El monje acercó el fanal de gas a Himmler, que miraba aquella cámara subterránea con un brillo en los ojos que rebasaba sus lentes redondas. Tras unos segundos de silencio, el oficial alemán se frotó suavemente las manos dentro de los guantes de piel y dijo:
– ¿Estás seguro de que nadie conoce este escondite?
– Nadie que esté vivo, Excelencia. En la guerra contra los franceses fue un polvorín secreto y las tropas de Napoleón jamás lograron encontrarlo. Desde entonces ha estado abandonado durante más de un siglo. Ni siquiera el abad tiene conocimiento de este lugar.
– ¿Cómo has tenido entonces acceso a él?
– Me lo mostró un ermitaño que ya está criando malvas.
Himmler sonrió ante esta expresión, que el monje había traducido al alemán literalmente. Pero su sentido quedaba bien claro. El sudor que le empapaba la frente revelaba que no se sentía cómodo en aquel lugar tan oscuro y húmedo; sin embargo, lo solemne del momento diluyó cualquier tentación de sucumbir al pánico.
– Procedamos entonces -dijo el jefe de las SS.
El monje, que era alto y fornido, empujó una losa de forma irregular hábilmente disimulada en el suelo húmedo y pedregoso. Debajo apareció una tapa metálica con la que tuvo que emplearse a fondo para despegarla de la superficie de la tierra.
Sin perder la compostura en ningún momento, Himmler acercó la luz a aquel hoyo perfectamente cuadrado y recubierto con planchas de aluminio.
– He necesitado escabullirme una docena de veces del monasterio para completar este trabajo -dijo el monje, orgulloso-, pero nadie sospecha de mí. Piensan que soy un místico que necesita entregarse regularmente a la meditación.
– Has cumplido muy bien tu trabajo -declaró Himmler-, pero ahora ayúdame con esto.
El monje agarró por un extremo la caja que sostenía el jefe de las SS y entre ambos la irguieron para poco a poco introducirla verticalmente en el hoyo recubierto de aluminio. Encajaba como un guante.
Luego colocaron la tapa, que sólo podría abrirse con la combinación de ocho cifras.
Como si hubiera ensayado largamente este ritual, el monje, acto seguido, devolvió la losa a su sitio y se alejó un par de metros para comprobar que quedaba bien disimulada.
– Aunque alguien lograra llegar a esta cámara -dijo emocionado-, el secreto de Montserrat estará a salvo, Excelencia.
– Así lo espero -concluyó Himmler-. Mi obligación sería matarte para sellar este escondrijo, pero necesitamos alguien de dentro que custodie el grial y confíe el secreto a un discípulo antes de morir. Algún día, cuando nosotros ya no estemos, desde estas montañas se regirán los destinos del mundo.
– Lo sé, Excelencia -repuso el monje-, nuestro Führer no podría haber elegido mejor lugar para resucitar.