"Olvidado Rey Gudú" - читать интересную книгу автора (Matute Ana María)

II. OLAR

Aquel gran Rey occidental, tan poderoso y turbulento como sagaz, verdadero Señor del pequeño territorio comprendido entre la estepa y las altas tundras donde ocurrieron estas cosas, fue tan grande, y tan abundantes y diversas sus preocupaciones, que jamás prestó demasiada atención -en rigor, y según se desprende de los hechos, ninguna- a esta región fronteriza -de límites tan imprecisos como remotos-, cuyo núcleo de pequeños condados llegaría a constituir la Marca Olar.


De Occidente había recibido Olar cuanto era y poseía: religión, costumbres, organización y lengua -aun adulterada por otra que, desde épocas inmemoriales, llegárales a través de la selva norteña-. Pero a fuerza de cautela y recelo, año tras año, al fin consiguió imponer Olar -si no legalmente, al menos de hecho- su autonomía. Y debió su independencia a su primer Margrave: hombre valiente -a diferencia de sus coterráneos-, generoso y tenaz: así, al menos, se procuró perdurara su memoria en todos los olarenses, tanto nobles vasallos como villanos, campesinos o siervos.


Lo cierto es que al Margrave Olar debían la creación de su milicia. Hasta entonces, la propiedad de las tierras se había dividido, de forma tan violenta como arbitraria y tornadiza, entre barones y condes, los únicos cualificados para el mundo militar. Eran pocos y demasiado imbuidos por el lucro personal, o el orgullo insensato para llegar a disponer de un solo, grande y verdadero Ejército -cosa en verdad anhelada, dada la constante amenaza en que vivían-. Por vez primera en aquellas latitudes, el Margrave Olar extendió entre sus vasallos el privilegio de libertad, propiedad y nobleza; y estas gentes fueron los sólidos cimientos del naciente país. El feudo constituía su único bien y apenas les daba para vivir. Abandonaron, desde entonces, sus casas y haciendas en manos de los campesinos, y marcharon a vivir al Castillo del Señor de sus tierras.


Más propio sería decir que donde vivieron fue sobre sus caballos. A los seis o siete años, sus propios padres los encaramaban a él, y éste constituía, desde tal punto y hora, todo lo que poseían y estimaban en el mundo; y no tuvieron otro amigo, ni otro maestro, que el entrañable cuadrúpedo. A menudo dormían en el suelo, de camino, con el aparejo de su montura como almohada, o hacinados en los toscos torreones del Señor a quien servían. Sin otro oficio que el de las armas, peleaban entre sí -con más frecuencia que seso- por el puro afán de mantenerse en forma. De semejantes festivales de sangre, a menudo salían descalabrados, y aun muertos. Otra cosa, en verdad, no sabían hacer, ni se esperaba de ellos. Para eso se ejercitaban, y para nada más crecían, vivían y morían. Pero eran espléndidos hombres de armas y el Margrave Olar precisaba soldados de su catadura. En ellos asentó su fuerza e independencia, de suerte que, en las -por aquellos días- frecuentes invasiones de las Hordas ecuestres llegadas de la estepa, el Margrave Olar y su naciente Ejército consiguieron rechazarlas y vencerlas siempre.


No sólo hizo estas cosas el Margrave. Ordenó construir fortificaciones de madera, de Norte a Sur, a lo largo de la linde esteparia. Y arrojó así de las praderas -adicionadas a Olar desde aquel día- a esas Hordas a caballo. Mientras él vivió, mantuvo allí tropas en guarniciones permanentes y, por primera vez, en aquellas pavorosas latitudes, ondearon sus enseñas. De esta forma quedaron delimitadas las fronteras orientales de la Marca que llevó su nombre.


El Margrave Olar tardó en morir varios años. Sikrosio, entonces, le sucedió. Pero no le fue fácil conseguirlo, y habría siempre, mientras tuvo vida, de luchar y matar, entre su propia sangre incluso, para mantener su derecho -o lo que él creía así-. Sus hermanos no aceptaban fácilmente aquella sucesión. Ni sus parientes ni los barones ni, como siempre, Tersgarino, desde su Desfiladero entre Olar y la estepa. Pero Sikrosio persiguió y dio muerte, y aun torturó, a todo aquel que le disputara el poderío de aquella estrecha franja de tierra.


No era hombre cobarde, y además, amaba la lucha; no sospechaba siquiera otra forma de vida, aun viviendo, como vivía, en la defensa de apenas nada: aquel bárbaro dominio de margraves, aquella franja de tierra mineral, estaba casi enteramente ocupada por el gran Lago -llamado más tarde, y no sin motivo, de las Desapariciones-, y un sinfín de pequeños y no menos insalubres pantanos que infestaban de mosquitos y fiebres el aire; cruzada de Norte a Sur y de Oeste a Este por varios ríos, éstos no bastaban para fertilizar debidamente una tierra estéril que mucho tiempo -y generaciones- tardaría en proveer de riquezas a unos pocos de sus habitantes, mientras mantuvo en la desesperación a los más.


A pesar de la sumisión al Conde Olar del puñado de barones que se disputaban el margraviato, sus límites seguían siendo inestables y mantenían a Sikrosio en alerta. El Vigía velaba sus noches de continuo, un ojo abierto y otro cerrado, siempre avizor en lo alto de aquel Torreón de madera que se alzaba en el altozano, expuesto a los fríos vientos que llegaban del Norte y sacudido por la lluvia de arena que arrojaban las dunas desde la estepa. A pesar de haber crecido, aquel Torreón no podía de ningún modo llamarse Castillo ni cosa que se le pareciera.


Allí, Sikrosio se debatía, como su padre, entre el olvido de Occidente y su miedo al Este. La ancha tundra y sus difíciles caminos ahora ya borrados, aunque único contacto con el mundo, fueron para Sikrosio sólo un remoto pasado del que pronto hubo de desprenderse -tanto él como cuantos habitaban aquel dominio disputado a sangre y fuego-. La estepa, por su parte, seguía enviándoles de vez en cuando incursiones de jinetes que propagaban en sus lindantes praderas la muerte y el terror.


Y durante los largos hastíos del invierno, cuando los hombres no podían luchar contra la naturaleza, el sueño del Sur jamás conocido encendía, también como a su padre, la imaginación de Sikrosio. Separados de él por las Lisias, cordillera que ninguno se atrevía a cruzar, decíase que al «otro lado de las montañas» el mundo podía ser algo hermoso, cálido y confortable: un sueño, en fin, del todo imposible. Los mercaderes, además, nunca osaban adentrarse ni cruzar por tierras de Olar, por su justo temor al desvalijamiento y a la pérdida de sus vidas.


Así, Sikrosio quedaba solo entre el Norte espeso y selvático, del que llegaba el misterio de un pasado que le sabía a la sal de un mar gris y helado, sacudido por la rara y temblorosa nostalgia de un dragón de fuego, y la humillación en su memoria.


La soledad parecía la verdadera Señora de Olar. La soledad, el acecho, la más perentoria necesidad de supervivencia en un cerrado círculo de ambición y pillaje. Desde que vino al mundo hasta que lo abandonó, no conoció otra cosa el primogénito del Conde Olar. Ni tampoco imaginó pudiera existir algo más. En el tiempo y lugar donde le tocó vivir, Sikrosio había sido hasta este determinado momento un hombre normal, ni peor ni mejor que la mayoría.


Habitaba con su esposa, hijos, caballeros, concubinas, servidores, siervos, enanos, bufones y toda clase de gente sospechosa, a la que era muy aficionado, en el mismo Torreón donde morara su padre. El tosco Torreón originario, como todo el recinto y las murallas, se había engrandecido. Varias dependencias fueron añadidas, pero la visión del ya pequeño Castillo llegó a hacerse aborrecible para todos aquellos que antes, en tiempos del Margrave Olar, vieran en él su cobijo e, incluso, su esperanza.


Sikrosio fue violento y borracho empedernido. Parecía no tuviese más empeño en esta vida que sembrar el descontento -y aun el terror- en toda la Marca, donde ejercía sin límites previsibles su opresivo dominio. Tan sólida era su ignorancia, que jamás llegó a diferenciar cabalmente su mano derecha de la izquierda, ni conocía otra cosa que el nombre de los animales que cazaba. Con el de las personas que le rodeaban solía embarullarse de tal modo, que acabó llamando a todos Pahl -ya que este nombre era breve y, según le venteaba la memoria, se prestaba a variaciones aproximadas-, y a duras penas llegó a memorizar correctamente el nombre de sus hijos, a pesar de haberlos inventado él: tras obligar al capellán a recitarle todo el Santoral en medio de sus libaciones, a la postre, los rechazó todos por -según él- insuficientes. Pero esto era lo más soportable de su persona, puesto que ignorantes eran, en su mayoría, los demás señores, buenos o malos, que por aquellas tierras moraban.


Más grave era la constancia y prueba, que daba a manos llenas, de una mentalidad y talante tan obtusos y sensuales como capaces de la astucia más sórdida y el fanatismo más extremo. Al contrario de su antigua despreocupación religiosa, de cuando en cuando sufría terrores supersticiosos que degeneraban en una cólera desprovista de significación para quienes tenían la mala ventura de padecerla o aun observarla a prudente distancia. Igualmente injustificables eran las explosiones de alborozo que, ante el estupor general, le hacían manotear y farfullar espurreos y gorjeos casi pajariles de insólita candidez.


Con semejantes ejemplos en sus tierras, la mayor parte de los antiguos caballeros habíanse convertido en bandoleros, más o menos enmascarados. Brutales, rapaces, sin la más leve sospecha de lo que podía significar la palabra piedad, o el más sucinto respeto hacia la vida ajena, se entregaban -como su Señor- a la violencia, el saqueo y abuso, sin el mínimo rebozo. Allí donde pisaban, sumían en el terror a siervos y campesinos; y bajo tales enseñas, sólo el peso de la fuerza se imponía sobre toda razón o consideración. Luego de consumadas estas andanzas -que a él mucho le regocijaban-, Sikrosio y sus caballeros-bandidos regresaban al Castillo del Margrave y allí comenzaban y se prolongaban indefinidamente sus burdas orgías.


Días más tarde, evaporados los entusiasmos por el entumecimiento y el hastío, aventados ya los últimos humos alcohólicos -pues la cerveza presidía sus menores actos-, estremecíase Sikrosio en una suerte de terror o arrepentimiento del más oscuro y turbio origen, puesto que sus lamentaciones no iban dirigidas hacia las víctimas y los atropellos causados, sino ante la amenaza del infierno que, sin duda, acechaba con golosa delectación el vuelo -seguramente poco gracioso- de su alma hacia parajes menos carnales. Ordenaba entonces otra clase de lúgubres orgías: penitencias colectivas, donde jamás faltaban la sangre, los latigazos y las cadenas, en desagravio a unas faltas que había cometido él solo. Y no era extraño ver azotados a sus siervos en expiación de la última de sus barrabasadas.


En este clima de violencia, no era difícil adivinar una total carencia de energía, si se hubiera presentado la posibilidad de tener que enfrentarse a cualquier peligro que, por parte de fuerzas externas, sobreviniera al país. Y con indudable olfato, alguien percibió estas flaquezas, pues no tardaron en resurgir por el horizonte estepario, que tan acertadamente guardara el Margrave Olar, los temibles jinetes, que todos llamaban Diablos Negros.


Desguarnecidas las antiguas fronteras, donde la madera se pudría y derrumbaba, relajada la tropa, pronto quedaron abiertas grandes brechas en su otrora imponente muralla. Y así, los temidos jinetes hollaron de nuevo la verde hierba olarense. Incendiaban aldeas, degollaban gente y saqueaban ermitas y monasterios, para replegarse luego tan brusca y velozmente como llegaran, hasta desaparecer como tragados por el mismo suelo. Gritos esteparios, pavorosos como la imagen de la muerte, cruzaban el cielo de las praderas. Los Diablos Negros -o bien Hordas Feroces, que de ambas maneras les llamaban los de Olar- aventuráronse, en más de una ocasión, hasta las mismas colinas.


No formaban parte, al parecer, de ejército alguno, al menos tal y como concebían un ejército las gentes de Olar, de forma que resultaba realmente imposible dado el caso de que lo hubieran intentado, con tan escasos medios como baja moral presentarles batalla. Montados en velocísimos y hermosos corceles, al viento sus gritos de guerra -guturales sonidos que helaban la sangre olarense-, sembraban el pánico con su salvaje y sanguinaria crueldad. No intentaban conquista de tierra alguna, y esto sorprendía mucho a los de Olar; sólo parecían sedientos de una total y espeluznante destrucción: incendiar, matar y, sobre todo, saquear.


Los de Olar -hasta entonces tierra de caballos grandes y pesados, buenos para portar hombres armados de lanzas, escudos y toda clase de aparejos guerreros- envidiaban y aborrecían a aquellos seres que parecían la continuación de sus magníficas monturas. La táctica de estos guerreros llenábales de confusión y espanto y, en el mejor de los casos, tan sólo lograron perseguirles, para, de este modo, caer neciamente en sus manos. Sueños eran ya, al parecer, las gloriosas victorias atribuidas al Margrave Olar. Los desperdigados señores que, con más energía y buena voluntad que dotes guerreras -o simple buen seso-, cayeron en tales trampas, jamás regresaron. No es extraño que, de nuevo, el pavor de otros tiempos al oír el redoble de aquellos cascos en la lejanía, sumiera a cualquier habitante de las praderas en la más atropellada y confusa huida. La sola idea de adentrarse en la estepa, por pacífica que ésta pudiera presentarse, les producía un irreprimible y terrorífico entumecimiento, o aun parálisis.


De otra parte, se recrudecieron en el apocado espíritu olarense viejos temores y sombrías leyendas en torno al vecino País de los Desfiladeros. Nadie en Olar había visto jamás a Tersgarino, su Rey. Manteníase, tanto él como su pueblo, en el más feroz aislamiento y misterio. Sólo, de tarde en tarde, algún minero fugitivo -de los muchos que padecían cruel cautiverio en aquel sombrío país- osó contar alguna de las cosas que allí dentro ocurrían. Y estas noticias no añadían valor ni coraje a los escasos entusiasmos que, por naturaleza y circunstancias, animaban a las gentes de las praderas y colinas. Y nadie pudo dar fe de lo que nunca vieron sus ojos, puesto que los fugitivos de las Minas de Tersgarino -tan escasos como depauperados- huían rápidamente hacia tierras cuanto más lejanas mejor, sin facilitar mayores detalles de todo lo que vieron sus ojos, vejaron sus espíritus y padecieron sus poco envidiables cuerpos.


Sólo en dos o tres ocasiones, algún barón de las cercanías se dejó tentar por la codicia y, envenenado por la leyenda de los fabulosos tesoros que Tersgarino acumulaba, se arrojó al asalto del País de los Desfiladeros. Pero todo intento de este tipo resultó no sólo infructuoso, sino cruento. En las mil grietas y recovecos de sus escarpadas vertientes, los guerreros de Tersgarino tendían celadas laberínticas, astutas emboscadas y trampas sin cuento, donde los pretendidos invasores morían como moscas y sin remisión posible. Por boca de los escasos y desgraciados supervivientes se sabía que Tersgarino no perdonaba a sus enemigos, antes bien, se cebaba en los prisioneros como, al decir de Olar, un cerdo en bosque de bellotas. Por todo lo cual puede decirse que el miedo, la muerte y la ruina llegaban a Olar por su zona oriental, aparte de ser ésta la más pobre, pues, exceptuada la hierba para el pastoreo y unas minas de hierro abiertas en las llamadas Tierras Negras, nada bueno les llegaba por aquel lado.


Como todos los varones de su estirpe, Sikrosio era criatura de singular fuerza física. Pero con una curiosa particularidad: sentado daba la impresión de un gigante, pero al ponerse en pie ofrecía, a quien tuviera ganas de contemplarle -cosa poco frecuente-, el asombroso espectáculo de una increíble cortedad de piernas. Tenía la cabeza grande, profusamente invadida de pelo fuerte y rojo, y sus ojos grises -en un tiempo hermosos- hundíanse en bolsas de grasa.


Sus pasiones -caza, encuentros de caballeros y mujeres, por este riguroso orden de prioridad- eran de todos conocidas. Poseía la mejor halconería de Olar, y hubiera podido ser todavía un buen guerrero -como lo había sido- caso de decidirse a enfrentar enemigos, en lugar de afanarse en atropellar a propios. Su brazo era férreo, descomunal su fuerza, y era muy ducho en tretas y lances guerreros, así como buen esgrimidor de lanza. Pero a causa de la cortedad de sus piernas -ayudado en esta desdicha por la gran dificultad que le suponía respirar con regularidad, dado la mucha grasa que llegó a acumular su cuerpo-, resultaba un pésimo jinete. Este defecto le humillaba en extremo, y se mostraba muy suspicaz al respecto. Tanto que, en razón a los reconcomios y recelos que le asaltaban en lo tocante a este asunto, llegó incluso a matar. Y esa circunstancia sería, precisamente, la perdición de su esposa, la Margravina Volinka.


Esta mujer era en todo distinta a su marido: pacífica, piadosa y triste, de naturaleza sobria y carnes enjutas. Pero, a causa de las múltiples desdichas y sinsabores que le deparara su vida conyugal, agrióse su carácter hasta el punto de que, a menudo, sus palabras -aunque escasas y espaciadas- revestían tal dureza que mucho sorprendía oírlas en labios de tan frágil criatura. Sólo suavizaba sus intemperancias ante dos niños: sus hijos, Sirko y Volodioso. No era agradable la existencia de estos dos niños, porque, dado el carácter de su padre, despertaban mucho odio por doquier.


Un vigía velaba día y noche en lo alto del torreón mayor, y abajo, en las dependencias de la pequeña fortaleza, Sikrosio se codeaba con sus huéspedes: sus jóvenes caballeros, los bufones y las concubinas, cuya convivencia se veía obligada a soportar Volinka. Sikrosio no podía respirar, al parecer, sino en la promiscuidad más espesa: rodeado siempre de sus guerreros, lacayos y jóvenes feudales de cuyo sustento y educación militar se encargaba. Le servían, hacían la guardia, conversaban y se emborrachaban con él, y con él fraguaban secretas tropelías por los contornos. Tenían orden de velar su sueño -no se fiaba de nadie-, incluso cuando dormía con la Margravina u otra mujer. jamás comía solo: en la sala principal, en torno a largas mesas, se hacinaban todos. Él, entre sus caballeros y sus perros. De cuando en cuando, sentaba a su lado a la concubina de turno.


La Margravina había obtenido permiso, al fin, para comer sola con sus hijos -aún muy niños- en otra estancia. Pero cuando Sirko, el mayor, cumplió cinco años, Sikrosio la obligó a entregárselo. Desde entonces, con sus ojos estupefactos bajo la estrecha frente cubierta de pelo rojo y crespo, aquel robusto y pesado niño participó pasiva y taciturnamente de la promiscua vida de su padre. Lo mismo hizo con el segundo, Volodioso. Pero éste, aunque tan silencioso como Sirko, no era en modo alguno como su hermano mayor, que parecía ajeno a cuanto le rodeaba. Antes bien, sus enormes ojos grises, de un brillo singular, vencían el sueño para absorber, con sedienta fruición, el abigarrado mundo que su padre extendía ante su mirada. Pero era el segundón, y la atención de su padre se centraba en Sirko.


Ambos niños dieron muestras muy pronto de gran capacidad y disposición para el manejo de las armas, lo que llenó de alegría al Margrave.


Allá abajo, en los huecos de las escaleras, se cobijaban a veces mendigos, gentes de camino o maleantes a sueldo de Sikrosio, lo que en ocasiones dio oportunidad a que se sucedieran lances desagradables. Todos contribuían a la algarabía y el hedor general, mientras la vida de Sikrosio continuaba en el absoluto menosprecio de las de los demás, lo cual no evitaba -sino al contrario que el descontento creciese. Especialmente por parte de algunos barones de más sobrias y honradas costumbres, y muy en particular del Abad de los Abundios, cuyo Monasterio se alzaba cerca del Castillo de Sikrosio. Por supuesto que los más desesperados eran los pobres campesinos, los villanos y siervos: pero la opinión de éstos no contaba -ni contó nunca.


Cierto día, hallándose encinta la Margravina del tercero de sus hijos, y muy próxima a dar a luz, oyó gran revuelo en el patio. Entre los ladridos de la jauría y gran vocerío de gentes, entraron a Sikrosio en el Castillo, en parihuelas y con una pierna rota. Se había caído del caballo. La Margravina contempló en silencio cómo le acomodaban, con grandes alharacas, junto a la chimenea, donde ardía un enorme leño. Tal vez, harta de vivir de aquel modo, Volinka sabía lo que hacía…; tal vez creyó que por hallarse su esposo en tal estado… -hay que añadir que la caída no fue sólo debida a la torpeza del jinete, sino a la mucha cerveza que espesaba su cerebro-; tal vez porque hay momentos en la vida que parecen una llamada, o un aviso, o un signo, el caso es que, encarándose a él, dijo clara y fríamente:


– Todo esto te ha sucedido por ser tan mal jinete como mal hombre. No debías empeñarte en cabalgar, cuando tienes semejantes patas, cortas y peludas como las de una alimaña, y lo haces con la misma gracia que un sapo a horcajadas de un cerdo.


En el aterrador estupor que siguió a estas palabras, Sikrosio guardó un breve silencio. Levantó lentamente sus párpados enrojecidos y clavó una singular mirada en la Margravina. Ésta manteníase erguida, pese a su hinchado vientre, sobre los dos escalones que daban entrada a la estancia. Súbitamente, y sin mediar palabra, Sikrosio tomó el gran atizador de hierro que reposaba junto al fuego y, lanzándolo con su descomunal fuerza sobre la Margravina, la derribó, con la cabeza destrozada.


Horas más tarde la mujer murió. Pero antes dio a luz a un niño de cabeza estrecha y larga que, pese a los cuidados recibidos -o quizá por ello mismo-, vivió. Para colmo de desventuras, se llamó Roedisio.


Aquella escena no despertó demasiada indignación entre las duras gentes que la presenciaron. Solamente un niño de grandes ojos grises -el segundón, en quien nadie reparaba- contempló desde su rincón, atónito, cuanto sucedía. Amaba a su madre más que a otra cosa en el mundo -en verdad no amaba nada más-, y al presenciar el suceso, pese al vigor de sus gruesas piernas, sintió como si el suelo cediera bajo sus pies. Se deslizó hasta el suelo lentamente, con la espalda pegada a lo largo del muro. Sus ojos se clavaron en Sikrosio con odio tan profundo, que, aunque nadie podía suponerlo, en aquel instante nació la mala estrella del Margrave.


Volodioso no olvidó jamás ese día. juró vengarse de su padre y bien cierto es que lo cumplió.