"El club De la buena Estrella" - читать интересную книгу автора (Tan Amy)LINDO JONGMi hija quería ir a China para pasar allí su segunda luna de miel, pero ahora tiene miedo. – ¿Y si me mezclo tan bien que me consideran uno de ellos? -me preguntó Waverly-. ¿Y si no me dejan regresar a Estados Unidos? – Cuando vayas a China, ni siquiera tendrás necesidad de abrir la boca -le respondí-. En seguida sabrán que eres forastera. – ¿Qué quieres decir? -A mi hija le gusta replicar, siempre cuestiona lo que le digo. A mi hija no le gustó que le dijera que no parece china. Puso una avinagrada expresión norteamericana en su rostro. Hace diez años, quizás habría aplaudido alborozada, como si eso fuese una buena noticia, pero ahora quiere ser china, es algo que está de moda. Y sé que es demasiado tarde. ¡Cómo me empeñé en enseñarle, año tras año! Ella siguió mis hábitos chinos sólo hasta que fue capaz de salir sola a la calle e ir a la escuela. Ahora las únicas palabras chinas que conoce son Yo tengo la culpa de que sea así. Quise que mis hijos tuvieran la mejor combinación: circunstancias norteamericanas y carácter chino. ¿Cómo podía saber que esas dos cosas son incompatibles? Le enseñé cómo funcionan las circunstancias norteamericanas. Aquí, nacer pobre no es una vergüenza perdurable. Estás entre los primeros en la cola para conseguir una beca. Si el tejado se derrumba sobre tu cabeza, no tienes que llorar por tu mala suerte. Puedes demandar a cualquiera y hacer que el propietario de la casa lo repare. No tienes que sentarte como un Buda bajo un árbol y dejar que las palomas se caguen en tu cabeza. Puedes comprar un paraguas o entrar en una iglesia católica. En Estados Unidos, nadie dice que debes adaptarte a las circunstancias que otros te imponen. Ella aprendió esas cosas, pero no pude enseñarle nada acerca del carácter chino, de cómo obedecer a los padres y escuchar las opiniones de tu madre, cómo guardarte tus pensamientos y velar tus sentimientos a fin de aprovecharte de las oportunidades ocultas, de por qué no merece la pena ir corriendo en pos de las cosas fáciles, de cómo conocer tu propia valía y pulida, sin exhibida nunca como un anillo barato. Ni de por qué el pensamiento chino es mejor. No, esta manera de pensar le era indiferente. Estaba demasiado ocupada mascando chicle y haciendo burbujas más grandes que sus mejillas. Sólo le importaba: esa clase de ocupaciones. – Termina el café -le dije ayer-. No desperdicies tus bendiciones. – No seas tan anticuada, mamá -me replicó, tirando el café a la pica-. Soy independiente. Y me pregunto cómo puede decir con tanta facilidad que es independiente. ¿Cuándo acepté que ya no me pertenecía? Mi hija va a casarse por segunda vez y me ha pedido que vaya a su peluquería, a su célebre señor Rory. Sé por qué lo ha hecho. Mi aspecto le avergüenza. ¿Qué pensarán su marido y los importantes abogados amigos de éste de una vieja y atrasada mujer china? – Tía An-mei puede cortarme el pelo -le digo. – Rory es famoso -dice mi hija, como si no tuviera oídos-. Hace un trabajo fabuloso. De modo que me siento en el sillón del señor Rory, quien me sube y me baja hasta que estoy a la altura adecuada. Entonces mi hija me critica como si yo no estuviera presente. – Mire lo plana que es lateralmente -acusa a mi cabeza-. Necesita un corte y la permanente. Y este teñido púrpura se lo ha hecho ella en casa. Nunca le ha arreglado el pelo un profesional. Mira al señor Rory en el espejo, y él me mira a mí del mismo modo. No es la primera vez que veo esta mirada profesional. Los norteamericanos no se miran realmente unos a otros cuando hablan, sino que hablan a sus imágenes reflejadas. Miran a los demás o a sí mismos sólo cuando creen que nadie está mirando. Por eso nunca ven cuál es su verdadero aspecto. Se ven sonriendo sin abrir la boca, o vueltos hacia un lado, donde no pueden ver sus defectos. – ¿Cómo lo quiere? -pregunta el señor Rory. Cree que no entiendo el inglés. Está deslizando los dedos a través de mi pelo, mostrando cómo su magia puede hacer que parezca más espeso y más largo. – ¿Cómo lo quieres, mamá? -¿Por qué cree mi hija que me está traduciendo el inglés? Sin darme tiempo a responder, explica mis pensamientos-: Quiere un ondulado suave. Probablemente no debemos cortarlo mucho, pues estaría demasiado compacto para la boda. No lo quiere ensortijado ni con un aspecto raro. -Entonces me dice alzando la voz como si me hubiera quedado sorda-: ¿No es cierto, mamá? No lo quieres demasiado compacto, ¿verdad? Sonrío y adopto mi semblante norteamericano. Ese es el rostro que los americanos consideran chino, la expresión que no pueden comprender. Pero por dentro me siento avergonzada. Me avergüenzo de que ella esté avergonzada, porque es mi hija y estoy orgullosa de ella, pero soy su madre y no está orgullosa de mí. El señor Rory me da unas palmaditas más en el pelo, me mira y luego mira a mi hija. Entonces le dice algo que a ella le desagrada de veras: – ¡Es extraordinario el parecido entre ambas! Sonrío, esta vez con mi semblante chino. Pero los ojos y la sonrisa de mi hija se estrechan mucho, como un gato que se contrae antes de atacar. Ahora el señor Rory nos deja para que podamos pensar. Le oigo chasquear los dedos: – ¡Lavado! ¡La señora Jong es la siguiente! Mi hija y yo estamos solas en esta peluquería atestada. Ella mira su imagen en el espejo con el ceño fruncido. Me ve mirándola. – Las mismas mejillas -dice. Señala las mías y luego se loca las mejillas. Las hunde para parecer una persona desnutrida. Pone su rostro junto al mío y nos miramos en el espejo. – Puedes ver tu carácter en el semblante -le digo sin pensar-. Puedes ver tu futuro. – ¿Qué quieres decir? Y ahora he de poner a raya mis sentimientos. Pienso en lo parecidos que son esos dos rostros. La misma felicidad, la misma tristeza, la misma buena estrella, los mismos defectos. Me veo a mí misma y a mi madre, allá en China, cuando yo era una chiquilla. Cierta vez mi madre, tu abuela, me dijo cuál sería mi suerte, que mi carácter me conduciría a circunstancias buenas y malas. Estaba sentada ante el tocador, con su espejo enorme, y yo de pie detrás de ella, con el mentón apoyado en su hombro. Al día siguiente empezaba el año nuevo. Yo tendría diez años, según el cómputo chino, y se trataba de un cumpleaños importante para mí. Tal vez por esta razón mi madre no me criticaba demasiado. Me estaba mirando el rostro. – Eres afortunada -me dijo, tocándome la oreja-. Tienes las orejas como yo, con el lóbulo grande y grueso, muy carnoso en la parte inferior, lleno de bendiciones. Hay personas que nacen muy pobres. Sus orejas son muy delgadas, están muy pegadas a la cabeza, y por eso nunca pueden oír que la suerte las llama. Tú tienes unas orejas como es debido, pero debes escuchar para captar tus oportunidades. Deslizó su delgado dedo por mi nariz. – Tienes una nariz como la mía. Las fosas no son demasiado grandes, por lo que tu dinero no se escapará. Es recta y suave, una buena señal. Una muchacha con la nariz torcida es proclive a la desgracia. Siempre va en pos de lo que no le conviene, de las personas que no le interesan, de la peor suerte. -Me dio unos golpecitos en el mentón y luego tocó el suyo-: No es muy corto ni muy largo. Nuestra longevidad será adecuada, no pereceremos demasiado pronto ni viviremos tanto como para ser una carga. Me apartó el pelo de la frente. – Somos iguales -concluyó mi madre-. Quizá tu frente es más ancha, por lo que serás incluso más inteligente. Y tienes el cabello espeso, el movimiento del pelo está bajo, en la frente, lo cual significa que sufrirás algunas penurias en tu juventud. Lo mismo me sucedió a mí. ¡Pero mira qué alto tengo ahora ese perfil! Es una bendición en mi ancianidad. Más tarde aprenderás a preocuparte y también perderás tu pelo. Me cogió el mentón, volvió mi rostro hacia ella y me miró a los ojos. Movió mi rostro a un lado y luego al otro. – Hay sinceridad y vehemencia en tus ojos. Me siguen y muestran respeto. No miran abajo, avergonzados. No se resisten volviéndose hacia el otro lado. Serás buena esposa, madre y nuera. Cuando mi madre me dijo esas cosas, yo era pequeña todavía. Y aunque dijo que parecíamos iguales, yo quería parecerme más. Si ella levantaba los ojos con una expresión de sorpresa, yo quería que los míos hicieran lo mismo. Si su boca adoptaba un rictus de desdicha, yo también quería sentirme desdichada. Era muy parecida a mi madre. Eso ocurría antes de que las circunstancias nos separaran: una inundación que obligó a mi familia a dejarme atrás, mi primer matrimonio en el seno de una familia que no me quería, guerra en todas partes y, más tarde, un océano que me llevó a un nuevo país. Ella no vio cómo cambiaba mi rostro en el transcurso de los años, cómo empezaba a languidecer mi boca, cómo empecé a preocuparme pero aun así no perdía el pelo, cómo mis ojos empezaron a adoptar las expresiones norteamericanas. No me vio fruncir la nariz en un traqueteante y abarrotado autobús en San Francisco. Tu padre y yo íbamos camino de la iglesia para agradecer a Dios todas nuestras bendiciones, pero tuve que restar un poco de agradecimiento por mi olfato. Es difícil mantener tu semblante chino en Estados Unidos. Al principio, antes incluso de llegar, tuve que ocultar mi verdadero yo. Pagué a una muchacha china de Pekín, que se había educado en Norteamérica, para que me enseñara cómo hacerla. – En Estados Unidos no puedes decir que quieres vivir allí para siempre -me dijo-. Si eres china, debes decir que admiras sus escuelas, su manera de pensar, debes decir que quieres estudiar y luego regresar y enseñar a los chinos lo que has aprendido. – ¿Qué debo decirles que quiero aprender? Si me hacen preguntas y no sé responderlas… – Religión, debes decir que quieres estudiar religión -dijo aquella muchacha tan lista-. Cada norteamericano tiene una idea diferente sobre la religión, por lo que no hay respuestas correctas y erróneas. Diles que te interesa difundir la palabra de Dios y te respetarán. Por otra suma de dinero, aquella muchacha me dio un formulario lleno de palabras inglesas. Tuve que copiar aquellas palabras una y otra vez, como si fuesen palabras inglesas formadas en mi cabeza. Al lado de la palabra NOMBRE, escribí Di a la muchacha más dinero por una lista de direcciones en San Francisco, gente con buenas conexiones. Y finalmente me dio, sin cobrarme nada, instrucciones para cambiar mis circunstancias. – Primero debes encontrar un marido -me dijo-. Un ciudadano norteamericano es lo mejor. -Al ver mi expresión de sorpresa, se apresuró a añadir-: ¡Chino! Naturalmente, debe ser chino. «Ciudadano» no significa de raza blanca. Pero si no es ciudadano, debes pasar de inmediato al número dos. Mira, aquí está: debes tener un hijo, chico o chica, eso no importa en Estados Unidos. Ni uno ni otra se ocuparán de ti cuando seas vieja, ¿no es cierto? -Ambas nos echamos a reír-. Pero ten cuidado -añadió-. Las autoridades te preguntarán si tienes hijos o si piensas tenerlos. Debes decir que no. Debes parecer sincera y decir que no estás casada, que eres religiosa y sabes que, en tu caso, no sería correcto tener un hijo. Debí de mostrarme perpleja, porque ella amplió su explicación: – Escucha, ¿cómo puede saber un bebé no nacido lo que no debe hacer? Y, una vez que nazca, será ciudadano norteamericano y podrá hacer lo que quiera, como pedirle a su madre que se quede en el país. ¿No es cierto? Pero no fue ésta la razón de mi perplejidad. Me intrigó lo que había dicho sobre la sinceridad. ¿Cómo no iba a parecer sincera cuando dijera la verdad? Mira qué sincero parece todavía mi semblante. ¿Por qué no te transmití este rasgo? ¿Por qué siempre dices a tus amigos que llegué a Estados Unidos en un barco que navegó lentamente desde China? Eso no es cierto. Yo no era tan pobre. Vine en avión. Había ahorrado el dinero que me dieron los familiares de mi primer marido cuando se deshicieron de mí, así como el dinero que recibí por mi trabajo de telefonista durante doce años. Pero es cierto que no tomé el avión más rápido. Me pasé tres semanas volando, haciendo escala en todas partes: Hong Kong, Vietnam, las Filipinas, Hawaii. Y así, cuando llegué, no parecía sinceramente contenta de estar aquí. ¿Por qué dices siempre a la gente que conocí a tu padre en la Casa de Catay, que partí una galleta de la suerte y supe así que me casaría con un hombre guapo y moreno, y que cuando alcé la vista, allí estaba, el camarero, tu padre? ¿A qué viene esa broma? Eso no es sincero. ¡Eso no es cierto! Tu padre no era camarero, jamás comí en ese restaurante. La Casa de Catay tenía un letrero que decía «Comidas Chinas», por lo que sólo la frecuentaban norteamericanos antes de que la derribaran. Ahora es un restaurante McDonald's con un gran letrero chino que dice Cuando llegué, nadie me hizo preguntas. Las autoridades miraron mis documentos, pusieron un sello y me dejaron pasar. Decidí ir primero a una dirección de San Francisco que me había dado aquella muchacha de Pekín. El autobús me dejó en una calle ancha, por la que circulaban tranvías. Era la calle California. Subí por aquella cuesta empinada y vi un edificio alto. Era el templo Old St. Mary. Bajo el letrero indicador de la iglesia, en caracteres chinos escritos a mano, alguien había añadido: «Ceremonia china para salvar a los fantasmas de la inquietud espiritual, de 7 a 20:30 horas». Me aprendí de memoria esta información, por si las autoridades me preguntaban dónde practicaba mi religión. Entonces vi otro letrero en la acera de enfrente. Estaba pintado en el exterior de un edificio bajo: «Ahorre hoy para mañana en el Banco de América». Y pensé que allí era donde los norteamericanos practicaban su religión. [7] ¡Ya ves que ni siquiera entonces era tan tonta! Hoy esa iglesia tiene el mismo tamaño, pero donde estaba aquel pequeño banco hay ahora un alto edificio de cincuenta pisos, donde tú y tu futuro marido trabajáis y miráis a los de abajo por encima del hombro. Mi hija se rió cuando le dije esto. Su madre es capaz de hacer un buen chiste. Así pues, seguí subiendo la cuesta. Vi dos pagadas, una a cada lado de la calle, como si fuesen la entrada a un gran templo budista. Pero cuando miré detalladamente, vi que la pagoda no era más que una construcción con varios tejados, sin muros ni nada debajo. Me sorprendió que intentaran dar a todo el aspecto de una antigua ciudad imperial o de la tumba de un emperador, pero si mirabas a cada lado de aquellas falsas pagadas, veías que las calles eran estrechas, oscuras y sucias, llenas de gente. Me pregunté por qué habían elegido lo peor de las ciudades chinas para el interior. ¿Por qué no habían construido jardines con estanques en vez de aquel hacinamiento? Cierto que aquí y allá había algo parecido a una célebre caverna antigua o una ópera china, pero el in terior era siempre pobre y de mal gusto. De manera que cuando encontré la dirección que me había dado la muchacha de Pekín, sabía que no podía esperar gran cosa. Era un enorme edificio verde, muy ruidoso, con niños que subían y bajaban corriendo las escaleras exteriores y pululaban en los pasillos. En el número 402 encontré a una anciana, la cual me dijo sin preámbulos que había perdido el tiempo esperándome durante toda la semana. Anotó rápidamente varias direcciones y me las dio, manteniendo la mano extendida con la palma hacia arriba después de que yo cogiera el papel, por lo que le di un dólar. Ella lo miró y me dijo: Le di un dólar más y ella cerró la mano y la boca. Gracias a las direcciones facilitadas por la anciana, encontré un piso barato en Washington Street. Era una casa como todas las demás que había visto, encima de una pequeña tienda. Y gracias a la lista que me había costado tres dólares, encontré un empleo horrible, pagado a setenta y cinco centavos la hora. Intenté conseguir trabajo como dependienta, pero para eso tenías que saber inglés. Probé otro empleo como camarera china, pero también querían que sobara a hombres desconocidos, y supe en seguida que era un trabajo tan malo como el de las prostitutas de cuarta categoría en China, Taché esa dirección con tinta negra. Otros trabajos requerían que tuvieras una relación especial. Había empleos ofrecidos por familias de Cantón, Toishan y los Cuatro Distritos, gentes del sur que habían llegado muchos años atrás para hacer fortuna y seguían aferrados a su pequeño negocio ayudados por sus Mi madre acertó en la predicción de mis penurias. El trabajo en una fábrica de galletas fue el peor de todos. Grandes máquinas negras funcionaban día y noche, vertiendo pequeñas tortas en unas planchas redondas móviles. Las otras mujeres y yo nos sentábamos en altos taburetes y, cuando las tortitas pasaban, teníamos que cogerlas de la plancha caliente, precisamente cuando se doraban. Poníamos una tira de papel en el centro, doblábamos la galleta por la mitad y torcíamos los extremos hacia atrás, en el momento en que se endurecía. Si cogías la torta demasiado pronto, te quemabas los dedos con la pasta caliente y húmeda, pero si la cogías demasiado tarde, la galleta se endurecía antes de que pudieras completar el primer pliegue. Tenías que echar tus errores a un cubo, y te los descontaban, porque el propietario sólo podía venderlos como restos. Al terminar la primera jornada, tenía los diez dedos de las manos enrojecidos. Aquél no era trabajo para una persona estúpida. Tenías que aprender con rapidez o los dedos se te convertirían en salchichas fritas. Por eso al día siguiente sólo me ardieron los ojos, porque no los aparté ni un momento de las tortas, y al otro me dolieron los brazos por haberlos mantenido extendidos y dispuestos a coger las tortas en el momento preciso. Pero al finalizar la primera semana se convirtió en un trabajo automático y pude relajarme lo suficiente para fijarme en quién trabajaba a cada lado. Una de ellas era una mujer mayor que nunca sonreía y hablaba consigo misma en cantonés cuando estaba enfadada. Hablaba como una loca. A mi otro lado había una mujer más o menos de mi edad, cuyo cubo contenía muy pocos desperdicios, pero yo sospechaba que se comía sus errores, pues estaba muy rolliza. – ¡Eh, No comprendí a qué se refería, y ella cogió una de las tiras de papel y leyó, primero en inglés: «No te querelles ni laves tus trapos sucios en público, porque la suciedad irá a parar al vencedor». Entonces me tradujo al chino: «No debes pelearte y hacer la colada al mismo tiempo, Si ganas, se te ensuciará la ropa». Yo seguía sin saber lo que quería decir. Entonces cogió otra tira de papel y leyó en inglés: «El dinero es la raíz de todos los males. Mira a tu alrededor y ahonda más». Y me explicó en chino: «El dinero es una mala influencia. Te vuelves descontento y robas tumbas». – ¿Qué son estas tonterías? -le pregunté, guardándome las tiras de papel en el bolsillo, con la intención de estudiar los proverbios norteamericanos clásicos. – Son tiras de la suerte. Los norteamericanos creen que los chinos escriben estas cosas. – ¡Pero jamás decimos unas cosas tan absurdas! Estos no son horóscopos ni buenaventuras, sino malas instrucciones. – No, señorita -dijo ella, riendo-. Son tiras de la suerte. Tenemos la mala suerte de estar aquí, metiendo las tiras en las galletas, y otros tienen la mala suerte de comprarlas. Así es como conocí a An-mei Hsu. Sí, sí, la tía An-mei, ahora tan anticuada. Todavía nos reímos recordando aquellas extrañas tiras de la suerte, que más adelante fueron muy útiles y me ayudaron a encontrar marido. – Eh, Lindo -me dijo An-mei un día en el trabajo-: Ven a mi iglesia este domingo, Mi marido tiene un amigo que está buscando una buena esposa china. No tiene la ciudadanía, pero estoy segura de que sabe cómo se puede conseguir. Aquella fue la primera vez que oí hablar de Tin Jong, tu padre. No fue como mi primer matrimonio, en el que todo estuvo convenido. No, en esta ocasión tenía alternativa, podía aceptarle como marido o no aceptarle y regresar a China. Nada más vede supe que había un inconveniente: ¡era cantonés! ¿Cómo podía pensar An-mei que me casaría con semejante persona? Pero ella se limitó a decir: «Ya no estamos en China y no estás obligada a casarte con un muchacho del pueblo. Aquí todo el mundo es del mismo pueblo aunque proceda de distintas zonas de China». Ya ves cómo ha cambiado tía An-mei desde aquellos viejos tiempos. Al principio, tu padre y yo éramos tímidos y no podíamos comunicamos en nuestros dialectos respectivos. Íbamos juntos a las clases de inglés, hablábamos entre nosotros con las palabras del nuevo idioma y, a veces, escribíamos en un trozo de papel un ideograma chino para aclarar lo que queríamos decir. Por lo menos teníamos eso, un trozo de papel que nos unía. Pero es difícil conocer las intenciones matrimoniales de alguien cuando no puede decir las cosas a viva voz. Esos pequeños signos, las palabras burlonas, mandonas, regañonas, son los que te permiten saber si sus intenciones son serias, Sólo podíamos hablar a la manera de nuestro profesor de inglés: veo un gato, veo un pato, veo un plato. Pero no tardé en ver cuánto le gustaba a tu padre. El hacía una representación teatral china para mostrarme lo que quería decir. Corría de un lado a otro, daba brincos, se pasaba los dedos por el cabello, y así yo sabía Sí, más adelante descubrí que su trabajo no era tal como él lo describía. No era tan bueno. Todavía hoy, ahora que puedo hablar cantonés con tu padre, siempre le pregunto por qué no busca una situación mejor, pero él actúa como si estuviéramos en aquellos viejos tiempos, cuando no podía comprender nada de lo que yo le decía. A veces me pregunto por qué quise casarme con tu padre. Creo que An-mei me inculcó la idea. – En las películas, los chicos y las chicas siempre se están pasando notas en la clase -me dijo-. Así es como se meten en líos. Es preciso que te metas en líos para que ese hombre comprenda tus intenciones. De lo contrario, te harás vieja antes de que llegue a darse cuenta. Aquella tarde An-mei y yo fuimos a trabajar y buscamos entre las tiras de la suerte que acompañaban las galletas, tratando de encontrar las instrucciones correctas para dárselas a tu padre. An-mei las leía en voz alta, poniendo a un lado las que podían servir: «Los diamantes son el mejor amigo de una chica. No te conformes nunca con un compañero». «Si tienes tales pensamientos, es hora de que te cases.» «Confucio dice que una mujer vale mil palabras. Dile a tu esposa que ha agotado su cupo.» Estas frases nos hicieron reír, pero supe cuál era la apropiada cuando di con ella. Decía: «Una casa no es un hogar si no hay en ella una desposada». Esta vez no me reí. Coloqué la tira en una torta y doblé la galleta con todo mi corazón. La tarde siguiente, al salir de la escuela, metí la mano en mi bolso e hice una mueca, como si me la hubiera mordido un ratón. – ¿Qué es esto? -exclamé, y entonces saqué la galleta y se la ofrecí a tu padre-. ¡Ah! Después de pasarme el día entero entre galletas, sólo verlas me da náuseas. Anda, tómala. Sabía incluso que él era por naturaleza un hombre que no desaprovechaba nada. Abrió la galleta, la mordisqueó y entonces leyó la tira de papel. – ¿Qué dice? -le pregunté, procurando actuar como si no tuviera importancia. Y al ver que él seguía mudo, le pedí-: Tradúcelo, por favor. Estábamos paseando por Portsmouth Square, la niebla ya se había asentado y tenía frío bajo mi chaqueta delgada. Confiaba en que tu padre se apresurase a pedirme en matrimonio, pero él mantuvo su expresión seria y dijo: – No conozco la palabra «desposada». Esta noche la buscaré en el diccionario y mañana te diré el significado. Al día siguiente me preguntó en inglés: – Lindo, ¿quieres desposearme? Me eché a reír y le dije que no decía bien la palabra. El replicó con una broma confuciana, diciéndome que si las palabras eran erróneas, entonces las intenciones también debían serlo. Nos pasamos todo aquel día reprendiéndonos y bromeando, y así fue cómo decidimos casamos. Al cabo de un mes celebramos la ceremonia en la Primera Iglesia Bautista China, donde nos habíamos conocido. Y nueve meses después tu padre y yo recibimos nuestra prueba de ciudadanía, un hijo varón, tu hermano mayor Winston. Le puse Winston porque me gustaba el significado de esas dos palabras, «wins ton». [8] Quería criar un hijo que pudiera ganar muchas cosas, alabanzas, dinero, una buena vida. Entonces pensé: «Por fin tengo todo lo que quería». Me sentía tan feliz que no me daba cuenta de que éramos pobres. Sólo veía lo que teníamos. ¿Cómo iba a saber que Winston moriría en un accidente de automóvil? ¡Tan joven, con sólo dieciséis años! Dos años después del nacimiento de Winston, llegó tu otro hermano, Vincent. Le llamé Vincent, que suena como «win cent», [9] para hacer dinero, porque empezaba a pensar que no teníamos suficiente. Y entonces me aplasté la nariz cuando viajaba en el autobús. Poco después naciste tú. No sé cuál fue el motivo de mi cambio. Tal vez la nariz torcida dañó mi pensamiento. Tal vez fue el verte tan pequeña y tan parecida a mí, lo cual hizo que me sintiera insatisfecha de mi vida. Quería lo mejor para ti. Quería que tuvieras las mejores circunstancias, el mejor carácter. No quería que lamentaras nada. Y por eso te puse por nombre Waverly, el de la calle donde vivíamos, pues quería que pensaras: «Este es el lugar al que pertenezco». Pero también sabía que si te ponía el nombre de esta calle; no tardarías en crecer, te irías de aquí y te llevarías una parte de mí contigo. El señor Rory me está cepillando el pelo. Es todo suave. Todo negro. – Tienes un aspecto magnífico, mamá -dice mi hija-. Los invitados a la boda te tomarán por mi hermana. Contemplo mi rostro en el espejo de la peluquería. Veo mi reflejo y no puedo ver mis defectos, pero sé que están ahí. Le di a mi hija esos defectos, los mismos ojos, las mismas mejillas, el mismo mentón. Su carácter derivó de mis circunstancias. Miro a mi hija y ahora lo veo por primera vez. – Ella se mira en el espejo y no ve nada. – ¿Qué quieres decir? No me ha pasado nada. Es la nariz de siempre. – ¿Pero cómo se te torció? -le pregunto. Un lado de su nariz se curva hacia abajo, arrastrando la mejilla consigo. – ¿Pero qué dices? Es tu nariz. La heredé de ti. – ¿Cómo es posible tal cosa? Es una nariz caída. Debes corregirla con cirugía plástica. Pero mi hija no hace caso de mis palabras y pone su rostro sonriente junto al mío preocupado. – No seas tonta. Nuestra nariz no está tan mal. Nos da un aspecto tortuoso. Parece satisfecha de lo que acaba de decir. – ¿Qué significa «tortuoso»? -le pregunto. – Significa que miramos en una dirección mientras seguimos otra. Nos inclinamos a un lado pero también al otro, hablamos en serio pero nuestras intenciones son diferentes. – ¿La gente puede ver eso en nuestra cara? Mi hija se ríe. – Bueno, no todo lo que pensamos. Sólo saben que tenemos dos semblantes. – ¿Y eso es bueno? – Lo es si consigues lo que quieres. Pienso en nuestros dos semblantes y en mis intenciones. ¿Cuál es el norteamericano? ¿Cuál es el chino? ¿Cuál es mejor? Si muestras uno, siempre debes sacrificar el otro. Es como lo que sucedió cuando fui a China el año pasado, después de casi cuarenta años de haber salido de allí. Me quité mis lujosas joyas, no me puse vestidos llamativos, hablé su idioma y usé su moneda local, pero aun así se dieron cuenta, supieron que mi rostro no era chino al cien por ciento y siguieron cobrándome los altos precios que piden a los extranjeros. Así pues, ahora pienso: ¿qué perdí?, ¿qué obtuve a cambio? Le preguntaré a mi hija qué piensa ella. |
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