"La carta número 12" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)CAPÍTULO 2Geneva Settle corría. Corría para escapar. Como su antepasado Charles Singleton. Jadeando. Como Charles. Pero estaba segura de que su dignidad no era la misma que la que había exhibido su antepasado en su huida de la policía hacía ciento cuarenta años. Geneva sollozaba y gritaba pidiendo auxilio y en el frenesí del pánico tropezó y se dio un fuerte golpe contra una pared, raspándose el dorso de la mano. La idea de meterse en el ascensor le dio pánico, pues se vería atrapada. Así que eligió la escalera de incendios. Como iba a toda velocidad, se dio contra la puerta y se quedó aturdida. Una luz amarillenta le nubló la vista, pero siguió sin parar. Saltó desde el rellano hasta el cuarto piso y tiró del pomo de la puerta. Pero eran puertas de seguridad y no se abrían desde el hueco de la escalera. Tendría que usar la puerta de la planta baja. Siguió bajando las escaleras, casi sin aliento. «¿Por qué? ¿Qué pretendía ese hombre?», se preguntó. El arma… Eso era lo que la había hecho sospechar. Geneva Settle no era una pandillera, pero no se podía ser estudiante del instituto Langston Hughes, en el corazón de Harlem, y no haber visto al menos una vez en la vida un arma de fuego. Cuando oyó el inconfundible chasquido seco -muy distinto del de un móvil que se cierra-, se preguntó si el hombre risueño no estaría disimulando, si no habría ido allí buscando problemas. Así que se puso de pie como si no pasara nada y bebió un trago de agua, lista para salir pitando. Pero echó una mirada furtiva a través de los anaqueles y vio el pasamontañas. Se dio cuenta de que no podría llegar hasta la puerta sin que él le cortara el paso, a menos que se las arreglara para mantener la atención del hombre fija en la mesa de los lectores de microfichas. Apiló unos libros ruidosamente y luego quitó la ropa a un maniquí, lo vistió con su gorro y su sudadera, y lo colocó en la silla frente al aparato de las microfichas. Entonces esperó a que él se acercara, y cuando lo hizo, le rodeó, escabulléndose. Geneva bajó otro tramo de la escalera dando traspiés. Ruido de pisadas por encima de su cabeza. ¡Dios santo, Cerca ya de la planta baja saltó cuatro escalones y aterrizó en el suelo de hormigón. Las piernas no pudieron sostenerla y se estrelló contra la áspera pared. Con el rostro crispado de dolor, la adolescente se puso de pie de un brinco, oyendo los pasos del hombre, viendo su sombra en las paredes. Geneva miró hacia la puerta de incendios. Dio un grito ahogado al ver la cadena que rodeaba la barra. No, no, no… La cadena era ilegal, por supuesto. Pero eso no significaba que las personas que administraban el museo no la utilizaran para evitar que entraran ladrones. O tal vez ese mismo hombre había encadenado la barra, previendo que ella pudiera escapar por esa puerta. Allí estaba, atrapada en un oscuro pozo de hormigón. ¿Pero realmente la cadena trababa la puerta? Sólo había una manera de averiguarlo. ¡Ahora, chica! Geneva saltó sobre la barra, estrellándose contra ella y empujándola. La puerta se abrió. Oh, gracias a… De pronto, un tremendo ruido le retumbó en los oídos, penetrándole hasta el alma. Gritó. ¿Le habían pegado un tiro en la cabeza? Pero se dio cuenta de que era la alarma de la puerta, que aullaba con la misma estridencia que los primitos de Keesh. Ya estaba en el callejón. Había salido dando un portazo, buscando la mejor dirección hacia donde ir, derecha, izquierda… Optó por la derecha y, tambaleante, se metió en la calle 55, deslizándose entre una multitud de personas que se dirigían al trabajo, provocando miradas de inquietud en algunas, de recelo en otras. La mayoría no hizo el menor caso a la chica de la cara angustiada. Luego, a sus espaldas, oyó que el ulular de la alarma de incendios se intensificaba cuando su atacante empujó la puerta para salir. ¿Huiría o iría tras ella? Geneva corrió calle arriba hacia Keesh, que estaba de pie en el bordillo, sosteniendo un vaso de café, comprado en una charcutería griega, tratando de encender un cigarrillo a pesar del viento que soplaba. Su compañera de clase, de piel color café -con el maquillaje justo y una cascada de extensiones rubias-, tenía la misma edad que Geneva, pero le sacaba la cabeza. Tenía curvas donde debía tenerlas, y era de carnes apretadas, como un tambor; con grandes tetas y caderas propias del gueto, y algo más. La chica se había quedado esperando en la calle, ya que no le interesaban los museos, ni ningún otro edificio, en realidad, en el que estuviera prohibido fumar. – ¡Gen! -Su amiga tiró al suelo el vaso de café y salió corriendo-. ¿ – Un hombre… -Geneva jadeaba, tenía náuseas-. Ahí dentro, ha intentado atacarme. – ¡No fastidies! -Lakeesha miró a su alrededor-. ¿Dónde está? – No lo sé. Venía detrás de mí. – Tranquila. No pasa nada. Vámonos de aquí. ¡Venga, corre! La chavala grandullona -que iba a clase de educación física un día sí y otro no y hacía dos años que fumaba- empezó a trotar lo mejor pudo, jadeando, con los brazos rebotándole a los lados. Pero no habían llegado a la siguiente esquina cuando Geneva empezó a correr más despacio. Luego se detuvo. – Espera. – ¿Qué haces, Gen? El pánico había desaparecido. Otra sensación lo había reemplazado. – Venga, tía -dijo Keesh-. Mueve el culo. Sin embargo, Geneva Settle había cambiado de idea. El miedo había dado paso a la ira. Y pensó: «Ese tío no va a salirse con la suya». Se dio media vuelta y miró a ambos lados de la calle. Finalmente vio lo que estaba buscando, cerca de la salida del callejón por el que acababa de escapar. Comenzó a desandar el camino en esa dirección. A una calle de distancia del Museo Afroamericano, Thompson Boyd dejó de correr entre la multitud de los trabajadores que venían de las ciudades dormitorio en hora punta. Thompson era un hombre medio. En todos los sentidos. Cabello castaño de una tonalidad intermedia, de mediana estatura, peso medio, medianamente guapo, medianamente fuerte. En la cárcel le llamaban «el Ciudadano Medio». Solía pasar inadvertido ante la gente. Pero un hombre corriendo por el centro de la ciudad llama la atención a menos que vaya tras un autobús, un taxi o que se dirija hacia una estación de tren. Por eso aminoró la marcha para andar con paso tranquilo. Pronto se perdió entre la multitud, sin que nadie se fijara en él. Se quedó pensando mientras el semáforo de la Sexta Avenida y la 53 permaneció en rojo. Thompson tomó una decisión. Se quitó la gabardina y se la puso en el brazo, asegurándose, eso sí, de que las armas estuvieran al alcance de la mano. Dio la vuelta y comenzó a andar de regreso al museo. Thompson Boyd era un artesano que hacía todo siguiendo las reglas al pie de la letra, y hubiera podido parecer que lo que estaba haciendo -volver al lugar de una agresión que acababa de salir mal- no era una idea sensata, ya que sin duda la policía no tardaría en llegar. Pero había aprendido que era en momentos como ése, con polis por todas partes, cuando las personas se confiaban. A menudo uno podía acercarse a ellas mucho más de lo que podría hacerse en cualquier otra situación. Ahora el hombre medio se paseaba tranquilamente entre la multitud en dirección al museo, un transeúnte más, un ciudadano medio camino del trabajo. Es un verdadero milagro. En algún lugar del cerebro o del cuerpo se produce un estímulo, ya sea mental o físico: quiero levantar el vaso, tengo que soltar la sartén que me está quemando los dedos. El estímulo genera un impulso nervioso que discurre por las membranas de las neuronas a través del cuerpo. A diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, el impulso no es la electricidad misma; es una onda generada cuando la superficie de las neuronas cambia de una carga positiva a una negativa. La fuerza de este impulso es invariable -o bien existe, o no existe- y rápida, cuatrocientos kilómetros por hora. Este impulso llega a su destino: músculos, glándulas y órganos, que responden manteniendo nuestro corazón latiendo, nuestros pulmones bombeando aire, nuestros cuerpos bailando, nuestras manos plantando flores y escribiendo cartas de amor o pilotando naves espaciales. Un milagro. A menos que algo funcione mal. A menos que uno sea, digamos, el jefe de una unidad de homicidios y esté en el escenario del crimen, investigando un asesinato perpetrado en un lugar en el que se están haciendo obras para el metro, y le caiga encima, sobre el cuello, una viga, destrozándoselo a la altura de la cuarta vértebra cervical, cuatro huesos por debajo de la base del cráneo. Como le sucedió a Lincoln Rhyme hacía unos cuantos años. Cuando algo así ocurre, todas las manos del juego están perdidas. Incluso aunque el golpe no seccione de lleno la médula espinal, la sangre inunda la zona y eleva la tensión y aplasta o ahoga las neuronas. Por alguna razón desconocida, al morir, las neuronas liberan un aminoácido tóxico que mata todavía más neuronas, lo que agrava el resultado de la destrucción. Al final, si el paciente sobrevive, el tejido cicatrizado llena el espacio que hay entre los nervios como la tierra en una tumba: una metáfora apropiada, porque, a diferencia de las neuronas del resto del cuerpo, las del cerebro y las de la médula espinal no se regeneran. Una vez muertas, quedan entumecidas para siempre. Después de tan «catastrófico incidente», como delicadamente lo llaman los hombres y las mujeres que se dedican a la medicina, algunos pacientes -sólo los afortunados- se encuentran con que las neuronas que controlan los órganos vitales como los pulmones y el corazón siguen funcionando, y sobreviven. O tal vez son los Porque algunos habrían preferido que el corazón les hubiera dejado de latir en los primeros momentos, evitándoles las infecciones, las úlceras de decúbito, las contracturas y los espasmos. Evitándoles también los ataques de disreflexia autónoma, que pueden producirles un derrame cerebral. Evitándoles el estremecedor dolor fantasma que se siente igual que el de verdad, pero cuyas punzantes molestias no pueden combatirse ni con aspirinas ni con morfina. Por no hablar del cambio total de vida: los fisioterapeutas y los asistentes y los respiradores y los catéteres y los pañales para adultos, la dependencia… y la depresión, por supuesto. En estas circunstancias, algunas personas se dan por vencidas y buscan la muerte. El suicidio siempre es una posibilidad, pero no la más fácil. (Intente usted matarse si lo único que puede mover es la cabeza). Pero otras personas siguen luchando. – ¿Vale ya por hoy? -preguntó a Rhyme el joven delgado, vestido con pantalones de sport, camisa blanca y corbata granate de motivos florales. – No -respondió su jefe con la voz jadeante a causa del ejercicio-. Quiero seguir. Rhyme estaba sujeto con una correa encima de una aparatosa bicicleta fija, en uno de los dormitorios libres del segundo piso de su casa en Central Park West. – Yo creo que ya ha hecho suficiente -replicó su asistente-. Lleva más de una hora. Tiene el ritmo cardíaco bastante alto. – Esto es como subir el Cervino en bicicleta -dijo Rhyme con voz entrecortada-. Soy Lance Armstrong. – El Tour de Francia no incluye el Cervino, que además es una montaña. Se puede escalar, pero no subirse en bicicleta. – Gracias por los datos triviales de canal deportivo, Thom. No lo decía en sentido literal. ¿Cuánto he recorrido? – Treinta y cinco kilómetros. – Hagamos otros veinticinco. – Me parece a mí que no. Ocho. – Doce -regateó Rhyme. El joven y apuesto asistente dio su consentimiento elevando una ceja. – De acuerdo. De todas maneras, ocho era lo que Rhyme quería. Estaba eufórico. Vivía para ganar. El pedaleo continuó. Sus músculos impulsaban la bicicleta, sí, pero había una enorme diferencia entre esa actividad y lo que uno haría pedaleando en una bicicleta fija de un gimnasio. El estímulo que enviaba el impulso a través de las neuronas no provenía del cerebro de Rhyme, sino de un ordenador, por medio de electrodos conectados a los músculos de sus piernas. El dispositivo era conocido con el nombre de bicicleta ergométrica EEF. La estimulación eléctrica funcional utiliza un ordenador, cables y electrodos para simular el sistema nervioso y enviar minúsculas descargas de electricidad a los músculos, haciendo que se comporten exactamente igual que si el cerebro estuviera al mando. La EEF no se utiliza para las actividades cotidianas, como caminar o manejar utensilios. Su verdadera utilidad está en la terapia: mejora la salud de los pacientes seriamente discapacitados. Rhyme se animó a hacer estos ejercicios gracias a un hombre a quien admiraba mucho, el difunto actor Christopher Reeve, que había sufrido un traumatismo aún más severo que el de Rhyme en un accidente de equitación. Con fuerza de voluntad y un esfuerzo físico denodado -y sorprendiendo a muchos miembros de la comunidad médica tradicional-, Reeve recuperó ciertas habilidades motoras y algo de sensibilidad en zonas en las que la había perdido por completo. Tras años de estar meditando sobre si someterse o no a una arriesgada cirugía experimental de la médula espinal, finalmente Rhyme se había decidido por un régimen de ejercicios similar al de Reeve. La prematura muerte del actor había estimulado a Rhyme a poner aún más energía que antes en cada plan de ejercicios, y Thom se había puesto en contacto con uno de los mejores médicos especialistas en médula espinal dañada, Robert Sherman. El doctor le había diseñado un programa que incluía la bicicleta ergométrica, masaje acuático y una cinta de locomoción, un enorme artefacto, equipado con piernas robóticas, también controlado por ordenador. Este sistema, en efecto, hacía «caminar» a Rhyme. Toda esta terapia había dado algunos resultados. Su corazón y sus pulmones estaban más fuertes. La densidad de sus huesos era la de un hombre de su edad que no sufriera ninguna discapacidad. La masa muscular se había incrementado. Estaba casi tan en forma como cuando dirigía el Servicio de Investigaciones del Departamento de Policía de Nueva York, que supervisaba a la policía científica, la unidad que examinaba el escenario del crimen. En esa época caminaba varios kilómetros al día; a veces dirigía él mismo la investigación en el lugar del crimen -algo poco habitual en un comisario- y rondaba por las calles de la ciudad para recoger muestras de piedras o tierra o cemento u hollín para catalogarlas en su base de datos forenses. Gracias a los ejercicios, Rhyme ya no tenía tantas llagas, consecuencia de las muchas horas que su cuerpo permanecía en contacto con la silla o la cama. El funcionamiento de su intestino y su vejiga mejoró, y tenía muchas menos infecciones del tracto urinario. Y sólo había tenido un único ataque de disreflexia autónoma desde que había comenzado con el programa. Por supuesto, quedaba otra cuestión: ¿los meses de extenuantes ejercicios servirían para arreglar algo su estado, o sólo para robustecer los músculos y los huesos? Un sencillo estudio de las funciones motoras y sensoriales le daría la respuesta inmediatamente. Pero eso requería una visita al hospital, y Rhyme nunca parecía encontrar el momento de hacerlo. – ¿No puede tomarse una hora? -le preguntaba Thom. – ¿Una hora? ¿Una hora? ¿Desde cuándo una visita al hospital lleva sólo una hora? ¿Dónde queda ese precioso hospital, Thom? ¿En el País de Nunca Jamás? ¿En Oz? Pero finalmente el doctor Sherman le dio la lata a Rhyme hasta que éste aceptó hacerse los estudios. En media hora, él y Thom saldrían hacia el hospital para comprobar cómo había evolucionado. Sin embargo, Lincoln Rhyme no estaba pensando en eso, sino en la carrera de bicicletas que le ocupaba en aquel momento: se trataba de una subida al Cervino, sí señor. Y se daba la circunstancia de que estaba venciendo a Lance Armstrong. Cuando terminó, Thom le quitó de la bicicleta, le bañó y luego le vistió con una camisa blanca y pantalones de sport oscuros. Le colocó en la silla de ruedas, y Rhyme condujo hacia el minúsculo ascensor. Fue a la planta baja, donde la pelirroja Amelia Sachs estaba sentada en el laboratorio -el antiguo salón-, rotulando pruebas de uno de los casos del Departamento de Policía por el cual había consultado a Rhyme. Con el único dedo que podía mover -el anular izquierdo- sobre el control tipo – ¿Hasta dónde has llegado hoy? -preguntó Amelia. – En este momento podría estar en el norte de Westchester si no me hubieran detenido. -Una hosca mirada dirigida a Thom. El asistente le guiñó un ojo a Sachs. Como quien oye llover. Sachs, alta y esbelta, tenía puesto un traje sastre azul marino y una de las camisas negras o azul marino que usaba desde que había sido ascendida a detective. (Un manual de tácticas para oficiales advertía: « – ¿Cuándo nos vamos? -le preguntó a Rhyme. – ¿Al hospital? No hace falta que vengas. Mejor quédate aquí y carga las pruebas en el sistema. – Ya casi están cargadas. De todos modos, no es una cuestión de si hace falta que vaya. – Un circo. Esto se está convirtiendo en un circo. Lo Sonó el timbre. Thom se dirigió al salón y regresó un momento después, seguido de Lon Sellitto. – Hola a todos. El teniente, rechoncho, vestido con su habitual traje arrugado, saludó alegremente con la cabeza. Rhyme se preguntó a qué se debía su buen humor. Tal vez algo que tuviera que ver con una reciente detención, o con el presupuesto del Departamento de Policía destinado a nuevos oficiales, o tal vez fuera porque había perdido un par de kilos. El peso del detective subía y bajaba como un yoyó y siempre se lamentaba de ello. Dada su propia situación, Lincoln Rhyme no tenía ninguna paciencia cuando alguien se quejaba por imperfecciones físicas tales como tener demasiada cintura o demasiado poco cabello. Pero parecía que aquel día el espíritu entusiasta del detective estaba relacionado con el trabajo. Sacudió varios documentos en el aire como si fueran un abanico. – Han confirmado la sentencia. – ¡Ah! -exclamó Rhyme-. ¿El caso de los zapatos? – Exacto. Rhyme estaba satisfecho, por supuesto, aunque poco sorprendido. ¿Por qué iba a estarlo? Él había preparado la mayor parte del caso contra el asesino; era imposible que revocaran la condena. Había sido un caso interesante: dos diplomáticos balcánicos habían sido asesinados en Roosevelt Island -esa curiosa franja de tierra habitada en medio del East River- y les habían robado los zapatos derechos. Tal como ocurría a menudo cuando se enfrentaba a casos enmarañados, el Departamento de Policía contrataba a Rhyme como consultor en criminología -el término usado para decir «científico forense» en la jerga de los enterados-, para que les ayudara en la investigación. Amelia Sachs había dirigido la investigación en el lugar del crimen, y recogieron y analizaron todas las pruebas. Pero las pistas no les condujeron hacia ninguna dirección obvia, y los policías aceptaron la conclusión de que el móvil de los asesinatos tenía algo que ver con la política europea. Durante cierto tiempo el caso permaneció abierto pero paralizado, hasta que en el Departamento de Policía de Nueva York empezó a circular un memorándum del FBI sobre un maletín abandonado en el aeropuerto JFK. El maletín contenía artículos referentes a sistemas de posicionamiento global, dos docenas de circuitos electrónicos y un zapato derecho de hombre. El tacón había sido ahuecado y dentro había un chip de ordenador. Rhyme se había preguntado si no sería uno de los zapatos de Roosevelt Island, y, claro está, lo era. También otras pistas halladas en el maletín volvieron a llevarles al escenario del crimen. Un asunto de espionaje… Reminiscencias de Robert Ludlum. Inmediatamente empezaron a circular teorías, y el FBI y el Departamento de Estado se pusieron en marcha. También apareció un hombre de Langley; era la primera vez que Rhyme recordaba que la CIA se interesara en uno de sus casos. El criminalista incluso se rio de la decepción de los federales, amigos de las conspiraciones mundiales, cuando, una semana después del hallazgo del zapato, la detective Amelia Sachs dirigió un equipo especial que detuvo a un empresario de Paramus, Nueva Jersey, un tosco individuo que a lo sumo sabía de política internacional lo que hubiera podido leer en el Rhyme había probado, por medio del análisis químico y de la humedad de los componentes del material del tacón, que el ahuecamiento había sido hecho semanas Un escenario del crimen amañado, había concluido Rhyme. Y siguió la pista del polvo de rocas hallado en el maletín, que le llevó a una empresa de Nueva Jersey dedicada a encimeras para baños y cocinas. Una rápida ojeada a los registros de llamadas telefónicas del propietario y los recibos de tarjetas de crédito llevaron a la conclusión de que la esposa del dueño se acostaba con uno de los diplomáticos. Su esposo había descubierto la relación, y junto con un émulo de Tony Soprano que trabajaba para él en el almacén de losas, mató al amante de su mujer y al desventurado colega de éste en Roosevelt Island, y luego amañó las pruebas para que pareciera que el crimen tenía móviles políticos. «Un «Protesto», había dicho, harto, el abogado defensor. «Se admite». Aunque el juez no pudo aguantar la risa. Al jurado le llevó cuarenta y dos minutos decidir que el empresario era culpable. Los abogados, por supuesto, habían apelado -siempre lo hacen-, pero, tal como Sellitto acababa de revelar, el tribunal de apelaciones confirmó la sentencia. – Vamos, celebremos la victoria con un viaje al hospital. ¿Estás listo? -preguntó Thom. – No tengas tanta prisa -gruñó Rhyme. Justo en ese momento sonó el busca de Sellitto. Miró la pantalla, frunció el ceño y luego cogió el móvil de su cinturón e hizo una llamada. – Soy Sellitto. ¿Qué sucede…? -El voluminoso hombre movía lentamente la cabeza, sobándose los michelines de la barriga con una mano, como ausente. Últimamente había estado probando con Atkins. Al parecer, comer un montón de filetes y huevos no había surtido demasiado efecto-. ¿Ella está bien? ¿Y el atacante…? Ajá… Mala cosa. Espera un momento. -Levantó la vista-. Acaba de entrar una llamada al 1024. Del Museo de Cultura e Historia Afroamericana, que está en la 55. La víctima es una jovencita. Adolescente. Tentativa de violación. Al oír la noticia, Amelia Sachs hizo un gesto que denotaba compasión. Rhyme tuvo una reacción diferente; automáticamente se preguntó: ¿cuántos escenarios del crimen había? ¿El atacante persiguió a la chica y tal vez se le cayó algo que sirviera de prueba? ¿Forcejearon? ¿Dejó él algún rastro en la chica? ¿El hombre se dirigió al lugar de los hechos y se marchó de allí utilizando el transporte público? ¿O se sirvió de un coche? Se le pasó también otra idea por la cabeza; de todas maneras, no tenía intención de compartirla. – ¿Alguna herida? -preguntó Sachs. – Sólo rasguños en una mano. La chica se escapó y encontró a un agente que estaba patrullando cerca de allí. Éste se dirigió al lugar, pero para entonces la bestia ya se había ido… Entonces, amigos, ¿vais a llevar la investigación del lugar del crimen? Sachs miró a Rhyme. – Sé lo que vas a decir: que estamos ocupados. Para todo el Departamento de Policía de Nueva York éste era un momento crucial. Muchos oficiales habían sido retirados de las fuerzas regulares y se les habían asignado tareas antiterroristas, las cuales últimamente eran en extremo agotadoras. El FBI había obtenido varios informes anónimos acerca de posibles atentados con bombas en blancos israelíes en la zona. A Rhyme los cambios de asignaciones le recordaban las historias que contaba el abuelo de Sachs acerca de la vida en Alemania antes de la guerra. El suegro del abuelo de Sachs era detective de la policía criminal en Berlín y constantemente perdía personal, que pasaba al servicio del Gobierno nacional cada vez que se producía una crisis. A causa del desvío de los recursos, Rhyme estaba más ocupado de lo que lo había estado en meses. En ese momento él y Sachs estaban llevando dos investigaciones de estafas de guante blanco, un asalto a mano armada y un caso sin resolver de hacía tres años. – Ajá, realmente ocupados -sintetizó Rhyme. – O llueve o está mojado -dijo Sellitto, y frunció el ceño-. No acabo de entender lo que significa esa expresión. – Creo que es «llueve sobre mojado». Una afirmación irónica. -Rhyme inclinó la cabeza-. Me encanta ayudar. De verdad. Pero tenemos todos esos otros casos. Y mira la hora, tengo una cita. En el hospital. – Vamos, Linc -dijo Sellitto-. No hay ninguna otra cosa en la que estés trabajando que se parezca a esto: la víctima es una niña. Es un tipo chungo, va detrás de adolescentes. Si lo sacamos de las calles, quién sabe cuántas chicas salvaremos. Conoces la ciudad: no importa qué más esté sucediendo. Cuando a alguna bestia le da por las niñas, los de arriba te dan lo que te haga falta para trincarle. – Pero con éste ya serían – Dieciséis, por el amor de Dios. Vamos, Linc. – Vale, de acuerdo. Lo haré -dijo, finalmente, dando un suspiro. – ¿De verdad? -preguntó Sellitto, sorprendido. – Todo el mundo cree que soy un antipático -se burló Rhyme, alzando la mirada-. Todos creen que soy un aguafiestas; ahí tienes otro cliché, Lon. Sólo pretendía dejar constancia de que tengo que considerar las prioridades. Pero creo que llevas razón. Esto es más importante. – ¿Su carácter servicial tiene algo que ver con el hecho de que tendrá que posponer su visita al hospital? -preguntó a su vez el asistente. – Por supuesto que no. Ni siquiera había pensado en – No «Es cierto», estaba pensando Rhyme. Pero preguntó indignado: – ¿Yo? Dicho así, parece que soy yo el que anda por ahí atacando gente. – Usted sabe lo que quiero decir -espetó Thom-. Puede hacerse las pruebas y estar de regreso antes de que Amelia haya terminado con el examen del lugar. – Puede que haya retrasos en el hospital. ¿Qué digo «puede»? ¡Siempre los hay! – Llamaré al doctor Sherman y pediré otra cita -dijo Sachs. – Cancélala, pero no pidas otra. No sabemos cuánto tiempo nos llevará este caso. El agresor podría pertenecer al crimen organizado. – Pediré otra cita -repitió. – Calculemos dos o tres semanas. – Veré cuándo está disponible -señaló Sachs con firmeza. Pero Lincoln Rhyme podía ser tan terco como su compañera. – Ya nos preocuparemos de eso luego. Tenemos un violador ahí fuera. ¿Quién sabe qué andará tramando ahora? Probablemente estará al acecho de alguien más. Thom, llama a Mel Cooper y dile que venga. En marcha. Cada minuto que nos retrasemos es un regalo para el criminal. Eh, ¿qué te parece esa expresión, Lon? La génesis de un cliché; y ahí estabas tú. |
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