"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)PRIMERA PARTE. LA MÁSCARA DEL MIEDO1La muerte es sólo el principio. Esta frase se había congelado en mi mente, como el retrato que me miraba desde el periódico abierto. Un hombre recién entrado en la cuarentena, como yo, con camisa de franela y gafas de montura metálica. Bajo el pelo repeinado con la raya al lado, su expresión era tan ausente como veinte años atrás. Sentí que mi corazón palpitaba muy fuerte. Cuando alguien deja de vivir, las fotografías se vuelven apariciones de fantasmas. Por unos momentos me olvidé de que me hallaba en un café de Berna, a diez mil kilómetros de casa, y me incliné sobre el titular de la noticia como si dudara de si estaba despierto o soñando: Un periodista estadounidense es asesinado en la abadía de Montserrat. Aunque no había estado nunca allí, sabía que Montserrat no se hallaba muy lejos de Barcelona. Una ciudad que tampoco conocía ni me interesaba conocer, porque era la tierra natal de mi padre, y él pertenecía a un pasado oscuro que yo quería olvidar. Por eso mismo me sorprendía que un compañero de estudios de Berkeley hubiera muerto justo en aquel lugar. ¿Qué diablos se le había perdido en Montserrat? Porque aquél era, sin duda, Fleming Nolte. Nunca habíamos sido amigos, pero había coincidido con él en la facultad de Periodismo y en la residencia universitaria. De hecho, durante buena parte de la carrera había vivido a dos puertas de mi habitación. Siempre había pensado que Fleming sufría algún tipo de fobia social. Reservado en extremo, era muy raro que se detuviera a hablar con nadie. Caminaba nervioso de un lugar a otro con una carpeta bajo el brazo -nunca se separaba de ella- a punto de reventar. Ocasionalmente dejaba escapar un breve «Hola», pero lo más habitual era que se limitara a levantar las cejas, como si dijera: «Ahora no tengo tiempo de charlar contigo. Pero date por saludado». Dentro de su rareza parecía un tipo eficiente. No había vuelto a saber de él desde que me había licenciado en Periodismo. Veinte años de aventuras y desventuras como De repente me di cuenta de que había dirigido este breve repaso biográfico al muerto que me escrutaba desde el Faltaban cinco horas para el próximo vuelo a Los Ángeles. Billete abierto en primera clase: ventajas de trabajar para un misterioso mecenas, que me había encargado un reportaje sobre los fondos nazis en los bancos suizos durante y después de la guerra. Dos semanas revolviendo papeles y todavía nadie me había dicho dónde iba a publicarse. De hecho, ni siquiera sabía para quién estaba trabajando. Había recibido el encargo por teléfono a través de una agencia de prensa. La secretaria con la que había hablado sólo había mencionado las condiciones económicas, el tema a tratar y la extensión. Probablemente tampoco sabía mucho más. Al día siguiente había recibido en mi casa de Santa Mónica los pasajes para volar a Suiza, la reserva del hotel y un primer cheque de 5.000 dólares. Pocas horas después de enviar el reportaje a una dirección electrónica formada por iniciales y números, había recibido en el hotel un segundo cheque con el mismo importe. Misión cumplida. «Ojalá fuera todo siempre tan fácil», me había dicho, ignorando el abismo que estaba a punto de abrirse bajo mis pies. Pero aquella noticia había fundido mi felicidad de volver a casa con el bolsillo lleno. De repente entendía que aquello no era sólo una casualidad siniestra. Era una señal, y tenía la impresión de que había entrado en aquel café de Theaterplatz exclusivamente para recibirla. Como si aún no me atreviera a leer el contenido de la noticia, me refregué los ojos mientras recordaba la única frase que me había dirigido Fleming en todos aquellos años de universidad: «La muerte es sólo el principio». Lo había dicho una tarde de mayo que hacía mucho viento. Delante de la residencia de estudiantes había un pequeño cementerio privado. Más de una vez había visto entrar allí a Fleming con su abrigo largo y una carpeta bajo el brazo. Nunca se separaba de ella. Por la facultad se comentaba que él procedía de una familia puritana. Aun así, el aspecto que tenía entrando en el cementerio no era el de un joven religioso, sino el de un bohemio introvertido que se esconde en el único lugar donde sabe que no será molestado. Quizá precisamente por eso -los periodistas somos fisgones por naturaleza- aquella tarde decidí seguirlo para saber lo que hacía. Fleming caminaba sin prisas y se detenía de vez en cuando, levantando la nariz como si catase la calidad del aire. Finalmente se agachó sobre una losa cubierta de musgo. El nombre del difunto y la inscripción eran ilegibles. Sólo pude distinguir el año de la muerte: 1945. Segundos después vi con sobresalto cómo él se volvía hacia mí. Lo hizo con lenta firmeza, como si hubiera sabido desde el principio que le espiaba. Aun así, mi presencia no parecía molestarlo. Fue entonces cuando dijo aquella frase que ahora regresaba a mi memoria: – La muerte es sólo el principio. Y nada más. Luego se levantó y salió del cementerio dejándome allí solo. Una camarera pálida y ojerosa me sacó de aquellos pensamientos al preguntar con una suave cantinela: – ¿Desea alguna cosa más? Acabo mi turno y tengo que hacer caja. – No, gracias -respondí con mi alemán aprendido en Berkeley. Mientras me descargaba de monedas suizas para pagar la cuenta, la camarera retiró la taza y el plato con la cucharilla. Cuando se llevó los francos que había dejado sobre la mesa, aproveché para extender toda la plana del periódico. Respiré hondo antes de leer: |
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