"La torre vigía" - читать интересную книгу автора (Matute Ana María)

Ana María Matute
La torre vigía

I. El árbol de fuego

Nací en un recodo del Gran Río, durante las fiestas de la vendimia. Mi padre -pequeño feudal pobretón y de cortas luces- era casi anciano cuando vine al mundo, por lo que, en un principio, sospechó de la autenticidad de nuestro parentesco. Durante mis primeros años, fui víctima de su despecho, mas día llegó en que mis facciones, al definirse, le devolvieron la imagen de su propia infancia: si mis hermanos lucían ojos negros y piel cetrina, como mi madre, yo aparecía a sus ojos tan rubio como lo fuera él y de ojos tan azules como los suyos. Entonces olvidó el supuesto agravio y permitió que me bautizaran.

Apenas se remontaba a mi abuelo el día en que el Barón Mohl ennobleciera nuestro linaje. No lo hizo por razón sentimental o predilección alguna, sino a causa de la mucha urgencia que tal señor había por hacerse con nutrida y bien adiestrada mesnada, amén de gente capaz de conducirla. Cosas que, en puridad, precisaba como el aire para respirar.

Lo cierto es que vivíamos en la zozobra y amenaza; no tanto a causa de las feroces incursiones y tropelías que llevaban a cabo en nuestras tierras los pueblos ecuestres de más allá del río -cosas ya en verdad pasadas- como por la rapacidad de nuestros convecinos. Eran éstos, en su mayoría, señores de talante guerrero y turbulento, tan ambiciosos como el propio Mohl. El Gran Rey quedaba lejos, al igual que Roma, y en semejante soledad y distancia, casi todo barón llegó a soñar en su dominio con un pequeño reino -si es que de hecho no lo disfrutaba ya-. Sus mayores empeños centrábanse en un implacable afán por arrebatarse mutuamente tierras y vasallos; y sucedíanse los días en cadena de ultrajes y agresiones que, con más abundancia que cordura, se prodigaban entre sí. Por todo ello, bien puede comprenderse que vivíamos muy alterados en nuestra escasa paz. Y hasta allí donde alcanza mi memoria, fui parte y testigo de un pueblo en perpetua alarma.

Comparado con el Barón Mohl, o con otro acaudalado señor, mi padre resultaba un hombre pobre y tosco. Pero si se acercaba esta medida a las chozas de los campesinos que le rendían tributo, mi padre era, en verdad, un hombre rico. E incluso fastuoso en sus costumbres.

Todas las noches se comía una oca de regular tamaño, aderezada con nabos y otras fruslerías. Solía repartir esta oca entre mis hermanos, de la siguiente manera: los muslos para los dos mayores, los alones para el más pequeño. Este reparto suscitaba vivas discusiones en los tres muchachos. Al parecer opinaban de muy distinta manera sobre la equidad requerida en estos casos y por tal motivo sus divergencias subían rápidamente de tono y llegaban a límites peligrosos. Mi padre gozaba mucho con estas disputas y querellas; y sólo cuando el acaloramiento de sus vástagos sacaba a relucir el filo de las dagas, ponía fin a tales litigios, arrojándolos de su mesa a bastonazos y puntapiés. Tan peregrinos regocijos constituían, ya, su única distracción: pues en los últimos años su vida se tornó monótona y falta de auténtico interés. Sus hijos eran aún demasiado jóvenes para enviarlos al castillo de Mohl, donde, según la tradición familiar, serían instruidos y ejercitados como futuros caballeros. Pero tampoco alcanzaban la edad requerida para, en tanto llegara ese día, confiarlos a algún señor vecino que se ocupara de su primer aprendizaje. De otra parte, la avanzada edad de mi padre y el entumecimiento progresivo de sus huesos, al tiempo que su obesidad, impedíanle tomar parte activa en las escaramuzas vecinales: sólo de lejos, vacilante sobre su montura y propagando voces sin tino, llegaba a presenciar algún que otro lance defensivo, mal despachado por su ignorante leva de labriegos armados. Tan deprimente espectáculo y la carencia de un hombre joven y experto en la familia, le instó a contratar -o al menos cobijar en su casa- viejos ex-mercenarios de piel más remendada que el calzón de un siervo, tristes y destituidos guerreros que erraban por las orillas del Gran Río, a la espera de alguien que fiara en su experiencia (ya que no en su gallardía y eficacia). Estos míseros y dispersos residuos de antiguas glorias -o inconfesables deserciones, que de todo había- llegaron a invadir su casa y capitanear su apocada tropa, en tanto a él se le hacían insoportables los largos inviernos de inacción. Y como carecía del seso necesario para jugar una partida de damas sin perderla o dormirse, buscaba ora aquí, ora allá, algún motivo más o menos jocoso que animara su mostrenca existencia. Aporrear a mis hermanos era el más accesible, al parecer.

No obstante, otrora tuvo fama de valiente, y aun de temerario. A menudo oí añorar a mi madre un tiempo en que su esposo solía aventurarse más allá de las dunas, a la captura de los potros que, en las reyertas fronterizas, perdieran los jinetes esteparios. Ése era -al parecer- el secreto de que nuestra caballeriza luciera más nutrida y de mayor calidad que la de señores mucho más poderosos. En el transcurso de estos comentarios, oí a mi madre -y a sirvientas incluso- manifestar la inquietud que les producía descubrir en mí una fiereza semejante a aquélla (ya tan atropellada) que distinguió al autor de mis días. Aún muy niño -tanto que apenas si podía corretear sobre las piedras-, y oyendo semejantes augurios relacionados con mi persona, fui a contemplarme en el arroyo, por ver si descubría en mi devuelta imagen los signos de tan violenta naturaleza. El agua solía reflejar entonces un rostro achatado de raposo-cría: su misma mirada reluciente, e idéntico estupor de sus ojos en mis ojos. Si el sol me daba en la nuca, un cerco de hirsutos mechones casi blancos se alborotaba en torno a mi cabeza, tal que otro sol desapacible y mal distribuido. Luego de estas contemplaciones, buscaba a mi padre, y lo veía trotar sobre el caballo, sin el menor vestigio de apostura, ni aun decencia. Entonces, la sospecha de llegar a ser algún día como él me estremecía.

En tiempos de mi bisabuelo, rodearon la primitiva granja familiar con una aguda empalizada de madera, a guisa de muralla defensiva; y adosado a la antigua vivienda erigieron un torreón, capaz de albergar al jefe de familia, a ésta y a sus pequeños dignatarios y semiguerreros. Cuando yo nací, todo permanecía igual que entonces: nadie había llevado a cabo mejora ni destrucción alguna (cosa que, dados los tiempos, ya era suficiente). Entre las muchas cualidades que antaño ornaran a mi padre, se contaba la de haber sido muy estimable cazador. Y así, el suelo de su estancia, en lugar de cubrirse del acostumbrado heno, aparecía revestido con pieles de todas clases: desde el corzo al lobo, pasando por el zorro y varias especies de alimañas; amén de otros bellos y cándidos moradores del bosque. Y al igual que el suelo, excusa decir el lecho y las paredes. El resto del torreón y sus estancias eran más bien lóbregas, destartaladas y llenas de mugre.

En el recinto, además de la granja propiamente dicha, había una herrería, cuyo maestro forjó las armas de mi padre y las de sus hijos; un molino, un cobertizo y taller para curtir pieles, un establo, la caballeriza y algunas chozas para la gente que cuidaba de estas cosas. Entre los habitantes de nuestra casa, el más sobresaliente era, sin duda alguna, uno que dio en llamar mi padre -y como tal cumplió funciones respecto a sus hijos, mientras allí moramos- su maestro de armas. Surgió un buen día del tropel errabundo que nos rondaba: ex-guerrero, derrotado en imposible lucha contra la vejez, lenguaraz, astuto, embustero (y acaso verdadero superviviente de una desaparecida gloria), fue la figura de mayor relieve en mi primera infancia. Tenía la cara hendida en dos porciones por una inmensa cicatriz, lo que le daba un curioso aspecto, ya que su perfil derecho semejaba el de una persona y el izquierdo el de otra. Por tal causa -según contaba- en cierta ocasión tornáronlo por brujo; y disponíanse a quemarlo vivo, cuando en el último instante bajó del cielo el arcángel San Gabriel y lo salvó de las llamas ante el pasmo y veneración naturales en quienes contemplaron tales maravillas. Alguna vez, presa de extraño arrebato, montaba uno de los caballos esteparios de mi padre; y galopaba exasperado, lanza en ristre, hacia las dunas. Parecían entonces formar ambos un solo cuerpo: el potro medio loco, que perdiera su jinete y su batalla, y el decrépito ex-guerrero al que sólo quedaba la furia de vivir. Aquella galopada fantasmal y frenética persiste y persistirá por siempre en mi memoria.

También poseía mi padre un rebaño de cabras muy numeroso, y percibía tributos sobre la leña que los campesinos cortaban en los bosques, al noroeste de las praderas. Por idea suya, se instaló en el recinto una quesería; y ofreció albergue y manutención a un zapatero, con fines de calzar de por vida su destrozona hueste. Pero el zapatero murió -según oí, de un hartazgo de remendar punteras- antes de que yo cumpliera ocho años. Y, desde entonces, nadie se ocupó de estas minucias. Aparte de las botas de piel de cabra, de los ásperos tejidos que hilaban mi madre y las mujeres que la asistían, de los peroles y enseres que fabricaban los siervos, cualquier género o prenda -tanto de vestir como para aderezar la casa- resultaba tan raro como exorbitante.

A ello contribuía en gran manera la escasa simpatía que experimentaba mi padre hacia los mercaderes y sus caravanas. En verdad que éstos evitaban cruzar por nuestras tierras: pues cundía la sospecha de que mi padre protegía grupos de salteadores para desvalijarlos -y como es presumible, repartir con ellos el botín-. O bien, ordenaba a sus gentes que volcaran sus carros, ya que todo aquello que se derramara en sus propiedades pasaba a ser de su pertenencia. Y, según llegué a entender, muy convencidas estaban las gentes de que los famosos salteadores de caravanas no eran otros que la propia y singular tropa de exhéroes descalabrados que cobijaba mi padre. Como puede comprenderse, muy raramente tuvimos ocasión de comprar alguna cosa a ésta o cualquier otra gente que se aventurara con su mercancía por nuestra tierra. De día en día, las ropas se ajaban y agujereaban, los enseres y aperos se deterioraban, cuarteaban y desaparecían: y ninguna de estas cosas era reparada, ni sustituida. Por lo que nuestras vidas transcurrían en la más extrema parquedad y abandono.

Estas severidades y sufrimientos acaso justifiquen el gesto avinagrado de mi madre, la sequedad de sus labios en continuo frunce, y la viperina fluidez de su lengua. Además, y por lo común, mi padre vivía en alborozada -y al fin de sus días aletargada- promiscuidad con algunas jóvenes villanas, que tomaba para sus recreos. De manera que obligaba a mi madre -muy puntillosa en estas cosas- a abandonar de continuo, tanto su mesa, como su lecho. Y con tal de no soportar tales compañías, acabó componiendo como mejor supo una pequeña estancia y se recluyó en ella, con sus ruecas y las mujeres que solían acompañarla.

Pero todas estas cosas yacen muy mezcladas en la memoria de mi primera edad. Y no podría aseverar que ocurrieron tal como las cuento, sino, más bien, como me las contaron.

Tan grande era la distancia, en años y en naturaleza, que me apartó siempre de mi familia, y gentes todas.


***

Era yo muy pequeño cuando mis hermanos partieron al castillo de Mohl y apenas los recuerdo como tres oscuros jinetes, que solían galopar junto al Gran Río. Si tropezaban conmigo, me propinaban puntapiés, insultos y escupitajos, con lo que tuve pronto idea aproximada de sus sentimientos. Luego supe que se adiestraban para nobles guerreros y, si así lo merecían, llegar, en su día, a ser investidos caballeros por el propio Barón Mohl. "A su debida hora -solía decirme mi madre-, tal destino y suerte se repetirá en tu persona".

Hablé de casi todo cuanto componía nuestra casa y hacienda; pero no dije que lo más valioso de ella consistía, sin duda alguna, en los viñedos. Daban éstos un vino entre rosa y dorado, fino y muy aromático. El actual Barón Mohl sentía por él la misma debilidad que sus antecesores y por Navidad mi padre se veía obligado a entregarle el tercio de su cosecha. Era éste un derecho al que ningún Mohl renunció, que yo sepa. Junto al poderío, el carácter altivo y belicoso, las tierras, los hombres y el temor de sus semejantes, los Mohl heredaron puntualmente, uno tras otro, idéntico deleite por el zumo de nuestras viñas. Vendimia tras vendimia, oí los mismos o parecidos denuestos y maldiciones en labios de mi padre, íntegramente dedicados a tal obligación y a su destinatario. Pero jamás tuvo arrestos (ni armas) con que enfrentarse a tan contumaz afición, y hubo de soportarla como mejor pudo, mientras tuvo vida.

Su malhumor y resentimiento resultan fáciles de comprender, porque mi padre gustaba tanto o más que toda la estirpe de Mohl en peso del vino claro y aromático. Y este vino, paladeado por el autor de mis días con una mezcla de frenesí y desesperación, constituía a su vez la parte más sustanciosa de su patrimonio.

Entre unas cosas y otras, las fiestas de la vendimia se distinguían por un clima de apretada violencia. Como fondo de marmita mantenida a fuego lento, bullían en su entraña largas historias de humillación y agravio, y sobre todas ellas, cierta ansia de reivindicar o de recuperar remotos esplendores (y aun violencias) de oscuro origen y significado.

Estas mal reprimidas violencias condimentábanse, año tras año, en el vientre de la ira. Y así como las sospechas de mi ilegitimidad hubieron de producirse en tales fechas, en iguales ocasiones solía estallar algún odio más o menos oculto, o disperso en la conciencia de señores y de villanos. En tales jornadas, este odio hallaba buena excusa a su explosión y era rápida y colectivamente aireado por cuantas gentes componían aquel pequeño mundo. El ave de la venganza rondaba con vuelo bajo y despacioso la fiesta de la vendimia. Y una vez satisfecha su sed -real o aparentemente- la niebla que ascendía del Gran Río, especie de turbio ensueño, cubría el lugar.

Al día siguiente, barrido ya el último vestigio de la fiesta -en verdad exultante y desprovista de toda moderación-, solía amanecer un cielo limpio, inmerso en la calma otoñal. Calma que lentamente languidecía hacia el invierno.


***

Pero no era una calma verdadera. En profundo y desconocido lugar ardían los sarmientos, manteníanse rojas las cenizas. Y había conciencia en nuestra tierra y gentes de algún culto, respeto, tradición no desaparecidos. Ritos y costumbres, sacrificios donde se vertía sangre, aunque ya no humana, subsistían en honor de nuestros viejos y desaparecidos dioses; aunque éstos fueran ya sólo sombras de una religión perdida o deformada. Todavía conservaban los campesinos, hincadas en la trasera de sus chozas o huertos, resecas y antiquísimas estacas, con signos misteriosos. Remotos espíritus y temores anidaban allí. Y los labriegos no vacilaban en compartirlos o amañarlos con los ritos y la fe que nos dio Roma. He de señalar que mi propio padre conservaba en su cámara -y mientras viví en su casa, siempre la vi allí- una escuálida y vieja cabra, de origen desconocido, a la que todas las noches y madrugadas, si no estaba borracho o dormido, dedicaba una especie de oración o salmodia en una lengua que ya ni él mismo comprendía. No obstante, aquello no ofrecía obstáculo alguno para que en la misma estancia venerase cierta reliquia de San Arlón, aunque modesta -las de los verdaderos Patrones de la Caballería estaban por encima de sus posibilidades-. Y encomendábase a este Santo Protector en todo momento y ocasión. No era hombre devoto, mi padre, pero había levantado una capilla en el recinto de la torre, mantenía un capellán, y a menudo hacía ofrendas al cercano convento de Monjes Silenciosos. Donativos que estaban muy por encima de su fortuna y que le valieron fama de generoso y desprendido con las gentes de Dios.


***

El día que cumplí seis años mi madre me arrancó del sueño con gran brusquedad. Aún no me había separado de su tutela -esto no ocurriría hasta el año siguiente- y sea en razón de la austera vida que se veía obligada a llevar, sea porque mi rostro y físico en general le recordaban en demasía a mi padre, lo cierto es que no solía mostrarse blanda ni festiva conmigo. Tras la comida de aquel día, me hallaba dormido sobre el heno dulcemente, cuando me sentí arrastrado sin contemplación alguna. Y aún medio dormido de tal guisa me arrebató fuera de la torre y aun del recinto empalizado.

Detúvose al fin en una alta explanada, desde donde se dominaban el lagar, las viñas, parte del Gran Río y, en suma, el panorama entero de la fiesta de la vendimia. Una vez allí, y zarandeado entre sus huesudas manos, no tardé en comprender que mi madre no me llevaba a presenciar fiesta ni regocijo alguno. Antes bien, deseaba convertirme en testigo de una ejemplar punición, para que ésta se grabase bien en mi memoria y no llegase a olvidarla jamás. "Eres terco", me decía, en tanto me vapuleaba y estiranojaba tras ella. "Eres salvaje, malcarado y feroz como tu padre; pero ten por seguro que he de inculcar en tu mollera, aunque sea a mamporros, el respeto a las buenas costumbres y el temor de Dios o moriré en el empeño". Como yo bien sabía que ella no estaba dispuesta a morir, ni en el susodicho tesón, ni en ningún otro, acepté con resignado silencio los devenires y acaloramientos de su ímpetu educador. Sabía que en tales días solía permitirse a siervos y campesinos, así como a todo sirviente de la casa, los excesos y relajamientos propios del que se entrega sin rebozo a la bebida, y por tanto no atinaba a presumir qué clase de ejemplo o enseñanza me tocaría presenciar. En verdad no me llevaba mi madre a contemplar un castigo, sino a participar, por así decirlo, en una venganza colectiva, exultante y casi jubilosa.

Pasto de tales sentimientos eran, según vi de inmediato, dos mujeres, madre e hija, que habitaban en la linde de los bosques. No dependían de señor alguno, por lo que su existencia de villanas libres era mucho más dura que la del último siervo. Sólo poseían una cabra, de cuya leche y quesos se alimentaban, y solían dedicarse a cortar y vender leña, por cuyo beneficio debían pagar tributo a mi padre. En tiempo de revueltas y tropelías, o en el curso de ataques a las villas por las bandas de forajidos que infestaban nuestros bosques, no tenían quien las cobijase tras muralla de castillo o mansión. Sólo el Abad las acogía en los recintos del Monasterio. A pesar de tan calamitosa existencia, no movían a las gentes a compasión alguna, sino todo lo contrario. Y no había robo de gallina u otro animal cualquiera del que no se las culpara. Puede asegurarse que de tales acusaciones y juicios salían maltrechas y apaleadas y aún recuerdo cómo, en cierta ocasión, dos labriegos enfurecidos por la muerte de una cabra cortaron a la más vieja de las mujeres tres dedos de la mano derecha.

En aquella ocasión acusábanlas de brujería, mal de ojo y pactos inconfesables con el Señor de los Abismos, pues de un tiempo a aquella parte venían acumulándose en nuestro lugar muchas desgracias: una desconocida epidemia diezmó los rebaños de cabras, cierta lluvia seca y amarilla -Rocío de Satanás- cubría gran parte de los racimos y para colmo, en el intervalo de pocos días, se produjeron varias muertes de niños, totalmente inesperadas. Niños que aún no habían abandonado las cunas donde les sorprendiera semejante fulminación.

Los ánimos rebullían muy exasperados. Una oscura sangre de cuya existencia jamás dudé fluía soterradamente bajo los viñedos, amenazaba saltar y verterse sobre la tierra, en cualquier instante. quién sabe bajo qué astutas persuasiones se logró arrancar a ambas mujeres la confesión y reconocimiento de culpa en tamaños desmanes; lo cierto es que así fue. Y acto seguido, una sensual ferocidad agitó el apretado bosque de las conciencias, y creí percibir un aleteo, innumerable y ronco, sobre la fiesta de las uvas. Cien, doscientos dedos, rugosos y oscuros como sarmientos señalaron a las dos mujeres. Y la sentencia no se hizo esperar.

Apenas me asomó mi madre -en rigor, casi me precipitó- al borde de la alta explanada, pareció abatirse sobre la quietud de la primera tarde un vendaval tan insólito que sólo podía percibirse cerrando los ojos. Pero una fuerza superior a mi voluntad me obligó a abrirlos. Y se me antojó que, únicamente así, retornaba a las viñas el silencio maduro y encendido como sol de otoño.

Las jornadas de fiestas tocaban a su fin. Como era costumbre aquellos días, el vino había corrido en abundancia, toda la tierra hasta el río parecía empapada en él, impregnada en su olor. Se alzó en la tarde una voz: gemía, tal como suelen hacerlo los perros en noches de luna; y reconocí en aquel lamento la voz del maestro herrero de mi padre. Este hombre se había casado con una niña vagabunda, y pese a que ella sólo contaba nueve años, le dio un hijo. Por lo que pude entender entre sus gemidos, aquel niño había sido víctima de súbitas convulsiones y pataletas, hasta el punto de ahorrarle la vida en este mundo. Según sollozaba el maestro herrero, habíalo perdido por culpa del maleficio de aquellas dos arpías y ahora demandaba sin resuello un favor o don.

Ya estaban apilados la estopa, la paja y los sarmientos bajo los pies de las dos brujas y el herrero suplicaba le fuese permitido acercar a la hoguera la primera llama, la que empezara y acabase con tanta superchería. De tanto en tanto interrumpía la súplica, una especie de bramido (aunque esto tal vez fuese su forma de sollozar) que estremecía el aire hasta el río mismo. Y acto seguido pronunciaba una y otra vez el nombre muerto de la criatura en cuestión. Muchas lágrimas caían y mojaban entretanto sus peludas mejillas. Y aquel nombre de niño, tan obsesivamente pronunciado, se vio avanzar muy claramente, nubes adelante, en dirección a las estopas.

Pronto obtuvo el privilegio que tan desgarradoramente impetraba. Y, de súbito, tuve conciencia de que yo conocía, o había conocido tiempo y tiempo atrás (más allá del firmamento o río sin orillas hacia donde caía, como ave alcanzada, un nombre de niño) aquella misma vendimia, y aquellas mismas voces. Incluso el fuego que aún no habían prendido; y aún más: innumerables vendimias pasadas o aún por suceder yacían en lo más hondo de mi mente, teñidas de un color y un aroma que languidecían o se exaltaban en llamas sobre la sangre o tal vez sobre algún claro y perfumado vino.

Cuando al fin obtuvo su permiso, un júbilo poco común sacudió los ojos del herrero. Pronunció entonces muy despacio (ignoro con qué motivo) los nombres de sus tres cabras más queridas, tomó la antorcha, prendió la estopa y la acercó a la leña. Luego, agitado por convulsiones y jerigonzas propias de un hombre repleto de vino o de dolor, inició una suerte de cabriolas y de gritos en torno a la pira seguido por otros muchos hombres, mujeres e incluso creo recordar que animales.

Contemplando estas cosas supe que en mí yacía el suplicio desde muy remotas memorias, que seguiría conociéndolo y reconociéndolo aún muy largamente, a través de muchos hombres y de muchos tiempos.

Un fuerte olor a tierra y uvas se mezcló al doblar de la campana que en la capilla de mi padre zarandeaba el fraile. Y no atiné a descifrar si la campana y el aroma y el sabor que notaba en mi lengua pedían piedad o venganza. Ascendió a todo mi ser un olor a sarmientos quemados, a cielo mojado por la lluvia, a vino. Se introdujo por todo mi cuerpo y mi ánimo. Y ése será para mí, por siempre y siempre, el olor y el sabor del día en que nací.

Tal como hicieron otras mujeres con sus hijos, mi madre me abofeteó abundantemente. Según le oí gritar, de este modo no olvidaría el castigo que merecen quienes se apartan del bien y caen en los abismos de la impiedad, la herejía, los hechizos o cualquier otra iniquidad por el estilo. Quise hablarle, entonces: decirle que mal podía olvidar lo que de muy antiguo, desde infinitas vendimias anteriores a la que rodeó mi nacimiento, tan bien conocía. Pero un niño de seis años mal puede expresar estas cosas. Por contra, me convertí en un par de ojos inmensos, tan intolerablemente abiertos que acaso hubieran podido abarcar el más lejano confín del mundo.

Todos mis sentidos se fundieron en uno solo: ver. Y vi tan claramente como si apenas la zancada de un galgo nos separara uno de otro el cuerpo de la mujer más vieja; tal que uno de aquellos odres desechados y vacíos, que se apilaban al fondo de las bodegas y servían a los muchachos para fabricarse caretas el Día de los Muertos. Un odre era, en verdad. Mordido por los perros hambrientos, perros sin amo que buscan por doquier una sustancia con que nutrir sus viejos huesos; un cuero astroso, vejado por las ratas, con grandes manchas de humedad verdinegra. Degollados pingajos, desechos inútiles, a menudo vi en mis correrías infantiles odres semejantes, destinados a espantar en forma de caretas el fantasma de la muerte o del olvido.

Aunque el aire se mostraba todavía cálido, pareció helarse sobre mi frente. Entonces vi el viento. Diferente a cuantos vientos conocía (y muchos soplan en nuestras planicies). No movía la hierba, ni las hojas, ni el cabello o ropas de la gente.

Como a los odres, también al cuerpo de la anciana le faltaba el rostro. En su lugar, un jirón de cuero parecido a las pieles de ardilla oreándose en el cobertizo se mostraba a la furia general. Y vi al odre rugoso en todos sus arañazos y miserias: dos ubres llegábanle hasta el vientre, y rozaban en sus colores de otoño, que iban del siena al malva, el muy plegado ombligo. Así, distinguí el mísero contraste que ofrecía la ancianidad de aquel ser con el insólito nido de vello rojo (tal que el mismo fuego que se aprestaba a devorarla) bajo su vientre; resaltaba allí de modo tan singular, que apenas si pudo extrañarme la avidez de las llamas que prestamente lo prendieron. Fue lo primero que ardió en ella.

El viento inmóvil que yo distinguí claramente, se desató. Un múltiple rugido brotó de las raíces de los árboles, y creí partiría en dos la tierra. Lo primero en abrirse fue el vientre, grande y seca fruta que ofreció la extraordinaria visión de sus entrañas, encrespadas en una blanquísima y grasienta luz: tan blanca como sólo luce el relámpago. Mas no uno, sino mil relámpagos se habían detenido allí. Y un olor denso y vagamente apetitoso invadió el aire que respirábamos y se introdujo tan arteramente en mi nariz, boca y ojos, que empecé a vomitar de tal guisa que creí volvíase mi cuerpo entero del revés, como una bolsa.

Mi madre me sacudió entonces por brazos y piernas, alzó mi cabeza entre sus fríos dedos, y rugió a su vez (pues toda voz se volvía allí rugido):

– ¡Recuerda siempre este castigo!

Me pregunté atónito qué cosa debía recordar, a quién o a qué. Y otro grito más áspero y sonoro se levantó por sobre el exaltado clamor de horror, o júbilo, o venganza que envolvía el humo sobre la carne quemada. Era mi propio grito, nacía de mí desde alguna inexplorada gruta de mi ser. Pero nadie sino yo pudo oírlo, ya que se enredó en mi lengua y lo sentí crujir como arena entre los dientes.

En aquel instante el viejo odre se estremeció de arriba abajo y pareció que iba a derretirse, como manteca. Tomó luego los colores del atardecer, negreó sobre sus bordes abiertos, fue tornándose violeta. Aquí y allá se alzaron resplandores de un verde fugaz y crepitante. Al fin, convertido enteramente en árbol, con llameantes ramas en torno a un calcinado tronco, se deformó.

Tan sólo quedó el fuego, recreándose en cárdenos despojos, allí donde otrora alentaba tan sospechoso espíritu. Y me pareció entonces que la noche se volvía blanca, y el día negro; cuando, en verdad, no había noche ni día sobre las viñas. Sólo la tarde, cada vez más distante.

De este modo, asistí por vez primera al color blanco y al color negro que habían de perseguirme toda la vida y que, entonces, creí partían en dos el mundo.

Durante tres días permanecí sin poder cerrar la boca. En tan molesto incidente creyó ver mi madre -y otras muchas gentes a quienes ella lo relató, con toda clase de pormenores- la confirmación del último maleficio de la bruja. Según opinión de algunos presentes, la anciana no apartó sus ojos de mi persona, mientras tuvo fuerza, aliento (o simplemente ojos) para ello. Pero yo no vi nunca esa mirada, como tampoco vi su rostro, ni a su hija, que ardía junto a ella.

Perdí la voz por algún tiempo. Luego, poco a poco -no sé con precisión de qué manera- la fui recuperando. En mi memoria quedó, en cambio, un firme convencimiento: la anciana -bruja o no bruja- no me había maldecido. Antes bien, de entre todos los hombres, mujeres, niños y bestias que presenciaron su tormento, me supe objeto de su especial elección.

Muchos días anduve mohíno y solitario, sin mezclarme a otros niños de mi edad, ni gente alguna. Incluso huía de mi madre. Luego, el invierno interrumpió mis solitarias correrías en torno a viñas y bodegas. Y el frío me encerró en el torreón, junto a mi madre y las demás mujeres.


***

A medida que el tiempo pasaba, fui olvidando -o al menos relegando en el arcón de la memoria- la certidumbre de que entre la anciana y yo existía un pacto y de que aquel viento inmóvil, que con mis propios ojos vi, me apartaba a distancias muy grandes de los seres con quienes convivía, y entre los que había nacido.

Tan sólo a veces me estremecía el espectáculo de una luz demasiado blanca, junto a una sombra demasiado oscura; pues entonces una especie de lucha, atroz y exasperada, se ofrecía a mis ojos. Creo recordar que en tales ocasiones, solía revolcarme por el suelo, entre alaridos. Pero mi madre -que siempre vio en estas cosas los restos del último mal de ojo de aquella desdichada- me volvía a la razón metiéndome de cabeza en una tinaja de agua (previamente bendecida por el buen capellán). O, simplemente, cubriéndome de bofetadas.

Algún tiempo aún discutieron mi madre y las mujeres sobre si debieron obligar a la anciana a presenciar el suplicio de la hija, antes de sufrir el propio, o a la inversa. Las solteras inclinábanse a lo último, y las casadas con hijos, a lo primero. Pues, según aseveraciones exhaladas por entre los fruncidos labios maternos, ninguna otra cosa en el mundo, por mala que sea, puede compararse al tormento de una madre que ve morir, o padecer, al fruto de sus entrañas. Oyéndola hablar así, mientras cardaba lana, hilaba o desgranaba legumbres, sentía mucha extrañeza de ser un fruto suyo. Y me imaginaba a mí mismo como uno de aquellos higos secos y arrugados que conservaba en melaza, con destino a endulzarnos las frías noches de invierno.

Y meditando estas cosas sentía un malestar muy grande.

Al fin, las pláticas femeninas se perdieron en otros temas más fútiles, o de más provecho, que las discusiones en torno a una tortura y una hoguera ya aventadas. Encaramado en un arcón, a través de las estrechas ranuras que se abrían en la cámara de mi padre, divisé una mancha, negra y grasienta, sobre la tierra. Sin razón alguna -desde aquel lugar no podía alcanzarla- se me antojaron las cenizas del odio y de la hoguera. Día tras día miré aquella mancha, hasta que el viento invernal la borró por entero. De forma que también aquel vestigio, real o imaginario, lo devoró el tiempo.

Pero no para mí. Porque jamás el olvido borraría de mi memoria el humano árbol de fuego, ni el grito colérico de la vendimia.