"La paja en el ojo de Dios" - читать интересную книгу автора (Niven Larry, Pornelle Jerry)

Primera parte La sonda de Eddie el Loco

1 • Mando

3017 d. de C.

—Saludos del almirante, y que vaya usted a su oficina inmediatamente —comunicó el brigadier Staley.

El comandante Roderick Blaine echó una nerviosa ojeada al puente, donde sus oficiales dirigían las reparaciones con voces bajas y urgentes, cirujanos ayudando en una difícil operación. El compartimiento de gris acero era una confusión de actividades, que aunque fuesen ordenadas cada una de ellas independientemente, daban una impresión general de caos. Las pantallas del sector de timonel mostraban el planeta de abajo y las otras naves en órbita junto a la MacArthur, pero habían sido retirados los paneles de los cuadros de mando por todas partes, y se veían los instrumentos de control de su interior, y los técnicos trabajaban con instrumentos electrónicos de colores codificados para sustituir todo lo que pareciese dudoso. Resonaban a través de la nave golpes y chirridos en los lugares donde los del grupo de ingeniería de la tripulación trabajaban en el casco.

Se veían por todas partes las huellas del combate, horribles quemaduras donde el Campo Langston protector de la nave se había sobrecargado momentáneamente. Un agujero irregular mayor que el puño de un hombre atravesaba por completo un cuadro de mandos, y dos técnicos parecían permanentemente instalados en el sistema por una red de cables. Rod Blaine contempló las manchas negras de su traje de combate. Aún persistía el olor a vapor metálico y a carne quemada en su olfato, o en su cerebro, y volvía a ver el fuego y el metal fundido brotar del casco y caer sobre él. Aún tenía el brazo izquierdo vendado sobre el pecho con una venda elástica, y podía seguir la mayoría de las actividades de la semana anterior por las manchas que llevaba.

¡Y llevo a bordo sólo una hora!, pensó. Con el capitán fuera, y todo este caos. ¡No puedo irme ahora! Se volvió al brigadier.

—¿Ahora mismo?

—Sí, señor. La señal indicaba que era urgente.

No había nada que hacer, entonces, y cuando el capitán volviese a bordo sería un infierno para Rod. El teniente Cargill y el ingeniero Sinclair eran hombres competentes, pero Rod era oficial ejecutivo y el control de los daños era responsabilidad suya, aunque hubiese estado fuera de la MacArthur cuando ésta había recibido la mayoría de los impactos.

El asistente de Rod carraspeó discretamente y señaló el uniforme sucio.

—Señor, ¿tendremos tiempo de ponerlo más decente?

—Buena idea.

Miró el tablero de posición para asegurarse. Sí, aún faltaba media hora para que pudiese tomar un vehículo para descender a la superficie del planeta. Descender antes no le llevaría más deprisa a la oficina del almirante. Sería un alivio desprenderse de aquellas ropas de trabajo. No se las había quitado desde que le habían herido.

Tuvieron que enviar por un cirujano para desvestirle. El médico examinó la tela blindada embebida en su brazo izquierdo y murmuró:

—No se mueva, señor. Este brazo está hecho un buen guiso. —Su tono era desaprobatorio—. Debería haberse internado hace una semana.

—Imposible —replicó Rod.

Una semana antes la MacArthur había estado combatiendo con una nave de guerra rebelde, que la había alcanzado más veces de lo que debiera antes de rendirse. Después de la victoria Rod tuvo que hacerse cargo de la nave enemiga, y allí no había servicios para un tratamiento adecuado. Cuando le retiraron la venda olió algo peor que sudor de una semana. Aquel olor podía ser de gangrena.

—Sí señor. —El médico retiró más vendas. La tela sintética era dura como el acero—. Ahora tendrá que someterse a cirugía, comandante. Para que puedan trabajar los estimuladores regenerativos hay que quitar todo esto. Y mientras esté usted internado podremos arreglar esa nariz.

—Me gusta mi nariz —le dijo Rod fríamente.

Se tocó el apéndice, ligeramente torcido, y recordó la batalla en la que se lo había roto. Rod consideraba que le hacía más viejo, lo que no estaba mal a los veinticuatro años normales; y era la enseña de un triunfo ganado, no heredado. Rod estaba orgulloso de sus antecedentes familiares, pero había veces que la reputación de los Blaine resultaba algo difícil de mantener.

Por fin le retiraron las vendas y le aplicaron numbitol en el brazo. Los camareros le ayudaron a ponerse un uniforme de un azul polvoriento, faja roja, cordón dorado y charreteras; estaba todo arrugado, pero era mejor que los monos de monofibra. La rígida chaqueta le hacía daño en el brazo pese a la anestesia, pero descubrió que podía apoyar el antebrazo en la culata de la pistola.

Una vez vestido subió al trasbordador de desembarco de la bodega hangar de la MacArthur, y el piloto condujo el vehículo a través de las grandes puertas del ascensor volante sin eliminar el giro de la nave. Era una maniobra peligrosa, pero ahorraba tiempo. Se encendieron los retros, y el pequeño planeador alado se hundió en la atmósfera.


NUEVA CHICAGO: Mundo habitado, Sector Trans-Saco de Carbón, aproximadamente a veinte parsecs de la Capital Sectorial. El primario es una estrella amarilla F9 llamada comúnmente Beta Hortensis.

La atmósfera es muy parecida a la normal de la Tierra y respirable sin ayudas o filtros. La gravedad media es de 1,08. El radio planetario es de 1,15, y la masa de 1,12 según medida terrestre, lo que indica que se trata de un planeta de densidad superior a la normal. Nueva Chicago tiene una inclinación de cuarenta y un grados con un eje semimayor de 1,06 UA, moderadamente excéntrico. Las variaciones resultantes de las temperaturas estacionales han confinado las áreas habitadas a una faja relativamente estrecha en la zona sur templada.

Hay una luna a distancia normal, llamada comúnmente Evanston. El origen del nombre es oscuro.

Nueva Chicago tiene un setenta por ciento de mar. La tierra firme es predominantemente montañosa, con continua actividad volcánica. Las grandes industrias metalúrgicas del período del Primer Imperio fueron casi todas destruidas en las Guerras Separatistas; la reconstrucción de una base industrial ha ido desarrollándose satisfactoriamente desde que Nueva Chicago fue admitida en el Segundo Imperio en el 2940 d. de C.

La mayoría de los habitantes residen en una sola ciudad, que lleva el mismo nombre del planeta. Los otros centros de población están muy esparcidos, y ninguno de ellos tiene más de cuarenta y cinco mil habitantes. La población total del planeta era, según el censo del año 2990, de 6,7 millones de habitantes. Hay explotaciones mineras de hierro y ciudades metalúrgicas en las montañas, y extensos asentamientos agrícolas. El planeta es autosuficiente en la producción de alimentos.

Nueva Chicago posee una creciente flota mercante, y está localizado en un punto que resulta muy conveniente como centro de comercio interestelar del Sector Trans-Saco de Carbón. Está gobernado por un general gobernador y un consejo nombrado por el Virrey del Sector Saco de Carbón; hay también una asamblea elegida y han sido admitidos dos delegados en el Parlamento Imperial.


Rod Blaine miraba ceñudo las palabras que fluían a través de la pantalla de su computadora de bolsillo. Los datos físicos eran actuales, pero todo lo demás estaba anticuado. Los rebeldes habían cambiado incluso el nombre de su mundo, de Nueva Chicago había pasado a ser Señora Libertad. Su gobierno se reorganizaría por completo. Desde luego perdería sus delegados; podía perder incluso el derecho a una asamblea elegida.

Apartó el instrumento y miró hacia abajo. Estaba sobre una zona montañosa, y no vio signo alguno de guerra. Gracias a Dios, no se habían producido bombardeos en la zona.

Sucedía a veces: una fortaleza urbana se resistía con el auxilio de defensas planetarias basadas en satélites. La Marina Espacial no tenía tiempo para asedios prolongados. La política imperial era acabar con las rebeliones con el menor coste posible de vidas… pero acabar con ellas. Un planeta rebelde podía verse reducido a resplandecientes campos de lava, con la supervivencia de sólo unas cuantas ciudades rodeadas de las negras cúpulas de los Campos Langston; y luego ¿qué? No había naves suficientes para transportar alimentos a través de las distancias interestelares. Después vendrían las plagas y el hambre.

Sin embargo, pensaba Rod, era el único medio posible. Él había jurado fidelidad al ingresar en el servicio imperial. La humanidad debía agruparse en un solo gobierno, por la persuasión o por la fuerza, para que no volviesen a repetirse los centenares de años de Guerras Separatistas. Todos los oficiales imperiales habían podido ver los horrores que acarreaban tales guerras; por eso las academias estaban localizadas en la Tierra y no en la Capital.

Al aproximarse a la ciudad vio los primeros indicios del combate. Un anillo de tierras devastadas, fortalezas destruidas, cintas de hormigón del sistema de transporte rotas; luego la ciudad casi intacta, pues había permanecido al abrigo del círculo perfecto de su Campo Langston. La ciudad había padecido daños menores, porque, una vez retirado el Campo, había cesado toda resistencia efectiva. Sólo los fanáticos siguieron luchando contra la Infantería de Marina Imperial.

Pasaron sobre las ruinas de un alto edificio descabezado por la caída de una nave de aterrizaje. Alguien debía de haber disparado sobre los infantes de marina y el piloto no había querido que su muerte resultase inútil…

Rodearon la ciudad, aminorando para poder aproximarse a los muelles de aterrizaje sin destrozar todas las ventanas. Los edificios eran viejos, la mayoría construidos con tecnología hidrocarbónica, supuso Rod, con fajas arrancadas y sustituidas por estructuras más modernas. De la ciudad del Primer Imperio que se había alzado allí no quedaba nada.

Cuando descendieron al puerto situado sobre la Casa del Gobierno, Rod vio que no era preciso aminorar la velocidad. La mayoría de las ventanas de la ciudad estaban ya rotas. Había multitudes por las calles, y los únicos vehículos que se movían eran los transportes militares. Algunos ciudadanos permanecían ociosos, otros entraban y salían corriendo de las tiendas. Infantes de la Marina Imperial con su uniforme gris montaban guardia tras las alambradas electrificadas antidisturbios que rodeaban la Casa del Gobierno. El vehículo de Rod tomó tierra.

Blaine fue conducido rápidamente a la planta del general gobernador. No había una sola mujer en el edificio, aunque las oficinas del gobierno imperial estaban normalmente llenas de ellas, y Rod echó de menos a las chicas. Llevaba demasiado tiempo en el espacio. Dio su nombre al tieso infante de marina que hacía de recepcionista y esperó.

No se dedicó a pensar en la inmediata entrevista, y pasó el rato contemplando las paredes blancas. Todos los cuadros decorativos, el mapa estelar en tres dimensiones con banderas imperiales flotando sobre las provincias, todo el equipamiento normal de una oficina de general gobernador de un planeta de primera clase, habían desaparecido, dejando feas huellas en la pared.

Por fin el guardia le introdujo en la oficina. El almirante Vladimir Richard George Plejanov, vicealmirante del Negro, Caballero de San Miguel y San Jorge, se sentaba a la mesa del general gobernador. No había señal alguna de Su Excelencia el señor Haruna, y Rod pensó por un instante que el almirante estaba solo. Advirtió luego la presencia, junto a la ventana, del capitán Cziller, su superior inmediato en la MacArthur. Todos los elementos transparentes estaban rotos, y había profundas señales en las paredes revestidas. Muebles y adornos habían desaparecido. Hasta el Gran Sello (corona y nave espacial, águila, hoz y martillo) faltaba de la mesa cubierta con duraplast. Rod no recordaba haber visto nunca una mesa de duraplast en la oficina de un general gobernador.

—Se presenta el teniente Blaine, cumpliendo sus órdenes, señor.

Plejanov devolvió el saludo con aire ausente. Cziller siguió mirando por la ventana. Rod mantuvo un aire de rígida atención mientras el almirante le contemplaba con la misma expresión. Por último dijo:

—Buenos días, teniente.

—Buenos días, señor.

—No lo son en realidad. Creo que no he vuelto a verle a usted desde la última vez que visité Crucis Court. ¿Cómo está el marqués?

—Bien la última vez que estuve en casa, señor.

El almirante cabeceó y continuó contemplando a Blaine con aire crítico. No ha cambiado, pensó Rod. Un hombre de gran competencia, que combatía su tendencia a engordar haciendo ejercicio en alta gravedad. La Marina Espacial enviaba a Plejanov cuando se suponía que el combate iba a ser duro. Nunca se dio el caso de que excusara a un oficial incompetente, y corría el rumor de que había tumbado en una mesa al príncipe coronado (ahora emperador) y le había dado una zurra cuando Su Alteza servía como brigadier en la nave Platea.

Tengo aquí su informe, Blaine. Tuvo usted que abrirse paso hasta el generador del campo rebelde. Perdió usted una compañía de infantes de la Marina Imperial.

—Así es, señor. —Los fanáticos rebeldes habían defendido la estación del generador, y la batalla había sido feroz.

—¿Y qué demonios hacía usted combatiendo en tierra? —preguntó el almirante—. Cziller le dio a usted un crucero capturado para escoltar a nuestros vehículos de asalto. ¿Tenía usted órdenes de descender a tierra?

—No las tenía, señor.

—¿Acaso supone que la aristocracia no está sometida a la disciplina de la Marina Espacial?

—Por supuesto que no, señor.

Plejanov ignoró la respuesta.

—Y luego tenemos ese trato que hizo usted con un jefe rebelde. ¿Cómo se llamaba? —Plejanov miró sus papeles—. Stone. Jonas Stone. Inmunidad frente a cualquier posible proceso. Reintegro de propiedades. Pero qué demonios, ¿acaso se imagina que cualquier oficial tiene autoridad para hacer tratos con rebeldes? ¿O acaso tenía encomendada usted alguna misión diplomática que yo desconozca, teniente?

—No, señor. —Rod apretó con fuerza los labios contra los dientes. Deseó gritar, pero no lo hizo. Al diablo con la tradición de la Marina Espacial, pensó. Gané la maldita guerra.

—Veamos, ¿tiene usted una explicación? —exigió el almirante.

—Sí, señor.

—Bien, hable.

Rod habló con voz tensa y forzada.

—Verá, señor. Mientras mandaba la nave Defiant, recibí una señal de la ciudad rebelde. Por supuesto el Campo Langston de la ciudad estaba intacto, el capitán Cziller, a bordo de la MacArthur, estaba totalmente ocupado con las defensas planetarias del satélite, y el cuerpo principal de la flota se hallaba enzarzado en una lucha general con las fuerzas insurrectas. El mensaje estaba firmado por un caudillo rebelde. El señor Stone prometió admitir en la ciudad fuerzas imperiales a condición de obtener inmunidad completa frente a cualquier juicio y restauración de sus propiedades personales. Daba un tiempo límite de una hora, e insistía en que un miembro de la aristocracia sirviese como fiador. Si se atendía a su oferta, la guerra terminaría en cuanto los infantes de marina entrasen en las instalaciones del generador del campo de la ciudad. Al no haber posibilidad de consulta con una autoridad superior, bajé yo mismo con las fuerzas de desembarco y di al señor Stone mi palabra de honor personal.

—Su palabra —dijo Plejanov, frunciendo el ceño—. Como Lord Blaine. No como oficial de la marina.

—No había otro medio, almirante.

—Comprendo. —Plejanov parecía ahora pensativo.

Si no cumplía la palabra dada por Blaine, Rod acudiría a todos los medios, a la Marina Espacial, al gobierno… Por otra parte, el almirante Plejanov tendría que explicarse ante la Cámara de los Pares.

—¿Qué le hizo pensar que la oferta era sincera?

—Señor, estaba en código imperial y suscrita por un oficial del servicio secreto de la marina.

—Así que arriesgó usted su nave…

—Ante la posibilidad de acabar con la guerra sin destruir el planeta. Sí, señor. He de señalar que el mensaje del señor Stone describía el campo prisión de la ciudad donde mantenían encerrados a los oficiales imperiales y a diversos ciudadanos.

—Comprendo —las manos de Plejanov se movieron en un súbito gesto de cólera—. Muy bien. Yo no quiero saber nada con los traidores, ni siquiera con uno que nos ayude. Pero respetaré su pacto, y eso significa que tengo que dar aprobación oficial a su desembarco. No tiene por qué gustarme lo que ha hecho, Blaine, y no me gusta. Fue una estupidez.

Pero resultó, pensó Rod. Continuaba tenso, pero sintió que el nudo de su estómago se aflojaba.

—Su padre corrió riesgos estúpidos —gruñó el almirante—. Estuvo a punto de conseguir que nos mataran a todos en Taniz. Es asombroso que su familia haya sobrevivido a través de once marqueses, y lo será aún más si llega hasta doce. Está bien, siéntese.

—Gracias, señor. —Rod se sentó rígido y tenso, su voz fríamente cortés. La cara del almirante se relajó un poco.

—¿Nunca le dije que su padre fue mi oficial al mando en Taniz? —preguntó en tono más cordial Plejanov.

—No, señor. Me lo dijo él. —Aún no había cordialidad alguna en la voz de Rod.

—Fue además el mejor amigo que tuve en la Marina Espacial, teniente. Su influencia me situó donde estoy, y él solicitó que usted estuviese bajo mi mando.

—Sí, señor. —Lo sabía. Pero en aquel momento se preguntaba por qué.

—Le gustaría a usted preguntarme qué espero que usted haga, ¿no es así, teniente?

—Sí, señor —Rod se estremeció de sorpresa.

—¿Qué habría sucedido si la oferta del rebelde no hubiese sido sincera? Si hubiese sido una trampa…

—Los rebeldes podrían haber destruido mi comando.

—Sí —la voz de Plejanov era aceradamente tranquila—. Pero consideró usted que valía la pena correr el riesgo porque tenía la posibilidad de poner fin a la guerra con pocas bajas por ambos bandos. ¿No es así?

—Así es, señor.

—Y si morían los infantes de marina, ¿qué habría podido hacer mi flota? —el almirante aporreó con sus puños la mesa—. ¡No habría tenido ninguna elección posible! —bramó—. ¡Cada semana que mantengo esta flota aquí es una oportunidad más para que los exteriores ataquen a uno de nuestros planetas! No habría tiempo para enviar a por otro transportador de fuerzas de asalto y a por más infantes de marina. Si hubiese perdido usted su comando, yo habría barrido este planeta reduciéndolo de nuevo a la edad de piedra, Blaine. ¡Aristócrata o no, no vuelva a colocar a nadie jamás en una situación así! ¿Ha comprendido?

—Sí, señor, he comprendido… —Tenía razón. Pero… ¿Qué habrían podido hacer los infantes de marina con el campo de la ciudad intacto? Rod bajó los ojos. Algo. Habrían hecho algo. Pero ¿qué?

—La cosa salió bien —dijo fríamente Plejanov—. Quizás tuviese usted razón. Quizás no la tuviese. Si hace usted otra cosa parecida, le degradaré. ¿Está claro? —Alzó un documento impreso, copia del expediente de Rod—. ¿Está la MacArthur preparada para el espacio?

—¿Cómo dice, señor? —la pregunta había sido formulada en el mismo tono que la amenaza, y Rod tardó unos instantes en accionar sus engranajes mentales—. Para el espacio, señor. No para un combate. Y no me gustaría que fuese muy lejos sin un reajuste general.

En la frenética hora que había pasado a bordo, Rod había realizado una inspección general, y ésa era una de las razones de que necesitara un afeitado. Ahora se sentía inquieto y sorprendido. El capitán de la MacArthur seguía junto a la ventana, evidentemente escuchando, pero no había dicho una palabra. ¿Por qué no le había preguntado el almirante a él?

Mientras Blaine seguía preguntándose todo esto, habló Plejanov despejando sus dudas.

—Bueno, Bruno, tú eres Capitán de la Flota. ¿Qué dices?

Bruno Cziller se volvió. Rod se quedó asombrado: Cziller no llevaba ya la pequeña reproducción en plata de la MacArthur que indicaba que era su jefe. En vez de ella brillaban en su pecho el cometa y el sol del Estado Mayor de la Marina Espacial, y anchas fajas de almirante.

—¿Cómo está usted, teniente? —preguntó formulariamente Cziller; luego sonrió; aquella sonrisa oblicua era famosa en la MacArthur—. Tiene usted un aspecto magnífico. Al menos por el lado derecho. Bueno, estaba usted en la nave hace una hora. ¿Qué daños descubrió en ella?

Confuso, Rod fue informando del estado de la MacArthur según sus comprobaciones, y de los arreglos y reparaciones que había ordenado. Cziller asentía y hacía preguntas. Por último dijo:

—Y cree usted que está preparada para salir al espacio, pero no para la guerra, ¿no es cierto?

—Así es, señor. No podría enfrentarse a una nave grande, de ningún modo.

—Eso es cierto. Almirante, quiero recomendarle lo siguiente: el teniente Blaine está en condiciones de ascender y podemos darle la MacArthur para que vaya a repararla a Nueva Escocia y siga luego hasta la Capital. Puede llevarse con él a la sobrina del senador Fowler.

¿Darle la MacArthur? Rod le oyó confusamente, asombrado. Tenía miedo a creerlo, pero allí estaba la oportunidad de demostrarles algo a Plejanov y a todos los demás.

—Es muy joven. Demasiado. Nunca debería permitírsele tomar el mando de esa nave —dijo Plejanov—. Aun así, probablemente sea la mejor solución. No creo que haya ningún problema en el viaje a Esparta por Nueva Caledonia. La nave es suya, capitán. —Al ver que Rod no decía nada, Plejanov le gritó—. Mire, Blaine. Queda ascendido a capitán y tomará el mando de la MacArthur. Mi secretario le dará instrucciones escritas de aquí a medía hora.

Cziller sonrió oblicuamente.

—Diga algo —sugirió.

—Gracias, señor. Yo… yo creí que le desagradaba.

—No esté tan seguro de lo contrario —dijo Plejanov—. Si tuviese otra alternativa sería usted ayudante de alguien. Quizás resulte usted un buen marqués, pero no tiene carácter para la Marina. Supongo que eso no importa mucho; de todos modos su carrera no es la Marina Espacial.

—Ya no, señor —dijo cuidadosamente Rod.

Aún le dolía dentro. El Gran George, que había destacado en el levantamiento de pesos a los doce años y poseía ya una gran corpulencia antes de los dieciséis… su hermano George había muerto en una batalla al otro lado del Imperio. Rod estaría planeando su futuro, o pensando voluntariamente en su casa, y el recuerdo llegaba como si alguien hubiese punzado su alma con una aguja. Muerto. ¿George?

A George correspondía heredar las fincas y los títulos. Rod sólo deseaba hacer carrera en la Marina con la posibilidad de convertirse algún día en Gran Almirante. Ahora… habían transcurrido menos de diez años y debía ocupar su puesto en el Parlamento.

—Tendrá usted dos pasajeros —dijo Cziller—. A uno lo conoce ya. Conoce usted a la señorita Sandra Bright Fowler, ¿verdad? La sobrina del senador Fowler…

—La conozco, señor. Hace años que no la veo, pero su tío cena muy a menudo en Crucis Court… Además la encontré en el campo prisión. ¿Cómo está?

—No muy bien —contestó Cziller; su sonrisa se desvaneció—. La enviamos a casa, y no tengo ni que decirle que debe tratarla con la mayor delicadeza. Viajará con usted hasta Nueva Escocia, o hasta la Capital incluso, si ella quiere. Queda al criterio de ella. Su otro pasajero, sin embargo, es una cuestión diferente.

Rod le miró atentamente. Cziller miró a Plejanov, que asintió, y continuó:

—Su excelencia, el comerciante Horace Hussein Bury, magnate, presidente del Consejo de Autonética Imperial, y figura importante de la Asociación de Comerciantes Imperiales. Viajará con usted hasta Esparta, y no debe moverse de la nave, ¿comprende?

—Bueno, no exactamente, señor —contestó Rod. Plejanov lanzó un bufido.

—Cziller lo ha dicho bastante claro. Pensamos que Bury está detrás de esta rebelión, pero no hay pruebas suficientes para una detención preventiva. Apelaría al Emperador. Pues bien, le enviaremos a Esparta para que curse su apelación. Eso es lo que la Marina considera más adecuado. Pero ¿a quién debo enviar con él, Blaine? Posee millones. Más aún. ¿Cuántos hombres podrían dar un planeta entero corno soborno? Bury podría ofrecer uno.

—Yo… Sí, señor —dijo Rod.

—Y no se muestre tan desconcertado, demonios —aulló Plejanov—. No he acusado de corrupción a ninguno de mis oficiales. Pero lo cierto es que usted es más rico que Bury. Ni siquiera puede tentarle. Es mi principal razón para darle el mando de la MacArthur, así no tendré que preocuparme de mi próspero amigo.

—Comprendo. Gracias de todos modos, señor. —Y le demostraré que no es un error.

Plejanov asintió como si leyese los pensamientos de Blaine.

—Usted podría ser un buen oficial. Ésta es su oportunidad. Necesito que Cziller me ayude a gobernar este planeta. Los rebeldes mataron al general gobernador.

—¿Mataron al señor Haruna? —Rod estaba asombrado; recordaba al viejo caballero, con bastante más de cien años, cuando fue a casa a visitar a su padre—. Era un viejo amigo de mi padre.

—No fue al único que mataron. Pusieron las cabezas clavadas en picas a la salida de la Casa del Gobierno. Alguien pensó que eso forzaría a la gente a apoyar la lucha durante más tiempo. Les daría miedo rendirse. Bueno, ahora tienen una razón para tener miedo. El trato que usted hizo con Stone. ¿Hay alguna otra condición en ese trato?

—Sí la hay, señor. Quedará rescindido si se niega a cooperar con los servicios secretos. Tiene que dar el nombre de todos los conspiradores. Plejanov miró significativamente a Cziller.

—Que sus hombres se ocupen de eso, Bruno. Es un punto de partida. Muy bien, Blaine, disponga su nave y salga. —El almirante se levantó; la entrevista había terminado—. Tenemos mucho trabajo por delante, capitán. Empecemos.