"La paja en el ojo de Dios" - читать интересную книгу автора (Niven Larry, Pornelle Jerry)12 • Descenso al infiernoApenas si podían reunirse todos en el muelle del hangar. Las escotillas de lanzamiento cerradas (reparadas, pero con huellas de los daños anteriores) eran el único espacio abierto suficientemente grande para que pudieran reunirse los tripulantes de la nave y el personal científico, y aun así más bien faltaba espacio. El compartimiento del hangar estaba atestado de aparatos e instrumentos; vehículos extra de aterrizaje, equipo científico, suministros almacenados y numerosos recipientes cuyo contenido Blaine desconocía. La gente del doctor Horvath insistió en transportar casi todos los instrumentos científicos que utilizaban en sus diversas especialidades por si resultaban útiles; la Marina difícilmente podía discutir con ellos, pues no había precedentes de una expedición como aquélla. Ahora el inmenso espacio estaba lleno a rebosar. El Virrey Merrill, el ministro Armstrong, el almirante Cranston, el cardenal Randolph y toda una hueste de funcionarios menores se distribuían confusamente por allí mientras Rod esperaba que sus oficiales pudiesen completar satisfactoriamente los preparativos del despegue. Los últimos días habían sido un torbellino de actividades inevitables, la mayoría sociales, con poco tiempo para la importante tarea de preparar su nave. Ahora, esperando las ceremonias finales, Rod pensaba que hubiese sido preferible eludir la vida social capitalina y permanecer a bordo de su nave como un ermitaño. Durante el año siguiente estaría bajo el mando del almirante Kutuzov, y sospechaba que éste no se sentía del todo complacido con su subordinado. El ruso se había mantenido ostentosamente al margen de las ceremonias que tenían lugar ante las puertas del hangar de la MacArthur. Su presencia jamás pasaba desapercibida. Kutuzov era un hombre grande y corpulento con un sentido del humor escandaloso. Parecía como sacado de un libro de texto de la historia rusa y hablaba de un modo que ajustaba perfectamente con la imagen. Se debía en parte a su educación en St. Ekaterina, pero sobre todo a decisión propia. Kutuzov dedicaba horas al estudio de las antiguas costumbres rusas y adoptaba muchas de ellas como parte de la imagen que quería proyectar. El puente de su nave capitana iba decorado con iconos, en su cabina hervía un samovar de té y sus soldados recibían clases de lo que Kutuzov consideraba buenas imitaciones de danzas cosacas. La opinión que se tenía en la Marina de aquel hombre era unánime: muy competente, rígidamente fiel a las órdenes que se le daban y, en consecuencia, carente de compasión humana hasta el punto de que hacía sentirse incómodos a todos los que le rodeaban. Cuando la Marina y el Parlamento aprobaron oficialmente la decisión de Kutuzov de ordenar la destrucción de un planeta rebelde (el Consejo Imperial había llegado a la conclusión de que aquella medida drástica había impedido la rebelión de todo un sector), Kutuzov fue invitado a todas las funciones sociales; pero nadie se sintió defraudado cuando rechazó las invitaciones. —El principal problema son esas absurdas costumbres rusas —había dicho Sinclair cuando los oficiales de la MacArthur discutían sobre su nuevo almirante. —No son tan distintas de las escocesas —había dicho el primer teniente Cargill—. Al menos no intenta obligarnos a todos a entender ruso. Habla ánglico bastante bien. —¿Quiere decir con eso que nosotros los escoceses no hablamos ánglico? —protestó Sinclair. —Piense lo que quiera —pero luego Cargill lo pensó mejor—. Por supuesto que no, Sandy. A veces cuando se excita no entiende usted nada… bueno, tomemos un trago. Aquello, pensó Rod, era algo digno de ver, Cargill procurando ser amable con Sinclair. Por supuesto la razón era evidente. Con la nave en los talleres de Nueva Escocia bajo el control del jefe de taller MacPherson y sus hombres, Cargill hacía todo lo posible por no irritar al ingeniero jefe. Podría acabar eliminando su cabina o trasladándola de sitio, o cosas aún peores. Hablaba en aquel momento el Virrey Merrill. Rod salió de su ensueño y procuró escuchar entre la confusa algarabía de sonidos. —Realmente no veo el objeto de todo esto, capitán. La ceremonia podría haberse celebrado en tierra… salvo su bendición, reverendo. —Ya han salido otras naves de Nueva Escocia sin mis servicios —musitó el cardenal—. Quizás no fuese una misión tan importante para la Iglesia como ésta. En fin, eso será a partir de ahora problema del joven Hardy. Indicó con un gesto al capellán de la expedición. David Hardy casi doblaba en edad a Blaine, y era del mismo rango, así que el calificativo de joven era bastante relativo. —Bueno, ¿estamos dispuestos? —Sí, Eminencia. —Blaine hizo un gesto a Kelley. —¡TRIPULACIÓN DE LA NAVE, ATENCIÓN! —Las voces se apagaron, desvaneciéndose, lentamente más que de modo brusco, como habría sido si no hubiese civiles a bordo. El cardenal sacó del bolsillo una fina estola, besó el borde y se la puso al cuello. El capellán Hardy le entregó el cubo de plata y un hisopo, un báculo con una esfera hueca en el extremo. El cardenal Randolph metió el hisopo en el cubo y roció luego a oficiales y tripulación. —Tú me purificarás y quedaré limpio. Tú me lavarás y quedaré puro como nieve. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. —Como era en un principio ahora y siempre por los siglos de los siglos, amén —respondió Rod automáticamente. ¿Creía en todo aquello? ¿O era sólo útil para la disciplina? No estaba seguro, pero le alegraba la presencia del cardenal allí. La MacArthur podría necesitar todas las ayudas que pudiese obtener… El grupo de autoridades y funcionarios subió a un planeador atmosférico en cuanto sonaron las señales de aviso. La tripulación de la MacArthur se apresuró a abandonar la cubierta hangar, y Rod entró en una cámara neumática. Silbaron las bombas vaciando de aire el espacio del hangar, y luego se abrieron las grandes puertas dobles. A continuación, la MacArthur perdió su giro mientras los grandes volantes centrales giraban. Con sólo la tripulación normal de la Marina a bordo, podía lanzarse un vehículo de atmósfera a través de las puertas pese al giro, cayendo en la trayectoria curvada (respecto a la MacArthur) provocada por la aceleración de Coriolis; pero con el Virrey y el cardenal a bordo debía rechazarse aquella maniobra. El vehículo de desembarco se elevó suavemente a ciento cincuenta centímetros por segundo hasta salir de las puertas del hangar. —Cierren y sellen —ordenó ásperamente Rod—. Prepárense para aceleración. Se volvió y se lanzó en gravedad nula hacia su puente. Se abrieron tras él abrazaderas telescópicas a lo largo de la cubierta hangar… hasta que el vacío quedó parcialmente ocupado. El diseño del espacio de hangar de una nave espacial es una especialidad de gran complicación, puesto que han de lanzarse unidades de localización en cualquier momento, y el inmenso espacio vacío debe protegerse al mismo tiempo contra cualquier posible desastre. Ahora, con los vehículos extra de los científicos de Horvath, además de todo el equipo de la propia MacArthur, la cubierta hangar era una masa de naves, abrazaderas y recipientes. El resto de la nave estaba igualmente atestado. En vez de la ordenada actividad habitual que seguía a los avisos de aceleración, los pasillos de la MacArthur hervían de personal. Algunos de los científicos habían empezado a colocarse la armadura de combate, confundiendo la alarma de aceleración con la señal de ataque. Otros se quedaban en puntos de paso importantes bloqueando el tráfico, sin saber qué hacer. Los oficiales les gritaban, incapaces de insultar a los civiles e incapaces también de hacer otra cosa. Rod llegó por fin al puente, mientras tras él oficiales y brigadieres trabajaban despejando los pasillos e informando a todos que debían prepararse para la aceleración. En privado, Blaine no podía reprochar a su tripulación aquella incapacidad para controlar a los científicos, pero no podía tampoco ignorar el peligro. Además, si disculpaba a sus subordinados, nunca llegarían a controlar a los civiles. No podía, ciertamente, amenazar a un Ministro de Ciencia y a sus hombres por cualquier cosa; pero si era lo bastante duro con su propia tripulación, los científicos sin duda cooperarían para ahorrar a los hombres del espacio… Consideraba que era una teoría digna de tenerse en cuenta. Mientras observaba en un monitor de televisión a dos infantes de marina y a cuatro técnicos de laboratorio civiles amontonados contra los mamparos posteriores de la sala de oficiales, Rod maldijo silenciosamente y esperó que resultase. Alguna solución tenía que haber. —Llaman del buque insignia, señor. Mantenga la conexión en Redpines. —Entendido, señor Potter. Señor Renner, hágase cargo del control y siga al tanque número tres. —De acuerdo, señor —dijo Renner—. Así que despegamos. Lástima que las ordenanzas prohíban el champán en un momento como éste. —Creí que estaba usted muy ocupado, señor Renner. El almirante Kutuzov insiste en que mantengamos lo que él llama una formación correcta. —Lo sé, señor. Analicé el asunto con el piloto jefe del Lenin anoche. —Oh. —Rod se arrellanó en su silla de mando. Sería un viaje difícil, pensaba. Todos aquellos científicos a bordo. El doctor Horvath había insistido en ir personalmente, y acabaría siendo un problema. La nave estaba tan llena de civiles que la mayoría de los oficiales de la tripulación se veían obligados a dormir en grupos en cabinas demasiado pequeñas; los oficiales más jóvenes dormían en hamacas en la sala artillera con los brigadieres; los infantes de marina se amontonaban en la sala de recreo, pues sus dormitorios estaban atestados de instrumentos científicos. Rod empezaba a desear que Horvath hubiese triunfado en su polémica con Cranston. Los científicos hubiesen preferido un carguero de asalto con sus enormes espacios de almacenaje. Pero el Almirantazgo les había puesto el veto. La expedición estaría formada sólo por naves capaces de defenderse. Los vehículos cisterna acompañarían a la flota hasta el Ojo de Murcheson, pero no llegarían a la Paja. Por deferencia a los civiles, se hizo el viaje a 1,2 gravedades. Rod padeció innumerables banquetes, medió en las discusiones entre científicos y tripulación, y frustró las tentativas del doctor Buckman, el astrofísico, de monopolizar el tiempo de Sally. El primer Salto fue pura rutina. El punto de transferencia al Ojo de Murcheson estaba perfectamente localizado. Nueva Caledonia era un magnífico punto blanco luminoso un instante antes de que la MacArthur saltase. Luego apareció el Ojo de Murcheson como un amplio y rojo resplandor del tamaño de una pelota de béisbol sostenida a la distancia de un brazo. La flota avanzó hacia él. Gavin Potter había cambiado hamacas con Horst Staley. Le había costado una semana de trabajo hacer la colada de los dos, pero había merecido la pena. La hamaca de Staley daba directamente a una escotilla. Naturalmente la escotilla quedaba debajo de la hamaca, en el suelo giratorio cilíndrico de la sala de artillería. Potter se tendía boca abajo en la hamaca para mirar por la escotilla, con una suave sonrisa en su alargado rostro. Whitbread estaba tendido en su hamaca mirando hacia arriba. Llevaba varios minutos observando a Potter, y al fin dijo: —Señor Potter. El neoescocés sólo volvió la cabeza. —Sí, señor Whitbread… Whitbread continuó observándolo plácidamente, con los brazos doblados detrás de la cabeza. Se daba perfecta cuenta de que la obsesión de Potter con el Ojo de Murcheson no era asunto suyo. Incomprensiblemente, Potter conservaba la calma. ¿Cuánto necesitaría pincharle? A bordo de la MacArthur sucedían cosas curiosas y divertidas, pero no había modo de que disfrutaran de ellas los brigadieres. Un brigadier fuera de servicio debía fabricarse sus propias diversiones. —Potter, creo recordar que fue usted transferido a la MacArthur en Dagda, poco antes de que recogiésemos la cápsula. La voz de Whitbread tenía un tono especial. Horst Staley, que también estaba fuera de servicio, se volvió en lo que había sido la hamaca de Potter interesado por la conversación. Whitbread lo advirtió sin que pareciese hacerlo. Potter se volvió y pestañeó. —Sí, señor Whitbread. Es cierto. —Bueno, alguien tiene que decírselo, y no creo que se le haya ocurrido a nadie. Su primera misión a bordo de una nave espacial incluyó la caída en picado hacia el sol F8. Espero que esto no le diese una mala impresión del Cuerpo. —En absoluto. Me pareció emocionante —dijo cortésmente Potter. —El asunto es que un vuelo en picado hacia un sol es un acontecimiento sumamente raro. No sucede en todos los viajes. Creo que alguien debería decírselo. —Pero, señor Whitbread, ¿no vamos a hacer exactamente eso? —¿Cómo? —Whitbread no esperaba aquello. —Ninguna nave del Primer Imperio encontró un punto de transferencia desde el Ojo de Murcheson a la Paja. Quizás no se esforzasen mucho en conseguirlo, pero podemos suponer que lo intentaron —dijo Potter muy serio—. Ahora bien, yo he tenido muy poca experiencia en el espacio, pero no soy un iletrado, señor Whitbread. El Ojo de Murcheson es una supergigante roja, una gran estrella vacía, tan grande como la órbita de Saturno en el sistema solar. Lo más razonable es que el Punto Alderson de la Paja esté dentro de la estrella, si es que existe. ¿No es cierto? Horst Staley se incorporó sobre un codo. —Creo que tiene razón. Eso explicaría por qué nunca se calculó el punto de transferencia. Todos sabían dónde estaba… —Pero nadie quería ir a ver. Sí, por supuesto que tiene razón —dijo Whitbread hoscamente—. Y eso es lo que vamos a hacer nosotros precisamente. ¡Vaya! Ya estamos otra vez. —Exactamente —dijo Potter; y, sonriendo suavemente, volvió a colocarse boca abajo. —Es muy extraño —dijo Whitbread—. Dude de mí si cree que debe hacerlo, pero le aseguro que no tenemos que avanzar en picado hacia una estrella más que en dos de cada tres viajes. —Hizo una pausa—. E incluso eso es demasiado. La flota se detuvo en el confuso borde del Ojo de Murcheson. No había ningún problema de órbita. A aquella distancia la gravedad del sol era tan débil que una nave habría tardado años en caer en él. Las naves cisterna se situaron y empezaron a trasvasar combustible. Entre Horace Bury y Buckman, el astrofísico, se había creado una curiosa y sutil amistad. Bury se asombraba a veces al pensarlo. ¿Qué quería Buckman de él? Buckman era un individuo flaco, nudoso, de frágiles huesos. Tenía aspecto de olvidarse de comer varios días seguidos. Parecía no cuidarse de nadie ni de nada de lo que para Bury constituía el universo real. Gente, tiempo, poder, dinero, no eran más que medios que Buckman utilizaba para escudriñar la estructura y los movimientos de las estrellas. ¿Por qué buscaría, entonces, la compañía de un comerciante? Pero a Buckman le gustaba hablar y Bury al menos tenía tiempo para escuchar. La MacArthur era como una colmena, llena de gente atareada. Y en la cabina de Bury había sitio para pasear. O, especulaba cínicamente Bury, podía gustarle el café que él hacía. Bury tenía casi una docena de tipos diferentes de café, molinillo propio y filtros para hacerlo. Sabía muy bien la diferencia que había entre su café y el que se hacía para el resto de la tripulación. Nabil les sirvió el café mientras observaban por la pantalla las maniobras de los vehículos cisterna. El que aprovisionaba a la MacArthur quedaba oculto, pero la Lenin y el otro vehículo parecían dos negros huevos alargados, ligados por un cordón umbilical de color plata, perfilados contra un fondo de un difuso escarlata. —No tiene por qué ser tan peligroso —dijo Buckman—. Se lo está imaginando usted como si se tratase de un descenso hacia el sol, Bury. Y lo es, técnicamente. Pero todo ese vasto volumen no es mucho mayor, en masa, que Cal o que cualquier otra enana amarilla. Imagínesela como un vacío al rojo. Salvo la zona central, claro, que probablemente sea pequeña y muy densa. —Aprenderemos mucho en este viaje —añadió. Sus ojos brillaban, centrados en el infinito. A Bury, que le miraba de reojo, la expresión le parecía fascinante. La había visto antes, pero muy pocas veces. Indicaba a un hombre al que no se podía comprar con ninguna de las monedas de que disponía Horace Bury. Bury no tenía más utilidad práctica para Buckman que Buckman para él. Bury se sentía tranquilo con Buckman, en la medida en que podía sentirse tranquilo con alguien. Y aquella sensación le gustaba. —Creí que ya lo sabían ustedes todo sobre el Ojo —dijo. —¿Se refiere a las exploraciones de Murcheson? Se han perdido demasiados datos, y algunos de los que se conservan son poco dignos de confianza. He mantenido en funcionamiento mis aparatos desde el Salto. La proporción de partículas pesadas en el viento solar es asombrosamente alta. Y helio… es tremendo. Pero las naves de Murcheson nunca entraron en el Ojo mismo, que yo sepa. Cuando lo hagamos aprenderemos realmente cosas. —Buckman frunció el ceño—. Espero que nuestros instrumentos puedan seguir funcionando. Tienen que atravesar el Campo Langston, claro. Es posible que tengamos que estar en esa niebla al rojo durante un período considerable. Si el Campo se deshace se perderá todo. Bury le miró fijamente, y luego rompió a reír. —¡Sí, doctor, de eso no hay duda! Buckman pareció sorprendido y desconcertado. Luego dijo: —Ah, ya veo lo que quiere decir. Que moriríamos todos, ¿verdad? No había pensado en eso. Sonaron avisos de aceleración. La MacArthur penetraba en el Ojo. La voz de Sinclair sonó en el oído de Rod. —Ingeniería informa, capitán. Todos los sistemas funcionan. El Campo se mantiene perfectamente, no hace tanto calor como temíamos. —Está bien —contestó Blaine—. Gracias, Sandy. Rod observó los vehículos cisterna que retrocedían frente a las estrellas. Estaban ya a miles de kilómetros de distancia, visibles sólo a través de los telescopios, brillantes como puntos de luz. La pantalla siguiente mostraba una masa blanca dentro de una niebla roja: la nave Lenin penetrando en el rojo resplandor. La tripulación de la Lenin buscaría el punto Alderson… si es que había tal punto. —De todos modos no hay duda de que se producirán filtraciones en el Campo tarde o temprano —continuó la voz de Sinclair—. No hay lugar hacia donde desviar el calor, hay que almacenarlo. Esto no es como una batalla espacial, capitán. Pero podremos aguantar sin radiar la energía acumulada hacia otra parte por lo menos setenta y dos horas. Después de eso… no tenemos datos. Nadie ha intentado hasta ahora una locura así. —Comprendo. —Alguien tenía que hacerlo —dijo alegremente Renner. Había estado escuchando desde su puesto del puente. La MacArthur avanzaba a una gravedad, pero la sutil fotosfera estaba ofreciendo más resistencia de la esperada. —Murcheson debería haberlo intentado —añadió—. El Primer Imperio tenía mejores naves que nosotros. —Quizás lo hiciesen —dijo Rod distraído. Observaba la Lenin, que parecía alejarse por delante de la MacArthur, y sintió una irritación irracional. La MacArthur debería haber ido primero… Los oficiales veteranos dormían en sus puestos de servicio. Nada se podía hacer si el Campo absorbía demasiada energía, pero Rod se sentía mejor en su asiento de mando. Por último se hizo evidente que él no era necesario. Llegó una señal de la Lenin y la MacArthur apagó sus motores. Sonaron señales de aviso, y la nave quedó bajo giro hasta que otros indicadores marcaron el final de desagradables cambios de gravedad. Tripulación y pasajeros salieron de las redes de seguridad. —Olviden el indicador de abajo —ordenó Rod. Renner se puso de pie y se estiró ostentosamente. —Ésa es la cuestión, capitán. Por supuesto tendremos que reducir la velocidad al hacerse más densa la fotosfera, pero no hay otra solución. Con la fricción disminuiría nuestra velocidad de todas formas. —Miró las pantallas y formuló preguntas con ágiles dedos—. El espacio no es tan denso como, por ejemplo, una atmósfera, pero sí mucho más que un viento solar Blaine podía ver esto por sí mismo. La Lenin aún seguía adelante en el límite extremo de detección, con los motores apagados. Era como una astilla negra en las pantallas, con un perfil difuso por los cuatro mil kilómetros de niebla al rojo. El Ojo se espesaba alrededor de ellos. Rod permaneció en el puente otra hora, luego se convenció de que estaba siendo injusto. —Señor Renner. —Diga, señor. —Puede abandonar su puesto ya. Deje al señor Crawford que le sustituya. —De acuerdo, señor. Renner se dirigió a su cabina. Había llegado a la conclusión de que no era necesario en el puente cincuenta y ocho minutos antes. Ahora podría darse una ducha caliente y dormir algo en su litera, en vez de seguir clavado a aquella condenada silla. El camino hasta su cabina estaba atestado, como siempre. Kevin Renner se abrió paso con terca determinación hasta que alguien chocó violentamente con él. —¡Maldita sea! Perdone —masculló; observó al otro que recuperaba el equilibrio agarrándose a las solapas del uniforme de Renner—. Es usted el doctor Horvath, ¿verdad? —Discúlpeme —el Ministro de Ciencias dio unos pasos atrás y se sacudió torpemente—. Aún no he logrado acostumbrarme a la gravedad. Ninguno de nosotros lo hemos logrado. Es el efecto Coriolis lo que nos fastidia. —No. Son los codos —dijo Renner; recuperaba su humor habitual—. Hay seis veces más codos que personas a bordo de esta nave, doctor. Los he contado. —Muy ingenioso, señor… Renner, ¿verdad? Piloto jefe Renner. Renner, este hacinamiento fastidia a mi personal tanto como a la tripulación. Si pudiésemos apartarnos de su camino, lo haríamos. Pero no podemos. Hay que reunir todos los datos sobre el Ojo. Jamás volveremos a tener una oportunidad semejante. —Lo sé, doctor, y estoy de acuerdo. Ahora, si no le importa… —las visiones del agua caliente y la cama limpia retrocedieron cuando Horvath se agarró de nuevo a su solapa. —Sólo un momento, por favor —Horvath parecía estar diciendo algo—. Señor Renner, usted estaba a bordo de la MacArthur cuando capturó la sonda alienígena, ¿verdad? —Sí, claro, estaba. —Me gustaría hablar con usted. —¿Ahora? Pero, doctor, la nave puede necesitar de mí en cualquier momento… —Lo considero urgente. —Pero estamos cruzando la fotosfera de una estrella, supongo que se ha dado cuenta. Y llevo tres días sin ducharme, como quizás haya advertido también… Renner miró de nuevo a Horvath y se resignó. —Está bien, doctor —dijo—. Pero retirémonos del pasillo. La cabina de Horvath estaba tan atestada como el resto de la nave, aunque al menos tenía paredes. Más de la mitad de la tripulación de la MacArthur habría considerado aquellas paredes un lujo inmerecido. Al parecer, Horvath, por la expresión disgustada y las disculpas que dio cuando entraron en la cabina, no pensaba igual. Retiró la litera empotrándola en el mamparo y sacó dos sillas de la pared opuesta. —Siéntese, Renner. Hay cosas sobre esa captura que siguen inquietándome. Espero que pueda usted darme una versión imparcial. Usted no es un miembro normal de la Marina. El piloto no se molestó en desmentirlo. Había sido antes piloto de una nave mercante, y mandaría una cuando abandonase la Marina con mayor experiencia aún; y estaba deseando volver al servicio mercante. —Dígame —preguntó Horvath, sentado en el borde mismo de la silla plegable—. ¿Fue absolutamente necesario el ataque a la sonda alienígena? Renner rompió a reír. Horvath lo aguantó, aunque daba la sensación de haber comido una ostra podrida. —Está bien —dijo Renner—. No debería haberme reído. Usted no estaba allí. ¿Sabía usted que la sonda caía sobre Cal en desaceleración máxima? —Desde luego, y me doy cuenta de que también usted estaba allí, pero ¿era realmente peligroso eso? —Doctor Horvath, el capitán me sorprendió dos veces. Por completo. Cuando la sonda atacó, yo intentaba bordear la vela antes de que nos asáramos. Podría haberlo conseguido o no. Pero el capitán nos condujo a través de la vela. Fue una idea muy inteligente, algo en lo que yo debería haber pensado, y considero a ese hombre un genio. Es también un maníaco suicida. —¿Que? En la cara de Renner había miedo retrospectivo. —Nunca debería haber intentado recoger la sonda. Habíamos perdido demasiado tiempo. Estábamos a punto de embestir contra una estrella. No creí que pudiésemos coger tan deprisa aquella condenada sonda… —¿Hizo eso el propio Blaine? —No. Delegó el trabajo en Cargill. Que es el que mejor maniobra en alta gravedad de toda la tripulación. Ahí está la cosa, doctor. El capitán escogió al mejor y le cedió su puesto. —¿Y usted apoyaba todo lo que él hacía? —Desde luego, plenamente. —Bien, es cierto que consiguió cogerla. —Horvath parecía estar probando algo amargo—. Pero también disparó sobre ella. Fue el primero… —Ellos dispararon primero. —¡Era el mecanismo de defensa contra meteoritos! —¿Y qué? Horvath apretó los labios. —Bien, doctor, suponga que deja usted su coche en una cuesta sin frenos y con las ruedas apuntando hacia abajo y suponga que rueda ladera abajo y mata a cuatro personas. ¿Qué piensa usted del caso desde un punto de vista ético? —Me parece terrible, pero no sé qué quiere decir con eso, Renner. —Los pajeños son por lo menos tan inteligentes como nosotros, ¿de acuerdo? Muy bien. Construyen un sistema de defensa contra meteoritos. Tienen obligación de comprobar si están disparando contra un meteorito o contra una nave neutral. Horvath permaneció sentado y en silencio durante lo que pareció mucho tiempo, mientras Kevin Renner pensaba en la capacidad limitada de los tanques de agua caliente de la zona de oficiales. Aquella expresión agria era natural en Horvath, según pudo comprobar Renner; las líneas de su cara se ajustaban a ella de modo natural e inmediato. Por fin el Ministro de Ciencias dijo: —Gracias, señor Renner. —De nada —dijo Renner levantándose. Sonó la alarma. —Oh, Dios mío. Eso es para mí —y salió rápidamente hacia el puente. Estaban bastante dentro del Ojo: lo bastante para que el fino polvo estelar que les rodeaba resultase amarillo. Los indicadores del Campo se veían también amarillos, pero con un matiz verde. Renner vio todo esto al mirar hacia la media docena de pantallas del puente. Miró los gráficos de sus propias pantallas; y no vio a la otra nave. —¿Ha saltado la Lenin? —Acaban de hacerlo —dijo el guardiamarina Whitbread—. Nosotros lo haremos ahora, señor. El guardiamarina pelirrojo sonreía de oreja a oreja. Blaine se acomodó en el puente. —Hágase cargo del control, señor Renner. El piloto debe estar ya en su puesto. —De acuerdo, señor —Renner se volvió a Whitbread—. Le relevaré ya. Sus dedos se movieron sobre clavijas y teclas, y luego pulsó una hilera de botones mientras los nuevos datos aparecían en su pantalla. Las alarmas fueron sonando en rápida sucesión: ESTACIONES DE SALTO, ESTACIONES DE COMBATE, AVISO DE ALTA ACELERACIÓN. LA MACARTHUR PREPARADA PARA LO DESCONOCIDO. |
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