"Los Muertos No Hablan" - читать интересную книгу автора (French Nicci)
Nicci French Los Muertos No Hablan
Capítulo 1
Hay momentos en los que tu vida cambia; siempre habrá un antes y un después, separados quizá por una llamada a la puerta. Me interrumpieron. Estaba ordenando la casa. Había recogido los periódicos del día anterior, sobres viejos, papeles sueltos, y los había dejado en la cesta junto a la chimenea, para encender el fuego después de la cena. El arroz acababa de empezar a borbotear. Lo primero que pensé fue que sería Greg, que se había olvidado las llaves, pero recordé que eso era imposible porque aquella mañana se había llevado el coche. En cualquier caso, él no habría llamado a la puerta, sino que me habría gritado a través de la ranura del buzón. Tal vez fuera una amiga, quizás un testigo de Jehová o una visita a puerta fría de algún joven desesperado que intentaba vender trapos y pinzas para la ropa. Salí de la cocina, atravesé el vestíbulo, llegué a la puerta de entrada y la abrí; una corriente de aire frío penetró en la casa.
No era Greg, ni una amiga, ni un vecino ni un desconocido que me quisiera vender un libro religioso o artículos domésticos. Me encontré con dos mujeres policía. Una de ellas parecía una estudiante; llevaba un flequillo recto que le cubría las cejas y tenía orejas de soplillo; la otra parecía su profesora, con una mandíbula cuadrada y el cabello canoso y corto, con un corte masculino.
– ¿Sí?
¿Me habían pillado superando el límite de velocidad? ¿Tirando basura en la calle? Pero entonces vi en sus rostros una expresión de incertidumbre, incluso de sorpresa, y sentí en el pecho la primera punzada de aprensión.
– ¿Señora Manning?
– Mi nombre es Eleanor Falkner -respondí-, pero estoy casada con Greg Manning, así que me pueden llamar… -Me interrumpí-. ¿Qué ha pasado?
– ¿Podemos entrar?
Las hice pasar al saloncito.
– ¿Es usted la esposa del señor Gregory Manning?
– Sí.
Lo escuché todo, me fijé en todo. Vi que la más joven miraba a la más veterana mientras ésta hablaba, y también advertí que tenía una carrera en las medias negras. La boca de la agente de más edad se abría y se cerraba, pero daba la impresión de que no estaba sincronizada con las palabras que pronunciaba, y tuve que hacer un esfuerzo por comprenderlas. El olor del risotto me llegó desde la cocina y recordé que no había apagado el fuego, así que se habría secado y echado a perder. Entonces caí en la cuenta, con un estupor anonadado, de que en realidad no importaba que se hubiera echado a perder: ya no iba a comérselo nadie. Detrás de mí oí que el viento lanzaba unas hojas secas contra el ventanal. En el exterior todo estaba oscuro. Oscuro y frío. Al cabo de unas semanas cambiarían la hora para el horario de invierno. Faltaban un par de meses para Navidad.
– Lo lamento mucho -dijo la agente-, su marido ha sufrido un accidente mortal.
– No lo entiendo.
Pero sí lo entendía. Las palabras eran claras. Accidente mortal. Tuve la sensación de que las piernas ya no me permitirían levantarme.
– ¿Necesita algo? ¿Un vaso de agua, quizá?
– Me estaba diciendo usted…
– El coche de su marido se ha salido de la carretera -anunció lenta y pacientemente.
La boca se le alargaba y se le acortaba.
– ¿Ha muerto?
– Lo lamento mucho -repitió-. La acompaño en el sentimiento.
– El coche se ha incendiado.
Era lo primero que decía la mujer más joven. Tenía un rostro relleno y pálido; se le notaba una leve mancha de rímel debajo de uno de los ojos castaños. Me pareció que llevaba lentillas.
– Señora Falkner, ¿entiende lo que le hemos dicho?
– Sí.
– No iba solo en el coche.
– ¿Perdón?
– Iba con otra persona. Una mujer. Creíamos… bueno, creíamos que tal vez fuera usted.
La miré sin decir nada. ¿Esperaba que yo identificase a esa mujer?
– ¿Sabe quién podría ser?
– Yo estaba preparando la cena. A estas horas él ya tendría que estar en casa.
– Hablo de la acompañante de su marido.
– No lo sé. -Me froté la cara-. ¿No llevaba un bolso ni nada parecido?
– No han podido sacar gran cosa. Por el incendio.
Me llevé la mano al pecho y noté los latidos desbocados de mi corazón.
– ¿Están seguras de que era Greg? Puede tratarse de un error.
– El coche era un Citroen Saxo de color rojo -repuso. Consultó la libreta y leyó la matrícula en voz alta-. ¿Su esposo es el propietario de ese vehículo?
– Sí -respondí. Me costaba hablar de forma inteligible-. A lo mejor era alguien del trabajo. A veces los llevaba a algún sitio cuando iba a ver a un cliente. Tania.
Mientras hablaba, me di cuenta de que no lograba que me importara la posibilidad de que Tania también hubiera muerto. Sabía que, más tarde, eso me haría sentir culpable.
– ¿Tania?
– Tania Lott. De la oficina.
– ¿Tiene el número de teléfono de su casa?
Reflexioné durante un instante. Seguramente estaba en el móvil de Greg, que él se había llevado. Tragué saliva con dificultad.
– Creo que no. Es posible que lo tenga por algún lado. ¿Quieren que lo busque? -Ya lo averiguaremos.
– No quiero que piensen que soy una maleducada, pero ahora les rogaría que se marchasen.
– ¿Tiene alguien a quien llamar? ¿Un familiar o un amigo?
– ¿Qué?
– No debería estar sola.
– Quiero estar sola -les espeté.
– Quizá le haga bien hablar con alguien.
La mujer más joven se sacó un folleto del bolsillo; se lo debía de haber guardado allí antes de salir de comisaría. Todo estaba preparado. Me pregunté cuántas veces harían aquello al cabo del año. Debían de estar acostumbradas a eso, a aparecer en la puerta de las casas, hiciera el tiempo que hiciese, con un gesto de compasión en el rostro.
– Aquí tiene los teléfonos de varios profesionales que pueden ayudarla.
– Gracias.
Cogí el folleto que me tendía y lo dejé sobre la mesa. También me dio una tarjeta.
– Puede encontrarme aquí, si necesita cualquier cosa.
– Gracias.
– ¿Seguro que no quiere nada?
– Sí -respondí, con voz más alta de lo que pretendía-. Perdónenme, pero creo que se me ha evaporado el agua de la olla. Debería ir a echar un vistazo. Saben por dónde salir, ¿verdad?
Abandoné la estancia, dejando allí a las dos mujeres azoradas, y entré en la cocina. Aparté la olla del fuego y removí con una cuchara de madera la amalgama pegajosa del risotto quemado. A Greg le encantaba el risotto; era el primer plato que me había preparado. Risotto con vino tinto y una ensalada verde. De pronto lo vi con nitidez, sentado a la mesa de la cocina con la ropa de estar por casa, sonriéndome y alzando la copa a modo de saludo, y me di la vuelta: pensé que, si era lo bastante rápida, todavía lo encontraría allí.
La acompaño en el sentimiento.
Accidente mortal.
Esta no es mi vida. Hay algo que falla, que no cuadra. Estamos en octubre, hoy es lunes por la tarde. Soy Ellie Falkner, tengo treinta y cuatro años y estoy casada con Greg Manning. Aunque dos agentes de policía acaban de llamar a mi puerta y de decirme que ha muerto, sé que no puede ser cierto porque esas cosas suceden en la vida de los demás, pero no en la mía.
Me senté a la mesa de la cocina y esperé. No sé qué aguardaba; sentir algo, quizá. ¿No lloran las personas cuando muere un ser querido? Gimen y sollozan, las lágrimas les corren por las mejillas. No cabía duda de que Greg era mi amor, mi ser más querido, pero nunca había sentido tan pocas ganas de llorar. Tenía los ojos secos y calientes; me dolía un poco la garganta, como si estuviera incubando un resfriado. También me dolía el estómago; me llevé la mano al vientre unos segundos y cerré los ojos. Había migas del desayuno sobre la mesa. Tostadas con mermelada. Café.
¿Qué había dicho al marcharse? No me acordaba. Había sido una mañana de lunes como cualquier otra, con un cielo gris y charcos en la acera. ¿Cuándo me había besado por última vez? ¿Había sido en la mejilla o en la boca? Esa misma tarde, pocas horas antes, habíamos tenido una estúpida discusión por teléfono motivada por la hora a la que iba a llegar a casa. ¿Habían sido ésas nuestras últimas palabras? ¿Las típicas frases de una riña, antes del gran silencio? Durante un instante ni siquiera pude recordar su rostro, pero entonces lo vi: el cabello rizado y los ojos oscuros, y la forma en que sonríe. Sonreía. Sus manos fuertes y hábiles, su sólida calidez. Tenía que tratarse de un error.
Me puse en pie, descolgué el teléfono de la pared y marqué su número de móvil. Esperé a oír su voz y, al cabo de unos minutos, al no escucharla, colgué con cuidado y apoyé el rostro en la ventana. Había un gato que avanzaba por el muro del jardín con gran delicadeza. Vi que le brillaban los ojos. Lo observé hasta que desapareció.
Con un tenedor, cogí un poco de arroz de la olla y me lo llevé a la boca. No sabía a nada. A lo mejor debía servirme una copa de whisky. Era lo que hacía la gente cuando se encontraba en estado de shock, y suponía que ése era mi caso. Pero me parecía recordar que no teníamos whisky en casa. Abrí el armario de las bebidas y estudié el interior. Había una botella de ginebra llena en sus tres cuartas partes, otra de Pimm's, pero ésa era una bebida para las tardes ociosas y calurosas del verano, para las que en aquel momento aún faltaba mucho, y una botellita de aguardiente. Hice girar el tapón, di un sorbo para probarlo y sentí el hilillo de fuego en la garganta.
Consumido por las llamas. Consumido por las llamas.
Intenté no imaginar su rostro ardiendo ni su cuerpo quemado. Me presioné con las palmas de las manos las órbitas de los ojos, y hasta el menor ruido desapareció. En la casa reinaba un gran silencio. Todos los sonidos procedían del exterior: el viento entre los árboles, los coches al pasar, los portazos, la gente que llevaba a cabo sus actividades cotidianas.
No sé cuánto tiempo estuve así, pero al fin subí las escaleras, agarrándome a la barandilla y cogiendo fuerzas para pasar de un escalón al siguiente, como una anciana. Me había quedado viuda. ¿Quién me iba a programar el vídeo, quién me iba a ayudar a no acabar el crucigrama de los domingos, quién me iba a dar calor por la noche, a abrazarme y proporcionarme seguridad? Pensé en todo aquello sin sentirlo. Ya en el dormitorio, me quedé inmóvil durante varios minutos, mirando en derredor, y después me dejé caer sobre la cama, en mi lado, cerciorándome de que no invadía el espacio de Greg. Él estaba leyendo un libro de viajes; quería que fuéramos juntos a la India. Según el punto, había llegado más allá de la mitad. Su bata -gris con rayas azules- estaba colgada de un gancho en la puerta. Debajo de la vieja silla de madera se veían unas zapatillas con los talones desgastados, y encima de ella, unos pantalones vaqueros que se había puesto el día anterior junto con un viejo jersey azul. Me acerqué, cogí el jersey y hundí el rostro en aquel conocido olor, parecido al del serrín. Me quité el mío, metí la cabeza por el cuello del suyo y me lo puse. Tenía un agujero en un codo y los puños se estaban deshilachando.
Entré en la pequeña habitación que hay al lado de nuestro dormitorio y que por el momento era una especie de leonera, aunque habíamos planeado reformarla. Estaba llena de cajas de libros y toda clase de objetos que no habíamos llegado a desembalar, aunque hacía más de un año que nos habíamos mudado, y también había una bañera antigua con patas en forma de garra y grifos de latón resquebrajado, que yo había comprado en un anticuario y quería instalar en el cuarto de baño después de restaurarla. Recordé que nos habíamos quedado atascados al subir la bañera por las escaleras, sin poder avanzar ni retroceder y riéndonos sin parar, mientras su madre nos gritaba instrucciones inútiles desde el pasillo.
Su madre. Tenía que llamar a sus padres. Tenía que decirles que su hijo mayor había muerto. Noté que me quedaba sin aliento y tuve que apoyarme en una jamba de la puerta. ¿Cómo se da una noticia así? Volví al dormitorio, me senté de nuevo en la cama y cogí el teléfono de mi mesilla de noche. Tardé un instante en acordarme del número; una vez recordado me costó pulsar las teclas. Los dedos no me respondían.
Esperaba que no contestara su madre, pero lo hizo. Su voz aguda revelaba cierta irritación por recibir una llamada a esas horas.
– Kitty. -Me acerqué mucho el auricular al oído y cerré los ojos-. Soy yo, Ellie. -Ellie, qué…
– Tengo malas noticias -la interrumpí. Y, antes de que ella pudiera tomar aire para hablar, añadí-: Greg ha muerto. -Entonces se produjo un silencio absoluto en el otro extremo, como si hubiera colgado-. ¿Kitty?
– Sí -respondió. Su voz había bajado de volumen; daba la impresión de hallarse muy lejos-. No lo entiendo.
– Greg ha muerto -insistí-. Ha muerto en un accidente de coche. Me acabo de enterar.
– Perdona -me dijo-. ¿Puedes esperar un segundo?
Aguardé; se oyó otra voz en el teléfono, una especie de ladrido hosco y cortante.
– Ellie, soy Paul. ¿Qué ha pasado?
Repetí lo que ya había dicho. Las palabras cada vez parecían menos reales.
Paul Manning soltó una tos breve y nerviosa.
– ¿Dices que ha muerto?
Oí un llanto de fondo.
– Sí.
– Pero sólo tiene treinta y ocho años.
– Ha sido con el coche.
– ¿Un accidente?
– Sí.
– ¿Dónde?
– No lo sé. No recuerdo si me lo han dicho, a lo mejor sí. Me ha costado asimilarlo todo.
Me hizo más preguntas, preguntas detalladas, pero no supe responder a ninguna. Era como si la información pudiera proporcionarle cierta sensación de control.
Después llamé a mis padres. ¿No era eso lo que suponía que debía hacer? Aunque la relación no sea muy estrecha, el orden es ése. Sus padres y luego los míos. Los parientes más cercanos. Pero no respondieron; me acordé de que el lunes era la noche de los concursos en el pub. No iban a volver hasta que cerraran. Apreté la horquilla de colgar y escuché la señal de llamada durante varios segundos. El reloj despertador del lado de la cama de Greg indicaba que eran las 21.13. Faltaban horas para que llegara la mañana. ¿Qué iba a hacer hasta entonces? ¿Debía empezar a llamar a la gente, a darles la noticia en orden de importancia decreciente?
Era lo que se hacía cuando nacía un niño, pero ¿funcionaba igual cuando moría un marido? ¿Y a quién debía contárselo primero? Entonces tuve una idea.
Encontré el número de su casa en la vieja agenda de Greg. El teléfono sonó varias veces; cuatro, cinco, seis. Aquello parecía un juego macabro. Si cogía el teléfono, todavía estaba viva. Si no lo cogía, estaba muerta. O quizás hubiera salido, nada más.
– Hola.
– Oh. -Durante un instante no pude decir nada-. ¿Eres Tania? -pregunté, aunque ya sabía que era ella.
– Sí. ¿Quién es?
– Soy Ellie.
– Hola, Ellie.
Guardó silencio, probablemente esperando que yo dijese algo más. Respiré hondo y volví a pronunciar aquellas palabras sin sentido:
– Greg ha muerto. En un accidente. -Interrumpí las expresiones de horror que me llegaban desde el otro lado de la línea-. Bueno, te he llamado porque pensaba que a lo mejor ibas con él. En el coche.
– ¿Yo?¿Por qué?
– Había otra persona. Una mujer. Y supuse que sería alguien de la oficina, así que creí que…
– ¿Han muerto los dos?
– Sí.
– Cielo santo.
– Ya.
– Ellie, es tremendo. Dios mío, no me hago a la idea. Me he quedado tan…
– ¿Tienes idea de quién podría ser, Tania?
– No.
– ¿No se marchó con alguien? -insistí-. ¿Ni había quedado con nadie?
– No. Se fue a las cinco y media, más o menos. Sólo sé que antes comentó que, por una vez, iba a llegar a casa a una hora decente.
– ¿Dijo si iba a venir directamente a casa?
– Es lo que supuse. Pero, Ellie…
– ¿Qué?
– Eso no tiene por qué significar lo que estás pensando.
– ¿Y qué estoy pensando?
– Nada. Oye, si puedo hacer algo, lo que sea, sólo tienes…
– Gracias -repuse, y le colgué.
¿Qué era lo que estaba pensando? ¿Qué era lo que aquello no significaba? No lo sabía. Sólo sabía que en la calle hacía frío, que el tiempo discurría con gran lentitud y que no podía hacer nada para que avanzara más deprisa. Bajé al piso inferior y me senté en el sofá del salón, con las rodillas metidas en el jersey de Greg. Esperé a que se hiciera de día.