"La nave de un millón de años" - читать интересную книгу автора (Anderson Poul)3De pronto, como un puñetazo en el vientre, aparecieron los keltoi. Del bosque salieron guerreros altos y bajaron a la playa por la pendiente cubierta de hierba: veinte, cien, doscientos o más. Otros enfilaron hacia los promontorios gemelos que protegían la caleta donde habían anclado las naves. Los marineros gritaron, abandonaron sus faenas, cogieron las armas y dieron vueltas por la nave. Los soldados que había entre ellos, hoplitas y peltastas, la mayoría de ellos con armadura, se abrieron paso en medio del revuelo para formarse. Yelmos, petos, escudos, espadas y lanzas relucían en la llovizna. Hanno corrió hacia el capitán, Demetrios, le cogió la muñeca y ordenó: —No inicies las hostilidades. Les encantaría llevarse nuestras cabezas como recuerdo. Trofeos de guerra. Una sonrisa arisca cruzó de pronto el duro rostro del capitán. —¿Crees que si nos quedamos quietos nos abrazarán? —Depende. —Hanno escrutó la penumbra. A su espalda, el sol debía de estar cerca del horizonte. Los árboles formaban una muralla gris detrás de los atacantes. Los gritos de guerra resaltaban sobre el estruendo del oleaje de la pequeña bahía, resonaban de peñasco en peñasco, ahuyentaban las gaviotas—. Alguien nos vio, quizás hace días y envió un mensaje al resto del clan. Han seguido nuestro curso, amparándose en la arboleda, esperaban que acampáramos en uno de los sitios que usan los cartagineses…, veríamos la leña quemada, los desperdicios, las huellas y nos adentraríamos… —Estaba pensando en voz alta. —¿Por qué no esperaron a que todos estuviéramos dormidos, excepto los centinelas? —Deben de temer la oscuridad. Esta comarca no les pertenece… Y así… Un momento… Dame esto… Necesitaría una vara pelada o una rama verde, pero tal vez esto sirva. —Hanno se volvió para coger el estandarte, cuyo portador se resistió insultándolo—. ¡Demetrios, dile que me lo dé! El jefe mercenario vaciló un instante antes de ordenar. —Dáselo, Kleanthes. —Bien. Ahora tocad las trompetas y golpead los escudos. Armad un buen alboroto, pero quedaos donde estáis. El emblema en alto, Hanno avanzó. Caminaba despacio, gravemente, el estandarte en la mano derecha y la espada desenvainada en la mano izquierda. A sus espaldas estalló un clamor de hierro y bronce. Los cartagineses habían despejado las matas hasta el manantial donde obtenían agua, a la distancia de un estadio ateniense. Habían crecido nuevos matorrales que estorbaban el paso e impedían un avance silencioso. Por lo tanto, la sorpresa total era imposible, y los galos aún no habían iniciado esa embestida tan temida por los hombres civilizados. Individuos y grupos pequeños trotaban en aguerrido tumulto. Eran hombres corpulentos de tez clara. La mayoría de ellos lucían grandes bigotes; ninguno se había rasurado últimamente. Los que no se trenzaban el pelo lo habían tratado con un material que lo enrojecía y endurecía formando puntas. Pinturas y tatuajes adornaban cuerpos a veces desnudos, a menudo envueltos en una falda de lana teñida —una especie de El gigante que encabezaba la hilera semicircular Usaba un yelmo dorado con cuernos, un collar de bronce en la garganta y brazaletes de oro. Estaba flanqueado por guerreros casi igual de llamativos. Debía de ser el jefe. Hanno avanzó hacia él. El bullicio que hacían los griegos desconcertó a los bárbaros. Aminoraron la marcha; miraron en torno, acallaron sus gritos y murmuraron entre ellos. Piteas vio que Hanno iba al encuentro del líder. Oyó trompetazos de cuerno, voces vibrantes. Algunos hombres correteaban transmitiendo órdenes que él no entendía. Los galos se detuvieron, retrocedieron unos pasos, se acuclillaron o se apoyaron en las lanzas, esperando. La llovizna arreció, la luz del día se desvaneció y Piteas sólo pudo ver sombras. Transcurrió una hora en el crepúsculo y varias fogatas florecieron al pie del bosque. Hanno regresó. Como una sombra más, atravesó las filas de Demetrios, pasó entre los callados y apiñados marineros, y encontró a Piteas cerca de las naves. No es que estuviera dispuesto a huir, sino que allí el agua arrojaba un resplandor que aclaraba un poco la húmeda penumbra. —Estamos a salvo —declaró Hanno. Piteas soltó un bufido—. Pero nos espera una noche atareada. Enciende fogatas, levanta tiendas, trae lo mejor de nuestros pobres alimentos y pongámonos a cocinar, aunque nuestros visitantes no se fijarán en la calidad. Para ellos cuenta la cantidad. Piteas trató de estudiar ese semblante que apenas veía. —¿Qué ha sucedido? —rezongó—. ¿Qué has hecho? Hanno habló con voz serena, un poco burlona. —Sabes que sé suficiente celta como para apañármelas, y conozco bastante bien sus costumbres y creencias. No son muy diferentes de otros salvajes. La intuición me permite llenar las lagunas de mi conocimiento. Fui hacia ellos como un heraldo, lo cual hizo sagrada mi persona, y hablé con el jefe. No es mal sujeto, para ser quien es. He conocido a monstruos peores gobernando a helenos, persas, fenicios, egipcios…, no tiene importancia. —¿Qué querían? —Cerrarnos el paso, desde luego, y adueñarse de nuestras naves para saquearlas. Eso me sugirió que no debían de ser oriundos de aquí. Los cartagineses tienen tratados con los nativos. Claro que éstos podrían haber objetado el acuerdo por alguna razón pueril. Pero en tal caso habrían atacado después del anochecer. Alardean de ser temerarios pero, cuando se trata de botín más que de gloria, no quieren sufrir bajas innecesarias ni toparse con una dura resistencia mientras la mayoría escapa hacia las naves. No obstante embistieron en cuanto estuvimos en la costa, así que deben de temer la oscuridad…, los fantasmas y dioses de los muertos recientes, aún no apaciguados. Recurrí a eso, entre otras cosas. —¿Quiénes son? —Fictos del este que intentan instalarse en esta comarca. —Hanno echó a andar de aquí para allá bajo la mirada de Piteas, haciendo crujir la arena húmeda—. No se parecen mucho a esas tribus dóciles de las inmediaciones de Massalia, pero están emparentados con ellas. Tienen más respeto por la destreza y el conocimiento que el griego medio, por lo que he visto. Sus adornos y objetos artesanales son bellos. No sólo es sagrado el heraldo, sino el poeta o cualquier persona sabia. Les demostré que era un mago, lo que ellos llaman druida, con trucos de prestidigitación y jerigonza ocultista. Con mucho tacto, les amenacé con escribir una sátira acerca de ellos si me ofendían. Primero los convencí de que era poeta, plagiando descaradamente versos de Hornero. Tendré que hacer un esfuerzo, pues les prometí más. —¿Que tú qué? Hanno soltó una carcajada. —Ten listo el campamento. Prepara el festín. Di a los hombres de Demetrios que ellos formarán la guardia de honor. Recibiremos a nuestros huéspedes al alba, y sin duda los festejos continuarán todo el día. Esperarán obsequios generosos, pero tenemos suficientes mercancías, y el honor exigirá que recibas varias veces ese valor en cosas que nos vendrán mejor. Además, ahora tenemos salvoconducto para viajar un buen trecho hacia el norte. —Hizo una pausa. El mar y la tierra suspiraban alrededor—. Oh, y si mañana por la noche tenemos buen tiempo, observa las estrellas, Piteas. Eso les impresionará. —Y forma parte de aquello por lo cual viajamos —susurró el griego—. De aquello que tú has salvado. |
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