"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)

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Faltaban quince minutos para que saliera mi avión, así que aproveché para ir al aseo en previsión de los largos preparativos de un vuelo intercontinental, una vez dentro del aparato.

Antes tuve que rodear a un numeroso grupo de musulmanes que se inclinaban sobre sus esterillas para cumplir con el rezo de su fe. Iban ataviados con chilabas y se entregaban a la oración como si se hallaran en la intimidad de una mezquita. Todos ellos tenían barbas considerables y calzaban babuchas de un blanco inmaculado.

Me pareció chocante aquella escena en el aséptico aeropuerto de Zúrich.

Al pasar junto al lavabo de mujeres, vi a través de la puerta entreabierta una decena de muchachas árabes que se habían quitado el velo y cuchicheaban divertidas. Eran de una belleza deslumbrante. Una de ellas sonrió al verse descubierta y corrió a cerrar la puerta con una risita.

Sorprendido, pensé que era una lástima que unos rostros como aquéllos estuvieran cubiertos la mayor parte del día. El mundo perdía con ello parte de su esplendor.

De regreso a la sala de embarque, me di cuenta de que en la puerta contigua estaba programado un vuelo a Riad, Arabia Saudí. Eso explicaba lo que acababa de ver. Terminada la plegaria, los hombres charlaban ahora animadamente junto a una cristalera que daba a la pista. Parecían discutir con entusiasmo sobre las características técnicas de los aviones que iban despegando.

En los asientos, las mujeres que habían salido del lavabo -nuevamente con el velo- se mostraban unas a otras el contenido de bolsas de primeras marcas de ropa.

Imaginé a todas esas familias ocupando un pequeño hotel al pie de los Alpes; luego visitando tiendas exclusivas de Chanel, Louis Vuitton o Versace. De repente tomé conciencia de cómo los periodistas de uno y otro lado intoxicamos la información, cavando una zanja entre dos mundos que no existe para los ciudadanos de a pie.


Antes de los atentados del 11 de septiembre, los saudíes que se alojaban en hoteles de Beverly Hills eran vistos como millonarios excéntricos de buen talante, siempre dispuestos a dejar buenas propinas y a invitar a occidentales a sus exclusivas fiestas, a condición de que fueran buenos conversadores.

Desde el inicio de la cruzada americana, ahora la misma figura en un aeropuerto parecía tener como única meta estrellar un avión sobre nuestras asustadas cabezas.

Los periodistas y los que ejercen presión sobre ellos son los arquitectos de lo que llamamos realidad, aunque sólo sea propaganda, porque la gente cree más lo que sale en televisión o en los periódicos que lo que ve con sus propios ojos.

En el mostrador de mi vuelo ya se había formado una larga cola y los empleados de Swiss International empezaban a introducir las tarjetas de embarque en las máquinas validadoras.

Al situarme en la cola con mi equipaje de mano me sentí repentinamente exhausto. Como si ya tuviera un pie en casa, tras dos semanas trabajando sin interrupción, de repente mis músculos se habían aflojado.

Necesitaba urgentemente unas vacaciones. Ya me veía zanganeando en mi diminuto jardín de Santa Mónica. Después de llenar la nevera, me instalaría en la hamaca con una novela de misterio bien gruesa y una tetera llena hasta los bordes. No haría otra cosa en unos cuantos días, excepto alguna visita con Ingrid a la hamburguesería del barrio.

Frente a un batido gigante, ella me pediría que le contara todo, aunque a la tercera frase ya me habría interrumpido para contarme sus batallitas de instituto. Cosas del tipo: «¿Sabías que Josh, el hijo de los Martin, se rompió las piernas al saltar una valla durante un concierto de Muse?».

Luego me echaría una siesta en el sofá y volvería al jardín con el novelón y la tetera.

Estos pensamientos idílicos fueron perforados por unos pasos nerviosos, probablemente de tacones de aguja, que fueron aumentando de intensidad hasta detenerse a mi lado. Faltaban tres personas para que llegara mi turno.

Entonces una voz cristalina con acento inglés dijo:

– ¿Leo Vidal?

Me giré lentamente hacia la voz como si despertara de un sueño, por segunda vez aquella mañana. Quien había pronunciado mi nombre era una mujer de unos treinta años con el pelo negro recogido en una cola. Vestía un abrigo largo de cuero y era extremadamente atractiva. Sus ojos verdes ligeramente rasgados me escrutaban expectantes.

Aun así, que alguien desconocido te identifique en un aeropuerto y pronuncie tu nombre nunca es una buena noticia. Tenía que ponerme en guardia. Sin embargo, antes de que pudiera contestar, la mujer tomó mi silencio por una afirmación y dijo:

– Tenemos que hablar.