"La amigdalitis de Tarzán" - читать интересную книгу автора (Echenique Alfredo Bryce)I. Prehistoria de amorDiablos… Tener que pensar, ahora, al cabo de tantos, tantísimos años, que en el fondo fuimos mejores por carta. Y que la vida le metió a nuestra relación más palo que a reo amotinado, también, claro. Pero algo sumamente valioso y hermoso sucedió siempre entre nosotros, eso sí. Y es que si a la realidad se la puede comparar con un puerto en el que hacen escala paquebotes de antaño y relucientes cruceros de etiqueta y traje largo, Fernanda María y yo fuimos siempre pasajeros de primera clase, en cada una de nuestras escalas en la realidad del otro. Esto nos unió desde el primer momento, creo yo. Y también aquello de no haberle podido hacer daño nunca a nadie, me imagino. ¿Qué nos faltó, entonces? ¿Amor? Vaya que no. Lo tuvimos y de todo tipo. Desde el amor platónico y menor de edad de un par de grandes tímidos hasta el sensual y alegre y loco desbarajuste de los que a veces tuvieron sólo unas semanitas para desquitarse de Cierto también es que nuestra lealtad fue siempre limpia y total, aunque aquí hay que reconocer, cómo no, que muy a menudo actuamos como dos jugadores en la misma cancha que juegan dos juegos diferentes con la misma pelota. Y quién puede negar ya, a estas alturas de la vida, que lo que nos faltó siempre fue E.T.A., es decir, aquello que los navegantes de aire, mar y tierra suelen llamar en inglés O sea que jode, realmente jode, y cómo, tener que reconocer que fuimos mejores por carta. Con lo cual, por supuesto, también lo mejor de mí ha desaparecido para siempre, en gran parte. Sí, que quede muy claro: encima de todo, desapareció para siempre, casi una década de lo mejor de mí mismo. Y es que me morí un montón y por los siglos de los siglos desde el día aquel en que unos negros jijunas te asaltaron en Oakland, California, Fernanda Mía, y entre otras joyas de la corona alzaron en masa con unos quince años de lo menos malo que hubo en mí, según me contaste tú misma, Mía, en esta carta que me enviaste desde Oakland, sabe Dios en qué fecha pues olvidaste ponerla, porque en aquel momento no sabías ni el día en que vivías, pero que a juzgar por el contexto, o nuestro contexto, mejor dicho, debe ser de principios de los ochenta: Querido Juan Manuel Se ha interrumpido por completo el circuito. Debido a varias cosas. En primer lugar, me robaron tus cartas. Bueno, me las robaron porque guardo la colección entera en un bolso inmenso y unos espantosos gorilas (tamaño y color, quiero decir) me asaltaron en la calle, quitándome el bolso, mi lindo anillo de brillantes que era de mi abuela, unos collares de oro que tenía puestos, y un reloj. ¡Imagínate qué barbaridad! Me dio tanta cólera que salí corriendo tras ellos, y por suerte, porque mientras ellos corrían se les cayó mi billetera que tenía mis documentos. Por lo menos no perdí los documentos. Pero me quitaron bastantes cosas. Llamé a la policía pero no han podido encontrar nada. Esto desde hace ya meses. Lo único que me dijeron es que estaba loca de correr detrás de ellos y que por suerte no los alcancé. Efectivamente no hubiera podido hacer gran cosa contra tres negrotes horribles. Pero ya tú sabes que con cólera no piensa una en eso. Sólo tenía ganas de pegarles. Bueno, por lo menos no me pasó nada, personalmente, aunque perdí bastante. Hay gente que sale peor, o sea que además de robarles también les pegan o algo. En este caso, más bien era yo la que tenía ganas de pegar. En esto pasó el mes de agosto, y entre todas las cosas que se perdieron se fueron tus cartas. Me desconsolé tanto que me quedé muda, por lo menos epistolarmente. Ahora, para comenzar de nuevo, quisiera saber si al fin te llegó a Lima un libro de poesía de D. H. Lawrence que te mandé con una pareja de gringos. Por tu silencio al respecto, parece que eso también se perdió. Lástima grande porque era un lindo libro y muy completo y que por ahí, muy como quien no quiere la cosa, terminaba hablando de nosotros, como si el señor Lawrence nos hubiera conocido desde niños. Fíjate nomás que nos compara con los elefantes, mi querido Juan Manuel. Y fíjate también que tiene un montón de razón, porque nos describe igualitos, ya sólo nos falta la trompa. Con qué derecho y con qué sabiduría, aunque esto último es más bien un reconocimiento a don David Herbert. ¿Cómo terminó tu estadía en Lima y cómo fue tu regreso a Francia? ¿Y en qué caminos andas? Estoy atrasadísima de noticias. Te cuento lo mío, que no ha variado mucho desde que te escribí la última vez, salvo por lo de tus cartas adoradas y adorables y las últimas joyas que quedaban en la desgraciada historia de mi familia, creo. Todavía estoy aquí en California. Con trabajo ahora y los niños ya hablando inglés, pero siempre con grandes dificultades de adaptación y una soledad de la puta madre. Hace ya tanto tiempo que no le veo la pálida cara a la soledad que casi la había olvidado, pero ella siempre la espera a una a la vuelta de la esquina. Sin embargo, no tengo mucho tiempo para pensar en todo esto. Corro y corro y corro todo el día. En la mañana corro a dejar a los niños al colegio, corro a la oficina, corro en el trabajo, corro para almorzar, recoger a los niños en la tarde, llegar a casa, bañarlos, hacer la cena, limpiar o medio limpiar la casa, acostar a los niños. Y entonces ya estoy tan cansada que corro y me acuesto a leer y a dormir. Realmente, no es un panorama de lo más exaltante, y como podrás imaginarte, no sé si va a durar mucho este asunto de la Gran Independencia. Es más bien una Gran Joda, pero en cierta manera me siento más tranquila, y a veces me divierto mucho también de ver cosas nuevas y por un momento me siento ya casi tan bien como Tarzán en el momento de tirarse al agua. Pero, hoy por hoy, pienso seriamente si no sería mejor simplemente volver a casa en San Salvador, con o sin guerra. O incluso volver con y donde Enrique en Chile, con o sin Pinochet. Por qué diablos termino saliendo siempre yo disparada de todas partes si en Chile el de izquierda -y apenas- era Enrique y en El Salvador el platudo de derechas -y del todo, ahora sí- era sólo un tío mío, antipático e invisible en la familia, además. Enrique sigue en Chile, ya sabes que tuvo que volver cuando se enfermó su mamá, que sigue mal y en tratamiento. Él hizo una exposición de sus fotografías, hace poco, y dice que está buscando empleo en la universidad pero que todavía no se le presenta nada. Parece que quisiera recuperarnos. El pobre. También ha de sentirse solo, aunque allá en su país tiene a su familia y muchos de sus amigos y exposiciones y aprecio. Todo eso cuenta y estoy feliz de que haya regresado a su tierra, adonde las cosas tienen siempre más sentido. Escríbeme por favor. Me gustaría mucho recibir tus cartas y verte si vienes de nuevo por aquí pronto. Decías que en febrero vas a viajar a Texas. ¿Todavía está en pie ese viaje? Porque lo que es tú y tus canciones siempre acaban en los lugares más insólitos. Vieras, hermano y amor mío, cómo he estado de bien y de optimista y de repente todo cambió hace muy poco, hace como diez días que se me desinfló el ánimo y no logro salir de lo que parece ser una depresión, yo que creía que estaba exenta de esos males. Me gustaría correr y encontrar un lugar seguro, en vez de correr y correr para estar siempre en ningún lugar. Ahora estoy viviendo en Oakland, donde ocurrió el asalto, pero busco un lugar mejor y espero encontrarlo. Mejor escríbeme a la oficina, porque por lo menos en este trabajo sí que voy a seguir. Ojalá que se me quite pronto esta horrible mufa. No te me pierdas, por favor. Te abrazo y te recuerdo, Fernanda Tuya Esto de Fernanda Tuya viene de que, cuando niña, a ella le decían Fernanda Mía, en vez de Fernanda María. Y como yo, sin saber nada de eso, la llamé Fernanda Mía, la única vez que fuimos realmente nuestros, en París, ella inmediatamente se convirtió en Fernanda Tuya, al final de cada carta, y a medida que fue regresando a los brazos de Enrique y alejándose de los míos, sin el más mínimo Y así, a la carta de ella que acabo de citar, y que acababa como siempre con los nuevos teléfonos y direcciones de casas y empleos a los que podía escribirle -no conozco a nadie en el mundo que se haya mudado tanto como Fernanda María, nadie que haya cambiado tanto de empleos y de destino, sí: de DESTINO-, puedo haber respondido, ahora que abro la copia del dichoso cuaderno que contiene restos de alguien que fue siempre mejor por carta, con esta migaja de mí mismo: Como si uno tuviera que volverlo a escribir todo de nuevo, así renace a veces la esperanza, Fernanda Mía. Acuérdate. No bien pueda cruzo Atlánticos para llegar a Pacíficos y meterme en tu cariño y en tu casa (etcétera), siempre con ese amor nuestro que el tiempo va convirtiendo en un sabio pincelado por las nieves del Ya me llegará tu D. H. Lawrence. No olvides que nosotros encarnamos como nadie aquello de «Todo llega en esta vida». Tus amigos gringos deben haberse enterado de que había dejado ya Limatambo, de retorno a Paríspascana. O sea que me lo habrán enviado por avión, Vía Láctea, o sea la que va echando leche. Entretanto, mi afecto se eleva y serpentea por horizontes transatlánticos y llega a ti para aplastarte (provisionalmente) en un poderoso abrazo. Orden y calma, Su Majestad. Y bese y abrace a sus niños, como si fueran míos, también. No creo que lo habría hecho tan mal, en este caso. Y ello, sin aludir al santo varón y dilectísimo amigo chileno, Mr. Henry Kodax. Pero bueno, dice el anónimo popular: «La fotografía, como la filosofía, se desarrolla en un cuarto sumamente oscuro». París te adora, y chau, Juan Manuel Como nuestra historia, o más bien la historia de Fernanda Mía y la mía, casi siempre revueltos pero casi nunca juntos, jamás tuvo lo que en el tiempo convencional de los hombres se suele llamar Un principio, ni ha tenido, muchísimo menos, algo que me permita hablar de Un final, de ningún tipo, y menos aún convencional, voy a empezar bastante antes del principio, en una suerte de Nebulosa o de Prehistoria en la que llegan a mis oídos las primeras noticias de una chica educadísima y superingenua y salvadoreña de ilustre familia. No me queda otro remedio, la verdad, al hablar de una Mía objetiva y prehistórica, que ser subjetivísimo y legendario y hasta mitológico y, en verdad en verdad os digo, contarlo casi todo de oídas. Y estoy seguro de que así también tendré que acabar. En una suerte de Posmundo o de Encuentros del Tercer Tipo, en el que un hombre recuerda a una mujer muy fina, siempre alegre y positiva, adorable y Tarzán, sumamente Tarzán, sí. Aunque Fernanda María tiene, para mí, muchísimo más valor que Tarzán, pues éste fue educado por monos y gorilas para actuar como tal, en un ambiente ad hoc, mientras que Mía fue educada para niña bien en lo Universal Sin Selva, que diría don Alejo Carpentier, o sea en un internado bien caro que las monjas del Sagrado Corazón tienen en San Francisco, y luego en su equivalente posgrado y jet set júnior, en la blanca, esquiante, chalet-suizo, neutral, aburridísima y políglota Lausanne. Y, claro, después, no bien asomó Fernanda María su aguileñita nariz posgraduada, al valle de lágrimas y gases lacrimógenos en que vivimos, le empezaron a pasar una serie de cosas para las cuales nadie, ni tampoco ninguno de sus diplomas, la había preparado, pobrecita, y además siendo demasiado ingenua aún. Yo acababa de regresar de Roma, en 1967, de una interminable gira para la cual tampoco nadie me había preparado, y durante la cual había cantado con aplausos y algún bis, al comienzo, con alimentación y hotel de tercera comprendidos, después, también con gorro extendido, muy poco después, y hasta sin guitarra ni palabras, sólo con un triste tararear mientras lavaba platos y copas en un restaurante romano, al final. Pero era joven, componía las canciones más lindas del mundo, aún incomprendidas, eso sí, y tenía una maravilla de esposa esperándome siempre en París. Ella se llamaba Luisa, era hija de inmigrantes italianos, limeña como yo, y a ella iban dirigidas todas y cada una de mis tristísimas canciones de amor, fruto indudablemente de esa indispensable distancia en que tenía que mantenerme -razón de mis frecuentísimas giras-, para que no sólo sonaran sino que fueran sinceras y tristísimas mis estrofas de amor. Luisa no me entendía. Yo sí. Ella estudiaba administración de empresas. Tal vez por eso no me entendía Luisa y yo sí. Me enamoré de ella, de su piel de melocotón bronceado todo el año, de su siluetón de armas tomar, de su larga y rubicunda cabellera, y de sus cejas y ojos muy negros, en Lima, cantando en una fiesta de la Universidad Católica en que ella era Miss Facultad, o algo así, y yo una suerte de Nat King Cole en castellano, que a punta de Éramos una pareja de recién casados en París, Luisa y yo, la noche en que por primera vez escuché algo que, digamos, me encantó tierna y entrañablemente, conmovedoramente, acerca de una chica llamada Fernanda María. Fue en una fiesta y en alguna embajada latinoamericana, tal vez una sede Pero bueno, aquella noche las aguas del Sena se mantuvieron en su cauce y fue un simpatiquísimo y joven diplomático salvadoreño el que nos hizo reír reconciliantemente a todos, con la escenita que acababa de presenciar esa misma tarde. – Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, un nombre tan de nuestros países, como verán, hija de gente muy bien de allá, sí, sí, de la capital, del mero San Salvador, como quien dice, se graduó hace apenas unos días en el internado más chic de Lausanne, con cinco idiomas, los mejores modales, y sabiendo cosas tan inútiles como que a un taxi se le para así. El salvadoreño, que se llamaba Rafael Dulanto, se empinó sobre el pie izquierdo, alargó torso, cuello, y brazo y mano y pulgar izquierdos, casi hasta el medio de una avenida tan ancha como imaginaria, y sólo dio por concluida su explicación cuando el taxi se detuvo del todo y fue el taxista quien entonces se alargó íntegro para abrir la puerta trasera como le habían enseñado a Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, en Lausanne. – ¿Y con un ómnibus, o con el metro, cómo hace la pobre niña? -le preguntó un invitado delicadamente antiguo y hondureño. – Pues ignorarlos, vea usted. Una señorita graduada en una escuela como la de Fernanda María, simple y llanamente no – Entiendo, sí, ya entiendo, Rafael. Y disculpe usted la interrupción. – Y mejor que no los use -continuó éste- porque la que se arma, cuando los usa. La que se arma, sí. Y miren ustedes, damas y caballeros, lo que he presenciado yo, con mis propios ojos, y nada menos que por orden de mi señor embajador. Fue entonces cuando Rafael Dulanto nos soltó el cuento de la llegada a París en tren de Fernanda Mía. Y, la verdad, que bueno, que Mía dice que Rafael exagera un poquito, pero también es cierto que hasta hoy se pone colorada cuando se acuerda de su primera llegada a París, sólita su alma y recién posgraduada de todo y de nada, en Suiza. Fernanda Mía bajó del tren, seguida por el cargador de sus dos tremendas maletas del más fino cuero de chancho, aunque ya un poquito fatigadas de tanto trajín hereditario, avanzó por el andén sin mirar absolutamente a nadie, como debe ser, cruzó sin perderse un solo segundo en la sala de pasos perdidos, y nada la detuvo hasta llegar a la ventanilla de Información-París, con la seguridad esa que da la educación esa. Mucho, muchísimo, pareció extrañarle a la señora que la atendió que la pelirroja y espigada señorita de ojos verdes y perfecto acento insistiera tanto, pero bueno, qué podía hacer ella, le pagaban un sueldo por informar y no por preguntar. O sea que buscó direcciones de Residencias para jovencitas y, al llegar a lo de Residencias de, efe, ge, hache, i, etcétera, se encontró con algo que sólo podríamos calificar de muy Dupont, en francés, de muy Pérez, en castellano, y de muy Smith, en inglés, en fin que se encontró con toda una diarrea de RESIDENCIAS PARA SEÑORITAS. – ¿Tiene preferencia por algún barrio, señorita? -le preguntó, ya casi con piedad, la Informadora. – Con uno bien frecuentado bastará -le respondió Fernanda María, con la sonrisa pertinente en estos casos y la educación esa. Realmente muerta de pena, ya, porque por – Me suena esto de Pigalle -fue todo lo que comentó Mía, cuando le echó una ojeadita al papelito, con la sonrisa pertinentemente agradecida y un Luego hizo feliz con la propina a un cargador parisino, por primera y última vez en esta vida, y se empinó y alargó integérrima a la izquierda (como Rafael Dulanto, cuando la imitó en una embajada banana), aunque por completo inútilmente, en vista de que el suyo era ya el primer lugar en la cola y el taxi que tenía a sus pies era también el primero en la cola de taxis y el suyo, Y, como momentos antes la señora de la ventanilla Información-París, el viejo taxista, que de todo había visto en esta vida de conductor O sea que ya muerto de pena, la dejó el viejo taxista, que hasta esta noche habría jurado que ya lo había visto todo en esta vida, porque eso de – Y, aunque dice que exagero, pero que, en fin, ella entiende que así es la libertad en el arte, Fernanda Mía nunca ha negado por completo, digamos, el contenido de aquella extensísima canción-protesta, con música e ideas mías pero con experiencias y letra suyas (el disco se vendió bastante bien en España y México, sobre todo, y repartimos ingresos que, en más de una oportunidad, a Mía la ayudaron una pizquita en sus mudanzas mil), según la cual tardó, de puro decente y burguesita podrida y niña bien tenía que ser, íntegra una semana en darse cuenta del lugar tan dramático en que se había metido, algo así como una mezcla de Ejército de Salvación, burdel arrepentido La sacaron de las orejas, por supuesto, y fue el propio Rafael Dulanto quien, por orden de su señor embajador, y con la más estricta reserva diplomático-policial, se encargó de recoger el equipaje de Fernanda María y de dejarla comodísimamente instalada en la residencia de la embajada, donde la señora embajadora lloró de pena y todo por los padres de Fernanda María, gente tan como nosotros, como debe ser, y se ocupó personalmente de vigilar día y noche, sobre todo de noche, a la párvula esta, no vaya a ser que, encima de lo que debe haberle costado su educación en Estados Unidos y Suiza a una gente que ya no está para esos sacrificios económicos y sobre todo que, si mal no recuerdo, son cuatro o cinco sus hermanas, o sea que con ella cinco o seis mujeres y ningún varón y es una fortuna ya muy dividida la de los del Monte Montes, no pues, no vaya a ser que encima de todo reincida Fernanda María en equivocarse, que así dice ella que ha sido todo, un error entre el francés de su internado y el más actualizado del mundo actual, aunque yo prefiero ver, para creer. Pocas semanas después, Fernanda María resultó ser tan buena e inteligente y hacendosa, y haber estado tan pero tan equivocada, que el todo París centroamericano ya sabía la historia de la señorita del Monte Montes, en todo tipo de versiones e interpretaciones, pero siempre con felicísimo final de perdices mil, como en unas «Aunque ponga usted Fernanda del Monte, y punto, señor. Y aquí entre usted y yo, dejémonos ya de tanta joda de María de la Trinidad, de nombre, y de apellidos del Monte Montes, para colmo de males, porque así es la gente allá en mi pueblo, y a mucha honra, aunque aquí estamos en otro pueblo y yo lo que necesito es que mi nombre quepa en algún formulario…» A medio mundo le repetía esto Mía, mientras buscaba trabajo en cinco idiomas leídos y hablados que ni se nota cuál no es el suyo. Y todo el mundo quedaba como encantado de la vida con lo pelirroja y ojos verdes y narizudita linda que era la flaquita pecosa y tan despierta y vivaracha. ¿Qué era lo que buscaba exactamente Fernanda del Monte y punto, laboralmente? Pues cualquier cosa en la que pudiera ser muy útil y tomarse su tiempito libre para ir convalidando sus diplomas suizos y estudiar arquitectura pero sin costarle un centavo más a nadie nunca jamás, esto es lo que busco, señoras y señores, y se nombra In-de-pen-den-cia. Y así, entre señoras y señores fue pasando una entrevista y un examen de prueba tras otro, Mía, y de la noche a la mañana y nuevamente como en Porque fue entonces cuando la conocí por segunda vez, en lo que para mí, valgan verdades, era literalmente un Pero creo que ya es hora de que me vaya presentando, al menos como era entonces, creo yo. De nombre Juan Manuel Carpio, limeño de segunda generación, tórax andino y lo demás también aindiado, pues mi abuelo paterno era andahuaylino con quechua como lengua materna, y puneña, también con quechua predominante, mi abuela materna, aunque salieron adelante en su inmigración capitalina mis abuelos, y ya mi padre fue vocal de la Corte Superior y todo, y a mí me envió a la ya entonces cuatricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Facultad de Letras, especialidad de literatura, con una vocación atroz, y, yo diría, casi renacentista, pues nada humano me era ajeno, cuando de escritura se trataba, o sea desde la Biblia hasta el Porque también compongo la música para mis poemas, aunque esto sí que autodidactamente, pero con un espíritu tan abierto y unos horizontes tan vastos que realmente, buen conocedor del francés y el inglés, y también chamuscador de mi poquito de italiano y alemán, he logrado apretar casi tanto como he abarcado. A saber: desde la Canción de Rolando hasta el Mío Cid, pasando por Georges Brassens, Noel Coward, Cole Porter, Frank Sinatra, Drunky Beam, Tony Bennet, Dean Martin, Sammy Davis Jr., Edith Piaf, Yves Montand, Aretha, Sarah, Billie, Ella y Marlene, Los Panchos, Nat King Cole bilingüe, México lindo y querido, Carlitos Gardel, Lucho Gatica, Daniel Santos, Beny Moré, Atahualpa Yupanqui, Raimon, Joan Manuel Serrat, Luis Llach, Paco Ibáñez, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, y un largo etcétera. Y de mi país, en poesía, todo, desde Vallejo y Darío y Neruda y Martí y otra vez Vallejo y Darío y así todo otra vez, porque es una sola la patria de nuestra poesía desde Berceo y Quevedo y Cernuda (estoy hablando de 1967, por si acaso ignoro algo posterior) hasta Felipe Pinglo, el que después de laborar volvía a su humilde hogar, silbando valsecitos criollos como aquel en que hasta Dios amó, y, por lo tanto: Pero Felipe Pinglo, por lo menos, era sastre, en Lima, mientras que yo en París usaba pal [2] frío y la nieve y el otoño y la lluvia la misma gorra que usaba para las monedas, en el momento de capa caída laboral que Luisa escogió para abandonarme en el vuelo chárter número 1313 del 13 de junio de 1967, con destino a Lima, Perú, vuelo de ida, nomás, matándome en el acto. Pude componer las canciones más tristes de mi vida, esa noche, y de hecho las compuse y fueron veinte, en total, de pura coincidencia, lo juro. Eran tan increíblemente tristes mis canciones que ni yo ni nadie las pudo cantar nunca, y por ahí andan todavía, según me ha seguido contando siempre Fernanda Mía, que me las arranchó de entre estas manos un día de celos mortales y que, ni cambiándolas un poquito, con lo genial que escribe ella, ni poniéndose con todo su charm en el lugar de Luisa, ha logrado encontrar intérprete alguno ni empresa discográfica, mucho menos, para lo que ella ya llama En fin, que si yo, en vez de amor, y en vez de Luisa y de París, hubiese hablado de Troya y de Helena y Paris, Fernanda María de la Trinidad del Monte hubiese tenido mucho de agente literario de Homero, o algo así, pues la verdad es que mis versos los lleva paseando tanto que tienen ya su buen trozo de leyenda adherida, y por su verdadero autor ni siquiera se pregunta ya, muchas veces, como si aquellos versos provinieran de la noche misma del tiempo. Así, si alguien dijera que aquel autor ignoto pidió limosna, cual aeda ciego, de cortezuela en cortezuela, a lo mejor hasta le creen y además aciertan en lo de ciego, por lo del amor, y en lo de aeda, por lo de mi gorra de desconocido de a de veras, yo sí, al menos, y no como otros, no como el soldado desconocido, por ejemplo, que a mí, la verdad, me suena a persona importantísima y archiconocida, porque jefe de Estado que llega a París de Francia, lo primero que hace es salir disparado a llevarle su ramote de flores al más reconocido de los soldados. En cambio, a mí ni por la gorra me reconocían en aquellos Entonces prehistóricos en los que, al fin y al cabo, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes y Juan Manuel Carpio, se volvieron a encontrar, al fin y al cabo, y cómo y cuánto y hasta qué punto y también para qué, ya… La verdad, ni Fernanda María ni yo merecimos jamás habernos conocido en tan mal momento y lugar. Si siquiera la hubiera conocido la primera vez que la vi y que ella también me vio. Bueno, también era un pésimo momento, la verdad, y perdónenme el que me vaya así tan por las ramas. Pero recuerden, por favor, que ya antes les advertí que la historia de Fernanda María, a la que pertenezco y punto, desde Roma, el 12 de febrero de 1967, o desde París, el 24 de diciembre de ese mismo año, según nuestro estado de ánimo, tiene toda una Prehistoria, y tiene además cantidades industriales de humo en la mirada. Empecemos, pues, por la noche cronológica de Roma, el 12 de febrero de 1967… Señoritas elegantísimas con aires multinacionales y fortunas únicas, basta con mirarlas. Ella es alta y pelirroja, entre delgada y ya casi flacuchenta, ojos tan verdes y otra vez alta y ya casi delgada, en vez de un poquito flaca para mi gusto. Y ahora, de nuevo: Ella es pelirroja, delgada, sí, muy delgada, pero ya no es flaca, esta vez… Ella es pelirroja, sus ojos son verdes, qué buena flaca era ella… Su nariz… (él estaba lo suficientemente borracho como para darse cuenta de estos detalles mínimos)… No, su nariz no era… Su nariz lo que era es que pertenece a la más rancia y pelirroja y elegante oligarquía de mierda, tal vez de Santiago de Chile, tal vez de Buenos Aires… Pero tu nariz, entrañable flacuchenta, me encanta, como que me reconcilia con la vida, esta noche, Él está completamente borracho, cómo no me voy a dar cuenta, pero qué lindo canta, en plena Plaza España de la Lo que él no sabía: que dentro de unos segundos esas muchachas en vacaciones tendrían que volver a su hotel porque mañana a primera hora regresaban a un internado en Lausanne. Lo que ella no sabía: que el muchacho era casado con una mujer maravillosa pero que simple y llanamente se negaba a ver el mundo como un espectáculo tan conmovedor, sobre todo de noche, y con una copa de vino y una buena canción… Y que al muchacho como que no le iba muy bien en nada, últimamente, y que por las noches lloraba por los rincones de Roma, siempre pensando en Luisa y canturreando como un imbécil Y que, muy a su manera, y sorprendiéndose sobre todo a sí mismo al hacerlo, el muchacho la había estado observando mucho más de lo que ella creía, y que para nada se equivocó, como ella pensó, cuando cantó eso de que Lo que los dos supieron, y sabe Dios por qué, dadas las circunstancias de todo tipo que habían rodeado ese azaroso cruzarse romano, de los que deben ocurrir millones al día: que desde el primer instante estuvieron seguros de que terminarían por conocerse. Y que, pensando en el futuro ante un espejo, a cada rato se iban a encontrar repitiendo sonrientes aquella tan linda canción en la que ellos dos se vuelven a encontrar, al fin y al cabo, y que al mirarse segurísimo que les iba a dar tremendo vuelco el corazón, también… El doble vuelco al corazón se produjo en París, en casa de Rafael Dulanto, el joven y brillante diplomático salvadoreño, autor del – Vaya, conque una Sacromonte y todo tenemos esta noche entre nosotros -se confundió el falso y espectacular don Miguel Ángel Asturias, entrañablemente enchapado en otra época. En fin, que Mía se pasó la noche entera diciéndole señor don Miguel Ángel a quien era nada menos que don Julián d'Octeville, peruanísimo, gordo, músico sinfónico, inédito, Entre los caballeros figuraban: Edgardo de la Jara, ecuatoriano, nacido para gustar y ser libre, alias Maestro Bailarín, porque había bailado mejilla a mejilla con la princesa Paola de Lieja, en la más abril juventud de ésta, y se había ganado la fama de danzarín entrañable y pintor de barba y corazón caballerescos. Cosmopolitismo latinoamericano de altura, y un inolvidable invitado más, entre tantos: Charlie Boston, salvadoreño de pura cepa y Jefe de protocolo de la oficina de la FAO, en Roma, porque jamás en este mundo hubo un hombre que bebiese el whisky con tan prestidigitadora y misteriosa elegancia, sacando un vaso lleno de su anillo con el escudo de los Boston de d'Aubervilliers, arrojándose íntegro el contenido siempre en el mismo bolsillo de su elegantísimo vestir, a lo largo de toda una noche, sin mojar nunca nada, sin perder nunca un vaso, y muchísimo menos la compostura cuando bajaba la escalera a gatas. Estado de ánimo: una forzada y forzosa alegría, en la que se mezclaban un muy latinoamericano Por fin regresada de la cocina, de ayudar en todo: Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes. No me pidieron que cantara, felizmente, e incluso Rafael Dulanto tuvo el gesto de pedirme algo que yo encontré cosa de amigos, simbólica, noble, generosa: que le entregara mi fatigado abrigo y mi gorra de andar cantando y estirando la mano por París. Y esto, y unos cuantos pasos más que di para llegar al centro de la sala y saludar a todos, coincidió cronométricamente con el instante en que Fernanda María salía de la cocina y era la chica que yo había visto en Roma, meses atrás, y con el instante en que también yo me convertí para ella en el cantante que se equivocaba con las bonitas tan flaquitas de la Plaza España. – Qué alegre -exclamó ella, con tal refinamiento, que ni se le notaron siquiera los signos de exclamación. – – Es Frank Sinatra -me aclaró Fernanda María, agregando-: Te juro que lo puse sin saber siquiera que estabas por llegar, o sea que si quieres lo quito, ahoritita mismo. – Hola, Plaza España -le sonreí, acercándome para besarla entre amigos, en París, en las dos mejillas y eso, y diciéndole al mismo tiempo que a lo hecho, pecho, y que hay golpes, en la Plaza España, tan fuertes, yo no sé… – Tienes toda la razón del mundo, ahí fue -me dijo Fernanda María, anunciándome sólo esta parte de su nombre y aprovechándose de que estábamos entre amigos y era ya casi Navidad y París y Notre Dame y esas cosas de la Plaza España, para colocarme una mano en cada hombro, inclinarse, bañarme en su perfume, y ahogar su cabellera roja y sus ojos verdes y su nariz del diablo, maravillosamente en el cojín de mi pecho, lado izquierdo. – – Qué alegre -exclamó Fernanda, con la sordina de mi solapa puesta en sus labios, y agregando-: Tú déjamelo a mí, y vas a ver lo alegre que es. Después, me fui bebiendo, por Luisa, y uno tras otro, cada vaso de whisky que tuve a mi alcance, mientras Fernanda María continuaba llamándole señor don Miguel Ángel Asturias a don Julián d'Octeville y González Prada, limeñísimo hijo de un francés que llegó al Perú a fundar la bolsa de Lima y casóse con la hermana de nuestro ilustre don Manuel González Prada, histórico ciudadano y pensador que se pasó la vida furioso, por aquello de nuestro infame pacto nacional de decir las cosas a media voz, que asimismo mandó a los viejos a la tumba y a los jóvenes a la obra, y a su sobrino Julián lo mandó a París, a componer sinfonías, y mientras éste la llamaba a ella Bailamos una sola vez, y por supuesto que con Frank Sinatra refiriéndose con su voz más grave a que aquel 23 de diciembre de 1967, y el departamento con vista maravillosa de Rafael Dulanto, no eran precisamente el momento ni el lugar más apropiados para conocernos, pero que bueno, habría que conformarse. – Y, desde esa noche, esta canción titulada – Mira, a este muchacho también lo voy a invitar. – Y esta mujer tan increíblemente bella que está a su lado, ¿quién es, Rafael? -le preguntó ella. – Quién – Qué extraño, Rafael… – Qué extraño qué, Fernanda… – Pues que siento como si a esa mujer la odiara con toda mi alma y de toda la vida. – Ni que la conocieras, oye… – Ni en pelea de perros, pero… – Pero qué. – Mira, Rafael. Óyeme bien, por favor. Óyeme como el hermano mayor que no tengo, y eso. Y como el hombre que hasta me ha rescatado de los bajos fondos… Bueno, digamos que… – Dios mío, qué horror. Mejor no digamos nada. Se mataron de risa, recordando lo de la Residencia de señoritas, en el café Old Navy, boulevard Saint Germain, pleno corazón del Barrio latino, Mía y Rafael, que pensar que ya murió, y: – Bueno, sí, hermano mayor. Yo a este hombre que está en esta foto con esta rubia de-tes-ta-ble, lo conozco o lo quiero… Perdón… – Mira, Fernanda. Explícate un poquito más lento y más claro, por favor. Porque como que tu hermano mayor te está resultando bien bruto. – ¡Que yo a este hombre lo conozco y lo quiero desde antes de conocerlo y de quererlo, carajo, Rafael! ¡Si es facilísimo! – Eso mismo. Facilísimo. Y ahora sí que ya está todo requeteclaro, claro que sí. Pero yo sigo en Babia, con tu perdón… – Y además lo conozco desde antes de conocerlo desde antes. ¿O no conoces tú el poema ese de Gertrude Stein: – Basta ya, hermana mía, que me estás mareando. – Y a mí también este vino tinto, pero pidamos otro y brindemos por… – Juan Manuel Carpio. Peruano… – Y trovador – Pidamos otro tinto rápidamente, hermanita, por favor… Pero bueno, estaba también Y esto, muy precisamente esto, es lo que yo entiendo por llevar en el alma siempre. Consiste, para empezar, en sentirme verdaderamente querido por lo que valgo, o sea nada, esa noche de diciembre y Navidad de mierda de 1967 en París, en que mientras me hundía en el sofá más cómodo en que en mi vida había hundido mi naufragada humanidad, una muchacha ya casi doble te ayuda a quitarte el abrigo y te jura que esa mañana, no bien se despierte, va a correr a comprarte una gorra nueva y muy – Caliéntame un whisky sólo con hielo, entonces… – Oye, fui yo quien dijo primero que para mí estaba – – Lo que el señor mande, sí. Me quedé dormido con media botella del estribo, pero no sin antes haber andado con la carota medio hundida en el corazón delicioso y como delicadísimo de Fernanda María, medio como auscultando, en realidad, el asunto tan raro ese de que su nariz me encantase, de que en mi vida, ni siquiera en la canción al respecto, había visto unos ojos verdes como aquellos ojos verdes, de mirada Fernanda María, de que una cabellera tan roja y tan bella ni en el cine en tecnicolor-pantalla panorámica, la había visto jamás, de que estaba profunda, conmovedora, terrible, total, comodísima, somnolientísima, patética, y bostezadísimamente de acuerdo en quedarme dormido en aquel fuera de lugar y en el momento menos apropiado, también, y mientras desde aguas muy arriba del río Sena, no, tan feo no podía ser el río Sena, o sea que era desde las inmundas aguas del río Rimac muy arriba, cruzando el Atlántico y llegando a Lima, que me estaba haciendo ese adiós tan triste pero tan pelirrojo y tan cómodo y tan tierno, Luisa… – Feliz Navidad -me contó, a la mañana siguiente, Fernanda María, que fueron las palabras con las que me quedé dormido encima de ella y que por eso había amanecido con este brazo todo acalambrado, mira tú qué bruto eres, Juan Manuel Carpio… – Qué alegre -recordaba yo que había exclamado ella, sin signo de exclamación alguno, dulce, tiernamente, mientras notaba que algo llamado Vaso se me caía de la mano y me estoy quedando dormido en un Dos años después, todo seguía más o menos – No, señor. No, Juan Manuel Carpio… – Llevo dos años rogándote que, ¡por favor!, te limites a llamarme Juan Manuel. – Y yo llevo dos años diciéndote que el día en que te deje de llamar Juan Manuel Carpio me habré hartado de ti… – Te encanta regodearte con lo de mi modesto origen y tu nariz en el aire, haciéndole ascos a… – Imbécil. – Oligarca. – Mucho oligarca, sí. Pero la que trabaja aquí soy yo… – Hija de puta… – ¡Perdóname, amor! ¡Juan Manuel Carpio, perdóname por favor! ¡Nadie, ni la Piaf, ni el Montand, ni el Aznavour, ni el Brassens, han cantado para mí tan lindo como tú! – ¿Y eso no es trabajar? ¿Y día y noche y sin horarios ni sindicatos, como tú? Y además corro a diario a la Sorbona para asistir de alumno libre a cuanta clase de literatura exista. Bueno, corría, porque el otro día le pregunté por Georges Brassens al huevonazo que dicta poesía francesa contemporánea, y me respondió que si quería hablar de Brassens me largara a cualquier bistró, cafetín o callejuela. Y, claro, me largué, tras haberlo mandado a él y su curso a la mierda, por supuesto. La Sorbona ha muerto, Fernanda María. Pero, bueno, todo esto ¿es o no trabajar? – Sí y no… – ¿Cómo que sí y no? A ver si hablas un poquito más claro. Eso, para ti, ¿es trabajar o no? – Es también cantarle a Luisa y eso es lo que me jode, Juan Manuel Carpio. – ¿Y Frank Sinatra y el – Pues sí y no, Juan Manuel Carpio, porque a una le gusta sentirse querida, también. En fin, por todo esto, creo yo, contraatacaría Fernanda María, dos años después: – Todo sigue más o menos igual, si quieres, de acuerdo, Juan Manuel Carpio. Pero, con sus más y con sus menos, diría yo. Y razón no le faltaba, en el fondo, porque aparte de que su sueldo, por minuto trabajado, equivalía al producto mensual de mi gorra, más alguna embajada de las que ella me conseguía ahora, alguna noche Pro Víctimas de Algo Siempre en el Perú, en las que uno tenía que pagarse hasta la entrada, para luego escucharse cantar, y alguna función vestido de indio de Guatemala, de México, de Paraguay, de Bolivia, del Perú, y alguno que otro país más en que los indios del sol son sinónimo de esperanza en el buen salvaje homogeneizado y pasteurizado para el futuro de la humanidad… En fin, que entre la revolución cubana y Bueno, tampoco hay que olvidar que, entre los más importantes líderes espirituales de Mayo del 68, el Che Guevara (con su boina vasca, su puro a lo Winston Churchill, y su barba a lo latinoamericano, es decir, ralita) se llevaba la palma, y al final fue el único o lo único que sobrevivió en la memoria popular y el inconsciente colectivo, gracias a un póster posmortem que no cesaba de recordárselo a uno y que yo usaba, valgan verdades, como telón de fondo de mis sesiones de callejón del metro o de terraza de bistró en verano, para que la gente redoblara el esfuerzo de darme una propina, al sentir que, además de contribuir con el arte, estaba contribuyendo también con la más noble, derrotada y muerta de las causas, – Inmundo. Eres un inmundo, Juan Manuel Carpio. – Es que no nací con agua corriente fría y caliente como tú, rica heredera. – ¿Quieres que te enseñe mi hoja de pago, inmundo? – Asquerosa, tú. Que el otro día te acostaste con un cantautor realmente asqueroso, ése sí que sí. – No me acosté con nadie, cretino. Lo que hice fue practicar el amor libre y las enseñanzas de Mayo del 68, con ese cantautor colombiano, y tú estás que te mueres de celos, inmundo y otra vez inmundo. Explotar así al pobre Che Guevara, que ha muerto tan solitito en Bolivia. Eso sí que es ser verdaderamente asqueroso. – Sí, pero yo canto canciones en su honor, de metro en metro, mientras que tú te metes a la cama con un colombiano abyecto, moralmente incalificable y perverso. ¿Te parece poco? – No me acosté con nadie. Practiqué el amor libre y basta. Y no me lo recuerdes, por favor. – ¿Qué pasa? ¿Tan arrepentida estás? ¿No funcionó bien la libertad, o qué? – Mira, Juan Manuel Carpio. Y escúchame muy bien, por favor. Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, la que viste y calza y es tremenda jefaza en la Unesco, por sus propios méritos, puede meter el culo en un pozo de mierda y sacarlo limpiecito. ¡Me oíste! ¡Me entendiste! ¡Me creíste! ¡O te me largas, para siempre, Juan Manuel y punto! Hubo un prolongadísimo silencio, después de tanto alarido, y voy a aprovecharlo para contarles que, contra lo que ustedes, estoy seguro, están pensando, yo no vivía en casa de Fernanda María, ni a costa de ella, ni me aprovechaba tampoco de sus excelentes contactos por todo lo alto, para nada. Animé algunas fiestas cantando mis penas y mis tristezas, gracias a ella, es cierto, pero también era Rafael Dulanto el que a veces me conseguía alguna chambita cantante en salones palaciegos, de espejos biselados y alfombras silenciosas, como en el vals de Felipe Pinglo, pero esto no quiere decir que yo haya vivido Yo dormía donde me pescaba la noche, porque jamás quise regresar al departamento en que viví con Luisa, y hasta hoy sigo sin conservar ni siquiera una foto de ella -ya para qué hablar de la cama o de un sillón que compartimos-, en mi afán de inmortalizarla sólo con mis canciones, en verso de amor, con lo cual, me dicen, en más de una oportunidad ella se ha quejado de que, en alguno de mis regresos al Perú, yo no la haya reconocido siquiera. Y es que dicen que le dio por ganar muchísimo dinero administrando empresas, y que esto la hizo engordar a mares, cosa que a Fernanda María le encanta, por lo del bofetadón limeño… Pero el capítulo «Bofetada limeña», de mi historia, dentro de la historia de Fernanda, viene después, y estábamos en que yo dormía donde me pescaba la noche, desde que Luisa… Pues me pescaba, y a ustedes qué diablos les importa, generalmente en el lindo departamento estilo Que quede clarísimo, además, que yo nunca le cobré un centavo a Fernanda María por cantar en sus guateques primaverales o de principios de verano, a los que medio – Mejor para ti -me consolaba Fernanda María, ante cuyas plantas se postraba sin embargo medio – ¿Cómo que mejor para mí, Fernanda? – Es que, con honrosísimas excepciones, como Cortázar, Rulfo y los que no son famosos, y poco o nada tienen de – Con el sudor de su frente y el de la izquierda se lo han ganado, oye tú. – De acuerdo, Juan Manuel Carpio. Pero, fíjate tú las cosas que enseña la vida. Mi familia, más venida a menos de lo que anda, ya no puede estar, la pobre, últimamente. Sin embargo, y perdóname por lo bruta que soy al decirte estas cosas, así, tan sin matices, bueno, tan brutalmente, nunca mejor dicho: Si hay algo que te enseña eso que en los radioteatros, antes, y en las telenovelas, hoy, se llama Alcurnia -Dios mío, perdona lo Corín Tellado que me he puesto, Juan Manuel Carpio, pero te juro que ahoritita acabo y que algo se me ha subido el vino, también-, es simple y llanamente a no poder soportar algo que huela a nuevo rico, por mínimamente que sea. Se puede amanecer multimillonario y haberse acostado mendigo, y no oler a nuevo rico. Y, sin embargo, cuando uno menos se lo espera, un tufillo por ahí… ¿Me entiendes? – ¿Y el – Ay, mi amor, qué bruto eres tú también, a veces. Yo te hablaba de un tufillo imperceptible, salvo en una corbata o en un par de zapatos, en una manera de entrar a este patio, o en una esposa, por ejemplo. – A ver, Fernanda, por favor. Explícale a este retrasado mental, en qué se diferencia, por ejemplo, una corbata carísima y horrorosa, de una carísima, linda, y nueva rica. A ver si me voy enterando de algo, porque lo que es hasta ahora… – ¿Sabes en qué se diferencia, Juan Manuel Carpio? Pues en que lo único que deseo esta noche es que me cantes la más fracasada de tus canciones. Aunque pertenezca a la serie Luisa, cántamela, por favor. Y seré feliz y me sentiré limpia cuando te bese y te abrace, al acostarnos, por más que tú estés soñando con otros momentos y otros lugares. En cambio, si me hubiese metido a la cama con el galán ese traducido hasta al latín, creo, que me salió esta noche, me hubiera sentido sola, triste, perdida, abandonada, oligarca e inmunda. Aquí se acabó aquel muy prolongado silencio, al que creo haberle sacado bastante provecho, en lo que a la relación entre Fernanda María y yo se refiere. Y como que fue mi turno, ahora, para soltar unos cuantos alaridos: – ¡O sea que tú prefieres acostarte con el más abyecto y miserable y corrompido de los cantautores, antes que con Juan Rulfo o Julio Cortázar! ¡Mira que hasta yo, puestos a acostarse con hombres, me acostaría con Cortázar o con Pedro Páramo! ¡Pero la señorita de la oligarquía, no! ¡Para ella el barro! ¡Para ella la inmundicia colombiana! ¡Para ella el fango que, por supuesto, jamás vio en las casas en que vivió ni en los colegios y posgrados donde se educó!… – ¡Lo que es para mí, tú ya te largaste, Juan Manuel y punto! ¡Y en mi vida nadie ni nada me ha embarrado tanto como tú! ¡Y en mi vida nada me ha aliviado tanto como tu partida, tampoco! ¡O sea que en este mismo instante ya hace como mil horas que te largaste, que escampaste, o lo que sea, Juan Manuel y punto! – Señoras, señores, señoritas, el Che Guevara ha muerto. ¡Viva Salvador Allende! Éste era, para nosotros los latinoamericanos de París, al menos, el trasfondo histórico. Y por él se dirigía diariamente a la Unesco, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, cabizbaja por dentro y por fuera en su Alfa Romeo verde botella, el que contrastaba tan lindo con todo lo que en ella había de pelirrojo, o sea casi todo, vista así, por la ventana de su auto detenido en un semáforo, igual que yo, a pesar de que a mí me tocaba pasar, pero como que acababa de quedarme daltónico del todo para lo del tráfico, y todo lo contrario de daltónico para lo de Fernanda pelirroja en su Alfa Romeo verde… Digo es un decir, pero, si alguien, si algún crítico o periodista, alguna vez, se enterase de la calidad y de la bellísima tristeza de mi arte, y me solicitara una entrevista y me preguntara: – Con toda sinceridad, señor Carpio, ¿sería usted capaz de confesar cuál ha sido el momento más triste de su vida? – Con mucho gusto y muchísima pena, sí: El momento más triste de mi vida ha sido un Alfa Romeo verde y una muchacha pelirroja, detenidos ambos ante un semáforo y sin tomarse siquiera el trabajo de intentar darse cuenta de que yo vivo en París y de que, por lo tanto, también puedo estar peatonalmente detenido ante el mismo semáforo. – La muchacha se llamaba Luisa, como la Luisa de tantas de sus canciones de amor, ¿no es cierto, señor Carpio? – Lo fue y lo sigue siendo en mis canciones y de alguna manera también en vida. Pero, existe, digamos, un matiz. Luisa, embarcándose un día 13, en un vuelo número 1313, es un choc, algo atroz, es quedar muerto en vida, amputado por dentro para siempre, por más de que pueda usted luego ser campeón mundial de cien metros planos. – Luisa es un trauma, entonces. – En la medida en que una tragedia es un trauma, pues sí, Luisa lo es. – Entonces volvamos al semáforo, señor Carpio, antes de que cambie de color y se le vaya a usted la tristeza. – Es ahí donde ustedes, los críticos y los periodistas, se equivocan siempre, con nosotros, los artistas. – Cómo así, señor Carpio. – Ese semáforo no ha vuelto a cambiar nunca de color, señor. Ni tampoco el auto ni el pelo ni las pecas ni la mueca de impaciencia de la chica -porque no le cambia de luz nunca ese semáforo y va a llegar tarde al trabajo- han perdido jamás su eterno contenido de tristeza, – – Pero el Alfa Romeo más triste y abundante del mundo, en París, el que se detuvo en mi tristeza para siempre, ante ese semáforo, no volvió a pasar nunca por esa esquina, a esa hora, ni por ninguna otra esquina. Y la próxima vez que volví a ver a Fernanda María, a Maía, a Mía, era ya una señora casada con un fotógrafo chileno, madre de un bebe de siete meses, que llegaba a París sin un centavo y en calidad de exiliada política. Era invierno y 1974 y lo de Chile y lo de Pinochet. Esto estaba clarísimo. Pero ¿y lo de Fernanda María exiliada en París, en la misma ciudad donde yo la dejé de jefaza y estupendamente bien instalada? ¿Cómo, y en qué tiempo, podían haber ocurrido tantas cosas? ¿Y cómo habían podido ocurrirle tantas cosas a la pobre Fernanda, sobre todo? ¿Y de dónde se había sacado ese marido, por ejemplo? En todo caso, éstas eran las noticias que podía darme, esa mañana, a las once, recién despertado y levantado por un telefonazo en larga distancia de Rafael Dulanto, don Julián d'Octeville. – Muchacho, a mí, tú sabes, me molesta mucho que se me despierte a semejantes horas. Uno es trasnochador, uno es nocherniego, uno gusta de recogerse al alba y dormir hasta el mediodía. – Lamento el madrugón, don Julián. – En este caso el madrugón es de otro tipo, estimado amigo. Porque se trata de una llamada que he atendido con el mayor interés y cariño, por ser nada menos que de nuestro común y dilecto amigo Rafael Dulanto. – Sí. Trabaja ahora en la embajada de El Salvador, en Washington. – Y me alegro, porque es un ascenso en su carrera, pero no por las noticias que me ha dado acerca de nuestra tan querida amiga, la señorita del Sacromonte, ¿la recuerda, usted? – Sí… En un Alfa Rommeeeoooveeerdeeeee y y uu un semmmm… – ¿Qué le ocurre, llora usted, querido amigo? Pues para llorar son las noticias, y ya veo que usted, digamos, no – Desapa… desapare… ció en uuuunnn sema… en mil… setenta… – Muchacho, súbase usted al primer taxi que encuentre, y véngase a mi casa. Invito yo el taxi, con almuerzo incluido. La señorita del Sacromonte, su esposo, y su hijito… – ¡Qué!… – Están vivitos y coleando y en París… Pero que huyen de la historia y sus horrores, y que hay que ayudarlos, dice nuestro dilecto amigo, Rafael Dulanto. Por mi culpa, pero sin que yo tuviera culpa alguna, que así es la vida de complicada, también, qué no le había pasado a Fernanda María durante los tres interminables años en que nunca vi tanto Alfa Romeo verde y sin ella adentro por todas y cada una de las muchas ciudades por las que fui rodando y cantando, como un Rolling Stone que no hace verano, cual golondrina solitaria, quiero decir, aunque temporadas hubo en que hasta comí menos que uno de estos alegres pajaritos. Me alejé del Y a la loca de Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes le ocurrió, me imaginaba yo, mientras almorzaba con don Julián d'Octeville, algo bastante similar. Aunque sin deberle favor alguno a nadie, en su caso, tomó la determinación de alejarse de París y de tantos amigos que la querían y la admiraban inmensamente. Más algo de una convalidación de diplomas, que en París le estaba resultando prácticamente imposible, también, me acordaba ahora, durante el almuerzo con don Julián. Sí, lo de los diplomas era algo de lo que Mía me había hablado con fastidio, en más de una ocasión… – Lo que recuerdo, muchacho, es que la señorita del Sacromonte, aconsejada por alguno de sus amigos diplomáticos, un chileno, en este caso, decidió que en la Universidad de Santiago había una excelente Facultad de Arquitectura, y que para ingresar le bastaban y sobraban sus diplomas suizos. – ¿Y eso cuándo fue, don Julián? – Tutéame, por favor, muchacho. No porque uno sea de otro siglo lo tiene que enterrar la gente con la distancia que crean el don, el don Julián, el don Usted… – ¿Cuándo fue, Julián?… – En 1970. De eso me acuerdo clarito, porque fue el año en que a mi gran amigo, Pablo Neruda, lo nombraron embajador en París y la alegría que tuve… ¿O fue el setenta y uno? Bueno, en todo caso, en el setenta y dos sí que no fue… En fin, fue, con seguridad, el año en que le dimos la fiesta de despedida a – ¿Fernanda María, en Lima? La verdad, nunca se me habría ocurrido, don… perdón… Julián. – En Lima, no, muchacho loco. Fernanda se encuentra en París y éste es su teléfono. Y Rafael nos ruega que la ayudemos. ¿Tú cómo andas de plata, muchacho? – He mejorado, Julián. Trabajo fijo en un lugar llamado El Rancho Guaraní. – ¿Con poncho o sin poncho? – Con plata para pagarme un departamento correcto y hasta ese teléfono al que me acaba usted de llamar… – Tienes razón, muchacho. Qué mal ando de la memoria. Debe ser por eso que todo el mundo me trata de usted. – ¿Le puedo pedir un inmenso favor, Julián? – Dos, muchacho. – Llame usted a Fernanda María, no le diga que me ha visto, ni nada, pero, eso sí, déle mi dirección, mi numero de teléfono y hasta el de mi cuenta bancaria, si es necesario. Créame, Julián, que yo tengo mis razones para preferir que sea ella la que tome la iniciativa de buscarme… – Entiendo, muchacho. Y algo recuerdo, ahora. Ustedes dos se fueron de París más o menos en la misma época… Entiendo, muchacho. Y te tendré informado, día a día… Sí, ya me voy acordando mejor… No canté la noche en que Fernanda María, Enrique, su esposo, y Rodrigo, un monstruito de siete meses, dramáticamente dormilón y poco hambriento, como si hubiera llegado al mundo preparado para un larguísimo exilio, vinieron a comer tempranito a casa, por lo del bebe, naturalmente, no tenían con quien dejarlo y eso. Y muy naturalmente, también, al tal Rodrigo lo metimos a mi cama, no bien lo juzgamos conveniente, y en la sala quedamos, cual tres tristes bebes, un trío de idiotas absolutamente predispuestos a agarrarse a besos y abrazos en cualquier momento, aunque hay que reconocer que Fernanda María supo imponer bastante cordura, a lo largo de esa noche interminable, para no despertar al niño, y para respetarlo, también, pobre criatura, él qué sabe de todo lo nuestro, en fin, él qué sabe de nada de nada, pobre angelito mío. Y ahí el que pidió que pusiéramos a Frank Sinatra y todo fue Enrique, una suerte de araucanazo auténtico, de crin y ojos color azabache, piel autóctona y manos feroces, aunque con su metro noventa y uno resultaba un poco bajo todavía para entrar en la categoría gigante. Fernanda María me miró, como quien dice: «¿Tú has oído lo que se le ocurre pedir a Enrique?», y como quien agrega: «¿No te dije, en el teléfono, que me había casado con un hombre muy bueno?». Yo miré a Enrique como se mira a un araucano muy grande, muy fuerte, y muy bueno, y Enrique miró hacia donde estaban mis discos, como quien realmente suspira por Frank Sinatra en el exilio. Sin duda alguna, por esto se le pasó por completo el millón de matices, de implicaciones, de sobrentendidos, de complicidad y de cariño, que hubo en el hecho de que, antes de ir yo en busca de Sinatra, para matarnos a patadas, o de puro buenos, o de – La noche la terminamos agotados, pero jugando siempre a la ronda, aunque sin movernos de nuestros asientos y sin que un lobo malvado viniera a comerse a nadie, ahí. Todo empezó cuando Enrique me agarró una mano, como para siempre, porque Fernanda, desde que se conocieron, le habló de mí con muchísimo cariño, y también porque le regaló dos cassettes en los que yo cantaba la tragedia de mi vida, mi amor eterno por Luisa. Y yo no sabía, tú simple y llanamente no te lo imaginas, viejo, cuánto le gustaban a él mis canciones y mis estrofas habladas en versos tan espantosamente bellos, tú sí que no te lo imaginas, mi hermano. Todo esto hizo que él me autorizara a agarrarme con toda el alma, aunque disimulándolo bastante, es cierto, de la mano de Fernanda, quien, a su vez, conmovida al máximo por la tierna bondad de su Caupolican, conmigo, le apretó la mano a él ya para siempre, quedando configurado aquel círculo al que Sinatra le cantaba cosas cada vez más tristes, como si le estuviera adivinando el futuro o algo, a medida que se iban descorchando las botellas de vino tinto y Rodrigo se seguía portando como un verdadero angelito durmiente en el exilio. Y tanto que, sólo cuando sus berridos muertos de hambre y caca y pila nos despertaron, a eso de las ocho de la mañana, aunque parece que el pobrecito llevaba horas chillando -algo le parecía haber oído a Fernanda, en pesadillas, ahora que lo pensaba bien-, nos soltamos por fin las manos y yo me quedé con la siguiente información, entre manos: Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, en efecto, había hecho una escala en Lima… – ¿Que por qué? Pues entérate, idiota, no, pobrecito mío, nada de idiota… Entérate de que, si aquella vez, aquella inmunda vez en que me metí a la cama con el abyecto cantautor colombiano Ernesto Flores -hasta hoy me da asco, caray, pero que conste que salí limpiecitísima, ya casi virgen otra vez, oye, puestos a contar-, fue porque tu amor por Luisa me estaba matando y quise someterte a un verdadero electroshock sentimental, a ver si salías de tu catalepsia esa y te fijabas tan siquiera un poquito en mí, de lo puro inmundo que era el tal Ernesto Flores… – Pero si casi vivíamos juntos, Fernanda… – Pero, con el perdón de Enrique… – Mis celos nunca son retrospectivos, mi amor -opinó, tolerantísimo, el araucanote. Y, con su – Imbécil… – Anda, mi Fernanda… – Mira que no lo iba a decir, pero ahora que tú me sales con que tienes Gracias a Dios, de los momentos como éste, de gran tensión, se encargaba siempre Frank Sinatra, desde alguna de sus canciones y con esa voz de callejón sin salida, de Y la etapa siguiente, la del paso por Lima de la entrañable Fernanda María, también la comentó Sinatra, la matizó, en todo caso. Porque sólo quien ha tenido la peregrina idea de meterse a una Residencia para determinadas señoritas, sin darse cuenta, siquiera, como ella, puede conservar en el alma tanta limpieza de intención y tanta ingenuidad como para aparecerse nada menos que en una de las empresas que administraba la rubicunda e iracunda Luisa, en Lima. Pidió cita urgente y todo, con una importante tarjeta de la Unesco, que aún correspondía a la realidad, porque, en vista de que el inmundo electroshock al que me sometió con el abyecto cantautor Ernesto Flores parecía haber tenido efecto sobre mi tan querida persona, Fernanda María deseaba urgentemente hablar, de mujer a mujer, con Luisa, sobre estos dos temas. El primero consistía en que, aunque con algunos altibajos de tiempo y de lugar, lo reconozco, Juan Manuel Carpio y Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes -vaya con el nombrecito que me manejo, ¿no?- habían nacido el uno para el otro, allá en París. Y que ella, a diferencia de Y ahí se le quedó lo del segundo tema, a la pobre Fernanda María, porque Dios sabe que hasta con los muertos, como yo, existen los celos retrospectivos. Y ya la rubicunda y bastante engordadita Luisa se estaba poniendo de pie y dirigiéndose hacia esa muchacha tan linda, tan más joven que yo, tan más delgada que yo, tan que me estoy poniendo hecha una chancha yo, y le arreó aquel tremendo cachetadón que, según Fernanda María, la mantuvo muerta de hambre y de pena en el aire, hasta bastante tiempo después de aterrizar en Chile. Luisa, de alguna manera, me amaba, y esto le dolió en el alma a Fernanda María, bofetadas aparte. Y en París jamás se le arreglaba lo de sus diplomas convalidados, para poder estudiar arquitectura. O sea que fue, en el fondo, aquel cachetadón limeño el que le labró todo un nuevo destino, todo un nuevo porvenir, todo un nuevo hombre y hasta un marido, toda una adorable criatura de siete meses, todo este exilio de mierda, y ahora resulta que por la Unesco ni me reconocen y tienen toditita la razón, además. – Nadie es irreemplazable, pero yo, además, reaparezco tres años después, y aún no les he avisado que me he ido de mi trabajo. Una persona decente jamás hace una cosa así, y bien merecido que me lo tengo, por consiguiente. Claro que lo malo es que nos estamos muriendo de hambre. Y lo peor es que, ayer por la tarde, a Enrique le han ofrecido un trabajo fijo en Caracas, pero sin billetes de ida ni nada, y ahora yo soy tres y contigo cuatro, si te animas a venirte a Caracas nadando, Juan Manuel Carpio. Me animé a quedarme en París, más bien, y a pasar nuevamente por una de esas escenitas de aeropuerto en que alguien toma desgarradoramente un avión y lo deja a uno… Bueno, lo deja a uno poco más o menos como me había dejado Luisa siete años atrás, o sea hecho puré, aunque ahora con un matiz bastante enriquecedor, en lo que a las cosas de esta vida se refiere, o, lo que es lo mismo, con la siguiente patética novedad, porque, diablos, esta vez era como pasar de Guatemala a Guatepeor, en comparación a la anterior, en que al menos Luisa estaba tan feliz de largarse para siempre. Esta vez, en cambio, Fernanda María habría pagado por quedarse. Y, a lo mejor, también, su propio esposo, y hasta el exiliadito de siete meses que era su hijo Rodrigo. Sí, a lo mejor los tres habrían preferido la precaria estabilidad que logré darles durante los dos meses que permanecieron en París, arreglándoselas como podían para dormir en mi cama, mientras yo hacía prodigios de equilibrio para dormir sin caerme todo el tiempo, al más mínimo movimiento, en el estrechísimo diván que había en la salita comedor del departamento, y que normalmente nos servía de asiento en nuestras enternecedoras sentadas de amor nocturno y meditabundo, ante unas botellas de tinto y unas canciones de amor, todas desesperadas. En fin, que nunca sabré si aquello fue sólo fruto puro del amor, del más grande, extraño, y puro amor, o si no ayudó también un poquito, al menos, el hecho de ser aquélla una época y una edad de la vida en que aún se soportan todas las incomodidades del mundo y hasta una carencia de espacio vital muy propicia a la agresividad, pero lo cierto es que aquel platónico, no muy consciente, y sumamente circunstancial Yo logré que el araucanote Enrique se convirtiera en fotógrafo oficial del Rancho Guaraní, el simpático local de oscuridad, tragos, arpas paraguayas, guitarras, quenas y charangos, y cualquier otro folclor latinoamericano que pidiese la ocasión, en el que yo trabajaba con horario y salario fijos y entonaba cuchucientas mil veces aquello de El lobo estuvo listo el día en que, gracias a la ayuda de don Julián d'Octeville, Enrique logró que un comité de solidaridad Francia-América Latina le comprase en bloque una buena tonelada de estupendas fotografías que serían expuestas y vendidas poco a poco, pagándole por el lote entero con tres billetes de ida para su destino laboral en Caracas. Por supuesto que Fernanda María comentó que lo ideal habría sido que nos pagaran con cuatro billetes y por supuesto que no sólo Enrique estuvo de acuerdo con eso sino que hasta el propio Rodrigo soltó un pedito favorable a mi partida, según me explicó Fernanda, con tremendo nudo en la garganta, pero lo cierto es que los billetes eran tres y que ahí el único que tenía un trabajo en Caracas era Enrique y que además yo, aunque era para ellos mucho más que un hermano y esas cosas, no formaba parte ni de la familia, ni del exilio chileno, ni de nada. O sea que me tocó exiliarme del exilio, quedarme en esa tierra de nadie que son los aeropuertos, y titubear burradas como bueno, por lo menos a ustedes no les ha tocado partir un día 13 ni en un vuelo chárter número 1313, como a Fernanda, aquella vez, perdón, como a la gorda Luisa, esta vez, perdón… – Maldición eterna a su cachetadón -metió aún más la pata Fernanda María, en el instante de su embarque en el vuelo de Air France con destino a Caracas, Venezuela, pero por ahí oímos un pedito de Rodrigo, y Caupolicán, rey de los araucanos sensibles, como que quiso compartir su boya en aquella extraña mezcla de despedida y naufragio: – |
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