, entonces, yo sería parte de ese sueño.

Se inclina hacia delante en su butaca y yo hago lo mismo, de forma que nuestras narices casi se tocan.

– ¿Qué significan los carruajes cerrados? -pregunta.

– Creo que son una señal de que algo me asusta -musito.

– De acuerdo, pero, ¿qué es? -dice casi susurrando.

– Me rindo. Dígamelo usted.

Nos miramos fijamente a los ojos durante unos segundos. Entonces, el doctor vuelve a echarse hacia atrás y suspira con un sonido similar al del aire que se escapa del asiento de un sillón de cuero falso. Toma algunos apuntes.

– ¿Cómo siguen sus investigaciones? -pregunta con aparente interés.

Presiento una trampa. Lo miro a los ojos.

– ¿Qué investigaciones? -pregunto.

– Antes de dejar el hospital, y hasta hace relativamente poco, siempre me contaba las investigaciones que estaba llevando a cabo. Me decía que intentaba averiguar cosas sobre el puente. En aquel momento, parecía algo muy importante para usted.

– Intenté descubrir cosas, sí -respondo, apoyándome en el respaldo de nuevo-, pero…

– Pero se rindió. -El doctor asiente y apunta.

– Lo intenté. Mandé cartas a todos los despachos, oficinas, departamentos, bibliotecas y universidades que encontré. Me pasaba las noches en vela, escribiendo a toda esa gente, y estuve semanas esperando en antesalas, recepciones, pasillos y salas de espera. Terminé con calambres de tanto escribir, un resfriado terrible y una citación para comparecer ante el Comité de Subvención (Abuso) de Pacientes Externos del hospital. Les parecía enorme la cantidad de dinero que había gastado en sellos.

– ¿Y qué descubrió? -El doctor parece divertirse con esto.

– Que es imposible intentar averiguar algo interesante sobre el puente.

– ¿A qué llama «algo interesante»?

– Dónde está, qué hay a cada extremo, cuál es su antigüedad… Ese tipo de cosas.

– ¿Y no ha habido suerte?

– No creo que la suerte tenga nada que ver con todo eso. Creo que nadie lo sabe y a nadie le importa. Todas mis cartas desaparecieron o me fueron devueltas sin abrir, o con respuestas anexas en idiomas que no pude entender y que ningún conocido llegó a descifrar.

– Bien -el doctor parece sopesar la situación-, tiene un problema con los idiomas, ¿verdad?

En realidad, sí lo tengo. En uno solo de los sectores del puente se hablan hasta doce idiomas distintos, jergas especializadas originadas por las diferentes profesiones y los grupos de trabajadores que conviven desde hace años en el puente. Con el tiempo, estas lenguas se han refinado, alterado y completado, hasta alcanzar un punto de incomprensión mutua. Y ahora nadie puede explicar cómo se desarrolló el proceso ni recordar la época en la que aún no se había iniciado. Cuando salí del coma, se descubrió que yo hablaba el idioma del Personal y la Administración: la lengua oficial y ceremonial del puente. Sin embargo, todos los demás hablan al menos un idioma más, normalmente relacionado con su posición social o con su oficio. Pero yo no. Cuando me encuentro en medio del bullicio de una de las calles del puente, más de la mitad de las conversaciones me resultan ininteligibles. Lo cierto es que la profusión de idiomas me fastidia un poco, pero supongo que para los pacientes más paranoicos del doctor, la plétora de idiomas debe de parecer casi conspirativa.

– Pero no es solo eso. Busqué información sobre la construcción del puente y su propósito original. Intenté encontrar libros, revistas, periódicos, documentales…, cualquier documento que hiciese referencia a cualquier lugar fuera del puente, o anterior a él, o ajeno a él. Y no hay nada. Todo se ha perdido, ha sido robado, destruido o traspapelado. ¿Sabía que solamente en este sector del puente han perdido (¡perdido!) una biblioteca entera? ¡Una biblioteca! ¿Cómo demonios se pierde una biblioteca?

– Bueno, los lectores suelen perder libros. -El doctor Joyce se encoge de hombros.

– ¡Venga!, ¿y qué más? ¿Una biblioteca entera? Había decenas de miles de libros en ella. Lo comprobé. Libros, periódicos, documentos, mapas y…

Soy consciente de que mi tono empieza a sonar afectado.

– La Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad, desaparecida para siempre, está registrada en este sector del puente. Hay numerosas noticias que aluden a ella, y referencias cruzadas a los libros y documentos que albergaba, e incluso recuerdos de eruditos que acudían allí a estudiar. Pero nadie sabe dónde está y nadie conoce otra cosa de ella que no sean referencias. Y ni siquiera la buscan. Dios mío, es como si hubiesen enviado a alguna especie de pelotón de búsqueda de bibliotecarios o bibliófilos o algo así. No olvide su nombre, doctor, y me llama si por casualidad la encuentra. -Me acomodo en la butaca y cruzo los brazos. El doctor toma algunos apuntes más.

– ¿Cree que toda esa información que busca se le ha ocultado a usted a propósito?

– Bueno, al menos eso me daría una razón para continuar la búsqueda. No, pero no creo que exista malicia detrás de todo esto; debe de ser una combinación de embrollo, incompetencia, apatía e ineficacia. Y no se puede luchar contra eso. Sería como dar palos de ciego.

– Bien, entonces. -El doctor esboza una sonrisa glacial, con los ojos de un azul helado alimentado por los años-. ¿Y qué ha descubierto? ¿En qué momento decidió dejarlo?

– He descubierto que el puente es muy grande, doctor – respondo.

Grande y muy largo; se pierde en el horizonte en ambas direcciones. Me he puesto de pie sobre una torre de radio, situada en una de las cumbres más altas del puente, y he llegado a contar unos doce picos más, pintados de rojo, que sobresalen entre la bruma azul que separa la Ciudad y el Reino (ambos invisibles, no he visto tierra firme desde que aterricé aquí, exceptuando las islitas que hay cada tres secciones del puente). También es muy alto, como poco, más de cuatrocientos metros. En cada uno de los sectores habrá unos seis o siete mil habitantes, aunque hay espacio (y fuerza de resistencia) para una densidad de población mucho mayor.

En cuanto a la forma, podría describirse con letras. La sección transversal, en la parte más gruesa, es similar a una «A», cuya barra horizontal conforma la plataforma. En alzado, la parte central de cada sección es una «H» superpuesta a una «X». De ahí, hacia los lados, salen seis «X» más, cuyo tamaño va menguando progresivamente hasta llegar a los arcos de unión (que tienen otras nueve «X» pequeñas cada uno). Al visualizar todas las «X» unidas por los laterales, aparece una silueta más que razonable de la estructura general. ¡Presto! ¡El puente!

– ¿Eso es todo? -pregunta perplejo el doctor Joyce-, ¿«es muy grande» y nada más?

– Es lo único que necesitaba saber.

– Pero, aun así, lo dejó.

– Continuar me hubiera convertido en una persona obsesiva. Ahora solo busco divertirme. Tengo un apartamento muy agradable y una pensión razonable para gastarme en cosas que me gustan. Visito museos, voy al teatro y al cine, asisto a conciertos, disfruto de la lectura, he hecho algunos amigos (la mayoría pertenecientes al grupo de los ingenieros), practico deportes, como bien sabe usted, espero poder ingresar en un club náutico… Me busco ocupaciones. Yo no llamaría «dejarlo» a todo eso. Sigo aquí, y me lo paso bien.

El doctor Joyce se levanta, con una rapidez casi sorprendente, lanza el bloc de notas sobre su mesa y empieza a pasearse de un lado al otro, desde los estantes repletos de libros hasta los estores de las ventanas. Se golpea los nudillos. Yo me miro las uñas. Él niega con la cabeza.

– Me parece que no se está tomando demasiado en serio todo esto, Orr -afirma. Se acerca a la ventana y sube los estores, que dejan entrever un día soleado, con un cielo azul intenso-. Acérquese -me ordena.

Con un suspiro y una leve sonrisa de «bien, si le hace ilusión», me aproximo al doctor.

Justo delante, a poco más de trescientos metros más abajo, está el mar, azul grisáceo, algo revuelto. Algunos yates y botes pesqueros forman pequeñas motas sobre él, que las gaviotas sobrevuelan en círculos. El doctor señala hacia un lado (su consulta se encuentra ligeramente en voladizo, lo que permite observar uno de los lados del puente).

La clínica donde se encuentra la consulta del doctor se alza con majestuosidad sobre la estructura principal, prominente como un tumor en pleno desarrollo. Desde donde estamos, la elegancia del puente parece inexistente, desordenada, incluso excesivamente sólida.

Sus laterales inclinados, rojizos y corrugados, se elevan desde el pedestal de granito que nace del mar, a unos trescientos metros hacia abajo. La estructura entramada da lugar a diversas plataformas, huecos de ascensor, chimeneas, vigas, pasarelas, tuberías, antenas y banderas de todos los tamaños, formas y colores. Hay edificios pequeños y grandes, despachos, talleres, viviendas y tiendas, todos ellos fijados como lapas angulosas de metal, vidrio y madera, a los grandiosos tubos y listones entretejidos del propio puente, revueltos y apiñados entre los miembros de la estructura original, pintados de rojo, como si fueran hernias quebradizas nacientes de inmensos grupos musculares.

– ¿Qué es lo que ve? -me pregunta el doctor Joyce. Me inclino hacia delante, como si me hubieran pedido un análisis exhaustivo de alguna acuarela famosa.

– Veo un puto puente enorme, doctor.

El doctor Joyce suelta la cuerda de los estores, dejándolos abiertos. Toma aire y vuelve a sentarse en su escritorio, mientras garabatea no sé qué en su bloc de notas. Lo sigo.

– Su problema, Orr -asegura mientras escribe-, es que no se hace las preguntas suficientes.

– Ah, ¿no? -inquiero inocentemente. ¿Será una opinión profesional o simplemente un insulto personal?

En la ventana, un andamio de limpiacristales aparece desde arriba. El doctor Joyce parece no darse cuenta. El hombre del andamio golpea la ventana.

– Creo que van a limpiarle la ventana, doctor -le advierto. El doctor echa un rápido vistazo. El limpiacristales golpea alternativamente la ventana y su reloj de muñeca. El doctor vuelve a su bloc de notas, negando con la cabeza.

– No, ese es el señor Johnson -me aclara. El hombre del andamio tiene la nariz pegada al cristal.

– ¿Otro paciente?

– Sí.

– Déjeme adivinar. Cree que es un limpiador de ventanas.

– En realidad, lo es, Orr. Y muy bueno. Sencillamente, se niega a volver a entrar. Se ha pasado los últimos cinco años en ese andamio, y las autoridades están empezando a preocuparse por él.

Miro al señor Johnson con un recién adquirido respeto. Qué agradable es ver a un hombre tan feliz con su trabajo. Su andamio está viejo y desordenado. Tiene botellas, latas, una pequeña maleta, una lona y algo parecido a un catre plegable en uno de los extremos, todo ello contrapesado por una amplia variedad de material de limpieza en el otro extremo. Vuelve a golpear la ventana con la escobilla de goma.

– Y para sus sesiones, ¿entra él o sale usted? -le pregunto al doctor mientras me acerco a la ventana.

– Ni lo uno, ni lo otro. Hablamos a través de la ventana abierta -responde el doctor mientras guarda el bloc de notas en un cajón. Cuando me vuelvo a mirarlo, está de pie, mirando el reloj-. De todas formas, llega muy pronto. Ahora tengo una reunión con el comité. -Intenta explicarle eso mismo al señor Johnson con gestos, mientras este agita la muñeca y se acerca el reloj al oído.

– Y, ¿qué pasa con el pobre señor Berkeley, sentado a modo de asiento?

– También tendrá que esperar. -El doctor saca unos papeles de otro cajón y los coloca en una carpeta.

– Qué lástima que el señor Berkeley no crea ser una hamaca – observo, mientras el señor Johnson sube el andamio y desaparece de mi vista -, así podrían esperar juntos.

El doctor me lanza una mirada furiosa.

– Salga de aquí, Orr.

– Claro, doctor. -Me acerco a la puerta.

– Vuelva mañana si tiene más sueños.

– De acuerdo. -Abro la puerta.

– ¿Sabe una cosa, Orr? -dice el doctor, muy serio, guardando el portaminas de nuevo en su bolsillo-. Se da usted por vencido con demasiada facilidad.

Pienso un segundo en sus palabras y asiento.

– Tiene razón, doctor.


En la antesala, el Terrible Recepcionista me ayuda a ponerme la chaqueta, que ha cepillado meticulosamente durante mi sesión con el doctor.

– Bien, señor Orr, ¿qué tal le ha ido hoy? Bien, espero. ¿Sí?

– Muy bien. Estoy progresando, a grandes pasos y con profundas conversaciones.

– Ah, fantástico. Parece entonces que vamos por muy buen camino, ¿no es así?

– Completamente insuperable.


Tomo uno de los ascensores principales que descienden de la clínica a pie de calle, sobre la plataforma de rodaje. Allí, rodeado de gruesas alfombras, arañas de luces tintineantes y brillantes obras de grabado en madera de caoba, con un capuchino que he pedido en el bar, me pongo a escuchar al cuarteto de cuerda que está tocando, enmarcado en las ventanas externas de la inmensa habitación que sigue descendiendo poco a poco.

Detrás de mí, sentados a una mesa ovalada acordonada por un rectángulo, veintitantos burócratas y sus ayudantes discuten acaloradamente sobre un complicado punto del día surgido durante la reunión, relativo a la estandarización de especificaciones contractuales en convocatorias a concurso para vías de locomotoras de carbón de alta velocidad (de polvo de carbón, por aquello de la prevención de incendios), según informa una pancarta situada dentro de la zona acordonada.

El ascensor desemboca en una calle abierta, situada sobre la plataforma principal. Es una avenida para peatones y bicicletas, con el suelo metálico, que fragua un camino relativamente recto entre la propia estructura del puente y la caótica y desordenada proliferación de tiendas, cafés y quioscos que bullen en este nivel.

La calle, que ostenta el majestuoso nombre de Boulevard Queen Margaret, se extiende próxima al eje exterior del puente. Sus edificios interiores forman parte del borde inferior del zigurat de arquitectura secundaria erguido sobre la estructura original. Los bordes exteriores colindan con las vigas principales y, en espacios intermitentes, ofrecen vistas del mar y del cielo.

La calle, larga y estrecha, me recuerda a las de las ciudades antiguas, donde edificios emplazados sin criterio alguno, como caídos del cielo, encerraban la propia vía pública y al enjambre de personas que esta amparaba. Aquí la imagen no resulta excesivamente diferente: la gente se mueve a empujones, caminando, en bicicleta, empujando cochecitos de bebé o tirando de carritos de la compra, charlando en sus distintos idiomas, vestida de civil o luciendo uniforme, y formando una masa densa de movimiento confuso donde la circulación fluye en ambas direcciones a la vez, y también a través del torrente principal, como glóbulos rojos en una arteria enloquecida.

Me quedo de pie en la plataforma elevada que hay a la salida del ascensor.

Por encima del bullicio, los continuos siseos y sonidos metálicos, las bocinas y los silbatos de los trenes del andén inferior suenan como chillidos de un submundo mecánico, mientras, de vez en cuando, un estruendo y un traqueteo tembloroso anuncian la llegada de un tren que pasa por un nivel inferior, acompañado de grandes nubes de vapor blanco que ascienden por la calle.

Arriba, donde debería estar el cielo, se ven las vigas del puente alto, oscurecidas por las humaredas de vapor ascendente, y atenuadas por la luz de sus propios caparazones de despachos y habitaciones infestados de gente. Se erigen como observando la tosca irreverencia de estas construcciones poco meditadas, con la majestuosidad y el esplendor propios del techo de una gran catedral.

Un coro histérico de pitidos crece desde un lado: un cochecito propulsado por un hombre se adentra en la multitud. Es un taxi para ingenieros. Solo los cargos importantes y los representantes de gremios eminentes tienen acceso a este tipo de vehículos. Las personas de clase acomodada pueden utilizar turismos, aunque en realidad pocas lo hacen, porque los ascensores y los tranvías locales son más rápidos. La única alternativa restante es la bicicleta, pero como las ruedas pagan impuestos en el puente, el único transporte relativamente económico para la mayoría es el monociclo. Y los accidentes proliferan.

La metralla de pitidos que precede al taxi emana de los pies del chico uniformado que lo maneja. En los talones de sus zapatos hay sendas bocinas que advierten a los demás de su presencia.

Me detengo en un café para pensar qué puedo hacer después de comer. Podría ir a nadar (hay una piscina que está muy bien, con poca gente, un par de niveles por debajo de mi apartamento) o podría llamar por teléfono a mi amigo Brooke, el ingeniero. Él y sus colegas acostumbran a jugar a las cartas por las tardes, cuando no se les ocurre nada mejor que hacer. O tal vez podría tomar un tranvía local e ir en busca de nuevas galerías: hace más o menos una semana que no compro ningún cuadro.

Un agradable hormigueo de anticipación me recorre el cuerpo mientras contemplo formas de pasar el tiempo tan seductoras. Dejo el establecimiento tras tomar un café y un licor, y me vuelvo a mezclar entre la masa de gente.

Lanzo una moneda desde el tranvía que me conduce a mi sector del puente mientras lo recorremos. La tradición asegura que lanzar cosas desde el puente trae buena suerte.


Ya es de noche. Detrás de mí, una agradable tarde de natación, cena en el club de frontón y un paseo a pie por el puerto. Estoy un poco cansado, pero al ver los grandes yates balanceándose en el agua, en el tranquilo puerto deportivo, he tenido una idea.

Me tumbo en la chaise-longue de mi sala de estar y reflexiono sobre la forma exacta que debe tener el próximo sueño que contaré al doctor.

Decidido, preparo mi escritorio, y me dirijo a la pantalla de televisión empotrada en la pared que tendré justo detrás una vez sentado. Trabajo mejor con el televisor encendido, hablando suavemente para sí mismo. La mayoría de programas son malos, pensados para no pensar (concursos, culebrones y demás), pero los miro ocasionalmente, con la esperanza de ver algo que no esté en el puente. Sintonizo un canal que todavía emite. Ponen una obra que, aparentemente, tiene lugar en una comunidad minera de una de las pequeñas islas. Bajo el volumen hasta que me llega solamente un murmullo leve, lo suficientemente alto como para dejarse oír, pero no entender. Me siento en mi escritorio y cojo un bolígrafo.

La televisión empieza a emitir una especie de siseo. Me vuelvo. Una nieve gris ocupa la pantalla y un sonido blanco emerge del altavoz. Puede que se haya estropeado. Me dispongo a apagarla cuando aparece una imagen. No hay sonido. El siseo se ha esfumado.

En la pantalla, aparece un hombre tumbado en una cama de hospital, rodeado de máquinas. La imagen es en blanco y negro, y no completamente nítida. Subo el volumen al máximo, pero el único sonido que se oye es un suave silbido. De la nariz, la boca y el brazo del hombre salen tubos con cables. Sus ojos están cerrados. No puedo ver si respira, pero debe de estar vivo. Todos los canales de televisión emiten la misma imagen: el hombre, la cama, las máquinas…

La cámara enfoca todo el largo de la cama, y muestra parte de una pared y una pequeña silla vacía a un lado del lecho. El tipo se encuentra en el umbral de la muerte; incluso en imagen monocroma, su rostro resulta terriblemente pálido, y sus manos escuálidas (inertes sobre las sábanas blancas, una de ellas con un tubo en la muñeca) son casi transparentes. Su cara está llena de golpes, como si hubiera participado en una pelea violenta. Tiene el cabello castaño, escaso, con un claro en la coronilla. En conjunto, es un hombre de aspecto gris, del montón.

Pobre diablo. Sigo intentando cambiar de canal, pero la imagen sigue allí. Tal vez haya un cruce entre mi receptor y las cámaras que la clínica tiene para controlar a los pacientes en estado muy grave. Llamaré al servicio técnico por la mañana. Observo el fotograma silencioso durante un rato más, y apago el televisor.

Vuelvo a la mesa. Al fin y al cabo, debo preparar el siguiente sueño para el doctor. Escribo durante unos minutos, pero la ausencia de ruido de fondo resulta desconcertante, y siento una extraña sensación aquí sentado, dando la espalda al televisor muerto. Me llevo los papeles y el bolígrafo a la cama para diseñar mi próximo sueño allí, antes de dormir, cuando, si es que sueño, no recuerdo haber soñado.

En cualquier caso, esto es lo que escribo: