"La carta número 12" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)PRIMERA PARTE. Tres quintos de hombremartes, 9 de octubre CAPÍTULO 1Con el rostro húmedo de sudor y lágrimas, el hombre corre hacia su libertad, corre por su vida. «¡Allí va! ¡Allí va!». El antiguo esclavo no sabe de dónde proviene exactamente la voz. ¿De detrás de él? ¿De la derecha o de la izquierda? ¿De lo alto de una de las decrépitas casas que hay a lo largo de las mugrientas calles adoquinadas de este lugar? En medio del aire de julio, tórrido y denso como parafina líquida, el hombre enjuto salta por encima de una boñiga de caballo. Los barrenderos no vienen a esta parte de la ciudad. Charles Singleton se detiene al lado de un montón de barriles apilados en palés, tratando de recobrar el aliento. El estampido de una pistola. La bala yerra el tiro. La seca detonación del arma le trae inmediatamente la guerra a la memoria: las horas demenciales, insoportables, en las que se mantenía firme en su polvoriento uniforme azul, sosteniendo un pesado mosquete, frente a hombres vestidos con polvorientos uniformes grises que apuntaban a su vez sus propias armas en su dirección. Ahora su carrera es más veloz. Los hombres vuelven a hacer fuego. También estas balas le pasan rozando. «¡Que alguien lo detenga! ¡Cinco dólares de oro al que lo atrape!». Pero las pocas personas que están tan temprano en la calle -en su mayoría traperos y jornaleros irlandeses que se dirigen al trabajo en tropel, con capachos o picos a las espaldas- no tienen el menor interés en detener al Negro, que tiene una mirada feroz, músculos enormes y una determinación aterradora. En cuanto a la recompensa, el ofrecimiento hecho a viva voz proviene de un agente de policía de la ciudad, lo que significa que detrás de la promesa no hay ningún dinero. En los murales pictóricos de la calle 23, Charles Singleton tuerce hacia el oeste. Resbala en los brillantes adoquines y va a parar al suelo, dándose un tremendo golpe. Un policía montado da la vuelta en la esquina y, levantando su porra, se echa encima del hombre caído. Y entonces… «¿Y?», pensó la chica. ¿Y? ¿Qué le sucedió? Geneva Settle, de dieciséis años, volvió a girar el dial del lector de microfichas, pero éste ya no se movía más; había llegado a la última página de esa tira. Levantó el rectángulo metálico que contenía el artículo principal de la edición del 23 de julio de 1868 del ¿Dónde estaba el resto del relato? Ah… Finalmente, lo encontró y dispuso la tira en el estropeado lector gris, moviendo el dial con impaciencia para localizar la continuación del relato de la fuga de Charles. La pródiga imaginación de Geneva -y los años que llevaba inmersa entre libros- la habían provisto de los medios para adornar la escueta versión periodística de la persecución del antiguo esclavo a través de las tórridas y fétidas calles de Nueva York en el siglo XIX. Casi le parecía estar allí más que donde se encontraba en ese momento: unos ciento cuarenta años después en la desierta biblioteca del quinto piso del Museo de Cultura e Historia Afroamericana, en la calle 55, cerca del centro de Manhattan. Giró el dial. Las páginas corrían por la moteada pantalla. Geneva halló el resto del artículo, que llevaba el siguiente titular: ____________________ informe sobre el crimen de un liberto ____________________ charles singleton, un veterano de la guerra entre los estados, traiciona la causa de nuestro pueblo en un sonado incidente ____________________ Una fotografía que ilustraba el artículo mostraba a Charles Singleton a los veintiocho años, vestido con el uniforme de la guerra civil. Era alto, tenía las manos grandes, y lo ajustado del uniforme en el pecho y los brazos dejaba entrever unos músculos poderosos. Labios gruesos, pómulos prominentes, cabeza redonda, piel bastante oscura. Mirando el rostro adusto y los ojos serenos, penetrantes, la chica creyó ver una semejanza entre ambos. Ella tenía la cabeza y el rostro de su antepasado, la redondez de sus rasgos, el intenso matiz de su piel. Sin embargo, ni una pizca del físico de Singleton. Geneva Settle era flacucha como un chavalillo de escuela primaria, tal como a las chicas de Delano, un barrio de viviendas protegidas, les gustaba señalar. Una vez más empezó a leer, pero la importunó un ruido. En la sala se oyó un chirrido. ¿El pestillo de una puerta? Luego oyó pasos. Se detuvieron. Otro paso. Finalmente, silencio. Miró hacia atrás, pero no vio a nadie. Sintió un escalofrío, pero se dijo a sí misma que no se debía asustar. Eran los malos recuerdos lo que la ponía nerviosa: las chicas de Delano moliéndola a golpes en el patio de la parte trasera del instituto Langston Hughes, y aquella vez que Tonya Brown y su pandilla del barrio de St. Nicholas la arrastraron a un callejón y luego le dieron tal paliza que perdió una muela. Los chicos te manoseaban, te faltaban al respeto, te humillaban. Pero eran las chicas las que te hacían sangre. Más pasos. Y otra pausa. Silencio. Las características de aquel lugar empeoraban las cosas. Poco iluminado, húmedo, silencioso. Y allí no había nadie más; y menos un martes a las ocho y cuarto de la mañana. El museo todavía no había abierto -los turistas aún dormían o estaban desayunando-, pero la biblioteca abría a las ocho. Geneva llevaba ya un rato esperando en la puerta cuando descorrieron el cerrojo, tanta era su impaciencia por leer el artículo. Ahora se encontraba sentada en un cubículo en el extremo de una gran sala de exposiciones, en la que maniquíes sin rostro vestían trajes del siglo XIX y cuyas paredes estaban repletas de cuadros de hombres con extraños sombreros, mujeres con gorros y caballos de patas debiluchas, esqueléticas. Otro paso. Y luego otra pausa. ¿Debería marcharse? ¿Irse con el doctor Barry, el bibliotecario, hasta que el espeluznante tipo ese se fuera? Y entonces el otro visitante se rio. No era una risa siniestra, sino de alborozo. Y dijo: «De acuerdo. Te llamo más tarde». El Ya te dije que no te preocuparas, muchacha. La gente no es peligrosa cuando se ríe. No es peligrosa cuando dice cosas amables por los móviles. El hombre andaba a paso lento porque eso es lo que hace la gente cuando está hablando… Aunque, ¿qué clase de grosero insolente haría una llamada en una biblioteca? Geneva se volvió nuevamente hacia la pantalla del lector de microfichas, preguntándose: «¿Consigues escapar, Charles? Hombre, espero que sí». «Demasiado para un informe objetivo», pensó la joven enfadada. Charles esquiva la pesada piedra y se vuelve hacia el hombre, gritando: «¡Soy inocente! ¡Yo no he hecho lo que dice la policía!». La imaginación de Geneva había cogido las riendas e, inspirada por el texto, estaba reescribiendo aquella historia. Pero Loakes hace caso omiso de las protestas del liberto y corre hacia la calle, gritando a la policía que el fugitivo se dirige hacia los muelles. Con el corazón desgarrado y la imagen de Violet y el hijo de ambos, Joshua, en el pensamiento, el antiguo esclavo prosigue su desesperada huida hacia la libertad. A toda velocidad, a toda velocidad… Detrás de él viene al galope la policía montada. Delante aparecen otros jinetes, conducidos por un policía que lleva casco y empuña una pistola. «¡Alto, quédese donde está, Charles Singleton! Soy el comisario William Simins. Llevo dos días buscándole». El liberto hace lo que le ordenan. Con los hombros hundidos, los fuertes brazos caídos y el pecho palpitante, aspira el aire rancio y húmedo del río Hudson. Por allí cerca está la oficina de los remolcadores; arriba y abajo del río ve las agujas de los mástiles de los barcos que navegan, cientos de ellos, mofándose de él con su promesa de libertad. Se inclina, jadeante, frente al enorme cartel de la Swiftsure Express Company. Charles mira fijamente al oficial que se le acerca, mientras el tac-tac-tac de los cascos del caballo resuena con fuerza en los adoquines. «Charles Singleton, queda usted detenido por robo. O se rinde o le sometemos a la fuerza. De cualquier manera, acabará con grilletes. Si elige lo primero, no sufrirá ningún daño. Si elige lo segundo, terminará cubierto de sangre. La decisión es suya». «¡He sido acusado de un crimen que no he cometido!». «Repito: ríndase o morirá. Ésas son sus únicas alternativas». «¡No, señor, tengo otra!», grita Charles. Y prosigue su huida hacia el muelle. «¡Deténgase o disparamos!», le grita el detective Simms. Pero el liberto salta por encima de la reja del embarcadero como el caballo que salta una cerca. Por un momento parece suspendido en el aire, y entonces cae dando vueltas desde una altura de diez metros en las turbias aguas del río Hudson, murmurando algunas palabras, tal vez una plegaria a Jesús, tal vez una declaración de amor para su esposa e hijo, pero fueran lo que fuesen, ninguno de sus perseguidores puede oírlas. A diez metros del lector de microfichas, Thompson Boyd, de cuarenta y un años de edad, se acercó un poco a la chica. Tiró del pasamontañas que tenía puesto sobre la cabeza, cubriéndose el rostro; ajustó los agujeros para que coincidieran con los ojos y abrió el tambor de su revólver para asegurarse de que no estuviera atascado. Ya lo había comprobado antes, pero en este trabajo uno nunca podía tener absoluta certeza. Se metió el arma en el bolsillo y extrajo la porra por un corte practicado en su gabardina oscura. Estaba entre las estanterías de libros en la sala de la exposición de trajes, los cuales le separaban de las mesas de los lectores de microfichas. Con los dedos enguantados en látex, se presionó los ojos, que esa mañana le escocían de manera especialmente intensa. Parpadeó a causa de la molestia. El hombre volvió a mirar a su alrededor; tampoco había nadie en el piso de abajo. Ni cámaras de seguridad ni registro de visitantes. Todo bien. Pero había algunos problemas de logística. En la enorme sala reinaba un silencio sepulcral y Thompson no podría disimular su aproximación a la chica. Ella sabría que había alguien más en la sala y podría ponerse nerviosa y en situación de alerta. De modo que después de haber entrado en esa ala de la biblioteca y de haber cerrado la puerta con llave, se había reído con una risa abierta. Thompson Boyd había dejado de reírse hacía años. Pero era un artesano que comprendía el poder del humor -y cómo usarlo para obtener ventaja en aquella clase de trabajo-. Una risa -acompañada de una despedida cortés y de un móvil cerrándose- haría que la chica estuviera tranquila, pensó. La estratagema pareció funcionar. Echó una mirada rápida polla larga hilera de estantes y vio a la chica, que contemplaba la pantalla del lector de microfichas. Abría y cerraba nerviosamente las manos, que le colgaban a los lados, conforme iba leyendo. Él empezó a acercarse. Entonces se detuvo. La chica estaba apartándose de la mesa. El hombre oyó la silla deslizándose sobre el linóleo. Caminaba hacia algún lado. ¿Se marchaba? No. Oyó el ruido del surtidor del agua y el que hacía ella al tragar un poco. Luego oyó que sacaba libros de un estante y los apilaba sobre la mesa de los lectores de microfichas. Tras una pausa, volvió otra vez hacia los anaqueles y cogió más libros. El ruido sordo al depositarlos en la mesa. Finalmente, oyó el chirrido de la silla cuando volvió a sentarse. Luego, silencio. Thompson volvió a mirar. La joven estaba otra vez en su silla, leyendo uno de los libros de la docena que tenía apilados delante. Con la bolsa en la que llevaba los condones, la navaja y la cinta adhesiva en la mano izquierda y la porra en la derecha, reanudó su aproximación hacia la chica. Ya estaba casi detrás de ella, cinco metros, cuatro, conteniendo la respiración. Tres metros. Aunque ahora la joven echara a correr, él podría abalanzarse sobre ella y agarrarla, romperle una pierna o dejarla sin sentido de un golpe en la cabeza. Dos metros, metro y medio… Se detuvo y silenciosamente colocó en un estante la bolsa en la que tenía los objetos para perpetrar una agresión sexual. Se aproximó unos pasos, alzando el garrote de roble barnizado. Todavía absorta en las palabras, Geneva leía con atención, ajena al hecho de que el agresor estaba prácticamente a sus espaldas. Thompson alzó la porra y, con todas sus fuerzas, golpeó la parte superior del gorro de la chica. Crac… Una dolorosa vibración le mordió las manos cuando el bastón dio en la cabeza de la chica con un ruido seco. Pero algo iba mal. El sonido y la sensación no eran los correctos. ¿Qué ocurría? Thompson Boyd dio un salto hacia atrás cuando el cuerpo cayó al suelo y se hizo pedazos. El torso del maniquí cayó en una dirección. La cabeza en otra. Thompson se quedó mirando fijamente durante un momento. Echó una ojeada a un lado y vio un vestido que cubría la mitad inferior del mismo maniquí, parte de la exposición de vestimentas femeninas durante el período de la reconstrucción de América. No… De alguna manera, ella había intuido que él era un peligro. Fue a buscar unos cuantos libros de los estantes para disimular que se levantaba con la intención de coger un maniquí. Había vestido la parte superior de éste con su propia sudadera y su gorro, y luego lo había acomodado en la silla, apuntalándolo. Pero, ¿dónde estaba ella? Las ruidosas pisadas de alguien corriendo respondieron a la pregunta. Thompson Boyd oyó la carrera hacia la puerta de incendios. El hombre se guardó la porra en el abrigo, sacó el arma y fue tras ella. |
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