"Suite Francesa" - читать интересную книгу автора (Némirovsky Irène)2Esa noche, en casa de los Péricand las noticias de la radio se habían escuchado en consternado silencio, sin hacer comentarios. Los Péricand eran gente de orden; sus tradiciones, su manera de pensar, su raigambre burguesa y católica, sus vínculos con la Iglesia (el hijo mayor, Philippe, era sacerdote), todo, en fin, les hacía mirar con desconfianza al gobierno de la República. Por otro lado, la posición del señor Péricand, conservador de un museo nacional, los ligaba a un régimen que derramaba honores y beneficios sobre sus servidores. Un gato sostenía con circunspección entre sus puntiagudos dientes un trozo de pescado erizado de espinas: comérselo le daba miedo, pero escupirlo sería una lástima. Charlotte Péricand opinaba que sólo la mente masculina podía juzgar con serenidad unos acontecimientos tan extraños y graves. Pero ni su marido ni su hijo mayor estaban en casa; el uno cenaba con unos amigos y el otro se encontraba fuera de París. La señora Péricand, que llevaba con mano de hierro todo lo relacionado con la vida diaria -ya fuera el cuidado de la casa, la educación de los hijos o la carrera de su marido-, no aceptaba la opinión de nadie; pero aquello era harina de otro costal. Para empezar, necesitaba que una voz autorizada le dijera lo que convenía pensar. Una vez puesta en la buena dirección, echaba a correr y no había quien la parara. Si le demostraban, con pruebas en la mano, que estaba equivocada, respondía con una sonrisa fría y altiva: «Me lo ha dicho mi padre», o «Mi marido está bien informado». Y su mano enguantada cortaba el aire con un gesto seco. La posición de su marido la halagaba (en realidad, habría preferido una vida más casera, pero, como Nuestro Señor, en este mundo cada cual tiene que llevar su cruz). Acababa de volver a casa, en un intervalo entre dos de sus visitas, para supervisar los estudios de los chicos, los biberones del benjamín y el trabajo de los criados, pero no le daba tiempo a cambiarse de ropa. En el recuerdo de los jóvenes Péricand, la madre debía permanecer siempre lista para salir, con el sombrero puesto y las manos enguantadas de blanco. (Como era ahorrativa, sus usados guantes despedían un tenue olor a producto químico, recuerdo de su paso por la tintorería.) Así pues, esa noche acababa de llegar y estaba de pie en el salón, frente al aparato de radio. Iba vestida de negro y tocada con un sombrerito a la moda, una auténtica monería adornada con tres flores y una borla de seda encaramada sobre la frente. Debajo, el rostro estaba pálido y angustiado; acusaba el cansancio y la edad más de lo habitual. La señora Péricand tenía cuarenta y siete años y cinco hijos. Era una mujer visiblemente destinada por Dios a ser pelirroja. Tenía la piel en extremo delicada y ajada por los años, y la nariz, recia y majestuosa, salpicada de pecas. Sus ojos verdes lanzaban miradas tan penetrantes como las de un gato. Pero en el último momento la Providencia debía de haber dudado o considerado que una melena explosiva no armonizaría ni con la irreprochable moralidad de la señora Péricand ni con su posición, y le había dado un cabello castaño mate que perdía a puñados desde el nacimiento de su hijo menor. El señor Péricand era un hombre estricto: sus escrúpulos religiosos le vedaban un sinfín de deseos y el temor por su reputación lo mantenía alejado de lugares inconvenientes. Así que el menor de los Péricand no tenía más que dos años, y entre el sacerdote, Philippe, y el benjamín se escalonaban otros tres chicos, todos vivos, y lo que la señora Péricand llamaba púdicamente tres accidentes, en los que la criatura había llegado casi al término del embarazo pero no había vivido, y que habían llevado a la madre al borde de la tumba en otras tantas ocasiones. El salón, donde en esos momentos sonaba la radio, era una amplia habitación de equilibradas proporciones cuyas cuatro ventanas daban al bulevar Delessert. Estaba amueblado a la antigua, con grandes sillones y canapés tapizados con tela dorada. Junto al balcón, en su sillón de ruedas, se encontraba el anciano señor Péricand, que estaba impedido y, debido a lo avanzado de su edad, sufría frecuentes regresiones a la infancia. Sólo recobraba totalmente la lucidez cuando se trataba de su considerable fortuna (era un Péricand-Maltête, heredero de los Maltête lioneses). Pero la guerra y sus vicisitudes ya no lo afectaban. Escuchaba con indiferencia, meneando rítmicamente su hermosa barba plateada. Detrás de la señora de la casa, formando un semicírculo, se encontraban sus retoños, incluido el pequeño, que estaba en brazos de la niñera. Ésta, que tenía tres hijos en el frente, había llevado al niño a dar las buenas noches a la familia y aprovechaba su momentánea admisión en el salón para escuchar con ansioso interés las palabras del locutor. Tras la puerta entreabierta, la señora Péricand adivinaba la presencia de los otros criados; la doncella, Madeleine, llevada por la preocupación, llegó incluso a acercarse al umbral, infracción a las normas que la señora Péricand interpretó como un mal augurio. Del mismo modo, cuando se produce un naufragio todas las clases sociales se juntan en cubierta. Pero el pueblo no sabía mantener la calma. «Cómo se dejan llevar…», pensó la señora Péricand con desaprobación. Era una de esas burguesas que confían en el pueblo. «No son malos, si sabes manejarlos», solía decir en el tono indulgente y un tanto apenado con que se habría referido a un animal enjaulado. Presumía de conservar a sus criados mucho tiempo. Si caían enfermos, ella misma se encargaba de cuidarlos. Cuando Madeleine había tenido anginas, la señora Péricand le había preparado los gargarismos personalmente. Como el resto del día no tenía tiempo, lo hacía por la noche, a la vuelta del teatro. Madeleine se despertaba sobresaltada y no mostraba su agradecimiento hasta pasado un rato, y además de forma bastante fría, pensaba la señora Péricand. Así era el pueblo; nunca estaba satisfecho y, cuanto más se desvivía una por él, más voluble e ingrato se mostraba. Pero la señora Péricand no esperaba más recompensa que la del Cielo. Se volvió hacia la penumbra del vestíbulo y, con infinita bondad, anunció: – Si queréis, podéis oír las noticias. – Gracias, señora -murmuraron unas voces respetuosas, y los criados penetraron de puntillas en el salón: Madeleine, Marie y Auguste, el ayuda de cámara; Maria, la cocinera, avergonzada de que sus manos oliesen a pescado, entró la última. En realidad, las noticias ya habían acabado. Ahora venía el comentario de la situación, «seria, desde luego, pero no alarmante», aseguraba el locutor. Hablaba con una voz tan clara, tan tranquila, tan campechana, con notas vibrantes cada vez que pronunciaba las palabras «Francia, Patria y Ejército», que sembraba el optimismo en el corazón de sus oyentes. Tenía una forma muy suya de recordar el comunicado según el cual «el enemigo sigue atacando encarnizadamente nuestras posiciones, en las que ha topado con la enérgica resistencia de nuestras tropas». Leía la primera mitad de la frase con un tono ligero, irónico y desdeñoso, como si quisiera decir: «O eso es lo que intentan hacernos creer.» En cambio, enfatizaba cada sílaba de la segunda, subrayando el adjetivo «enérgica» y las palabras «nuestras tropas» con tanta firmeza que la gente no podía dejar de pensar: «Está claro que no hay que preocuparse demasiado.» La señora Péricand vio las miradas de duda y esperanza que se clavaban en ella y declaró con firmeza: – ¡No me parece malo en absoluto! -No es que estuviera convencida, pero consideraba que su deber era levantar la moral de quienes la rodeaban. Maria y Madeleine suspiraron. – ¿Usted cree, señora? Hubert, el segundo hijo del matrimonio Péricand, un muchacho de dieciocho años, mofletudo y sonrosado, parecía el único presa de la desesperación y el estupor. Se enjugaba nerviosamente el cuello con el pañuelo hecho un rebujo y, con voz aguda y por momentos ronca, exclamó: – ¡No es posible! ¡No es posible que hayamos llegado a esto! Pero bueno, ¿a qué esperan para movilizar a todos los hombres? ¡A todos, de los dieciséis a los sesenta, y enseguida! Es lo que deberían hacer, ¿no le parece, madre? -Y salió corriendo hacia la sala de estudio, de donde regresó con un enorme mapa que desplegó sobre la mesa-. ¡Le digo que estamos perdidos! -aseguró midiendo febrilmente las distancias-. Perdidos a menos que… -Al parecer, aún quedaba una esperanza-. Ahora entiendo lo que vamos a hacer -anunció de pronto, con una ancha sonrisa que dejó al descubierto sus blancos dientes-. Lo entiendo perfectamente. Dejaremos que avancen y avancen, y luego los esperaremos aquí y aquí, fíjese, madre… O puede que… – Sí, sí -respondió ella-. Anda, ve a lavarte las manos y quítate ese mechón de los ojos. ¡Mira qué aspecto tienes! Enrabietado, Hubert plegó el mapa. Philippe era el único que lo tomaba en serio, el único que le hablaba como a un igual. «¡Familias, os odio!», declamó para sus adentros, y al salir del salón, para vengarse, dispersó de un puntapié los juguetes de su hermano Bernard, que empezó a berrear. «Así aprenderá lo que es la vida», se dijo Hubert. La niñera se apresuró a hacer salir a Bernard y Jacqueline; el pequeño Emmanuel ya se había quedado dormido sobre su hombro. La mujer avanzaba con paso vivo, llevando de la mano a Bernard y llorando a sus tres hijos, a los que veía con los ojos de la imaginación, los tres muertos. – ¡Miseria y desgracias! ¡Miseria y desgracias! -repetía en voz baja y meneando la entrecana cabeza. Luego abrió los grifos de la bañera y puso a caldear los albornoces de los niños, sin dejar de murmurar la misma frase, en la que veía resumida no sólo la situación política, sino también su propia existencia: las labores del campo en su juventud, la viudez, el mal carácter de sus nueras y la vida en casas ajenas desde los dieciséis años. Auguste, el ayuda de cámara, regresó a la cocina sin hacer ruido. Su solemne y estúpido rostro mostraba una expresión de desprecio hacia infinidad de cosas. La señora Péricand tomó posesión de la casa. Prodigiosamente activa, aprovechaba el cuarto de hora libre entre el baño de los niños y la cena para hacer recitar las lecciones a Jacqueline y Bernard. – La Tierra es una esfera que no descansa sobre nada -declamaron sus frescas voces. En el salón, el viejo Péricand y – Es vuestro padre, niños -dijo al oír una llave que giraba en la cerradura. En efecto, era el señor Péricand, un individuo rechoncho de andares pausados y un tanto torpes. Su rostro, habitualmente sonrosado y tranquilo, de hombre bien alimentado, estaba muy pálido y traslucía no tanto miedo o preocupación como un asombro extraordinario. Las facciones de quienes hallan una muerte instantánea en un accidente, sin tiempo para sufrir ni asustarse, suelen mostrar una expresión parecida. Leían un libro, miraban por la ventanilla del coche, pensaban en sus asuntos, iban al vagón restaurante, y de pronto están en el infierno. La señora Péricand hizo amago de levantarse. – ¿Adrien? -dijo con voz angustiada. – Nada, nada -se apresuró a murmurar su marido, señalando con la mirada a los niños, su padre y los criados. Ella comprendió e indicó que siguieran sirviendo. Después, se esforzó en acabar su plato, pero cada bocado le parecía duro e insípido como una piedra y se le atascaba en la garganta. No obstante, repetía las frases que constituían el ritual de todas sus comidas desde hacía treinta años. – No bebas antes de empezar la sopa -le decía a alguno de los niños-. El cuchillo, cariño… Luego, cortó en finos trozos el filete de lenguado de su suegro. Al anciano se le preparaban platos exquisitos y complicados, y siempre le servía la propia señora Péricand, que además le llenaba el vaso de agua, le untaba mantequilla en el pan y le anudaba la servilleta alrededor del cuello, porque solía babear en cuanto veía aparecer algo que le gustaba. «Creo -les decía la señora Péricand a sus amigos- que estos pobres ancianos impedidos sufren si los tocan los criados.» – Siempre debemos mostrar nuestro afecto al abuelito, hijos míos -advirtió a los niños, mirando al anciano con profunda ternura. En su madurez, el señor Péricand había instituido varias obras benéficas, una de las cuales le era especialmente querida: los Pequeños Arrepentidos del decimosexto distrito, admirable institución que tenía por objeto redimir moralmente a menores implicados en atentados a las buenas costumbres. Siempre se había sabido que, a su muerte, el señor Péricand dejaría cierta cantidad a dicha institución, pero el anciano tenía una forma un tanto irritante de no precisar nunca la suma exacta. Cuando no le gustaba un plato o los niños armaban demasiado escándalo, despertaba de golpe de su letargo y, con voz débil pero clara, decretaba: «Legaré cinco millones a la Obra.» A lo que seguía un embarazoso silencio. Por el contrario, cuando había comido y dormido a gusto en su sillón, tomando el sol que entraba por la ventana, alzaba hacia su nuera sus apagados ojos, vagos y turbios como los de los niños muy pequeños o los perros recién nacidos. Charlotte tenía mucho tacto. No exclamaba, como habría hecho cualquier otra: «Tiene mucha razón, padre», sino que con voz suave se limitaba a decir: «¡Dios mío, si le queda mucho tiempo para pensarlo!» La fortuna de los Péricand era considerable, de modo que habría sido injusto acusarlos de codiciar la herencia del anciano. En cierto modo, más que tenerle apego al dinero, era el dinero el que les tenía apego a ellos. Había un cúmulo de cosas que les pertenecían por derecho, entre otras, los «millones de los Maltête-Lyonnais», que nunca gastarían, que guardarían para los hijos de sus hijos. En cuanto a la Obra de los Pequeños Arrepentidos, era tal el interés que les despertaba que dos veces al año la señora Péricand organizaba conciertos de música clásica para aquellos desventurados; ella tocaba el arpa y afirmaba que en determinados pasajes un coro de sollozos le respondía desde las sombras de la sala. Los ojos de Péricand padre seguían atentamente las manos de su nuera. Estaba tan distraída y turbada que se olvidó de la salsa. La blanca barba del anciano empezó a agitarse de un modo alarmante. La señora Péricand volvió a la realidad y se apresuró a verter la mantequilla fresca, fundida y espolvoreada con perejil, sobre la marfileña carne del pescado; pero el anciano no recobró la serenidad hasta que ella dejó una rodaja de limón en el borde del plato. Hubert se inclinó hacia su hermano y le susurró: – ¿Va mal? «Sí», respondió el otro con el gesto y la mirada. Hubert dejó caer las temblorosas manos sobre las rodillas. Su arrebatada imaginación le pintaba vívidas escenas de batalla y de victoria. Era – ¡Manazas! -le susurró Bernard, su vecino de mesa, haciéndole la burla por debajo del mantel. Bernard y Jacqueline, de ocho y nueve años respectivamente, eran dos rubiales delgaduchos y engreídos. En cuanto acabaron el postre, los mandaron a la cama, y el viejo señor Péricand se adormiló en su sitio habitual, junto a la ventana abierta. El suave día de junio se demoraba, se negaba a morir. Cada latido de luz era más débil y más exquisito que el anterior, como si cada uno fuera un adiós lleno de pesar y de amor a la tierra. Sentado en el alféizar de la ventana, el gato contemplaba melancólicamente el horizonte. El señor Péricand iba de aquí para allá por el salón. – Pasado mañana, mañana quizá, los alemanes estarán a las puertas de París. Se dice que el alto mando está decidido a luchar ante París, en París, detrás de París… Por suerte, la gente todavía no lo sabe, pero de aquí a mañana todo el mundo correrá a las estaciones, se echará a la carretera… Tenéis que salir mañana a primera hora e ir a casa de tu madre, a Borgoña, Charlotte. En cuanto a mí -añadió el señor Péricand, no sin cierto énfasis-, compartiré la suerte de los tesoros que me han confiado. – Creía que habían evacuado el museo en septiembre… -dijo Hubert. – Sí, pero el refugio provisional que eligieron en Bretaña no era adecuado, porque, como se ha demostrado, es húmedo como una bodega. No lo entiendo. Se había organizado un comité para la salvaguarda de los tesoros nacionales, dividido en tres grupos y siete subgrupos, cada uno de los cuales designaría una comisión de expertos encargada del repliegue de las obras artísticas durante la guerra, y hete aquí que el mes pasado un vigilante del museo provisional nos advierte que están apareciendo manchas sospechosas en las telas. Sí, un retrato admirable de Mignard tenía las manos roídas por una especie de lepra verde. Nos apresuramos a hacer regresar a París las valiosas cajas, y ahora estoy pendiente de una orden, que no puede tardar, para enviarlas más lejos. – Pero entonces, nosotros ¿cómo viajaremos? ¿Solos? – Los niños y tú os marcharéis tranquilamente mañana por la mañana, con los dos coches y, naturalmente, con todos los muebles y el equipaje que podáis llevaros, porque no hay que engañarse: puede que de aquí al fin de semana París haya sido destruido, incendiado y, por si fuera poco, saqueado. – ¡Eres increíble! -exclamó Charlotte-. Lo dices con una calma… El señor Péricand volvió hacia su mujer un rostro que iba recuperando poco a poco el tono sonrosado, pero aun así carente de brillo, como el de un cerdo recién sacrificado. – Es que no puedo creerlo -explicó bajando la voz-. Te hablo, te escucho, decidimos abandonar nuestra casa, echarnos a la carretera, y no puedo creer que esto sea real, ¿comprendes? Ve a prepararte, Charlotte. Que esté todo listo por la mañana. Podréis llegar a casa de tu madre a la hora de la cena. Yo me reuniré con vosotros en cuanto pueda. La señora Péricand había adoptado la misma expresión resignada y agria que utilizaba junto con su bata de enfermera cuando los niños estaban enfermos; solían arreglárselas para enfermar todos a la vez, aunque de dolencias distintas. En esas ocasiones, ella salía de las habitaciones de sus hijos sosteniendo el termómetro como si blandiese la palma del martirio, y todo en su aspecto era un grito: «¡El último día, Tú reconocerás a los tuyos, dulce Jesús mío!» – ¿Y Philippe? -se limitó a preguntar. – Philippe no puede abandonar París. Ella asintió y salió con la cabeza bien alta. No se hundiría bajo aquella carga. Se las arreglaría para que al día siguiente la familia estuviera lista para partir: un anciano impedido, cuatro niños, los criados, el gato, la plata, las piezas más valiosas del servicio, las pieles, las cosas de los niños, provisiones, el botiquín… Se estremeció. En el salón, Hubert le imploraba a su padre: – Deje que me quede. Estaré con Philippe y… No se ría de mí, pero ¿no cree que, si fuera a buscar a mis camaradas, jóvenes, fuertes, dispuestos a todo, podríamos formar una compañía de voluntarios…? Podríamos… El señor Péricand lo miró y se limitó a decir: – Mi pobre pequeño. – ¿Se ha acabado? ¿Hemos perdido la guerra? -balbuceó Hubert-. ¿No es…? ¿No es verdad? Y de pronto, para su horror, rompió en sollozos. Lloraba como un niño, como habría podido hacerlo Bernard, con la boca muy abierta y las lágrimas resbalándole por las mejillas. La noche llegaba, suave y tranquila. En el aire ya oscuro, una golondrina pasó muy cerca del balcón. El gato soltó un breve maullido de voracidad. |
||
|