"La Casa De Citas" - читать интересную книгу автора (Robbe-Grillet Alain)

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Roberto Fernández Sastre

«El término nouveau roman… engloba a todos cuantos buscan nuevas formas novelescas, capaces de expresar (o crear) nuevas relaciones entre el hombre y el mundo, a todos cuantos están decididos a inventar la novela, es decir, a inventar el hombre.» ALAIN ROBBE-GRILLET

Abocado desde el inicio de su carrera literaria a un riguroso proyecto de renovación de las formas narrativas tradicionales, Alain Robbe-Grillet ha hecho correr ríos de tinta y ha encendido las más vivas polémicas. Enfant terrible de la literatura francesa en los años cincuenta; clásico de las letras contemporáneas en los años ochenta. En cualquier caso, su obra acredita una de las trayectorias creadoras más lúcidas de las últimas décadas. Al describir un mundo cuyas características no han dejado de acentuarse con el transcurso de los años (disolución de la identidad en una sociedad masificada, fetichismo de los objetos, fagocitismo de los medios de comunicación masiva, cultura de la imagen, etc.), Robbe-Grillet, como Kafka, se adelantó a su tiempo. Por otra parte, el conjunto de su obra demuestra una persistente «capacidad de interrogación», dando lugar a todo género de interpretaciones y, sin embargo, no cediendo su misterio a ninguna. El ejemplo de Las gomas es claro: las interpretaciones de R. Barthes (fenomenológica y objetivista) y B. Morrissette (clásica y de sentido) iluminan, desde sus respectivos enfoques, cierta zona de la novela, pero no consiguen desvelaela íntegramente; el quid último permanece en suspenso, interrogando al mundo.

No abundaremos en interpretaciones, que las hay de todos los signos, sino que intentaremos seguir la pista del apasionante desarrollo de una empresa literaria que, como quería Barthes, más que menos nos atañe a todos: «Todos formamos parte de RobbeGrillet en la medida en que todos nos dedicamos a desentrañar el sentido de las cosas.»

Como es sabido, en la posguerra el mundo aceleró vertiginosamente sus procesos de cambio. Muy pronto los límites de aquella concepción de la realidad (sólida, burguesa y descifrable) que se arrastraba desde el siglo XIX, aunque ya en trance de bancarrota tras Marx, Freud, Einstein, Wittgenstein, Heisenberg y demás, y, en el campo específico del arte, tras las revoluciones de principios de siglo en la pintura y la música, acabaron por derrumbarse. La realidad había cambiado cualitativamente, y con ella, el hombre. La literatura, sin embargo, iba a la cola de tales transformaciones y se empeñaba en ofrecer la representación-reflejo de una realidad, pretendidamente prístina, cuyo fundamento reposaba en un terreno metaliterario pleno de significaciones preestablecidas (valores y mitos ideológicos). Así, la literatura zozobraba en una telaraña de esquemas caducos y desfasados. Era más que necesario un cambio de actitud.

A principios de los años cincuenta, en Francia se consolidó el movimiento nouveau roman, un grupo de autores (Robbe-Grillet, N. Sarraute, M. Butor, C. Simon, etc.) que, reunidos en las Editions de Minuit, intentaron por diversos procedimientos y técnicas adecuar el quehacer literario al hombre y el mundo contemporáneos. Naturalmente, eran los herederos de una tradición minoritaria cuyos nombres más destacados son Flaubert, Dostoievski, Proust, Joyce, Kafka, Faulkner y Beckett. En aquellos años iniciales la toma de posiciones fue extrema y terrorista. El establishment literario consideraba a las nuevas novelas poco menos que ridículos atentados a las bellas letras. Con tres novelas ya publicadas, Robbe-Grillet expuso su aguda capacidad de reflexión teórica en una serie de artículos (en L'Express y luego en la NRF ) finalmente reunidos en el volumen Por una novela nueva, que, junto a La era del recelo de Nathalie Sarraute, se constituyeron en manifiestos programáticos del nouveau romano Así pues, los jóvenes autores no se limitaban a poner en práctica sus proyectos sino que también los fundamentaban teóricamente, actitud inusual en el terreno de la novela. En suma, se combatieron fundadamente los elementos «oficiales» que llenaban el espacio literario (análisis psicológico tradicional, historia lineal y unitaria, «profundidades» de significado y engagement, etc.) y se revalorizaron los aspectos formales, pues se entendía que sólo de nuevas formas surgirían nuevos contenidos. La premisa fundamental era que la representación inocente de un mundo estable, coherente y descifrable no se correspondía en absoluto con la realidad.

Robbe-Grillet aportó innovaciones que por su dimensión podrían equipararse a las experimentadas por la música y la pintura modernas, liberando a la materia literaria de su servilismo, de su carácter de mero reflejo, copia o imitación de una realidad preexistente. En adelante, la novela se constituiría en realidad por sí misma, autónoma, regida por sus propias leyes internas. Sólo esta actitud permitiría que la literatura fuera capaz de interrogar al mundo (y no, como hasta entonces, avasallado y encerrado en recetas ideológicas y morales), indagado y establecer relaciones de influencia recíproca, avanzar en su comprensión y desvelamiento. Como se ve, un proyecto nada excepcional en el terreno del arte, donde desde hacía medio siglo los Picasso, Kandinsky, Schonberg, Bartok y tantos otros habían roto amarras definitivamente con el realismo tradicional y creado tendencias y movimientos en permanente evolución.

Este «retraso» de la narrativa en acceder a la modernidad debe buscarse en la compleja naturaleza de la materia utilizada: el lenguaje no es exclusivo de la literatura, sino que pertenece a todos los ámbitos del conocimiento y la experiencia. Es, en suma, la materia por excelencia con que se construye el hombre y el mundo. Y por ello, a diferencia de otras artes, la materia primordial de la literatura arrastra un pesado lastre de convencíones que se fosilizan y tienden a perpetuarse.

Esto resulta de primer orden para comprender el proyecto de Robbe-Grillet, centrado en despojar a la literatura de ese lastre y re inventar el lenguaje desde una perspectiva ontológica. Es decir, redefinir el hombre y el mundo a partir de nuevas interrelaciones en un plano ontológico, esto es, referido a un conocimiento fundamental de la naturaleza del ser. Así encarada, la literatura tiene como principal objetivo investigar el entramado de relaciones hombre-mundo que el lenguaje hace posible. Por lo demás, de los caracteres de tal entramado dependerá en definitiva la libertad del hombre: como veremos, la libertad es un elemento clave en la obra de Robbe-Grillet, y evoluciona hacia ella a través de una dialéctica con la fascinación del mundo (del lenguaje). Llegados a este punto cobra especial relevancia la representación que del mundo se hace la conciencia, pues en última instancia el mundo es tal representación. Los dos extremos de la representación son conciencia y mundo, y si su relación varía, también lo hace la representación en su totalidad. Así, la obra de Robbe-Grillet puede entenderse como un movimiento, un desplazamiento de la conciencia que apareja modificaciones esenciales en la representación del mundo y, por tanto, nuevas relaciones con la realidad. Desde luego, conceptos tan áridos pueden inducir a suponer que Robbe-Grillet es un autor que abruma con abstracciones. Todo lo contrario. Robbe-Grillet se cuenta (afortunadamente) entre los escasísimos escritores que jamás apelan a la «profundidad», a los escarceos filosóficos o «serios» en desmedro de la narración lisa y llana, al extremo de que en sus novelas no se encuentra una sola palabra «trascendental» que remita a planos metaliterarios. Sin embargo, qué duda cabe, la fuerza expresiva de su arte es tal que lleva al lector a interpretar, a buscar sentidos y significaciones.

Seguiremos muy brevemente ese desplazamiento de la conciencia, eje sobre el que gira toda su obra, que permitirá situar La casa de citas en una perspectiva, ¡ay!, coherente.

En Las gomas (1953), el detective Wallas se encarga de investigar un crimen que aún no se ha cometido y que finalmente el propio Wallas acaba cometiendo. Fiel a sus objetivos (indagar un mundo despojado de conceptos engañosos y tranquilizadores), Robbe-Grillet despliega aquí una conciencia completamente volcada al mundo exterior y fuera de sí misma: una conciencia fenomenológica, intencional (en el sentido del primer Husserl): las conexiones objetivas se imponen a la conciencia, no son producto de ella. El mundo, escenificado en una ciudad laberíntica, se constituye así, valga la redundancia, en un laberinto que la conciencia se ve impulsada a desvelar. Pero toda voluntad de conocimiento lleva implicita una culpa que debe expiarse, y efectivamente Wallas la expía. Así, el mundo se erige en destino y fatalidad. El narrador, omnisciente al estilo de Asmodeo, privilegia este o aquel punto de vista: la conciencia no posee unicidad y se dispersa en un opaco mundo objetivo que funciona como un perfecto mecanismo de relojería en el que aquélla giraría eternamente si el propio mundo no introdujera un décalage que, por un instante, rompe su pesadillesca simetría. En suma, una conciencia desamparada, lanzada de pronto a un mundo de objetos inmediatos y carentes de significación convencional, pero animados de un sentido que escapa a la conciencia: de ahí el sesgo trágico de Las gomas. Conforme a este dominio absoluto del mundo sobre la conciencia, el lenguaje sólo describe y designa: no constituye, no da ser, sino que se limita a constatar la presencia de un ser opaco e inextricable.

En El mirón (1955), el viajante de comercio Mathias comete un crimen en una isla poco habitada y al final consigue escapar impune. Aquí la conciencia da un primer paso, replegándose sobre sí y ampliando el campo de su libertad: ya no estará a la completa merced del mundo exterior. La sombría atmósfera de la ciudad da paso a una isla donde prevalece la luminosidad, que si bien acentúa la presencia de los objetos también permite a la conciencia servirse de ellos. El narrador utiliza al mundo como medio para borrar las huellas del crimen. La conciencia se fortalece y el mundo cede terreno: la opacidad de los objetos ya no representa una amenaza ni abriga un secreto por el que luego la conciencia tenga que pagar (como en Las gomas). Por el contrario, en esta novela la culpa está ausente (aunque, paradójicamente, la trama verse sobre la ocultación de un crimen) desde que no hay búsqueda del conocimiento sino lo contrario: ocultación del conocimiento, una puesta en escena tendente a ocultar, no a desvelar. Así pues, en El mirón el mundo comienza a ser escenario de la conciencia. Y el lenguaje ya no sólo denota, sino que también constituye un ser, una realidad: la de Mathias, que, literalmente, «construye» su propia evasión. La conciencia, ahora limitada al punto de vista del narrador, adquiere unicidad y es capaz de orientarse y valerse del mundo, que pierde así carácter de amenaza inescrutable. Con todo, es una relación de tensión entre dos entes que todavía se representan como independientes y enfrentados. Todavía la conciencia necesita íntegramente del mundo para constituirse.

En La celosía (1957), ambientada en un país tropical, un marido celoso es testigo ocular y testigo imaginario de una ambigua relación entre su mujer y otro hombre, a partir de la cual elabora obsesiones y fantasías. Aquí Robbe-Grillet consigue un tenso equilibrio entre objetividad y subjetividad: conciencia y mundo dividen sus fuerzas como si cada uno tirara del extremo de una soga y sólo eso permitiera el equilibrio. La conciencia se ha replegado al punto de que el protagonista es capaz de experimentar y crear el mundo espiándolo inmóvil desde detrás de una celosía (en las novelas anteriores los personajes se veían obligados a adentrarse en el mundo). Mundo y conciencia están ahora en pie de igualdad: se necesitan y se metamorfosean en una clara dialéctica entre dos fuerzas equivalentes, fascinadoras y fascinadas alternativamente. No obstante, no se fusionan, aunque ya no sean presencias completamente extrañas. La conciencia, en su repliegue con respecto a la novela anterior, es capaz de influir al mundo con su propia materia (obsesiones, alucinaciones, fantasías), ampliando de ese modo su libertad. El lenguaje se constituye en supremo hacedor. Así, estamos muy lejos tanto del mundo amenazador y omnipotente (Las gomas) como del neutro pero absolutamente necesario a efectos de la conciencia (El mirón). Por lo demás, el título alude claramente a este equilibrio objeto-sujeto.

En el laberinto (1959) narra las vicisitudes de un soldado que regresa de la guerra a una ciudad desconocida con la misión de entregar un misterioso paquete a cierta persona a la que tampoco conoce. Robbe-Grillet llega aquí al final del camino iniciado en Las gomas. Toda la novela responde a los impulsos de la conciencia, que ha ampliado su libertad al extremo de no necesitar ya del mundo objetivo, sino que por sí misma lo crea completamente. Si en La celosía la conciencia espiaba el mundo y lo metamorfoseaba a raíz de esa visión, aquí permanece encerrada en una habitación, y crea la novela (el mundo) a partir de un objeto de la habitación (un cuadro). Absoluto predominio de la subjetividad. El mundo objetivo se convierte en producto de la conciencia, que se sirve de la omnipotencia de la imaginación en una historia que, paradójicamente, es la más clara y lineal. En las antípodas de Las gomas, asistimos al extravío del mundo en los recovecos y laberintos de la conciencia. Esta novela, así pues, es la culminación del movimiento de la conciencia en su intento por aprehender la realidad. Aquí la conciencia es tan poderosa que podría asimilarse a la concepción de los realistas medievales, para quienes ninguna diferencia existe entre los elementos del pensamiento y los fenómenos del mundo.

A lo largo de estas cuatro novelas los extremos de la representación (conciencia-mundo) han terminado por intercambiar sus posiciones iniciales, descubriendo en esa trayectoria posibles relaciones que la realidad establece con el hombre. No obstante, en este proceso de cambio conciencia y mundo han permanecido siempre como entes antagónicos y enfrentados. El triunfo inicial del mundo en Las gomas acaba en ruidosa derrota en En el laberinto (precisamente el cuadro que origina la novela se titula «La derrota de Reichenfels»). A Robbe-Grillet ya no le era posible continuar por este camino, agotado en todas sus posibilidades. A este respecto, es significativo qué las cuatro novelas se publicaron consecutivamente cada dos años, mientras que hasta La casa de citas transcurre un paréntesis de seis años. En ese período, aparte los textos breves recogidos en Instantáneas, Robbe-Grillet se dedicó preferentemente a su vocación de cineasta, escribiendo el guión de El año pasado en Marienbad y dirigiendo su guión La inmortal. Sin duda fue necesario un período de reflexión y maduración de la nueva etapa que preparaba para su narrativa.

Las expectativas ciertamente no defraudaron. En La casa de citas (1965) la acción irrumpe simultáneamente en todas direcciones y en diferentes planos de la realidad (finamente entrelazados), y permanece animada de esa fuerza centrífuga hasta el desenlace, arrastrando consigo al lector en una especie de fascinación por el vértigo. Se trata de un juego magistral y brillante, tras del cual se advierte un cambio radical de enfoque en la representación: mundo y conciencia, antes enemigos irreconciliables, se entre cruzan en numerosas perspectivas dando origen a una realidad indisolublemente objetiva-subjetiva. Superación cualitativa de la encerrona a que condujo En el laberinto. La libertad ha ganado finalmente la apuesta: esa conciencia que en las novelas anteriores se despojó tan estricta y ascéticamente del lastre reaccionario de la literatura, y que poco a poco también se libró del mundo hasta llegar a creado íntegramente, ahora está en condiciones de participar activamente en él no ya mediante el enfrentamiento y la tensión sino formando un todo inseparable. De este modo, el lenguaje engulle al mundo y lo convierte en una estructura abierta que da lugar a una reflexión sobre el hombre contemporáneo, tan divertida como rigurosa. Aquí encontramos una dialéctica fluida, un perfecto equilibrio mundo-conciencia basado en una relación de armonía. Y el ser humano, hoy en día parte de un mundo estratificado en diversos planos simultáneos, es objeto y sujeto de numerosas lecturas: la realidad ya no es reconocible en una única e indivisible categoría, sino en intrincados laberintos (esterilizados de culpa) y códigos en continuo proceso de mutación.

La casa de citas asume plenamente esa suerte de caos (cultura de masas, audiovisual, cinética, kitsch; estereotipos del erotismo, la violencia, las pasiones, las drogas…) y lo moldea con un aliento expresivo que, como siempre en Robbe-Grillet, tiende a interrogar su sentido último. De ahí un arte verdaderamente combinatorio (ajeno por completo al caduco experimentalismo meramente formal) que en sucesivos pases de prestidigitador privilegia este o aquel plano (no ya como Asmodeo, pues aquí están en juego categorías de la representación), conforme el foco lo ilumina, obligando a una readaptación de los elementos momentáneamente oscurecidos: la clave de un personaje puede radicar de pronto en una viñeta de cómic, o un escenario convertirse en platea y viceversa, etc. Por tanto, la voz narradora no es unívoca y danza al compás de ese mundo al que ahora pertenece de pleno derecho: por ejemplo, los personajes, inmersos en esa vorágine, pueden llegar a perder o confundir algunas letras de su nombre, hecho que quizá resulte fundamental para la acción (o no), pero, en todo caso, la voz narradora (la conciencia) ya no tiene capacidad para enmendar, no posee más fuerza decisoria que ese nombre de pronto modificado: ambos son objeto y sujeto según la situación, en pie de igualdad. Así pues, La casa de citas consigue un perfecto equilibrio a efectos de registrar el mundo actual con plena libertad y sin tergiversarlo.

El rigor de esta novela no perjudica su humorismo. Sirva este ejemplo: en la advertencia inicial el autor se introduce súbitamente en su propia ficción, asegurando que «ha pasado la mayor parte de su vida» en Hong Kong, cuando de hecho no es así (los conocedores de su obra advertirán aquí un guiño de dirección opuesta al de su película El hombre que miente, cuando Trintignant, protagonista del film, irrumpe en un tren en el que viajan Robbe-Grillet -colado circunstancialmente en la trama, a lo Hitchcock- y sus acompañantes, uno de los cuales pregunta quién es -naturalmente, pregunta por el personaje que encarna Trintignant-. Robbe-Grillet contesta: «Es Jean-Louis Trintignant.»). En suma, esta novela reinventa el lugar común y plasma una endiablada casa de los espejos. Como Warhol, la sobrevaloración del lugar común permite a Robbe-Grillet sacarle un nuevo partido y restituirle su capacidad poética.

Por último, apuntar que La casa de citas descubre nítidamente los vínculos de Robbe-Grillet con el surrealismo (es archiconocida su admiración por Magritte). Tres puntos. Uno: en el Primer Manifiesto Breton señala: «Lo que hay de admirable en lo fantástico es que cesa lo fantástico: sólo hay lo real.»Dos: una de las máximas aspiraciones surrealistas fue conseguir una relación armoniosa entre objeto y sujeto. Tres: el surrealismo reivindicó la imaginación creadora como elemento clave para la liberación total del hombre. Pues bien, todo ello, a su manera, está presente en La casa de citas: los poderes del sueño, el deseo y la imaginación, aunados a un perfecto ensamble objeto-sujeto, plantean aquí una saludable duda sobre lo real, y nos animan en la comprensión de nosotros mismos, por lo demás, reactivando enérgicamente aquellos vases communicants tan queridos por Breton.

A La casa de citas (título que alude sin duda al mundo contemporáneo: casa de citas donde las más diversas dimensiones de la realidad confluyen atropelladamente) siguieron una serie de novelas igualmente logradas (Proyecto para una revolución en Nueva York, Topología de una ciudad fantasma, Recuerdos del triángulo de oro, Djinn) , así como una importante filmografía, pero ello excede los límites de estas notas. Sólo nos resta agregar que el conjunto de la obra de Alain Robbe-Grillet constituye un aporte fundamental, en el terreno del arte, a la elucidación del hombre y sus relaciones con el mundo.

Hemos obviado (mal que nos pese) toda interpretación de sentido en tanto consideramos que tal cosa interferiría con el lector de esta novela, determinándolo en algún sentido. A fin de cuentas, lo realmente apasionante sigue siendo leer a Robbe-Grillet y no lo que se ha escrito sobre Robbe-Grillet.