"La paja en el ojo de Dios" - читать интересную книгу автора (Niven Larry, Pornelle Jerry)14 • La IngenieraLa nave alienígena era una masa compacta, de forma irregular y color gris opaco, como barro de moldear. Brotaban de ella protuberancias, aparentemente al azar: un anillo de abrazaderas alrededor de lo que Whitbread consideró el extremo posterior; un brillante hilo de color plata en su cintura; curvaturas transparentes delante y detrás; antenas de extrañas formas; una especie de aguijón al final: una espina de varias veces la longitud del casco, muy larga, recta y estrecha. Whitbread efectuó un lento giro hacia ella. Conducía un transbordador espacial cuya cabina era una burbuja plástica polarizada, el breve casco salpicado de «racimos de empuje» (una colección de propulsores de posición). Whitbread se había entrenado para el espacio en un vehículo como aquél. Su campo de visión era enorme; y era facilísimo conducirlo; el aparato no tenía armas y era hinchable. Y el alienígena podía verle dentro. Venimos en son de paz, no ocultamos nada… suponiendo que los ojos del alienígena pudiesen ver a través del plástico. —Esa espina genera los campos plasmáticos del impulsor —decía una voz; no había ninguna pantalla, pero sabía que la voz era la de Cargill—. Lo observamos durante la desaceleración. Ese instrumento que hay debajo de la espina probablemente lleve el hidrógeno a los campos. —Será mejor mantenerse a distancia —dijo Whitbread. —Desde luego. La energía del campo probablemente afectaría a sus instrumentos. Y podría afectar también a su sistema nervioso. La nave alienígena estaba ya muy próxima. Whitbread aminoró la marcha de su vehículo. Los impulsores de posición resonaron como palomitas de maíz en la sartén. —¿Ve algún signo de cámara neumática? —No señor. —Abra su propia cámara neumática. Quizá ellos hagan lo mismo. —De acuerdo, señor. Whitbread pudo ver al alienígena a través de la burbuja frontal. Estaba inmóvil, observándole, y se parecía mucho a las fotografías que había visto del muerto de la sonda. Whitbread veía una cabeza ladeada y sin cuello, una piel peluda de un marrón suave, un gran brazo izquierdo que agarraba algo, dos flacos brazos derechos que se movían a una velocidad frenética, actuando fuera del campo de visión de Whitbread. Whitbread abrió su cámara neumática. Y esperó. Al menos el pajeño aún no había empezado a disparar. —Señor Whitbread, su alienígena está lanzando sondas sobre la MacArthur —decía el capitán Blaine—. El comandante Cargill dice que las ha bloqueado. Si esto despierta el recelo del alienígena, da igual, es inevitable. ¿Ha intentado algo parecido con usted? —Hasta el momento no, señor. Rod frunció el ceño y se frotó el puente de la nariz. —¿Está usted seguro? —No he perdido de vista los instrumentos, señor. —Es curioso. Su nave es más pequeña, pero está más próxima. Lo lógico sería pensar que… —¡La cámara neumática! —dijo Whitbread—. Señor, el pajeño ha abierto su cámara neumática. —Ya lo veo. Una boca abierta en el casco. ¿A eso se refiere? —Sí, señor. No sale nada. A través de la abertura puedo ver toda la cabina. El pajeño está en su cabina de control… ¿Me da permiso para entrar, señor? —Bueno… está bien. Tenga cuidado. Manténgase en contacto. Y buena suerte, Whitbread. Whitbread se sentó un momento, procurando tranquilizarse. Había medio esperado que el capitán se lo prohibiese por demasiado peligroso. Pero un guardiamarina no es indispensable, claro está… Whitbread se situó en la cámara neumática abierta. La nave alienígena estaba muy próxima. Observado por toda la nave, se lanzó al espacio. Parte del casco de la nave alienígena se había estirado como una piel, para abrirse en una especie de embudo que conducía directamente hacia el pajeño, que parecía esperar recibirle. El alienígena no llevaba encima más que su suave pelo marrón y cuatro espesas matas de pelo negro en los sobacos y en el pubis. —No hay ninguna señal que indique retención de aire en el interior, pero tiene que haber aire allí —dijo Whitbread por el micrófono. Un momento después descubrió el secreto. Era como si penetrase en miel invisible. La cámara neumática se cerró tras él. El pánico estuvo a punto de dominarle. Cazado como una mosca en ámbar, sin posibilidad de retroceder ni de avanzar. Se encontraba en una celdilla de ciento treinta centímetros de altura, la altura del alienígena. Éste estaba de pie ante él al otro lado de la pared invisible, mirándole sin expresión. El pajeño. Era más bajo que el otro, el muerto de la sonda. De distinto color, además; no había motas blancas en su piel peluda y marrón. Había otra diferencia más sutil y más difícil de determinar… quizás la diferencia entre los vivos y los muertos, o quizás algo más. El pajeño no estaba asustado. Su piel suave era como la de los cachorros de doberman que la madre de Whitbread solía criar, pero no había nada malévolo ni sobrecogedor en el alienígena. A Whitbread le hubiese gustado darle unas palmaditas en la espalda. La cara era como una caricatura, sin expresión, salvo por la suave curvatura hacia arriba de la boca sin labios, una semisonrisa sardónica. Pequeño, pies planos, piel suave, casi sin rasgos… Como una caricatura, se repitió Whitbread. ¿Cómo podía tener miedo a una caricatura? Pero Whitbread estaba acuclillado en un espacio demasiado pequeño para él, y el alienígena no hacía nada. La cabina estaba llena a rebosar de tableros y rayas oscuras; pequeños rostros le atisbaban entre las sombras. ¡Bichos! La nave estaba infestada de bichos. ¿Ratas? ¿Provisiones? El pajeño no pareció inquietarse cuando salió al exterior uno, luego otro y luego más amontonándose para ver al intruso. Eran cosas grandes. Mucho mayores que ratas, mucho más pequeñas que hombres. Miraban desde las esquinas, curiosos pero tímidos. Uno se aproximó bastante y Whitbread pudo examinarlo detenidamente. Lo que vio le dejó asombrado. ¡Era un pajeño en miniatura! —Hay aire —informó Whitbread. Observó los marcadores que veía en un espejo, un poco más arriba de su nivel de visión—. ¿Lo he dicho ya? Me gustaría intentar respirarlo. Presión normal, oxígeno sobre un dieciocho por ciento, CO2 aproximadamente un dos por ciento, suficiente helio para que el indicador lo registre, y… —¿Helio? Qué raro. ¿Cuánto exactamente? Whitbread pasó a una escala más sensible y esperó a que el analizador lo determinase. —Sobre un uno por ciento. —¿Algo más? —Gases venenosos. SO2, monóxido de carbono, nitratos, cetonas, alcoholes y algunos elementos más que no puedo determinar con este traje. La luz indicadora es amarilla. —Entonces no podría matarle deprisa. Puede respirarlo un rato y recibir ayuda a tiempo para salvar sus pulmones. —Eso suponía —dijo Whitbread inquieto. Comenzó a aflojar las abrazaderas que sujetaban su placa facial. —¿Qué quiere decir con eso, Whitbread? —Nada, señor. Whitbread llevaba doblado demasiado tiempo. Todas las articulaciones y músculos de su cuerpo reclamaban un cambio. Había prescindido de todo para poder describir la cabina alienígena, y el condenado pajeño estaba allí de pie con sus sandalias y su leve sonrisa, observando, observando… —¿Whitbread? Whitbread respiró profundamente y retuvo el aire. Alzó la placa facial con una ligera presión, miró al alienígena a los ojos y gritó sin una pausa: —¿Quiere usted desconectar ese maldito campo de fuerza, por amor de Dios? —y dejó caer la placa facial. El alienígena volvió a su tablero de control y accionó un mecanismo. La suave barrera que había frente a Whitbread desapareció. Whitbread dio dos pasos hacia adelante. Fue estirándose muy lentamente, sintiendo el dolor y oyendo el restallar de sus inhabituadas articulaciones. Había estado acuclillado en aquel espacio tan pequeño durante hora y media, examinado por una docena de retorcidos y pequeños seres marrones y un suave y paciente alienígena. Había atrapado aire de la cabina bajo su placa facial. El hedor se agolpó en su garganta, por lo que dejó de respirar; luego, medio inconsciente, lo olisqueó por si alguien quería saber lo que era. Olía a animales y máquinas, ozono, gasolina, aceite muy caliente, halitosis, viejos calcetines sudados ardiendo, cola y cosas que no había olido nunca. Eran olores de increíble intensidad… Su traje le separaba de ellos, afortunadamente. —¿Me oyeron gritar? —preguntó. —Sí, creo que le ha oído toda la nave —contestó la voz de Cargill—. No creo que haya un solo hombre a bordo que no esté observándole. ¿Qué me dice? —Él desconectó el campo de fuerza. Ahora mismo. Estaba esperando precisamente que yo se lo recordara. »Y ahora estoy en la cabina. ¿Hablé de las reparaciones? Todo son reparaciones, todo hecho a mano, incluso los paneles de control. Pero todo está muy bien hecho, todo a la medida de un pajeño. Yo resulto demasiado grande. No me atrevo a moverme. »Los pequeños han desaparecido todos. Bueno, no, veo que hay uno atisbando en un rincón. El grande está esperando a ver lo que yo hago. Me gustaría que dejara de hacerlo. —Mire a ver si acepta venir a la nave con usted… —Lo intentaré, señor. El alienígena había parecido entenderle antes, o le había entendido, pero no le entendía ahora. Whitbread pensaba furiosamente. ¿Lenguaje de signos? Sus ojos se posaron sobre lo que tenía que ser un traje de presión pajeño. Lo sacó de su percha, advirtiendo su ligereza; no había armaduras ni armas. Se lo entregó al alienígena y luego señaló a la MacArthur, al otro lado de la burbuja. El alienígena empezó a vestirse inmediatamente. En literalmente unos segundos se puso aquel traje que, hinchado, parecía como diez balones de playa pegados uno a otro. Sólo los guanteletes eran algo más que simples esferas hinchadas. El alienígena cogió un saco de plástico transparente de la pared y estiró de pronto una mano para capturar a una de aquellas miniaturas de unos treinta centímetros. Cuando la metía en el saco cabeza abajo la miniatura se soltó, luego se volvió a Whitbread y se lanzó hacia él con increíble velocidad. Se situó detrás de Whitbread, se cogió a él con sus dos manos derechas y se apartaba ya cuando Whitbread reaccionó, lanzando un grito violento e involuntario. —¿Whitbread? ¿Qué es lo que pasa? ¡Conteste! Otra voz al fondo del traje de Whitbread dijo ásperamente: —¡Soldados, prepárense! —No pasa nada, teniente Cargill. Todo va bien. Quiero decir que no ha habido ningún ataque. Creo que el alienígena está dispuesto a ir… no, no lo está. Ha metido a dos de los parásitos en un saco de plástico y está hinchando el saco en una espita de aire. Una de esas pequeñas bestias se me puso a la espalda. Ni siquiera la sentí. »Ahora el alienígena está haciendo otra cosa. No entiendo qué le detiene. Sabe que queremos que vaya a la MacArthur… se ha puesto el traje de presión. —Pero ¿qué es lo que hace? —Está retirando la cubierta del panel de control. Parece que está reparando cosas. Hace un momento estaba extendiendo pasta de dientes plateada en una cinta por el circuito impreso. Estoy explicándoles lo que parece, lo que veo, claro. ¡Ay! —¿Whitbread? El guardiamarina parecía atrapado en un huracán. Agitando brazos y piernas, buscaba frenéticamente algo, cualquier cosa sólida. Se deslizó por la cabina neumática hasta el final sin poder agarrarse a nada. Luego noche y estrellas giraron ante él. —El pajeño abrió la cámara neumática —informó—. Sin avisar. Estoy fuera, en el espacio —accionó los impulsores de posición para recuperar el equilibrio—. Creo que dejó salir todo el aire de respiración. Hay una gran niebla de cristales de hielo a mi alrededor, y… ¡Oh, Dios mío, es el pajeño! No, no lo es, no lleva traje de presión. Ahí viene otro. —Deben de ser los pequeños —dijo Cargill. —Exactamente. Está matando a todos los parásitos. Probablemente tenga que hacerlo de vez en cuando, para despejar la nave. No sabe cuánto tiempo estará a bordo de la MacArthur y no quiere dejarles en libertad en su nave. Así que está evacuándola. —Debería haberle avisado a usted. —¡Desde luego que debería haberlo hecho! —¿Se encuentra bien, Whitbread? —Una voz nueva. La del capitán. —Muy bien, señor. Estoy aproximándome a la nave del alienígena. Ah, aquí sale ya. Y se dirige hacia el transbordador. Whitbread se detuvo y se volvió para observar al pajeño. El alienígena surcaba el espacio como un racimo de pelotas de playa, pero tenía un aire muy grácil. Dentro de un globo transparente fijado a su torso dos figuras pequeñas gesticulaban incesantemente. El alienígena no les prestaba ninguna atención. —Un salto perfecto —murmuró Whitbread—. A menos que… que se exceda un poco. ¡Dios mío!. El alienígena seguía aún desacelerando cuando atravesó la puerta del transbordador, por el centro mismo, sin tocar siquiera los bordes. —Debe de estar muy seguro de su equilibrio —dijo Whitbread. —¿Está ese alienígena dentro de su vehículo, Whitbread? ¿Sin usted? Whitbread se estremeció ante el tono de voz del capitán. —Así es, señor. Iré tras él. —Hágalo inmediatamente. El alienígena, en el puesto del piloto, estudiaba detenidamente los controles. De pronto se inclinó y empezó a girar las abrazaderas del borde del tablero. Whitbread lanzó un grito y agarró rápidamente al alienígena por los hombros. Éste no le prestó atención. Whitbread colocó su casco pegado al del alienígena. —¡Déjame ese puesto a mi enseguida! —gritó. Luego señaló con un gesto el asiento de pasajeros. El alienígena se levantó lentamente, se volvió y avanzó hacia el otro asiento. No se ajustaba a él. Whitbread cogió los controles y empezó a maniobrar hacia la MacArthur. Llevó el vehículo hasta el limpio hueco que Sinclair había abierto en el Campo de la MacArthur. La nave alienígena quedaba ya fuera del campo de visión, al otro lado de la nave. La cubierta hangar estaba abajo, y el brigadier se esforzó por demostrar su habilidad al atento alienígena. En la cubierta hangar aparecieron hombres perfectamente protegidos con sus trajes. Tras ellos se extendían cables. Les hicieron señas. Whitbread contestó a ellas, y segundos después Sinclair dio orden de remolcar el transbordador al interior de la MacArthur. El pajeño lo observaba todo atentamente, con todo su cuerpo balanceándose de lado a lado. A Whitbread le recordaba a un búho que había visto una vez en un zoo de Esparta. Sorprendentemente, las pequeñas criaturas de la bolsa del alienígena también observaban. Imitaban los gestos del alienígena mayor. Por último el transbordador se detuvo y Whitbread hizo un gesto indicando la cámara neumática. A través del grueso cristal pudo ver al artillero Kelley y a una docena de infantes de marina armados. Había doce pantallas en una superficie curvada frente a Rod Blaine, y en consecuencia todos los científicos que había a bordo de la MacArthur deseaban sentarse junto a él. Como único modo posible de acabar con las disputas, Rod ordenó que se situaran todos en los puestos de combate y el puente quedó libre de personal civil. Ahora él veía a Whitbread subir a bordo del transbordador. A través de la cámara instalada en el casco de Whitbread, Blaine podía ver al alienígena sentado en la silla del piloto, y su imagen pareció crecer cuando el brigadier se abalanzó hacia él. Blaine se volvió a Renner. —¿Vio usted lo que hizo? —Lo vi, señor. El alienígena estaba… capitán, juraría que estaba intentando desmontar los controles del aparato. —Eso diría yo. Observaron desilusionados cómo Whitbread pilotaba el transbordador hacia la MacArthur. Blaine no podía reprochar al muchacho que no vigilase a su pasajero mientras intentaba conducir el vehículo, pero… mejor dejarle en paz. Esperaron mientras fijaban los cables al transbordador y le remolcaban hasta el interior de la MacArthur. —¡Capitán! Era Staley, guardiamarina de guardia, pero Rod podía verle también. Había varias pantallas y un par de baterías menores centradas sobre el transbordador, pero la masa principal se centraba en la nave alienígena; y ésta había cobrado vida. Una corriente de luz azul brilló en la popa de la nave alienígena. Era del color de la radiación de Cherenkov y fluía paralelamente a la fina espina plateada de la cola. De pronto se formó a su lado una línea de luz blanca e intensa. —La nave sigue ruta, capitán —informó Sinclair. —¡Maldita sea! —Sus propias pantallas mostraban lo mismo; las baterías de la nave estaban rastreando la nave alienígena. —¿Podemos disparar? —preguntó el oficial artillero. —¡No! Pero ¿qué significaba aquello?, se preguntaba Rod. La nave alienígena había tenido tiempo suficiente para huir cuando Whitbread subió a bordo. Podía haber escapado entonces. Ahora la nave no tenía escape posible. Ni tampoco el alienígena. —¡Kelley! —¡Señor! —Escuadrón de la cámara neumática. Escolten a Whitbread y a esa criatura a la sala de recepción. Cortésmente, artillero. Cortésmente, pero asegúrese de que no va a ningún otro sitio. —De acuerdo, capitán. —¿Número uno? —llamó Blaine. —Aquí estoy, señor —contestó Cargill. —¿Han estado controlando la cámara del casco de Whitbread durante el tiempo que estuvo en esa nave? —Sí, señor. —¿Hay alguna posibilidad de que quede a bordo otro alienígena? —Imposible, señor. No hay espacio suficiente. ¿No es así, Sandy? —Así es, capitán —contestó Sinclair; Blaine había activado un circuito de comunicación con la parte posterior del puente y para la sala de máquinas—. No hay espacio si la nave tiene que llevar combustible. Y no vimos ninguna puerta. —No había tampoco puerta en la cámara neumática, hasta que se abrió —le recordó Rod—. ¿No había nada que pudiese ser un cuarto de baño? —Bueno, capitán, creo que el objeto que había junto al sector de estribor, cerca de la cámara neumática, podría tener esa función. —Entendido. Entonces no hay duda de que el aparato funciona con piloto automático. ¿No creen lo mismo? Pero no le vimos programarlo. —Le vimos reconstruir prácticamente los controles, capitán —dijo Cargill—. ¡Dios mío! ¿Cree usted que es así como ellos controlan…? —Parece muy poco práctico, pero sólo él pudo programar el piloto automático —musitó Sinclair—. Y lo hizo muy deprisa. ¿Cree usted que construyó un piloto automático, capitán? Brilló una de las pantallas de Rod. —¿Captaron eso? Un resplandor azul en la cámara neumática de la nave alienígena. ¿Qué significa eso? —Debe de ser para matar a los bichos… —dijo Sinclair. —No lo creo. Habría bastado con el vacío —objetó Cargill. Whitbread llegó al puente y se situó frente a la silla de mando de Blaine. —Guardiamarina Whitbread informando, capitán. —Le felicito, señor Whitbread —dijo Rod—. Dígame… ¿Qué piensa usted de esos dos bichos que el alienígena ha traído a bordo? ¿Por qué cree usted que lo ha hecho? —No lo sé, señor… quizás por cortesía. Podríamos querer estudiar uno. —Posiblemente. Si supiésemos lo que son. Ahora eche un vistazo a eso —Blaine señaló a sus pantallas. La nave alienígena estaba girando, la luz blanca de su impulsor trazaba un arco en el cielo. Parecía retroceder hacia los puntos troyanos. Y Whitbread era el único hombre vivo que había estado en su interior. Cuando Blaine permitió a la tripulación que abandonase sus posiciones de alerta, el guardiamarina pelirrojo posiblemente pensase que la prueba había terminado. |
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