"El caldero de oro" - читать интересную книгу автора (Merino José María)

Sí, siempre has estado aquí

Sí, siempre has estado aquí. Y sospechas que no eres solamente uno de los cuerpos, el que a veces realiza un movimiento imperceptible, ni siquiera también el otro cuerpo, el que está tirado enfrente, en similar postura pero descansando en distinto costado, sino que participas también de la propia materia de los ramajes, de la propia sustancia de esa luz lunar que parece forrar los claros de papel de plata, y de la otra luz amarillenta, merodeadora; que todo lo eres y todo lo encierras, aunque fuera de esa cáscara estás también tú sufriendo por encontrarte, por sacar del bulto sin forma alguna hebra de memoria verdadera.

Pero del mismo modo que te sientes desde siempre aquí y así, del mismo modo que te sospechas abarcándolo todo, siéndolo todo, recuperas de pronto otro recuerdo: la imaginación del papel de plata te ha traído la imagen del puente (la luna llena brillando en los hierros de la balaustrada, haciéndolos resaltar sobre la negrura como aspas sucesivas) y, a partir de la imagen del puente, la del pueblo a lo lejos, desplegando los planos de sus formas, de sus paredes, de sus tapias, los volúmenes de sus casas, los huecos geométricos de sus portales y de sus ventanas.

Eso fue sin duda esta misma noche, bajo esta misma luna, pero antes.

También prevalecía una sensación de irrealidad, de que todo tenía solamente una dimensión, de que el mundo que te rodeaba estaba constituido por un solo plano.

La perspectiva de la noche honda era quizá sólo una ilusión óptica y tú estarías penetrando en el plano de modo mágico, como disolviéndote en la misma sustancia plateada del claroscuro de una fotografía, la instantánea de un paisaje en que las sombras fuesen de negro cálido y los claros de reluciente purpurina, y arriba hubiese un cielo lleno de estrellas estrepitosas cuyo rotundo fulgor había quedado fijado para siempre en la imagen estática.

Sólo los sonidos daban al paisaje el contraste de lo real. El ruido del agua bajo el puente y los otros sonidos, las canciones y la música, los gritos y las risas, aislados, nítidos, que provenían de un extremo del pueblo.

Las ventanas eran como rectangulillos recortados en un cartón, iluminados por detrás. Así los nacimientos: sus cielos con las estrellas recortadas y el papel de celofán cubriendo las aberturas que simulaban luceros multicolores cuando pasaba a su través la luz de las pequeñas bombillas escondidas tras el bastidor; también los interiores de las casitas, de las posadas, de los molinos de corcho, iluminando el inusitado espacio interior con ayuda del pequeño punto de luz colocado dentro.

En un extremo brillaban las ventanas. Continuaba luego la masa oscura de los edificios, sin solución de continuidad, hasta el extremo opuesto, hasta la leve iluminación del monasterio. Por fin, fulguraban con fuerza los grandes focos instalados frente a las alambradas de la Planta.

Desde el puente, con los prismáticos apoyados en la balaustrada, repasabas lentamente todos los puntos de luz.

La primera casa, que tenía tres ventanas iluminadas, estaba casi oculta por el ramaje de la chopera, alzada sobre el blancor del corro de aluches. En los huecos luminosos oscilaban intermitentemente unas figuras, sin que la rapidez del vaivén y el contraluz permitiesen saber si eran masculinas o femeninas. Por causa de la distancia, no coincidía el ritmo de la música con el meneo de las figuras, pero las ventanas dejaban ver un agitado jolgorio.

Tres ventanas en esa casa, tres en la siguiente (las dos casas habían sido habilitadas para los técnicos de la Planta que permanecían en el pueblo) y luego solamente una ventana iluminada, en la mitad del siguiente muro, pero sin que se pudiese ver o adivinar lo que había dentro.

Al cabo, la oscuridad súbita de las casas vacías, masas más o menos negras según la incidencia de la luz lunar y su proximidad con el monasterio.

Más allá, el monasterio, con las luces de ese cartel que le anuncia como museo todas las noches de todos los días, laborables y feriados, las letras enormes que desde esa posición en que estabas no podían leerse, pero que se muestran claramente cuando las encuadra, con alineamiento geométrico, la desembocadura del puente nuevo (no este en que te encontrabas, que fue durante tantos años también el puente «nuevo» pero que ahora está en trance de ruina, ya el firme resquebrajándose, como el corro de aluches, y los tapiales, y los tejados de tantas casas), el puente de hormigón arqueado levemente como un arco empezando a tensarse que fuese a arrojar una flecha a los cielos, a las estrellas, a la noche de invierno tan fría; esas letras que anuncian el Museo del Río, ahora que las viejas piedras ya no albergan a los monjes, sino a toda la teoría arqueológica que sirve de mayor esplendor para la publicidad del complejo: las hachas, las lanzas, las fíbulas, los exvotos antropomorfos, las vasijas, las agujas, alternando su impávida presencia con las reproducciones de los viejos hórreos, de los carros, de los trillos y de los forcados, las fotos de boleras y pallozas, las estelas y las aras con las invocaciones a los dioses y a las diosas que murieron ya para siempre.

Porque habían hecho una nueva carretera, un nuevo puente que llegaba hasta la entrada misma del monasterio, y arreglaron los viejos muros, lo retejaron con cuidado, convirtieron en jardín todos los espacios antes abandonados y sucios, colocaron en las naves y galerías, antes frías y oscuras, los viejos objetos domésticos, las antiquísimas reliquias, entre luces suaves, una música que, sin saber de dónde salía, lo llenaba todo de apacible quietud, y unos sillones blandos donde quedarse dormitando a la hora de la siesta.

Desde el puente, enfocando el resplandor del Museo con los prismáticos, imaginaste las largas estancias, los silenciosos y congelados recuerdos de tantos siglos en la sucesión de las vitrinas, de los cicloramas, de los carteles que se extienden por los pasillos y las salas sucesivas hasta desembocar en la espectacular maqueta: el río ahí reproducido, ancho como un mar, escalonando su cuerpo brillante en las sucesivas presas mientras en sus riberas de escayola brillan los emplazamientos de las Plantas con minúsculos relámpagos: anaranjado para la que ya funciona, amarillo limón, con un parpadeo de más lenta cadencia, para las que están en proyecto.

El museo culmina en esta maqueta y en el gran mural que reproduce un mapa del noroeste, con las venas azules de los tíos y los brillos dorados de las Plantas. Esa maqueta y ese mapa son la apoteosis de todo lo que antecede: las armas oxidadas y prehistóricas, las viejas aras votivas del tiempo inicial, las representaciones de castros y pallozas, las piedras cistercienses…

Ahí, en una paradoja que parecería burlona, se reproduce ordenadamente, muerto ya del todo y en un mausoleo, lo que fue agonizando en tantos años de ruina y abandono. Ha debido convenirse todo el río en una máquina para que se conmemore su pasada condición de ser vivo, el tiempo ganadero y rural de su historia milenaria, y ahora duermen los objetos desarraigados en las salas solitarias, en una imaginería de sombras detenidas con cuya exaltación no se celebra realmente su historia viva, sino el momento de su muerte, ahí donde las Plantas hunden sus raíces.

Por fin, tras otro hondón sombrío que desconcertó de pronto la correcta disposición de los prismáticos (en un titubeo en busca de la fuente luminosa), los grandes muros blancos de la Planta, envueltos en la luz brillante, demasiado blancos y demasiado grandes, como un decorado.

Tras la panorámica tuviste una sensación de sobresalto: el silencio, súbito. Como si en las casas lo hubiesen acordado de pronto y hubieran cesado las voces y desconectado los televisores y tocadiscos, hubo un momento en que sólo el sonido del río seguía siendo contraste de la realidad y que todo habría vuelto a su apariencia de ilustración en blanco y negro (con mucha tinta china y pocos blancos) de algún relato de otros tiempos, tiempos de puentecitos y de alamedas, de vegas dibujadas y pueblos narrados, si no fuera por el rumor de la corriente. Creíste entonces escuchar también un sonido de pisadas, pero era sólo una ilusión provocada por las propias aguas del río corriendo.

Y volvió la música: era la melodía navideña, tan de moda siempre, que se prodiga como emblema de esta fecha, preámbulo de los anuncios, recurrente estribillo de esos enternecimientos que propicia el calendario. La canción navideña y vivas de pronto, aplausos. Eran poca gente, pero su barullo se multiplicaba en el silencio. Se te ocurrió que dónde estarían ahora las celebraciones tuyas de fin de año. Hasta tal punto habían quedado atrás, desparramadas como cortezas, que ya no te parecían ni siquiera pertenecientes a tu historia personal.

Acaso en esta noche marcada por tantas singularidades deberías recuperar algo de aquellas tiernas emociones, pero no podías. No podías, te sentías también casi tan fuera del tiempo como del paisaje: el paisaje era sólo una fotografía en que te habías inmiscuido, pero el tiempo era otro río fluyendo con leve ruido. O acaso el ruido del río y el ruido del tiempo eran el mismo, un bisbiseo que no lograbas desentrañar mientras envejecías y que, sin embargo, estaba compuesto de millones y millones de vocablos entremezclados, de palabras que, si hubieses sido capaz de separar para enhebrarlas en su justo sentido, te hubieran contado toda la verdad.

Pero te quedaste quieto, bajaste los prismáticos, los dejaste colgados del cuello. Buscabas algún rastro, ahora solamente con la mirada, una señal cualquiera de Lupi y de los chicos.

Sin los prismáticos, la gran mole de la Planta brillaba doblemente, pero la luz, ceñida a los muros, no se veía interrumpida por ningún atisbo de movimiento o de sombra.

También entonces te resultaba difícil y esforzado recordar si alguna acción anterior había sido presupuesto de aquella actitud tuya (agachado en el extremo del puente, con los oídos colmados del rumor del agua y del lejano villancico y en la mente la sospecha nunca del todo conjurada de estar en una enorme ilustración plana, cuya profundidad era sólo una ilusión óptica); estabas absorto en aquella amnesia, en aquella actividad de espectador sin preámbulo conocido, sin historia, y pensaste que también así había sido y era, que también así sería tu existencia, que tú mismo estabas compuesto solamente del rumor del agua y el puente y el villancico y el pueblo apartado y la noche de papel de plata. Pero también de modo súbito, en una iluminación que al producirse hizo retroceder la oscuridad anterior, te llegó el recuerdo del momento en que detuviste la vieja furgoneta.

Te viste entonces inmóvil, con las manos en el volante y alrededor el eco del silencio macizo que os rodeaba cuando apagaste el motor.

Estabais junto al cruce. Manteníais la boca cerrada y vuestro mutismo se mezcló al instante con la soledad exterior hasta que también vosotros erais la soledad ominosa de las cosas mudas, pero no inertes, en la noche. Luego, los muchachos fueron saliendo con cuidado.

El ruido de sus movimientos consiguió romper de nuevo la infinita quietud, y aún más: sus movimientos deshicieron de pronto el largo marasmo de la jornada, desde que habían llegado por la mañana, tan temprano, y metieron la furgoneta en el taller y. después de cerrar sigilosamente la portalada, habían permanecido durante todo el día en casa, leyendo tumbados, casi sin hablar, sumidos en una pasividad que tenía mucha apariencia de enfermedad y de fiebre. Y es que, ni siquiera cuando la noche dejó las calles del todo vacías y retumbaban en las casas las canciones festivas y la música de los televisores, y abristeis con cuidado las puertas del taller y subisteis a la furgoneta, y tú pusiste en marcha el motor, te habías podido liberar de aquella larga imagen de postración que había marcado todos los aspectos de la jornada.

Por eso ahora, cuando se mueven en silencio pero en la evidencia de una decisión, de un objetivo (aunque visibles solamente sus siluetas), sales de tu abulia y los contemplas con una tranquilidad casi alegre.

Los bultos de los chicos se prolongan en los de las armas; Lupi recoge su cabás y la bolsa con el explosivo; entonces tú tienes un escalofrío: te encuentras demasiado al margen de aquella determinación, de aquella actitud que van envolviendo en una solemnidad especial lo escueto de los gestos, lo sigiloso de los ademanes.

Pero no dices nada; tu papel es al fin pasivo; con la conducción del viejo cacharro termina tu compromiso. Tú no eres un actor, ni siquiera el traspunte: en aquel escenario cuyo (orillo es la negrura nocturna tras los grandes muros, blancos como sábanas gigantescas, eres un simple espectador.

Y ellos musitan las últimas palabras, que no oyes, y Camino (su rostro del todo invisible en lo oscuro) ayuda a Lupi a sujetarse la bolsa a la espalda, antes de ayudar a los demás: y rememoras a Lupi en sus confesiones sibilinas, cuando apenas sospechabas sus propósitos, tumbado en su catre, haciendo aquellas afirmaciones a las que la noche y su eventual condición de comentarios de antes de dormir daban la medida justa de las baladronadas:

– Con cien kilos hundo la nave central. El caso es saber dónde se pone la carga.

Aquella meticulosa ayuda te hace reencontrar a Lupi también más adelante, cuando iba haciéndote la confidencia de los planes conforme eran más minuciosamente elaborados, incluso cuando, al fin, ofreciste tu apoyo. Lupi levantando la cabeza frente el aguamanil, musitando que cada uno llevaría unos quince kilos, que entrarían por el canal de refrigeración (seco todavía), que se dirigirían sin más al cuerpo de guardia, para anular cualquier resistencia. Con un susurro que, en definitiva, era un grito en sordina que le enronquecía, que le hacía toser. También quitarían de en medio a los vigilantes de la nave central.

– Yo coloco las cargas. En media hora está todo preparado, nosotros otra vez fuera y ¡bum!

Y vuelves a verle (sumido ahora en esa inmovilidad sin tiempo; alejándose de la furgoneta hace sólo un rato) mientras alzaba las manos, recalcando la onomatopeya.

Ahora, junto a su espalda, resaltan las aristas del gran cabás, el que un día bajó del desván de su casa, tras revolver en el arcón, y donde guardaba útiles de su época de minero, que fue sacando con delicado manoseo y colocando sobre la mesa de la cocina mientras contestaba con evasivas a tus preguntas o encogía los hombros ante tus consejos:

– Oye, Lupi, ten cuidado, no te vayas a meter en un lío.

– Ca.

– Que no te enreden esos chavales, lo de la Planta no tiene remedio.

Tuviste frío entonces. Las ráfagas de brisa helada os golpeaban mientras Lupi se te acercó y murmuraba que les esperases allí, pero no como una orden, sino como una disculpa, y te dieron ganas de gritarle que no se preocupase, que estabas allí de modo plenamente voluntario, pero no dijiste nada: ellos se siguen alejando, al principio como un grupo compacto, dispersos luego, hasta que cruzan la carretera y desaparecen, sus cuerpos ya sólo sombra entre la sombra y sus pasos confundidos con el rumor del río.

Ya solo, apoyado en el capó, sentiste cómo el frío de la chapa se pegaba a tus manos, a tu cuerpo entero, y te separaste para seguir la carretera hasta el puente por hacer algo, por verlos todavía, por asistir aunque fuese de lejos al nudo de su aventura.

Aquel paseo te tranquilizó otra vez. Tus pasos sobre la gravilla de la cuneta parecían llenarlo todo de ritmo. La noche y el mundo se movían al compás de ese craas-craas que ibas haciendo.

Llegaste a la desviación y te dirigiste al puente que habías conocido llamándose 'nuevo» y que ya no lo es y tuviste la primera visión dudosa del pueblo. Allí te detuviste, allí mismo, y desde allí levantaste los prismáticos, observando a través de ellos los volúmenes y los claroscuros de los edificios.

Ahora lo recuerdas todo vívidamente, mientras cierras de nuevo la mano e intentas separar tu mejilla del áspero cepillo vegetal, extender tus piernas en el desarrollo de ese pataleo que no consiguieron terminar, separar tu costado del suelo y levantarte.

Porque ahora las voces son más cercanas, las palabras más nítidas (o se trata de la misma palabra, de las últimas sílabas de una frase que suena desde siempre, desde hace unos instantes que, sin embargo, por ser los únicos, son eternos y no han empezado ni terminarán) y la luz hace brillar los ojos desorbitados de Lupi.

La palabra, la voz, se desenreda todavía por el aire y, mientras quieres decirle que intente levantarse él también, todos esos recuerdos se suceden como fotogramas: te vuelves a ver en la furgoneta, ante el paisaje de papel de plata vislumbrado desde la desembocadura del puente; te encuentras otra vez descubriendo el rumor de la noche, el silencio de la noche cuando detuviste la furgoneta, cuando pensaste que ese rumor era en realidad un caparazón que encerraba otros rumores, otros silencios.

Pero se produjeron unas detonaciones y luego una ráfaga que simuló un solo ruido sincopado. Tras una breve pausa, sonaron otras. La noche perdió de pronto su serenidad de postal. Todo era auténtico: las perspectivas se alargaban dificultosamente entre las asperezas del terreno lejanas, invisibles; las masas vegetales escondían espacios reales. Todo era verdadero. Alrededor de la Planta se encendieron varios focos nuevos, con lo que la blancura se hizo excesiva, amenazante.

Te quedaste inmóvil, mientras el eco de las detonaciones se perdía en la noche y sonaba el alarido de una alarma; inmóvil ante la noche clara y helada, como ante el quicio de la puerta de una estancia que escondiese un secreto descomunal y pavoroso.

Te volviste al fin y echaste a correr por la carretera y luego por el borde lleno de gravilla hasta llegar cerca de la furgoneta, cuyo bulto parecía agazaparse como el cuerpo de un gigantesco animal a punto de saltar, a un lado del camino.

Entraste en la furgoneta, te sentaste y apretaste el volante con ambas manos, sintiendo su frío como una quemadura. Los cristales estaban sucios y desde allí dentro la purpurina de la noche adquiría un tono menos firme, como más ajado, como si el papel de plata hubiese sido desarrugado minuciosamente después de estar hecho una pelota y hubiese perdido, por tanto, casi todo su terso fulgor.

Y contemplaste la oscuridad de la noche que, de ese modo, se hacía todavía más irreal, mientras el miedo se ajustaba a ti como un sudario. Porque, aunque sospechabas que se había producido una catástrofe, no podías irte.

Encendiste el motor y, con las luces apagadas, esperabas el desenlace con fatalismo.