"La torre vigía" - читать интересную книгу автора (Matute Ana María)VIII. El envés del odioLos buitres y el viento redujeron a la pura nada los sangrientos despojos de quien fue muy amada criatura. Mas no llegó a desaparecer, y persistió durante mucho tiempo -ondeante al viento cual vengativo banderín- un mechón de su pelo rubio-leonado. Contemplándolo, regresó a mi mente un abominable cortejo de gritos y memorias, donde se abría paso, con estremecedora nitidez, otro rojo mechón preso en las llamas de una hoguera. Así, recuperé el atónito pavor que un día me fulminara y derribara en tierra. Igual que entonces, permanecí sin voz tres días seguidos, privado no sólo de la palabra, sino de casi todo entendimiento. Frente al fuego, mirando las llamas sin cesar, pasé tiempo, mucho tiempo: no sé cuánto. E incluso los más despegados y malévolos de entre mis compañeros tuvieron para mí, en aquel trance, una palabra amistosa o un silencio compasivo. Así pasaron muchas jornadas. Yacen en mi recuerdo, insoportablemente blancas. Ni el vino hubiera dado más pesadez a mis párpados, ni el más violento combate podría magullar hasta tal punto mis huesos. Al fin, un día, me sobresaltó el piar de unos pájaros en la nieve. Aleteaban y disputaban en torno a las migajas que les arrojaba un pequeño marmitón de cocina. Y en tanto los animales se lanzaban vorazmente sobre tan exigua sustancia, el niño arrojó sobre ellos, cautamente, una pequeña red. Cuando los tuvo atrapados, fue atravesándolos uno a uno con una larga aguja (de las que usan los cocineros, para asar aves). Sus mejillas se encendían de placer, movía la cabeza, y los negros cabellos se mecían, medio ocultando sus ojos. Creí entonces salir de un dilatado sueño. Brillaba el sol de invierno en el silencio peculiar de la nieve, y el día se mostraba como impregnado de una resignada cólera, sólo rota por los gritos de los pájaros y la entrecortada risa del pinche. No conseguía recordar por qué estaba allí, frotándome brazos y piernas, pateando de frío, mientras contemplaba, pasivo y lejano, los juegos del muchacho. Sobre nosotros, masas de nubes transparentes se diluían en una luz líquida, incolora, y sentí que algo se desprendía de mí. Un sopor, o una vida, donde aún vagaba el solitario jinete de mi infancia. Entre rubios guerreros navegantes por un inmenso mar de vino en el que flotaban las trenzas de la ogresa. Mezclados a la bruma de estas visiones, no conseguía separar los cuerpos de mi padre y del Conde Lazsko: el uno atravesado por la lanza de Mohl y el otro a lomos de los jorobados. Poco después me avisaron de que mi señor reclamaba mi presencia. La voz y las palabras volvieron a mí en tanto dirigía mis pasos, por primera vez -si es que la otra fue delirio-, a la cámara privada de Mohl. Y cuando al fin entré en ella, reconocí objeto por objeto todos sus enseres, muebles y ventanas: los vidrios verdosos, los cofres, las pieles y el gran lecho con dosel. Tuve entonces un pensamiento extraño, y en verdad muy violento. Tanto, que parecía beber en él mi antigua fuerza, hasta saciarme de ella. Tenía la absoluta convicción -a despecho de no poderla razonar- de que, aun en el trance de hallarse encadenado, caído y aguardando la lanza de su señor, si el muchacho del cabello de fuego se hubiera negado a sí mismo la muerte, no habría muerto. Y aunque tal idea incluso me irritaba (dada mi incapacidad para desentrañarla), aquella certidumbre persistía y crecía en mi ánimo, allí donde la razón se negaba a alojarla. En todo lugar, objeto o suceso donde ponía mi pensamiento, recuerdo o simple zozobra, se encendían ahora llamas solitarias. Y veía un fuego esparcido, dividido, pero constante, y anuncio de una inmensa hoguera. El rostro del Barón mostraba, de nuevo, la serena distancia casi añorada por quienes, en los últimos tiempos, presenciamos su declive. Pero vi diminutas arrugas al borde de sus labios, y en las sienes, junto al cabello que otrora se mostrara castaño dorado, brotaba la blanca raíz donde se ahínca y extiende el árbol de la muerte. Estuvo hablando mi señor durante mucho rato. Dijo que me apreciaba por leal y fiero, y por el inquebrantable hierro de mi naturaleza. Dijo que era yo el mejor de entre los jóvenes escuderos y que, con toda seguridad, llegaría a ser un valiente caballero: verdadero Señor de la Guerra, temido y respetado a la par. Al fin, rozó mi hombro con su mano, y aseguró que creía contemplar mi futuro, que me veía pasar por entre y por sobre innumerables guerras. Algunas, de todo punto inimaginables para el humano entendimiento, pues en ellas yo permanecía inmune al hierro y fuego, y a todas las derrotas que estremecen de parte a parte el mundo. "Es más -añadió-. Te veo avanzar como espada alada, y atravesar así la tierra, el mar y el aire". Ensoñadoramente, cerró los ojos. Y me vino a la mente una lucha entre águilas y gavilanes que, siendo niño, presencié en el cielo de las dunas. Pero mi señor no se refería a esta clase de luchas en el cielo o aire, puesto que murmuró, como para sí: – También luchan, vencen y sufren derrotas las estrellas. Esto me dejó muy admirado de su sabiduría. Mas existía una muralla (invisible, pero inexpugnable) que no sólo cercaba mi cuerpo, apartándome del mundo, sino mi ánimo. Y aquella muralla sofocaba todos mis impulsos, e impedía que me manifestara con la espontaneidad de otros tiempos. De forma que, aunque mucho lo deseaba, no le pregunté nada sobre aquella clase de guerra entre los astros, en la que él me veía triunfar tan gallardamente. – Tu impiedad y tu inocencia unidas -dijo Mohl-, pueden convertirse en armas muy estimables. Bien gobernadas llegarían a devastar toda la podredumbre que nos anega. De manera que debo guardarte junto a mí: tú serás mi escudo contra el mundo. Y, acaso, contra mí mismo. Estas palabras, aun asombrándome, me parecieron pronunciadas en una región donde yo no habitaba. Incluso parecían dichas en una lengua que no era la mía. Pero él tomó por sumiso acatamiento, quizá por gratitud, un silencio que no significaba sino la más profunda e insalvable distancia. Acaso, una aún confusa forma de indiferencia. Mi señor me sonrió (creo que por primera y última vez en la vida): – No tardará en llegar la primavera -dijo-, y te doy mi palabra de honor de que para esa fecha serás armado caballero. Aquella decisión era la que yo aguardaba día tras día y noche tras noche, desde el momento en que entré en el castillo. Sabía que esta esperanza y esta promesa eran lo que en verdad me retenían allí. Pero en aquel momento tan deseado, no sentí alegría, impaciencia, ni siquiera asombro. La verdad escueta es que no sentí absolutamente nada. Mis ojos resbalaron por sobre los escudos y las armas que pendían de aquellos muros, por los hermosos vidrios de la ventana donde el sol se tornaba de un verde tan delicado como misterioso. Y en ellos busqué desesperadamente algún destello de mis pasadas ilusiones, si no de júbilo, de satisfacción cuando menos. Pero sólo los reflejos y las sombras a través de la ventana ofrecían algún interés para mí: no las palabras, ni las promesas. Ni siquiera la seguridad -como en verdad tenía, viniendo de tal señor de que serían cumplidas. El Barón me indicó, entonces, que me sentara frente a él, casi a sus pies. Y se extendió en mil argumentaciones, como si ante sí mismo justificase la necesidad que había de retenerme y no apartarme de su lado. Había decidido incorporarme a su servicio personal, a las órdenes del caballero Ortwin. – Pero no por ello descuidarás, y con más rigor que ningún otro escudero, el ejercicio de las armas: he observado con gran satisfacción que sobresales singularmente en ello. Tras oír todas estas cosas, creí había llegado el momento de retirarme. Pero Mohl, con un gesto, me ordenó que no me moviera. Permanecimos así mucho rato, sentados uno frente a otro y en silencio. Él miraba obsesivamente hacia la ventana, tras cuyos vidrios se adivinaba otra vez la caída de muy ligeros copos. Y parecía prendido de aquel resplandor. Cosa que, en verdad, era contemplar el espectro de la nieve. Tan atentos estuvimos a aquella nevada más adivinada que vista, que diría nos sumimos o quizás elevamos en un espacio sin cabida a otros sentimientos o reflexiones más que la contemplación del verde vidrio, o la luz blanca del mundo exterior y extraño. Abandonados o resignados a aquella suerte de enajenación estuvimos tiempo y tiempo, no sabría cuánto. Ni siquiera sé si todo esto sucedió entonces, o antes o después de todas las muertes. Sólo tengo una certeza: aquélla fue la última nevada del invierno. En un principio, Ortwin me recibió con desvío, incluso con cierta animosidad. Pero como estas demostraciones humanas ya no me afectaban le serví y obedecí en todo, con extraordinaria docilidad. Fui aliviándole así de muchas tareas -las más pesadas, por supuesto-. De forma que poco a poco fue relegando en mí gran parte o casi todas ellas, con creciente complacencia. Desde aquel momento, hube de servir sin reposo a mi señor: sus armas, ropas, caballos, mesa (y mil detalles más) me fueron de día en día encomendados, con mayor confianza. Y con cierta frecuencia acompañé a Mohl en sus recorridos por tierras de su inmenso dominio cuando, como solía, vigilaba el trabajo y rendimiento de siervos y colonos. Ortwin llegó a tomar por mansedumbre y sumisión lo que en mí era el más profundo despego hacia el mundo, sus criaturas y afanes. Y, cediendo al fin en su inicial frialdad (y aun recelo), me acogió, al cabo, sin reservas. Supongo que llegó incluso a celebrar la decisión del Barón, aunque era hombre totalmente opuesto a toda clase de demostraciones afectivas. En lo que a mí respecta, con tanta docilidad y eficacia le obedecía a él como a mi señor, y aun con idéntico respeto. Así de grande era la distancia o ausencia de mi vida entre sus vidas. Sólo alguna vez, al contemplar los caminos donde ya se derretía la nieve y comenzaba a sentirse la pujanza de la tierra, de todas sus plantas, manantiales, tímidas flores o animales, notaba como una punta afilada que arañase mi cansancio y por su ranura asomase el olvidado deseo de otros días. Pero aun experimentado tales sensaciones, no llegaba a reconocerlas. – Ya pasará el invierno, puedes estar seguro -me dijo Ortwin un día. Acaso imaginaba que me consumía de impaciencia, en espera de que llegase la fecha de mi investidura. Miré en silencio su rostro grueso, rubicundo y lleno de pecas, donde las espesas cejas casi ocultaban sus ojos, aquella boca donde faltaban tantos dientes como sobraban agujeros, y sentí una vaga desolación. Una vez, durante un combate, le propinaron un tajo de tal envergadura que casi le arrancaron la mandíbula. Pero Ortwin contuvo la sangre y así, imagino, salvó su vida mordiéndose la barba. Esto es, metiéndosela en la boca. De tal guisa, continuó luchando y pudo resistir con dignidad, hasta que aplacada la furia de ambos bandos el físico lo remendó como mejor pudo. – Pero no fue un acto de valor, ni demuestra fiereza alguna en mi carácter -explicó-. Sólo escrúpulo y minuciosidad en los detalles. Me gusta la corrección, tanto en las ropas como en el aspecto de las gentes en general. Esta minuciosidad y celo me valió el honroso puesto que ostento junto al Barón Mohl. Mesábase luego la barba (a la que tanto debía) con verdadero cariño. Como si se tratara de un ser muy amado, y no de una exuberancia más de su persona. Aquella barba rojiza constituía, con toda seguridad, su más preciada riqueza. Todos los días la desenredaba con un gran peine de hueso, cuyo borde ostentaba una cenefa finamente labrada. A medida que nuestro trato se hacía más estrecho, pude apreciar la lealtad de sus sentimientos hacia el Barón. Ortwin era un noble de origen casi tan pobre como yo mismo. Poco después de su investidura, prefirió seguir al servicio personal del Barón, como Ayudante de Cámara, y abandonó casi por completo las armas. Mohl lo había elegido y consentido en tales deseos, precisamente por su inquebrantable discreción y fidelidad, por el buen gusto y esmero con que atendía su ropero y enseres. Cualidades éstas que no hacían presumibles su robusta y alta figura, ni el atroz y mal disimulado tajo de su mandíbula. Creo que Ortwin me llegó a cobrar tanto afecto como pueda sentirlo un padre por su hijo -excepto el mío-. Pero aunque yo le trataba siempre con respeto y deferencia, no podía albergar sentimiento de ninguna clase hacia él: ni malevolencia, ni amistad, ni afecto. Y lo mismo me ocurría respecto a las demás gentes que allí, y conmigo, convivían. O, al menos, así me lo parecía entonces. – Deberías ser más cuidadoso de tu aspecto -me dijo Ortwin en cierta ocasión. No había pasado por alto a su atenta mirada el hecho de que, desde un lejano día en que mi amada señora lo hizo cortar, jamás osó nadie poner la mano o el filo de una cuchilla en mi cabeza, totalmente invadida por antojadizos mechones. Cada uno de estos grupos crecía en la dirección que estimaba más conveniente, y en espesa y nutrida proliferación. Nada ni nadie -y yo menos que ninguno- se opusieron hasta entonces a la libertad y goce de tales desórdenes. Pero al oír la insinuación de Ortwin, mansamente incliné la cabeza ante él, con el mismo gesto que hubiera tenido ante el verdugo, si me hubieran condenado a morir bajo el hacha. Sorprendido y alborozado ante tal resignación, ya se disponía Ortwin a despejar la indómita pelambre, cuando en el momento justo de blandir su afilada cuchilla atinó mi señor a sorprendernos y su grito apabulló toda la dicha de Ortwin: – ¡Detente! -vociferó. Ortwin le miró sobresaltado. Y aun yo mismo elevé sorprendido mis ojos hacia Mohl; pues había en su voz algo que me recordaba al miedo. Casi con furia, el Barón arrebató la cuchilla de manos de mi defraudado esquilador, y dijo ante el pasmo de Ortwin y mi curiosidad: – Jamás toques un solo cabello a este guerrero. Ya no estimo a mi lado la belleza. Antes bien prefiero en su estado más puro la fuerza salvaje de la vida. Me pareció que en tales palabras yacía una derrota, o tal vez, sólo una inmensa desolación. Pero Mohl añadió: – Si durante el combate te estorban estos mechones que caen sobre tus ojos, sepáralos en dos mitades y trénzalos muy alto, de forma que ambos caigan a cada lado de tu frente. Al oír tan minuciosas como extrañas órdenes, Ortwin pareció atacado en lo más sensible de sus leyes o códigos. – ¡Trenzar su pelo, señor! ¡Como los esteparios…! -aulló, en verdad escandalizado. Pero Mohl replicó que así lo hacían nuestros dioses muertos. – Y acaso -añadió, tras una breve meditación- los dioses por nacer… Por tanto, separé los susodichos mechones, causa de sus zozobras. En verdad, saltaban sobre mi frente y orejas, en tal estado de abandono que mucho estorbaban durante los ejercicios y, tal como dijo Mohl, llegaban a metérseme en los ojos. Untados con un seboso ungüento que me proporcionara el dolido Ortwin, los trencé aplicadamente, y desde este punto y hora constaté cómo se incrementaba de forma singular el recelo, y aun temor, que por lo común despertaba mi persona. Cierto día que me disponía a enlazar, separar y anudar tan ásperos manojos, para guiarme me asomé a una charca que el deshielo comenzaba a formar sobre la tierra. El sol apareció entonces tras mi cabeza y encendió aquella aureola blanca que, de niño, llenara de estupor y admiración a quien la mirara (e incluso a mí mismo). Un estremecimiento sacudió mis entrañas, y oí muy claramente, como brotada de la luz o el brillo del agua, la fría y tersa voz de mi bien amada ogresa, que como en otras ocasiones me confiaba: "No eres bello, ni lo serás nunca. Antes bien, puede asegurarse que eres muy feo. Pero tu singular naturaleza vive, desafía y deslumbra más allá de ese efímero y aun tornadizo atributo que se llama belleza. De suerte que, en verdad, resulta mucho más poderosa y turbadora, y aun alberga más seducción que la propia hermosura, la dulzura y la misma bondad…". Oí, luego, los conocidos cascos de su caballo blanco. Huellas ya, cielo adelante, de un perdido y entrañable amor. Como aquel día que sobre la hierba, entre los gritos y el sol de los guerreros me hizo confesiones parecidas, no alcancé totalmente su significado. Inclinado el rostro sobre la verde charca, me pareció que aquella voz rasgaba una esquina al tapiz de indiferencia en que, últimamente, me cobijaba. De suerte que, por aquel rasguño, se filtró un áspero júbilo, y en él mezclábanse muy turbulentamente el orgullo, la conciencia toda de mi poder, e incluso una aún desordenada, pero muy violenta rebeldía. Estaba descalzo, pues -costumbre adquirida en mi infancia- apenas cedía el frío, me gustaba ir con las piernas desnudas, y calentarlas al sol. Cuando me hallaba solo, libre de servicios, liberaba mi cuerpo lo más posible de toda opresión; y trotaba de tal guisa, casi desnudo sobre la hierba o las piedras. Apenas desapareció en su mundo de ecos y reflejos el galope del caballo blanco, noté bajo mis plantas un crujido caliente, casi animal. Y supe que la primavera estaba al borde de estallar bajo la tierra; y sentí que ésta albergaba un relámpago, largamente prisionero, que acababa de romper sus ligaduras dispuesto a estremecer el mundo, de uno a otro confín. Llegaron entonces a mis oídos voces y risas muy exaltadas. Una risa peculiar, cuyo rastreo se deslizaba, según tenía observado, en los actos de la más extrema crueldad humana. Yo había oído el serpenteo de esa risa, a los seis años, y no la había olvidado. Más allá de la muralla vi tres soldados, muy divertidos por alguna cosa. Llegué hasta ellos, sin que pudieran verme ni oírme, pues el sigilo fue la escuela donde di mis primeros pasos entre los hombres. Y aunque iba con los pies descalzos y todavía brillaba la escarcha no me estremecía su contacto, ya que un frío más grande iba adueñándose de mi ánimo. Así, pude ver cómo golpeaban, llenaban de insultos y de burlas a una mísera criatura, un hombre escuálido, medio muerto por los golpes y, probablemente, por las muchas calamidades que le habían llevado hasta los pies de los soldados. tras la apatía y embrutecimiento invernal, despertaban éstos del sopor de la nieve, alimañas hambrientas de algún suceso que avivara sus embotados sentidos. – ¡Cuéntanos otra vez cómo venciste al turco! -vociferaban-. Di cómo le diste muerte. ¿Con cuál de tus dos caras? ¿Con ésta? -y la golpeaban-. ¿O con ésta…? ¿Fue acaso a puntapiés en la boca? ¿Así…? Remedaban grotescas muertes y grotescas luchas en aquel montón de carne derrumbada, entre harapos. Pero aquellas palabras reverdecieron mi memoria: hazañas gloriosas, historias heroicas, fantasmas de un remoto esplendor, regresaban. Y un jinete centelleante (imagen de la gloria, inventada por un niño) apareció cabalgando hacia oriente: por aquel cielo donde, aún tan apocadamente, se doraba el calor de la nueva vida. Entonces vi alzarse hacia mí un rostro partido en dos por un antiguo tajo, mal amparado bajo dos brazos flacos, llenos de informes y mal repartidos bultos (cual granos en vaina reventona), que antaño fueron carne poderosa. Del cráneo amarillento, cubierto de cicatrices, como último jirón de algún maltrecho orgullo brotaba y se bamboleaba a impulso de los golpes, y los inútiles esfuerzos por defenderse de ellos, un mechón pajizo, ceniciento, mal anudado con tirilla de cuero. El relámpago que pugnaba por liberarse de la tierra, ascendió a mí; desde la planta de mis pies, a mis ojos. Un ejército de huellas cruzó el oscuro firmamento de mi infancia, y con un grito recobrado -un grito que partía de un humano árbol de fuego- salté sobre Krim-Caballo, blandiendo la lanza, bullendo en mis entrañas toda la furia de la tierra. Cargué así contra los que tan burda y cruelmente maltrataban la fe, el orgullo y la esperanza de mis días niños. Uno por uno, los sorprendí y atravesé sin darles tiempo a defenderse -pues yo no era un ser humano, sino un relámpago de ira y amor, inútilmente amordazado años y años-. Y aun me ensañé contra sus cuerpos ya en la tierra. Entonces me sentí rodeado de ojos que aún se desorbitaban en asombro y miedo mezclados -ojos que, en noches de la guardia, me habían guiñado, compadres, y yo tenía como los ojos de mis únicos amigos-; pero sentí crujir sus huesos bajo las pezuñas de Krim-Caballo, tan enloquecido de odio como yo mismo. Al fin me detuve exhausto y lleno de sangre, medio asfixiado en la saciedad y gula de mi venganza. La lanza inclinada, como último homenaje hacia aquel que ya era sólo el fantasma de un tiempo, un tiempo que tuve como el más puro y brillante de mi vida. A mis pies alentaba apenas Krim-Guerrero, de su boca sangrante surgió una voz antigua, que no pudo acabar su frase: – ¡Si hubiera resistido mi caballo tanto como yo, te juro, muchacho, que no osarían…! También sus ojos me miraban, pero eran igual que estrellas renacidas de una espesa niebla donde se mezclaban mentiras, espectros de batallas, asombro y una en verdad muy hermosa recuperación. Pues desde el más lejano confín del cielo, volvió grupas el resplandeciente jinete de la gloria, descendió hasta él, y se alejaron juntos hacia el paraíso de los recuerdos. Después que el sol se los llevó, me incliné sobre el cadáver de Krim-Guerrero. "Vencedor del turco", me oí decir. O tal vez sólo oía las lágrimas de algún amanecer, ya alejado de mi vida, inundado de rocío, centelleante, triste y airado ante la vasta mentira que cubre nuestra tierra. Aproximé entonces mis labios a su oído: – Adiós, hijo de los pueblos tensadores de arco -le dije-. En la alta estepa, hacia donde galopas, está aguardándote un niño a quien no terminaste de aleccionar, ni de maravillar con tus hazañas; búscale y llévale contigo. Le reconocerás porque es fuerte, solitario, y te llama Krim-Guerrero… Llévale contigo, te lo ruego: pues a menudo el eco de su soledad estremece mi corazón. Como antaño hizo él conmigo, coloqué a Krim-Guerrero en la grupa de mi Krim-Caballo. Y de este modo, galopamos en dirección al norte, hacia las desconocidas sombras de la selva. Por vez primera me sumergí en la noche de sus árboles y un enardecido aroma a raíces y manantiales secretos me invadió. Al fin un rayo de oro me indicó un claro, cubierto de helechos y escarcha. Suficiente, empero, para enterrar en él toda mi infancia. Entonces noté el temblor de Krim-Caballo; comprendí la desesperación de sus ojos y, poniéndole una mano en el cuello, dije: – No tenía montura, por eso le atacaron tan cobardemente. Ahora, Krim-Caballo, vuelve junto a Krim-Guerrero: regresad juntos a la estepa más alta y más vasta, sin principio ni fin… Partió al galope, al viento su crin, resplandeciente entre la oscuridad. Y en su huida atravesaba árboles y distancias para todos imposibles. No lo vi desaparecer, porque una nube muy brillante se adueñó de mis ojos y, tras ella, comenzó a temblar la selva entera. Ya era de noche cuando regresé. Mi brutal hazaña había corrido ya, en el castillo, de boca en boca, y atado de pies y manos (tal como un día devolvieran a mi señor la destrucción de un gran amor) los soldados me llevaron ante Mohl. Me aguardaba en el patio de armas, y reconocí, de un golpe, la estatua de hierro de aquel sueño. Y también la blanca distancia que nos separa -a él y a mí- del resto del mundo. – Has cometido un crimen -dijo, y su voz venía de muy lejanas zonas, o de muy lejanos tiempos-. Has matado indignamente a tres hombres, sin darles ocasión a defenderse, ni aun de tomar sus armas. Eran tres de mis mejores soldados, y, por tanto, la más feroz de las muertes parece muy pequeña para castigar tu osadía. Pero soy un hombre justo y, conociendo tu naturaleza, mucho me sorprende la gratuidad de tamaña tropelía. Ante mis soldados, pues, te juzgaré: dime, qué razones, o qué locura, o qué necia sed de sangre te ha llevado a semejante crimen. Miré hacia los soldados; y, entre ellos, vi a aquel anciano de barba cana que había luchado tantas veces junto a mi señor. Había en sus ojos un temblor de escarcha bajo el sol. No sentí miedo, ni temblor, ni inseguridad. – He matado a esos hombres -dije-, porque no eran dignos de llevar vuestra enseña; y si como perros se portaban, como perros los maté, no como soldados. En verdad que estaban desarmados, ya que sólo a puntapiés, y a golpes, agredían a un hombre que, sin duda alguna, fue el más valiente guerrero que yo conocí: vencedor del turco y de la estepa, Maestro de Armas de mis primeros años. Y éste, a quien tan groseramente pateaban vuestros hombres, sólo había sufrido una derrota en este mundo, y por un enemigo común, bajo el que todos sucumbiremos, pues la vejez nos acecha y vence a todos por igual. Al verle así tratado por quienes menos valían, no pude contener la ira y, si es cierto que un día ostentaré el título de caballero, y como tal me instruyen en la defensa del débil contra el abuso de la fuerza, la cobardía y el deshonor, eso me limité tan sólo a hacer. Castigué, como creo merecen quienes de tan injusta y humillante forma dieron muerte al que me enseñó a admirar el valor y a creer en la gloria. Y muy tranquilo quedé, tras matarles, y aún lo estoy ahora. Y en la paz que dio a mi ánimo tal reparación, fui a enterrar al hombre que un día -para mí memorable- capturó al caballo que es toda mi fortuna (y que vos, señor, tanto admiráis). Si después de lo que os he contado, creéis que debo morir, poco me importa la muerte: jamás hubiera vivido con el remordimiento de no haber sabido vengar algo para mí tan precioso. En aquel momento supe que no moriría. El Barón, y los soldados me rodeaban, en un espeso silencio. Sentía el resplandor de una llama creciente que se alzaba de entre las más viejas raíces de mi ser, una llama que nadie podría sofocar jamás. Y volví a creer que si el joven del cabello de oro-fuego se hubiera negado la muerte como me la negaba yo, la muerte no habría llegado a él. – Éste es un litigio entre soldados, y por tanto a los soldados confío la última decisión -dijo el Barón. Reuniéronse entonces los soldados, y deliberaron, para decidir mi suerte. Mientras esto ocurría, continuaba mi señor erguido en el patio, como una estatua negra, y yo frente a él, maniatado, apenas vestido con la camisa, y las piernas desnudas. Mas no experimentaba frío, ni dolor alguno. Como si fuera otra estatua, blanca e indiferente a todo lo sucedido o por suceder en ese mundo. Cuando regresaron los soldados, el anciano tomó la palabra: – Señor -dijo- vuestros hombres estiman que el joven escudero no cometió crimen alguno, sino un acto de justicia. El Barón ordenó me libraran de las ligaduras, y cada uno regresó a su puesto, tan silenciosos como jamás se habían mostrado. Mientras el viejo soldado me desataba las manos, murmuró: – Gracias, joven caballero. Y aunque yo no era todavía caballero, ni había hecho nada que directamente pudiera agradecerme, mis ojos y los suyos se encontraron, y supe que al defender los ecos de una gloria o una vida pasada, soñada o deseada, defendía en él mismo lo único digno de vivir que le quedaba en este mundo. Pero una vez devuelto a mis habituales quehaceres, sentí una avasalladora tristeza. Durante varias noches persiguieron mis sueños los cadáveres atravesados de aquellos a quienes hice blanco de mi ira. Revivía sus risas, la cerveza, los dados y todas las noches que pasé en su compañía. Y no me producían orgullo alguno sus muertes, ni sentía la paz que imaginaba. Por contra, la negra dama perseguía mis actos, y oía por doquier su amarilla carcajada. Los comentarios malévolos, picantes unos, soeces otros, que suscitaba entre caballeros y escuderos la predilección mostrada últimamente por el Barón hacia mi poco atractiva persona, subieron de tono tras aquel suceso y el sucinto juicio que siguió a él. Cuando estos comentarios y maledicencias llegaron a oídos de Ortwin, movía la cabeza y decía: – ¡No comprenden! ¡Nunca comprenderán, raza mostrenca y desdichada! Esta raza comprendía, para él, la humana naturaleza en peso. Ortwin denostaba entonces contra la obtusa y maligna especie que utilizaba en tales menesteres el precioso don de la palabra -del que, por su parte, tan comedido uso hacía él-. Aseguraba que mejor se entendía con los caballos y los perros, que con hombre alguno. Lo cual, según aprecié, era muy cierto, pues no tenía más amigos que su caballo y su perro. Y los sentimientos que albergaba hacia el Barón, y hacia mí mismo, eran de índole muy distinta a la amistad: por el uno sentía admiración y respeto sin límites, y por el otro una oscura sed de protección. O de prolongar, o suscitar, algún eco a sus enseñanzas, experiencias y reflexiones. Igual que cuando enseñaba ágiles pasos o sabias precauciones a sus dos adorados animales. Algunos días más tarde de estos acontecimientos, tuvimos noticia de los primeros disturbios fronterizos. Los parientes del Conde Lazsko y sus aliados -solitarios feudales, verdaderos lobos esteparios, cuyos torreones se alzaban más allá de las dunas- parecieron reverdecer, también, al empuje de la primavera. Mas no en floridos frutos, sino en turbias ambiciones, rencores, odios y venganzas aún por solventar. Dudo mucho que alguno de ellos sintiera afecto, o el más mínimo interés, hacia el Conde Lazsko cuando éste aún vivía. Pero su muerte y la desaparición de su bello ahijado ofrecían tentadora presa a repartir. Había mucha molla donde hincar el diente de los viejos agravios y presentes codicias (en verdad, nunca satisfechas por ningún hombre conocido). La misteriosa historia del joven ahijado, su leyenda de bandido-cortesano, su cabello oro-fuego, hallaron buen recipiente donde bullir, crecer y desbordar. No necesitó este caldo mucho aderezo para ser profusamente saboreado y destinado a nutrir odio, represalias y desatinos. Incluso entre los infelices que, tanto por parte de Lazsko como de su ahijado, sólo habían recibido palos, abusos y despojos. La enseña multicolor donde enlazábanse horror, gusto de la sangre y lágrimas de la más inane y placentera sensiblería, fue bien ondeada y esgrimida. En verdad, esta enseña es grata a las gentes de toda clase y condición, pues me dio mucho que pensar ver cuánta delectación despierta, tanto en villanos como en señores, cualquier truculencia donde se guisen a la par historias lloronas y crueles. Cuánto conmueve el revoltillo de aventuras amorosas, sanguinarias y necias, hasta inducir enardecidamente a la revuelta y tropelía. Con tal virulencia como no lograran provocar la opresión, la miseria y el hambre, causas, a mi ver, más explicables. De nuevo vi el cielo cruzado por un grito que arrastraba dos nombres: el del niño muerto del herrero, y el del ahijado de Lazsko. Tras los habituales saqueos, pasadas a cuchillo e incendios de burgos, aldeas y cabañas en terrenos de Mohl llegaron a oídos del Barón rumores sobre la decisión tomada por los ofendidos parientes; llevarían sus quejas y acusaciones hasta el lejano (pero indudable) Gran Rey y clamarían de tan poderoso y sabio monarca -a quien ninguno de ellos echó jamás la vista encima- justicia, orden y escarmiento. Sin que para ello importase que, por su cuenta, ninguno de ellos hizo uso jamás de los dos primeros y, en cambio, mucho prodigaron el último. Cuando le informaron de estas nuevas y propósitos, hallábase mi señor en la halconería. Acariciaba a una de sus preciadas aves, y yo permanecía atento a la expresión de sus ojos; pues en ellos erraba la resignada dulzura de quien anhela y teme (sin lograrlo) sustituir un amor por otro. El halcón ahora objeto de sus ternezas era un animal de bello plumaje y ojos ávidos. Y tenía un parecido bastante notable con el desaparecido Kurth. Se mostraba tan necio y arrogante como el malogrado "Avechucho". Cuando el espía o militante de las "gentes de vasija" (así solían designar los soldados a los apostados tras las tinajas, lindero y causa de puntapiés y desdichas sin cuento) hubo exprimido hasta la última gota de sus averiguaciones, Mohl le despidió con un expresivo gesto, y se volvió hacia mí: – El Gran Rey… -pronunció suavemente. Luego alzó su barba, donde ya había más hilos de plata que dorados, y profirió una de sus más breves y brutales carcajadas. Nunca he oído reír a un lobo, pero supongo que lo haría como él. Después, con delicado ademán, depositó el halcón en mi hombro. El ave me miró con hastío, mientras tanto mi señor añadía: – El Gran Rey, y el mundo, están muy lejos. Yo soy mi rey, y mi mundo. Pero había tal melancolía en sus palabras, que me hicieron pensar si, acaso, ni reino ni mundo alguno ofrecían otra cosa que la más absoluta soledad. Apenas comenzó el deshielo, no se hicieron esperar los primeros desafueros provocados por los llamados parientes del infortunado Lazsko. Entre este grupo difuso y siniestro, dudo hubiera más de uno capaz de demostrar que llevaba la sangre, más o menos mezclada, del Conde. Y este único pariente legítimo se trataba de un imbécil segundón, hijo a su vez de segundón, cuyas nebulosas entendederas debieron poseer, durante el tiempo que duraron las enardecidas y reivindicadoras trapacerías, una idea menos que sucinta del verdadero móvil que le arrojara -en su sentido exacto: pues sólo a empujones y lanzazos lograron arrear montura y jinete- al frente de una vocinglera, desordenada y desdichada leva de rústicos labriegos. Y de tal guisa, y con tan escaso entusiasmo, enviáronle contra un señor del prestigio de Mohl más temido aún que la imagen del propio Satán. Y eso que ésta resultaba para aquel infeliz tan detestable y empavorecedora que, con tal de no pisar la iglesia, jamás cumplía con el precepto pascual. Ya que, bajo los pies del llamado Angel Blanco (orgullo del Monasterio), un muy vejado y enroscado diablo mostraba dientes y desesperación a quien tuviera a bien contemplarlo en tal postura. Tengo fundadas sospechas para creer que el segundón, tan súbitamente sacado de las plácidas espesuras en que discurría su vida, partió al combate reculando; tan ayuno de los móviles que le pusieran en semejante apuro, como regresó de él. Poco después del primer encuentro, la muerte de viruelas, según unos, o la espada de uno de sus aliados, según otros -ya que se consideraba cumplido cuanto de él se apetecía-, puso punto final al cúmulo de míseras calamidades que hubo de afrontar, entre los energúmenos que ostentaban pretensiones de consanguinidad con tan poco codiciable familia. De suerte que el único y verdadero pariente de Lazsko, en manos del tropel de frenéticos ilusos -a quienes, en puridad, no faltaba una migaja de razón en sus quejas- fue una simple excusa. Aunque portadora de sustancia suficiente para lograr aunarles en una sola fuerza, y revestirles del valor necesario para llevar a cabo un anhelo que desde tiempo atrás acariciaban y temían. Este abominable ejército lanzó su reto al Barón de sus envidias y aborrecimientos, reto tan ostentoso y arrogante como sólo inspira el pánico más contumaz. Pero, curiosamente, el pánico es sentimiento que en más de una ocasión reúne la energía precisa que, por lo común, no llega a infundir la razón, o el convencimiento de poseerla. Aturdidos y enajenados en los propios arrestos, arracimáronse en singular piña de codicias y rencillas intestinas, sólo endulzadas por la esperanza de posterior revancha. Tan gárrula y sanguinaria tropa, erizada de picas, lanzas, horcas y armas de todo tipo (entre las que no faltaban cachiporras, piedras e ignorancia suprema), se citó con abigarrada mezcolanza en la linde fronteriza de ambos dominios. Y allí dio rienda suelta a toda suerte de crueldades, haciendo víctimas de ellas a los infortunados moradores de aquellos parajes. Unas veces por considerarlos presa fácil. Otras, porque así les empujaba y hacía rodar de un lado a otro su furibunda naturaleza. Considerada y desmenuzada tal manada desde la cámara privada de Mohl más movía a desdén e incluso risa, que a rebullir de pundonores e impulsos combativos. Así lo pensé yo, al menos. Pero no ocurrió lo mismo -su experiencia era mayor, a la par que su sabiduría- en el ánimo de mi señor. Apenas el siguiente representante de las "gentes de vasija" portó al castillo noticias de nuevas violaciones de tinajas, de incendios y toda suerte de quebrantamientos, el rostro de Mohl últimamente melancólico y soñador, pareció renacer y alzarse en una llama que no hacía presumible bonanza alguna. Reunió a sus caballeros, capitanes y soldados y, en suma, a toda su gente de armas más representativa. Y, tras meditado silencio, manifestó: – Hora es ya de limpiar nuestra frontera de alimañas esteparias. Mañana al amanecer partiremos a su encuentro. El viento levantó la arena de las dunas, lanzándola junto al Gran Río sobre las praderas. Y favoreció así las intenciones de mi señor de tomarlos por sorpresa. Ya que, entre los pardos remolinos, apenas podía distinguirse el confín de las planicies donde se litigaban tan variadas argumentaciones y codicias. Revestido de su yelmo, cota y coraza, lanza en ristre, la capa de zorros agitando sus colas negras bajo el furioso remolino que llegaba de las dunas, el Barón se erguía sobre su montura. Su escudo, pulido con arena del Gran Río, brillaba con la nitidez de la luna y la furia del sol. Viéndole, pensé que ni el Gran Rey (tan fantasmal como temido) hubiera ofrecido a los ojos de su tropa tamaño espectáculo de suntuosidad guerrera. Ibamos a partir, cuando el vigía avistó un jamelgo en loco galope hacia el castillo. Pero no era enemigo, muy al contrario, buscaba refugio tras sus murallas, y portaba a lomos la diminuta maltrecha figura de un monje. Cayó de hinojos ante Mohl y, con aguda y exasperada voz, relató las calamitosas nuevas que le obligaban a presentarse de semejante guisa ante tan digno caballero. Según manifestó, la sañuda trápala de dudosos parientes de Lazsko había caído materialmente sobre su Monasterio, y con tan mala fortuna para sus moradores que pilláronles en oración, y muy desprevenidos. a resultas de lo cual organizaban a poco, en tan pío recinto, una pavorosa carnicería y cúmulo de desacatos: – ¡No son cristianos, señor, aunque así lo fingieran hasta ahora! -gemía el aterrorizado monje-. ¡Su origen radica en el infierno del Este, jinetes negros de Satán, sacrílegos e idólatras! Han crucificado a nuestro anciano Abad y a varios monjes, sin hacer entre ellos distinción de ninguna clase. Han cegado y atado a la noria a unos, han arrojado al pozo a otros, han ahorcado al que pillaron bajo un árbol y así por este estilo, cuanto oséis imaginar. Pero no han olvidado saquear el templo, ni llevarse los vasos de oro y plata que tan generosamente nos donarais, a más de cortar la testa y alas al Angel Blanco, e izar, en su puesto, la ovillada imagen del Príncipe de las Tinieblas, ¡ése que tanto se humilló, otrora, bajo la planta del dulce y pétreo símbolo…! Llegado a este punto de su relato, hubo de frenarse por falta de resuello. Y en el intervalo tuve ocasión de imaginar el terror que debió infundir al legítimo pariente, obligado a esgrimir sus escasos entusiasmos guerreros a la sombra de tal enseña. Pero ya el monje había tomado impulso suficiente, y acaparó mi atención con la continuación de su relato: – ¡Se han mofado de nuestra fe, leyes, y, en suma, de nuestra comunidad! Sólo en gracia a lo poco medrado y desnutrido de mi persona logré zafarme, entre el horroroso tumulto que siguió al incendio, la orgía y desbarato, de aquella horda de aberrados abusones. Pues sabed, también, que dieron fin a nuestro vino, transvasándolo desde las propias cubas y odres hasta sus gaznates. ¡Sin desdeñar ni una mísera gota!… Y os aseguro que con mis propios ojos he visto el vino, como surtidor nefasto, rebosar de sus narices y orejas; de manera que no sé qué resultaba más espantoso: si presenciar tan deplorables fuentes humanas, o percibir los bramidos que proferían entre sus libaciones… ¡Y no es esto sólo, pues al fin…! En este punto de sus descripciones, el Barón debió juzgarse suficientemente informado, pues ordenó que obstruyeran de algún modo la información del infortunado. Dos soldados taponáronle la boca, con bastante brío, y de esta guisa hubieron de llevárselo mientras aún agitaba pies y manos, en un patético esfuerzo por describir tanta superchería como presenciaran y percibieran sus, hasta el momento, cándidos ojos y plácidos oídos. El Monasterio fue erigido por el abuelo de mi señor, y abundantemente enriquecido con las donaciones de éste. El Abad actual era primo de Mohl, y por ello -aunque, en lo íntimo, las relaciones entre ambos eran más bien enconadas- la ofensa resultaba tan grande, como jamás, ni en los más desaforados delirios, hubiera soñado el malogrado Lazsko (ya, por otro lado, indiferente a estas cuestiones). A poco, mezclado a la arena de las dunas, trajo el viento un acre olor a madera, ropa y carne en llamas. Y en él regresó -y hube de reprimirla como mejor pude- la antigua náusea. Entonces, el Barón se volvió a mí: – Toma tu caballo, armas y arreos, pues desde este momento te nombro mi escudero. – Ya no poseo caballo, mi señor -murmuré. Clavó en mí sus ojos, de tal modo, que creí me atravesaban dos puñales. – ¿Qué hiciste con él? – Partió, con el hombre que me lo había dado. – Entonces, Mohl ordenó me entregaran un caballo, cuya sola vista me estremeció, pues aquel blanco corcel (hasta el momento por nadie más montado) era el que perteneció a mi bien amada ogresa. – Tuyo es -me dijo, con misteriosa lentitud-. Tuyo fue, y tuyo será por siempre y siempre. Un silencio salpicado de negras partículas caía sobre nosotros y se extendió por las dunas; y las praderas parecían temblar, enrojecidas, bajo el viento incendiado. Mohl añadió: – Confío en la estolidez de tu naturaleza, más que en cosa alguna. Para mí, vale más que la pericia, y aun el valor de otro más experimentado en estas lides. Tú no amas, ni odias, mi feroz escudero; sólo puede empujarte la extraña distribución del bien, o el mal, que tan curiosamente eliges (y aun, a veces, confundes). Tenlo bien presente: no te apartes de mí, vigila si pierdo el arma, caigo de mi montura, o recibo una herida. Pues quiero que tan sólo tus manos restituyan estas cosas a su debido lugar. Asentí con la cabeza, pues no me era posible emitir una sola palabra. Notaba mis labios entumecidos por un frío semejante al que, durante mi infancia, los bordeara el invierno con un cerco azul. Ahora, esta mudez no era causada por el helado mutismo que, según oí, antecede al combate, sino por el recuerdo, revivido hasta la alucinación, de cierto mechón de cabellos rojos en lo alto de la torre, junto a las horcas; y de otro amasijo de insólito y parecido fuego, que prendió en las llamas incandescentes de un árbol humano. Y ambos crepitaban y me abrasaban, memoria adentro. Desde las márgenes del Gran Río llegó, entre el viento y la arena, una nube negruzca y agorera; cayó sobre nosotros, con pestilencia de muerte. Entonces, Mohl pasó su mano enguantada de negro sobre el cuello tembloroso de su amado Hal. Con la reptante suavidad con que, a buen seguro, acariciaba la creciente borrasca de su ira. Al fin estalló: – ¡Horda esteparia, hambrientos despojos de un engendro infernal! Su voz no era tal, sino un rugido. Y no es exagerado designarla así (antes bien, considero esta definición harto recatada), como podría atestiguarlo -si fuera capaz de estas cosas- el escalofrío y espeluznante piafar que sacudió, de parte a parte, al valeroso animal donde mi señor asentaba su ira y persona (en verdad, una misma sustancia). Y si tal rugido estuvo a punto de desbocar al valiente Hal, excusa decir la repercusión que hubo en las demás criaturas que rodeaban al airado señor. Tras dominar a Hal, Mohl prosiguió, en tono algo menos peligroso para su apostura ecuestre: – ¡Devastados residuos de la peor derrota, mal paridos retoños de la tierra esteparia, hijos de tal madre sois, como revela la imbecilidad que cabalga a lomos de unas bestias del todo superiores a vosotros! ¡Juro por mi honor, que aquel que jamás descendió a enfrentarse con tamaña componenda de carroña y necedad, ha rebasado en el presente día los límites de su generoso desprecio! Y, pese a la repugnancia que me inspira enfrentarme, no a vuestras desdentadas armas, ni a vuestras astucias de alimañas, sino a vuestro hedor, saltaré sobre vosotros montado en mi noble Hal (cuya suerte deploro), hasta sentir el reventón de tan obtusos cráneos bajo sus patas. Al llegar a este punto de sus desahogos, tanto tiempo reprimidos, pareció no poder evitar un mayor brío a sus palabras, ya que la violencia que albergaba y que, sin duda, hasta el momento sólo habíamos atisbado a través de una rendija, le obligó a pronunciar su último y más sonoro reto guerrero: – ¡Juro ante mis nobles caballeros y mis valientes soldados que Mohl llevará las piltrafas de tan repugnantes despojos hasta la más lejana memoria de vuestros hijos! (Si alguno escapara con vida para engendrarlos). Y pongo por testigos de cuanto digo a tan nobles guerreros, bajo solemne promesa de que, si no llegara a cumplir este envite y ofrenda, me arrojen a una fosa repleta de serpientes, sin más arma ni vestido que mi humillación y su desprecio. Dicho lo cual, tan bruscamente como se había enardecido, pareció sosegarse. Y con serenidad de todo punto decorosa, miró en torno y comentó: – Aunque, naturalmente, no habrá lugar a ello. Afirmación que nadie puso en tela de juicio. En la zona del Gran Río más próxima al castillo, el padre de mi señor había mandado construir un puente, por lo común intransitable a todo aquel que no tuviera un permiso especial. Más hacia el norte, existía una tosca pasarela, hecha de juncos y troncos de abedul, y que, año tras año, solía arrastrar el ímpetu de los deshielos. Para los campesinos era éste el único paso disponible hacia las praderas, y viceversa. Tras su destrucción, ellos volvían a construirlo nuevamente, todas las primaveras. Pero aquel año aún no habían tenido tiempo de llevar a cabo esta tarea, y un gran número de villanos se cruzaron en el puente señorial con nosotros. Acudían al castillo para sumarse a la tropa, pues si bien nadie los reclamaba en estos servicios durante las épocas de paz, todo hombre dueño de un caballo, un arma o herramienta equivalente, desde un hacha, como los leñadores, hasta una cuchilla, como los curtidores, en tiempos de peligro debía presentarse en la fortaleza, por si el Barón precisaba de su servicio (y vidas, se entiende). Apenas entramos en las praderas de la orilla este, el viento se aplacó en una rara brisa, cesó la lluvia de arena y restos calcinados, y un sol pálido se abrió paso entre la bruma. Entonces, se encendió el verde, apenas nacido, de las altas hierbas, de forma que, en algunos puntos, semejaba de color azul. Mecíase, bajo el fresco soplo, en una suave ondulación, y me pareció reconocer el mar, aunque nunca lo había visto, en su viento, color y balanceo. Y en aquel mar (a un tiempo desaparecido y renacido) crepitó la violencia, en lo más hondo de mis entrañas. Levantóse en mi ánimo la pasión y sed de sangre, y avivé el trote de mi caballo, acercándolo cuanto pude al de mi señor. Inmerso nuevamente en aquel vino viejo, áspero y agraz donde flotaban las pequeñas cabezas -en forma de racimos azulnegro- de las moras. Como una diminuta, múltiple y aglutinada decapitación. Por segunda vez durante aquella jornada tuve ocasión de comprobar la desatada furia que albergaba mi señor, el Barón Mohl. Y, por ende, la falsedad de su habitual continente. De suerte que hube de maravillarme de su poderosa voluntad, también, ya que la supo amordazar durante tanto tiempo. Pues eran como uno y cien gritos de guerra, no sólo su cuerpo, su lanza y su montura, sino el suelo bajo los cascos de Hal, el cieno que saltaba bajo sus pezuñas entre salpicaduras de sangre, el viento que levantaba su crin, el cabello de Mohl y las colas negras de su capa. Toda la furia de la tierra era su furia, y no hallaba suficiente alimento para saciar la jauría que confundía su espíritu y cuerpo en una sola fiebre: hambre y sed de sangre le sustentaban y torturaban a la vez, desde las más remotas raíces de su vida. Arrastraba mi señor esta sed y esta hambre, y nunca llegó a ver su fin. Pero no había en él rastro alguno de odio. Viéndole avanzar con todos sus hombres sobre la dispersa tropa enemiga, sin freno ni reflexión alguna, desmoronóse, de súbito, la ilusión de aquello que tenía por valor, y tanto me enorgullecía en los otros hombres como en mí mismo: comprendí que tan sólo albergaba la más grande ceguera e ignorancia de la tierra. Negro y alto entre los gritos de sus hombres, Mohl atravesaba los cuerpos con su lanza, y acudía, con júbilo, a aquéllos que con mayor furia venían a su encuentro. Así, unos y otros blandían espadas, y clavaban hombres y bestias en la tierra. Y viendo aquella furia sin honor, ni gloria, ni belleza, pensé que también todos ellos rebasaban la línea del odio, pues no hubiera bastado el odio entero del mundo para albergar un viento y una sed tan antiguas como insaciables. "El odio, me dije, era cosa de los hombres. Los guerreros -que a la hora del combate, no son jamás hombres- viven más allá del odio". Al norte de la pradera, parte del bosque se incendió. El cielo se teñía de malva, y el viento trajo por sobre nuestras cabezas infinidad de partículas encendidas. Una lluvia de cenizas pareció anegarnos y abrasarnos. Luego, el viento giró como una enorme noria, y llevó su rescoldo de muerte hacia otra parte del mundo. Cuando cesó el combate, recorrí la pradera, tras mi señor. Un olor espeso y dulzón, unido al de la leña ardiente y las cenizas, brotaba del suelo. Mohl avanzaba, en el silencio de los muertos. Reposado, altivo y rígido, contemplaba los diezmados despojos como puede contemplar un labrador el fruto de su siembra. Pues otro, al parecer, ni conocía ni podía dar. Aquí y allá levantábanse humaredas, aún ardían rescoldos, y el conocido olor a carne quemada volvió. Apretando los dientes entré en él, y pasé sobre él reteniendo un vómito en verdad nunca olvidado. (Una mancha negra y grasienta en la tierra, un silencio igual al que hollábamos juntos mi señor y yo). Señor de la Muerte, salpicado de sangre, Mohl paseaba la oscura gloria de la guerra allí donde poco antes intentaba estallar la naciente primavera. Y de súbito, viendo frente a mí la silueta de mi señor y su arrogante desprecio por los vivos y los muertos, recordé a mi padre, bastón en alto, paseando por la viña a lomos de sus jorobados. Por un momento temí que, como aquel pobre viejo, estallase Mohl en una risa o un llanto infantiles, totalmente desprovistos de sentido. Pero otro recuerdo vino a borrar tan inquietante y paradójica imagen: la infinita desesperanza de mi señor, depositando un halcón en mi hombro; un pájaro, o un amigo, o un recuerdo, que no lograba recuperar, mientras decía que el mundo, y el rey, tan sólo residían en él. "Hordas a caballo", me pareció oír, "Ralea inmunda, bestias a caballo…" Entonces Mohl se volvió a mí, y claramente oí su voz, aunque sus labios permanecían cerrados: – Reino vagabundo, ¿cuándo hallarás…? Un caballo corría desaforado hacia nosotros, con la crin en llamas. Tan blanco, bajo el pánico del fuego, que semejaba transparente. Hal, caballo negro, se alzó de patas, piafando con espanto impropio de él. Bajo la dura mano que lo conducía, volvió grupas, y así galopamos juntos, en el viento y azote de unas cenizas que no sabía si tenían el calor del fuego o de la sangre mientras las sentía resbalar viscosamente sobre mi rostro. Antes de que la primavera llegara a adueñarse de la tierra, cesaron los combates, replegáronse los devastados grupos enemigos, cesaron los incendios y las muertes. Y los campesinos regresaron a los campos, lenta y resignadamente, como muy viejos y muy fatigados animales. Antes de que la hierba ondeara en las praderas, gran cantidad de los hombres de Mohl habían perdido la vida. Pero vanamente busqué entre los muertos a tres feroces y muy bravos guerreros. Al frente y al fin de todas las luchas, cubiertos de sangre y lodo, reaparecieron siempre ante mis ojos. El viento dispersó y enfrió las cenizas del bosque incendiado. Un tropel de aves voraces oscureció el cielo, los primeros brotes de los árboles. Muchas cruces se alzaron aquí y allá, y ciertas piedras, cubiertas de signos misteriosos, marcaron la ruta de alguna muerte tan oscura como prontamente olvidada. Con el calor del sol volvió la paz al castillo. Cerca del río, en la colina, habían florecido los cerezos. A veces, trotaba hacia ellos, sobre el caballo de mi amada señora, y me tendía después bajo las blancas ramas, en busca de una parcela de soledad. Pero raramente lo conseguía, pues tres jinetes me divisaban prestamente y me obligaban a huir. Mis obligaciones junto al Barón aumentaban. Y día a día me ataban a su mesa, a la silla de su caballo, a sus libaciones, a sus solitarios discursos, y a sus silencios: los ojos en la nada, presos como incautos insectos en el vidrio verde de sus ventanas privadas. Estaba próxima la Pascua. Y, cierta noche, mientras le tendía el lienzo para que enjugara en él sus dedos, me dijo, de forma que todos lo oyeron (y en especial mis hermanos): – Tengo decidido que la ceremonia de tu investidura sea el día de Pentecostés. No has podido combatir aún; pero he visto tu comportamiento en las últimas luchas, y tengo para mí que nadie con más méritos, ni más razón, merece ese público reconocimiento. Al oírle, mis hermanos ya no pudieron contenerse. El mayor se puso en pie, con el puño apretado en el pomo de su espada: – Señor, otros hay en este castillo que merecen, también, algún reconocimiento a su valor, a su lealtad, y a su total entrega a vuestra enseña. Su voz sonó baja y oscura, tanto que no parecía brotada de humana garganta, sino de algún abismo. – ¡Siéntate! -fue todo el comentario del Barón, mientras enjugaba sus dedos con displicencia. Mi hermano obedeció. Pero tan despacio, y con tal encono, que por un momento temí reventaran al fin tantos y tantos agravios retenidos en años de servicio oscuro y fiel. Pero tanto el mayor como los dos menores sabían contenerse, permanecer pacientes y taimados. En verdad que la escuela donde se habían formado no les hubiera permitido otra actitud, pues en su forma de ser y de entender la vida, no había otra elección que la paciencia, la miseria o la muerte. Estas cosas (y otras) puedo razonarlas ahora reposadamente, pero no así entonces. No sentía ni odio ni amor por mis hermanos. Ante ellos, sólo un frío húmedo y cauto, que se parecía al terror como gota de agua a gota de agua, me inundaba. Cosas peores que sus golpes tuve ocasión de conocer en esta vida, y albergaba la sospecha, incertidumbre o desánimo, de que alguna cosa podía sucederme aún peor que el dolor que pudiera venirme de ellos. En verdad que la injusticia, tan brutal como escandalosa, reptaba en todo aquello que tocaban. Y el husmo de esta desventura trascendía a la simple vista de sus rostros, y emponzoñaba mi conciencia. Pues si injustos fueron ellos conmigo, injusto era el mundo con ellos, y todo cuanto mora en él. Aunque no lo razonase entonces claramente, estas cosas alentaban y destilaban en mi ánimo su venenoso zumo. Aquella noche el Barón prolongó sus libaciones más de lo usual. Habiéndose acabado el vino en la pequeña despensa, junto a la sala de los ágapes, me ordenó bajar a la bodega, y ordenase al bodeguero que abriera una de las cubas más añejas del vino de mi padre; aquéllas que, por sus años y calidad, se reservaban para grandes solemnidades y festejos. Mucho sorprendió a todos semejante despilfarro o, al menos, desorden en las costumbres y tradiciones del castillo. Esto era de por sí poco común, pero aún menos presumible en un hombre como Mohl. Tal sorpresa, empero, no fue acompañada de disgusto por parte de los comensales sino al contrario. La bebida y sus secuelas (la embriaguez no aviva el ingenio, ni esclarece las ideas, ni eleva el espíritu) se prolongaron mucho más allá de la media noche. Las pláticas de los caballeros, escuderos y toda clase de comensales, eran ya prácticamente indescifrables cuando mi señor, que a pesar de estar en verdad ebrio manteníase envarado y correcto (pues apenas si la lentitud con que modulaba sus palabras hacía suponer la enorme cantidad de vino ingerido), me ordenó que llenara una vez más su copa. Le obedecí, y al hacerlo asió con tal fuerza mi muñeca, que hube de reprimir un grito. No me tengo por alfeñique, ni asustadizo, pero puedo asegurar que ni el grillete más feroz me hubiera producido dolor y terror semejantes. Jamás antes había rozado su piel mi piel, al menos deliberadamente. Y por ser ésta la primera vez, me pareció muy poco afable. Pese a que hablaba con cierto esfuerzo, sus palabras fueron muy reposadas y claras: – Una vez seas armado caballero, librarás un hermoso combate, y te he destinado como contrincantes a tus hermanos. Uno por uno los derribarás, y tendrás libertad para disponer de sus vidas como te plazca. Espero que los mates, uno a uno. Luego, ceñirás para siempre la espada al cinto, guerrearás a mi lado, y jamás volverás a servir mi mesa. Por contra, te sentarás a mi derecha. Y este puesto que te designo, no podrá ser violado ni por el mismo Rey si nos desenterrara del olvido, y hasta aquí llegara. Ahora, baja otra vez a la bodega, y ordena que abran otra cuba. Dijo estas cosas con la pausa y minucia con que ordenaba disponer de tal o cual prenda, o sus armas, o la comida que apetecía. Miré inquieto hacia el lugar donde solían sentarse mis hermanos. No estaban allí, y supuse que aguardarían en la bodega, o tras la cortina, o tras el biombo, para saltar sobre mí y prodigarme, a su sabor, las peculiares demostraciones de su afecto. No podía retardar la orden de mi señor, así que dirigí mis pasos a la salida. Mas esta vez me hallaba prevenido, y cuando en el oscuro corredor cayeron sobre mí, les fue muy difícil sujetarme. Me defendí a golpes y dentelladas, como mejor pude. En tanto descargaba mi furia, ciegamente, venían a mi mente los proyectos de mi señor. Y al comprobar entre golpes y furor que yo solo y desarmado podía aún zafarme con tal ímpetu de ellos tres -y sabido es que no eran gente frágil ante la lucha-, sentí un violento envanecimiento: mi fuerza era muy grande, pensé, y si yo quería, nadie podría aniquilarme ni vencerme jamás. Con este pensamiento redoblé mi natural fiereza y, si mi hermano mayor no hubiera apoyado la punta de su daga en mi garganta, tal vez el resultado de tan desigual combate hubiera tenido muy distinto fin. Vi tres rostros crispados sobre el mío, y noté en mi garganta el filo cortante, de forma que relajé los músculos y aguardé, jadeando como perro. Sentí entonces una gran amargura y esa amargura me avisaba de algo que había en el mundo, o en los hombres, que manaba veneno suficiente para corroer los más inocentes hechos o, incluso, los más hermosos, tal como podía serlo, acaso, el amor entre hermanos. – Oyeme bien, engendro de senil lujuria -mi hermano arrastraba sus palabras en un odio tan maduro que adivinábase largamente acariciado-. No vuelvas a interponerte en nuestro paso; deja este castillo y abandona al Barón antes de que te degollemos como a un cerdo. Ten por seguro que, si no lo haces, la muerte que te daremos será peor que la de tu antecesor, pues música de arpas celestes parecerá la de aquel desdichado, al lado de la que te propine nuestra mano. En aquel momento algo brilló, muy cerca de mis ojos: en el índice de la vellosa mano, que tanto acercaba su daga a mi muerte, resaltaba un curioso anillo. Era tosco, de hierro negro, pero en su centro relucían dos piedras largas, casi cegadoras en su blancura, agudas y delgadas como diminutos puñales. Un estremecimiento recorrió todo mi ser, al tiempo que murmuraba: – Hermano… ¿dónde conseguiste las piedras de este anillo? ¿A qué sonrisa… a quién, las arrancaste? Como mordida, la mano que apretaba la daga se apartó bruscamente. Vi cómo los tres retrocedían entonces, y pude apercibirme de que los otros dos ocultaban a la espalda idénticas manos, por lo que supuse ensartaban también en su índice tan tenebrosas joyas. – ¡Idos, malditos! -grité, anegado en mi propio terror-. ¡Regresad al infierno de donde salisteis…! Nunca hablaba así, y, cuando oía parecidas expresiones de labios de mis compañeros, juzgábalas necias. Pero en aquel momento comprendí que aquellas palabras me nacían de un lúcido terror, que al fin me derribó al suelo. En vano intenté asirme con ambas manos a los muros, pues resbalaron, sin fuerza, sobre las piedras. Y sin embargo, aun hallándome tan indefenso, y en tan propicia ocasión para ello, en lugar de matarme, mis hermanos retrocedieron. Miráronse unos a otros (con la torva complicidad de las bestias que se interrogan entre sí, antes de huir o atacar en manada). Y supe por qué sus rostros siempre me recordaron el gesto apaleado de los lobos en invierno, dispuestos a la más atroz carnicería con tal de saciar su vieja hambre. Súbitamente, en mudo acuerdo, mis hermanos se deslizaron en las sombras; y, a poco, oí el galope de sus caballos, alejándose. Me levanté, despacio. Una fría humedad bañaba mis manos, cuello y frente. Volvía a mí, con estremecedora precisión, el momento en que tres jóvenes y muy valientes caballeros corrieron un día hacia el remanso maldito, allí donde las aguas eran más traidoras, y rescataron del río el cadáver de la Baronesa. Eran los más esforzados, los primeros en acudir al lugar del peligro; los últimos en la mesa y el afecto; eran, sin duda alguna, mis hermanos. En este punto de mis pensamientos, hube de apretar los puños sobre mis ojos y mi boca, y espantar, como a bandada agorera, la visión de aquellos tres guerreros turbiamente engarzada a la sonrisa de unos dientes blanquísimos, delgados y afilados; una sonrisa cuyos dientes recorrieran y arañaran mi piel de muchacho ignorante. Me vino un gusto a sangre roja y fresca y regresaron, hasta sentirlas clavadas en mi carne, las noches de mi bien amada ogresa, cuando acudía a arrebatarme del sueño, o de la inocencia. Y en estos recuerdos, tan vivos como un tajo en mis entrañas, mezclábase también la mirada celosa y sedienta de mis hermanos: aquellas ocasiones en que la descubrí frenada, como halcón que domina algún feroz deseo, sobre la indiferente arrogancia de mi señora. Y de nuevo fluyeron a mi sangre oscuros manantiales de placer y de pavor, y arrastraron la inútil añoranza de ella y de sus noches, pues éstas lucían entre las piedras húmedas del oscuro corredor (allí donde habían deseado matarme mis hermanos) como luciérnagas, o estrellas errantes, en la más negra ausencia. Y a pesar del terror que me invadía, una verdad abrióse camino en tan febril y lúgubre esplendor, pues, como vuelo blanco entre las brumas de la noche, como el guerrero que asola y destruye más allá del odio, aleteaba esa palabra -todavía más ciega- que llaman los hombres amor. Cuando al fin regresé a la mesa de mi señor, su cabeza reposaba sobre el vino derramado. Como falsa sangre, el vino empapaba la blanca raíz de su sien; pero supe que alguna sangre verdadera brotaba allí, pues, por vez primera, me pareció un hombre viejo y muy herido. Paseé mis ojos por la sala: los cuerpos derrumbados y ebrios de aquellos hombres, tan fuertes y temerarios, parecían ahora informes despojos. Roncaban unos, otros semejaban muertos, caídos bajo los bancos, o como rotos y desarticulados, sobre las mesas. El fuego moría sobre los leños calcinados, y en su rojo resplandor, alzábanse de los rostros contornos amenazadores; y doblaba las gargantas en remedo de la más grotesca muerte. Algunos pajes y escuderos, con el rostro desencajado por la fatiga, disponíanse a arrastrar a sus caballeros al lugar del sueño. Ortwin me avisó entonces de que había llegado el momento de llevar al lecho al Barón, y en ese instante divisé algo, caído bajo el asiento de mi señor. Me agaché a recogerlo, y, al tomarlo entre mis manos, vi que era uno de sus guantes negros, y componía el gesto de su mano, llamándome hacia el Gran Río; la fiereza de su puño, el día que empuñó la lanza para ensartar la boca del muchacho rubio-fuego; el ímpetu que le empujara cuando, en el silencio de la nieve, atravesó el cuerpo de Lazsko. Solté aquel guante, como si se tratara de un animal dañino, presto a morderme. Y supe que en la negra llamada, y en el negro puño que tan bien sabía dañar -que en aquella gran ceguera, en suma- también ardía, y devoraba, la palabra amor. No pude contener más mi aversión, y en lugar de ayudar a Ortwin, como era mi obligación, salí huyendo, perseguido por un invisible, aunque avasallador ejército: un ejército compuesto de ojos suplicantes y feroces, de anillos con sonrisa de ogresa, y de rojos mechones que, ora flotaban al viento, ora prendíanse en las llamas de una hoguera humana. |
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