"El profesor" - читать интересную книгу автора (Katzenbach John)Capítulo 16 Pensó: Por supuesto, la palabra «terrible» apenas reflejaba lo que en efecto habían hecho. Ese término era aséptico. Adrián miró detenidamente las distintas fotografías de Myra Hindley e Ian Brady que adornaban la cubierta de la Como cualquier buen científico, Adrián se había sumergido en su tema. Estaba encantado de que esa capacidad de absorber mucho en corto tiempo todavía no lo hubiera abandonado, como tantas otras de sus capacidades intelectuales. Después de pasar gran parte de la noche y la mañana siguiente rodeado de libros y haciendo averiguaciones con el ordenador, Adrián sabía que podía hablar de manera inteligente sobre las curiosas conexiones en las asociaciones criminales formadas por un hombre y una mujer. Al mismo tiempo esperaba que nadie llegara y le pidiera sumar seis más nueve o le preguntara cuál era el día de la semana, la semana del mes o el mes del año, o incluso en qué año estaba, porque dudaba de poder responder correctamente, aun cuando tuviera la ayuda invisible y sutil de alguien a quien había amado alguna vez y que ya estaba muerto. Los fantasmas, pensó Adrián, eran útiles, pero sólo hasta cierto punto. Todavía no estaba seguro de en qué medida la información que compartían podría resultar práctica. Tenía todavía la suficiente inteligencia como para saber que toda alucinación provenía de la memoria, de la experiencia, de la proyección de algo que Cassie o Brian u otra persona podría haberle dicho alguna vez, o de lo que ellos podrían decir en ese momento si estuvieran con vida. Comprendía que todas esas cosas que parecían reales eran en realidad procesos químicos que reaccionaban entre sí dentro de sus propios lóbulos frontales, haciendo cortocircuitos y ruidos de fondo, pero de todas maneras parecía que estaban ayudando, que era todo lo que se les pedía. Una voz interrumpió su ensoñación: – ¿Qué es lo que dicen? Adrián miró al otro lado del despacho y vio a Cassie en la puerta. Parecía pálida, vieja, magullada. Había tristeza detrás de sus ojos, una mirada que él recordaba de los días anteriores a su accidente, cuando estaba distraída por la pena. La Cassie sexy, esbelta y seductora de sus primeros años juntos había desaparecido. Esta era la mujer cansada y enferma que desesperadamente necesitaba que le llegara la muerte. Verla de esta manera hizo que Adrián contuviera la respiración y extendiera la mano, deseoso de encontrar alguna manera de consolarla, cuando sabía que ni siquiera una sola vez en los meses finales que pasaron juntos había podido ofrecerle tal cosa. Podía sentir sus propias lágrimas y, por lo tanto, hizo caso omiso de su pregunta y trató de decir algo que pensaba que debía haber dicho antes de que ella muriera. O tal vez lo había dicho cien veces, pero nunca encontró eco. – Cassie -le dijo lentamente-, lo siento tanto… No había nada que tú o yo, ni nadie, pudiera hacer. El estaba haciendo exactamente lo que quería hacer… Ella rechazó esta excusa con un solo gesto de su mano. – Odio eso -replicó enérgicamente-. La mentira de «No se podía hacer nada». Siempre hay algo que alguien podría haber dicho o hecho. Y Tommy siempre te escuchaba a ti. Adrián cerró los ojos. Sabía que si los abría, se iban a dirigir de manera automática a la esquina de la mesa en la que había otra fotografía: su hijo con toga y birrete, el soleado día de su graduación, las paredes cubiertas de hiedra en segundo plano. Todo era esperanza. Oyó la voz de Cassie que se lanzaba por el camino de los recuerdos dolorosos. Lentamente se abrió hacia ella. Era insistente y enérgica, como siempre que sabía que tenía razón. A él rara vez le había molestado eso. Consideraba que era su derecho como artista. Quien sabía dónde poner la primera línea inequívoca de color sobre un lienzo en blanco -algo que él siempre había sido demasiado tímido como para siquiera intentarlo- tenía derecho a expresar sus opiniones de manera dramática. – Todos esos libros y consultas con el ordenador, ¿qué es lo que dicen? -volvió a preguntar. Adrián se ajustó las gafas de ver de cerca que estaban en el extremo de su nariz. Ésa era una idea académica de lo que significa actuar. – Dice que juntos mataron a cinco personas. -Vaciló-. Cinco personas que el puesto de la policía inglesa rural consiguió identificar. Podrían haber sido más. Ocho era el número que algunos criminalistas consideraban más exacto. Los periódicos, al ocuparse del tema -fue durante 1963 y 1964-, lo llamaron «el fin de la inocencia». – ¿Personas? Adrián sacudió la cabeza. – No, tienes razón. Tengo que ser más concreto: – Ésa es casi la edad de Jennifer. – Correcto. Pero es una coincidencia, espero. – Cuando enseñabas, odiabas las coincidencias y jamás creías que realmente se dieran. A los psicólogos les gustan las explicaciones, no las coincidencias casuales. – Tal vez a los freudianos. – Adrián, tú lo sabes. – Lo siento, Cassie. Se suponía que eso era una broma. -Le sonrió lánguidamente a su esposa muerta. Se había quedado apoyada en la puerta, como solía hacer cuando no quería perturbarlo en su trabajo, pero de todas maneras tenía una pregunta que necesitaba respuesta. Ella se quedaba en ese espacio de transición, como si lo que le preguntara desde ahí le molestara menos por venir desde una cierta distancia-. ¿No vas a entrar? -le preguntó. Con un gesto señaló un asiento. Cassie sacudió la cabeza. – Tengo mucho que hacer. Él debió de parecer un tanto consternado, porque el tono de ella se ablandó. – Audie -dijo lentamente-, sabes bien que no queda mucho tiempo. Ni para ti ni para Jennifer. – Sí -coincidió-. Lo sé. -Vaciló-: Es sólo que… – ¿Sólo qué? – Se trata de convertir la información en acción. Estos dos, Hindley y Brady, «los asesinos de Moors», tropezaron cuando trataron de atraer a otra persona a su perversión y el tipo al que querían asociarse llamó a la policía. Mientras fueron sólo ellos dos, retroalimentándose el uno al otro, estaban seguía ros de verdad. Fue justo cuando trataron de impresionar a otra persona, alguien que resultó ser ligeramente menos perverso y homicida que ellos, cuando fueron atrapados. – Continúa… -pidió Cassie. Su cara mostraba una pequeña sonrisa, apenas un ligero movimiento hacia arriba de las comisuras de los labios. Lo estaba empujando hacia delante. Adrián sabía que así era como se comportaban ambos en su relación. La artista hacía que la cabeza de él saliera de las nubes académicas, que encontrara una aplicación práctica a todo su trabajo de laboratorio. Adrián sintió una corriente de pasión. – La dinámica psíquica de las parejas homicidas es difícil de entender. Evidentemente hay un componente sexual abrumador. Pero la conexión parece más profunda. Eso es lo que estoy tratando de comprender. Estas relaciones consisten en un equilibrio de poder que sólo tiene sentido, aparentemente, si se procesan esas relaciones, se habla de ellas, se ponen en cuestión… Por lo menos parece que funcionan así. Pero aparte de eso, Cassie, existe esa especie de acción de Cassie resopló, pero su sonrisa no se borró. Permaneció en la puerta, pero hizo un gesto señalando los libros. – No intelectualices, Adrián -dijo. Otra vez, él se vio forzado a sonreír. El eco del tono de voz de ella resonó por encima de todos los años que habían pasado juntos-. Ésta no es una situación académica. No hay que entregar ningún ensayo escrito, ni hay que dar una conferencia al final. Sólo hay una muchacha joven que vivirá o morirá. – Pero tengo que comprender… – Sí. Pero sólo para que puedas actuar -sentenció Cassie. Él asintió con la cabeza y luego le hizo una seña. – Entra -susurró Adrián-. Hazme compañía. Este asunto… -movió la mano hacia la enciclopedia- me asusta. – Debe asustarte. -Cassie se quedó en la puerta. -Este caso… ocurrió allá por los años sesenta… – ¿Y qué? ¿Qué ha cambiado? Él no respondió. Sin embargo, pensó: Pareció como si Cassie le hubiera escuchado, hubiera percibido de alguna manera lo que él había pensado, porque rápidamente lo interrumpió: – No. Las personas no han cambiado. Sólo los medios han cambiado. Adrián estaba exhausto, como si conocer a fondo una serie de asesinatos lo fuera agotando poco a poco. – ¿Cómo convierto un tipo de comprensión…, me refiero a los libros…, en el tipo de conocimiento que sirva para encontrar a Jennifer? -quiso saber. Cassie sonrió. Él pudo ver que su cara se suavizaba. – Ya sabes a quién tienes que preguntárselo -le dijo. Adrián se balanceó un poco en su asiento, y supo que ella se refería a Brian. Se preguntó de qué manera exactamente podía convocar a una de estas alucinaciones cuando necesitara una guía en la dirección correcta. Echó un vistazo a todo el material reunido sobre homicidios y de pronto lo apartó, no demasiado lejos, sólo unos centímetros sobre la mesa, como si pudiera evitar la infección no tocándolo. Se volvió hacía una estantería, y pasó la mano sobre textos y guías de estudio de una de las baldas de poesía. En las muchas estanterías distribuidas por la pequeña casa en cada habitación había al menos una balda dedicada a libros de poesía, porque realmente nunca sabía cuándo iba a necesitar una inyección de elocuencia. Los dedos de Adrián recorrieron los lomos de los libros. No sabía qué estaba buscando, pero sentía una tremenda compulsión por encontrar el poema adecuado. Su mano se detuvo en una antología de poetas de guerra. Todos los hombres jóvenes condenados de la Primera Guerra Mundial. Lo cogió y dejó que las páginas se abrieran solas. Leyó las palabras del poema tres veces, luego cerró los ojos y respiró hondo. Fue el olor lo que le vino primero. Petróleo oscuro y espeso, y un gusto a metal oxidado en la lengua, con mucho humo e increíblemente caliente, como si todo en el mundo estuviera en el quemador de una cocina encendida al máximo y fuera a comenzar a hervir. Tosió con fuerza. Detrás de sus ojos cerrados podía oler algo tan espeso y horrible que el hedor casi le hizo vomitar. Se dijo a sí mismo que tenía que despertarse, como si estuviera dormido, y luego sintió que todo su cuerpo se tambaleaba hacia delante, para más tarde volver hacia atrás, y de pronto escuchó un ruido agobiante que se alzaba sobre él como una cantinela, o como el rugido de un motor funcionando. Se sintió salvajemente hundido en su asiento, como si hubiera sido arrojado a un mar violento, y estiró la mano en el aire para tratar de calmarse, cuando escuchó una voz que estaba a su lado, justo en la oreja, un tono tan familiar que habría sido musical si no fuera por el terrible olor, el abrumador ruido y las feroces sacudidas hacia atrás y hacia delante. – Aguanta, papá, se va a poner mucho peor. -Los ojos de Adrián se abrieron de golpe. Ya no estaba sentado en su mesa, rodeado de libros y papeles, poesía y fotografías, lleno de recuerdos. Iba saltando en la angosta parte de atrás de un Humvee todoterreno. Se oyó el ruido de una explosión y el motor aceleró. Se volvió hacia la persona que se apretaba en el asiento junto a él. – Tommy -dijo. Seguramente se atragantó, porque su hijo se rió con ganas al mismo tiempo que se aferraba a una barra que había en el techo con una mano y trataba de estabilizar la cámara con la otra. Su casco negro de un material resistente a las balas se deslizó hacia abajo casi cubriéndole los ojos. Su chaleco antibalas azul marino estaba arrugado alrededor de su cuello. Parecía joven, pensó Adrián. Estaba guapo. – Tengo que hablar rápido, papá, estamos llegando al lugar donde me muero. Desde el asiento delantero el conductor -un joven infante de marina con ropa de camuflaje y gafas de sol oscuras- dijo con amargura: – Malditas minas enterradas en la arena. No hay ninguna manera de descubrirlas. Siempre nos van a joder. Maldita Faluya. Debía de estar bromeando, porque se oyeron algunas risas tensas. Adrián miró a los demás hombres a su alrededor metidos apretadamente en la parte posterior del vehículo. Iban mirando por las ventanillas hacia un árido paisaje ocre con las armas preparadas, hicieron gestos de estar de acuerdo. – Como si éste no fuera un maldito lugar perfecto para una emboscada… -señaló uno de ellos. Adrián no podía verle la cara, pero su voz tenía un tono de dureza y a la vez de premonición, como si supiera que no había nada que nadie pudiera hacer para remediar lo que estaba a punto de ocurrir. El artillero que se ocupaba del calibre 50, que sobresalía a través del techo, se agachó. No podía tener más de veintiún años y se estaba riendo detrás de los anteojos protectores cubiertos por la arena. Sus dientes estaban manchados con tierra y polvo. – Nunca debimos haber salido a esta misión -gritó por encima del rugido del motor y del viento que les azotaba a través de las ventanillas abiertas-. Ya desde el primer kilómetro estaba claro que iba a haber problemas. Desde el asiento del cañón delantero, un teniente negro de mirada dura que hablaba por un radioteléfono dejó el auricular y se volvió hacia el grupo que se amontonaba detrás de él. – ¡Basta! -ordenó bruscamente-. Mirad, las cosas no son así. Tú, Masters, y tú, Mitchell, saldréis de esto con un par de rasguños y la nariz sangrando. Y tú, Simms, con mierda seca en las piernas, pero vivirás y podrás volar en un gran avión a casa. Y los haremos mierda a todos esos idiotas con turbantes en la cabeza cuando llame para que empiecen los ataques aéreos antes de que me quemen, de modo que dejad de lloriquear. Entonces el teniente repentinamente se puso alegre, con una gran sonrisa que le fruncía toda la cara mientras señalaba con el dedo a Tommy. – Y el muchacho de las noticias, ése os hará famosos a todos ¿No es así, Tommy? Tommy sonrió. – Por supuesto que sí -replicó. Uno de los infantes de marina se inclinó hacia delante, palmeó a Tommy en el muslo y dijo: – Nos ha convertido en malditas estrellas de Internet. -Se rió mientras bajaba la vista hacia su arma. Adrián se sintió impulsado hacia un lateral en su asiento cuando el vehículo aceleró y saltó sobre los escombros. Alcanzó a ver edificaciones de barro y adobe, las paredes negras, arrasadas por el fuego, con perforaciones de metralla de armas pesadas. Palmeras destrozadas cubrían la cuneta del camino. Automóviles calcinados y un tanque que estaba retorcido hasta formar un casco casi irreconocible estaba metido a medias en una zanja, todavía echando humo. Parte de un cuerpo carbonizado colgaba de una escotilla. Escuchó que alguien decía: – Nunca os metáis con los héroes del aire. -Se oyó el rugido de los aviones. Tommy se había inclinado hacia delante, la enorme cámara de vídeo Sony levantada como un arma, tratando de conseguir una toma sobre el hombro del conductor, mientras se dirigían veloces hacia un miserable grupo de edificios medio derruidos. Parecía haber polvo y humo por todas partes y el olor persistía en las narices de Adrián. Tommy estaba filmando, pero le dijo a su padre: – Lo sé. Es muy feo. Pero uno se acostumbra. Y de todos modos, esto es sólo el olor de los explosivos y tal vez un poco de petróleo ardiendo. Espera a que percibas el hedor de los cuerpos muertos dejados al calor un par de días. Bajó la cámara. – Gané un premio, tú lo sabes -continuó-. Tengo todo filmado, exactamente desde el lugar donde nos alcanzaron, está grabado todo el tiroteo. E incluso después de recibir un disparo dejé mi dedo sobre el botón, de modo que la cámara siguió filmando. Antes de que pusieran la secuencias en Internet (¿sabías que tuvo casi tres millones de visitas?), el presentador de – Correcto. ¡Definitivamente valientes! -intervino el artillero del calibre 50, gritando por encima del ruido del viento. – Tommy… -dijo Adrián con dificultad. – No, papá, tú tienes que escucharme, porque las cosas van a ocurrir rápido ahora. Trataré de volver a ti después, cuando no sea todo tan confuso. Pero tengo que decirte algo… – Tommy, por favor… – No, papá, escucha… El Humvee aceleró. El infante de marina que estaba al volante lanzó un breve grito y dijo: – Tormenta de mierda a punto de caer, muchachos. Agarraos de los testículos, subíos los calzoncillos y estad preparados. -Adrián no comprendía cómo era posible que gente que estaba muerta pudiera hablar sobre su muerte antes de que ocurriera, aunque sabía que ya había ocurrido hacía media docena de años. Se agarró con fuerza del lateral del Humvee cuando viró bruscamente sobre un montículo de arena polvorienta. Junto a él, Tommy estaba hablando tranquilamente. – Vuelve a lo que ya has visto leyendo la enciclopedia. Todo lo que tienes que saber está precisamente allí. Sólo tienes que pensarlo de una manera más moderna. – Pero Tommy… -empezó Adrián. Su hijo giró hacia él con un gesto de preocupación en su cara. – ¡Papá! Piensa en por qué vine yo aquí… – Eras un cineasta de documentales. Te dieron permiso para embarcarte con los infantes de marina. Recuerdo lo entusiasmado que estabas… – No hagas que parezca más de lo que fue. – Tommy, te echo de menos. Y tu madre nunca fue la misma después de… Eso la mató. – Lo sé, papá, lo sé. Sé que perder a un hijo… en cualquier momento… lo cambia todo. Ésa es la razón por la que Jennifer es tan tremendamente importante. – Pero me estoy muriendo, Tommy… Uno de los infantes de marina, con una ametralladora apuntando por la ventana del Humvee, se dio la vuelta. – ¡Eh, viejo, todos estamos muriendo desde el día en que nacemos! ¡Acéptalo! Escucha a Tommy. Está hablando con rectitud. -Hubo un murmullo general de asentimiento por parte de los otros hombres. Estaban todos apoyados sobre las armas. – Jennifer, papá, concéntrate en Jennifer. Yo estoy muerto. Mamá está muerta. El tío Brian está muerto. Y hay otros. Amigos. Familiares. Perros… -Se rió, aunque Adrián no supo qué era lo gracioso-. Estamos todos muertos. Pero Jennifer no está muerta. Todavía no. Tú lo sabes. Puedes sentirlo. Es algo de toda esa educación, de todas esas clases…, algo que te dice que no ha muerto. No todavía. – Mierda, ya vamos… -exclamó el conductor abruptamente. Tommy se agarró a la rodilla de su padre. Adrián pudo sentir la presión. Quería desesperadamente lanzar sus brazos alrededor de su hijo; encontrar una manera de protegerlo de lo que él sabía que estaba a punto de ocurrir. Extendió la mano, pero de algún modo, no pudo comprender por qué, sus brazos se quedaron cortos, moviéndose inútilmente en el aire. – Se relaciona con el hecho de ver, papá. Se trata de poder mostrar lo que uno está haciendo. De ahí proviene la excitación. Y el ponerlo donde cualquiera pueda verlo te da poder, te da fuerza. Te hace duro. De ahí viene la pasión. ¿No lo recuerdas? Cuando estabas leyendo acerca de esa pareja en Inglaterra hace cincuenta años. – Pero Tommy… – No, papá, queda muy poco tiempo. Está a punto de ocurrir. ¿No te acuerdas de que una vez yo te dije por qué quería filmar las cosas? Porque es la verdad más pura. Cuando yo sacaba mis fotografías nadie podía decir que no era real o que no era verdad. Ésa era la razón por la que todos lo hicimos. Nos convertía en algo más grande de lo que realmente éramos. No hay mentiras detrás de una cámara, papá. Piensa en eso. ¡Dios mío, aquí acaba todo! Adrián quiso responder, pero la explosión partió el aire. El Humvee pareció elevarse, como si ya no estuviera conectado con la tierra o con el mundo. El interior de la camioneta de inmediato se llenó de humo y llamas. La fuerza de la explosión lanzó a Adrián hacia atrás. Pensó que perdía el conocimiento debido a la oscuridad que lo envolvía. Todos los olores, todos los sabores parecían intensificarse, y sus oídos resonaban con un ruido muy agudo, como el de una campana. Estaba mareado. Su cuerpo parecía atascado en la arena y el polvo. Trató de buscar a Tommy, pero al principio todo lo que pudo distinguir fueron extrañas formas y perfiles retorcidos que unos segundos antes habían sido infantes de marina, pero en ese momento eran cuerpos enredados, desmenuzados y destrozados por una mina escondida en el camino. Y entonces, como si alguien hubiera hecho avanzar milagrosamente un fragmento de película, se encontró fuera. Arriba un cielo azul pálido, el incesante calor, el ruido y algo que él creyó que era un enjambre de insectos; luego comprendió que era fuego de armas ligeras. A sus pies, un infante de marina al que le faltaba una pierna gritaba y se arrastraba hacia una pequeña pared de tierra. Adrián giró sobre sí mismo, todavía buscando a su hijo, y vio al teniente de los infantes de marina volcado sobre el radioteléfono que gritaba con fuerza, pero Adrián no podía entender lo que estaba diciendo. El ruido pareció aumentar, y se oyó un estruendoso sonido de fuego de armamento pesado, mientras otros Humvees todoterreno se desplegaban. Adrián se puso las manos sobre las orejas, tratando de aislarse del ruido, y gritó: – ¡Tommy! ¡Tommy! Giró y descubrió a su hijo. Tommy estaba sangrando profusamente por las orejas. Tenía una pierna fracturada; la arrastraba inútilmente detrás de sí. Pero estaba filmando, tal como dijeron que había hecho. Tenía la cámara en su hombro, como si fuera su única arma, y estaba tomando fotografías del tiroteo. Adrián se dio cuenta de que su boca estaba abierta y estaba tratando de gritar el nombre de su hijo, pero no salió ningún sonido. Vio a Tommy girar la cámara hacia el teniente de los infantes de marina, que yacía tendido en un charco de sangre y polvo. Adrián pudo escuchar los chillidos de los cazas a reacción que se acercaban, y miró hacia arriba para ver las inconfundibles formas de dos jabalíes africanos que descendían, con el sol detrás de ellos, de modo que aparecieron sus oscuras siluetas por encima del horizonte. Adrián estaba inmóvil en medio de las balas y las explosiones, pero de pronto todo pareció lento. Giró otra vez hacia donde había descubierto a Tommy y trató de gritarle: «¡Cúbrete!». Pero Tommy estaba expuesto, en un espacio abierto. Adrián intentó correr hacia él; quería arrojarse sobre su hijo para protegerlo de lo que estaba ocurriendo, pero sus piernas no se movían. – Tommy -susurró. Vio las pequeñas flores de polvo que corrían hacia él. Sabía que eran balas de ametralladora, que venían desde una cabaña a cincuenta metros de distancia, directamente en el sendero de los jabalíes africanos. Adrián sintió que él también había muerto un poco. Quería decirle algo a su hijo. Buscó a Cassie, pero no estaba ahí. Por un momento, pensó que la fuerza de las explosiones le había dañado la capacidad de audición, tenía los oídos invadidos por un ruido resonante. Persistía, más y más fuerte, hasta que quiso gritar debido a lo doloroso que era y luego, de pronto, se dio cuenta de que era el sonido del timbre de la puerta de su casa. |
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