"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)

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Para sacudirme de encima la confusión tenebrosa que infunde la muerte de un conocido, decidí hacer una breve visita al Zentrum Paul Klee.

En mi primera juventud había sido mi pintor favorito, porque sus cuadros parecen plasmar directamente los sueños. Me encantaban sus composiciones en tonos pastel, llenas de pasadizos secretos, castillos infantiles y escalerillas que conducen a otras dimensiones.

Al empezar a trabajar como periodista había perdido repentinamente el interés por el arte. ¿Será que sólo sueñan los desocupados?

El espectacular edificio diseñado por Renzo Piano estaba en las afueras de Berna: tres colinas arquitectónicas en forma de olas que contenían la obra de Klee.

Mientras entraba en esta escultura integrada en la naturaleza recordé una frase que había encontrado en un libro dedicado a su obra: «Soy incomprensible».

Una vez dentro de los conductos futuristas que atraviesan las tripas del museo, tuve que decidir qué galería quería visitar. Antes de una hora debía tomar el tren hacia el aeropuerto de Zúrich, de donde salía mi vuelo.

Dejé que mis piernas me guiaran hacia la exposición temporal «Iconografía del exilio», que albergaba cuadros pintados durante el apogeo del nazismo. Las obras de los pintores vanguardistas habían sido amontonadas en los sótanos de los museos, o bien exhibidas como «arte degenerado» para escarnio público. Paul Klee no escapó a la purga, y había tenido que exiliarse del país como otros muchos artistas que evitaron los campos de concentración.

Me detuve delante de un óleo de 1932 titulado Máscara del miedo. Sobre un fondo verde, una enorme cabeza sin torso es sostenida por cuatro frágiles piernas que emprenden la huida.

Pese a su sencillez, el cuadro destilaba una insoportable melancolía. La desproporción de la testa respecto a las extremidades inferiores ponía de manifiesto -en mi opinión- lo difícil que es sostener las ideas cuando los pragmáticos sin alma se apoderan del mundo.

Permanecí un rato hipnotizado ante aquella figura grotesca, de cuya cabeza se escapaba una flecha negra en sentido ascendente. Antes de que pudiera interpretar ese detalle, una voz áspera resonó a mis espaldas sobresaltándome. Dijo:

– Pura cuestión de supervivencia.

Me volví irritado ante aquella intromisión. Quien había hablado era un hombrecillo de unos sesenta años. Llevaba unas gafas gruesas de pasta negra y un sombrero gris de estilo tirolés.

– ¿Cómo sabe que hablo alemán? -respondí para hacerle entender que era extranjero y estaba sólo de paso por allí, sin tiempo para charlas.

– Muy sencillo: he observado que leía los paneles informativos en alemán. Permítame que me presente: me llamo Walter Voss. Soy protector de este museo. Pago mi cuota anual, y eso significa que puedo entrar y salir de aquí cuando quiero.

«Me importa un pimiento, señor Voss», hubiera querido decirle, pero el hombrecillo me escrutaba con una sonrisa tan beatífica -sin duda llevaba dentadura postiza- que cedí a la cortesía. Le pregunté:

– ¿Por qué ha dicho eso de la supervivencia?

El tal Walter dio un paso hacia mí y me asió por el brazo, lo cual hizo que lamentara haberle dado conversación. Además de detectar su aliento agrio, la proximidad de su rostro me permitió ver cómo de los poros de

la nariz le nacían gruesos pelitos grises. Su voz chillona resonó en la sala, multiplicando mi irritación:

– El temor es nuestra mejor herramienta para la supervivencia. Mientras uno tenga miedo, está a salvo. ¿Está usted conmigo?

Emití un carraspeo nervioso como preludio a mi salida inminente de la sala, donde pensaba dejar plantado a aquel pesado. Sin embargo, un problema técnico se oponía a mi huida. El hombrecillo no me soltaba del brazo y parecía dispuesto a mantenerme allí hasta terminar su discurso.

– ¿Le han hecho alguna vez el «test del psicópata»? -preguntó con una sonrisa tensa-. Es un ejercicio muy instructivo. ¿De verdad que no lo conoce?

Me debatí unos instantes entre zafarme de su manaza de malas maneras y esperar a oír lo que tuviera que decir. Sólo por no provocar un altercado opté por esta segunda opción.

– Una mujer va al entierro de su madre -explicó- y ve allí a un hombre muy apuesto del que se enamora profundamente. Sin embargo, por lo comprometido de la situación, no se atreve a acercarse a él para pedirle su teléfono, o al menos conocer su nombre. Tras el entierro le pierde la pista. Al cabo de quince días esta misma mujer asesina a su hermana. ¿Por qué lo ha hecho?

Mientras él esperaba mi respuesta, me di cuenta de que nos habíamos quedado solos. Walter Voss, yo y la Máscara del miedo.

– No lo sé -respondí con la mirada fija en el cuadro de Klee.

– Para volver a ver a ese hombre.

Dicho esto, se colocó bien el sombrero. Este gesto me permitió liberarme de su garra y abandoné la sala sin despedirme siquiera, mientras el protector del museo continuaba hablando en voz alta:

– Ha pasado la prueba satisfactoriamente. Un psicópata hubiera sabido enseguida la respuesta. Porque ellos no conocen la compasión, ¿sabe? Para un psicópata sólo existen los fines, sin importar los medios. Por eso puede cometer crímenes sin sentirse culpable.