"Henders" - читать интересную книгу автора (Fahy Warren)

EN LA ACTUALIDAD

22 DE AGOSTO

14.10 horas

El Trident cortaba las aguas profundas con su proa monocasco y dejaba tres estelas con su popa de trimarán. Tenía todo el aspecto de una elegante nave espacial que dejara tras de sí el humo blanco de tres cohetes mientras atravesaba un universo azul. Las nubes de tormenta que lo habían obligado a navegar en dirección sur durante tres semanas se habían esfumado de la noche a la mañana. El mar reflejaba una cúpula inmaculada de ardiente cielo azul.

El barco de exploración de más de cincuenta metros de eslora se aproximaba al centro del océano desierto de casi setenta millones de kilómetros cuadrados que se extendía desde el ecuador hasta la Antártida, un vacío que globos terráqueos y mapas aprovechaban para incluir la leyenda «Océano Pacífico Sur».

El Trident, alquilado por el programa «SeaLife», un reality show que emitía una cadena de televisión por cable, alojaba confortablemente a cuarenta pasajeros. Ahora, un equipo del programa compuesto de diez personas que simulaba dirigir el barco, catorce profesionales que realmente dirigían el barco, seis científicos y ocho miembros del personal de producción, junto con un bonito bull terrier llamado Copepod, completaban su lista de pasajeros.

«SeaLife» narraba la odisea del Trident alrededor del mundo durante un año, una travesía que prometía la visita a los lugares más remotos y exóticos de la Tierra. En sus primeros cuatro episodios semanales, el reparto de científicos jóvenes v entusiastas y una tripulación falsa, también joven y sofisticada, había explorado las Galápagos y la Isla de Pascua, colocando a «SeaLife» en la segunda posición en el índice de audiencia de los programas que se emitían por cable. Sin embargo, después de las últimas tres semanas en el mar, tras tener que soportar una tormenta tras otra, el reality se estaba hundiendo.

La botánica del barco, Nell Duckworth, contempló su reflejo en la ventana de babor del puente del Trident y se acomodó la gorra de los Mets. Al igual que el resto de los científicos elegidos para el programa, Nell aún no había llegado a la treintena. De hecho, había cumplido veintinueve años hacía exactamente siete días y lo había celebrado inclinada sobre la taza perfumada con olor a menta y productos químicos de un váter náutico. Había perdido peso, ya que hacía diez días que era incapaz de retener la comida en el estómago. El mareo y las náuseas habían comenzado a remitir sólo cuando, la noche anterior, la última de las colosales tormentas se había alejado, dejando esa mañana un mar y un cielo limpios y azules. Hasta el momento, el mal tiempo, el protector solar y su fiel gorra de los Mets habían protegido su tez blanca de cualquier nuevo y radical incidente relacionado con la pigmentación. Pero ella no estaba comprobando el reflejo en el cristal en busca de arrugas, pecas o pérdida de peso. En cambio, lo único que vio fue la mirada de desesperación que le devolvía el improvisado espejo.

Nell llevaba unas bermudas vaqueras de color gris oscuro hasta la rodilla, una camiseta del mismo color y abundante protector solar factor 24 distribuido por el rostro y los brazos desnudos. Sus gastadas zapatillas Adidas blancas no les habían hecho ninguna gracia a los productores del programa, puesto que la marca no se contaba entre los patrocinadores del programa, pero ella se había negado obcecadamente a cambiarlas por un par nuevo de otra marca.

Miró hacia el sur a través de la pequeña ventana, y la aplastante sensación de decepción en la que intentaba no pensar volvió a caer sobre ella. Debido a los retrasos como consecuencia del mal tiempo y el bajo índice de audiencia del programa, el Trident estaba evitando la isla que se encontraba justo detrás de ese horizonte, pasando de largo frente a la única razón por la que Nell se había presentado al programa.

En las últimas horas había tratado de no recordarles a los hombres que ocupaban el puente el hecho de que se encontraban más cerca de lo que, salvo un puñado de personas, nadie había estado jamás del lugar que ella había estudiado y sobre el que había teorizado durante más de nueve años.

En vez de poner proa al sur durante un día y desembarcar en la isla, ahora se dirigían al oeste, hacia la isla Pitcairn, donde los descendientes de la tripulación amotinada del Bounty aparentemente habían organizado una fiesta en su honor.

Nell apretó los dientes y captó en el cristal el reflejo de su rostro con el ceño fruncido. Se volvió y miró a través de la ventana de popa.

Allí vio el minisubmarino que descansaba debajo de una grúa en el pontón central del barco. En los pontones de babor y estribor había portillas de visión submarina, los lugares preferidos de Nell para almorzar, donde había podido ver ocasionalmente peces como el atún, el pez vela o el pez luna siguiendo la estela del barco.

El Trident se jactaba de tener un estudio de producción de televisión de última generación, y una estación de comunicación vía satélite; su propia planta desalinizadora, que producía quince mil litros de agua potable al día, y un laboratorio oceanográfico operativo dotado de microscopios de investigación científica y una amplia variedad de instrumentos. El Trident disponía incluso de una sala de cine. En conjunto, mucho ruido y pocas nueces, pensó Nell. La premisa científica del programa no había sido más que un decorado de escaparate, como la cínica que había en ella había estado advirtiéndole desde el principio.

Abajo, en la cubierta de popa, vio a Andy Beasley, el biólogo marino del barco, que trataba de enseñarle al equipo del programa, castigado por las últimas semanas de mal tiempo, una lección sobre la vida en el mar.


14.11 horas


Andrew Beasley era un científico alto y delgado, de hombros estrechos, con una mata de pelo rubio y gafas de gruesa montura de carey. Su rostro alargado, como el de un pájaro, acostumbraba a exhibir una sonrisa de optimismo.

Criado por su amada pero alcohólica tía Althea en Nueva Orleans, el amable y joven científico había crecido rodeado de peceras, ya que vivía encima del restaurante de marisco y pescado de su tía. Cualquier espécimen que fuera objeto de su estudio evitaba automáticamente la cacerola.

Andrew había hecho realidad el sueño de su tía Althea y se había convertido en biólogo marino, enviándole todos los días un correo electrónico desde el momento en que abandonó la casa para entrar en la universidad hasta el día en que aceptó su primer trabajo como investigador.

La tía Althea había fallecido tres meses antes. Tras haber sobrevivido al huracán Katrina, había sucumbido a un cáncer de páncreas, dejando a Andy más solo de lo que jamás hubiera imaginado posible, después de sentirse tan terriblemente solo durante toda su vida.

Un mes después del funeral, Andy había recibido una carta en la que se lo invitaba a una audición para el programa «SeaLife». Sin haberle dicho nada, la tía Althea había enviado su curriculum y una fotografía suya a los productores del programa después de haber leído un artículo sobre la convocatoria de un casting para biólogos marinos. Andy había visitado la tumba de su tía para llevarle flores y luego había volado a Nueva York para presentarse a la prueba. Como si de la realización del deseo póstumo de la tía Althea se tratara, había conseguido uno de los disputados camarotes a bordo del Trident.

Andy usaba habitualmente colores brillantes y llamativos que le conferían una apariencia ligeramente bufonesca, lo que lo convertía en un blanco natural para el sarcasmo. Era un joven tan ciegamente optimista y fácilmente vulnerable como un cachorro, una combinación que despertaba en Nell un intenso impulso maternal que no dejaba de sorprenderla.

Andy jugueteaba nerviosamente con el micrófono inalámbrico sujeto a su estrecha corbata amarilla de cuero. Llevaba un polo Lacoste de rayas azules, blancas, anaranjadas, amarillas, moradas y verdes que parecía un chicle de la marca Fruit Stripe. A juego con el polo de rayas verticales, vestía unas bermudas Tommy Hilfiger de rayas horizontales azules, verdes, rosas, rojas, anaranjadas y amarillas. Para completar su atuendo, calzaba unas zapatillas verdes de caña alta del 45.

Los elementos que Andy empleaba en sus clases, un grupo de títeres de goma que representaban a diversas criaturas marinas, estaban esparcidos sobre la cubierta blanca delante de él. A su lado se encontraba un jadeante bull terrier de hocico ancho que llevaba un chaleco salvavidas sujeto con correas a su poderoso pecho.

Zero Monroe, el cámara principal, cambió la tarjeta de memoria en su cámara de vídeo digital. La anterior había parpadeado lleno en medio de la lección de Andy algo que había sido planeado, para disgusto de Zero, con el fin de confundir al biólogo y prepararlo para otro estallido de ira.

– ¿Ya estamos preparados? -preguntó Andy con evidente fastidio pero tratando de mantener la sonrisa.

Zero alzó la cámara hasta su ojo derecho y abrió el otro para mirar a Andy.

– Sí -contestó.

El larguirucho cámara era parco en palabras, especialmente cuando no era feliz. Y ese trabajo lo estaba haciendo infeliz.

Su físico delgado, los grandes ojos color aguamarina y un humor impasible le conferían a Zero cierto parecido con Buster Keaton, aunque medía dos metros y tenía las espaldas anchas. Llevaba una camiseta gris de la maratón de Boston, que había ganado en tres ocasiones, y un par de gastadas zapatillas New Balance RXTerrain con cordones anaranjados y suelas de gel. Sus desteñidos pantalones Orvis marrones tenían catorce bolsillos llenos de tarjetas de memoria, lentes, filtros, limpiadores ele filtros, filtros de micrófono y un montón de pilas.

Zero se había ganado la vida y la reputación fotografiando la vida salvaje. Había perfeccionado su oficio en algunos de los lugares más inhóspitos del mundo, aceptando trabajos desde los infestados pantanos de mangle de Panamá (filmando a los cangrejos de mar) hasta los corrosivos lagos alcalinos en el valle del Rift, en África oriental (filmando a los flamencos). Después ele las últimas tres semanas a bordo del Trident, Zero se preguntaba qué trabajo era peor, si ése o estar de pie en un lecho de lodo que atravesaba sus botas acolchadas mientras un enjambre de moscas negras le chupaba la sangre.

– Adelante, Gus -dijo Zero.

Un ayudante hizo resonar una claqueta de plástico en las narices de Andy, sobresaltándolo.

– ¡«SeaLife», día 52, cámara 3, toma 2!

– ¡Y… acción! -gritó Jesse Jones.

Jesse era el miembro detestable obligatorio de la «tripulación» ficticia. La tripulación auténtica llevaba uniforme y trataba de mantenerse fuera del foco de las cámaras tanto como le fuera posible. Universalmente detestado tanto por sus compañeros en el barco como por los espectadores en sus casas, Jesse Jones estaba encantado de interpretar un papel protagonista. Los reality shows necesitaban tener en el reparto al menos a un miembro al que todo el mundo pudiera odiar a placer, alguien que provocara crisis y conflictos, alguien a quien los marineros en tiempos pasados hubieran llamado un «pájaro de mal agüero» y lanzado por la borda a la primera oportunidad.

Bronceado y musculoso, con los brazos profusamente tatuados, Jesse llevaba el pelo muy corto, de punta y aclarado por el sol. Nadie se había aprovechado como él de la legión de patrocinadores que tenía el programa. Iba vestido con un traje de baño Bodyform negro que lo cubría desde las costillas hasta las rodillas, un taparrabos azul unido con grapas y, encima, una camiseta ceñida con motivos de palmeras y flores. Sus pies calzaban zapatillas Nike plateadas, y sobre el puente de la nariz descansaban unas galas de sol Matsuda de quinientos dólares con montura plateada y cristales color turquesa pálido.

– ¿Dónde estábamos, Zero? -preguntó Andy, sonriendo.

– Copépodos -respondió el cámara.

– Oh, sí -asistió Andy-. Eso es, ¿Jesse?

Jesse le arrojó un muñeco de guiñol a Andy, quien se agachó demasiado tarde. El títere rebotó en su cara.

Todo el mundo se echó a reír mientras Andy volvía a colocarse sus gafas de imitación de carey y miraba a la cámara con una sonrisa torcida. Deslizó la mano dentro del muñeco y movió con los dedos su único ojo y las dos largas antenas.

– Así que Copepod toma su nombre de esta microscópica criatura marina.

El perro con el hocico parecido a un plátano ladró una vez y continuó jadeando junto a la pierna de Andy.

– ¡Pobre Copey! -dijo Dawn Kipke-. ¿Por qué alguien le pondría a un perro el nombre de esa horrible cosa?

– Sí, eso no está bien, colega -gritó Jesse.

Andy bajó el títere y frunció el ceño mirando a Zero, quien tomó un primer plano de su cara.

El rostro de Andy enrojeció intensamente, los ojos casi saliéndosele de las órbitas mientras bajaba la marioneta.

– ¿Cómo puedo enseñar nada si nunca nadie me presta atención? -gritó, furioso.

Luego abandonó la cubierta desapareciendo por la escotilla.

La tripulación se volvió hacia Zero.

– Eh, yo no estoy al mando, chicos -dijo Zero, retrocediendo sin dejar de filmar-. ¡Preguntadles a los tipos de arriba!

Hizo girar la cámara en una toma panorámica del puente, donde Nell se hallaba observándolos. Detrás de la ventana, ella hizo cuernos con las manos y les sacó la lengua.


14.14 horas


– Parece un motín, capitán. Creo que tendremos que atracar a la primera oportunidad.

El capitán Sol miró a Nell con socarronería por encima del hombro. Una barba blanca y recortada enmarcaba su rostro bronceado y sus ojos azules.

– Buen intento, Nell.

– ¡Hablo en serio!

Glyn Fields, el biólogo del programa, se situó junto a él para observar a través de la ventana del puente.

– Ella tiene razón, capitán. Sinceramente creo que esa tripulación de pega se está preparando para tomar la Bastilla.

Nell había conocido a Glyn durante su segundo año como profesora ayudante impartiendo clases de botánica a alumnos de primer año en la Universidad de Nueva York. Glyn daba clases en primer curso de la carrera de biología y, al principio, su aspecto causaba bastante conmoción entre los alumnos de la facultad. Había sido Glyn quien la había convencido para que se presentara al casting de «SeaLife».

Alto, pálido, delgado y muy británico, Glyn tenía unas facciones angulosas y atractivas, los ojos casi negros y una mata de pelo negro heredado de su madre galesa. El biólogo era un tipo demasiado presumido para el gusto de Nell, pero era probable que se sintiera de ese modo simplemente porque él nunca parecía percatarse de su presencia (en ese sentido, en cualquier caso). Glyn vestía el atuendo típico de un académico inglés: camisas Oxford, pantalones de pana, sobrios zapatos de cuero e incluso chaquetas de lana azules de vez en cuando. Ahora iba vestido con una camisa Oxford, pantalones caqui y zapatos náuticos sin calcetines, con un estilo tan informal como era capaz de llevar, incluso en los trópicos. Nell sospechaba que al inglés jamás lo sorprenderían llevando pantalones cortos, una camiseta o, Dios no lo permitiera, zapatillas.

Nell recordó cómo había protestado ante Glyn un año antes argumentando que «SeaLife» provocaría un retraso de un año en sus estudios. Cuando Glyn le mencionó que la expedición marítima podría pasar por esa oscura y pequeña isla de la que siempre estaba hablando, Nell supo que quizá nunca volvería a tener una oportunidad semejante. Ante su propia sorpresa, se presentó a la audición del programa y, en efecto, la eligieron, junto con Glyn.

Ahora, al ver que todas las esperanzas de Nell se desvanecían, Glyn obviamente sintió una punzada de culpa.

– Tal vez un breve desembarco podría ser positivo para la moral de la tripulación, capitán.

En ese momento, el segundo de a bordo, Samir el-Ashwah entró a través de la escotilla de estribor, vestido con el uniforme blanco estilo «Vacaciones en el mar» que llevaba el personal profesional del Trident. Samir, un individuo fuerte y delgado de origen egipcio, sorprendía al principio por su fuerte acento australiano.

– El Turbosail está en forma, ¿verdad, capitán? ¿Qué velocidad llevamos, sólo por curiosidad?

– Catorce nudos, Sam -dijo el capitán Sol.

– ¡Calculo que, a esta velocidad, seguro que llegaremos!

– Yo diría que sí.

El capitán Sol se echó a reír mientras se rascaba el atolón coralino de pelo blanco que rodeaba su cabeza calva.

Nell alzó la vista en dirección a la claraboya y vio el Turbosail de treinta metros de largo que se alzaba encima del puente como la chimenea de un crucero injertada en el barco de investigación científica. El poderoso eje cilíndrico pasaba a través del centro del puente alojado en el interior de una ancha columna que estaba cubierta de fotografías y recortes de periódico. Nell podía oír el sonido de los motores zumbando dentro de la columna mientras la vela giraba por encima de sus cabezas.

Los Turbosails fueron utilizados por primera vez por Jacques Cousteau en los años ochenta para sus barcos de investigación científica, incluido su propio Calypso II. Ideal para los barcos de investigación de largo alcance, la vela tubular empleaba pequeños ventiladores para lanzar aire dentro de una juntura vertical mientras el viento que pasaba a su alrededor producía una velocidad mucho mayor que cualquier vela tradicional en la superficie de sotavento. Ahora que la tormenta finalmente se había alejado, la tripulación había izado los dos Turbosails del Trident y hecho girar las junturas para coger el viento que soplaba del nordeste.

El barco navegaba con rumbo oeste a una buena velocidad, a diez grados al sur del Trópico de Capricornio.

– ¡Capitán Sol, nunca volveremos a estar tan cerca de esa isla! -se lamentó Nell.

– La tormenta nos obligó a desviarnos mucho hacia el sur -dijo Glyn-. Y, aunque como biólogo debo decir que la pequeña isla de Nell me resulta bastante intrigante, la idea de pisar tierra firme es incluso más atractiva en este momento, capitán. Sin duda nos haría mucho bien poder estirar las piernas.

– ¿Por qué no podemos ir? -gimoteó Nell.

Sol Meyers frunció el ceño. Parecía Santa Claus de vacaciones con su camiseta anaranjada extra grande y un logotipo blanco de «SeaLife» bordado en seda sobre el bolsillo delantero.

– Lo siento, Nell. Tenemos dos días para compensar el tiempo perdido si queremos llegar a Pitcairn para la celebración que han organizado para nosotros. No podemos hacerlo.

– «¡Una expedición científica para explorar los lugares más remotos de la Tierra!» -Nell citó con evidente sarcasmo el reclamo de apertura del programa.

– Es más parecido a una serie de televisión flotante que se ha quedado sin burbujas -musitó Glyn.

– Lo siento, Nelly -repitió el capitán Sol-. Pero éste es el barco de Cynthea. Ella es la productora del programa. Debo ir a donde ella quiere, salvo que se produzca alguna emergencia.

– Creo que Cynthea está tratando de emparejarnos a nosotros -reflexionó Glyn-. Aparentemente, toda la tripulación al completo ya han follado entre ellos.

Nell se echó a reír y apretó con fuerza el hombro de Glyn.

El biólogo retrocedió y se frotó el tríceps como si lo hubiese golpeado.

– Eres la mujer más susceptible que he conocido jamás, Nell -dijo, arreglándose la camisa donde ella lo había tocado.

Nell se dio cuenta de que todos estaban muy irritables.

– Lo siento, Glyn. Una parte de mí debe de ser un chimpancé bonobo. Ellos emplean el contacto físico para proporcionar una sensación de seguridad a los miembros de su grupo.

– Bueno, nosotros los británicos tenemos exactamente la reacción opuesta -repuso Glyn frunciendo los labios.

– Eh, a mí no me molesta, Nell -dijo Cari Warburton. El primer oficial del Trident tenía una belleza bronceada de actor de televisión, pelo negro rizado encanecido en las sienes y una voz de pinchadiscos trasnochado que hacía juego con su divertido sentido del humor, todo lo cual lo hacía irresistible.

– Considérame un bonobo de ésos -añadió, rascándose las costillas y mostrándole la lengua a Nell de un modo realmente encantador.

El capitán Sol miró en dirección a la cámara del puente, que estaba colocada encima de la ventana delantera. Cynthea Leeds, la productora del programa, vigilaba a todo el mundo a través de cámaras como ésa, que estaban repartidas por todo el barco. El programa que se emitía semanalmente era montado a partir del material que grababan esas cámaras, aparte del que rodaban los tres operadores de cámara del barco.

El capitán Sol cubrió sus labios con la mano y susurró:

– Creo que Cynthea está tratando de emparejarme con Jennings, el médico del barco.

– No, está tratando de emparejarme a mí con Jennings -dijo Warburton.

Nell hizo su mejor imitación de Cynthea:

– ¡Drama!

Un sonido estridente se oyó de pronto en el puente y todos los presentes dieron un brinco.

– Capitán -dijo Samir. Comprobó la lectura de los instrumentos-. Estamos captando una EPIRB, señor.

– ¡Dios santo, pensé que había sido Cynthea! -exclamó el capitán Sol, suspirando aliviado.

– ¿Una EPIRB? -preguntó Warburton-. ¿Aquí?

– Vuelve a comprobarlo, Sam -indicó el capitán Sol.

– ¿Qué es una EPIRB? -preguntó Nell.

– Una radiobaliza que indica una posición de emergencia -explicó Warburton al tiempo que se acercaba rápidamente a donde estaba Samir.

– ¿Tienes una posición? -preguntó el capitán.

– Deberíamos tenerla después del siguiente paso del satélite -dijo Samir.

– Ahí viene.

Warburton miró a Nell por encima del hombro.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Nunca lo creerás.

Samir se volvió hacia ella con una expresión de sorpresa en su rostro redondo y una sonrisa que revelaba su hermosa dentadura.

– Según estas coordenadas, la señal procede de tu isla, colega.

Nell sintió que su corazón se aceleraba cuando confirmaron la procedencia de la señal.

– Un momento, espera, la estamos perdiendo -advirtió Warburton.

El capitán Sol pasó junto a Samir y observó la pantalla de navegación.

– Es muy extraño.

Warburton asintió.

Nell se acercó un poco más.

– ¿Qué es extraño?

– Nadie lanza una señal de EPIRB a menos que esté en un grave aprieto -explicó el capitán-. Y, si lo hace, la batería de litio debería durar cuarenta y ocho horas como mínimo. Esta señal se está debilitando.

– Ahí va -informó Samir cuando la siguiente actualización de datos borró la señal de la pantalla.

– Sam, será mejor que llames a la estación LUT más próxima. Y comprueba el registro de la baliza en el satélite, Cari.

Warburton ya estaba examinando la base de datos de la Administración Atmosférica y Oceánica Nacional.

– La baliza está registrada. ¡Joder, es un velero de diez metros!

– ¿Qué cono está haciendo aquí? -dijo el capitán Sol.

Warburton comprobó la información que constaba en los archivos.

– El nombre del velero es Balboa Bilbo. El nombre del propietario es Thad Pinkowski, de Long Beach, California. Muy bien, esto es interesante: el derecho de matrícula de la baliza expiró hace tres años.

– ¡Ja! -El capitán Sol gruñó-. Se trata de un barco abandonado.

– ¿Es posible que los archivos del satélite no estén actualizados? -sugirió Glyn.

– No es probable.

Samir se llevó el teléfono vía satélite a la oreja.

– El LUT informa que somos el barco que se encuentra más cerca, capitán. Como su posición se halla demasiado lejos de una pista de aterrizaje para enviar a un avión de búsqueda, nos piden que respondamos a la señal de emergencia si podemos.

– ¿Cuándo podremos llegar allí, Cari?

– Mañana, aproximadamente a las dos de la tarde.

– Preparados para virar con rumbo sur. Sam, hazle saber a la estación LUT que respondemos a la llamada de emergencia.

– ¡Sí, señor!

– Y trata de comunicarte con ese velero.

– ¡A la orden!

El capitán Sol pulsó un botón y habló a través del sistema de megafonía del barco.

– A toda la tripulación. Como podéis ver, estamos haciendo un ajuste en nuestro curso. Tocaremos tierra antes de lo planeado, mañana por la tarde, en una isla inexplorada. Durante la cena recibiréis más detalles acerca de este cambio. ¡A vuestros puestos!

Unos débiles gritos de júbilo se dejaron oír en la cubierta exterior.

El capitán Sol se volvió hacia Glyn.

– Motín abortado. Eso debería contenerlos durante algún tiempo. Bien, Nell, parece que el viento sigue soplando a tu favor.

El horizonte austral apareció ante las amplias ventanas cuando el Trident completó la maniobra de viraje. El capitán Sol señaló el borde izquierdo de la pantalla del monitor de navegación, donde un pequeño círculo blanco se elevaba sobre un arco hacia la parte superior de la pantalla.

Warburton sonrió.

– Ahí la tienes, Nell.

Nell corrió hacia el monitor de navegación mientras los hombres se hacían a un lado.

– Si queréis encontrar un ecosistema intacto, habéis venido al lugar adecuado -dijo Glyn.

– Calculo que esa isla debe de encontrarse a unos dos mil doscientos kilómetros de la mota de tierra más próxima -dijo Samir.

– Dos mil seiscientos -dijo Nell. Su corazón latía con tanta fuerza que temió que los demás pudieran oírlo-. Cada planta polinizada por insectos en esta isla debería ser una especie nueva -explicó.

Glyn asintió.

– Si tu teoría se sostiene…

Los motores aceleraron cuando el Turbosail giró encima del puente.

Mientras los ojos de Nell casi se salían de sus órbitas, los demás se preguntaron si estaba buscando algo más que una nueva flor en la isla Henders.

Todos retrocedieron cuando una voz tronó a través de uno de los altavoces situado junto a la cámara sobre la ventana delantera.

– ¡Por favor, decidme que esto no es una broma!

– Esto no es una broma, Cynthea -contestó el capitán Sol.

– ¿Quiere decir que realmente hemos recibido una señal de socorro?

– Sí.

– ¡Capitán Sol, es usted mi héroe! ¿Es muy grave?

El capitán Sol miró a Warburton con expresión cansada.

– Es probable que sólo se trate de un velero abandonado. Pero la radiobaliza estaba activada, de modo que debemos ir a comprobarlo.

– ¡Dios santo, eso es oro puro! ¡Nell, dime que estás emocionada!

Nell alzó la vista sorprendida hacia el altavoz que estaba sobre la ventana.

– Sí, sería agradable llevar a cabo un poco de investigación científica de verdad.

– ¡Glyn, cuéntame más cosas acerca de esa isla! -chirrió la voz electrónica.

– Bueno, según Nell, fue descubierta por un capitán británico en 1791. Sus hombres desembarcaron pero no pudieron encontrar ninguna forma de llegar al interior de la isla. No existen noticias de que nadie más haya desembarcado allí, y sólo existen registros de tres avistamientos en los últimos doscientos veinti…

La escotilla de estribor se abrió de golpe y Cynthea Leeds entró impetuosamente en el puente vestida con un ceñido mono Newport negro con bandas blancas.

Todos se quedaron inmóviles.

– Eso me gusta. Me gusta mucho -exclamó Cynthea-. Peach, ¿has cogido eso? ¡Genial! ¡Caballeros, y dama, felicidades!

Cynthea sonrió ampliamente, exhibiendo su cara dentadura mientras se echaba hacia atrás el flequillo con la alegría propia de una niña pequeña. Un fino juego de auriculares negros inalámbricos se arqueaba sobre su pelo negro, que estaba cortado estilo paje.

Cynthea era una mujer notablemente bien conservada que, a sus cincuenta años, seguía manteniendo su atractivo sexual. Cuando tenía cinco, su madre había insistido en que recibiera una estricta formación en el arte del ballet, el único gesto que ella consideraba como un acto de bondad por parte de su progenitora. Con un metro ochenta sin tacones, Cynthea conservaba la postura de una bailarina, si bien su imponente estatura se adaptaba mucho mejor al terreno de alta testosterona al que había elegido acceder que al ballet.

Como si de un cangrejo ermitaño sin su caparazón se tratara, Cynthea lucía ridículamente fuera de lugar en el mar, o incluso lejos de una ciudad. Pero en los últimos tiempos no podía evitar darse cuenta de que la estaban llevando fuera de la ciudad para que paciera en la jungla que habitaba y que tenía la juventud como su centro.

Cynthea había producido anteriormente dos programas para la MTV que habían cosechado un gran éxito. Pero el ambiente despiadado en el que vivía no toleraría un solo tropiezo. Después de que su último reality show para la cadena de televisión, el espurio «Bulcher Shop», fracasara estrepitosamente, su única oferta fue el trabajo que todos los demás productores de la ciudad habían rechazado: un viaje por mar alrededor del mundo desprovisto de todas las comodidades de que disfrutaba en casa.

Con la íntima sensación de que debía adaptarse o extinguirse, y en mitad de un ataque de pánico, le dijo a su representante que aceptara la propuesta.

Ella sabía muy bien que había conseguido el trabajo de «SeaLife» gracias a su talento para sazonar el contenido de un programa, algo que los productores del reality eran dolorosamente conscientes de que podía ser un problema si la parte científica era un muermo. Sin embargo, a lo largo de las últimas tres semanas sus esfuerzos para emparejar a los científicos mareados habían sido un horrible fracaso.

Si el programa era retirado de la parrilla, estaba convencida de que sería el final de su carrera. Sin esposo, sin hijos y sin carrera: todas las profecías de su madre cumplidas. Una situación que sería mucho más fácil de sobrellevar si la madre de Cynthea estuviera muerta, pero no lo estaba. Ni mucho menos.

Cynthea juntó con fuerza las manos en un gesto de agradecimiento a las fuerzas que habían acudido en su rescate.

– ¡Amigos, esto no podría haber ocurrido en un momento más oportuno! Creo que nos hubiéramos matado y comido entre nosotros antes de haber puesto el pie en Pitcairn. ¡Glyn, cuéntame más cosas acerca de esa isla!

– Bueno, según Nell, jamás ha sido explorada.

– ¿Cuándo podremos desembarcar?

– Mañana por la tarde -contestó Glyn-. Si es que podemos encontrar un lugar donde hacerlo. Y, por supuesto, si el capitán nos concede autorización para bajar a tierra.

– ¿Quieres decir que podemos filmar nuestro desembarco en una isla inexplorada para la sección «Cualquier cosa puede suceder» de la emisión de mañana a las 17.50? Si respondes que sí, Glyn, serás mi superhéroe.

– Yo diría que es posible, siempre que el capitán esté de acuerdo. -El inglés se encogió de hombros-. Sí.

– ¡Glyn, Glyn, Glyn! -Cynthea daba brincos de alegría-. ¿Qué era eso que me estabas diciendo acerca de un capitán inglés?

– La isla fue descubierta en 1791 por el capitán Ambrose Spencer Henders -dijo Glyn.

A Nell le resultaba entretenida la manera en que la vanidad de Glyn aumentaba bajo la mirada de Cynthea.

Glyn miró a Nell.

– Sin embargo, es Nell quien debe…

– ¡Esto es oro puro, Glyn! Hazme el favor de anunciarlo a los demás miembros del programa, ¿quieres? -lo interrumpió Cynthea-. ¿Al ponerse el sol, justo después de la cena, y que suene realmente grandioso? ¡Oh, por favor, por favor, por favor!

Glyn miró a Nell disculpándose. Ella asintió, aliviada de que fuera él quien hiciera los honores.

– Sí, de acuerdo.

– ¿Conoces a Dawn? ¿Esa chica morena, de piernas largas, que lleva un tatuaje? -Cynthea hizo un gesto hacia las inmediaciones de sus nalgas-. ¿Sí? Hace poco me estaba diciendo que consideraba que los científicos ingleses eran los hombres más atractivos que conocía. -Cynthea se inclinó hacia adelante y canturreó en la oreja de Glyn-: ¡Creo que estaba hablando de ti!

Los ojos de Glyn se abrieron como platos mientras Cynthea se volvía hacia el capitán Sol.

– Capitán Sol, ¿podemos desembarcar? -La productora brincaba arriba y abajo como una niña pequeña rogándole a su abuelo-. ¿Podemos, podemos, podemos?

– Sí, podemos desembarcar, Cynthea. Después de que hayamos comprobado esa baliza.

– ¡Gracias, capitán Sol! ¿Sabe que el doctor Jennings está loco por usted?

Warburton sacudió la cabeza.

– Si pudiésemos encontrar a alguien para Nell -insistió la productora-. ¿Qué me dices, querida? ¿Cuál es tu tipo de hombre, en cualquier caso?

Nell vio que Glyn miraba a través de la ventana hacia donde se encontraba Dawn, quien estaba practicando estiramientos de yoga en la cubierta del entresuelo. Con el cuerpo firme y con su negra cabellera, Dawn llevaba un top color mostaza que dejaba al descubierto su abdomen soberbiamente tonificado. El tatuaje que representaba un sol amarillo y púrpura asomaba por encima de la parte de abajo de su biquini negro.

– No tengo un «tipo» de hombre, Cynthea -repuso Nell-. Y tampoco me gustaría ser el «tipo» de nadie.

– La solitaria de siempre, ¿verdad, Nell? -dijo Cynthea-. Tienes que saber lo que estás buscando para poder encontrarlo, querida.

Nell la miró fijamente a los ojos.

– Lo sabré cuando lo vea -replicó.

– Bueno, mañana tal vez encuentres una nueva flor o algo a lo que ponerle nombre, ¿sí? ¡Si lo encuentras, danos un poco de drama, Nell! Por favor, ¿sí?

Cynthea se volvió y desapareció a través de la escotilla.

Nell volvió a concentrarse en la pantalla del monitor de navegación, con los ojos fijos en la isla a medida que se movía hacia abajo con pasos diminutos desde la parte superior de la pantalla. Abrumada por la visión, casi se olvidó de respirar.

El capitán Sol miró a Nell con afecto paternal. Apoyó una mano sobre su hombro.

– Yo diría que ha sido el destino, Nell, si creyera en esa clase de cosas.

Ella lo miró con los ojos brillantes y le apretó impulsivamente su mano grande y bronceada.

– Todavía no hemos obtenido ninguna respuesta en las frecuencias de emergencia, capitán -dijo Warburton.

Sobre la pantalla de plasma azul, Nell recorrió con la punta del dedo la distancia que había entre la posición del Trident hasta el círculo blanco debajo de unas minúsculas letras blancas:


Isla Henders

O


19.05 horas


Acurrucada en el interior del pequeño y estrecho centro neurálgico de «SeaLife», encajado dentro del pontón de estribor del Trident, Cynthea observaba atentamente tres cámaras que se alimentaban del capitán Sol y Glyn mientras anunciaban el cambio de rumbo a la tripulación después de la cena.

Peach McCloud estaba sentado junto a Cynthea y se encargaba del compartimento de edición y conexión vía satélite. Cualquiera que fuera el equipo audiovisual con el que Peach hubiera nacido, ahora estaba sepultado bajo el pelo y la barba, y había sido reemplazado por micrófonos, auriculares y gafas de seguridad.

Cynthea había trabajado con Peach en programas en directo de la MTV en Fort Lauderdale y en la isla de Santorini. La única condición que había impuesto cuando aceptó el trabajo como productora de «SeaLife» fue que Peach la acompañara como ingeniero. Sin la ayuda de Peach, el trabajo habría sido impensable.

Peach se había mostrado de acuerdo. Siempre lo estaba. Su sala de estar se encontraba en cualquier lugar si disponía de una conexión inalámbrica. A Peach en realidad no le importaba si se hallaba a bordo de un barco resistiendo el embale de olas de cinco metros de altitud o en su apartamento del Soho. Siempre y cuando su hábitat digital fuese con él, Peach ora feliz.

Cynthea habló con tono urgente a través de sus auriculares en una comunicación a larga distancia con los productores de «SeaLife» en Nueva York. Mientras ella hablaba, Peach compensaba los niveles de sonido y cambiaba las tomas siguiendo los movimientos del lápiz de Cynthea.

– Necesitamos hacer esa transición, Jack. La estamos obteniendo en este preciso momento y puedo enviártela dentro de diez minutos. Mañana, durante el rodaje de la sección «Cualquier cosa puede suceder», desembarcaremos en una isla inexplorada, Fred, venga, ¡ése es el anzuelo! ¡Y se trata de una misión de rescate! ¡Estamos respondiendo a una señal de socorro!

Cynthea le hizo un gesto a Peach pidiendo confirmación y él le mostró los diez dedos dos veces.

– Peach puede enviarte el material antes de quince minutos -mintió Cynthea-. Danos la alimentación vía satélite, Fred. Sí, Jack, como ya lo has mencionado en repetidas ocasiones, no hay sexo. ¡Todos los del equipo jodieron unos con otros durante las primeras cuatro semanas de viaje, y ahora lo único que tengo para trabajar son los científicos, Jack, de modo que dame un respiro! ¿Cómo podía saber que esos tipos habían subido pastillas de éxtasis a bordo? De todos modos, eso es agua pasada, Fred, y tuvimos suerte de poder mantenerlo fuera del «Informe Drudge», ¿de acuerdo? ¿Me tomas el pelo? Debes de estar de broma. Entonces Barry debería hacer un programa con científicos y tratar de que hubiese sexo en él. Lo desafío a que lo haga…, menudo gilipollas, ¡especialmente mientras están todos vomitando encima de los demás! ¡Si hubiese quedado algo de éxtasis ya lo habría deslizado en su maldito té verde, Jack! Sólo estoy sugiriendo que volvamos al ángulo original, la cuestión científica. ¡Sí, aventura, Fred, exactamente! ¡Gracias! ¿Y qué produce la aventura sino romance, Jack? Juro que si ésta no es la jugada que salva a este programa puedes emitir mi ejecución en directo. No tuviste que pensar demasiado en eso, ¿verdad, Fred? Bien, chicos, me alegra saber de qué manera llegar a vuestros corazones. No te preocupes, querido, ¡entraremos en la historia de la televisión!

Cynthea apretó el hombro de Peach.

– ¡Lo conseguimos!

Él sonrió y asintió, ajustando los niveles de sonido mientras el capitán Sol se dirigía a la tripulación.

– Éste es un buen material, jefa.


19.05 horas


Zero estaba rodando una toma de estribor a babor a través de la cubierta del entresuelo y enmarcó un crepúsculo puntillista de cirros anaranjados, lavanda y bermellón.

La mesas dispuestas para la cena, iluminadas con velas, salpicaban la cubierta de proa mientras el Trident navegaba con rumbo sur. Un viento cálido jugueteaba sobre las mesas. Los científicos y el equipo del programa estaban acabando su cena compuesta de filetes de pargo alazán, arroz pilaf y judías verdes. Los tres camarógrafos se paseaban entre las mesas mientras los comensales susurraban con curiosidad acerca del inminente anuncio.

El capitán Sol finalmente golpeó ligeramente su copa con un cuchillo y, con el crepúsculo del Pacífico Sur a sus espaldas, Glyn y él se dirigieron a la tripulación.

– Como seguramente os habréis dado cuenta, ahora navegamos hacia el sur -comenzó el capitán, y señaló dramáticamente con el brazo derecho sobre la proa.

Cynthea le indicó a Peach que pinchara la cámara que estaba montada en el puente y que mostraba al Trident navegando en dirección al horizonte austral, luego otra cámara que enfocaba la proa hendiendo el agua azul, y luego nuevamente al capitán Sol.

– Hace unas horas captamos una señal de una radiobaliza de un velero que está en peligro.

La gente en las mesas comentó la noticia visiblemente excitada.

– Sabemos que el propietario del velero fue rescatado por la Guardia Costera de Estados Unidos cerca de Kaua hace cinco años durante una fuerte tormenta. De modo que, o bien ese velero ha navegado a la deriva durante cinco años, o encalló en la isla que se halla al sur de nosotros antes de eso, o alguien más se encuentra a bordo en este momento. Hemos tratado de ponernos en contacto con el velero a través de frecuencias de emergencia pero no hemos obtenido respuesta. Puesto que los aviones de rescate no llevan combustible suficiente para llegar a su posición desde el campo de aviación más próximo, nos han pedido que respondamos a la llamada de socorro.

Un coro de voces de sorpresa y asombro se elevó desde las mesas.

Glyn se aclaró la garganta. El biólogo estaba visiblemente nervioso ahora que las cámaras y las luces se volvieron hacia él.

– La buena noticia -anunció el inglés- es que la señal parece provenir de una de las últimas islas inexploradas que quedan en el mundo.

Después de veintiún miserables días en alta mar, la sola señal de socorro era causa de celebración. Pero la posibilidad de desembarcar en una isla inexplorada provocó una estruendosa salva de aplausos de todos los presentes.

– La isla tiene poco más de tres kilómetros de ancho -dijo Glyn, animado. Leía la información de unas tarjetas con apuntes que Nell le había preparado-. Puesto que se encuentra situada por debajo del paralelo 40, una zona muy traicionera que los marinos llaman los «Locos años cuarenta», las rutas de navegación oceánica la han evitado durante los últimos doscientos años. En este momento nos dirigimos hacia lo que muy bien podría ser el trozo de tierra geográficamente más remoto del planeta. Este espacio vacío del océano tiene el tamaño de la masa continental de Estados Unidos y lo que sabemos de él es equivalente aproximadamente a lo que se puede ver de Estados Unidos desde su sistema de autopistas interestatales. Así de escasamente frecuentada sigue estando hoy esta parte del mundo. ¡Y en esta zona el lecho marino está menos cartografiado que la superficie de Marte!

Glyn recibió un murmullo de reconocimiento por parte de la gente y continuó con su relato.

– Existen muy pocos informes de alguien que haya avistado esa isla, y sólo uno escrito por alguien que efectivamente desembarcó en ella, recogido en 1791 por Ambrose Spencer Henders, el capitán del buque de guerra Retrihution.

Glyn desplegó una copia del cuaderno de bitácora del capitán Henders. Ésa había sido la extraordinaria mirada a lo desconocido que había disparado la imaginación de Nell, entonces aún una estudiante universitaria, nueve años antes. Sin tropezar demasiado con los arcaísmos y las abreviaturas náuticas, Glyn comenzó a leer:

Viento del oeste-suroeste a las cinco de la mañana con el que viramos hacia el oeste, y a las siete divisamos una isla de poco más de tres kilómetros de ancho que no pudimos encontrar en la carta de navegación, situada a 46° de latitud sur y 135° de longitud oeste. No hay fondo para echar el ancla alrededor de la isla. Navegamos a lo largo de la costa buscando un lugar apto para desembarcar, pero la isla está completamente rodeada de altos acantilados. Con nuestras esperanzas frustradas y no queriendo perder más tiempo del que teníamos, ordené que todo el mundo ocupara sus puestos para virar cuando, a las cuatro de la tarde, un hombre divisó una fisura de la que brotaba agua que manchaba de oscuro el acantilado. El señor Grafton pensó que se podía alcanzar esa fisura con una chalupa, de modo que bajamos un bote inmediatamente y los hombres llevaron algunos toneles para llenarlos con agua dulce.

Recogimos tres toneles de una cascada que había dentro de la grieta. Sin embargo, en la empresa perdimos a Stephen Frears, un hombre de fuerte naturaleza muy querido por todos y a quien echaremos terriblemente de menos, así que juzgamos que era demasiado grande el riesgo de enviar a otro hombre.

Atendiendo a las exhortaciones de nuestro capellán y habiendo determinado que la isla no era habitable y tampoco accesible para los malvados tripulantes del buque de guerra Bounty, partimos con prisa y abatidos nuestro rumbo hacia el oeste en dirección a Wellington, donde todos esperamos con ansiedad un puerto amigable.

Capitán Ambrose Spencer Henders, 21 de agosto de 1791

Glyn dobló la gastada copia impresa que Nell le había dado.

– Eso es todo. El único informe que existe de un desembarco en la isla. Si podemos encontrar una forma de acceder al interior, seremos los primeros en explorar la isla olvidada del capitán Henders.

Glyn asintió y sonrió en dirección a Nell.

Se produjo una sonora salva de aplausos y Copepod ladró.

– De modo que, después de todo, las tormentas han servido para algo -dijo el capitán Sol-. Poseidón nos ha situado rumbo a ayudar a un compañero que se encuentra en dificultades. ¡Y todos tendremos la oportunidad de visitar uno de los últimos confines de la Tierra, un lugar en el que no ha estado antes ningún hombre!

El capitán Sol alzó su puño al cielo en un gesto melodramático.


19.07 horas


– Dios bendiga al capitán Sol -murmuró Cynthea en la sala de control, señalando con la goma en el extremo de su lápiz las diferentes pantallas mientras todos brindaban y aplaudían-. Tendremos que incluir algo de música como fondo del discurso de Glyn y editarlo de inmediato.

– Sí, eso estuvo a punto de matarnos -convino Peach.

– Encuentra algo relacionado con el mar, algo como lo que suena en Tiburón cuando Robert Shaw está hablando acerca de escualos y buques de guerra. Colócalo detrás de ese discurso y será un toque de belleza. Luego enlátalo y envíalo, Peach. Que llegue a esos cabrones en Los Ángeles antes de que los gilipollas de Nueva York puedan decir que no. -Cynthea habló a través de los auriculares con su equipo de camarógrafos-. Muy bien, chicos, hemos terminado. Id a comer algo. ¡Buen trabajo, encantos!


19.08 horas


Los ánimos se elevaron después del anuncio del capitán, y cuando las molestas luces y las cámaras finalmente se apagaron, todo el mundo volvió a proferir gritos de júbilo con obvio sarcasmo.

Nell desvió la mirada hacia la mesa contigua.

Aún disfrutando de su exitoso debut, Glyn se había sentado delante de Dawn y parecía terriblemente interesado en lo que ella decía en ese momento.

Nell reprimió una risita ante ese emparejamiento casi imposible. Dawn parecía capaz de comerse vivo a Glyn.

Zero estaba sentado frente a Nell en su misma mesa y confiscó un plato de comida que nadie había reclamado. Mientras cortaba un pedazo de filete de pargo alazán, el jefe de los camarógrafos alzó la vista y la miró.

– ¿Qué fue lo que hizo que una chica como tú quisiera ser botánica? -preguntó mientras se metía en la boca un trozo de pescado. Luego cortó otro pedazo y se lo dio a Copepod.

Nell sonrió. Zero le caía bien y se sentía feliz en su compañía. Bebió un pequeño sorbo de agua fría mientras pensaba en la pregunta.

– Cuando a mi madre la mató una medusa en Indonesia, decidí que me dedicaría a estudiar las plantas.

Zero se llevó el tenedor colmado de pescado a la boca con una expresión de sorpresa dibujada en el rostro.

– ¿De verdad?

No le quitó los ojos de encima mientras masticaba.

– ¡Por supuesto que es verdad! -dijo Andy, quien estaba sentado junto a Nell con actitud protectora, como de costumbre, aunque habitualmente era ella quien lo protegía a él.

Nell había conseguido convencer a Andy de que abandonara su camarote después de su rabieta en cubierta y él había cambiado su atuendo por una camisa plisada de franela de color azul, abierta sobre una camiseta amarilla con un rostro sonriente en la pechera. La camiseta decía: «¡Que pases un buen día!», sin ningún irónico agujero en la cabeza ni nada fuera de lo común, sólo una cara sonriente esperando a que el mundo la borrase.

Nell apretó la muñeca de Andy y palmeó la mano de Zero, fascinando al instante a los dos hombres con su breve contacto.

– Mi madre era oceanógrafa -le explicó a Zero-. Murió cuando yo era pequeña. Nunca la vi demasiado, excepto cuando aparecía en la televisión. La mayor parte del tiempo la pasaba en el extranjero, realizando documentales sobre la naturaleza en lugares muy peligrosos para los niños.

– Tú no serás la hija de Janet Planet, ¿verdad?

– Hmum…, sí.

– «La doctora Janet explora el mundo salvaje» -dijo Zero, imitando a la perfección la introducción del programa-. ¿No?

Una amplia sonrisa se extendió por el rostro del camarógrafo al recordar aquella primera serie de televisión en color a la que era adicto de pequeño.

Nell asintió.

– Sí. ¿Recuerdas el programa?

– ¡Diablos, por supuesto que lo recuerdo! ¡Llevó por primera vez a la televisión fotografías submarinas a todo color! Es un programa legendario entre los chicos de mi edad. ¿Y cómo es que no te llamas Nell Planet?

Nell se echó a reír.

– Nuestro apellido no daba bien en televisión.

– De modo que estás siguiendo los pasos de tu madre.

– Sí, excepto que yo elegí la botánica -protestó Nell, haciendo un quite con el tenedor-. Las plantas no se comen a la gente.

– Continúa. -Zero cogió un vaso de té helado de una bandeja que portaba uno de los camareros y lo alzó para brindar con ella-. Conquistar tus miedos, ¿verdad?

Nell brindó alzando su vaso con agua y frunció el ceño hacia el horizonte ya oscuro. -Algo así.