"Dormir al sol" - читать интересную книгу автора (Casares Adolfo Bioy)

II

Sé que algunos dijeron que no tuve suerte en el matrimonio. Más vale que la gente de afuera no opine sobre asuntos reservados, porque en general se equivoca. Pero explíqueles al barrio y a la familia que son de afuera.

El carácter de mi señora es más bien difícil. Diana no perdona ningún olvido, ni siquiera lo entiende, y si caigo a casa con un regalo extraordinario me pregunta: "¿Para hacerte perdonar qué?". Es enteramente cavilosa y desconfiada. Cualquier buena noticia la entristece, porque da en suponer que para compensarla vendrá una mala. Tampoco le voy a negar que en más de una oportunidad nos disgustamos con mi señora y que una noche -me temo que todo el pasaje haya oído el alboroto- con intención de irme en serio me largué hasta los Incas, a esperar el colectivo, que por fortuna tardó y me dio tiempo de recapacitar. Probablemente muchos matrimonios conocen parejas aflicciones. Es la vida moderna, la velocidad. Sé decirle que a nosotros las amarguras y las diferencias no lograron separarnos.

Me admira cómo la gente aborrece la compasión. Por la manera de hablar usted descuenta que son de fierro. Si la veo apenada por las cosas que hace cuando no es ella, siento verdadera compasión por mi señora y, a la vez, mi señora me tiene lástima cuando me amargo por su culpa. Créame, la gente se cree de fierro pero cuando le duele, afloja. En este punto Ceferina se parece a los demás. Para ella, en la compasión, hay únicamente blandura y desprecio.

Ceferina, que me quiere como a un hijo, nunca aceptó enteramente a mi señora. En un esfuerzo para comprender ese encono, llegué a sospechar que Ceferina mostraría igual disposición con toda mujer que se me arrimara. Cuando le hice la reflexión, Diana contestó:

– Yo pago con la misma moneda.

A nadie quiere tanto la gente como a sus odios. Le confieso que en más de una oportunidad, entre esas dos mujeres de buen fondo, me sentí abandonado y solitario. Menos mal que a mí me quedaba siempre el refugio del taller de relojería.

Le voy a dar una prueba de que la malquerencia de Ceferina por Diana era, dentro del cuadro familiar, un hecho público y notorio. Una mañana Ceferina apareció con el diario y nos indicó un sueltito que decía más o menos: Trágico baile de disfraz en Paso del Molino. No desconfió del dominó que tenía a su lado porque pensaba que era su esposa. Era la asesina. Estábamos tan quisquillosos que bastó esa lectura para que armáramos una pelea. Diana, usted no lo creerá, se dio por aludida, yo hice causa común con ella, y la vieja, es cosa de locos, asumió el aire de quien dice tomá, como si hubiera leído algo comprometedor para mi señora o por lo menos para el gremio de las esposas. Tardé más de catorce horas en comprender que al hombre del baile no lo había matado su cónyuge. No quise aclarar nada, por miedo de reanimar la discusión.

Una cosa aprendí: es falso que uno se entienda hablando. Le doy como ejemplo una situación que se ha repetido la mar de veces. La veo a mi señora deprimida o alunada y, naturalmente, me entristezco. Al rato pregunta:

– ¿Por qué estás triste?

– Porque me pareció que no estabas contenta.

– Ya se me pasó.

Ganas no me faltan de contestarle que a mí no, que no soy tan ágil, que yo no me mudo tan rápidamente de la tristeza a la alegría. A lo mejor, creyendo ser cariñoso, agrego:

– Si no querés entristecerme, no estés nunca triste. Viera como se enoja.

– Entonces no vengás con el cuento de que es por mí que te preocupás -me grita como si yo fuera sordo-. Lo que yo siento, a vos te tiene sin cuidado. El señor quiere que su mujer esté bien, para que lo deje tranquilo. Está muy interesado en lo suyo y no quiere que lo molesten. Es, además, vanidoso.

– No te enojés que después te sale un herpes de labio -le digo, porque siempre fue propensa a estas llaguitas que la molestan y la irritan. Me contesta:

– ¿Tenés miedo que te contagie?

No le refiero la escena para hablar mal de mi señora. Tal vez la cuento contra mí. Mientras la oigo a Diana, le doy la razón, aunque por momentos dude. Si por casualidad toma, entonces, la más característica de sus posturas -acurrucada en un sillón, abrazada a una pierna, con la cara apoyada en la rodilla, con la mirada perdida en el vacío -ya no dudo, me embeleso y pido perdón. Yo me muero por su forma y su tamaño, por su piel rosada, por su pelo rubio, por sus manos finas, por su olor, y sobre todo, por sus ojos incomparables. A lo mejor usted me llama esclavo; cada cual es como es.

En el barrio no se muestran lerdos para alegar que una señora es holgazana, o de mal genio, o paseandera, pero no se paran a averiguar qué le sucede. Diana, está probado, sufre por no tener hijos. Me lo explicó un doctor y me lo confirmó una doctora de lo más vivaracha. Cuando Martincito, el hijo de mi cuñada, un chiquilín insoportable, viene a pasar unos días con nosotros, mi señora se desvive, usted no la reconoce, es una señora feliz.

Como a tanta mujer sin hijos, los animales la atraen de manera notable. La ocasión de confirmar lo que digo se presentó hace un tiempo.