"El profesor" - читать интересную книгу автора (Katzenbach John)Capítulo 24 ¡Fuera de la cama! Cuando escuchó que la puerta se abría, Jennifer había esperado otra comida horrible, pero la orden de la mujer era inequívoca. Se apresuró a obedecer, buscó el suelo con los pies y se levantó, rígida. – Muy bien, Número 4. Ahora quiero que haga algunos saltos. Cincuenta. Cuéntelos. Jennifer se puso de inmediato a hacer ejercicio, marcando el ritmo en voz alta como un soldado en una plaza de armas. Apenas terminó con eso, la mujer le ordenó flexionar las piernas, luego ejercicios abdominales y después trotar. Jennifer pensó que era como una clase de gimnasia del colegio. Podía sentir el sudor que le corría por la frente y respiraba agitada, sin entender por qué le habían ordenado hacer gimnasia, pero dándose cuenta de que probablemente le iba a sentar bien. Jennifer no podía imaginar por qué querían hacer algo que pudiera mejorar su estado, pero estaba dispuesta a aceptar lo bueno que pudiera acompañar a lo malo. A decir verdad, después de que la mujer dijera: «Eso es suficiente por ahora», en un momento de desafío, Jennifer se había inclinado para tocarse los dedos del pie cinco veces rápidamente. La mujer había permanecido en silencio mientras Jennifer terminaba. Hubo una pausa momentánea, y luego la mujer habló. – ¿No me ha escuchado, Número 4? Jennifer se quedó paralizada. Detrás de la venda, apretó con fuerza los ojos, esperando un golpe. Pasó otro momento y la mujer habló con severidad: – Cuando digo «Ya es suficiente», eso es exactamente lo que quiero decir, Número 4. ¿Quiere usted realmente ponerme a prueba? Jennifer sabía que eso era algo que no quería de ninguna manera. Sacudió la cabeza de un lado a otro enérgicamente. – Regrese a la cama, Número 4. Jennifer trepó de vuelta a la cama mientras la cadena en el cuello hacía un poco de ruido. – Coma, Número 4. -La mujer puso una bandeja sobre su regazo. Jennifer terminó su comida -un frío tazón de espaguetis cocinados con albóndigas grasosas sacadas de una lata- y se tomó el agua de la botella, todo el tiempo consciente de que la mujer estaba en la habitación mirándola en silencio y esperando. No hubo más conversación mientras comía, ninguna amenaza, ninguna exigencia. Nada había cambiado en su situación, hasta donde Jennifer podía darse cuenta. Seguía vestida con su escasa ropa interior y con los ojos vendados, limitada por el collar de perro y la cadena en el cuello. Se había acostumbrado a trasladarse unos cuantos centímetros desde la cama hasta el inodoro de campamento que alguien debía de haber vaciado mientras dormía, por lo cual estaba agradecida. Un aroma fuerte a desinfectante superaba cualquier olor que la comida pudiera haber tenido. En cualquier otra circunstancia habría apartado la nariz para empujar a un lado la repugnante comida. Pero la Jennifer que habría hecho eso pertenecía a una vida anterior que parecía no existir ya. Era una Jennifer de fantasía o una Jennifer recordada que tenía un padre muerto de cáncer, una madre con un novio pervertido que pronto iba a ser su padrastro, una aburrida casa en las afueras y una habitación pequeña donde se escondía a solas con sus libros, su ordenador y los peluches, y soñaba con una vida diferente y más excitante. Esa Jennifer iba a un instituto aburrido donde no tenía amigos. Esa Jennifer odiaba prácticamente todo de su existencia cotidiana. Pero esa Jennifer había desaparecido. La nueva Jennifer, la Jennifer encarcelada, se daba cuenta de que tenía que aferrarse a la vida. Si ellos le decían que hiciera ejercicios, ella iba a hacer ejercicios. Iba a comer cualquier comida que le dieran sin importar el gusto que tuviera. Lamió su tazón hasta dejarlo limpio, tratando de aprovechar todo rastro de alimento y de proteínas, algo que pudiera darle fuerza. Se detuvo cuando escuchó que la puerta se abría. Hubo un ligero ruido como de crujidos cuando la mujer estiró el brazo y retiró la bandeja. La cabeza de Jennifer giró en dirección al ruido y esperó algún intercambio de palabras. Escuchó susurros sin poder distinguir qué se estaba diciendo. Escuchó ruido de agua en movimiento. Trató de imaginar de qué podría tratarse. Era como una ola que se acercaba. Pudo sentir que alguien atravesaba la habitación. Jennifer no se movió, pero sintió la cercanía de la presencia de otro, y percibió en el aire el olor del jabón. – Muy bien, Número 4, tiene que higienizarse. -Jennifer se sobresaltó. Era la voz del hombre, no la de la mujer. Él también daba las órdenes con voz fría, monótona e inexpresiva-. A sesenta centímetros del borde de la cama hay un cubo de agua. Aquí tiene una toalla y un paño para lavarse. Aquí está el jabón. Póngase de pie junto al cubo. Dese un baño. No intente quitarse la venda. Yo estaré cerca. Jennifer asintió con la cabeza. Si ella hubiera sido una muchacha del tipo de las del Cuerpo de Paz, o alguien con entrenamiento militar, o incluso una ex girl scout o una graduada de esas escuelas para vivir al aire libre, habría sabido exactamente cómo higienizarse por completo con sólo una pastilla de jabón y una pequeña cantidad de agua. Pero los pocos campings a los que había ido con su padre antes de que muriera habían sido a lugares que tenían baños y duchas, o un río o un lago en los que uno podía zambullirse. Esto era algo diferente. Con cautela sacó los pies de la cama. Tanteó con el pie y encontró el cubo. Se agachó y sintió el agua. Tibia. Tiritó. – Quítese la ropa. Jennifer se quedó paralizada. Sintió que una oleada de calor la atravesaba. No era vergüenza precisamente. Era más bien humillación. – No, yo… -empezó a decir. – No le he dado permiso para hablar, Número 4 -la interrumpió el hombre. Pudo sentir que se acercaba. Imaginó que había cerrado el puño y que ella estaba a centímetros de ser golpeada. O peor. Una confusión eléctrica se apoderó de ella. Inhibiciones que ya no debía haber tenido, deseos de mantener un poco de sentido de sí misma, dudas acerca de dónde estaba y de lo que se esperaba de ella y la duda constante de – El agua se está enfriando -informó el hombre. Nunca se había desnudado delante de un chico ni delante de un hombre. Pudo sentir el rubor en su cara, su piel enrojecida por la vergüenza. No quería desnudarse, aun cuando ya había estado cerca de estarlo, y sabía que probablemente había sido observada mientras usaba el inodoro. Pero había algo en eso de quitarse las dos prendas delgadas de ropa que le quedaban que la asustaba más allá de la vergüenza. Le preocupaba que una vez que se las quitara no pudiera encontrarlas de nuevo o que el hombre se las llevara, dejándola totalmente expuesta. Entonces, en ese mismo instante, se dio cuenta de que no tenía opciones. El hombre había sido específico. Cosa que subrayó al gruñir: – Estamos todos esperando, Número 4. Lentamente se desabrochó el sujetador y lo puso en el borde de la cama. Luego se quitó las bragas. Eso fue casi doloroso. Instantáneamente una de sus manos descendió más allá de la cintura, tratando de cubrirse la región del pubis. La otra la puso encima de sus pechos pequeños. Detrás de la venda, podía sentir los ojos del hombre que la quemaban, recorriendo su cuerpo, inspeccionándola como un trozo de carne. – Vamos, higienícese -ordenó el hombre. Se agachó tan pudorosamente como pudo y metió el paño en el agua para luego frotarlo con jabón. Luego se puso de pie y empezó a limpiarse, sistemáticamente, lentamente. Los pies. Las piernas. El vientre. El pecho. Las axilas. El cuello. La cara, con cuidado de no sacar la venda, tratando de mantener toda la dignidad que pudiera. Para su sorpresa, el contacto de la espuma sobre su piel fue casi erótico. En pocos segundos se dio cuenta de que nunca hasta entonces había sentido algo tan maravilloso como la sensación de lavarse. La habitación, la cadena alrededor del cuello, la cama, todo desapareció. Fue como quitarse el miedo y de pronto las inhibiciones quedaron a un lado. Se pasó el paño enjabonado sobre los pechos y luego en la entrepierna y los muslos. Sintió como si alguien estuviera acariciándola. Pensó en una ocasión cuando se bañó desnuda y se zambulló en las olas saladas de principios de verano en el cabo, o cuando jugaba en el agua fresca y rápida de un río en una calurosa tarde de agosto, ésas eran sensaciones que se acercaban a lo que estaba experimentando ahora. Luego se frotó con fuerza el cuerpo, como si quisiera arrancar una capa, igual que una serpiente que muda su vieja piel, para así poder brillar. Era consciente de que el hombre la estaba mirando, pero cada vez que sentía que la cohibición por su cuerpo trataba de oscurecer el placer de lavarse, ella simplemente se repetía a sí misma: Estiró la mano para lavarse el brazo y de pronto oyó: – No. Ahí no. Se detuvo. La voz del hombre continuó, sin estridencias pero de manera insistente: – En la parte más baja del abdomen, junto a la cadera y cerca de la entrepierna va a sentir algo como un apósito adhesivo ligeramente levantado. No lo toque. Jennifer se tocó ese lugar y sintió lo que la voz había descrito. Asintió con la cabeza. – El pelo -dijo. Quería desesperadamente lavarse el pelo. – En otro momento -ordenó el hombre. Jennifer continuó, metiendo el paño en el cubo y luego usando el jabón. Volvió a lavarse la cara. Tomó un borde de la tela y aunque el sabor era horrible, lo frotó sobre los dientes y encías. Recorrió cada parte de su cuerpo a la que alcanzaba una vez, dos veces. – Bien. Terminado -indicó el hombre-. Ponga el paño de lavarse en el cubo. Use la toalla para secarse. Vuelva a ponerse la ropa interior. Regrese a la cama. Jennifer hizo exactamente lo que se le decía. Se frotó con la áspera toalla de algodón. Luego, como un ciego, tanteó la cama hasta que encontró las dos prendas y volvió a ponérselas, cubriendo ligeramente su desnudez. Escuchó el ruido del cubo al ser levantado, y luego pasos sordos que atravesaban la habitación hacia la puerta. Jennifer no supo qué fue lo que se apoderó de ella precisamente en ese instante. Quizá fue la energía que el ejercicio le había dado a su corazón y a sus músculos, o tal vez fue la fuerza que la comida le había proporcionado, o la sensación de renovación que le dio el baño. Lo cierto es que inclinó la cabeza hacia atrás, se llevó la mano hasta la cara y, de manera impulsiva, levantó el borde de la venda, sólo por un instante. Cuando Michael se quitó su ropa interior, negra, larga y ajustada, junto con el pasamontañas, para ponerse un par de vaqueros gastados, Linda ya estaba escribiendo furiosamente en el teclado. Todavía estaba vestida con su arrugado traje de seguridad. – ¡Mira! -dijo sin levantar la cabeza-. ¡El panel se ha encendido! La pantalla de mensajes interactiva que acompañaba a No eran pocos los que querían saber más acerca de la Número 4. «¿Quién es? ¿De dónde es?». Desde Francia un hombre escribió: «Siento que es una posesión mía». Linda puso el mensaje en un servicio de traducción de Google antes de leer las palabras «como mi automóvil, o mi casa, o mi trabajo… Tengo que tener más intimidad con la Número 4. Me pertenece». Otro espectador de Sri Lanka escribió: «Más primeros planos. Primeros planos extremos. Necesitamos estar todavía más cerca de ella todo el tiempo». Esa era una petición que técnicamente, pensó Michael, podía ser satisfecha fácilmente con cualquiera de las cámaras de la habitación. Pero también era lo suficientemente listo como para entender que ese «primer plano» significaba algo más que sólo un ángulo de cámara. – Creo que tenemos que hablar de la dirección en la que todo esto podría ir -le dijo a Linda-. Y creo decididamente que tendría que hacer algunos ajustes en los guiones. Michael seguía mirando. Cada ve/, llegaban más mensajes a sus ordenadores. – Es importante -observó- que nosotros tengamos siempre el control. Atenernos a los guiones. Atenernos a lo planeado. A ellos les tiene que parecer espontáneo… -hizo un gesto hacia la pantalla-, pero nosotros siempre tenemos que saber hacia dónde vamos. Linda estaba a la vez indecisa y excitada. Ambos sabían que había un delgado límite entre el anonimato y el hecho de quedar expuestos. Sabían que tenían que ser cautelosos con las peticiones que vinieran desde lugares ocultos. La voz de Linda se hacía más entusiasta a medida que hablaba. – Creo que la Número 4 puede ser el sujeto más querido por la gente que nunca hayamos tenido -exclamó-. Eso va a traer dinero. Mucho dinero. Pero es también peligroso. Michael asintió con la cabeza. Le tocó el dorso de la mano. – Tenemos que tener cuidado. Ellos quieren ver y saber más. Pero tenemos que tener cuidado. -Se rió, aunque nadie había dicho nada gracioso-. ¿Quién hubiera supuesto que una adolescente haría que la gente…? -vaciló-, no sé…, ¿se fascinara? ¿Es la palabra correcta? ¿El mundo entero está formado por personas que quieren seducir a jóvenes de dieciséis años? Linda dejó escapar una carcajada. – Tal vez tengas razón -dijo-. Sólo que «seducir» no es la palabra adecuada. -Miró a Michael, que estaba sonriendo. Había algo en la manera oblicua en que él torcía su labio superior cuando consideraba que algo era divertido que ella encontraba absolutamente atractivo. Estaba segura de que ellos dos eran los únicos sujetos puros que quedaban en todo el mundo. Todos los demás eran retorcidos y perversos. Ellos se tenían el uno al otro. Le temblaron los hombros y un escalofrío le recorrió la espalda. Estaba convencida de que cada minuto que Linda regresó a la pantalla y terminó de escribir un mensaje, que se limitaba a decir: «La Número 4 hoy está viva, pero ¿qué ocurrirá mañana?». Apretó la tecla de enviar y la frase partió a través de Internet a miles de abonados. Se levantó del asiento que estaba frente a los ordenadores y echó una última mirada a la Número 4. La joven se había vuelto a la cama, y estaba abrazada a su osito de peluche. Linda podía ver que los labios de la Número 4 se estaban moviendo, como si estuviera hablando con el animal de juguete. Aumentó el volumen de los micrófonos interiores, pero no se escuchó nada. La Número 4, Linda se dio cuenta, en realidad no estaba hablando en voz alta. Señaló la pantalla del ordenador con la transmisión en vivo. – ¿Ves eso? -le dijo a Michael. Asintió con la cabeza a manera de respuesta. – Es realmente muy, pero que muy diferente de las otras -observó él. – Sí -confirmó Linda-. No llora, ni se queja, ni grita, ni… -Se detuvo para volverse y mirar la imagen de la Núme ro 4-. O por lo menos ya no lo hace. Michael parecía estar sumido en sus pensamientos. – Tenemos que ser más creativos con ella, porque es tan… -También se detuvo. Ambos eran conscientes de que la Número 4 era mucho más Linda giró y de pronto se puso a caminar de un lado a otro de la habitación. – Tenemos que tener cuidado -repitió, cerrando un puño-. Tenemos que darles más para que la aprecien. Pero no podemos darles demasiado, porque entonces, cuando lleguemos al final, será muy duro… No necesitaba terminar. Michael conocía perfectamente bien el dilema que ella estaba describiendo. – Es porque es joven -dijo-. Es porque es tan… -vaciló y luego añadió-:… fresca. Linda sabía exactamente lo que él estaba diciendo. Ella había exigido a Eso era algo fuera de lo normal. Estaban realmente al borde de algo especial con la Número 4, algo que ella no había imaginado, y no había previsto. Linda tembló de la emoción. El riesgo, se decía a sí misma, era como el amor. Michael parecía sentir lo mismo. Se agachó repentinamente e hizo pasar sus labios sobre los de ella, suavemente, sugestivamente. Ella de inmediato lo arrastró a la cama. Eran como adolescentes, riéndose casi tontamente por la emoción, casi sobrecogidos por la sensación de que eran artistas que estaban creando algo que iba mucho más allá de la verdad. La pasión pronto eclipsó su atención, porque si hubieran estado alerta, habrían visto un mensaje que llegaba desde Suecia. Un cliente con el alias cibernético de Blond9Inch escribió una sola línea en su propia lengua, que ninguno de ellos comprendía: «Se ha levantado la venda. Creo que pudo espiar…». Éste fue seguido por docenas de muchos otros mensajes más predecibles, en muchas lenguas, todos con comentarios sobre varios aspectos del cuerpo de la Número 4, y llenos de sugerencias respecto a qué deberían hacer ellos, Linda o Michael, en un futuro próximo. La astuta observación de Blond9Inch quedó sepultada. |
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