"Última oportunidad" - читать интересную книгу автора (Coben Harlan)Capítulo 12 A las seis de la mañana siguiente, salí de casa y bajé caminando. Utilizando una llave que tenía desde la época de la universidad, abrí la puerta de la casa de mis padres y entré. Los años no se habían portado bien con aquella residencia, aunque tampoco es que hubiera salido antes en Había fotos en el estante de la chimenea. Siempre me paraba a mirar las de mi hermana, Stacy. No sé qué buscaba. O quizá sí. (Buscaba señales, algún presagio.) Buscaba algún indicio de que aquella jovencita frágil y herida compraría un día un arma en la calle, me dispararía y haría daño a mi hija. – ¿Marc? -Era mi madre. Sabía lo que estaba haciendo-. ¿Me ayudas, por favor? Asentí y fui al dormitorio. Ahora mi padre dormía en la planta baja porque era más fácil que subirlo con la silla de ruedas. Lo vestimos, lo cual era como vestir un saco de arena mojada. Mi padre se inclina de un lado a otro. Su peso tiene tendencia a cambios súbitos. Mi madre y yo ya estábamos acostumbrados, pero eso no hacía menos ardua la tarea. Cuando mi madre me dio un beso de despedida, olí el aroma leve y familiar de su aliento de menta y tabaco. Le había recomendado que lo dejara. Ella me lo prometía, pero yo sabía que no lo dejaría nunca. Notaba cómo se estaba aflojando la piel de su cuello, de modo que las cadenas de oro casi desaparecían entre los pliegues. Se inclinó para besar a mi padre en la mejilla, alargando un poco el contacto. – Id con cuidado -dijo. Pero eso era lo que nos decía siempre. Empezamos nuestro paseo. Empujé a mi padre hasta la estación de tren. Vivimos en una ciudad de personas que trabajan en otra ciudad. Una mayoría de hombres, pero también algunas mujeres, esperaban de pie, con el maletín en una mano, y la taza de café en la otra. Puede parecer una tontería, pero incluso antes del 11 de septiembre, estas personas eran héroes para mí. Suben al maldito tren cinco días a la semana. Van hasta Hoboken y transbordan al PATH. Este tren los lleva a Nueva York. Algunos irán hasta la calle Treinta y tres y cogerán el metro para ir al centro. Otros lo tomarán para ir al centro financiero, ahora que está otra vez abierto. Hacen un sacrificio diario, olvidándose de sus deseos y sueños para ofrecer lo mejor a sus seres queridos. Yo podría dedicarme a la cirugía plástica estética y ganar una fortuna. Mis padres podrían permitirse más ayuda para mi padre. Podrían vivir en una casa que estuviera mejor, tener una enfermera las veinticuatro horas, encontrar un lugar que se ajustara mejor a sus necesidades. Pero no lo hago. No los ayudo tomando la ruta más trillada porque, francamente, hacer un trabajo como ése me aburriría mucho. Por lo tanto elijo hacer algo más emocionante, algo que me gusta. Al hacerlo, los demás creen que soy un héroe, que soy yo el que hace un sacrificio. La verdad es que las personas que trabajan con los pobres son normalmente las más egoístas. No estamos dispuestos a sacrificar nuestras necesidades. Trabajar en algo que mantenga a nuestras familias no es suficiente para nosotros. Mantener a los que amamos es secundario. Necesitamos la satisfacción personal, aunque nuestra familia se quede sin ella. Estos hombres trajeados que veo subir al tren suelen odiar lo que van a hacer y a donde van, pero lo hacen de todos modos. Lo hacen para cuidar de sus familias, para ofrecer una vida mejor a sus cónyuges, a sus hijos, y quizás, sólo quizás, a sus padres viejos y enfermos. Así que, ¿cuál de los dos es el más admirable? Mi padre y yo hacíamos la misma ruta cada jueves. Tomamos el camino que rodea el parque por detrás de la biblioteca. El parque estaba repleto de campos de fútbol, una constante en las afueras. ¿Cuánto terreno de calidad estaba dedicado a este deporte extranjero supuestamente de segunda fila? A mi padre parecía reconfortarlo el parque, con los movimientos y los gritos de los niños jugando. Nos paramos y respiré hondo. Miré a la izquierda. Varias mujeres rebosantes de salud corrían vestidas con sus mejores mallas brillantes y ajustadas. Mi padre parecía muy tranquilo. Sonreí. A lo mejor lo que le gustaba a mi padre no era precisamente el fútbol. Ya no me acordaba de cómo había sido mi padre. Cuando intento remontarme tan lejos, mis recuerdos son como instantáneas, flashes: la risa profunda de un hombre, un niño agarrado a su bíceps, suspendido sobre el suelo. Esto era prácticamente todo. Re cuerdo que lo quería muchísimo, y supongo que eso ha sido siempre suficiente. Después de sufrir el segundo infarto, dieciséis años antes, su habla quedó gravemente dañada. Se quedaba encallado en mitad de una frase. Se le escapaban palabras. Se quedaba horas callado, y a veces días. Te olvidabas de que estaba allí. Nadie sabía con seguridad si nos comprendía, si tenía la clásica «afasia expresiva» -entiendes pero no puedes comunicarte bien- o alguna cosa aún más siniestra. Pero un día caluroso de junio de mi último curso en el instituto, mi padre alargó una mano de repente para agarrarme la manga con fuerza. Yo estaba a punto de salir a una fiesta. Lenny me esperaba junto a la puerta. La firmeza de la mano de mi padre me detuvo de golpe. Lo miré. Tenía la cara completamente blanca, los tendones del cuello tensos, y más que nada, lo que vi fue un miedo en estado puro. La expresión de su cara apareció en mis sueños durante años. Me senté en una silla junto a él, sin que me soltara. – ¿Papá? – Entiendo -dijo suplicante. Su mano me apretó con más fuerza-. Por favor. -Cada palabra le costaba un gran esfuerzo-. Todavía entiendo. Sólo dijo eso. Pero fue suficiente. Lo que quería decir era: «Aunque no pueda hablar ni responder, entiendo. Por favor, no me ignoréis». Durante un tiempo, los médicos estuvieron de acuerdo. Tenía afasia expresiva. Luego sufrió otro ataque, y los médicos no estaban tan seguros de que entendiese algo. No sé si estoy aplicando mi propia versión de la Apuesta de Pascal [3] -si me entiende, tengo que hablar con él, y si no, no le hago daño a nadie-, pero supongo que le debo al menos eso. Así que le hablo. Se lo cuento todo. Y en aquel momento, le estaba contando la visita de Dina Levinsky -«¿Te acuerdas de ella, papá?»- y lo del CD escondido. La cara de papá estaba como bloqueada, inmóvil, el lado izquierdo de la boca torcido hacia abajo en una expresión airada. A veces deseaba que él y yo no hubiéramos tenido nunca aquella conversación de «entiendo». No sé lo que es peor: no entender nada, o entender lo atrapado que estás. O tal vez ahora sí que lo sé. Estaba empezando la segunda vuelta, pasando por la nueva pista de patinaje, cuando vi a mi suegro. Edgar Portman estaba sentado en un banco, espléndido con su ropa informal, las piernas cruzadas, la raya de los pantalones tan marcada que podría haber cortado tomates con ella. Después del tiroteo, Edgar y yo habíamos intentado mantener una relación que no había existido nunca cuando su hija vivía. Habíamos contratado una agencia de detectives juntos -Edgar, por supuesto, conocía a la mejor- pero no descubrieron nada. Al poco tiempo, Edgar y yo nos cansamos de disimular. El único vínculo que nos unía era uno que evocaba el peor momento de mi vida. La presencia allí de Edgar, por supuesto, podía ser una coincidencia. Vivimos en la misma ciudad. No sería raro que nos encontráramos por casualidad de vez en cuando. Pero no era así. Lo sabía. Edgar no era de los que pasaban el rato en los parques. Había ido allí a verme. Nuestros ojos se encontraron y no me quedó claro si me gustaba lo que vi. Empujé la silla hasta el banco. Edgar no dejó de mirarme, y no miró ni un momento a mi padre. Para él podría haber estado empujando el carrito de la compra. – Tu madre me ha dicho que te encontraría aquí -dijo Edgar. Me paré a unos metros de distancia. – ¿Qué pasa? – Siéntate un momento. Coloqué la silla de mi padre a la izquierda. Bajé el freno. Mi padre miraba delante de él. Se le inclinó la cabeza hacia el hombro derecho, como hace cuando está cansado. Me volví para mirar a Edgar. Descruzó las piernas. – No sé cómo decírtelo -empezó. Le di un poco de tiempo; miró hacia otro lado. – ¿Edgar? – Mmm. – Dímelo y basta. Inclinó la cabeza, apreciando mi franqueza. Edgar era así. Sin preámbulos, dijo: – He recibido otra petición de rescate. Me eché hacia atrás. No sé lo que había esperado oír -a lo mejor que habían encontrado el cadáver de Tara-, pero lo que estaba diciendo… no era capaz de asimilarlo. Estaba a punto de hacer una pregunta cuando vi que tenía una bolsa sobre las rodillas. La abrió y sacó algo. Era una bolsa de plástico, como la última vez que lo habíamos hecho. Lo miré fijamente. Me la pasó. Algo me explotó en el pecho. Parpadeé y miré la bolsa. Cabellos. Dentro había cabellos. – Ésta es su prueba -dijo Edgar. No podía hablar. Me limité a mirar los cabellos. Dejé la bolsa suavemente sobre mis rodillas. – Comprendieron que no nos mostraríamos escépticos -dijo Edgar. – ¿Quién comprendió? – Los secuestradores. Dijeron que nos darían unos días. Inmediatamente llevé los cabellos a un laboratorio de ADN. Lo miré y después volví a mirar los cabellos. – Los resultados preliminares llegaron hace dos horas -dijo Edgar-. Nada que pueda utilizarse en un juicio, pero sigue siendo muy concluyente. Los cabellos concuerdan con los que nos mandaron hace un año y medio. -Calló y tragó saliva-. Los cabellos pertenecen a Tara. Oí las palabras. No las comprendí. Por alguna razón, negué con la cabeza. – A lo mejor los guardaron de la primera vez… – No. También tienen pruebas de edad. Estos cabellos proceden de una niña de unos dos años. Creo que ya lo sabía. Veía que aquello no era la pelusilla del pelo de bebé de mi hija. Ya no los tendría así. Su pelo sería más oscuro y más grueso… Edgar me pasó una nota. Todavía inmerso en una neblina, se la cogí. El tipo de letra era el mismo de la nota que habíamos recibido hacía dieciocho meses. La línea de arriba, por encima del pliegue, decía: ¿quieres una última oportunidad? Sentí el golpe muy dentro de mi pecho. La voz de Edgar de repente me parecía muy lejana. – Seguramente tendría que habértelo dicho en seguida, pero pensé que se trataba de un engaño. Carson y yo no queríamos darte esperanzas innecesariamente. Tengo amigos. Me han ayudado a apremiar con los resultados del ADN. Todavía tenemos los cabellos de su último envío. Me puso una mano en el hombro. No me moví. – Está viva, Marc. No sé cómo ni dónde, pero Tara está viva. Posé los ojos en los cabellos. Tara. Pertenecían a Tara. El brillante tono dorado de trigo. Los acaricié a través del plástico. Quería meter los dedos dentro, tocar a mi hija, pero creí que el corazón me explotaría. – Quieren dos millones de dólares más. La nota nos advierte que no llamemos a la Policía. Aseguran que tienen una fuente de información. Han mandado otro móvil para ti. Tengo el dinero en el coche. Quizá tenemos otras veinticuatro horas. Es el tiempo que nos han dado para realizar la prueba de ADN. Tienes que estar preparado. Finalmente leí la nota. Luego miré por encima de ella a mi padre, en la silla de ruedas. Seguía mirando fijamente hacia delante. – Sé que crees que soy rico -dijo Edgar-. Lo soy, supongo. Pero no tanto como tú crees. Tengo influencias y… Me volví a mirarlo. Tenía los ojos muy abiertos y le temblaban las manos. – Lo que quiero decir es que ya no me queda mucha liquidez. No estoy hecho de dinero. Nada más. – A mí me sorprende incluso que hagas esto -dije. Mis palabras, me di cuenta inmediatamente, le habían herido. Quería retirarlas, pero no sé por qué, no lo hice. Dejé que mis ojos volvieran hacia mi padre. La cara de mi padre estaba paralizada, pero cuando lo miré con más atención vi que tenía una lágrima en la mejilla. Eso no significaba nada. Mi padre había llorado otras veces, sin provocación aparente. No lo tomé por algún tipo de señal. Y entonces, no sé por qué, seguí su mirada. Miré a través del campo de fútbol, más allá de las porterías, más allá de dos mujeres que corrían, hasta la calle que había a unos cien metros de distancia. Se me encogió el estómago. Allí, en la acera, de pie, mirando hacia mí con las manos en los bolsillos, había un hombre que llevaba una camisa de franela y unos vaqueros negros con una gorra de los Yankees. No podía asegurar que fuera el mismo hombre. La franela roja y negra no es precisamente un estampado insólito. Y tal vez fuera mi imaginación -estaba bastante lejos- pero creo que me sonrió. Sentí que todo mi cuerpo se agitaba. – ¿Marc? -dijo Edgar. Le oí vagamente. Me levanté y mantuve la vista a lo lejos. Primero, el hombre de la camisa de franela se quedó totalmente quieto. Corrí hacia él. – ¿Marc? Pero yo sabía que no era ningún error. No te olvidas. Cierras los ojos y sigues viéndole. No te deja nunca. Deseas que suceda algo como esto. Lo sabía. Y sabía lo que pasaba con los deseos. Pero corrí directamente hacia él. Porque no había ningún error. Sabía quién era. Cuando todavía estaba a bastante distancia, el hombre levantó la mano y me saludó. Seguí corriendo, pero ya sabía que era inútil. Apenas había cruzado medio parque cuando se acercó una furgoneta blanca. El hombre de la franela mandó un saludo en mi dirección antes de desaparecer dentro de ella. La furgoneta ya no estaba a la vista cuando llegué a la calle. |
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