"El profesor" - читать интересную книгу автора (Katzenbach John)Capítulo 14 El joven pasó apresuradamente por la librería Negra y Criminal, cerca de una de las principales arterias de Barcelona. Un autor de novelas policiales estaba leyendo fragmentos de una de sus obras en un recinto abarrotado de público. Se sintió tentado de quedarse a escuchar la charla. Pero había sido un día terrible en la agencia de viajes donde trabajaba…, sólo quejas indignadas y cada vez menos negocios. Estaba cansado, frustrado después de intentar solucionar un problema tras otro sin que ninguna de sus intervenciones hubiera tenido éxito y lo único que quería para el resto de la jornada era estar solo con la Número 4. Estaba tan dedicado a ella como lo había estado a sus antecesoras. Tal vez, pensaba, todavía más. Se preguntaba cómo era que había podido enamorarse tan rápidamente de una imagen que le llegaba a través del ordenador. Durante los primeros días de la nueva serie, se había encontrado con que fantaseaba con ella, tratando de imaginar lo que estaba haciendo, lo que estaba pensando, qué le iba a ocurrir ese día. Sentado en la mesa de su pequeña oficina, se había resistido a la tentación de entrar en De modo que atravesó rápidamente la noche que se acercaba, ignorando a la gente que llenaba los cafés, que paseaba por las amplias calles, que se encontraba en las esquinas para hablar de los más recientes chanchullos de un club de fútbol, para quejarse de los políticos. Debió haberse detenido para comer algo -habían pasado horas desde su última comida- pero no tenía hambre. Podía sentir la urgencia en cada paso que daba, casi como si regresar a la soledad de su modesto apartamento fuera una emergencia. Se dijo a sí mismo que tenía que ponerse al día. En realidad no importaba si no había pasado nada. Para el joven en aquella calle de Barcelona, hasta el menor movimiento de la Número 4 era algo asombroso. Se sentía un poco como si estuviera en el centro de la primera fila de una fundón de teatro, y una vez que las luces se apagaban y los artistas entraban al escenario, le resultaba imposible retirarse. Cuando llegó al edificio tuvo un raro recuerdo: su propia madre sentada pacientemente junto al lecho de su abuelo moribundo, con las cuentas del rosario en la mano, murmurando plegarias una y otra vez durante horas y horas, día tras día. El era un niño de no más de nueve años, y una de sus tías le había llevado a aquella habitación oscura y silenciosa. Recordó que ella lo empujaba con la mano con firmeza por la espalda, dirigiéndolo a un lateral de la cama. Recordó la respiración lenta, ronca y la piel que parecía translúcida cuando su abuelo alzó su mano a la luz y le dio su bendición. Fue su primera experiencia con la muerte, y había creído que los avemarías y los perfectos actos de contrición que su madre había repetido con voz monótona y baja habían sido por el anciano moribundo a quien él llamaba «abuelo». Pero en ese momento, después de tantos años, los comprendía de otra manera. Todas las plegarias habían sido por los vivos. La Número 4 necesitaba plegarias, pensó. Necesitaba que él dijera: «Padre nuestro que estás en el Cielo…» y lo repitiera muchas veces mientras la observaba en la pantalla del ordenador. Tal vez esas palabras sirvieran de consuelo para ambos. Aun en la oscuridad que constituía su mundo, Jennifer iba construyendo una imagen azarosa del lugar donde se encontraba. Sabía que estaba en una especie de habitación o sótano en el subsuelo y suponía que la mantenían con vida por alguna razón. Sabía que nada en sus dieciséis años de vida la había preparado para lo que le estaba ocurriendo. Entonces tuvo la esperanza de estar equivocada. Entrelazó los dedos sobre su regazo; luego, con la misma lentitud, los separó y apretó los puños. Cuando se aferraba a lo real -la cama, la cadena y el collar en el cuello, el inodoro portátil-, se sentía capaz de dibujar en su cabeza una imagen deforme de su entorno. Pero cuando permitía que su imaginación analizara lo que le estaba ocurriendo, el miedo la vencía. Estaba constantemente al borde de deshacerse en lágrimas, o incluso de desmayarse de terror. Pasaba como rebotando de lo racional al sufrimiento. Interiormente se repetía: Todavía estoy viva. Todavía estoy viva. Cuando tenía esos momentos de serenidad, se esforzaba por agudizar el oído y su sentido del olfato. El tacto, suponía, era limitado, pero al final podría aportar algo. Estaba sentada en el borde de la cama. Debajo de los dedos del pie podía sentir el cemento frío del suelo. Su estómago gruñía de hambre, pero no sabía si realmente podría comer. Estaba otra vez muy sedienta, pero no estaba segura de tener la suficiente valentía como para probar otro vaso de agua, aunque se lo ofrecieran. La habitación estaba en silencio, salvo por su respiración. Se dijo que en realidad había dos habitaciones. La habitación negra dentro de la máscara y la habitación en la que estaba encerrada. Sabía que tenía que aprender todo lo que pudiera de cada una de ellas. Si no lo hacía, si simplemente esperaba a que las cosas le ocurrieran, no le quedaría nada más que la desesperación. Y esperar el fin, cualquiera que fuera. Jennifer luchaba contra el pánico cada segundo de vigilia. Se decía a sí misma que no le hacía bien pensar en lo que había ocurrido, aparte del intento de formarse una imagen mental de las dos personas que la habían secuestrado en la calle de su barrio. Pero cuando se imaginaba caminando en la penumbra del atardecer de primavera, por una acera que conocía desde que era un bebé, se hundía en una oscuridad más profunda que la que creaba su capucha. Había sido arrancada de todo lo que conocía, y hasta el más leve recuerdo del lugar de donde venía hacía que su corazón casi se detuviera. Se sentía mareada, pero no dejaba de insistirse a sí misma que debía concentrarse. Era precisamente de eso de lo que sus profesores, en el instituto que tanto odiaba, se habían quejado: Jennifer, tienes que concentrarte en la materia. Serías muy buena estudiante con sólo que te… Está bien, dijo como si respondiera a esas críticas. Ahora me concentraré. De modo que permaneció sentada sin moverse y lo intentó. Los ojos del hombre. La gorra de la mujer echada hacia delante. ¿Qué altura tenían? ¿Cómo estaban vestidos? Respiró hondo y fue como si todavía pudiera sentir el olor del hombre y ella estuviera aprisionada sobre el suelo de la furgoneta, sin poder respirar, aplastada por él y su fuerza. De pronto, no pudo evitar frotarse la piel, tratando de quitarse la impresión de que algo la había marcado. Le picaba y se rascó los brazos, como si alguna hiedra venenosa la cubriera. Pero cuando notó que tenía ronchas que estaban sangrando, se obligó a detenerse, lo cual requirió más fuerza de la que creía que tenía. Muy bien. La mujer… Su inexpresiva voz había sonado aterradora. La mujer había entrado en la habitación del sótano para hablar de reglas, pero sin decir cómo había que obedecerlas. Jennifer trató de recordar cada palabra que la mujer le había dicho, pero la droga, que la había hecho desmayarse, hacía que todo se perdiera en una neblina. Estaba segura de que sí había ocurrido. Estaba segura de que la mujer se había estado moviendo por encima de ella, de que le había dado de beber, de que le había dicho que obedeciera. Todo esto había tenido lugar. No era un sueño ni una pesadilla. No iba a despertarse de pronto en su cama en medio de la noche para escuchar los sonidos de las relaciones sexuales furtivas de su madre y Scott a través de las delgadas paredes. Recordó cuánto odiaba estar ahí en esos momentos y cuánto anhelaba estar otra vez allí ahora. Jennifer se sentía como si estuviera atrapada en medio de un sueño; lo discutió consigo misma, y por primera vez se preguntó si ya estaba muerta. Jennifer se balanceó un poco. Estoy muerta, se dijo. Esto debe de ser muy parecido a la muerte. No hay Cielo. No hay ángeles ni trompetas, ni puertas doradas que se alzan por encima de enormes nubes. Sólo existe esto. Contuvo con fuerza la respiración. No. No. Podía sentir el dolor donde se había rascado. Eso quería decir que estaba viva. Pero cómo de viva era una pregunta sin respuesta y cuánto tiempo era una pregunta imposible de responder. Todavía sentada, cambió de posición y trató de recordar exactamente lo que había dicho la mujer, como si en las palabras hubiera alguna pista que pudiera decirle algo importante. Pero cada frase, cada tono, cada orden, todo parecía distante y débil y se descubrió alargando la mano, como si pudiera agarrar una palabra en el aire delante de ella. Obedece… y seguirás con vida. Eso era lo que la mujer había dicho. Si no se oponía a nada de lo que ocurriera, Jennifer podía seguir con vida. ¿Obedecer qué? ¿Hacer qué? Su imposibilidad de recordar qué era lo que se suponía que debía hacer le hizo contener el aliento y un solo sollozo atravesó con fuerza sus labios, brotando repentinamente en su interior para estallar más allá de cualquier control que pudiera haber ejercido. Esta idea la aterrorizó y se estremeció profundamente. Jennifer luchaba dentro de sí misma. Una parte de ella quería hundirse en una montaña de desesperación, y simplemente entregarse a la atrocidad de su situación -sea lo que sea-, pero luchaba con fuerza contra este deseo. No sabía qué sentido tenía esa pelea, pero se dijo que el hecho de luchar servía para recordarle que todavía estaba viva y por lo tanto probablemente era bueno. Pero contra qué iba a pelear era algo que escapaba a su conocimiento. Soy la Número 4. Han hecho esto antes. Deseaba haber sabido más sobre las prisiones y cómo conseguía la gente aguantar dentro de ellas. Sabía que algunas personas habían sobrevivido a secuestros durante meses, incluso años, antes de escapar. Algunas personas se perdían en la selva, quedaban abandonadas en las cumbres de las montañas, naufragaban en el mar. Algunas personas pueden sobrevivir, se repetía. Lo sé. Es verdad. Es posible. Este pensamiento le permitió calmar el deseo casi abrumador de hacerse un ovillo sobre la cama y esperar cualquier cosa terrible que fuera a suceder. Entonces se dijo a sí misma: Te encontrabas en una prisión y por eso estabas escapando. Pudiste hacer eso. Así que… tú sabes más de lo que crees saber. Se movió en el borde de la cama. El inodoro. Si simplemente fueran a matarme ahora mismo, no habrían traído el inodoro. Jennifer sonrió. Pensó que debía medir constantemente todo lo que realmente pudiera tocar, escuchar u oler. El inodoro estaba a seis pasos de la cama. Cuando se sentó en él, la cadena alrededor de su cuello se tensó, de modo que ése era un límite. Todavía no había buscado en la otra dirección, pero sabía que tendría que hacerlo. Imaginó que la cama era el centro de la habitación. Como el compás de un dibujante, podía recorrer una distancia fija en un semicírculo. Prestó gran atención a todo, levantando un poco la cabeza como un animal en el bosque que encuentra un olor, un ruido que avisa a los instintos más profundos que estén alerta. Contuvo la respiración para que cualquier sonido fuera claro. Nada. – ¿Hola? -llamó en voz alta. La capucha amortiguó su voz, pero de todos modos se proyectó lo suficiente como para que cualquiera que hubiera entrado pudiera escucharla-. ¿Hay alguien ahí? Nada. Exhaló un poco y se puso de pie. Como antes, extendió las manos hacia delante, pero esta vez concentró en contar los pasos que daba. Desde los talones hasta los dedos del pie, pensó, ¿cuántos pasos de Jennifer son cada distancia? Con las manos apretadas contra la pared, se dirigió hacia el inodoro. Uno. Dos. Tres… Contó quince pasos de Jennifer antes de tocar el asiento con la rodilla, e hizo un cálculo rápido: entre dos metros y dos metros y medio. Se agachó y pasó los dedos sobre la superficie. Como esperaba, sintió que la cadena se tensaba al inclinarse hacia delante. Muy bien, siguió pensando. Ahora muévete lentamente. Jennifer dio un paso y de pronto sintió miedo. Había una cierta seguridad cuando sentía la pared debajo de las palmas de sus manos, como si eso la ayudara a mantener el equilibrio. El hecho de apartarse la ponía en un vacío, ciega, atada solamente por la cadena alrededor de su cuello. Inspiró y se obligó a apartarse de la solidez de la pared y la nueva confianza que le daba el inodoro. Esto parecía importante. Era lo que cualquiera debería hacer. Y concentrarse en las distancias le daba la sensación de que estaba tratando de ayudarse. Suponía que iba a tener que hacer más después. Pero por lo menos esto era un principio. Michael y Linda estaban tumbados desnudos en la cama de arriba, todavía sudorosos después de haber copulado, brillantes de excitación. Había un ordenador portátil sobre la colcha delante de ellos y observaban atentamente la pequeña pantalla. El ordenador era un Mac de última generación. Tenía una conexión inalámbrica al estudio principal, que estaba en una habitación adyacente. Su habitación tenía una cama de matrimonio con las sábanas manchadas y enroscadas por la pasión. Un par de maletas robustas y algunos bolsos de lona desparramados sobre el suelo, que estaban llenos de ropa. Una simple bombilla desnuda colgada de sus cabezas iluminaba la habitación, que, al estilo monástico, estaba vacía de muebles salvo por una sola mesa de madera pulida en un rincón. Sobre ella había gran variedad de armas de mano: dos revólveres Magnum 357 y tres armas semiautomáticas de nueve milímetros. Junto a ellas había una escopeta del calibre 12 y se distinguía la conocida forma de una AK-47. Se veían cajas de balas y cargadores con municiones de repuesto desparramadas por ahí. Había suficiente armamento como para equipar a media docena de personas. – Envíales a todos una señal sonora de advertencia -pidió Linda. Se inclinó sobre la pantalla, estudiando la imagen mientras Jennifer se alejaba tambaleándose de la pared junto al inodoro portátil-. Esto es realmente magnífico -añadió Linda con admiración. Michael no estaba mirando a Jennifer. Se concentraba, en cambio, en la curva de la espalda de Linda. Pasó un dedo a lo largo de la columna, desde el trasero hasta la parte superior de la espina dorsal, para luego rodear los hombros, echándole el pelo a un lado y besándole la nuca. Linda casi ronroneó cuando le recordó: – No te olvides de los clientes, que pagan… – Tal vez puedan esperar unos segundos -replicó él. Luego le pasó la lengua por la oreja. Linda dejó escapar una risita tonta y se movió para sentarse con las piernas cruzadas sobre la cama. Cogió el ordenador y con gesto teatral se lo puso entre las piernas, ocultando así su sexo. Luego se inclinó ligeramente sobre la tapa, haciendo bailar sus pechos descubiertos por encima de la pantalla. – Aquí -dijo con una gran sonrisa-. Tal vez si hago esto… prestarás más atención a nuestro trabajo. Michael asintió con la cabeza y se rió. – De ninguna manera -replicó. Tocó una serie de teclas, que enviaron un ligero ruido electrónico a todos los abonados de – Listo -aseguró con una gran sonrisa-. Ya lo saben todos. ¿Ahora recibo una recompensa? – Luego -respondió Linda-. Tenemos que ver qué hace ella ahora. -Michael hizo un gesto como si estuviera a punto de empezar a llorar, y Linda se rió otra vez-. No tardará mucho -lo consoló. Michael regresó a la pantalla y miró a Jennifer durante unos momentos. – ¿Crees que lo encontrará? -preguntó Michael. – Lo he puesto donde pueda alcanzarlo, si sobrepasa el límite. – Supongo que depende de qué clase de exploradora sea -comentó Michael, y Linda asintió con la cabeza. – Detesto cuando simplemente se quedan sentadas -dijo Linda-. La Número 3 me sacaba de mis casillas todo el tiempo… Michael no respondió a esto. Sabía muy bien cuánto se había enfadado Linda con algunos de los comportamientos de la Número 3, lo que había llevado a cambios inesperados en el desarrollo del espectáculo. – Voy a girar la cámara de arriba para asegurarnos de que todos puedan ver que está ahí. Linda asintió con la cabeza. – Pero gira lentamente… porque no se darán cuenta al principio. Lo puse así para que no sea fácil darse cuenta de lo que ocurre a menos que uno se esfuerce mucho en verlo. Pero entonces, cuando lo descubran… -No necesitó terminar lo que estaba diciendo. Michael se tumbó y suspiró. – Debo ir a la otra habitación. A jugar con los ángulos de la cámara. Linda dejó el ordenador portátil a un lado. Fue el turno de ella de estirar la mano y pasarle a él las uñas por el pecho. Luego se inclinó hacia delante y le besó el muslo. – Trabaja primero, juega después -le recomendó. – Eres insaciable -respondió él-. Lo cual me gusta. Linda se puso las manos encima de su cabeza, y se echó provocativamente hacia atrás. Él se inclinó hacia delante y la besó. – Tentador -confirmó él. – Pero primero el trabajo -insistió ella, cerrando lentamente las piernas hasta juntarlas. Se rió. Ambos se arrastraron fuera de la cama y se dirigieron descalzos escaleras abajo hacia el comedor, como niños en la mañana de Navidad. Allí era donde Michael había instalado el estudio principal. Al igual que en las otras habitaciones de la granja alquilada, había pocos muebles. Lo que dominaba aquel espacio era una mesa larga con tres grandes monitores de ordenador. Los cables serpenteaban por el suelo y desaparecían a través de agujeros perforados en las paredes. Había sistemas de altavoces y diversas palancas, junto con teclados, una consola de edición y una placa de sonido. Al otro lado de la ventana había una antena convexa portátil. La habitación tenía el aspecto de una operación militar o de un decorado de cine: mucho equipo costoso, cada cosa con su función específica, todas manejadas cómodamente desde un par de sillones de oficina negros ubicados delante del ordenador principal. La habitación estaba fresca y Linda cogió del pasillo para cubrir su desnudez un par de abrigos L. L. Bean, iguales, de piel artificial. Se puso uno y echó el otro sobre los hombros de Michael mientras éste se inclinaba sobre la pantalla. Miró fuera, hacia la noche, más allá de la ventana. No se podía ver nada, salvo un oscuro aislamiento, que era, por lo menos en parte, la razón por la que habían alquilado esa granja en particular. – ¿Crees que la Número 4 sabe siquiera qué hora es? -preguntó ella. – No. -Michael pensó, y luego añadió-: ¿Eso quiere decir que tenemos que asegurarnos de ayudarla? Tú sabes… Linda lo interrumpió: – Dándole un desayuno por la mañana o algo que sea evidentemente la cena por la noche. Hay que mezclar las comidas todo el tiempo…, hay que darle tres tazones de cereales y después unas hamburguesas. Eso ayudará a mantenerla desorientada. – Desorientada…, eso es bueno -confirmó Michael. Sonrió. Hablar de las maneras en que la Número 4 podía ser manipulada no era solamente una parte del juego que él disfrutaba, sino que también excitaba a Linda, lo que hacía que sus propias relaciones sexuales fueran más desenfrenadas y fogosas. El sexo era una de las maneras en que medían la duración de cada Serie. Cuando sus propias pasiones empezaban a apaciguarse, ése era el momento en que él sabía que había que terminar con todo. Cogió una palanca marcada con una cinta blanca que decía: «Cámara 3» y la movió ligeramente. En la pantalla de uno de los monitores, el ángulo cambió, revelando un objeto colocado cerca de la cama, al otro lado del inodoro. Movió la palanca hacia delante, para verlo más de cerca. Linda estaba a su lado, trabajando rápidamente en un teclado. Sus uñas hacían ruido. En el monitor principal, el que mostraba lo que estaban viendo los abonados, apareció lo que Linda escribía en letras rojas superpuestas a la imagen de Jennifer, que se movía cautelosamente, con las manos extendidas. «Hay algo que la Número 4 debe encontrar. ¿Qué es?». Michael dirigió la cámara 3 a un pequeño y deforme montoncito sobre el suelo de cemento. Estaba justo al borde de donde llegaba la cadena. Linda continuó en el teclado: «¿Debe la Número 4 conservarlo?». Michael se rió. – Sigue, sigue -susurró. «¿Debemos quitárselo?». Linda escribía furiosamente en el teclado. – Pregúntales ahora -sugirió Michael. Un cuadrado apareció en la pantalla cuando Linda golpeó ciertas teclas. La palabra «Conservar» aparecía en un cuadrado donde se podía marcar una respuesta. «No conservar» estaba acompañada por otro cuadrado igual. Linda escribió una pregunta más: «¿Ayudará a la Nú mero 4 o le hará daño?», luego se retiró a un lado. Un contador electrónico estaba sumando números en una pantalla diferente. – Parecen estar divididos -observó ella, mientras los números crecían en varias columnas y las respuestas llenaban la fila de comentarios-. No saben si la va a ayudar o a hacer daño. -Linda sonrió otra vez-. Sabía que era una buena idea -se congratuló-. Son muchos los que están votando. Supongo que están más que fascinados. Observaban mientras Jennifer se dirigía lentamente hacia la cámara. Sus manos estaban extendidas delante de ella, los dedos estirados hacia delante, sin tocar nada salvo el aire. Su imagen se hizo cada vez más grande en la pantalla. Sus manos parecían estar a sólo unos pocos centímetros. Entonces se detuvo. Había llegado al límite de la cadena, con las puntas de los dedos casi tocando la cámara principal. – Les encantará eso… -susurró Linda. La cámara exploró el cuerpo de Jennifer, se quedó sobre sus pechos pequeños y luego la recorrió hacia abajo, enfocando a su entrepierna. Su ropa interior era provocadora. Linda imaginó que alrededor del mundo había espectadores estirando la mano hacia la Número 4, deseando tocarla a través de las pantallas de sus ordenadores. Michael supo instintivamente que eso era lo que estaba ocurriendo y manipuló las cámaras con mano experta para crear una danza con las imágenes. Fue majestuoso, como un vals. Jennifer retrocedió y se movió un poco a la izquierda. – Ah, ahí tiene alguna posibilidad… -comentó Linda. Echó un vistazo a los contadores, que aumentaban rápidamente-. Creo que lo alcanzará. Michael negó con la cabeza. – De ninguna manera. Está en el suelo. A menos que lo toque con el pie… No está pensando completamente de manera vertical. Tiene que subir y bajar, como si estuviera montada en el caballito de un tiovivo. Es la única forma en que puede realmente explorar el espacio. – Eres demasiado científico -señaló Linda-. Lo alcanzará. – ¿Quieres apostar? Linda se rió. – ¿Qué quieres apostar? -lo desafió. Michael se alejó del monitor un momento. Sonrió, como podría hacerlo cualquier amante. – Lo que quieras -respondió. – Pensaré en algo -replicó Linda. Puso su mano en la palanca, sobre el dorso de la de él, acariciándole los dedos. Aquello fue algo así como una promesa y Michael se estremeció de placer. Luego volvieron a ver si la Número 4 tema éxito. O no. Jennifer contaba cada paso en silencio. Se movía con cautela. La cama estaba detrás de ella, pero quería llegar hasta donde la cadena se lo permitiera, para de esa manera entender por lo menos los límites de su espacio. Conservaba las manos delante de ella, casi sin moverlas, pero no tocaba nada, salvo el espacio vacío. Mantuvo una tensión constante sobre la cadena, tratando de imaginarse a sí misma como si fuera un perro atado, pero sin querer lanzarse sobre el límite, como haría un perro. Jennifer llegó a dieciocho en su cuenta cuando el dedo de su pie izquierdo tocó algo en el suelo. Fue algo repentino, inesperado y casi se cae. Parecía algo suave, como peludo y con vida, lo que la hizo trastabillar hacia atrás. Su mente se llenó de imágenes. ¡Una rata! Quiso correr, pero no pudo. Quería saltar hacia atrás, hacia la cama, creyendo que eso la pondría a salvo. La dominó el pánico. Dio un paso y cayó en un absoluto estado de confusión. Ya no podía asegurar dónde estaba la pared ni la cama. Movió los brazos extendidos, dando puñetazos a la nada, y se dio cuenta de que había gritado una vez, tal vez dos, y en ese momento, dentro de la capucha, tenía la boca muy abierta. Todas las cuentas que había hecho desaparecieron. La oscuridad dentro de la capucha parecía más negra, más limitadora, y gritó con toda la fuerza que puedo: – ¡Vete! El sonido de su voz pareció resonar en la habitación, hasta que fue reemplazado por la adrenalina que bombeaba en sus oídos como el rugido de un río desbordado. El corazón palpitaba dentro su pecho, y podía sentir que su cuerpo entero se estremecía. Tocó la cadena… Pensó que debía usarla como lo haría si le lanzara una cuerda a alguien que se está ahogando: regresaría a la cama recogiéndola con la mano poco a poco hasta llegar y entonces podría levantar los pies y evitar que eso, fuera lo que fuera, pudiera alcanzarla. Empezó a hacerlo, pero pronto se detuvo. Escuchó con atención. No había ruido de pequeñas patas escapando. Jennifer respiró hondo nuevamente. Una vez, una familia de ratones se metió en las paredes de su casa, y su madre y Scott habían diligentemente puesto trampas y veneno por todos lados para eliminarlos. Pero lo que Jennifer recordó en ese momento fue el inconfundible ruido que hacían por la noche corriendo por los huecos detrás de las maderas de las paredes. Sin embargo, ahora no oía ningún ruido. Su segundo pensamiento fue: Está muerto. Sea lo que sea, está muerto. Se quedó paralizada en la posición en la que estaba, aguzando los oídos para percibir cualquier ruido. Pero sólo podía oír su pesada respiración. ¿Qué era? Dejó de pensar en una rata, aun cuando estaba encerrada en un sótano. Volvió a imaginar la sensación fugaz en el dedo del pie; se esforzó por formar una imagen en su mente, pero le resultó imposible. Jennifer volvió a respirar hondo. Si te vuelves a la cama, se dijo a sí misma, te quedarás allí sentada, aterrorizada porque no sabes qué es. Sintió que era una decisión terrible. La incertidumbre, por un lado, o volver y tocar eso, para tratar de determinar qué podría ser. Se estremeció. Sus manos temblaban. Podía sentir los temblores que subían y bajaban por la espina dorsal. Sentía calor y frío a la vez, estaba sudando y al mismo tiempo helada. Regresa. Descubre de qué se trata. Tenía la boca y los labios más secos todavía, si eso era posible. La cabeza le daba vueltas con la decisión que debía tomar. No soy valiente, pensó. Soy casi una niña. Pero pensó también que ya no había más lugar dentro de la capucha para ser una niña. – Vamos, Jennifer -susurró hablándose a sí misma. Sabía que todo era una pesadilla. Si no volvía y descubría qué era lo que había tocado con el dedo del pie, la pesadilla se volvería cada vez peor. Dio un paso. Luego un segundo paso. No sabía hasta dónde había retrocedido. Pero esta vez, en lugar de medir, estiró la pierna izquierda y la apuntó hacia fuera, moviéndola de un lado a otro como una bailarina de ballet, o como un nadador probando la temperatura del agua. Tenía miedo de lo que podía encontrar, pero también tenía miedo de que hubiera desaparecido. Algo muerto, algo inanimado era, por supuesto, preferible a algo vivo. No sabía cuánto tiempo le había llevado localizar el objeto con el pie la vez anterior. Podrían haber sido segundos. Podría haber sido una hora. No sabía a qué velocidad estaba avanzando. Cuando el dedo del pie tocó el objeto, luchó contra el impulso de darle una patada. Reunió coraje y se obligó a arrodillarse. Sintió el cemento áspero contra sus rodillas. Extendió la mano hacia el objeto. Era pelo. Era sólido. No tenía vida. Retiró las manos. No era una amenaza inmediata. Sintió el impulso de simplemente dejar eso donde estaba. Pero entonces, algo diferente, algo sorprendente, resonó en su interior, y extendió la mano otra vez. Esta vez dejó que sus dedos permanecieran sobre la superficie del objeto. Envolvió con sus manos aquella forma y se la acercó. Pasó sus dedos por encima del objeto, como si estuviera leyendo Braille. Un ligero desgarro. Un borde deshilachado. Apretó el objeto con fuerza contra el pecho y gimió en silencio al reconocerlo: Señor Pielmarrón. Jennifer sollozó de manera incontrolada y acarició la superficie gastada del único objeto de su infancia que amaba tanto como para llevarlo consigo en su fuga del hogar. |
||
|