"Los mundos fugitivos" - читать интересную книгу автора (Shaw Bob)Capítulo 9Durante los últimos setenta y cinco kilómetros del ascenso, Toller y Steenameert habían hecho cabecear la nave a intervalos frecuentes. El propósito había sido el conseguir una visión clara de la pequeña línea de estaciones de madera y de astronaves para poder dirigirse directamente hacia ellas, contrarrestando la desviación lateral. Los artefactos hubieran sido difíciles de encontrar incluso con buenas condiciones de visibilidad; pero con un mar de cristal ocupando el cielo y difundiendo la luz del sol con una blanca y brillante uniformidad, Toller esperaba que su tarea fuera doblemente difícil. Por ello se sorprendió cuando, a una distancia de unos cuarenta y cinco kilómetros, había empezado a discernir una mota de sólida oscuridad en el centro del disco traslúcido. Cuando la nave se aproximó, los prismáticos revelaron que el objeto —aunque irregular en su contorno general— estaba limitado por líneas rectas y vértices cuadrados. Su silueta parecía el plano de un edificio muy grande al que se le habían añadido numerosas ampliaciones de forma totalmente arbitraria. Durante un tiempo Toller se negó a aceptar la evidencia —simplemente no había lugar para ello en su esquema de la realidad—, pero finalmente la dolorosa —Sea eso lo que fuere —le dijo a Steenameert—, no lo veo crecer por sí mismo, como el cristal de hielo. Tiene que ser algún tipo de estación de la zona media, pero… —…no construida por nosotros —añadió Steenameert. —Exactamente. El tamaño… Tal vez estemos ante un palacio espacial… —O una fortaleza —Steenameert hablaba en voz baja, casi disimuladamente, a pesar de que él y Toller se hallaban solos en la nave, y en la vasta extensión de la zona de ingravidez—. ¿Será que los farlandeses al fin se han decidido por la conquista? —Están procediendo de una manera muy extraña, si es así —replicó Toller, frunciendo el entrecejo e instintivamente rechazando la idea de una invasión militar del tercer planeta. Bartan Drumme era uno de los dos hombres aún vivos que habían participado en el épico viaje a Farland hacía muchos años, y Toller le había oído declarar frecuentemente que sus habitantes eran retraídos en sus costumbres, y carecían totalmente del afán colonial. El enigmático mar de cristales vivos y la enorme estación estaban obviamente conectados de algún modo. Además, ¿qué comandante militar, cualquiera fuese la extraña naturaleza de su mente, llevaría a cabo una invasión de esta forma tan absurda? —No, creo que esto es algo nuevo —siguió Toller—. Sabemos que hay muchos otros planetas girando alrededor de estrellas distantes, y también que en algunos de esos planetas hay civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra. Quizás, querido amigo, esto no es otra cosa que uno de los muchos remotos palacios que pertenecen a algún inimaginable rey. Quizás esas extensiones de hielo son su coto de caza, su parque de ciervos… Toller se interrumpió, perdido durante un momento en la grandeza histórica de su visión, pero volvió en sí cuando Steenameert formuló una pregunta crucial. —Señor… ¿seguimos? —¡Claro! —Toller se bajó la bufanda para descubrir la nariz y la boca, de forma que sus palabras pudieran oírse con toda claridad—. Sigo creyendo que la condesa y su tripulación se han refugiado en una de nuestras estaciones, pero si no las encontramos allí… Bueno, no podemos buscarlas en ninguna otra parte… —Sí, señor. Los ojos de Steenameert, atisbando desde la ranura horizontal que quedaba entre la bufanda y el borde de su capucha, no dieron ninguna muestra de que estuviese sucediendo algo fuera de lo normal; sin embargo Toller de repente se quedó impresionado por el increíble significado de sus palabras. Su mano cayó espontáneamente en la empuñadura de la espada cuando se dio cuenta de que todo su ser estaba dominado por el pavor. Ya en el momento en que se enteró de la desaparición de Vantara había surgido en él un miedo enfermizo de que estuviera muerta. Se había negado a reconocer ese miedo, expulsándolo de su mente con un falso optimismo y ayudado por las obligadas actividades de la expedición de rescate apresuradamente organizada. Pero a la situación se habían añadido nuevos elementos —elementos extraños, monstruosos e inexplicables— y era imposible no ver en ellos un mal augurio. Las seis estructuras de madera eran conocidas como el Grupo de Defensa Interior, nombre que se había conservado desde los días de la guerra interplanetaria, aunque desde hacía tiempo habían perdido su importancia. Toller y Steenameert habían localizado el grupo en el lado de Overland de la barrera de hielo, a unos tres kilómetros de la extraña estación. Dando a la nave una amplia curva, Toller se había aproximado a los cilindros de madera muy cautelosamente, poniéndolos entre él y el misterioso contorno angulado. Había elegido esa trayectoria con la débil esperanza de evitar ser detectado por ojos extraños, aunque era una pura suposición que el ingenio metálico albergase seres vivos. Parecía incrustado en la barrera cristalina, y visto a través de los potentes prismáticos tenía el aspecto de una enorme máquina inerte; un artefacto incomprensible que había sido colocado en la zona de ingravidez por sus constructores para llevar a cabo alguna tarea incomprensible. Y ahora, cuando su nave se encontraba a unos doscientos metros de los cilindros, empezó a crecer en Toller la convicción de que estarían vacíos. Se encontraban arrimados al lado inferior del helado mar, aparentemente sostenidos por cintas de cristal que habían crecido alrededor de ellos. Cuatro de los cilindros eran hábitats y almacenes, y los dos más grandes eran copias funcionales de la astronave que una vez voló a Farland; pero todos tenían algo en común: su falta de vida. Si Vantara y su tripulación hubieran estado esperando dentro de alguna de las cascaras de madera, seguramente habrían mantenido una guardia, y en este momento estarían haciendo señas a la nave espacial que se aproximaba. Pero no había ningún indicio de actividad. Todas las portillas seguían uniformemente oscuras, y las cubiertas continuaban tal como Toller las había visto la primera vez: reliquias inertes de años pasados. —¿Vamos a entrar? —dijo Steenameert. Toller asintió. —Tenemos que hacerlo, es lo que debemos, pero… —su garganta se cerró dolorosamente obligándole a hacer una pausa durante un momento—. Ya ves que allí no hay nadie. —Lo siento, señor. —Gracias… —Toller echó un vistazo al extraño y ajeno edificio que sobresalía del casquete polar más allá de su izquierda—. Si eso hubiera sido un palacio aéreo, como presupuse estúpidamente, o incluso una fortaleza, me podría aferrar a alguna pizca de esperanza de que ellas se hubieran refugiado allí. Incluso hubiera preferido imaginármelas como cautivas de unos invasores procedentes de otra estrella…, pero la cosa no parece más que un bloque de hierro, una máquina. Vantara no puede haber visto ninguna posibilidad de refugio allí. —Excepto si… —Sigue, Baten. —Excepto en el caso de una absoluta desesperación —Steenameert había comenzado a hablar rápidamente, como temiendo que se le escapasen las ideas—. No sabemos qué anchura tenía la barrera de hielo cuando la condesa llegó a ella, pero si lo hizo durante las horas de oscuridad, y hubo una colisión que dañó la nave, ella debía de estar en el lado de Land de la barrera. En el —¡Eso es! —le cortó Toller cuando la oscuridad de su mente comenzó de repente a esclarecerse—. ¡Y te diré algo más! Hemos estado considerando todo este asunto como si la condesa Vantara fuese una mujer corriente, pero nada más lejos de la realidad. Hemos hablado de una colisión accidental, pero puede que no la haya habido. Si Vantara hubiera visto desde lejos la extraña máquina, se habría encargado de investigar qué era. —Puede que ella y su tripulación estén en este mismo momento mirándonos desde alguna abertura. O… quizás hayan pasado unos días explorando la máquina y después hayan decidido volver a Land. Puede que nos las cruzásemos sin darnos cuenta cuando subíamos con el comisionado; esas cosas pueden ocurrir fácilmente. ¿No estás de acuerdo en que esas cosas pueden ocurrir fácilmente? La forma vacilante en que Steenameert asintió le dijo a Toller algo que ya sabía: que estaba permitiendo al péndulo de sus emociones desviarse demasiado en su oscilación. Pero la desesperación que había empezado a sentir tenía que ser contenida el mayor tiempo posible, y con cualquier medio que tuviese a su alcance. En el inesperado resurgimiento de la esperanza, poco importaba que sus reacciones fuesen inmaduras, o que el Ahora, en un estado de excitación que le invitaba a la actividad física, sonrió forzadamente a Steenameert. —No te quedes ahí jugando con los mandos… ¡Tenemos muchas cosas que hacer! Dieron una vuelta completa a la nave y apagaron los propulsores, desplazándose suavemente hasta detenerse a unos cincuenta metros del cilindro de madera más cercano. Las patas de apoyo de la barquilla estaban realmente en contacto con la resplandeciente superficie de la barrera, que de cerca resultó ser bastante irregular: una masa caprichosa de cristales del tamaño de un hombre. La mayoría de ellos parecían hexagonales en su sección transversal, pero otros eran circulares o cuadrados, y muchos mostraban dibujos de plumas en su interior, de un violeta pálido. El efecto general era visualmente impresionante, una visión aparentemente interminable de belleza y brillo sobrenaturales. Toller y Steenameert se montaron en sus unidades personales de propulsión y dieron una vuelta de inspección por los cilindros. Como esperaban, los encontraron vacíos, excepto por las provisiones allí almacenadas para un caso de emergencia que nunca había llegado. Las cascaras, con sus tablas de madera barnizadas y las barras de refuerzo de hierro, estaban frías y silenciosas como tumbas. Toller se alegró de haber supuesto de antemano que Vantara y su tripulación estarían en otra parte; de lo contrario abrir e investigar cada una de las siniestras cubiertas hubiera sido una experiencia insoportable. Al finalizar la ronda le llamó la atención el hecho de que, aunque los cristales de la barrera habían crecido realmente hasta alcanzar los cilindros, lo habían hecho de una forma muy escasa. En lugar de absorber las cubiertas de madera —como hubiera parecido natural—, las habían rodeado sólo con un crecimiento limitado y espigado. Era algo sobre lo que habría meditado de no haber tenido sus pensamientos totalmente ocupados en lo que haría a continuación. Cuando concluyeron la investigación formal, volvieron a la nave montados sobre estelas de condensación blanca, y recogieron siete paracaídas y siete bolsas de descenso, que guardaron en el hábitat más cercano. Toller había insistido en traer el equipo de supervivencia para el caso de que ocurriese alguna catástrofe en el globo de la nave espacial mientras se acercaban a las espigas cristalinas de la barrera. Con las bolsas y los paracaídas, ellos —y cualquiera a quien pudieran rescatar— estarían capacitados para prescindir de la aeronave en un descenso a Overland. Protegidos contra el intenso frío de la corriente por la matriz lanosa de las bolsas de descenso, podrían caer durante más de un día y una noche hacia la superficie planetaria, desplegando los paracaídas sólo unos cientos de metros antes de tocar tierra. Por muy intimidante que pareciese la perspectiva a los no iniciados, en todos los años en los que había sido utilizado el sistema sólo se había producido una muerte: la de un inexperto mensajero que —se creía— se había dormido durante el descenso, sin despertarse a tiempo para salir de la bolsa y abrir el paracaídas. Dejando la nave en posición invertida, iniciaron el extraño vuelo de tres kilómetros hacia el enorme artefacto. Las unidades de propulsión les llevaron a la velocidad de un hombre a pie bajo un cielo rutilante y fantástico. Los cristales gigantes parecían haber crecido al azar, excepto a intervalos ampliamente espaciados; allí había unas áreas más planas donde los cristales se agrupaban en lo que parecían filas ordenadas, y donde los débiles dibujos violetas del interior eran más evidentes. A medida que la estructura fue creciendo hasta llenar todo el panorama que tenían enfrente, Toller comenzó a reconsiderar su opinión de que se trataba de una máquina inerte. Repartidas por toda la superficie metálica pudo ver lo que parecían ventanas, habiendo también unas aberturas que tenían el tamaño y las proporciones de puertas. La idea de que Vantara pudiera estar en una de las ventanas observándole aumentó la embriagadora excitación que embargaba su cuerpo. Al fin, tras una espera interminable, estaba participando en una aventura comparable a las proezas que habían tachonado la carrera de su abuelo. Al llegar al lado más cercano del artefacto, vio que estaba bordeado por una barandilla metálica sostenida por delgados postes, que bien podrían haber sido fabricados en una fundición de Overland. El mar de cristales lindaba con el perímetro del artefacto sin ningún hueco discernible. Toller apagó el propulsor y se frenó agarrándose a la baranda. Steenameert llegó a su lado un momento después. —Esto es obviamente una baranda —dijo Toller—. Sospecho que vamos a encontrar viajeros de otra estrella. El rostro de Steenameert estaba casi totalmente oculto por la bufanda, pero sus ojos se abrieron con sorpresa. —Espero que no tengan nada en contra de los intrusos. Alguien capaz de construir un reducto como éste en el espacio… Toller asintió pensativamente. Examinó la estructura y vio que al menos tenía medio kilómetro de ancho. Ellos estaban situados en una zona plana del tamaño de un gran patio de armas, más allá de la cual sobresalía en el aire frío una especie de torre, de unos trescientos metros o más. Mientras Toller la estudiaba, sus sentidos sufrieron un ajuste y de repente ya no estaba —No conseguiremos nada esperando aquí —dijo bruscamente, negándose a un ataque repentino de duda y apocamiento— ¿Estás listo para…? Entonces se interrumpió, sobresaltado, cuando llegó por detrás un sonido repentino e inesperado. Era un ruido silbante y un crujido continuo fundidos en un solo sonido, como hojas y ramas secas que estuviesen siendo consumidas por un fuego voraz. Toller trató de darse la vuelta, pero el pánico y la ausencia de gravedad se aliaron para frustrar su intención. Sólo consiguió dar un torpe pataleo durante unos segundos, y cuando logró usar la baranda para estabilizarse era demasiado tarde: la trampa ya había saltado. Un globo resplandeciente, compuesto de cristales del tamaño de un puño, había crecido alrededor de él y su compañero con una velocidad pasmosa, encerrándolos en una prisión esférica de unos seis metros de diámetro. Había surgido de los cristales mayores del mar helado, y la parte inferior estaba sujeta en parte al metal de la estación alienígena. El brillante material abarcaba una parte de la baranda a la que los dos hombres se habían asido. Se sujetaron el uno al otro durante un momento, contorsionando los rostros en muecas de asombro; después Toller se sacó uno de los guantes y tocó la superficie interior de la esfera. Estaba fría como el hielo, y sin embargo siguió seca bajo sus dedos. —¡Es vidrio! —señaló la pistola sujeta al el cinturón de Steenameert—. Haz unos cuantos agujeros y en seguida saldremos de aquí. —Sí, sí… Steenameert desprendió el arma y al mismo tiempo sacó una esfera de presión de su red portadora. Estaba ajustándola afanosamente en la parte inferior de la pistola cuando una voz silenciosa, fría, sabia y totalmente convincente, sonó en el interior de sus cabezas: Toller supo en seguida, sin poder explicar por qué, que los dos habían sido partícipes de la misma comunicación. La no-voz, las modulaciones del silencio, se habían dirigido directamente a su interior. La mente había hablado a la mente, lo que significaba que… Miró a su izquierda y se encogió al ver que había una figura fuera de la esfera. La superficie de vidrio distorsionaba y fragmentaba su silueta, pero tenía el tamaño de un hombre, era humana en su aspecto general, y se sostenía agarrándose a la baranda como hubiera hecho cualquier hombre. Toller no dudó de que ése era el origen de la voz oída mentalmente, pero fue incapaz de comprender cómo el alienígena recién llegado había atravesado la llanura metálica tan deprisa y sin ser visto. También sintió miedo. Un miedo distinto a todo el que había experimentado antes; una mezcla de xenofobia, sobresalto y preocupación por su seguridad que le dejó sin habla y casi incapaz de moverse. Vio que Steenameert estaba igualmente afectado, igualmente inmovilizado, y que había interrumpido el ajuste de la esfera de presión en su pistola. La comunicación sin voz no había sido una simple declaración, sino que se había transmitido hasta el propio conocimiento, y los dos hombres La absoluta confianza con que hablaba el alienígena, la presunción con que daba por supuesta su superioridad, activaron en Toller una reacción, heredada de su abuelo, que nunca había sido capaz de controlar. Todo su cuerpo fue recorrido por una oleada de ira teñida de rojo que le liberó de la parálisis que afectaba a su mente y a su cuerpo. —Eres tú quien vas a cometer un error —gritó—. No sé cuáles serán tus planes, pero yo pienso resistir hasta la muerte, ¡y la única muerte que tengo en mente es la tuya! Ese comentario vino a acrecentar el asombro de Toller. —¿Tienes prisioneras a las mujeres? —chilló, olvidando de repente su propia situación—. ¿Dónde están? Si les ha pasado algo… —No somos animales para que se nos encierre en un corral y se nos cebe —dijo Toller con brusquedad, con su ira más encendida—. Iremos contigo al lugar donde están apresadas las mujeres, pero por nuestra propia voluntad y con los ojos bien abiertos. Éstos son mis términos, y si los aceptas te daré mi palabra de que no te haremos ningún daño. La figura de detrás de la pared de cristal hizo un ligero movimiento, que se tradujo en ondeantes transformaciones coloreadas de las facetas, y entonces el oscurecimiento de uno de los hexágonos evidenció que algo estaba siendo introducido desde el exterior. Steenameert acabó de cargar el arma, la alzó y apuntó al foco de la actividad. Steenameert desvió la mirada hacia Toller, sus ojos insondablemente abiertos en la estrecha franja que quedaba entre la bufanda y la capucha, y bajó la pistola. Toller asintió con evidente aprobación de su prudencia y, en un deliberado arrebato de intención consciente, sacó su espada y en un solo movimiento clavó la punta en la pared de cristal. Se había sujetado con el brazo izquierdo a la baranda, convirtiendo su cuerpo en un sistema cerrado de fuerzas; y la punta de la hoja de acero se hundió en las brillantes celdillas con tal potencia que arrojó hacia fuera los fragmentos vítreos en el lugar del impacto. El cristal emitió un chillido. Fue insonoro, pero nada se parecía más a la comunicación mental controlada y meticulosamente construida que empleaba el alienígena. Toller supo, sin entender cómo, que procedía de las paredes de la esfera y también del lago helado: era un grito amplificado de agonía, en el que armonías casuales y ecos disonantes chocaron una y otra vez hasta desvanecerse. Se escuchó otra no-voz, gimiente y extraña: Toller, obedeciendo a su instinto guerrero, no permitió que la inesperada voz le amilanase o frenase su ataque. Había herido a un enemigo, y esa era la señal para renovar la presión con renovado vigor, e ir a muerte. Su espada pareció encontrar una peculiar resistencia —como si estuviera atravesando una capa de esponja invisible—, pero las repetidas embestidas sumaron el suficiente impulso como para dañar y desprender la celdilla de vidrio. En sólo unos segundos había roto un par adyacente, y creado un orificio en la esfera. Cambiando la forma de ataque, usó la empuñadura de la espada para golpear la zona dañada, y a pesar de la resistencia invisible logró desprender totalmente las dos celdas, arrojándolas hacia el vacío. Febrilmente estimulado, transfirió la espada a la otra mano y comenzó a golpear en la misma zona con el puño enguantado. Esta vez no hubo ninguna barrera mágica que amortiguase el golpe, y varias otras celdillas hexagonales salieron disparadas, agrandándose considerablemente el agujero de la esfera al haberse debilitado la unidad estructural. El chillido inhumano y silencioso empezó de nuevo. Steenameert siguió su ejemplo: sujetándose a la baranda comenzó a aporrear el lado irregular del orificio, aumentando el efecto destructivo. En la bullente caldera de la mente de Toller no pasó prácticamente el tiempo hasta que el camino estuvo despejado. Se encontró fuera de la esfera, y en un vuelo ingrávido se acercó a la figura plateada, que se había convertido en una hormiga. Su brazo izquierdo rodeó el cuello del extraño en el instante de la colisión, y movió súbitamente la espada —que parecía haber vuelto inconscientemente a la mano derecha— para amenazar al alienígena. —Cállate —ordenó Toller, enganchándose con una pierna a la baranda para evitar que él y su prisionero se alejasen de la superficie metálica de la estación—. ¿Dónde están las mujeres? De nuevo, y para desconcierto de Toller, el contacto mental no reveló ningún matiz de alarma. —¡Escucha, maldita sea! Toller agarró al alienígena por el hombro y lo empujó hasta alejarlo la distancia de un brazo, movimiento que los situó cara a cara por primera vez. En un momento de curioso y consternado examen, Toller advirtió todos los detalles de una cara que era sorprendentemente humana en la disposición de sus facciones. Las principales diferencias eran que la piel era gris, los ojos carecían de pupilas y las órbitas estaban perforadas por unos negros orificios, y la pequeña nariz respingada no tenía la división central entre las narinas. Toller pudo ver dentro de la cavidad nasal, donde unas membranas naranjas con venas rojizas se movían atrás y adelante o se adherían acompasadas con su respiración. —No me has escuchado… —Toller, reprimiendo el impulso de apartarse de la horrible caricatura de un ser humano, se apoyó en la espada y presionó ésta contra el material reflectante del traje del otro—. Vas a decirme inmediatamente lo que necesito saber, o te mataré. Los labios de carbón del alienígena se relajaron en lo que podría calificarse como una sonrisa. — La cabeza de Toller tronó de ira. Su mente se borró, se convirtió en una mezcla de imágenes difusas de Vantara y de sus captores de color mortecino; y la rabia —una rabia especial, engañosa y repugnante, vergonzosa y exultante— se apoderó de su ser. Atrajo al alienígena hacia sí de un tirón, amenazándole al mismo tiempo con la espada, y sólo el grito de Steenameert le hizo recobrar la cordura. —¡Es lo que te estaba diciendo, cara gris! —puntualizó Toller. —Pues pareces un cadáver, cara gris —siguió Toller—, y no me produciría el menor remordimiento de conciencia tener que convertir las apariencias en realidad. Te lo repito: si no me dices… Desconcertado, se interrumpió cuando la cara del alienígena empezó a agitarse con convulsiones musculares, y el frágil hombro apresado en su mano izquierda comenzó a vibrar en concordancia con una trepidación interna. La boca bordeada de negro experimentaba cambios asimétricos, desplazándose de un lado a otro como una anémona de mar arrastrada por corrientes opuestas, arrojando filamentos de saliva que serpenteaban en el aire ingrávido. Borrosos ecos mentales captados por Toller le dijeron que su cautivo nunca antes había sido amenazado de muerte directamente. Al principio había sido imposible para Divivvidiv incluso creer que su vida pudiera estar en peligro, y ahora estaba sufriendo una reacción emocional extremadamente violenta. Toller, al captar esta primera información de una cultura totalmente distinta a la suya, respondió aumentando la presión de su espada. —Las mujeres, cara gris… ¡Las mujeres! ¿Dónde están? —Tu lógica no es la mía —le cortó Toller, endureciendo la voz con la esperanza de ocultar la impresión que sintió—. Si las mujeres no son devueltas sanas y salvas, te voy a enviar a otro mundo, a un mundo del que no ha vuelto ningún hombre. ¡Espero haberme explicado con claridad! |
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